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Los Polvos de la Madre Celestina

Comedia de magia en tres actos

Imitación del francés

Estrenada en el teatro del Príncipe a 11 de enero de 1841, refundida en 1855

                    
PERSONAJES
                    
 
DON JUNÍPERO MASTRANZOS
MAESE NICODEMUS CHIRINELA
CELESTINA
DON GARCÍA VERDOLAGA
TERESA
CIGARRÓN
ESPARAVÁN
UN MOZO DE POSADA
UN PORTERO
UN CARBONERO
CUATRO LAVANDERAS
DOS ESTUDIANTES
DOS MOZOS DE SILLA

La acción principia en Madrid y concluye cerca de Huesca, y pasa a fines del siglo XVII.



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Acto primero

Botica con dos puertas a los costados y dos ventanas en el fondo para despachar. Una mesa, un mortero grande, un sillón, etc.

Escena I

MAESE NICODEMUS y ESPARAVÁN.

MAESE NICODEMUS y ESPARAVÁN en la botica; parroquianos de ésta en la calle, agrupados a las ventanas.

     PARROQUIANO 1.º. -Maese Nicodemus...

     PARROQUIANO 2.º. -Señor Chirinela...

     PARROQUIANO 3.º. -Maese Nicodemus Chirinela...

     TODOS. -Mi receta, pronto.

     NICODEMUS. -Ya voy. Esparaván, despacha.

     ESPARAVÁN. -Voy, maese.

     PARROQUIANOS. -Mi receta, mi receta.

     NICODEMUS. -Callen y aguarden vez. ¿Quién está primero?

     TODOS. -Yo, yo, yo.

     NICODEMUS. -¡Silencio! ¿Para quién es el caldo de víboras?

     PARROQUIANO 1.º. -Para mí. (NICODEMUS y ESPARAVÁN despachan a los parroquianos, yendo de la mesa y volviendo.)

     NICODEMUS. -Tome y escape. ¿A ver qué es esto? «Bálsamo del (Lee) cura de Tembleque...»

     UNA MUJER. -Yo soy.

     NICODEMUS. -¿Sois vos el cura? Vuestra enfermedad quisiera yo ser.

     ESPARAVÁN. -Licor de guijarros.

     PARROQUIANO 2.º. -Venga.

     NICODEMUS. -¿Quién lleva el emplasto de manjar de los Dioses?

     PARROQUIANO 3.º. -Acá.

     NICODEMUS. -Vaya allá.

     PARROQUIANO 3.º. -¡Huf! Maese Nicodemus, el manjar de los Dioses huele a demonios.

     NICODEMUS. -Dios no hay más que uno: los demás son falsos y huelen a infierno. ¡Oh, quién asoma por allí! Esparaván, sirve a esa gente. (ESPARAVÁN despacha a los parroquianos y se retiran.)



Escena II

CELESTINA, dichos.

     NICODEMUS. -¿Qué os trae a mi casa desde Mahudes, madre Celestina?

     CELESTINA. -Vengo a Madrid para daros un aviso.

     NICODEMUS. -Desde luego digo que no dejará de ser importante. Siempre que me habéis visitado, me habéis traído noticias lisonjeras: la última vez me pronosticasteis que mi mujer se moriría en veinticuatro horas. ¡Qué miedo tuve de que os dejara por embustera!

     CELESTINA. -Yo no me equivoco nunca, maese Nicodemus.

     NICODEMUS. -Aun por eso dicen malas lenguas que sois... ¡Disparate como él! Porque tenéis en vuestro sótano untos y redomas ¡habéis de ser bruja! Untos y redomas tengo yo, y soy boticario.

     CELESTINA. -Y no tenéis nada de hechicero.

     NICODEMUS. -A vos hubiera yo querido hechizaros. Pero vos no habéis permitido que la receta de vuestro matrimonio se despache por mi oficina.

     CELESTINA. -Os lo he dicho repetidas veces, insigne Chirinela: si he de casarme, ha de ser con un joven.

     NICODEMUS. -Un joven, un joven... No debéis olvidar que vuestra fecha es ya respetable.

     CELESTINA. -Pues aunque parezco mujer de días, no se me conocen mis años.

     NICODEMUS. -¿Tenéis menos que representáis?

     CELESTINA. -Tengo más.

     NICODEMUS. -Entonces habréis conocido al quinto abuelo de nuestro Don Carlos II, que feliz o infelizmente reina. En fin, ¿qué venís a decirme?

     CELESTINA. -Que Teresita Loreto, la mojigatuela de vuestra cuñada, ya tiene novio.

     NICODEMUS. -¡Como que se le he buscado yo! Es un tal Don Junípero de los Mastranzos, un ricote de Fuentidueña de Tajo.

     CELESTINA. -Es Don García Verdolaga, poeta de bohardilla.

     NICODEMUS. -¡Don García, nuestro vecino! ¡Un coplero, un pelgar! Pues, amiga, esa boda no la he dispuesto yo, ni la consentiré nunca.

     CELESTINA. -Así tratan de suplir vuestro consentimiento.

     NICODEMUS. -¿De dónde lo sabéis?

     CELESTINA. -De esta carta que he cogido al criado de Don García. (Da un papel a NICODEMUS.)

     NICODEMUS. -¡Qué escándalo! ¡Me dejáis hecho una mano de almirez, madre Celestina! ¡Atreverse a escribir de amores a una chicuela a quien educaba yo para monja por darle un dote corto, y a quien caso por no darle ninguno!

     CELESTINA. -¿Qué queréis? Los poetas, con el salvoconducto de no sé qué Horacio o Curiacio, se atreven a todo.

     NICODEMUS. -¡Oh! Pues aquí es preciso tomar una medida astringente, a despecho de Horacio y Curiacio. ¡Teresita, Loretito! ¡Teresa! (Llama.)

     TERESA. -(Dentro.) ¡Hermanito!

     NICODEMUS. -Sal corriendo.

     CELESTINA. -Yo me retiro a esa pieza inmediata, porque no gusto de intervenir en negocios domésticos. (Vase.)



Escena III

TERESA, NICODEMUS, ESPARAVÁN; después DON JUNÍPERO.

     NICODEMUS. -Digo, niña, ¿conoce vuesamerced esta carta?

