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Acto segundo

Escena I

DOÑA CRÍSPULA, sentada; VALENTINA, de pie; ambas con gran agitación. VALENTINA tiene la cartera en la mano.

     CRÍSPULA. -¡Jesús!, ¡qué lance! Mañana empiezo una novena a San Antonio bendito. Lo estoy viendo, y no lo acabo de creer. Un milagro es, un milagro.

     VALENTINA. -¡Ay!, ¡qué cartera de mis pecados! Deseando estoy que venga Raimundo y se la lleve, y no la vuelvan a ver mis ojos. ¿Dónde la perdería usted?

     CRÍSPULA. -Cuando llegué a la lonja de Don Agustín, la cartera iba conmigo. Yo quería que Don Agustín, como es persona tan inteligente en esto de papel moneda, viese los billetes.

     VALENTINA. -¿Y qué necesidad había de que los viera ese hombre?

     CRÍSPULA. -Me importaba salir de una duda y prevenir un daño, muy grave tal vez. El Señor ha hecho justicia a la rectitud de mis intenciones.

     VALENTINA. -¿Qué daño es el que usted recelaba?

     CRÍSPULA. -Suponte tú, como ese Raimundo es tan atolondrado, que antes de venir hoy aquí se hubiese dejado la cartera en paraje donde un pícaro le hubiese podido escamotear los billetes legítimos y ponerle otros falsos...

     VALENTINA. -(Aparte.) ¡Gran Dios!

     CRÍSPULA. -Es cosa que puede suceder: esto no es ver visiones.

     VALENTINA. -¡Qué sospecha!

     CRÍSPULA. -¡Buen lance hubiera sido ir a presentárselos al capitán general, que está deseando ajusticiar a un falsificador! Por eso deseaba yo que registrase Don Agustín la cartera. Yo no me detuve en la tienda ni tres minutos. -¿Está el amo? -No, señora. -Lo siento, porque tenía unos billetes que enseñarle.

     VALENTINA. -¿Eso dijo usted?

     CRÍSPULA. -Ni una palabra más. Y me marché al punto.

     VALENTINA. -¿Y había mucha gente en la lonja?

     CRÍSPULA. -Muchísima: media hora costaba el abrirse paso hasta el mostrador. ¡Qué fortuna la de haber envuelto yo la cartera en un sobre dirigido a mí! Se me caería en la calle, y como todos me conocen...

     VALENTINA. -¿Si se la robarían a usted en aquella apretura?

     CRÍSPULA. -¿Estás en tu juicio? Si le hubiese echado la garra un ladrón, ¿nos la hubiera devuelto? ¡Y con qué circunstancias! En el mismo orden están los billetes que esta mañana: parece que manos no los han tocado. ¡Lástima que no hayas podido ver sino de espaldas a ese siervo de Dios!

     VALENTINA. -Yo tenía entreabiertos los postigos del gabinete: siento que tiran de la calle una cosa; miro, y me hallo con la cartera de Raimundo. Me asomo a la ventana, y diviso un hombre embozado que se retiraba apresuradamente de aquí, y al momento dobló la esquina. Me dejó usted encerrada, y así no me fue posible pasar al patio; que si no, llamo a la puerta del tonelero, y como su taller tiene la entrada por la otra calle, tal vez por allí hubiera podido salir al encuentro del incógnito.

     CRÍSPULA. -¡Mira tú qué buena alma! ¡Huir cual si cometiera una mala acción, cuando hacía una de que serán capaces tan pocos! ¡Entregar un hallazgo que hubiera podido conservar sin peligro, y no dar la cara porque no le agradeciésemos el favor!

     VALENTINA. -Un instante después llegó usted.

     CRÍSPULA. -Dios le conceda tanta gloria como pesadumbre me ha excusado.

     VALENTINA. -En efecto, ¿qué hubiéramos respondido a Raimundo?

     CRÍSPULA. -¡Y ahí es decir que tengo el arca llena para satisfacer lo que hubiese perdido! Si llego a echar de menos la cartera antes de volver a casa, me da un accidente y no vuelvo de él. Te quedas sin madre, Valentina.

     VALENTINA. -Mi mamá, si me quiere, no querrá exponer otra vez a su hija a perder su único apoyo.

     CRÍSPULA. -Líbreme Dios. ¿Tocar yo en adelante a cosa que no me pertenezca? Ni pensarlo. Guarda, guarda en la mesa ese chisme, porque temo que aún se nos ha de escapar de entre las manos. (VALENTINA echa la cartera en un cajón.) No más conjeturas sobre negocios de esta naturaleza.

