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Teatro. Tomo segundo

Juan Eugenio Hartzenbusch



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ArribaAbajoLa Visionaria

Comedia en tres actos en prosa


Estrenada en el teatro del Príncipe a 21 de marzo de 1840

PERSONAS
 

 
DOÑA CRÍSPULA
VALENTINA
DON VICENTE
RAIMUNDO
MARCOS
Un escribano, un ordenanza, un médico, dos señoras, un cerrajero, alguaciles.
 

La escena es en Palma, capital de la isla de Mallorca.

   

La acción pasa en 1805.

 


ArribaAbajoActo primero

 

El teatro representa una sala baja. En el fondo una ventana grande con reja, por la cual se descubre la calle. A la derecha del actor, la puerta de entrada; a la izquierda otra, con una mampara, que da paso a las piezas interiores. Una mesa, sillas muy altas de respaldo y un bastidor de bordar.

 

Escena I

 

VALENTINA, bordando junto a la reja; DOÑA CRÍSPULA, observando a DON VICENTE, que pasea la calle con inquietud.

 

CRÍSPULA. -  Ya lleva una hora de plantón, y no hay trazas de que se retire tan pronto. Imposible que sea mallorquín ese perdulario. ¡Valentina!...

VALENTINA. -  ¿Manda usted?

CRÍSPULA. -  Ven aquí; deja la labor.

VALENTINA. -  Si usted me permite concluir este ramo... Son dos puntadas.

CRÍSPULA. -  Hazme el gusto de quitarte de la ventana inmediatamente.

VALENTINA. -  Voy: no se enfade usted.

 (Se levanta.) 

CRÍSPULA. -  Supongo que esta vez no dirás que veo visiones, que interpreto al revés las cosas. Mira aquel hombre.

VALENTINA. -  ¿Y quién es, madre?

CRÍSPULA. -  Eso es lo que yo te iba a preguntar, hija.

VALENTINA. -  Con la celosía no distingo bien sus facciones; pero me parece, por el aire del cuerpo...

CRÍSPULA. -  ¿Qué? Vamos, di.

VALENTINA. -  Me parece que no le conozco.

CRÍSPULA. -  Si estuvo en Santa Eulalia el domingo pasado.

VALENTINA. -  Puede.

CRÍSPULA. -  Y bien cerquita de nosotras.

VALENTINA. -  ¿Qué tiene de particular?

CRÍSPULA. -  Y no apartó los ojos de ti mientras duró la misa.

VALENTINA. -  No reparé. Y lo que es hoy ni siquiera he mirado a la calle.

CRÍSPULA. -  Lo que tú te empeñas en callar, lo revelan las imprudencias de tu novio.

VALENTINA. -  ¡Mi novio! ¿Quién? ¿Aquel caballero? A usted debo el primer anuncio de esa conquista.

CRÍSPULA. -  ¿Pues a qué vienen las mojigangas que hace?

VALENTINA. -  ¿Y cuáles son?

CRÍSPULA. -  Rondar la calle arriba y abajo, sin perder de vista nuestra casa... Una miradita a esas rejas; otra a los balcones del cuarto principal, que está desalquilado... Se viene después al portal; sube la escalera, dando un pisotón en cada peldaño; silba, canta, golpea con el bastón puertas y paredes... ¿Para qué armará tal estrépito sino para que al oírle te asomes?

VALENTINA. -  Todo eso se puede hacer sin objeto determinado. El ocio, el fastidio, la impaciencia...

CRÍSPULA. -  Si nunca me salen erradas mis conjeturas.

VALENTINA. -  ¿Nunca, madre? ¿Se acuerda usted de aquel chasco tan serio?...

CRÍSPULA. -  ¿Cuando me figuré que robaban ahí enfrente, y era el escribano Don Celedonio que hacía un embargo? Apariencias tan equívocas confundirían a cualquiera.

VALENTINA. -  No, yo hablaba de cuando fuimos al santuario de Bonanova.

CRÍSPULA. -  ¡Ah! ¿El día del Dulce Nombre?

VALENTINA. -  ¡Buen sofoco me hizo usted pasar, sin culpa ninguna! Porque nos seguía un militar, cojo por más señas, se figuró usted que trataba de entregarme un papel. Me agarra usted del brazo, echa a correr conmigo, me riñe, me pellizca... ¿Y qué era todo el misterio? Que usted había perdido su abanico en la ermita; que aquel buen hombre lo había recogido, y quería devolvérselo a usted.

CRÍSPULA. -  Y por esa casualidad, ¿querrás tú persuadirme que entre tanto monuelo que te requiebra al paso cuando salimos, no hay quien te guste?

VALENTINA. -  A usted es a quien le desagradan todos.

CRÍSPULA. -  ¡Y a ti ninguno! ¡Qué desenvoltura! ¡Qué atrevimiento! Me has de quitar a pesadumbres la vida.

