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Por equivocación se dijo que todas las religiosas de un convento de Loudun parecieron energúmenas. Fueron tenidas por tales algunas o muchas de aquel convento, mas no todas.

NOTA

2. Es tan ameno y curioso por la variedad de noticias y oportunidad de advertencias el discurso que sobre la incertidumbre de la Historia hizo el Marqués de San Aubin en el primer libro, capítulo 6, del Tratado de la Opinión, de la primera edición, que me pareció haría un presente muy acepto a los muchos lectores, que o ignoran la lengua francesa o carecen de aquella obra, dándoles aquí traducido dicho capítulo, lo que hará una adición muy considerable y preciosa a nuestro discurso de Reflexiones sobre la Historia. Así pondremos aquí dicha traducción, pero notando lo primero, que la desnudaremos del embarazo de las citas; lo segundo, que omitiremos algunos pasajes que coinciden con otros nuestros de noticias dadas, ya en el escrito original, ya en las adiciones; lo tercero, que haremos una u otra nota crítica sobre tal cual pasaje que nos parezca merecerla.

TRADUCCIÓN

Del capítulo sexto del libro primero del Tratado de la opinión.

La poca verdad que se puede esperar de la Historia

§. I

Es una reflexión muy juiciosa de Plutarco en la Vida de Pericles, que es muy difícil o aún imposible de discernir lo verdadero   —221→   de lo falso por medio de la Historia; porque si esto se escribió muchos siglos después de los sucesos, tiene contra sí la antigüedad que le impide el conocimiento de ellos; y si se escribió viviendo los sujetos de quienes trata, el odio, la envidia o la adulación es de creer movieron al escritor a corromper y desfigurar lo verdadero.

4. ¿No es verisímil que los historiadores han lisonjeado a su nación? ¿Qué han callado o hablado con negligencia de aquellos sujetos cuya posterioridad estaba extinguida o reducida a un estado obscuro? ¿Y que al contrario han procurado elevar los nombres o ascendientes de aquéllos de quienes podían esperar alguna recompensa? Son muchos los motivos que hay para alterar la verdad. Por más que Tácito proteste su perfecta desnudez de odio o benevolencia, el lector desconfiado dará más crédito a Estrada que dice que para ser buen historiador sería preciso no tener religión alguna, no tener patria, no ser de alguna profesión, no seguir algún partido, lo que coincide con no ser hombre.

5. Sería mucha simpleza, dice S. Real, estudiar la Historia con la esperanza de descubrir las cosas pasadas. Lo único a que se puede aspirar es a saber qué es lo que creen tales y tales autores, y no tanto se debe buscar la Historia de los hechos como la Historia de las opiniones de los hombres. Cliol, aquella musa que preside a la Historia, viene a ser una prostituta que sin reserva se entrega al primero que viene por cualquiera recompensa.

6. Veleyo Patérculo, adulador indigno de Tiberio y de Seyano, más propiamente compuso un panegírico que una historia. Zozimo se dejó arrastrar de su pasión contra Constantino. Eusebio aduló en todo a este Emperador. Tito Livio favoreció abiertamente el partido de Pompeyo. Dión fue muy parcial de César.

7. La historia es un presente que sólo se debe hacer a la posteridad. El Bocalino aconseja que sólo se escriba lo que se ha visto y que no sé dé al público hasta que esté muerto el autor. Aun suponiendo la imparcialidad, la cual sin embargo no se debe esperar, cada escritor ajusta la historia a su particular carácter. Salustio es moral, Tácito político, Tito Livio supersticioso y orador. Todos no quieren manifestar las causas de los sucesos, ignoradas no solamente de los contemporáneos, mas aún de aquellos mismos que tuvieron algún manejo en los negocios.

  —222→  

8. La Grecia era tan fértil en historiadores que una misma batalla fue referida por más de trescientos autores. Luciano compara la pasión de los griegos por escribir historia a la enfermedad epidémica de los abderitanos, que tenía mucho de locura.

9. Toda la Historia antigua fue casi enteramente desfigurada por los poetas que hicieron una continua mixtión de sus ficciones con la verdad, como se puede ver en la historia de Júpiter y de toda la familia de Titanes; en las de Isis, de Dido, de Hércules; en la expedición de los Argonautas, en el Sitio de Troya, y otros muchos ejemplos.

La Historia siguió el genio de los pueblos.

§. II

10. Es bien fácil de conocer que la Historia se ha conformado más al genio de los pueblos que a la verdad o importancia de los sucesos. Toda esta ciencia de la Historia, cual la tenemos, es fruto del gusto que tuvieron los griegos en escribir y relacionar. La Historia de la antigüedad no nos ha comunicado, sino sólo aquello que hacía relación a los griegos y a los romanos que los imitaron después, porque sin hablar de los países descubiertos en estos últimos siglos, de los Imperios de México y del Perú, tan extendidos, tan poblados, tan magníficos y opulentos, cuya Historia ignoramos, la de los otros pueblos no fue extraída del olvido, sino en cuanto tenía alguna conexión con las historias griega y romana. La historia profana casi no ha hablado cosa de los judíos, y en lo poco que habló cometió errores groseros. Apenas se hubiera escrito algo de los antiguos galos, que extendieron sus conquistas y colonias casi por todo el mundo antiguo, si no hubieran dado ocasión a ello con el pillaje de algunos templos de la Grecia, y con las guerras ya ofensivas, ya defensivas que tuvieron con los romanos. Los cuatro célebres Imperios de asirios, persas, griegos y romanos no igualaron ni en la duración ni en la extensión de sus conquistas a otras cuatro potencias, de que en parte tenemos poquísima noticia; esto es, de los caínos, seítas, árabes y turcos*.   —223→   No obstante, la obscuridad de la historia, sin temor afirmaré que el reino de la China excede al de Asiria en la duración, en la prudencia de su gobierno, en número de habitadores y en la extensión de límites; que las conquistas de Almanzor, que comprendieron la Arabia, Egipto, todos los países Septentrionales de la África, hasta el Océano Occidental, y casi toda España, se extendieron más que las de Ciro; que las conquistas de Alejandro no pueden compararse con la del Tamerlán**. Este conquistador sometió una porción de la China, abrió paso por la Tartaria y la Moscovia para salvar al Emperador de Constantinopla y triunfar de Bayaceto, y de vuelta se agregó la dominación de la Siria, la Persia y las Indias.

11. Es notable la carestía que padecemos de historia sobre aquellos numerosos enjambres de pueblos poderosísimos y animosísimos que salieron de la Escitia septentrional; y debajo de diferentes nombres desmembraron todo el imperio romano en el occidente, muchos siglos antes que los turcos originarios de la Escitia oriental, y de las orillas del Mar Caspio, llamados, o por los emperadores de Constantinopla o por los reyes de Persia (porque los historiadores no están concordes sobre este hecho) estableciesen sobre las ruinas de los imperio romano y árabe una potencia más formidable que lo fue jamás la romana***. La historia de todos estos pueblos tan belicosos y formidables es muy poco conocida.

De la pasión por lo admirable

§. III

12. El amor de lo admirable es uno de los escollos de la historia. Algunos historiadores tienen la complacencia de referir   —224→   hechos increíbles, como si con los falsos prodigios que refieren les tocase parte de la admiración que producen en los lectores crédulos.

13. Esta pasión por lo prodigioso fue causa de inventar tantos hechos extraordinarios. Justino refiere que después de la derrota de los persas en la batalla de Maratón, Cinegiro Ateniense, persiguiendo a los vencidos que se arrojaban atropelladamente a sus bajeles, asió uno de estos sucesivamente con una y otra mano, las cuales, siendo cortadas por los enemigos, detuvo el bajel, haciendo presa en él con los dientes.

14. Plutarco cuenta que Pirro, siendo herido en la cabeza en un combate con los mamertinos, y obligado por la herida a salir de la refriega, volvió a ella contra la resistencia de los suyos, irritado de las bravatas con que le provocó uno de los enemigos de estatura agigantada, a quien lleno de indignación, descargó la espada sobre la cabeza con tanta fuerza que dividiendo el cuerpo de arriba abajo en dos partes, al momento cayeron cada una por su lado.