     VALENTINA. -¡Oh, sí, mamá! Viviremos tan felices entonces en medio de nuestra pobreza...

     CRÍSPULA. -Tú, hija mía, ya que sacas esta conversación, tú has nacido para disfrutar una suerte más envidiable. Desde la lonja de Don Agustín fui a casa de la madrina, que está desazonadilla la pobre, y puede que envíe a Marcos esta tarde por ti. ¿Has pensado ya la contestación que has de dar a Don Vicente?

     VALENTINA. -Sí, señora: ¿pues no?

     CRÍSPULA. -¿Y es?

     VALENTINA. -La que usted puede discurrir.

     CRÍSPULA. -Admitirás su mano.

     VALENTINA. -¡Cómo! Perdone usted: no es eso lo que pienso decirle.

     CRÍSPULA. -¿Con que no? ¿Sabes tú lo que me ha contado Dolores?¿Sabes la fortuna que pierdes? Don Vicente es un sujeto amabilísimo.

     VALENTINA. -No será el único de la ciudad.

     CRÍSPULA. -Es poderoso.

     VALENTINA. -Yo pobre.

     CRÍSPULA. -Acaba de comprar una casa de campo magnífica en Sa-Taulera para pasar los veranos.

     VALENTINA. -Yo estoy acostumbrada a pasarlos en Palma.

     CRÍSPULA. -Tiene coche inglés.

     VALENTINA. -¡Buena recomendación para mí! ¡Mire usted qué hombre!, que va a dar dinero a los enemigos de su nación, a los que están cada día cañoneando los buques de bandera española, echándolos a pique, volándolos... ¡Cuántos hijos de Mallorca no han perecido a sus manos ya! ¡Cuántos no están expuestos a perecer!

     CRÍSPULA. -¿Qué frenesí patriótico es ese que te ha dado de pronto?

     VALENTINA. -¿No nos oyó usted a Raimundo y a mí la conversación que tuvimos esta mañana?

     CRÍSPULA. -Sí por cierto; y al subir él al cuarto de arriba, me dijo que su tío le había agregado a la Marina real.

     VALENTINA. -Pues si procura usted mi bien, refiera usted a Don Vicente aquel diálogo punto por punto.

     CRÍSPULA. -Y a él ¿qué le importa?

     VALENTINA. -¿No le ha de importar la noticia de que tiene un competidor?

     CRÍSPULA. -¡Raimundo su competidor! ¿Ese badulaque, el único de quien no sospechaba yo, ése se ha atrevido?...

     VALENTINA. -¿De qué se admira usted ahora? ¿No dice usted que nos oyó?

     CRÍSPULA. -Fue un solo momento.

     VALENTINA. -(Aparte.) ¡Ah!, ¡imprudente de mí!

     CRÍSPULA. -¿Con que te ama Raimundo?

     VALENTINA. -No es tiempo ya de negarlo.

     CRÍSPULA. -¿Y por él desprecias a Don Vicente?

     VALENTINA. -Despreciarle, no: no hay motivo.

     CRÍSPULA. -¡Acabáramos! Me habías dado un susto. ¿Quieres que sepa Don Vicente que tienes otro amante, para que los celos aviven su cariño? No me parece del todo mal ese rasgo de coquetería.

     VALENTINA. -¿Coquetería? Usted me atribuye habilidades que yo no tengo.

     CRÍSPULA. -Convéncete de que, por más que estudies, no podrás formar un proyecto sin que yo lo adivine. Ya esta mañana dije yo al señor Montaner que no te faltaban pretendientes: con todo, mira cómo te manejas; no te quedes sin uno y sin otro. Sin Don Vicente, quiero decir; pues aunque Raimundo se haya declarado contigo, tú no le habrás escuchado seguramente.

     VALENTINA. -¿Cómo no le había de escuchar? A no taparme los oídos...

     CRÍSPULA. -Digo que no le habrás dado la mano.

     VALENTINA. -La tomó él.

     CRÍSPULA. -Ni palabra ninguna.

     VALENTINA. -Palabra no: solamente le di un abrazo por orden de usted.

     CRÍSPULA. -El cual equivale a un pasaporte.

     VALENTINA. -(Aparte.) Dejémosla ahora con su aprensión.