VALENTINA. -  Madre, madre, por las entrañas de María Santísima, ¿quiere usted decirme en qué falto a los deberes de buena hija? ¿No me ve usted día y noche amarrada a ese bastidor, sin alzar cabeza, para que el fruto de mi trabajo nos saque de la estrechez en que nos pone la corta viudedad que usted goza? ¿Con quién gasto yo conversación? ¿Pone los pies aquí nadie más que Raimundo?

CRÍSPULA. -  ¡Ah! Ése no es de temer. Estoy completamente cierta de que no te quiere.

VALENTINA. -  ¿Quererme? Ni piensa en mí siquiera. ¡Valiente cabeza de gorrión! Tres días hace ya que no parece por casa.

CRÍSPULA. -  En fin, si me aseguras que esotro zángano no ronda por ti...

VALENTINA. -  No, señora, no.  (Llama DON VICENTE a la reja.) 

CRÍSPULA. -  ¡Calle! Pues él es el que está llamando.  (Llegándose a la ventana.)  ¿Qué se le ofrece a usted, caballero?

VICENTE. -  Perdone usted mi franqueza, señora. Yo tenía precisión de molestar a usted con una visita. La persona que debía presentarme no parece, y me canso de aguardar en la calle.

CRÍSPULA. -  ¿Y quién es ese sujeto?

VICENTE. -  El sobrino del propietario de esta casa.

CRÍSPULA. -  ¿El sobrino de Don León?

VICENTE. -  Pues, Don Raimundo.

CRÍSPULA. -  Don Raimundo Torrella. En efecto, muchos días suele venir por aquí a estas horas. Dé usted la vuelta, que voy a abrir.

VICENTE. -  Mil gracias, señora.  (Quítase de la ventana.) 



Escena II

 

DONA CRÍSPULA, VALENTINA.

 

CRÍSPULA. -  ¿Lo has oído? A casa viene; yo no le conozco: con que no hay remedio, es a verte.

VALENTINA. -  Pues yo no le quiero ver, si viene por mí. Permita usted que me retire a mi cuarto mientras hablan ustedes.

CRÍSPULA. -  Bien: así le podré yo sondear más libremente. (Va a abrir la puerta.)

VALENTINA. -  ¿Qué querrá este hombre? ¿Para qué se encargará Raimundo de traer aquí a nadie? ¡Como soy yo tan aficionada a visitas! Merecía que no recibiese las suyas. (Vase.)



Escena III

 

DOÑA CRÍSPULA, DON VICENTE.

 

CRÍSPULA. -  Perdone usted que le haya hecho esperar.

VICENTE. -  Por Dios, señora...

CRÍSPULA. -  Hará usted el favor de tomar asiento. (Va a buscar sillas.)

VICENTE. -  No era necesario; pero...  (Aparte.)  No se figurará esta señora que vengo a ver la casa para comprarla.

CRÍSPULA. -  Vamos, sin cumplimiento.

VICENTE. -  He dado a usted una prueba de que no los uso.

CRÍSPULA. -  Mejor: a mí me gusta la gente franca.

VICENTE. -  Su rostro de usted no me es desconocido. Yo la he visto a usted no sé dónde.

CRÍSPULA. -  Sí, como soy tan devota de Santa Eulalia...

VICENTE. -  Cierto: en Santa Eulalia se hallaba usted el domingo. Y si no me engaño, la acompañaba a usted una joven.

CRÍSPULA. -  Mi Valentina, mi hija única.

VICENTE. -  Criatura hechicera.

CRÍSPULA. -  ¡Eh! Tal cual.

VICENTE. -  No, no; que es su vivo retrato de usted.

CRÍSPULA. -  Déjese usted de lisonjas.

VICENTE. -  A fe de Vicente Montaner.

CRÍSPULA. -  ¿Montaner es su apellido de usted?

VICENTE. -  Para servirla.

CRÍSPULA. -  ¿Tiene usted algún parentesco con Doña Dolores Montaner de Bausá?

VICENTE. -  Somos primos.

CRÍSPULA. -  ¿Primos? Pues Dolores es madrina de mi hija.

VICENTE. -  Por muchos años.

CRÍSPULA. -  De manera que usted y el difunto Don Jaime...

VICENTE. -  Éramos hermanos.

CRÍSPULA. -  ¡Excelente casa! ¡Hombre opulentísimo! Usted habrá tenido parte en su herencia.

VICENTE. -  No, señora: la repartió entre los pobres de la familia.

CRÍSPULA. -   (Aparte.)  Es rico.

VICENTE. -  Bastante hizo por mí con enviarme a la Habana y ponerme en carrera.

CRÍSPULA. -  ¡Hola!  (Aparte.)  Es indiano.