15. Procopio escribe que en una hambre de dos mujeres que daban hospedaje a los pasajeros comieron diez y siete hombres; y en Mafeo se lee que un soldado portugués, habiéndosele acabado las balas en la pelea, se arrancaba los dientes para cargar el mosquete con ellos, y dispararlos a los enemigos.

Obligaciones de la historia

§. IV

16. La historia no debe parecerse a la pintura que procura hermosear el natural. Un bello rasgo, como nota el padre Orleans, naturalmente pasa de la imaginación a la pluma. Con esto se ilustra un héroe; pero padece la verdad, que es el carácter esencial de la historia.

17. ¿Quién ignora, dice Cicerón, que la primera ley de la historia es no tener audacia para escribir mentira alguna, ni carecer de valor para decir cualquiera verdad; y que el historiador debe evitar cuanto pueda la sospecha de estar poseído de amor u odio? Polibio había dicho antes de Cicerón, que no es menos mentiroso el historiador que suprime verdades, que el que escribe fábulas.

  —225→  

Sinceridad de algunas historias

§. V

18. Ajustose Polibio con exactitud a la máxima suya, que acabamos de proponer. Procede este escritor en su historia tan distante de toda disimulación, que nota los yerros cometidos por su padre Licortas. Tucídides nada omitió de cuanto podía ser glorioso a César y Bracidas, por cuya negociación había sido desterrado de Atenas.

19. Tito Livio habló honoríficamente de Bruto y Casio, enemigos de Augusto, debajo de cuyo imperio escribía; e hizo pasar a la posteridad los matadores de César con la opinión de sujetos virtuosos. Grocio dio una esclarecida muestra de su sinceridad en su historia de los Países Bajos, hablando de Mauricio de Nasau con tanta indiferencia como si no hubiese sido rigurosamente perseguido por este príncipe.

20. Por un pasaje de Plutarco se colige que antiguamente los autores no se creían suficientemente instruidos para escribir la historia, si no había viajado en los países que habían sido teatros de los sucesos. Polibio se preparó para escribir su historia, viajando por todo el mundo conocido en su tiempo. Salustio pasó el mar, a fin de conocer por sí mismo el teatro de la guerra de Yugurta. Juan Chartier asegura que de orden de Carlos VII se halló presente a las más importantes expediciones de este príncipe, para ser testigo de los hechos que debía escribir.

21. En la Etiopía, en Egipto, en Caldea, en la Persia, en la Siria sólo a los sacerdotes se confiaba el cuidado de la historia, y depósito de los anales. Numa había encomendado a los pontífices escribir la historia en los registros públicos. Estos registros fueron quemados por la mayor parte cuando los galos tomaron a Roma. En la China la intendencia de la historia se daba a los magistrados. Todos estos registros públicos estaban llenos de imposturas, ya con el fin de establecer el culto de los dioses falsos, ya por adular a los príncipes, ya por acomodarse al gusto y vanidad de la nación.

  —226→  

Historiadores llenos de fábulas

§. VI

22. Herodoto, a quien llaman padre de la historia, fue reputado en la antigüedad por muy fabuloso. Estrabón, Quintiliano y Casaubon no dan más fe a Herodoto que a Homero, Hesiodo y a los poetas trágicos. Luciano en su viaje al infierno vio a Herodoto que era atormentado en compañía de otros que como él habían engañado a la posteridad.

23. Plinio da a Diodoro el honor de haber sido el primer historiador entre los griegos que escribió seriamente y se abstuvo de fábulas. Luis Vives, al contrario, siente que Diodoro fue un escritor fabuloso y nada sólido. El mismo Diodoro trata de fabulosos todos los escritores que le precedieron.

24. Los sabios están divididos sobre la Ciropedia de Jenofonte. Muchos siguen el dictamen de Cicerón, que contempló esta obra no como una historia, sino como un retrato hecho de invención para representar un príncipe perfecto. No obstante, parece que el día de hoy prevalece la opinión opuesta que mira a la Ciropedia como historia verdadera.

25. Asinio Polión sentía que los Comentarios de César no estaban escritos con mucha diligencia ni con mucha sinceridad; y Vosio hace mención del raro encaprichamiento de un hombre que le dijo, que después de haber meditado prolija y fuertemente la materia, había compuesto un libro donde invenciblemente probaba que jamás César había pasado los Alpes, y que era falso cuanto se contenía en sus Comentarios sobre la guerra de las Galias. Procopio en su historia colmó de elogios al emperador Justiniano, a su mujer la emperatriz Teodeora, a Belisario y a su mujer Antonina; pero en sus Anécdotas las ultrajó con una cruel maledicencia. El Aretino se jactaba de ser árbitro de la reputación de los príncipes, dispensando entre ellos los elogios y los vituperios, según eran liberales o escasos con él. Cuéntase que, habiendo Carlos V de vuelta de la expedición de Túnez regalándole con una cadena de oro, dijo al recibirla: Por cierto que es un bien corto presente para que yo hable bien de una empresa tal mal concertada.

26. Los monumentos mismos no son fiadores seguros de la verdad   —227→   de los hechos. Aún el mármol y el bronce mienten algunas veces. En el arco triunfal de Tito la inscripción destinada a celebrar la Conquista de Jerusalén, testifica que antes de aquel Emperador nadie había tomado, ni aún osado, sitiar aquella ciudad. Sin embargo, fuera de constar lo contrario de la Sagrada Escritura, Cicerón en una de sus cartas a Attico llama a Pompeyo nuestro Jerosolymitano, porque nadie ignoraba en Roma que Jerusalén era una de las conquistas de Pompeyo.

De las crónicas antiguas

§. VII

27. Si los historiadores de primer orden y los monumentos son sospechosos, ¿qué diremos de nuestras antiguas crónicas? Que son unas míseras novelas, atestadas de fábulas. Éste es el sentir de un célebre académico. Después que las naciones feroces del norte derramaron por todas partes su ignorancia y su barbarie, los historiadores degeneraron en novelistas. Entonces empezaron a mirarse como lo sublime de la historia los hechos increíbles y aventuras prodigiosas. Telesino, que se dice haber vivido a la mitad del sexto siglo debajo del reino de Artus; y Melchino, que es algo menos antiguo, escribieron la historia de la Gran Bretaña, patria suya del Rey Artus y de la tabla redonda, desfigurándola con mil fábulas. Lo mismo se debe decir de Hunibaldo Franco, que algunos creen contemporáneo de Clodoveo, pero que en la verdad es mucho más moderno, cuya historia no es más que un tejido de mentiras rudamente imaginadas. Tal es también la historia que pareció debajo del nombre de Gildas, religioso del país de Gales, que refiere tantas maravillas del Rey Artus, de Perceval, de Lanceloto y otros muchos. La juiciosa historia antigua, rectificada con un gran número de observaciones muy útiles, y una historia de nuestro tiempo más castigada y correcta. Mas aunque nuestros historiadores escriben con más reserva y exactitud, es cierto que no podemos conocer los caracteres de los hombres y los motivos de los sucesos, sino por las memorias de los que manejaron principalmente los negocios.

  —228→  

Pirronismo excesivo sobre la historia

§. VIII

28. Carlovicio, que tuvo parte en los principales negocios de su tiempo, leyendo la historia de Sleidan, y hallando tan desfigurada la verdad de los sucesos, dijo que aquella historia le inclinaba a no dar asenso a otra alguna, ni de las antiguas ni de las modernas. El autor de la Religión del médico (Tomás Brown, inglés), habla así de la historia: Yo no doy más asenso a la relación de las cosas pasadas que a la predicción de las futuras. Es así que los hombres por la mayor parte están dispuestos a propasar, ya la credulidad, ya el pirronismo.