     CRÍSPULA. -Estoy tranquila. Si tuvieras quince años, sí, me inspirarías algún temor, porque a esa edad se encapricha una de cualquiera sin hacerse cargo de nada: a los dieciocho, ya se reflexiona algo más. ¿Cómo habías de plantar a un hombre de caudal y de mérito, que te ofrece su mano, por un calaverilla que tal vez no se acordará de ti en perdiendo de vista la costa?

     VALENTINA. -Puede que sí.

     CRÍSPULA. -Puede que no. Puede también acabar su carrera en el primer combate.

     VALENTINA. -No lo permita Dios.

     CRÍSPULA. -Ni yo lo deseo. Pero demos que tú le quisieras, que él te guardara fidelidad y que las balas se obligaran a respetar su uniforme. ¿Y si yo falto antes que ascienda Raimundo, antes que la campaña concluya?

     VALENTINA. -Mamá, usted se deleita en atormentarme.

     CRÍSPULA. -¿Quién mirará por ti? ¿Qué amparo te queda?¿La madrina? Pues nada le sobra; y siendo parienta de Don Vicente, lo que te aconsejará entonces es lo que te suplico yo ahora, y lo único que te está bien. En fin, yo no debo tolerar que malogres tan buena ocasión, te arrepientas mañana y te quejes de la debilidad de tu madre.

     VALENTINA. -(Aparte.) Me parte el corazón con cada palabra.

     CRÍSPULA. -¡Qué veo! ¿Estás llorando? ¡Hija querida! No ha sido mi ánimo el afligirte: ya sé yo que no viene al caso nada de lo que he dicho, sino que unas palabras traen otras y... Mira, mejor es que abandones artificios de que no necesitas, y que te expliques francamente con el indiano. ¿Lo harás?

     VALENTINA. -Sí, señora.

     CRÍSPULA. -¿Llamó a casa al marcharse?

     VALENTINA. -Nadie ha llamado.

     CRÍSPULA. -Entonces no volverá hoy.

     VALENTINA. -Está arriba: después de comer ha vuelto con el cerrajero y un albañil.

     CRÍSPULA. -¡Qué diantre! Puede bajar a vernos, y yo tenía precisión de salir. Desde la tienda de Don Agustín me fui a casa de la madrina y me olvidé de pasar a la del escribano.

     VALENTINA. -No se detenga usted por eso: bien acostumbrada estoy a quedarme sola.

     CRÍSPULA. -Te volveré a encerrar.

     VALENTINA. -Mire usted que Raimundo tiene que recoger la cartera.

     CRÍSPULA. -Se la das por la ventana. El tal Raimundito me ha pegado un chasco, que me servirá de escarmiento. Poca conversación por la reja: tome usted, y abur; nada más.

     VALENTINA. -Bien está. Nunca he dado a la vecindad qué decir.

     CRÍSPULA. -Y si Don Vicente está arriba y lo advierte... ¡No digo nada! Con que, a Dios.

     VALENTINA. -Él guíe a usted. (Vase DOÑA CRÍSPULA.)



Escena II

     VALENTINA. -¡Desdichada de mí! Crueles son las reflexiones que acaba de hacerme mi madre. Crueles... y justas acaso. Por justas que sean, mi corazón grita más fuerte. Raimundo, bien que destituido de cualidades brillantes, tiene para mí la de hacerse amar. Ser suya es la única felicidad a que yo aspiraba. ¿Y he de renunciar a la esperanza que me hacía gustoso el retiro y dulce el afán de mis labores? En mala hora me vio el indiano. -Que ya no soy niña; que Raimundo es un simple... -¿Qué hombre más discreto he tratado hasta ahora? Por lo que ven los ojos es por lo que se aficiona la voluntad. Sí, es necesario que yo hable a Don Vicente o le escriba: yo no quiero engañar a un hombre de bien. Sepa que mi corazón no es libre; que mientras me quiera Raimundo no puedo ser de otro. (Ábrese en la pared una puerta disimulada de dos hojas, al nivel de una mesa sobre la cual hay dos canastos de ropa, que ruedan al suelo al girar los postigos. DON VICENTE aparece en el hueco.) ¡Poder de Dios! ¿Qué es esto?



Escena III

DON VICENTE, saliendo por la escalera secreta; VALENTINA.

     VICENTE. -Señorita... ¡Huy! ¡Qué estropicio he causado! Disimule usted...

     VALENTINA. -Caballero... Perdone usted también mi sorpresa. ¿Cómo?...

     VICENTE. -¿No les advirtió a ustedes Raimundo esta mañana que estábamos buscando una escalera oculta?