     TERESA. -Sí, cuñadito: es para mí.

     NICODEMUS. -¿Para ti? ¡Desenvuelta, desvergonzada! (Sale DON JUNÍPERO.) ¡Oh, señor Don Junípero! ¡Cuánto me alegro de veros por aquí!

     JUNÍPERO. -¿Os alegráis de verme, eh? Pues con todos me sucede lo mismo. En cualquier parte que me presente, produce mi persona tanta alegría que todo el mundo se echa a reír.

     TERESA. -¡Ah, ah, ah, ah!

     JUNÍPERO. -Ya lo veis: también Teresita se ríe.

     NICODEMUS. -Pues ahora me estaba haciendo rabiar.

     JUNÍPERO. -Entretenimientos de cuñados. ¿Y por qué era ello?

     NICODEMUS. -Por vos. A lo que voy viendo, no os quiere mucho.

     TERESA. -Ya; pero, en cambio...

     NICODEMUS. -En cambio se deja querer de otro. Esto acabo de descubrir.

     JUNÍPERO. -El descubrimiento no es para brincar de gozo; pero siempre que no pase de ahí...

     TERESA. -Pasará, señor Don Junípero.

     JUNÍPERO. -¿Pasará? Eso sí que yo no lo paso.

     NICODEMUS. -Por lo menos, ya se han propasado esta niña y Don García Verdolaga, su amante, a escribirse con letras que ellos solos entienden. ¿Conocéis vos esa algarabía? (Da la carta a DON JUNÍPERO.)

     JUNÍPERO. -K, 8, 2, Q... ¿Quién (Mirándola) descifra esto?

     TERESA. -Yo, si gustáis.

     NICODEMUS. -A ver.

     TERESA. -Dad acá. Dice aquí Don García.

                       Ya, Teresa, que el bárbaro cruel,
que robarte pretende tu caudal,
te me vende al estúpido rival
que entre mis manos dejará la piel.

     JUNÍPERO. -¡San Bartolomé bendito!

    TERESA.    A media noche bájate al corral:
yo puedo, armado, penetrar en él,
y llevaré contra cualquier gandul
seis jayanes con trancas de abedul.

     JUNÍPERO. -Eso del bárbaro cruel parece alusión a vuestra persona, maese Nicodemus.

     NICODEMUS. -Esotro de rival estúpido ha de ser un elogio vuestro, amigo Don Junípero.

     JUNÍPERO. -Indirectillas vergonzantes, que no merecen sino desprecio. (NICODEMUS quita a TERESA la carta y la deja después en la mesa. ESPARAVÁN hace de ella un cucurucho.) ¡Seis jayanes! ¡Seis trancas! Mucho hará con ellas el señor Verdolaga, si llevo yo sesenta contra él.

     TERESA. -¿Sesenta no más? Ciento siquiera.

     JUNÍPERO. -El famoso Cigarrón, corchete mayor del Santo Oficio, es hombre de quien dispongo yo como quiero: figuraos si acudo a él...

     NICODEMUS. -Acudid, sí tal; sostened a todo trance vuestros derechos.

     TERESA. -¿Cuáles son los de mi señor Don Junípero?

     NICODEMUS. -Dos indisputables: mi elección y su mérito. El señor es noble, es rico, es joven...

     TERESA. -¿Joven? ¿Como cuántos años tendréis?

     JUNÍPERO. -No lo sé fijamente; pero he de contar poquísimos, tal vez ninguno.

     TERESA. -¡Qué! ¿No habéis nacido todavía?

     NICODEMUS. -¿Qué diantre decís?

     JUNÍPERO. -La verdad. El Alcalde de Fuentidueña asegura que me lleva quince años; la alcaldesa, diez; el cura, veinte; el barbero, cinco: son tantos a llevarse años míos, que ignoro los que me dejarán.

     NICODEMUS. -Agudamente habéis respondido a esta bachillera.

     TERESA. -Pero teniendo tan poca edad, ¿cómo puede este niño contraer matrimonio? Vaya, señor cuñado, enviadle a escribir palotes.

     JUNÍPERO. -Teresita, me tratáis de manera que, si yo fuese caviloso, recelaría que me ibais a dar calabazas.

     TERESA. -Antes os invito a que me las deis a mí. Quiero ofrecer a Dios esta mortificación.

     JUNÍPERO. -Sed mi mujer, y yo os aseguro que tendréis conmigo mortificaciones a manta de Dios.

     TERESA. -Ya lo supongo; mas quiero yo a mi gusto la penitencia.

     NICODEMUS. -Tu gusto supone aquí tanto como un escrúpulo de azúcar en cien libras de agua. Yo soy tu tutor y fui marido de tu hermana, y quiero y ordeno que te cases con el señor: obedece, o teme la cólera de un boticario, cólera más temible que el cólera.

     TERESA. -Temeré cuanto queráis; pero obedeceros...

     NICODEMUS. -Es que te buscaré una celda al instante.

     TERESA. -Cuñadito mío, el caballo indócil no se amansa encerrado.

     NICODEMUS. -Según el trato que se le dé. Mira que voy a plantarte en el convento de las feas.

     TERESA. -Como yo no lo soy, luciré más por el contraste.

     NICODEMUS. -Es que, a los quince días, se vuelven las reclusas allí tan horribles, como los mascarones que hay en la fachada del edificio.

     JUNÍPERO. -Por Dios, Teresita, mirad que ser fea es mucho peor que ser casada. Mirad que, si mudáis de cara, el señor García no os va a conocer.

     TERESA. -Para García siempre será mi cara la misma.

     NICODEMUS. -¡Sí, que de un poeta puedes prometerte mucha constancia! Esparaván, la gorra y la capa. Ahora mismo voy a llevarte.

     JUNÍPERO. -Poco a poco. Yo espero de la docilidad de Loretito, de su amabilidad, de su disciplinabilidad...

     TERESA. -Esperen vuesarcedes de mí lo que quieran, siempre que manden lo que quiera yo.

     JUNÍPERO. -En tal caso, no dilatemos el darle esta prueba de nuestro cariño.

     TERESA. -¿La de encerrarme?