VICENTE. -  Se empeñó mi hermano en que yo había de hacer mi fortuna en América, y no paró hasta salirse con ello. «Te vas a Cuba (me estaba repitiendo siempre), y cuando hayas adquirido un mediano capital, regresas a tu país, te haces propietario y te casas con una palmesana honrada y bonita.»

CRÍSPULA. -   (Aparte.)  ¿Qué tal? ¿Si decía yo bien?

VICENTE. -  Cuentas galanas, que luego salen como Dios quiere. En fin, después de quince años de expatriación...

CRÍSPULA. -  Vuelve usted a Palma, como buen mallorquín, con los tesoros del nuevo mundo.

VICENTE. -  Aún queda por allá lo mejor de mis bienes. -El motivo que me obliga hoy a recurrir a la complacencia de usted...

CRÍSPULA. -  Ya me figuro cuál será.

VICENTE. -  No extrañaría yo que tuviera usted algún antecedente. Un trato lícito no hay por qué ocultarlo de nadie.

CRÍSPULA. -  Mucho que no.

VICENTE. -  Pues, señora, yo, a los quince días de haber desembarcado, pasé casualmente por esta calle. Miré aquí... volví a mirar... y me quedé parado más de media hora ahí delante.

CRÍSPULA. -  Pues, contemplando las rejas...

VICENTE. -  Las rejas y los balcones y toda la casa, porque le confieso a usted sin rebozo que me tiene enamorado, trastornado el juicio.

CRÍSPULA. -  Ya lo he conocido yo. Si miraba usted con una ansia, con una inquietud...

VICENTE. -  Es furor, es locura. En apasionándome yo de un objeto, no puedo disimularlo y sacrifico cualesquiera intereses al logro de mis deseos.

CRÍSPULA. -  Es decir que cuando usted quiere, quiere bien.

VICENTE. -  Con toda mi alma. -Me presenté a Don León...

CRÍSPULA. -  El tío de Raimundo.

VICENTE. -  Como dueño de la casa...

CRÍSPULA. -  Y él le hablaría a usted de nosotras.

VICENTE. -  Sí: me dijo que el piso principal estaba desalquilado, y que el bajo le ocupaban una señora viuda y su hija, personas de honor y virtud a carta cabal. Nos vimos varias veces. La última (que fue en la semana pasada) quedamos en que hoy se reuniría aquí Don Raimundo conmigo, y mire usted el grandísimo botarate ¡qué prisa tiene! Yo, no pudiendo sufrir más, dije para mí: Apelemos a la bondad de esta señora, que tal vez se dignará franquearme sus puertas y darme las noticias que necesito.

CRÍSPULA. -  Ha hecho usted perfectísimamente. Sin testigos podemos hablar aún mejor.

VICENTE. -  Sí, señora. Y me haría usted un obsequio grande si reservara para sí todo lo que ahora tratásemos.

CRÍSPULA. -  Corriente.

VICENTE. -  Cuando les consta que uno es de los que atropellan por todo, se hacen de rogar y se ensanchan al doble.

CRÍSPULA. -  Señor Don Vicente, ya sabe usted el refrán: a buen bocado, buen grito.

VICENTE. -  Confieso que las apariencias no pueden ser mejores; pero esto no basta. ¿Cómo puedo yo conocer el fondo, aunque desde la calle me parezca hermosísima?

CRÍSPULA. -  Por eso viene usted a verla.

VICENTE. -  Para eso esperaba a Don Raimundo.

CRÍSPULA. -  Pues ya no es necesario. Cuando usted quiera pasaremos al gabinete, y en seguida...

VICENTE. -  Dígame usted primero. Parece que hubo en un tiempo, con motivo de ciertos amores, una comunicación del cuarto principal a éste.

CRÍSPULA. -  ¿Amores? ¿Comunicación?

VICENTE. -  Secreta.

CRÍSPULA. -  O no ha habido tal cosa, o tan secreta ha sido, que yo no he podido descubrirla.

VICENTE. -  No lo digo porque sea un defecto.

CRÍSPULA. -  Pues, aunque me esté mal el decirlo, sepa usted que ni tiene ése ni otro ninguno.

VICENTE. -  Pues entonces es una alhaja.

CRÍSPULA. -  Y que la codician muchos.

VICENTE. -  Eso ya me lo dijo Don León, y en parte no lo extraño.

CRÍSPULA. -  Quizá el exterior es en ella lo que menos vale.

VICENTE. -  Pues la fachada es magnífica. Me decido. Robusto cimiento, sólida estructura, capacidad, según dicen... Vamos, será mía.

CRÍSPULA. -  Poco a poco: falta que yo quiera.

VICENTE. -  ¡Ah! ¿Luego consiste en usted?

CRÍSPULA. -  ¿Pues en quién?

VICENTE. -  Don León no me ha dicho palabra.