     VALENTINA. -Sí, creo que nos habló de una puerta condenada; pero yo lo había olvidado.

     VICENTE. -También yo indiqué algo a mamá... Porque supongo que tengo el honor de hablar a la hermosa Valentina.

     VALENTINA. -Servidora de usted.

     VICENTE. -Señora mía. ¿Me permite usted pasar a la sala para ver cómo se disimula el ajuste de estas puertecillas?

     VALENTINA. -Es usted muy dueño. (Arrima una silla a la mesa.) Por esta silla bajará usted más fácilmente.

     VICENTE. -No se incomode usted. -¡Cuánta bondad! (Baja.)

     VALENTINA. -(Aparte, recogiendo la ropa de los dos cestos y poniéndolos en una silla junto a la mesa.) Ya puedo decir que he visto al rival de Raimundo.

     VICENTE. -(Que ha estado examinando cómo cierran las puertas de la escalera secreta.) El diantre que conozca el secreto.

     VALENTINA. -Mi madre y yo, que vivimos aquí hace una porción de años, ni siquiera lo sospechábamos.

     VICENTE. -A Don León le dieron noticia de esa escalera cuando compró la casa; pero nunca había tenido necesidad de buscarla, ni curiosidad tampoco. Yo sí, porque habiendo de ocupar las habitaciones de entrambos pisos, esta comunicación me vendría muy bien. Después de haber buscado el cerrajero y yo la puerta esta mañana, nos convencimos de que había que derribar un tabique; hemos tenido que volver con un operario, y al fin pareció el escondrijo: se descubrió la puerta y el agujero de la llave. A propósito, ¿le ha prevenido a usted su señora madre que yo he solicitado con usted una conferencia?

     VALENTINA. -(Aparte.) (No me atrevo a decirle en su cara...) Sí, señor. Pero... Ha tenido que salir... y en ausencia suya...

     VICENTE. -Bien: hablaremos en otra ocasión. Yo de todos modos he de verme con mi señora Doña Críspula, porque ni he preguntado acerca de la casa nada a Raimundo, ni aunque quisiera hubiera podido. Me autorizó para echar abajo el tabique; me dijo que comía hoy con unos oficiales de Marina, escapó como un rayo, y no he vuelto a ver.

     VALENTINA. -Ni yo.

     VICENTE. -Vuelvo a pedir perdón a usted del susto y la molestia que le he causado, y con su licencia me retiro.

     VALENTINA. -(Aparte.) (A lo menos no es importuno.) ¿Quiere usted hacerme primero el favor?

     VICENTE. -Con el alma y la vida. ¿En qué puedo complacer a usted?

     VALENTINA. -En registrar con cuidado los billetes que hay en esta cartera. (La saca del cajón, dejándolo a medio cerrar.)

     VICENTE. -¿Con cuidado dice usted? A ver. (Abre la cartera y mira los billetes uno por uno.) Fruta rara es ésta en nuestro país: yo creía ser el solo que tuviese algunos. -Pues nada observo reparable. ¿Quiere usted que se los descuente?

     VALENTINA. -Examínelos usted como si se los presentaran con ese objeto.

     VICENTE. -(Volviendo a mirarlos.) ¡Hola! Vamos con detención. Estos números se me figuran demasiado marcados, demasiado recientes. El papel y el estampado parecen legítimos... pero en el número... A ver por el revés. -¡Demontre!

     VALENTINA. -(Aparte.) Yo estoy temblando toda.

     VICENTE. -¿Son estos billetes de usted, Valentina?

     VALENTINA. -Míos no.

     VICENTE. -¿Ni de su madre de usted?

     VALENTINA. -Tampoco.

     VICENTE. -Me alegro infinito, porque son falsos.

     VALENTINA. -¿Falsos? (Aparte.) (¡Ah!, bien lo temí.) ¿Falsos dice usted? ¿Está usted seguro?

     VICENTE. -Segurísimo: no le quede a usted duda.

     VALENTINA. -(Aparte.) ¡Dios de bondad!

     VICENTE. -Encargue usted al dueño de estos papeles que los haga ceniza, porque aun el conservarlos en su dominio le puede ser peligroso.

     VALENTINA. -¿Peligroso?

     VICENTE. -Y mucho. Ya tendrá usted noticia del bando expedido por el capitán general.

     VALENTINA. -Es rigorosísimo, es inhumano.