     JUNÍPERO. -Justamente: mi coche está a la puerta; tendré la honra de acompañaros en él al convento.

     NICODEMUS. -Vamos.

     JUNÍPERO. -Me lisonjeo, ídolo mío, de que en el retiro del claustro feo conoceréis que, enamorado yo de vos tan a machamartillo, y convencido a la par de que soy el esposo único que os conviene, está en el orden que coadyuve a que se pongan en práctica todos los medios coercitivos posibles para haceros dichosa, a fuerza de haceros penar.

     NICODEMUS. -Bien puedes olvidarte de Don García, porque no volverás a verle.

     TERESA. -Tampoco veré al señor Mastranzos: váyase lo uno por lo otro.

     NICODEMUS. -Esparaván, si se descuelga por aquí Don García, échale a palos. Andando, niña.

     JUNÍPERO. -Tenga yo la dicha de sentir la pulsación de vuestra hermosa mano. (Presentando la mano a TERESA.)

     TERESA. -Tomad, sentidla. (Le da un bofetón.)

     NICODEMUS. -¿Qué ha sido eso, bellaca?

     JUNÍPERO. -¡Eh! un bofetoncillo casero que no vale la pena. Vamos al coche. (Vanse TERESA, DON JUNÍPERO y NICODEMUS.)



Escena IV

     ESPARAVÁN. -«Si se descuelga por aquí Don García, échale a palos.» Yo lo haría de muy buena gana, si no fuera porque los palos pudieran fácilmente recaer sobre mis costillas; contingencia que merece pensarse. Pero aquí viene el tal Don García sin haberse descolgado de parte alguna: el encargo del maese no puede tener aplicación.



Escena V

DON GARCÍA, ESPARAVÁN.

     GARCÍA. -Esparaván, ¿es Teresa la que ha salido de aquí hace un momento? ¿La que va con el maese en un coche?

     ESPARAVÁN. -La misma, señor Don García.

     GARCÍA. -¿Quién es el que ha subido con ellos?

     ESPARAVÁN. -Don Junípero Mastranzos.

     GARCÍA. -¡Cielos!, mi rival.

     ESPARAVÁN. -(Engañémosle.) ¿Sabéis ya que se casa con Teresita?

     GARCÍA. -¿Se casa? ¿Cuándo?

     ESPARAVÁN. -Yo no sé... pero ellos van a una diligencia concerniente a la boda.

     GARCÍA. -¿Es posible? ¿Van a la Vicaría?

     ESPARAVÁN. -De vicario es el negocio según parece. (Vicario tendrá el monasterio.)

     GARCÍA. -¿Teresa infiel? ¡Oh, no lo creo!

     ESPARAVÁN. -¿Queréis una prueba del caso que hace de vos? Mirad vuestra carta convertida en un cucurucho.

     GARCÍA. -¡Oh traición!, ¡oh profanación! ¡Mis versos envolviendo raíz de chirivía! ¡Pérfida!, ¡ingrata! Yo he de verla, yo necesito hablar al punto a esa infiel.

     ESPARAVÁN. -Difícil será que la veáis.

     GARCÍA. -¿Con que la traidora trata ya de evitar mis reconvenciones? ¡Y yo que no tengo medio ninguno para acercarme a ella! Solo, sin recursos, sin un amigo...

     ESPARAVÁN. -¿Y los seis jayanes de las trancas?

     GARCÍA. -Fue una invención poética, un verso traído por la fuerza del consonante... No tengo más que mi amor y mi infelicidad y mi rabia. Estoy desesperado.



Escena VI

CELESTINA, DON GARCÍA, ESPARAVÁN.

     CELESTINA. -(Asomándose por la puerta por donde entró.) Así es como yo deseaba verte. Oigámosle ahora. (DON GARCÍA se sienta abatido en un sillón.)

GARCÍA    ¡Oh suerte! Apurar pretendo,
ya que me tratáis así,
por qué culpa merecí
los males que estoy sufriendo.
Mal pregunto, y bien comprendo
la causa de tu rigor:
soy pobre con pundonor;
y en este país bendito
la pobreza es un delito
que no puede ser mayor.
Mas yo he visto a un pobre idiota
un puesto anhelar brillante,
y venírsele al instante
rodado como pelota.
Hombre vi de mala nota
meterse determinado
en un negocio arriesgado
y hacerse de golpe rico:
¿hay que ser maula o borrico
para ser afortunado?
A tal consideración
en rabia y furor deshecho,
quisiera arrancar del pecho
pedazos del corazón.
Destino sin compasión,
fortuna conmigo en lid,
¿por qué me negáis, decid,
gracias que dais, uno a uno,
al más pobre y al más tuno,
y al más tonto de Madrid?
CELESTINA Con asombro de mirarte,
con admiración de oírte,
me resuelvo a interrumpirte,
aspirando a consolarte.
GARCÍA Quite, buena vieja; aparte.
CELESTINA Ya que tus males no ignoro,
tal vez yo, que los deploro,
los trueque en plácida suerte.
¿Qué es lo que quieres?
GARCÍA                                       La muerte.
CELESTINA ¿Con qué vivieras?
GARCÍA                               Con oro.
CELESTINA Vive, pues, que yo te doy
cuanto produce el Perú.
GARCÍA ¿Quién eres para eso tú?
CELESTINA Quien puede cumplirlo soy.
GARCÍA Dudoso hasta verlo estoy.
CELESTINA Lo has de ver. ¡Esparaván!
ESPARAVÁN Abuela...
CELESTINA (Dándole un talego.)
               Unas piedras van
ahí que trajo un minero:
tritúralas.
ESPARAVÁN                Bien.
CELESTINA (Aparte a GARCÍA.)
                        No quiero
que me oiga ese perillán.
ESPARAVÁN Vierto en el mortero el saco.
 
(Lo hace así y principia a moler las piedras. CELESTINA entre tanto saca una cajita que presenta a GARCÍA.)
 