CRÍSPULA. -  Pues yo le digo a usted que el negocio ha de ser a mi gusto.

VICENTE. -   (Aparte.)  (¡A buena parte he venido a informarme!) Yo he manifestado a usted, quizá imprudentemente, la vehemencia de mi deseo; pero ya lo hice, y no me vuelvo atrás. Dícteme usted las condiciones que exige.

CRÍSPULA. -  Ya lo pensaré maduramente, como corresponde a negocio de tal entidad.

VICENTE. -  Resuelva usted pronto, por Dios. Ya puede usted haber conocido mi carácter impaciente.

CRÍSPULA. -  Sí; pero tengo precisión de saber antes la voluntad de mi hija, porque está más interesada que yo.

VICENTE. -  Ya. En ese caso, permítame usted que hable yo también con la señorita.

CRÍSPULA. -  Es muy puesto en razón.  (Pasa RAIMUNDO por delante de la ventana.)  Allí viene ya Don Raimundo.

VICENTE. -  Ya era tiempo.  (DOÑA CRÍSPULA va a abrir.)  ¡Me he portado! Ahora que sabe esta señora el capricho que tengo, me va a costar un ojo de la cara la casita dichosa.



Escena IV

 

DOÑA CRÍSPULA, RAIMUNDO, UN CERRAJERO, DON VICENTE.

 

RAIMUNDO. -  Servidor de usted, Doña Críspula; servidor, Don Vicente.

VICENTE. -  Amiguito, venturosos los ojos que ven a usted.

RAIMUNDO. -  Ríñame usted ahora, cuando vengo desde el puerto en una carrera, y me he dado una costalada que por poco no me desnuco. Yo le decía a mi tío: Ya me ha predicado usted bastante; yo no le hago a usted falta para el embarco, y se la estoy haciendo al señor Don Vicente; pero el buen viejo es tan fecundo cuando regaña o se despide... Y como hoy tenía que reunir ambos puntos en una plática...

CRÍSPULA. -  ¿Se despedía de usted?

VICENTE. -  ¿Don León se ha marchado?

RAIMUNDO. -  Sin ánimo de volver a Palma.

VICENTE. -  ¿Pues con quién he de entenderme yo entonces?

RAIMUNDO. -  Mi tío se lo hubiera dicho a usted, si hubiese parecido por allá estos días.

VICENTE. -  Ya les previne a ustedes que pasaría en Puerto Pi una semana.

RAIMUNDO. -  También hemos andado nosotros ocupadísimos. Como iba diciendo, desde que los ingleses rompieron las hostilidades, principió mi tío a enviar sus fondos a Barcelona; y cuando ha visto que el almirante Nelson ha querido hacernos una visita, ha dicho: «No, zámpome en España de un salto, y no paro hasta el corazón de la Península.»

VICENTE. -   (Aparte.)  Doña Críspula será la encargada de la venta.

RAIMUNDO. -  El señor es el cerrajero, y yo traigo las llaves: la de la puerta y la otra. Doña Críspula, con permiso de usted voy a enseñar el cuarto de arriba al señor Don Vicente, que parece nos quiere comprar la casa.

CRÍSPULA. -  ¿Comprar la casa? Ah, sí, ahora recuerdo...

VICENTE. -  Ya he hablado con esta señora...

CRÍSPULA. -  Sí, ya sé que el señor Montaner viene de América con ánimo de adquirir propiedades en Palma.  (Aparte a DON VICENTE.)  Guarde usted silencio con Raimundo sobre lo que hemos tratado.

VICENTE. -   (Aparte a DOÑA CRÍSPULA.)  Bien está.

RAIMUNDO. -  Bajaré luego. A los pies de Valentinita.

VICENTE. -  Adiós, señora.

CRÍSPULA. -  A más ver.  (Vanse DON VICENTE, RAIMUNDO y el CERRAJERO.) 



Escena V

 

VALENTINA, DOÑA CRÍSPULA.

 

VALENTINA. -  ¿No ha estado aquí Raimundo, mamá?

CRÍSPULA. -  Sí, ahora sale.

VALENTINA. -  ¡Y no ha querido saludarme siquiera! Cuidado, que se va haciendo descortés hasta un grado insufrible.

CRÍSPULA. -  ¡Ay Valentina, Valentina! ¡Cuánto peor es la falsedad que la impolítica!

VALENTINA. -  ¿Por qué lo dice usted?

CRÍSPULA. -  ¡Valiente cuidado te dará que no te salude Raimundo! El Don Vicente es el que sientes que se vaya sin hablarte.

VALENTINA. -  ¿Qué Don Vicente?

CRÍSPULA. -  El señor Montaner.

VALENTINA. -  ¿Quién es ese señor?

CRÍSPULA. -  El indiano.

VALENTINA. -  Pero ¿quién es el indiano?

CRÍSPULA. -  Tu novio.