     VICENTE. -Rigor indispensable, porque el abuso de la falsificación había llegado en esta plaza al mayor extremo.

     VALENTINA. -¿Y si fuese indispensable presentar hoy esos títulos? Si fuesen como un depósito...

     VICENTE. -Lo tendría que abonar el depositario.

     VALENTINA. -¿Es grande la suma?

     VICENTE. -Grande... Conforme. Tres mil pesos.

     VALENTINA. -¿Cuántas libras?

     VICENTE. -Cuatro mil quinientas.

     VALENTINA. -¿Cuatro mil? (Aparte.) ¡Madre!, ¿qué hiciste?

     VICENTE. -¿No podrá el depositario disponer de esa suma?

     VALENTINA. -Jamás: es pobre.

     VICENTE. -Entonces, según el carácter de la persona a quien se deba el reintegro, así tendrá el asunto mejor o peor compostura.

     VALENTINA. -Es el capitán general: ese dinero es suyo.

     VICENTE. -Poco le importaría a su excelencia la cantidad en otra ocasión, y aun ahora mismo; pero necesita hacer un ejemplar de escarmiento.

     VALENTINA. -De esa manera...

     VICENTE. -El que vaya hoy a palacio con estos billetes, puede estar seguro de que mañana ha dado cuenta al Criador.

     VALENTINA. -(Aparte.) (¡Oh!, yo no puedo consentir que Raimundo peligre.) Pero si ese infeliz es inocente...

     VICENTE. -Se justificará, si puede. Pocas diligencias caben en veinticuatro horas; sin embargo, si sus declaraciones dan luz para descubrir el culpable.

     VALENTINA. -(Aparte.) (Mi madre entonces se verá presa, encausada...) ¡Oh! ¡Qué ignominia!

     VICENTE. -Valentina, usted se ha quedado suspensa. Las noticias que he dado a usted le interesan mucho, si no me engaño.

     VALENTINA. -No lo sabe usted bien.

     VICENTE. -¿Tan de cerca le tocan a usted?

     VALENTINA. -Sí, Don Vicente, muy de cerca.

     VICENTE. -Si usted quisiera hacer confianza de mí...

     VALENTINA. -(Aparte.) Si es cierto que este hombre me ama...

     VICENTE. -Sin empeño de averiguar quién es la persona que debe restituir la cartera, podría darle algún buen consejo, siempre que me aclarase usted ciertos puntos.

     VALENTINA. -Iba a hacer a usted esa súplica.

     VICENTE. -Como ésta es la vez primera que nos hablamos, y usted no puede ver mi corazón, no sé si atribuirá a curiosidad mi oferta, si le parecerá temeraria.

     VALENTINA. -Hija de la honradez, hija de la bondad la supongo.

     VICENTE. -Francamente, yo deseo ser amigo de usted, ya que no me toque aspirar a otro título.

     VALENTINA. -(Aparte.) Piensa con delicadeza.

     VICENTE. -No obstante, si tiene usted otro de quien valerse...

     VALENTINA. -¿Amigos? Dos hombres han entrado en mi casa desde que murió mi padre. Usted es el uno.

     VICENTE. -¿Raimundo será el otro?

     VALENTINA. -Ése es hoy para mí un acreedor.

     VICENTE. -¿Cómo?

     VALENTINA. -Su tío le entregó esta mañana esos billetes para que los llevase a la capitanía general...

     VICENTE. -¡Don León! Imposible que ni por ignorancia ni por malicia diese títulos falsos a su sobrino.

     VALENTINA. -Imposible también que los haya falsificado Raimundo.

     VICENTE. -Tal creo. Y ese muchacho ¿cómo los paga?

     VALENTINA. -Ni está aquí su tío, ni él tiene medios, ni culpa.

     VICENTE. -¿Han salido acaso de su poder los créditos?

     VALENTINA. -Han salido y no han vuelto. Su excelencia no estaba en palacio, y Raimundo confió la cartera...

     VICENTE. -¿A quién? Sospecho desde luego de esa persona.

     VALENTINA. -¿Sin conocerla?

     VICENTE. -No tendrá el don de persuadirme como usted lo posee.

     VALENTINA. -(Aparte.) (Padezca yo, y no pierda el concepto mi madre.) Pues... no se admire usted de mi turbación. -No acierto a decirle que aquélla cuya amistad usted solicita...

     VICENTE. -Ésa es usted.

     VALENTINA. -Ésa es la que en una tienda llena de gente se ha dejado robar entre la confusión la cartera de Raimundo.