CELESTINA Abre esa caja.
GARCÍA                        La abrí.
CELESTINA ¿Qué hay dentro?
GARCÍA                             Lo que hay aquí...
Es un polvo... y no es tabaco.
ESPARAVÁN Duro mineral machaco,
abuela.
CELESTINA            Estos polvos son
un talismán, confección
mágica de tal poder,
que otra igual no supo hacer
la ciencia de Salomón.
GARCÍA Y ¿para qué sirve?
CELESTINA                               Para
cumplir cuanto deseares
al punto que lo declares.
GARCÍA Polvos son de especie rara.
Y ¿cómo se usan?
CELESTINA                              Repara.
Cuando quieras algo, di
en voz alta, o para ti,
lo que ha de ser; coge a tiento
un polvo, espárcelo al viento
de un soplo, y verás así
cumplida tu voluntad.
GARCÍA ¿De modo que vos, señora,
sois una... una encantadora?
CELESTINA Pues... o bruja.
GARCÍA                         Perdonad.
Yo no digo... ¿Es por bondad
el darme estos polvos, o es
que hay un poco de interés?
CELESTINA De todo lleva la torta.
Valerte de mí te importa;
de ti me valdré después.
Ya hablaremos.
GARCÍA                          ¿Dónde? (¡Excita
en mí su oferta inquietudes!)
CELESTINA Yo tengo casa en Mahudes.
Ve esta noche.
GARCÍA                        Iré a la cita.
ESPARAVÁN ¿Sabe usarced, abuelita,
que estos cantos no se muelen,
y que los brazos me duelen
de darles encima ya?
CELESTINA Polvo el fuego los hará,
por más que se te rebelen.
ESPARAVÁN ¿Y para calcinar esto
queréis que el hornillo encienda?
CELESTINA No: yo haré que el fuego prenda
ahí.
 
(Sale una llama que le hace ascua. ESPARAVÁN se aparta, sacudiéndose las manos.)
 
ESPARAVÁN       ¡Zape! ¡Que me tuesto!
GARCÍA Quisiera, si no os molesto,
ver la virtud peregrina
de este don vuestro.
CELESTINA                                Imagina
un caso en que experimentes
los polvos omnipotentes
de la madre Celestina.
 
(ESPARAVÁN se acerca al mortero y lo examina con interés.)
 
ESPARAVÁN ¡Brotar con tal rapidez
aquí el fuego!
GARCÍA (Aparte a CELESTINA.)
                     Conviniera
que Esparaván no pudiera
contar lo del almirez.
CELESTINA Redúcele a la niñez
y pronto lo olvidará.
Abre la caja.
GARCÍA                     Ya está.
CELESTINA Habla ahora.
GARCÍA                     Ese mal bicho
vuélvase lo que habéis dicho.
CELESTINA Coge y sopla.
GARCÍA                       Voy.
ESPARAVÁN                               ¡Mamá,
mamá, mamá!
 
(GARCÍA ejecuta lo que previene CELESTINA, y al punto el pie del mortero se convierte en una pollera, dentro de la cual se queda ESPARAVÁN, transformado en niño, vestido de corto y con chichonera. Cruza el teatro con su cesto y éntrase.)
 
CELESTINA                        ¿Y bien, señor?
GARCÍA ¡No vuelvo de mi sorpresa!
 
Escena VII
DON JUNÍPERO, NICODEMUS, CELESTINA, GARCÍA.
NICODEMUS (A DON JUNÍPERO.)
Cuando pase un mes Teresa
allí...
GARCÍA         ¡Mi competidor!
 
(Siéntase en un sillón que le oculta.)
 
JUNÍPERO Es preciso, es de rigor
que ella se me rinda al cabo.
Siempre tuve (y no me alabo)
con las niñas buena suerte.
 
(NICODEMUS se va a dejar la capa y la gorra.)
 
GARCÍA ¿Sí? Bueno voy a ponerte.
 
(Abre la caja y toma de ella un polvo.)
 
JUNÍPERO ¡Soy galán!...
GARCÍA                      ¡Oh! Como un pavo.
 
(Sopla el polvo GARCÍA, y JUNÍPERO se convierte en pavo.)
 
JUNÍPERO ¡Pau, pau, pau!
NICODEMUS                        ¡Calla! ¿Es corral
de avechuchos mi botica?
 
(Emprende a puntapiés con el pavo.)
 
¡Fuera! Mas ¿qué significa
no querer este animal
salir? ¡Fuera! ¡Voto a tal! (Échale a palos.)
¡Fuera! (Vase persiguiéndolo.)
CELESTINA             Niega ya el poder
de mis polvos.
GARCÍA                       Conocer
lo que pueden es preciso.
CELESTINA Tendré que darte un aviso:
vernos será menester.
GARCÍA A media noche corrida
en tu casa nos veremos.
CELESTINA Y un negocio trataremos
para mí de muerte o vida.
GARCÍA De mi bella fementida
me lleva el amor en pos.
He de hablarla.
CELESTINA                         Hablad los dos;
pero anda ya prevenido
para olvidarla.
GARCÍA                       Si ha sido
infiel...
CELESTINA           Fiel o infiel: adiós. (Vase.)
 
Escena VIII
DON GARCÍA ¡Fiel o infiel! ¿A qué propósito
lo dirá la nigromántica?
Debo al punto con mi pérfida
tener un rato de plática.
 
(Coge un polvo y sóplalo.)
Vista exterior del convento de las feas, en cuya fachada hay una colección de bustos de mujeres feísimas. Una taberna a un lado con un moro por distintivo, y en la muestra un letrero quo dice «Taberna del Corsario Barbarroja.» Una mesa delante de la taberna.
 
Escena IX
GARCÍA, después TERESA.
GARCÍA ¡Qué miro! Me quedo atónito.
¿En tal convento encerrármela!
Aquí recluyen a jóvenes
que se enamoran románticas;
no a las que burlando al prójimo
se casan con otro impávidas.
¿Si el aprendiz farmacéutico
me habrá encajado una fábula?
 
(Sale TERESA a una reja, debajo de la cual hay una lápida.)
 