VALENTINA. -  Dale. ¿Y quién es mi novio?

CRÍSPULA. -  Dale. El que estaba haciéndote guiños a la reja, el que se nos ha encajado en casa sin aguardar a que le presenten, el que me ha declarado que está perdido de amores por ti, el que me acaba de pedir formalmente tu mano.

VALENTINA. -  ¿Es posible?

CRÍSPULA. -  Házteme de nuevas ahora.

VALENTINA. -  Crea usted...

CRÍSPULA. -  Lo que yo creo es que debes dejarte de misterios y tonterías; que es tiempo ya de pensar con juicio, y determinarse al vado o a la puente.

VALENTINA. -  ¿Le ha dicho él a usted que me quiere?

CRÍSPULA. -  Con delirio, con frenesí. Y mira que desea una contestación decisiva y pronta.

VALENTINA. -  Pero, señora, si yo aún no sé...

CRÍSPULA. -  Y va a venir a verte: yo le he prometido una conferencia contigo.

VALENTINA. -   (Aparte.)  A lo menos le veré entonces, y sabré a qué atenerme.

CRÍSPULA. -  ¿Y a qué te parecerá a ti que va con Raimundo? A ver el cuarto principal, porque piensa comprar esta casa. ¡Una casa con dos viviendas separadas, tres con la del tonelero, que acaso es la única de la ciudad que las tiene!... Don Vicente es hombre riquísimo, y no extrañaría yo que hiciese la compra para regalártela. ¿Te ha hecho alguna indicación?...

VALENTINA. -  ¿Cómo me ha de haber indicado nada, si le he dicho a usted que jamás?...

CRÍSPULA. -  No se desdirá, aunque la maten. Sigue enhorabuena tu sistema de disimulo: a mí, que no he tratado hasta hoy a ese hombre, me ha parecido un sujeto de excelente carácter, un partido superior a lo que tú mereces.

VALENTINA. -  ¡Merezco yo tan poco!...

CRÍSPULA. -  No, eso no: tienes tus defectillos; pero también te me pareces en muchas cosas: bien lo ha reparado Don Vicente. Y no es mal mozo, que es otro item mas importante.

VALENTINA. -  El hombre que se hace querer es el más hermoso del mundo.

CRÍSPULA. -  Su edad... ¿Qué edad podrá tener? ¿La de Cristo? Será todo lo de Dios. Tú vas a cumplir dieciocho años; con que no es una boda, ahí, desproporcionada. A ti te gusta vestir bien: siempre te andas quejando de que te traigo como a la hija de un payés infeliz: en tu mano está llevar el tren de una grande de España. Tú gustas de la lectura, de los bailes, de los paseos, de los saraos; en fin, de lucir y de divertirte, como todas las jóvenes: yo no te puedo proporcionar tales desahogos, porque necesitamos trabajar para vivir. Todo eso y cuanto apetezcas te proporcionaría tu boda con Don Vicente.

VALENTINA. -  ¡Ay mamá! Poca experiencia tengo de mundo; pero me parece que la mujer que ame a su marido no necesita fausto para vivir contenta.

CRÍSPULA. -  Auto en favor. Piénsalo bien, y entre tanto yo consultaré a tu madrina y tomaré mis informes acerca de Don Vicente. Déjate de melindres, repito, y mira que conveniencia mejor no ha de presentársete nunca.

VALENTINA. -  ¡Ah! Raimundo.  (Viéndole entrar.) 

CRÍSPULA. -  Sí: dejé abierto a propósito.



Escena VI

 

RAIMUNDO, DOÑA CRÍSPULA, VALENTINA.

 

RAIMUNDO. -  Buenos días, Valentinita.

VALENTINA. -  Sea usted bien venido.

CRÍSPULA. -  ¿Qué hace Don Vicente?

RAIMUNDO. -  Anda con el cerrajero registrando los rincones de la casa, empeñado en dar con una puerta condenada, cuya llave dejó mi tío. Yo he venido entre tanto.  (Saca del bolsillo una caja de tabaco y ofrece un polvo a DOÑA CRÍSPULA.) 

VALENTINA. -  ¿A regalarle la nariz a mi madre?

RAIMUNDO. -  A regalarme yo con la vista de su hija.

VALENTINA. -  Usted me favorece.

CRÍSPULA. -   (Aparte.)  (¡Qué inocentón es este muchacho!) Raimundo, usted no es de cumplimiento. Valentina le hará compañía mientras me visto.

VALENTINA. -  ¿Va usted a salir?

CRÍSPULA. -  Sí, a casa del escribano Don Celedonio.

RAIMUNDO. -  ¿Qué negocios tiene usted en la curia?