     VICENTE. -¡Usted, Valentina! No sé si creerlo.

     VALENTINA. -¡Oh! Sí, sí, créalo usted, créame usted, dígame usted que lo cree.

     VICENTE. -Basta, no insista usted más. Ese tono me convence... de que me debo dejar convencer.

     VALENTINA. -Sí: la cartera ha sido robada, y al cabo de dos horas un desconocido la arrojó por la ventana del aposento inmediato.

     VICENTE. -¡Qué infamia! ¡No contentarse con el hurto, sino exponer al robado a pagar el crimen del malhechor! Así aseguraba él su impunidad, así se ocultaba más fácilmente.

     VALENTINA. -Lo que yo no comprendo es cómo pudo hacerse tan pronto la falsificación.

     VICENTE. -Se conoce que ese pícaro ha ejercido sus habilidades fuera de aquí. Tendría billetes con el número en blanco, pilló la cartera, imitó los números en los títulos falsos, y se quedó con los verdaderos.

     VALENTINA. -¡Oh!, eso ha sido.

     VICENTE. -¿Y Raimundo no tiene noticia de este suceso?

     VALENTINA. -Aún no. Ni mi madre.

     VICENTE. -¿Ni su madre de usted?

     VALENTINA. -¡Así ambos lo pudieran ignorar siempre!

     VICENTE. -Yo creía que Raimundo alcanzaba con usted amistad más íntima.

     VALENTINA. -(Aparte.) (Ya está celoso.) No, señor: viene a casa porque mi madre lo permite, porque mi madre le estima... sin hacer caso de él.

     VICENTE. -Y su hija le hace caso, le estima y le ama. ¿No es verdad, Valentina? También en esto creeré lo que usted me asegure.

     VALENTINA. -Pues le aseguro a usted... puedo jurarlo... que hasta el día de hoy no me ha dicho palabra de amor. Y se halla en vísperas de partir de Mallorca.

     VICENTE. -Si usted me lo permite, yo me encargo de terminar este asunto con su excelencia, sin que Raimundo ni mamá lleguen a traslucir lo más mínimo.

     VALENTINA. -¡Ah! Si usted me libra de este conflicto, mi gratitud será eterna. (Quiere arrodillarse.)

     VICENTE. -¿A dónde va usted con esa demostración? Nada de gratitud: yo también tengo aquí mi particular interés. Yo exijo de usted en cambio...

     VALENTINA. -¿Qué exige usted?

     VICENTE. -Que haga usted lo posible para que se me venda esta casa.

     VALENTINA. -¿No más que eso? De mil amores. Poco valgo; pero yo hablaré, yo trabajaré cuanto esté de mi parte...

     VICENTE. -Pues tenga usted la bondad de darme la cartera.

     VALENTINA. -Tome usted. (Llama MARCOS a la ventana.) ¿Quién llama? (Va a verlo.)

     VICENTE. -(Aparte.) Me haré cuenta que alguno de los golosos ha pujado en tres mil pesos la finca.



Escena IV

MARCOS, a la ventana; VALENTINA, DON VICENTE.

     VALENTINA. -¿Eres tú, Marcos?

     MARCOS. -Servidor de usted, señorita.

     VICENTE. -¿Marcos? (Llegándose a la ventana también.) En efecto, es el criado de mi prima Dolores.

     MARCOS. -¡Oh, señor Don Vicente!

     VALENTINA. -¿Es usted primo de mi madrina?

     VICENTE. -Primo segundo. -¿Qué le trae al amigo Marcos por esta casa?

     MARCOS. -Un recado de mi señora. Se halla un poco indispuesta, y quería que Doña Valentina hiciese el favor de ir a verla al instante.

     VALENTINA. -No está madre en casa.

     MARCOS. -Ya lo sé: si la he encontrado junto a la del escribano Don Celedonio. La di el recado que traía, y me dijo que me adelantara y se viniese usted conmigo corriendo.

     VALENTINA. -¿Te ha dado la llave?

     MARCOS. -¿La llave? No, señora.

     VALENTINA. -Pues no puedo salir.

     VICENTE. -¿Está usted encerrada?

     VALENTINA. -Así me guarda siempre mi madre.

     VICENTE. -Así se deben guardar los tesoros.

     MARCOS. -Estaba la buena señora tan enfrascada en una disputa, que no es extraño se le olvidase que tenía la llave consigo.

     VALENTINA. -¿Trataban de los muebles depositados?