29. «Se guisa la historia (dice monsieur Baile) casi como los manjares en la cocina. Cada nación los prepara a su modo; de suerte que una misma cosa se adereza de tantos modos diferentes, cuantos países hay en el mundo; y casi todos los hombres hallan más gratos aquellos a que se acostumbraron. Tal es, con poca diferencia, la suerte de la historia. Cada nación, cada secta, tomando los mismos hechos crudos, digámoslo así, donde pueden hallarse, los adereza o sazona conforme a su gusto; y después a cada lector parecen, o verdaderos o falsos, según convienen o repugnan a sus preocupaciones. Aún puede extenderse más la comparación, porque como hay ciertos manjares absolutamente incógnitos en algunos países, y a los cuales los moradores de ellos no querrían arrostrar de cualquier modo que los sazonasen; así hay hechos que no son creídos sino de tal nación o tal secta; los demás los tratan de calumnias y de imposturas****.»

29. Muchos historiadores por varios motivos transmiten a la posteridad algunos hechos, a los cuales ellos mismos no dan asenso. Plura scribo, quam credo, dice Eneas Silvio en su Historia de Bohemia.

  —229→  

Relaciones de batallas que parecen increíbles

§. IX

30. Las relaciones de muchas batallas contienen circunstancias que parecen increíbles. Plutarco cuenta que Marco Valerio ganó una batalla contra los sabinos, en la cual les mató trece mil hombres sin perder ni uno de los suyos. Y Diodoro Sículo atribuye la misma felicidad a los lacedemonios en un choque contra los arcadios, a quienes degollaron diez mil sin perder un hombre; porque se verificase la predicción de un oráculo, de que aquella guerra no costaría a Esparta ni aun una lágrima sola.

31. En la victoria que el cónsul Fabio Máximo logró sobre los allobroges y auveñacos, no hubo más que quince muertos (Apiano lo dice) de parte de los romanos, y quedaron ciento y veinte mil galos postrados en el campo de batalla, añadiéndose a la derrota otros ochenta mil que fueron parte conducidos a Roma prisioneros, parte sumergidos en el Ródano.

32. Sila dejó escrito en sus Memorias, que en el combate de Cheronea, en que derrotó a Archelao, Lugarteniente de Mitrídates, murieron ciento y diez mil de los enemigos y sólo doce de los romanos. En las mismas Memorias refiere Sila, que en la batalla que dio al joven Mario, sin perder más que veinte y tres hombres, mató al contrario veinte mil, e hizo ocho mil prisioneros.

33. En la Vida de Lúculo, escrita por Plutarco, se lee que en la batalla que tuvo este caudillo contra Tígranes en Tigranocerta, toda la caballería de este rey y más de cien mil hombres de a pie fueron pasados al filo de la espada, quedando en el campo sólo cinco soldados de Lúculo; ni los heridos pasaron de ciento.

34. Alejandro de Alejandro escribe que Pompeyo en una batalla contra Mitridates no perdió más de veinte soldados, habiendo caído de la parte del rey más de cuarenta mil.

35. En la batalla de Chalón, entre el conde Aeclo y Teodórico, Rey de los Visigodos, de una parte, y Atila, Rey de los Hunos, de la otra, donde Teodórico fue muerto, algunos autores hacen subir el número de los muertos de los dos ejércitos a trescientos mil. Los historiadores convienen por lo menos en ciento y sesenta mil, sin contar quince mil, tanto franceses como gépidas, que habiéndose   —230→   encontrado la noche que precedió al combate se batieron en la obscuridad con tanto furor que ni uno de todos ellos quedó vivo.

36. Hay autores que sobre la fe de Paulo Diácono y Anastasio Bibliotecario, ponen el número de trescientos y sesenta y cinco mil a la pérdida que tuvieron los sarracenos en la batalla de Poitiers: lo que parece fabuloso, dicen los juiciosos autores de la historia de Languedoc. Algunos, para hacer esta circunstancia verosímil, han pretendido que se comprendiesen en este gran número de muertos las mujeres, los hijos y los esclavos. Pero Valois ha hecho ver que en esta irrupción no pasaron los Pirineos sino los soldados. Mezerai dice que el ejército de los sarracenos no se componía sino de ochenta a cien mil hombres.

37. El año de 891 el emperador Arnulfo ganó una victoria tan completa sobre los normandos, que de cien mil de éstos no se salvó ni uno solo, sin que muriese ni uno del partido imperial. (Cita el autor la historia del mundo de Chevreaux, libro 5).

38. En la batalla de los tres Reyes de Aragón, Navarra y Castilla contra los moros, Mariana, siguiendo todas las crónicas dice que fueron muertos doscientos mil moros, pereciendo solos veinte y cinco de los cristianos*****. En la de Tarifa murieron también doscientos mil infieles, y de los cristianos sólo veinte.

39. Carece de toda verosimilitud lo que los historiadores refieren de las victorias de los príncipes normandos en Sicilia, que no quedó ni uno vivo de trescientos mil sarracenos deshechos por Rugero: que los hijos de Tancredo, con setecientos caballos y quinientos infantes batieron el ejército del Emperador de Constantinopla, compuesto de sesenta mil hombres. Pero todo lo dicho es nada en comparación de lo que cuenta Nizetas en la Historia del Emperador Alejo, que en el sitio de Constantinopla un franco solo puso en fuga todo un ejército de griegos.

40. Luciano trata de increíbles y ridículas todas las circunstancias de un número de muertos tan desproporcionado. Pueden aplicarse a muchos rasgos de historia las siguientes palabras de Tito Livio   —231→   sobre una particularidad asombrosa que se decía haber sucedido en la toma de Veyes. «Estos incidentes -dice- más propios para la escena que para la historia, no quiero afirmarlos ni refutarlos; basta saber lo que publicó entonces la fama.»

Diversidad de opiniones sobre muchos hechos famosos

§. X

41. Metrodoro Lampsaceno, sin la mayor perplejidad afirma que todos los héroes de que en la Ilíada hace mención Homero, Agamenón, Aquiles, Héctor, Paris, Eneas, son personajes ficticios que no existieron jamás.

42. Algunos autores aseguran que no fueron robadas por los romanos más de treinta Sabinas. Valerio Antias y Dionisio Halicarnaseo suben el número a quinientas y veinte y siete. Juba cuenta hasta seiscientas y ochenta y tres.

43. Tito Livio, Floro, Plutarco, Aurelio Víctor dicen que el dictador Camilo deshizo y arrojó los galos que habían tomado a Roma; Polibio, Justino, y Suetonio cuentan que habiendo hecho los venetos una irrupción en el país de los galos, éstos, con la mira de ocurrir a la defensa de su país se compusieron con los romanos, recibiendo de ellos cierta suma de dinero, con la cual y con el botín que habían hecho se retiraron, dejando libre a Roma.

44. Plutarco empieza así la vida de Licurgo: Nada se puede decir del Legislador Licurgo que sea referido con variedad por los historiadores, porque hay diversas tradiciones sobre su origen, sobre sus viajes, sobre su muerte y aun sobre sus leyes y sobre la forma de gobierno que estableció; pero aún hay más discordia sobre el tiempo en que vivió.

45. Herodoto, Diodoro, Trogo Pompeyo, Justino, Pausanias, Plutarco, Quinto Curcio y otros muchos autores hablaron de la nación de las Amazonas. Estrabón niega que tal nación haya existido jamás. Palefato es del mismo sentir que Estrabón. Arriano tiene por sospechoso cuanto se ha escrito de las Amazonas. Otros entendieron por Amazonas ejércitos de hombres gobernados por mujeres guerreras, mostrando que estos ejemplos no son raros en la antigüedad, pues los medos y sabeos obedecían a reinas. Semíramis   —232→   comandó a los asirios, Tomiris a los escitas, Cleopatra a los egipcios, Baudicea a los ingleses, Zenobia a los pasmirenos.