CRÍSPULA. -  Embargaron ahí a un conocido; me pidió que me constituyera su depositaria por unos días, y pasan meses y meses y tengo la casa revuelta con sus trastos. Se ha nombrado por fin otro depositario, a petición mía, que es el tonelero nuestro vecino, y quiero saber en qué consiste que no hayan sacado los muebles de aquí. Después pasaré a casa de la madrina.

VALENTINA. -   (Aparte a su madre.)  No le hable usted todavía de eso.

CRÍSPULA. -  ¿Y a qué aguardar?

VALENTINA. -  Necesitaba yo para decidirme... una... una explicación...  (Mirando a RAIMUNDO.) 

CRÍSPULA. -  ¡Con Don Vicente! Bien: callaré por ahora.

RAIMUNDO. -   (Durante el diálogo de madre e hija, se ha estado sacudiendo el polvo de la ropa con un pañuelo, y al sacar éste del bolsillo, ha dejado caer al suelo una carterita envuelta en un papel.)  ¡Cómo se empolva uno cuando rueda por el suelo!

CRÍSPULA. -  ¿Qué hace usted? Tome usted un cepillo.  (Le da un cepillo que saca de un cajón de la mesa.) 

RAIMUNDO. -  Viva usted mil años.

CRÍSPULA. -   (Alzando del suelo la cartera.)  ¿Qué envoltorio es éste? ¿Es de usted, Raimundo?

RAIMUNDO. -  ¡Diantre! Se me ha caído sin duda al sacar el pañuelo.

CRÍSPULA. -  ¿Ha dado usted en la gracia de ser jugador?

RAIMUNDO. -  ¿De qué lo infiere usted, señora?

CRÍSPULA. -  ¿No es ésta una baraja?

VALENTINA. -  ¡Madre!

RAIMUNDO. -  Desenvuelva usted, y lo verá.

CRÍSPULA. -   (Desenvolviendo el papel.)  ¡Ah! Si es una cartera. Una cartera nuevecita.

VALENTINA. -  Muy preciosa.

RAIMUNDO. -  Regalo de mi tío, que está a la disposición de ustedes. Siento no poder decir lo mismo de lo que encierra.

CRÍSPULA. -  ¿Hay billetitos?

RAIMUNDO. -  Bastantes.

CRÍSPULA. -  ¿De la novia?

RAIMUNDO. -  De Banco.

CRÍSPULA. -  Creo que falsifican muchos de ésos ahora.

RAIMUNDO. -  De éstos no, porque son muy raros aquí: de vales falsificados verdad es que hay plaga. Por eso ha dado ese bando tan rigoroso el capitán general. Fusilado a las veinticuatro horas el que resulte reo de falsificación. Para él son estos billetes.

VALENTINA. -  ¿Para el reo?

RAIMUNDO. -  Para el capitán general, señora. He ido a llevárselos, y había salido su excelencia. Hasta la tarde no podré verle.

CRÍSPULA. -  Pues si se le antoja a usted sacar el pañuelito en el puerto, hace usted un pan como unas hostias.

RAIMUNDO. -  Figúrese usted. Y ahora no tengo tío a quien ir a contarle lástimas.

CRÍSPULA. -  ¿No le es forzoso a usted pasar por aquí para ir al palacio?

RAIMUNDO. -  ¡Ah! ¿Quiere usted guardarme la cartera hasta luego?

CRÍSPULA. -  Sí, señor, porque más segura estará en mis manos que en las de usted.

RAIMUNDO. -  No diré lo contrario. Tómela usted.

CRÍSPULA. -  Venga. Voy a aviarme.  (Vase.) 



Escena VII

 

VALENTINA, RAIMUNDO.

 

RAIMUNDO. -  ¡Cuánto me alegro de que nos haya dejado solos mamá! Tengo mil cosas que decir a usted, Valentina.

VALENTINA. -  Serán muy agradables, según los indicios.

RAIMUNDO. -  Como que estoy de enhorabuena. Tuve antes de ayer con mi tío la trifulca más horrorosa... Vamos, soy el hombre más dichoso de toda la isla. Lo menos que me dijo fue que era un imbécil, un haragán, un perdido...

VALENTINA. -  Reciba usted mi parabién.

RAIMUNDO. -  Lo acepto con el alma.

VALENTINA. -  No es para menos el fortunón. ¿Y por qué hacía esos elogios de usted?

RAIMUNDO. -  No fue por equivocar una cuenta, dar en algún pago dinero de más o cobrar de menos...

VALENTINA. -  A esas habilidades ya estará acostumbrado.

RAIMUNDO. -  Si las hago cada día. La cuestión fue puramente personal.

VALENTINA. -  ¿Y a qué persona se refirió?

RAIMUNDO. -  ¡Cosa más rara! A usted.

VALENTINA. -  ¡A mí! ¿Con qué motivo?

RAIMUNDO. -  Manías de señor mayor. Se ha empeñado en que estoy muerto de amor por usted.

VALENTINA. -  ¡Por mí! ¿Qué es lo que oigo?