     MARCOS. -Pues: parece que el negocio ha pasado de un escribano a otro, al cual no conoce su madre de usted; y por eso, como que le repugnaba entenderse con él. Don Raimundo procuraba convencerla...

     VALENTINA. -¿Estaba allí Raimundo?

     MARCOS. -Todos se dirigían aquí.

     VICENTE. -(Adelantándose hacia el proscenio con VALENTINA, y hablándola en voz baja.) ¿Vendrá por ventura a buscar la cartera?

     VALENTINA. -Sin duda. Y delante de mi madre, yo no sabría qué excusa dar. Si Marcos hubiera traído la llave, me iba, y evitaba una explicación peligrosa.

     VICENTE. -¿Quiere usted hacer uso de aquella escalera, y saldremos por el cuarto principal? El cerrajero permanece aún con las llaves arriba.

     VALENTINA. -Sí, señor, sí. ¡Feliz casualidad!

     VICENTE. -Mi coche se halla ahí al lado: ¿me permite usted que la lleve en él a casa de mi prima?

     VALENTINA. -Con mucho gusto. (VALENTINA y DON VICENTE se acercan a la reja.)

     VICENTE. -Marcos, avisa a mi cochero que arrime.

     VALENTINA. -Y luego quédate aquí para decir a mi madre que el señor Don Vicente se ha tomado la molestia de acompañarme a casa de tu ama. (Aparte a MARCOS.) Si se incomoda, dile que yo la desenojaré.

     MARCOS. -Pero ¿por dónde?...

     VICENTE. -Dile que hemos salido por la escalera secreta.

     VALENTINA. -Y a Don Raimundo que su cartera la tengo yo.

     VICENTE. -Y que le será devuelta al instante.

     MARCOS. -Bien está: me situaré en la tienda de vinos para ver venir a mamá.

     VICENTE. -(Dando dinero a MARCOS.) Toma esa friolera: esperarás bebiendo.

     MARCOS. -Será a la salud de ustedes, señores. (Quítase de la ventana.)

     VICENTE. -¿Salimos?

     VALENTINA. -Cuando usted quiera.

     VICENTE. -Voy el primero. Cerraremos para que quede segura la casa.

     VALENTINA. -Muy bien.

     VICENTE. -Deme usted la mano.

     VALENTINA. -(Subiendo por una silla a la mesa.) Tengo miedo de...

     VICENTE. -Cuidado, por Dios.

     VALENTINA. -¡Ay! (Va a caer; se apoya con una mano en la silla donde están los canastos de ropa, y tira la silla al suelo. DON VICENTE sostiene a VALENTINA, que toma al fin la escalera.) No ha sido nada. Vamos. (Vanse y cierran la puerta secreta.)



Escena V

DONA CRÍSPULA, un ESCRIBANO y Alguaciles, por la puerta de entrada.

     ESCRIBANO. -Sí, señora: doy fe, conozco esta casa. Adelante, alguaciles. En cuya virtud dicté la providencia de entrar por la otra calle, por la tienda del tonelero. (Los ALGUACILES se colocan, a cierta distancia, delante de los cestos caídos, de modo que DOÑA CRÍSPULA no ve aquel desorden al pronto.)

     CRÍSPULA. -Señor secretario, yo quiero que el vecino presencie la entrega del depósito.

     ESCRIBANO. -Si al constituirnos en su oficina nos ha otorgado poder para enviarle allí los efectos en secuestro, ¿a qué es molestarle?

     CRÍSPULA. -(Aparte.) ¡Qué hombre tan negado! ¡Qué cara! ¡Un facineroso parece! Yo me hubiera compuesto mejor con el señor Don Celedonio.

     ESCRIBANO. -Yo creía que aquel joven con quien celebró usted comparecencia en la esquina, la había vencido a usted en juicio con sus alegatos.

     CRÍSPULA. -Cuando hablé yo con aquel joven aparte, le eché una reprimenda por cierta maula que me ha jugado, y por eso se ha quedado en el taller y no ha venido con nosotros. Yo, como no le conozco a usted...

     ESCRIBANO. -(Sacando un papel.) Este documento en debida forma es el que debe usted conocer, y le basta.

     CRÍSPULA. -Como he tropezado con usted en medio de la calle...

     ESCRIBANO. -Usted iba a personarse en la posada de Don Celedonio; yo salía: me interroga usted; declaro: requerimiento de mi parte para que usted suba; rebeldía de parte de usted... Resulta de autos que nuestro conocimiento, tácito o expreso, goza ya de la autoridad de cosa juzgada.