46. Apiano cree que las Amazonas no eran una nación particular; sí que se daba este nombre a todas las mujeres que iban a la guerra de cualquiera nación que fuesen. Algunos creyeron que las pretendidas Amazonas fueron unos pueblos bárbaros que vestían ropas largas, raían la barba y se aliñaban, y usaban en la cabeza los mismos ornamentos que las mujeres de Tracia. Según Diodoro Sículo, Hércules, hijo de Alcmena, a quien Euristeo puso en el empeño de traerle la tahali de Hipólita, reina de las Amazonas, fue a combatirlas sobre las orillas del Termodonte, y destruyó esta nación guerrera.

47. No obstante, los rasgos más célebres de su historia son más recientes que el Hércules griego o hijo de Alcmena. Porque el robo de Antíope por Teseo excitó las Amazonas a emprender la guerra en que conquistaron toda la Ática y camparon en la misma plaza del Areopago. Pentesilea, reina de las Amazonas, fue al socorro de Troya, y fue muerta por Aquiles; y mucho tiempo después Talestris, otra reina de las Amazonas, acompañada de trescientas guerreras suyas vino a buscar a Alejandro en Hircania, a fin de tener posteridad de aquel héroe.

48. Dión Crisóstomo dice que Herodoto pidió a los de Corinto alguna recompensa por las historias griegas que había escrito, pero habiéndole respondido que no querían comprar el honor con dinero, trastornó toda la relación de la batalla naval de Salamina, cargando a Adimanto, general de los Corintios, de la infamia de haber huido desde el principio del combate con toda la escuadra que comandaba.

49. Timoleón libró a Corinto su patria de la tiranía de Timofanes, su hermano. Plutarco cuenta la acción de este modo. Timoleón, con dos amigos suyos, celosos por la libertad fue a la casa de Timofanes; y habiéndole todos tres conjurado fuertemente para que depusiese la tiranía, no pudiendo obtener nada de él, Timoleón se retiró un poco, deshaciéndose en lágrimas; y en el mismo momento sus dos amigos, arrojándose sobre Timofanes le hicieron pedazos. Diodoro Sículo dice que el mismo Timoleón mató a su hermano en la plaza pública. El primer historiador, para conciliar la naturaleza con el amor de la libertad, suaviza lo más que puede la   —233→   atrocidad de la acción. El segundo la exagera a fin de exaltar el celo de Timoleón por la patria. En medio de tantos escollos, del carácter, motivos y pasiones de los historiadores, la verdad naufraga y no puede transitar a la posteridad.

50. Ciro muere tranquilamente en su lecho, según Jenofonte. Onesicrito, Arriano, Herodoto, Justino, Valerio Máximo afirman que Tomiris, reina de los Masagetas, habiéndole vencido y hecho prisionero, le hizo morir y sumergir su cabeza en un vaso lleno de sangre humana, porque saciase, según decía la irritada reina, la sed que siempre había padecido de aquel licor. Ctesias escribe que aquel héroe fue muerto con la flecha que le disparó un indiano. Diodoro, que fue hecho prisionero y crucificado por una reina de los escitas, según Luciano, murió de dolor de que Cambises, su hijo, pretextando un falso orden, había hecho morir a la mayor parte de los personajes más amados de Ciro.

51. Uno de los rasgos más famosos de la historia romana es la derrota de los Fabios en el combate de Cremera. Esta tropa, compuesta de una familia sola que Floro llama un ejército patriciano, fue toda hecha pedazos; y de trescientos y seis Fabios no restó más que un joven de catorce años, a quien su corta edad estorbó meterse en el empeño. Pocos hechos hay atestados más unánimemente que éste, ni por mayor número de autores. Tito Livio, Ovidio, Aurelio Víctor, Silio y Festo le refieren con perfecta conformidad. Sin embargo, Dionisio Halicarnaseo le refuta como enteramente fabuloso. Tito Livio coloca la muerte y fanática consagración de los dos Decios en las guerras contra los latinos y contra los samnites. Cicerón en las que hubo contra los etruscos y contra Pirro.

52. El silencio de Polibio es una preocupación de muchos sabios contra todo lo que se ha dicho de Régulo, después de su cautiverio.

53. Aurelio Víctor refiere que sabiendo el emperador Claudio II, que los libros de las Sibilas prometían grandes victorias y prosperidades al imperio, si el principal del Senado se sacrificase por una muerte voluntaria; y ofreciéndose a ella generosamente el primer senador, el emperador no lo permitió, antes quiso y consiguió para sí la gloria de ser víctima por la grandeza de la patria, diciendo que a él le tocaba por ser príncipe o jefe del Senado. El mismo autor añade que por esta acción magnífica se le erigió una estatua   —234→   de oro en el Templo de Júpiter, y un busto también de oro en el Senado; y que el Senador que ofrecía su vida porque se lograse la predicción de las Sibilas se llamaba Pompeyo Baso. Ni Trebelio Polión, ni Eutropio dicen nada de todo esto; antes dejaron escrito que este emperador murió de enfermedad.

54. Aquella ostentación de fortaleza heroica en la acción de cortar la lengua con los dientes en la tortura, se atribuye por Jámblico a Timica pitagórica; por Tertuliano a la cortesana Leena; por Valerio Máximo, Plinio, Diógenes Laercio y Filón judío al filósofo Anaxarco; por San Jerónimo, en la Vida de San Pablo, primer ermitaño a un santo mártir******.

55. Unos dicen que Placidia hizo signar a su hermano el emperador Honorio un memorial por el cual concedía esta princesa en matrimonio a uno de sus más bajos oficiales; y quejándose ella después de esta indignidad a Honorio, el que negaba hacer concedido tal cosa, le mostró su firma con la cual le corrigió la facilidad que tenía en firmar decretos que no leía; a cuyo fin le había hecho artificiosamente firmar aquel memorial, diciéndole que contenía otra súplica muy diferente. Otros ponen este suceso en la cabeza de Pulcheria, que hizo signar a su hermano Teodosio el II un memorial; por el cual consentía en vender por esclava a su mujer la Emperatriz Eudoxia.

56. No de otro principio, que la preocupación apasionada de los historiadores nació la diversidad con que se refiere la muerte del Emperador Juliano Apóstata. Dicen unos que herido mortalmente de una flecha en la batalla que dio a los persas, y sintiendo que se acercaba su muerte, rabioso y desesperado arrojaba su sangre cogida con las manos al cielo, exclamando con encono a nuestro Redentor: Venciste, venciste, Nazareno. Otros, que tentando inútilmente arrancar el hierro se hirió la mano con él, y que en este estado se mandó llevar adonde se estaba peleando para animar a sus soldados: que muriendo, dijo que daba gracias a los dioses de haberle felicitado con una muerte gloriosa en la flor de su edad y en el curso de sus victorias, antes que algún revés de la fortuna deslustrase   —235→   su gloria; añadiendo que mucho tiempo antes los dioses le habían anunciado esta muerte*******.

57. Es muy sospechoso y muy incierto el suplicio de la Reina Brunequilda de quien se dice que por haber quitado la vida a diez reyes, fue por decreto de Clotario II arrastrada y despedazada a la cola de un caballo. Mariana, que trata esta historia de pura fábula, dice que los historiadores franceses tenían una gran inclinación a creer y escribir acontecimientos extraordinarios, y que no sabe si acuse su simpleza o su imprudencia. Pasquier refuta una por todas las acusaciones de que se ha cargado a esta reina.

58. Están muy divididos los historiadores sobre la causa de mudarse el nombre los Papas en su exaltación. Fray Pablo Sarpi atribuye el origen a los alemanes, cuyos nombres eran tan ásperos y disonantes a las orejas italianas: costumbre, añade este autor, que después conservaron los demás Papas, para significar que mudaban sus aficiones particulares y humanas en cuidados públicos y divinos. Platina pretende que Sergio II fue el primero que mudó el nombre; porque el que tenía era de malísimo sonido (señálale el autor, pero no queremos copiarle en esta parte). Baronio desprecia esta razón, y atribuye el origen de esta práctica a Sergio III, que llamándose antes Pedro, por humildad se desnudó del nombre del príncipe de los Apóstoles. Onufrio cree que Juan XXII dio este ejemplo por no conservar en el Pontificado el nombre de Octaviano, que sonaba mucho al gentilismo. Muchos son de dictamen que esta mudanza es una imitación de San Pedro, cuyo nombre de Simón mudó el Redentor en el de cephas.