TERESA ¡García!
GARCÍA              Teresa, explícame
una mutación tan rápida.
¿Te refugias aquí, huyéndome
para hacer vida monástica,
o es que tu cuñado el cómitre
te oprime con mano bárbara?
TERESA Vino a su poder tu epístola;
yo me quité la carátula,
y declaré a Don Junípero,
sin andarme con metáforas,
que no le aceptara cónyuge
aunque en la mano por dádiva
me pusiera el cetro antípoda
de la región magallánica.
Entonces ambos caníbales,
poniendo su acuerdo en práctica,
trajéronme aquí, intimándome
que no saldré de esta cámara,
donde habrá de ir convirtiéndose
mi rostro en horrible máscara,
mientras no pronuncie explícita
el sí que repugna el ánima,
y suba al odioso tálamo
por voluntad o a la trágala.
GARCÍA No encenderá ese cuadrúpedo
contigo nupciales lámparas;
romperá mi mano intrépida
sus mal dirigidas cábalas,
y asegurará sus vínculos
nuestro cariño sin mácula.
Ya soy rico.
TERESA                    ¿En qué? ¿En imágenes
para alguna obra fantástica?
GARCÍA En oro.
TERESA             ¡Es verdad?
GARCÍA                                 Escúchame.
TERESA Di, que me dejas extática.
¿Has heredado en América
de algún opulento sátrapa,
que hizo doblones sin número
merced a sus uñas de águila?
GARCÍA (Una mentirilla próvida
será aquí muy diplomática.)
Sí, mi bien.
TERESA                  ¿Cierto?
GARCÍA                                Certísimo.
TERESA Ten de tu Teresa lástima,
que, aunque no peca de tímida,
no gusta de la farándula.
GARCÍA ¿Quieres una prueba auténtica?
TERESA Sí tal.
GARCÍA          El dinero es máxima
que todo lo puede.
TERESA                              Dícese.
GARCÍA Pues bueno: su fuerza mágica
va a darme a tu celda tránsito
por esa mansión seráfica.
TERESA ¿Y eso cuándo?
GARCÍA                          Ahora mismísimo.
TERESA ¿Ahora? ¡Noticia plácida!
¿Tienes ya la llave?
GARCÍA                               Téngola.
Hoy dejarás la camándula
y la correa y el hábito
que has llevado desde párvula,
y nupcial diadema fúlgida
lucirá en tu frente cándida.
TERESA Te estoy escuchando incrédula
y vierto de gozo lágrimas.
Ven, García. (Quítase TERESA de la ventana.)
GARCÍA                     Voy: retírate.
Conviértete en puerta, lápida.
 
(Ábrese una puerta en el muro y éntrase por ella GARCÍA.)


Escena X

DON JUNÍPERO, NICODEMUS, CIGARRÓN y Alguaciles.

     JUNÍPERO. -No dudéis, señor Cigarrón, que el lance pasó ni más ni menos como lo he contado.

     CIGARRÓN. -¿Dudar! Un familiar de la Inquisición cree a puño cerrado cuanto mal le digan del prójimo. Creo firmemente que es un hechicero consumado el señor Verdolaga, y ofrezco a voacedes echarle el guante siempre y cuando que se deje pillar.

     NICODEMUS. -Él vendrá por aquí a rondar a Teresa.

     JUNÍPERO. -Y nosotros le rondamos a él. Yo solo basto para una legión de brujos, eso es claro: por lo mismo, traigo a usarcedes en mi defensa (digo, en mi compañía), para que sean testigos de que mi coraje no es como el de un pavo, cháchara todo.

     CIGARRÓN. -Mi gente le acechará desde esa taberna. Adentro, chicos; esperad bebiendo a la salud de este caballero.

     JUNÍPERO. -Sí, hijos, bebed a mi salud, que el señor paga. (Por NICODEMUS.) (A un alguacil que entra en la taberna.) ¡Eh, mocito! Que me saquen a mí también para refrescar la garganta. (Un mozo de la taberna sale un poco después, y pone una botella y un vaso en la mesa que hay a la puerta.)

     NICODEMUS. -Pues, amigo Don Junípero, ya que afortunadamente se os ve desplumado, creed que, si hubierais conservado la empavonadura, no hubiera yo faltado a la obligación de hombre de bien. En mi gallinero hubierais tenido un puesto de preferencia, y se hubieran guardado con vos todas las atenciones debidas a quien muda casaca por fuerza. Eso sí: no hubiera podido casaros con Teresita, en atención a la incompatibilidad de humores: ella nada tiene de pava. Restituido vos a vuestro ser, nada se opone...

     JUNÍPERO. -Os doy las gracias por... por... por... (El moro de la taberna baja y se bebe el vaso de vino que habrá llenado DON JUNÍPERO.) ¿Por qué está sin vino este vaso?

     NICODEMUS. -Porque no se le habréis echado.

     JUNÍPERO. -Porque alguno se lo habrá bebido. Lo lleno otra vez. (Lo hace.) Decía, pues, que os daba mil gracias por vuestra decisión en favor de mi boda, que se verificará sin pérdida de tiempo, porque al fin sólo nos falta el consentimiento de la novia. La chica ha dado en la tontería de aborrecerme y prendarse de otro, con quien se promete casarse; pero quemado vivo que sea el otro, de seguro perderá Teresita las esperanzas de ser su mujer. Y lo que es prender al dichoso rival me parece cosa tan fácil como echarme este trago al coleto. (El moro baja y se bebe el vino.) ¡Caspitina!, que me lo ha escamoteado el Barbarroja de la muestra.

     NICODEMUS. -Hombre, no calumniéis a los pobres moros, que no beben vino.

     JUNÍPERO. -Los de carne y hueso puede que no; pero los de madera lo cuelan de lo lindo. Señor Chirinela, por aquí anda nuestro poeta brujo. Miento. (Salen del convento DON GARCÍA y TERESA.) Donde anda es ¡allí!

     NICODEMUS. -¡Y con Teresa!

     JUNÍPERO. -¡Alguaciles! (Éntrase en la taberna.)



Escena XI

GARCÍA y TERESA, por un lado; DON JUNÍPERO, CIGARRÓN y Alguaciles, por otro; NICODEMUS.

     NICODEMUS. -¿A dónde vais, perdidos?

     GARCÍA. -A Mahudes a pasear.

     TERESA. -Acompañadnos y veréis que no andamos perdidos, sino muy bien hallados.

     JUNÍPERO. -Ya os daremos el hallazgo nosotros. Cortadles (A los alguaciles) la retirada.

     NICODEMUS. -Prendedlos.