     CRÍSPULA. -(Aparte.) ¿Será este hombre escribano de veras? A ninguno he oído hablar como él.

     ESCRIBANO. -Reitero la demanda: reclamo la entrega de los muebles consabidos, como más haya lugar en derecho.

     CRÍSPULA. -Déjeme usted antes avisar a mi hija... (Reparando en la silla y cestos caídos.) ¡Ay Madre de Montserrat!

     ESCRIBANO. -¿Qué le sucede a usted? ¿Qué aspavientos son ésos?

     CRÍSPULA. -Aquella silla... aquella ropa...

     ESCRIBANO. -Están en el suelo: ¿y qué?

     CRÍSPULA. -(Gritando.) ¡Valentina, Valentina! No responde. ¡Hija, muchacha!

     ESCRIBANO. -Haga usted una requisitoria y suspenda el pregón.

     CRÍSPULA. -(Encaminándose a la puerta de la mampara y reparando en la mesa.) Este cajón entreabierto... (Lo registra.) ¡Cielos! La cartera no se halla aquí. ¡Valentina! (Abre la mampara y retrocede llena de espanto.) ¡Ay, que no está en su cuarto!

     ESCRIBANO. -Testimonio fehaciente de que está en otra parte.

     CRÍSPULA. -Tenía la llave yo: la he dejado encerrada.

     ESCRIBANO. -¡Diantre!

     CRÍSPULA. -Aquí ha entrado gente. Habrán retirado allá adentro a mi Valentina; la habrán atado, vendado la boca, muerto quizás. Aquí hay ladrones.

     ESCRIBANO y ALGUACILES. -(Llenos de miedo.) ¡Ladrones!

     CRÍSPULA. -¡Hija de mi alma! Yo no me atrevo sola... Socórranme ustedes. Los infames vendrían por el patio. Ellos no han salido.

     ESCRIBANO. -¿No han salido? Salgamos nosotros.

     CRÍSPULA. -No, seguidme.

     ESCRIBANO. -(Con gran fuerza de expresión que sorprende a DOÑA CRÍSPULA.) ¡Silencio!!!

     CRÍSPULA. -Yo no callo. Me asomaré a la reja.

     ESCRIBANO. -(Deteniéndola.) Quieta: usted nos pierde.

     CRÍSPULA. -(Aparte.) ¡Perderlos! Me aterra este hombre.

     ESCRIBANO. -Venga usted con nosotros y salvará la vida.

     CRÍSPULA. -¿La vida?

     ESCRIBANO. -Vamos: pronto.

     CRÍSPULA. -(Turbada y dudosa.) Pero... ¿No son ustedes... de la justicia?

     ESCRIBANO. -¿No nos ve usted temblando de que nos pillen? Nosotros siempre vamos a cosa hecha.

     CRÍSPULA. -(Aparte.) Ya lo comprendo: todos son unos.

     ESCRIBANO. -Escapemos.

     CRÍSPULA. -Por Dios... ¡Mi hija!...

     ESCRIBANO. -Silencio, repito; silencio.



Escena VI

RAIMUNDO, DOÑA CRÍSPULA, el ESCRIBANO, Alguaciles.

     RAIMUNDO. -¿Qué ruido es éste? ¿Qué pasa aquí?

     CRÍSPULA. -Raimundo, líbreme usted de estos bandidos.

     ESCRIBANO. -Yo soy escribano.

     ALGUACILES. -Somos justicia.

     CRÍSPULA. -Han sorprendido a Valentina, nos han robado, le han robado a usted... Están adentro.

     RAIMUNDO. -¿Adentro? Pagarán con la vida. (Desenvaina el espadín y se encamina a la puerta de la mampara. En esto el coche ha parado delante de la reja. DON VICENTE y VALENTINA suben a él, y el carruaje arranca.)

     CRÍSPULA. -¡Cielos! No: mirad. Ella es, ellos son. ¡Un rapto!

     RAIMUNDO. -¡Don Vicente! ¡Valentina!

     CRÍSPULA. -Corred, detenedlos. ¡Que me roban mi hija!... ¡Que se huyen!

     ESCRIBANO. -¡A ellos, que huyen!

     RAIMUNDO. -Parad, parad ese coche.

     ESCRIBANO y ALGUACILES. -¡Favor a la justicia!, ¡favor al Rey! (Vanse todos apresuradamente.)

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