59. Aunque la fábula de la Papisa Juana haya sido ya refutada aún por los mismos protestantes, y entre ellos muy de intento por David Blondel, no han faltado sujetos opinados de doctos que han querido establecer como verdadero un hecho tan fabuloso********.

60. La institución de los electores es materia muy contestada. Algunos la atribuyen a Carlos Magno. Blondo, Nauclero y Platina   —236→   a Gregorio V, Maimburgo y Pasquier a un concilio celebrado en tiempo de este Papa. Muchos pretenden que Gregorio V, el emperador Otón III y los príncipes de Alemania concurrieron a esta designación. Según Maquiavelo, Gregorio V, arrojado por el pueblo de Roma, y restablecido por el emperador Otón III, castigó a los romanos, transfiriendo el derecho que tenían de elegir emperador a los arzobispos de Maguncia, Treveria y Colonia, y a los tres príncipes seculares el Conde Palatino, el Duque de Sajonia y el Marqués de Brandemburgo.

61. Sólo los alemanes gozaban el derecho de elegir emperador. Alberto, Abad de Staden, autor contemporáneo del emperador Federico II, dicen en términos formales de Gregorio IX, que había excomulgado a Federico II en 1239, habiendo escrito a los príncipes alemanes que procediesen a la elección de otro emperador; le respondieron que no tocaba al Papa decidir de la elección de emperador, y que el derecho de elegirle sólo pertenecía a ellos. Añade luego este autor, que en virtud de un decreto que antes habían hecho de común consentimiento estos príncipes, los que eligen al emperador son los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia, el Conde Palatino, Duque de Sajonia, Marqués de Brandemburgo y Rey de Bohemia. Mucho tiempo antes, dice Paulo Vindelicio en su Tratado de los electores, estaba en uso presentar a los siete grandes oficiales del imperio aquél que tenía los sufragios de la dieta. Según Aventino en sus Anales y Onufrio en el Tratado de las dietas imperiales, el derecho de elegir emperador estaba restringido por Gregorio X a los siete electores.

62. En tanta variedad de opiniones lo que parece seguro es que la institución de los electores no sube más arriba que el siglo terciodécimo, después de Federico II. Hasta entonces todos los autores contemporáneos testifican que los príncipes, prelados y señores alemanes elegían emperador. Lampadio, jurisconsulto alemán, pone la institución del colegio electoral en el tiempo del emperador Federico II. Y Otón Frisingense dice que Federico I, llamado Barba Roja, fue electo por todos los príncipes del imperio. Tritemio en su Crónica adjudica el principio de los sufragios de los electores a la elección de Guillelmo, Conde de Holanda, en 1247. Según Federido Bobckelman, el septemvirato electoral empezó en la elección de Adolfo, Conde de Nasau, por los   —237→   tres arzobispos, los tres príncipes seculares nombrados y procuración del Rey de Bohemia. Luis de Baviera fue electo por los Arzobispos de Tréveris y Maguncia, por el Rey de Bohemia y procuración del Marqués de Brandemburgo. El Arzobispo de Colonia, el Conde Palatino y el Duque de Sajonia eligieron por su parte a Federico de Austria. Esta división de los electores es una prueba segura de que entonces eran siete. El orden electoral no tuvo forma estable y permanente, hasta que se fijó por la bula de oro del emperador Carlos IV.

63. Guillelmo de Bellai de Langei y el señor de Haillan escribieron que la famosa doncella de Orleans Juana del Arco no fue quemada. El padre Vignier añade que se casó con Gil de Armuesa, después de su prisión por los ingleses, y dejó hijos de él. El autor del poema latino que contiene su historia, dice que su memoria fue rehabilitada por arresto, después de sufrir el suplicio del fuego a que la habían condenado los ingleses.

64. Los historiadores contemporáneos no están acordes sobre el asesinato del Duque de Borgoña en Montereau-Faut-Yonne, en 1419. Unos dicen que el Duque acercándose al delfín, se puso de rodillas para saludarle, y que entonces Tanaquildo du Chatel, sobre una seña que le hizo el delfín, descargó sobre él un golpe de hacha, a que sucediendo otras heridas, cayó muerto el Duque. Otros cuentan que queriendo el Duque de Borgoña hacer prisionero al delfín, los que acompañaban a éste, arrojándose a él, le mataron. Otros, en fin, escriben que tres gentiles hombres del difunto Duque de Orleans habían venido a esta entrevista con ánimo de vengar la muerte de su amo; lo que ejecutaron matando al Duque tan pronta e inopinadamente, que fue imposible estorbarlo.

65. Alejo Piamontés, hablando de un elixir propio para restituir la vista a los ciegos, dice que este remedio fue ordenado por consulta de los más sabios médicos de Italia para restituir la vista al emperador de Constantinopla el año de 1438, estando en el Concilio de Ferrara con el Papa Eugenio IV, y en efecto se la restituyó perfectamente. El padre Le Brun, que en su Historia de las prácticas supersticiosas copia este pasaje de Alejo Piamontés, dice que habiendo, para verificar este hecho, consultado a los autores contemporáneos que hablaron del Emperador Juan paleólogo, y de lo que pasó en Ferrara el año de 1438, halló que ni Blondo, ni   —238→   Ducas, ni Calcondilas escribieron que dicho emperador perdiese y recobrase la vista en Ferrara; que Silvestro Escirópulo, bien lejos de dar a entender que el emperador, durante su estancia en Ferrara, y Constantinopla, haya estado ciego o padecido el más leve mal en los ojos; dice al contrario, que no atendía a los negocios del Concilio por divertirse continuamente en la caza, lo que no conviene no solamente a una vista perdida, mas ni aún a una vista débil*********.

66. Varillas en sus Anécdotas de Florencia escribe que Pedro de Médicis viendo a su padre muerto, de cólera arrojó a su médico Leoni en un pozo, donde se ahogó. Angelo Policiano que se hallaba presente, testifica en una de sus cartas donde refiere todas las circunstancias de la muerte de Lorenzo, padre de Pedro, que Leoni, despechado de no haberlo podido curar, como se lo había prometido, se arrojó en el pozo y se ahogó. ¿A quién creemos, a Angelo Policiano o a Varillas? Puede ser que los enemigos de Pedro de Médicis, por manchar su fama le hayan atribuido la brutalidad de ahogar al médico. Puede ser también que Angelo Policiano adherente a la Casa de Médicis, haya querido defender a Pedro de nota tan sensible. En esta perplejidad nos pone muchas veces la historia, que no sabemos de quien fiarnos, igualmente arriesgados a padecer engaño, ya por la adulación, ya por el odio de los escritores.

67. Algunos historiadores dijeron que Felipe II hizo ahogar a su hijo Don Carlos. Paulo Piasecki, obispo y senador polaco, dice que aquel rey hizo morir a Carlos; pero habla ambiguamente, sin decir si este príncipe murió de veneno o de dolor de verse aprisionado. San Evremont escribe que el español que ahogaba a Don Carlos, le decía al mismo tiempo: Paciencia, señor, todo esto se hace por vuestro bien. Nada más seguramente parece cuento inventado, que esta ironía cruel y bárbara. El senador veneciano Andrés Morosini cuenta en su Historia de Venecia que no teniendo Carlos armas con que quitarse la vida, resolvió morir de hambre; mas impidiendo la ejecución los que le guardaban, tomó para   —239→   el mismo fin el expediente de tragar el diamante de un anillo suyo; el cual, no obrando el efecto que esperaba, resuelto a morir de un modo o de otro, dio en comer y beber excesivamente, de que se produjo una disentería que acabó con él a pocos días. Cabrera está acorde con el senador veneciano. La mayor parte de los historiadores pretenden que su muerte no fue voluntaria, sino ordenada por su padre, a quien a este propósito atribuyen el dicho de que si tuviese mala sangre, no dudaría en derramarla. Es de extrañar que este rasgo de historia, siendo de tan corta antigüedad, esté envuelto en tantas tinieblas. Carlos murió a 24 de Julio de 1568, a las cuatro de la mañana, de edad de veinte y cinco años y quince días.