RAIMUNDO. -  ¡Ya ve usted qué calumnia! Yo que en la vida le he dirigido a usted ni siquiera la vulgar expresión de «buenos ojos tienes.» Y eso que lo podía decir, sin quebrantar el octavo mandamiento.

VALENTINA. -  Y usted ¿qué respondió a la acusación?

RAIMUNDO. -  Lo que dicen que ya no está en uso: la verdad.

VALENTINA. -  Negaría usted.

RAIMUNDO. -  Como un hereje. Pero él me arguyó tanto con mis visitas a esta casa, con el gusto que tengo en ver a usted y en ensalzar las cualidades que la distinguen, que yo principié a sospechar si mi tío tendría razón; si mi corazón habría rendido la plaza, sin contar con la voluntad para ello.

VALENTINA. -  ¡Qué bueno sería!

RAIMUNDO. -  Hubo más. Me dijo su merced que apostaba veinte mil libras a que, en haciéndose él a la vela, venía yo aquí sin falta y dejábamos ya entablado nuestro casamiento.

VALENTINA. -  No peligra el dinero del buen Don León, por lo visto.

RAIMUNDO. -  Señor, si no es propio de la situación. Si yo le digo a usted que la quiero, ¿cómo le he de decir que me marcho?

VALENTINA. -  ¿Se marcha usted?  (Aparte.)  ¡Cielos!



Escena VIII

 

DOÑA CRÍSPULA, asomada a una puerta; VALENTINA, RAIMUNDO.

 

CRÍSPULA. -   (Aparte.)  ¿Qué se hablarán estos chicos?

VALENTINA. -  ¿Y a dónde es el viaje?

RAIMUNDO. -  A Cartagena.

VALENTINA. -  ¿Pronto?

RAIMUNDO. -  De un día, de un momento a otro puedo recibir la orden de partir. En esto paró la sarracina de antes de ayer. Al cabo de una granizada de réspices, sale mi tío con la pata de gallo de que, no sirviendo yo para comerciante, seré militar, seré marino. ¡Yo que lo he deseado toda mi vida! ¡Marino! ¡Yo que siempre me represento la fortuna naciendo, cual Venus, de entre las olas! Como me hallaba tan poco dispuesto a una peripecia del género heroico, me quedé con la boca abierta, se me oprimió el corazón, el agua del mar se me vino a los ojos, y eché a llorar lo mismo que un náufrago cuando cuelga un ex-voto en la ermita de la Bonanova.

CRÍSPULA. -   (Aparte.)  Bien decía yo que de éste no hay que tener recelo.  (Vase.) 



Escena IX

 

VALENTINA, RAIMUNDO.

 

VALENTINA. -  ¿Con que nos abandona usted? ¡Cuánto lo siento! Ahora que quería yo que bailase usted en mi boda...

RAIMUNDO. -  ¿Usted se casa? ¿Con quién?

VALENTINA. -  Eso no lo debo declarar todavía.

RAIMUNDO. -  ¡Y me lo dice con tanta frescura! Usted que se vendía por mi amiga, que me aseguraba no tener para mí secreto ninguno, ¡me ha ocultado el de más importancia!

VALENTINA. -  Ha sido cosa muy repentina; tan repentina como su marcha de usted.

RAIMUNDO. -  ¡Casarse cuando yo me ausento! ¡Vaya una aprensión! ¿Pues no podría usted aguardar a que yo volviera?

VALENTINA. -  ¿Me traería usted algún amante reclutado a bordo?

RAIMUNDO. -  Yo quisiera que me dijese usted qué necesidad tiene de casarse tan pronto.

VALENTINA. -  Yo quisiera que me explicase usted qué precisión hay de que usted se embarque.

RAIMUNDO. -  Mi tío lo manda...

VALENTINA. -  Mi madre ha dispuesto mi casamiento.

RAIMUNDO. -  Es el caso muy diferente. Usted se casa... sólo por casarse; y yo me hago marino... ¡calla!, pues es verdad: yo me hago marino por casarme también.

VALENTINA. -  ¿También el tío le proporciona a usted boda?

RAIMUNDO. -  No, señora: mi tío solamente me desposa con el mar, a lo Dux de Venecia; el que ha pensado en boda soy yo.

VALENTINA. -  ¿Sí? Pues vaya. Diga usted, diga usted.