     GARCÍA. -Mide tú la espada conmigo.

     JUNÍPERO. -¿Para qué la he de medir, hombre? ¿No estáis viendo que la mía es más larga?

     GARCÍA. -Aquí os espero. Venid a prenderme, si os atrevéis. (Súbese GARCÍA con TERESA a la mesa de la derecha.)

     CIGARRÓN. -Embistamos.

     JUNÍPERO. -Abajo con él. (La mesa de la taberna se convierte en un carro elegante, tirado por genios. Los alguaciles se transforman en volantes, y echan a palos a DON JUNÍPERO, NICODEMUS y CIGARRÓN.)

     ALGUACILES. -Fuera estorbos.

Campo de Mahudes: a la derecha un poste con un letrero en una tablilla; al pie del poste un banco de piedra. En el fondo un pueblo arruinado, y delante una pared.



Escena XII

CELESTINA, ESPARAVÁN.

     CELESTINA. -Ya estás en Mahudes de sobra. Dale ese recado al maese.

     ESPARAVÁN. -Yo se le daré, pero no me creerá.

     CELESTINA. -¿Tan buena opinión tiene de ti?

     ESPARAVÁN. -No tal: yo no miento nunca sino cuando despacho, porque eso es de cajón; pero me decís unas cosas tan raras... Vengo de parte de maese Nicodemus a noticiaros que el señor Verdolaga se ha metido a brujo, y me respondéis: «Sea enhorabuena...» Que me han convertido en chiquillo gruñón y mi madre me ha desollado a azotes... «Muy bien empleado.» Que a Don Junípero le han incorporado en el regimiento de Pavía. «Perfectamente.» ¿Cómo ha de persuadirse el que una amiga como vos se explique de este modo?

     CELESTINA. -Este arcano está fuera del alcance de un enjuagador de redomas. Vete y haz lo que te he dicho.

     ESPARAVÁN. -¿Con que iréis mañana por casa?

     CELESTINA. -Muy temprano.

     ESPARAVÁN. -Hasta mañana. (El diablo que la entienda, que es el único que puede entender a los suyos.) (Vase.)

     CELESTINA. -Los amantes vienen aquí: les dejo que se entreguen a sus ilusiones de dicha por un instante, ya que será el postrero. (Vase.)



Escena XIII

DON GARCÍA, TERESA.

     GARCÍA. -En este despoblado no nos perseguirán.

     TERESA. -¿Qué seguridad nos ofrece? Estamos a las puertas de Madrid.

     GARCÍA. -Aquí tiene su habitación la célebre maga Celestina; y como ejerce su facultad con real privilegio, nadie se atreverá con nosotros, hallándonos bajo su protección.

     TERESA. -Bien extraño es que nos favorezca, siendo tan amiga de mi cuñado.

     GARCÍA. -El amor halla siempre auxiliares, y a los tutores codiciosos no les suelen faltar enemigos. ¿Quieres que tomemos algún refrigerio?

     TERESA. -Con mucho gusto, porque la amenaza de ponerme en el convento a pan y agua me ha hecho el efecto de un verdadero ayuno. ¿Pero dónde habrá quien nos sirva?

     GARCÍA. -Allí. (Coge un polvo, se abre la pared y se ve un cenador con una mesa aparada.)

     TERESA. -¡Qué maravilla! Vaya, pues entremos. (Los amantes se entran en el cenador y la pared se cierra.)



Escena XIV

DON JUNÍPERO, NICODEMUS, CIGARRÓN y ESPARAVÁN, todos con escopetas. DON JUNÍPERO trae además un quitasol cerrado.

     JUNÍPERO. -Sí, señor: ya que se han desperdigado los alguaciles, nosotros cuatro daremos el golpe: el refuerzo de Esparaván llega muy a propósito.

     NICODEMUS. -Sí por cierto: suplirá por mí, porque me habéis traído tan aprisa que no puedo moverme de puro cansado. Aquí me siento sin aguardar más. ¡Huy! (Va a sentarse al pie del poste y el asiento se pasa al otro lado.)

     JUNÍPERO. -¿Qué ha sido eso, maese?

     NICODEMUS. -Una costalada que me ha descacharrado. Alargadme el quitasol para que me levante.

     JUNÍPERO. -Ya le alargo. (Le desvía.)

     NICODEMUS. -Acercádmelo, he querido decir.

     JUNÍPERO. -Vamos, asíos. Procurad no romperle, que el astil es de caña. (Levántase NICODEMUS: el asiento se pone donde estaba.)

     NICODEMUS. -Quitasol y escopeta me parece que se estorban, señor Don Junípero. Además, el día está nublado.

     JUNÍPERO. -Si llueve, el quitasol servirá de quita agua: peregrina invención, que a nadie se le había ocurrido.

     ESPARAVÁN. -Y ¡es verdad!

     CIGARRÓN. -¡Asombroso descubrimiento!

     JUNÍPERO. -¡Oh! ¡Yo! ¡Ah! ¡Puf!

     NICODEMUS. -Tratemos del asunto del día. ¿Cuál es vuestra receta... digo, vuestra opinión?

     JUNÍPERO. -Mi opinión es que nos apoderemos cuanto antes de los fugitivos, pues cuanto más les dejemos correr tanto más lejos se irán de nosotros.

     NICODEMUS. -Sabiamente raciocinado. Y ¿cómo y dónde hemos de atraparlos?

     JUNÍPERO. -¿Dónde? En su carricoche, si van en él. ¿Cómo? Parándole, si rueda.

     NICODEMUS. -Yo, la verdad, no había pensado en esos pormenores, porque, amigo... como estoy tan cansado... (Va a sentarse y repítese el juego.)

     JUNÍPERO. -Digo, pues, que si han de venir a Mahudes los prófugos, será por un camino; si han de ocultarse de nosotros, habrá de ser en alguna casa. Ahora bien, yo de Mahudes... nunca he salido...

     NICODEMUS. -Porque no habréis entrado.

     JUNÍPERO. -Cabal. ¿Qué casas hay en él?

     ESPARAVÁN. -En pie, creo que no existe más que un ventorrillo, pegado a la casa de la madre Celestina.

     JUNÍPERO. -Y ¿dónde está el ventorro? Yo sólo he viajado hasta hoy desde Fuentidueña a Madrid.