68. Isabel de Francia, llamada la Princesa de la Paz, en memoria de la que acompañó a su matrimonio con Felipe II, murió a tres de octubre del mismo año, dos meses y diez días después de Don Carlos. Los historiadores españoles atribuyen su muerte a un error de los médicos que la sangraron estando preñada. Los nuestros hacen delincuente en esta muerte a su marido. «Notaremos -dice Meceray- como la más monstruosa aventura que se puede imaginar, que Felipe II, habiendo sabido que Don Carlos, su hijo único, tenía correspondencia con los señores confederados de los Países Bajos, que procuraban atraerle a Flandes le hizo poner en prisión, y le quitó la vida, o con un veneno lento, o haciéndole ahogar; y que poco después, por celos que tuvo dio veneno a su mujer Isabel, haciéndola morir juntamente con el fruto que tenía en el vientre, como verificó después su madre la reina Catalina, por informaciones secretas que hizo y por deposición de los domésticos de aquella princesa, cuando estaban restituidos a Francia»**********.

  —240→  

69. No pueden ser más negros los colores con que Buchanan hace el retrato de la infeliz María Estuarda, a quien otros historiadores nos representan como una muy perfecta princesa.

70. Véase aquí el juicio que hace Montaña de una historia escrita por Guillelmo de Bellai, y de las Memorias de Martín de Bellai, su hermano. «No puede negarse que se descubre evidentemente en estos dos señores un gran descaimiento de aquella franqueza y sinceridad en escribir, que resplandece en nuestros antiguos historiadores, como en el señor de Joinville, doméstico de San Luis; Eginardo, canciller de Carlos Magno; y más recientemente en Felipe de Comines. Sus escritos son más propiamente una declamación a favor del rey Francisco contra Carlos V, que una historia. No quiero creer que hayan alterado nada en cuanto al grueso de los hechos; pero sí que muy frecuentemente torcieron el juicio de los sucesos a favor nuestro, y omitieron todo lo que era algo disonante en la vida de su monarca; lo que se conoce bien en les reculemens (dejo esta voz sin traducción, porque no alcanzo lo que con propiedad significa aquí) de Montmorenci y de Brion, y en que ni una vez sola se nombra a madama de Estampes***********. Pueden omitirse las acciones secretas, pero callar lo que todo el mundo sabe y cosas de tanta consecuencia y que han tenido efectos públicos, es un defecto inexcusable. Si se me cree, el que quisiere lograr un entero conocimiento del rey Francisco y de las cosas sucedidas en su tiempo, lea otros historiadores.»

De la buena crítica de la historia

§. XI

71. Tiempo es ya de levantar la mano de una materia tan inagotable como son las contradicciones de los historiadores. Para formar un juicio algo ajustado sobre las historias sospechosas, debe ascender la crítica a la primera fuente, y acaso única de ellas. Como por ejemplo, a Mariano Scoto para el cuento de la Papisa Juana; y a Gaguin para la pretendida erección del reino   —241→   de Yvetot. Es menester luego considerar con diligencia en qué tiempo escribía el primero que dio a luz el hecho incierto; cuál era su profesión; qué partido seguía; sobre todo su adhesión o indiferencia por la verdad; y cuánta ha sido su exactitud en todas sus obras. Deben también contarse los testimonios uniformes, si los hay. Esta persecuciones pueden acercarnos al conocimiento de la verdad en los hechos históricos.

Fruto del estudio de la historia

§. XII

72. El principal estudio en la lectura de la historia debe ser el de los hombres y de sus caracteres o genios. No se aplique tanto, dice Montaña, el que la lee a enterarse de la data de la ruina de Cartago, como a conocer las costumbres de Aníbal y de Escipión; ni tanto a saber dónde murió Marcelo, como por qué fue indigno de su obligación exponer su vida y perderla por tan leve motivo. Estudiar historia es estudiar las opiniones, los motivos, las pasiones de los hombres; y el fruto debe ser aprender a conocerse a sí mismo, conociendo a los otros; corregirse por los ejemplos y adquirir experiencia sin riesgo.

73. La obligación del historiador es hacer conocer los hombres por la exacta verdad de los sucesos; porque si no fuese menester más que pintar sentimientos, genios y costumbres, las novelas y piezas de teatro serían igualmente oportunas que los libros de historia. El autor de la novela de Setos, que insertó en ella una moralidad sublime, dice bien en el prefacio que las situaciones y lances fingidos son más aptos para proponer grandes ejemplos; mas el estudio de caracteres y de ejemplos, hace incomparablemente mayor impresión, cuanto se junta, si no con una entera persuasión, por lo menos con una opinión probable de la verdad de los hechos.   —242→  

* No parece que están bien calculados el poder y extensión de estas potencias, cuando se dice que cada una de las cuatro últimas excedió a la romana.

** Es muy incierto que el Tamerlán extendiese más sus conquistas que Alejandro; y la enumeración de ellas, que pone luego el autor, no es conforme a la relación que hace Herbelot, autor versadísimo en las Historias Orientales.

*** Está muy hiperbólico aquí el autor, pues es cierto que bien lejos de superar la potencia turca a la romana considerada en su mayor grandeza, no domina Constantinopla, ni aún la tercera parte de los países que estuvieron sujetos a Roma.

**** El Pirronismo de Baile debe reprobarse aún con más razón que el de otros autores; porque envuelve mucho de malicia heretical.

***** No debió el autor comprender el suceso de la batalla de las Navas entre los que reputa increíbles, por haber sido aquella victoria milagrosa; puesto lo cual, nada tiene de increíble o inverosímil grande mortandad de los infieles, y la levísima de las tropas cristianas.

****** No hay dificultad en que esta acción heroica fuese ejecutada por diferentes sujetos, habiendo sido innumerables los que puestos en la tortura tuvieron algún motivo para ejecutarla.

******* Es visible la ficción gentílica en esta segunda opinión.

******** Ya hoy no se halla docto alguno que defienda esta quimera. Impúgnala demostrativamente Baile, aunque protestante, en su Diccionario Crítico.

********* No debió el autor colocar entre los que hacen alguna opinión en la historia al secretista Chacharon.

********** En muchos escritores se leen las varias opiniones que hubo sobre la muerte del príncipe Don Carlos, pero en muy pocos, que la de la reina Isabel de Francia fuese ordenada por Felipe II. La circunstancia de hallarse al tiempo aquella reina encinta, hace esta tragedia increíble. Es menester para darla alguna verosimilitud, suponer aquel rey extremamente bárbaro. Así yo no dudo, que ésta fue calumnia inventada por la malevolencia de algunos extranjeros.

*********** Dama de Francisco I antes y después de casada, con escándalo de toda Europa.

 

72

Opinión falsa de haber sido este sitio habitación de demonios y salvajes.

 

73

Nieremb. Curios. Philos. Lib. I, capítulo 35. M. Alons. Sanch. De Reb. Hisp. lib. 7, capítulo 5.