RAIMUNDO. -  Yo me he puesto a discurrir estos días y he hecho este cálculo: Señor, los inglesitos han dado ahora en la flor de apresarnos en plena paz nuestros buques, y llevarse los millones de las Indias, vía recta, a descargar en el Támesis. Su Majestad, que Dios guarde, invita a sus leales y valientes súbditos (alusión personal de que no puedo desentenderme) a que rechacen la fuerza con fuerza mayor. Cuando se trata de vengar el honor de la patria, ¿ha de permanecer un Torella aquí, acopiando naranjas, aceite y escobas? No, por vida del rey Gerión. Hombre al agua. Yo no sé maniobrar en tierra, porque no es mi elemento; pero en el mar soy más intrépido que un churriguer. Estamos en el año de gracia de 1805: para el de ocho ya se puede haber acabado la guerra. Yo me hallaré seguramente con diez o quince balazos repartidos por el cuerpo; con un ojo o una pierna menos, tal vez; pero mandaré tal vez un navío: con que váyase uno por otro. Entonces vuelvo la proa, echo el ancla, me divorcio con la gloria, y me caso con Valentina.

VALENTINA. -  ¡Conmigo! ¡Qué declaración tan súbita!

RAIMUNDO. -  ¿Le desagrada a usted?

VALENTINA. -  No por cierto.

RAIMUNDO. -  Pues está andada la mitad del camino. Yo a nadie desluzco: yo no quito que sea un bienaventurado ese otro novio de usted, sobre todo si Dios le da un tabardillo; pero más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer.

VALENTINA. -  Un verdadero cariño suple cien faltas.

RAIMUNDO. -  Dicen que el verdadero cariño le trae a uno desvelado; y lo que es el mío no me desvela mayormente, pues aunque sueñe con usted todas las noches, al cabo, para soñar, duermo. Que me lleve Dios si advierto que algún curioso registra esa reja; que no haya insistido en saber de usted quién es su novio, por no verme en la precisión de andar a estocadas con él; que si oigo hablar con poco miramiento de usted, rompa la crisma al lucero del alba: esto quizá no sea una verdadera pasión; no obstante, deje usted que nos casemos, que yo me apasionaré entonces de otra manera.

VALENTINA. -  Cualquiera mujer se contentaría con ese amor.

RAIMUNDO. -  No, señora, ¡qué diantre! Tenga usted ambición, como yo la tengo... Y dígame algo de lo que necesito saber.

VALENTINA. -  ¿Qué quiere usted que yo le diga? Usted no habrá dejado de observar...

RAIMUNDO. -  Sí, he observado que nadie la visita a usted sino yo, y he dicho: Puede que Valentina venga a poner los ojos en mi persona, si se hace cargo de que no tiene otra en quien ponerlos. -¡Usted se ríe! Es decir, que no se incomoda. Ahora recuerdo que tengo un rival... ¿Se ríe usted también con él de ese modo? ¿Se ríe usted de los dos, Valentina?

VALENTINA. -  No, señor: su rival de usted no me inspira gana de reír.

RAIMUNDO. -  ¿Con que es cierto que todavía no he perdido su amistad de usted? ¡Y yo, majadero de mí, acusándola injustamente! Merecía cien bofetadas, y me las quiero dar con la mano ofendida.  (Se la besa repetidas veces.) 

VALENTINA. -  Basta, Raimundo, basta de castigo.

RAIMUNDO. -  No tenga usted misericordia de mí. He sido un gaznápiro, que sin la urgente circunstancia de la partida...



Escena X

 

DOÑA CRÍSPULA, VALENTINA, RAIMUNDO.

 

CRÍSPULA. -  ¿Qué hacen ustedes?

VALENTINA. -  ¡Cielos!

RAIMUNDO. -  Señora...

CRÍSPULA. -  ¿Con esas ceremonias anda usted al despedirse, Dios sabe hasta cuándo? Todo lo he oído. Un abrazo y bien estrecho.

RAIMUNDO. -  ¡Valentina!

VALENTINA. -  ¡Raimundo!  (Se abrazan.) 

CRÍSPULA. -  Y otro a mí, que yo también soy amiga de usted.

RAIMUNDO. -  ¡Amiga! Mi madre.

CRÍSPULA. -  Cuenta que si tenemos ocasión de volvernos a ver, esta despedida es puramente provisional.

RAIMUNDO. -  ¡Oh! Por supuesto. Aunque es una ceremonia algo triste, tiene su parte deliciosa también.  (Toma el sombrero.) 

CRÍSPULA. -   (Aparte a su hija.)  Te voy a dejar encerrada, para que no abras a Don Vicente. Que venga a hablarte cuando esté yo aquí.

VALENTINA. -  Como usted quiera.

RAIMUNDO. -  ¿Gusta usted de que la vaya sirviendo?

CRÍSPULA. -   (Aparte a RAIMUNDO.)  Dejo a la chica bajo llave, porque no quiero que reciba visitas peligrosas.

RAIMUNDO. -  Bien pensado: sí, guárdela usted de todo el mundo.

CRÍSPULA. -  De todos, menos de usted. A mí no me la pega ninguno.

RAIMUNDO. -   (Besando a VALENTINA la mano a hurto de su madre.)  Eso es claro, ninguno.  (Vanse.) 




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