     NICODEMUS. -Yo tan sólo desde mi casa a San Blas.

     CIGARRÓN. -Yo desde la Inquisición hasta el quemadero.

     JUNÍPERO. -(A ESPARAVÁN.) Condúcenos tú, que has hablado con Celestina.

     ESPARAVÁN. -Yo la he hablado en este sitio.

     JUNÍPERO. -Pero si tenemos aquí un (Por el poste) indicador fiel que nos saque de apuros. Vean vuestras mercedes: «A la vuelta del cerrillo está el ventorrillo.» (Lee.) Desde luego hay que guardar este paso, por si vienen por aquí. (La tablilla del poste se muda al lado opuesto.)

     NICODEMUS. -No, señor: en tal caso vendrán por allí. Leed... «A la vuelta del cerrillo está el ventorrillo.»

     JUNÍPERO. -¡Es verdad! Yo lo había entendido al contrario. Pues como iba diciendo... Pero no, señor: yo lo (La tablilla se cambia) había entendido perfectamente. (Cámbiase otra vez.) Ahí está.

     NICODEMUS. -Qué ha de estar, ¡pecador de mí! ¡La tablilla señala ese lado!

     JUNÍPERO. -Está visto que no sé cuál es mi mano derecha. Maese Nicodemus, vos y Esparaván os apostaréis en este camino; yo me quedaré aquí, y el señor Cigarrón me servirá por este otro punto de centinela avanzada. Cada cual a su puesto, y en avistando a los tránsfugas, un aviso disimulado y acudimos todos.

     NICODEMUS. -Vamos. (Vanse todos, menos DON JUNÍPERO.)



Escena XV

     DON JUNÍPERO. -Me parece que no he escogido la peor posición: aquí estoy defendido por ambos flancos. (Truena y llueve.) Sostenía el bendito del maese que la escopeta y el quitasol se estorbaban: ¡qué disparate! Ya principia a llover: introduzco la caña del quitasol en el cañón de mi espingarda y manejo los dos trastos juntos. Otra invención feliz de que debe aprovecharse el ejército de Indias, porque allí el sol incomoda bastante. (Se le va la tela del quitasol.) Vistoso espectáculo ofrecerá en las pampas de América una columna de arcabucería coronada con seis mil quitasoles. Pero ¡qué demontre! Yo me mojo, aunque estoy debajo de cubierto. ¿En qué consistirá? ¿Llueve al revés? (Ábrese el muro del fondo y aparecen DON GARCÍA y TERESA comiendo.)



Escena XVI

DON GARCÍA y TERESA, en el cenador; DON JUNÍPERO, fuera.

     GARCÍA. -Mira, mira tu amante.

     TERESA. -¡Qué bien está! ¡Ah, ah, ah!

     JUNÍPERO. -No hay que mofarse, niña. Estoy estudiando un problema físico. ¿Son vuesarcedes capaces de explicarme cómo es que llueve sobre mí teniendo encima un quitasol abierto?

     TERESA. -Si está sin tela.

     JUNÍPERO. -¿Sin tela! No hay duda. ¡Ah! ya lo entiendo: los quitasoles no tienen obligación de quitar el agua, y en sacándolos de su oficio, se despiden del amo.

     GARCÍA. -Y nosotros de vos.

     TERESA. -A más ver, señor Don Junípero. (Ciérrase el muro.)

     JUNÍPERO. -Sí, sí, embozaos con la pared para que no se os vea: no os libraréis por eso. García no lleva armas de fuego, y nosotros sí: los tenemos cogidos. Echo fuera la caña del quitasol. (La arrima al poste.) Yo traía la escopeta cargada, con que... ¡Oiga! (Levanta el rastrillo.) Le falta el cebo. ¿Le faltará la carga también? (Mete la baqueta en el cañón.) Sin carga está. Pues, señor, ¿a dónde han ido a parar la pólvora y la bala que yo le puse? (Dispárase la caña del quitasol.) ¡Santo Dios! A la caña del quitasol se había pasado la carga de la escopeta. ¡En qué tiempos vivimos! Las escopetas rehúsan hacer fuego, y las cañas tiran balazos.



Escena XVII

NICODEMUS, ESPARAVÁN, CIGARRÓN, DON JUNÍPERO.

     NICODEMUS. -¿Ocurre algo?

     JUNÍPERO. -Sí.

     ESPARAVÁN. -¿Los habéis visto?

     JUNÍPERO. -Sí.

     CIGARRÓN. -¿Cómo?

     JUNÍPERO. -Comiendo.

     NICODEMUS. -¿Dónde?

     JUNÍPERO. -En el cenador.

     NICODEMUS. -¿En qué cenador?

     JUNÍPERO. -Ahí, detrás de la pared. Yo quería hacer a usarcedes una seña disimulada...

     NICODEMUS. -Y habéis disparado un tiro. No cabe disimulo mayor.

     JUNÍPERO. -Si no he sido yo quien ha disparado.

     NICODEMUS. -Pues ¿quién fue?

     JUNÍPERO. -Ese tronco.

     NICODEMUS. -¡Hombre, por Dios!

     ESPARAVÁN. -¡Por la Virgen del Carmen!

     CIGARRÓN. -¡Por Santo Domingo el inquisidor!...

     JUNÍPERO. -Por toda la corte celestial, crean vuesas mercedes que ese leño es un recluta disfrazado de alcornoque. ¿No vieron antes cómo giraba a derecha e izquierda?

     NICODEMUS. -Vos deliráis.

     JUNÍPERO. -¿Que deliro? Batid esa pared, Cigarrón: verán usarcedes cómo están ahí dentro García y Teresa, que tal vez lo habrán visto todo por alguna rendija. (Dispara CIGARRÓN y se abren en la pared cuatro agujeros grandes.) Ya hay brecha: asómese por su boquerón cada uno.

     NICODEMUS. -Veamos. (Mete cada uno la cabeza por un hueco y vuelve a sacarla poco después rídiculamente desfigurada con una máscara grotesca.)

     JUNÍPERO. -(A ESPARAVÁN.) ¿Quién es ucé?

     NICODEMUS. -(A JUNÍPERO.) ¿Quién eres tú?