 

74

En un manuscrito que tengo sobre la cuestión de la isla de San Borondón, cuyo autor es un jesuita que poco ha era rector del Colegio de Oratava en la isla de Tenerife, leí una particularidad de la información hecha el año de 1737 en prueba de la existencia de aquella isla, que arguye, o que no se hizo jamás tal información o que se hizo con testigos más veraces. Uno de ellos que decía haber estado en aquella isla forzado de los vientos al venir del Brasil en una carabela portuguesa, cuyo piloto se llamaba Pedro Bello, depuso entre otras cosas, que había visto en la arena de la playa pisadas humanas de la gente que habitaba la isla, que representaban ser los pies doblado mayores que los nuestros y a proporción la distancia de los pasos. Añade el jesuita que el mismo piloto y un compañero suyo, que fueron los otros dos testigos examinados, en lo principal estuvieron contestes. ¿Quién se acomodará a creer que en un sitio tan vecino a las Canarias y debajo del mismo clima haya gigantes tales, cuales no se ven no sólo en las Canarias, mas ni en otra parte alguna del mundo? Así aquella información, si se hizo, más es una prueba en contrario que a favor. El jesuita que citamos dice que de dicha información nadie ha visto sino una copia simple que dejó Próspero Gazola, ingeniero avecindado en las Canarias por los años de 1590 y se inclina a que fue supuesta. Aunque nosotros damos a la isla cuestionada el nombre de San Borondón, el jesuita la llama siempre de San Blandón.

 

75

Acaso la isla que antes se llamaba Java menor es la que hoy, mudado el nombre, se llama Baly.

 

76

En la dedicatoria del libro Nobiliario de Galicia, obra póstuma del maestro Felipe de Gángara, agustiniano, la cual dedicatoria es compuesta por un tal Julián de Paredes y dirigida a don Antonio López de Quiroga, maestre de campo en los reinos del Perú, se lee que don Benito de Ribera y Quiroga, sobrino del expresado caballero, fue enviado por su tío a la conquista del grande imperio del Paititi, y que llevaba ya gastados en la empresa, cuando se hizo la dedicatoria, trescientos mil pesos; a que añade el autor que se esperaba duplicar este gasto en la prosecución del empeño. Allí mismo se da por existente este riquísimo imperio y se demarca como confinante con las provincias de Santa Cruz de la Sierra y Valle de Cochavamba.

2. El padre Navarrete en su Historia de la China dice que le afirmaron personas de toda satisfacción, que en la corte del gran Paititi la calle de los Plateros tenía más de tres mil oficiales; pero el autor de los Reparos Historiales Apologéticos, después de reírse de la credulidad del padre Navarrete, confirma todo lo que hemos dicho en orden al Paititi, el Dorado, ciudad de los Césares y gran Quivira. Copiaré aquí lo que dice sobre la materia, porque afianza las noticias que hemos dado y añade otras.

3. La verdad es que los sueños de la codicia, permitiéndolo así Dios para que se propague la Fe, han imaginado montes de oro. Por la parte de la América Septentrional, en la gran Quivira que tantas diligencias y desvelos costó a muchos españoles; por la parte de la austral, en la rica Ciudad del Sol, cerca de la Línea; en las ciudades de los Césares, junto al Estrecho de Magallanes, y en la tierra del Paititi, junto al Marañón; sin que hayan hallado los que han tomado esta empresa otra cosa más que unas tierras pobres, habitadas de indios bárbaros, que ya rancheados junto a los esteros de los ríos, ya embreñados en los picachos de los montes, añaden al maíz lo que pescan y lo que cazan, y principalmente se sustentan de comerse unos a otros. Buscando las ciudades de los Césares, entró la tierra adentro pocos años ha el padre Nicolás Mascardo de la Compañía de Jesús, apóstol de las Indias de Chiloe, y sólo consiguió morir a manos de su celo, sin encontrar nada de lo que buscaba. El padre Francisco Diaztaño, de la misma Compañía, después de muchos trabajos llegó a la tierra que se presumió ser la del Paititi, y nada se halló menos que todo lo que el padre Navarrete pone de más. Lo que hay en aquella tierra es una pobre gente desnuda   —282→   y como brutos, sin más lugares, gobierno ni política que andarse de una parte a otra siguiendo a los hechiceros que con embustes que les predican, los engaitan y embelesan.

4. Esta fama o hablilla del Paititi es tan antigua, que el padre Joseph de Acosta que imprimió su Historia Natural de las Indias en Sevilla, año de 1590, hace mención de ella como cosa recibida. Y en el capítulo 6 del lib. 2 dice que el río Marañón pasa por los grandes campos y llanadas del Paititi, del Dorado y de las Amazonas. El licenciado Antonio de León Pinelo, en el curioso y docto Tratado del Chocolate, fol. 3, dice: En las tierras del Tepuarie y del Paititi, que por la Arijaca se han descubierto a las cabezadas del gran río Marañón, dicen las relaciones que se hallan montes de cacao. Si estos montes son acaso los que encontró el padre Cristóbal de Acuña en el descubrimiento de este caudaloso río, no puede haber tierra más desengañada que la del celebrado Paititi. Allí no hay más que selvas y mucha maleza, raros habitadores y sin rastro de cultura ni vida civil; con que por esta parte hay muy mal aliño de encontrar la opulenta metrópoli del Paititi.

5. El padre fray Domingo Navarrete se gobernó por los informes P: : :, que dijo haber llegado a la corte del Imperio del Paititi, y en prueba de ello, mostraba en Lima, pintado en un mapa, todo aquel felicísimo país, señalando en él tres cerros de inestimable valor y riqueza. ¡Gran cosa es tener ingenio para adelantar ideas! Siendo virrey del Perú el conde de Chinchón ofreció a los de Cochambra cierto personaje muy celebrado por su extravagante espíritu el descubrimiento de tres cerros de plata, cada uno tan rico como el Potosí; y el efecto que tuvo esta oferta fue que los cerros de plata se quedaron en el espacio imaginario, y el dinero que se prestó sobre el crédito de esta confianza en el estado de imposibilidad. El ejemplar de este engaño quedó más corto, pues los cerros del Paititi tuvieron más recomendación, porque el uno era de oro y el otro de plata y el tercero de sal, conque no había más que pedir; y no hay que ponerlos en duda, pues así estaban pintados en el mapa.

6. El celo del servicio del Rey no permitió que este punto se quedase solamente en presunción; y así, después de otras entradas que en vano se hicieron por la parte del Cuzco, siendo virrey el conde de Lemos, entró por la parte de Arijaca don Benito de Ribera (es el mismo que nosotros llamamos don Benito de Quiroga, porque tenía uno y   —283→   otro apellido) en nombre de su tío Antonio López de Quiroga (a quien está dedicado el Nobiliario del padre Gándara) con la escolta de soldados que pareció bastante para esta importante empresa, llevando por su sargento mayor a don Juan Pacheco de Santa Cruz. Acompañole para asistir en lo espiritual y eclesiástico el muy reverendo padre fray Fernando de Ribero, de la orden de Predicadores, pareciéndole muy digno de su apostólico celo el heróico asunto de tan gran conquista. Faltole el suceso, mas no el merecimiento. Lo que hallaron, después de larga peregrinación, sólo fueron algunos indios pobres y desamparados, divididos en incultas y cortas rancherías; el cielo turbio de nubes, que se desataba con continuos y tempestuosos aguaceros, la tierra inculta, pantanosa y estéril y todas sus esperanzas engañosas.

7. Parece que a estos conquistadores les sucedió poco menos que lo que refiere, pág. 170, Cornelio Wirfliet, en el aumento de la descripción de Ptolomeo, le sucedió a Francisco Vázquez Coronado, capitán más valiente que dichoso. Poco después de la conquista de México, un religioso llamado fray Marcos Nizza, informado de la verdad de su celo y confiado sin duda de la poca verdad y débiles testimonios de los indios, afirmaba con grande aseveración que había descubierto el reino de Cevola y la tierra llamada de las Siete Ciudades, de quien pregonaba tantas riquezas y fertilidad que le pareció al virrey don Antonio de Mendoza que era digno empeño de la persona de don Pedro de Alvarado, el más célebre compañero de Hernán Cortés y más afamado entre los conquistadores de la Nueva España; y por su muerte fue escogido Coronado. Este valeroso caudillo partió con mucha infantería y cuatrocientos caballos; y habiendo perdido en el trabajoso viaje tiempo, caballos y gente, halló que la ciudad de Cevola era una aldea de doscientas chozas; y en el país de las Siete Ciudades apenas hallaron cuatrocientos indios, que en su desnudez y desaliño mostraban cuánta era la pobreza y esterilidad de su patria. Viendo la inutilidad de esta empresa se dejaron persuadir de otra semejante voz para ir a buscar la gran Quivira, donde decían que latamente imperaba el gran príncipe Tatarrajo, y que la tierra era abundante de oro y plata, y muy rica de piedras preciosas. Con los estímulos de esta codicia caminaron con incansable tesón por sendas escabrosas, parajes incultos, climas destemplados y campos inhabitables; y con mil fatigas y fracasos   —284→   lastimosos llegaron al fin al término deseado. Pero, ¿qué fue lo que hallaron? La corte era un triste aduar bárbaro y corto, el príncipe Tatarrajo en un pobre viejo desnudo, cuya riqueza se cifraba en un jovel de alquimia, en que se distinguía de los demás. Hasta aquí el autor de los Reparos historiales, que en relación del viaje de Coronado discrepa algo de la de fray Juan de Torquemada que citamos en el Teatro.

 

77

Eran muy defectuosas las noticias que teníamos de las islas de Palaos cuando escribimos de este asunto. Hoy las logramos más exactas por medio de la lectura de las Cartas Edificantes, en los tomos primero, sexto, décimo, undécimo y decimosexto. Estas islas están situadas entre las Filipinas, las Molucas y las Marianas. La primera noticia que se tuvo de ellas fue el año de 1696, por el accidente de haber arrebatado un viento impetuoso a un bajel en que treinta y cinco habitadores de una de aquellas islas pasaban a otra vecina y conducídole a pesar suyo a una de las Filipinas. Algunos años después el padre Andrés Serrano, que treinta años había ejercido el empleo de misionero en las Filipinas, formó el proyecto de pasar a tentar la conversión de los habitadores de Palaos, para cuyo efecto vino a Roma, y de allí a Madrid a procurar las disposiciones necesarias para esta empresa. Esto fue el año de 706. A fines del de 1710   —289→   otros dos jesuitas, el padre Duberon y el padre Cortil, precediendo al padre Serrano entraron en las islas. Poco después tentó el mismo viaje el padre Serrano. Pasaron muchos años sin que en Europa se supiese qué había hecho Dios de estos misioneros, hasta que el de 720, por carta del padre Cacier, escrita de la China, se vino a entender que los padres Duberon y Cortil habían sido víctimas de la Religión entre aquellos bárbaros, y que el padre Serrano padeció naufragio en su navegación, en que pereció él y toda la gente que iba en el bajel, a la reserva de un indio que se salvó y por quien se supo la tragedia.

2. En orden a la riqueza de aquellas islas hubo quienes sospecharon que abundasen de oro, plata y especería, pero sin fundamento. Las noticias que los nuestros pudieron adquirir de los naturales que aportaron a las Filipinas, persuaden todo lo contrario. Tan lejos estaban de poseer metales, que miraban con admiración y apetecían con ansia cualquiera pedazo de hierro. Una cosa muy particular referían de una de aquellas islas, que no omitiré aquí; y es que era habitada de una especie de Amazonas, esto es, mujeres que componen una república, donde no es admitida persona de otro sexo. Es verdad que las más son casadas, pero no admiten los maridos sino en cierto tiempo del año, y dividen los hijos, llevando los padres a los varones, y muy pocos días después de nacidos, y dejando a las madres las hembras.

 

78

A las doctrinas filosóficas que en el citado lugar señalamos como de invención anterior a los modernos que se creen autores de ellas, añadiremos algunos atrás.

2. La materia sutil, que se juzga producción de Renato Descartes, quieren muchos haya sido conocido de Platón, Aristóteles y otros antiguos, debajo del nombre de éter, a quien daban el atributo de quinto elemento, distinto de los cuatro vulgares. Mas a lo menos por lo que toca a Aristóteles, se padece en esto notable equivocación. Conoció sin duda este filósofo y habló de la materia etérea como de cuerpo distinto de la agua, la tierra, el aire y el fuego; pero dejándola en las celestes esferas, de quienes la consideró privativamente propia, como sería fácil demostrar exhibiendo algunos lugares suyos. Esto dista mucho de la doctrina de Descartes, que hace girar y mover incesantemente su materia sutil por todo el mundo sublunar, penetrando todos los cuerpos, mezclándose con todos y animándolos, digámoslo así, de modo que sin ella se reduciría a una estúpida y muerta masa el resto de todos los demás cuerpos. Ni aun Aristóteles consta líquidamente si tuvo a la materia etérea por fluida o sólida, y yo me inclino más a lo segundo.

3. Mas ya que no en Aristóteles, en otro filósofo antiguo, en Crisipo hallamos la materia sutil en la forma que Descartes la propuso, esto es, mezclada con todos los cuerpos. Así lo testifica Diógenes Laercio, alegado por el padre Regnault. El autor de la Filosofía mosaica, citado por dicho padre, atribuye la misma opinión a los pitagóricos. El que aquellos filósofos que quisieron establecer una alma común del mundo, en esa alma entendieron lo mismo que Descartes en su materia sutil, como pretenden algunos modernos, nos parece nada verosímil.

4. Aunque se crea que Galileo descubrió en el siglo pasado el   —309→   peso del aire, ya en otra parte hemos escrito que Aristóteles lo conoció; pues afirmó que un odre lleno de aire pesa más que vacío. Su comprensibilidad y expansibilidad alcanzó Séneca; conque no pudo menos de alcanzar la elasticidad. Aer, -dice-, spissat se, modo expandit... alias contrahit, alias diducit (lib. 5, Natural. quaest)

 

79

Una de las grandes y utilísimas obras de la medicina quirúrgica, que se juzga invención de estos últimos tiempos, es la operación lateral para extraer el cálculo de la vejiga. Un tercero del Orden de San Francisco, llamado fray Jacobo Beaulieu, natural del   —310→   Franco Condado, empezó a practicarla en su país con grande reputación, la cual aumentó después viniendo a París; pero examinados con más cuidado los sucesos, se halló ser por la mayor parte infelices. Sin embargo, no cayó de ánimo el nuevo operador. El método en la substancia era admirable, pero acompañado de defectos que podían remediarse, como en efecto los remedió en gran parte fray Jacobo, ya por reflexiones propias, ya por advertencias ajenas. Perfeccionó más el método monsieur Rau, célebre profesor de cirugía en Leide. Siguiole y le adelantó monsieur Douglas, cirujano inglés. Finalmente, con más felicidad que todos los que precedieron practicó el mismo método (o le practica, si vive aún) monsieur Cheselden, también inglés, al cual, de cuarenta y siete calculosos en quienes hizo la operación, sólo se murieron dos, y aun esos tenían otras circunstancias para morir. Monsieur Morand, gran cirujano parisiense, habiendo ido a Londres y visto obrar a Cheselden, tomando su método, le practicó después en París también con felicidad, acompañándole o imitándole al mismo tiempo monsieur Perchet, de modo que habiendo cada uno hecho la operación lateral en ocho calculosos, a cada uno se murió uno no más, esto es, de diez y seis dos; siendo así que de doce que en el Hospital fueron tratados con el método común, que llaman el grande aparejo, murieron cuatro. Lo que hace a nuestro propósito es que monsieur Cheselden, cuando le improbaban el arrojo de una operación nueva y nada autorizada en materia de tanto riesgo, no respondía otra cosa, sino: Leed a Celso. En efecto, la descripción de la operación lateral se halla en Celso, lib. 7, cap. XXVI, aunque no con la perfección que hoy se practica; de modo que una operación médica que se juzgaba inventada a fines del siglo pasado, se halla tener por lo menos diez y siete siglos de antigüedad.

 

80

En las Actas físico-médicas de la Academia Leopoldina, compendiadas en las Memorias de Trevoux del año de 1729, art. 10, en nombre de monsieur Heister se citan dos pasajes, uno de Plutarco, otro de un antiguo escoliador de Eurípides, en que formalmente se expresa la circulación de la sangre.