     CIGARRÓN. -(A JUNÍPERO.) Tú eres el brujo: preso.

     TODOS. -¡Preso! ¡Tú, tú, tú! ¡A la cárcel, a la cárcel! (Vanse bregando unos con otros. Truenos, lluvia.)

Cueva de Celestina en Mahudes, obra de la naturaleza y del arte. Puerta de madera con llave. Unos vasares con redomas excavados en piedra; unas puertecillas como de otro hueco, abierto igualmente en la roca; una cabeza de elefante con trompa, clavada en el muro; chimenea o fogón irregular a un lado; dos sillones, una mesa, y en ella un libro; en el fondo un alambique, de cuya lumbre cuida una porción de sátiros.



Escena XVIII

CELESTINA, los Sátiros.

     CELESTINA. -¿Si vendrá a la cita? Creo que sí, porque le conviene conservar el poder que le he dado, a favor del cual ha podido evitar las persecuciones de sus enemigos. La posesión de un talismán que le hace árbitro de la fortuna, debe lisonjear mucho su amor propio. Con todo, no puedo desechar cierta inquietud. Mis muchos años, el poco juicio de García... Un comerciante, un cortesano me inspirarían más confianza; pero un poeta... Los poetas no han sabido calcular nunca. Ahora anochece, y llueve con furia: mucho tengo que esperar todavía. Pero ¿no es él quien llega? Buena señal es que se haya adelantado.



Escena XIX

DON GARCÍA, dichos.

     GARCÍA. -Ya ves, Celestina, que vengo con tiempo.

     CELESTINA. -¿Te ha servido mi cajita?

     GARCÍA. -Completamente. Con ella he logrado, entre otras cosas, poner a Teresa en Madrid, en paraje seguro. ¿Qué he de hacer para manifestarte mi agradecimiento?

     CELESTINA. -Siéntate y escucha. Ya has experimentado hasta dónde llega mi poder: a mi voz obedecen los elementos, y el abismo tiembla; cuantos placeres pueden proporcionar las riquezas están en mi mano. El destino, al darme tan absoluto dominio sobre la naturaleza, me concedió también el don de la inmortalidad; pero lo contrabalanceó con la pensión terrible de que viviese en vejez perpetua. Para el anciano casi no existen goces, y sin ellos una vida sin fin es una desgracia sin límites. Yo puedo, sin embargo, rejuvenecerme; puede reducirse mi vida a la duración común, y lo deseo con ansia.

     GARCÍA. -Y ¿por qué no cumples tu gusto?

     CELESTINA. -Porque sólo he de recobrar la juventud con una condición muy difícil.

     GARCÍA. -¿Cuál?

     CELESTINA. -Un caballero mozo y galán ha de darme un abrazo.

     GARCÍA. -Si yo soy bastante galán para el caso, yo me ofrezco a regenerar tu persona.

     CELESTINA. -El abrazo ha de ser después de haberse casado conmigo.

     GARCÍA. -Eso complica la cuestión algún tanto. ¿Has puesto ya la mira en alguno?

     CELESTINA. -Lee, García. (Le da el libro que está en la mesa.)

    GARCÍA «Da al olvido tu amor y sé mi esposo,
y vivirás feliz y poderoso.»

Celestina, mil gracias; no quiero dicha ni poder a ese precio.

     CELESTINA. -García, reflexiona que eres pobre.

     GARCÍA. -Tengo ingenio.

     CELESTINA. -Te falta instrucción.

     GARCÍA. -Aprenderé.

     CELESTINA. -Tienes mucha vanidad y poca constancia.

     GARCÍA. -Escribiré obras ligeras; me dedicaré a la sátira.

     CELESTINA. -Te perseguirán.

     GARCÍA. -Me haré soldado.

     CELESTINA. -Como no te hagas fraile, no vivirás seguro; y entonces también tendrás que renunciar a tu amor. Mira allí. (Transparéntanse las que parecían puertecillas de armario, y dejan ver un cuadro que representa a Calixto muerto al pie de la pared de un jardín, y a Melibea precipitándose de un terrado.) Aquélla es Melibea; aquél es Calixto.

     GARCÍA. -¿Eres tú la Celestina de su época?

     CELESTINA. -Yo soy, García.

     GARCÍA. -¿No te quitaron la vida los criados de Calixto?

     CELESTINA. -No: un cadáver desfigurado fue a la sepultura con mi nombre; yo en tanto saboreaba una venganza más ilustre que la que me dio la justicia castigando a mis matadores: el desastrado fin de los dos amantes.

     GARCÍA. -¡Cómo! Cuando Calixto cayó desde el muro del jardín al separarse de Melibea...

     CELESTINA. -Mi mano invisible precipitó a Calixto; mi aliento inspiró a Melibea la desesperada resolución de arrojarse de la azotea a vista de su padre.

     GARCÍA. -¿Qué ofensa te habían hecho esos dos infelices?

     CELESTINA. -La que tú me haces ahora: servirse de mi ciencia, y despreciarme luego. García, la trágica suerte de esos amantes os aguarda a ti y a Teresa, si rehúsas mis ofrecimientos. Teme mi cólera, García.

     GARCÍA. -Teme tú mi espada, hechicera infame. Veremos si tu inmortalidad te guarece de mis iras. (Desnuda la espada y va a herirla.)

     CELESTINA. -¡Venganza! (Desapareciendo y dejando sus vestidos en la silla. Los sátiros acometen a GARCÍA.)

     SÁTIROS. -¡Venganza, venganza! (Ocúltase el alambique y se abre un hueco detrás, por el cual sale LA LOCURA: en el fondo de este hueco se ve una cascada.)



Escena XX

LA LOCURA, DON GARCÍA, Sátiros.

     LOCURA. -Monstruos, huid. (Huyen los sátiros, y se van también los dos sillones.)

     GARCÍA. -¿Quién eres tú, que vienes a protegerme?

     LOCURA. -¿No lo adivinas? Rehusando la mano de Celestina, has rehusado las riquezas, y amiguito, positivamente hablando, la riqueza es casi la felicidad; prefiriendo tu amor al oro, has hecho lo que llamarán casi todos una locura: razón es que la Locura en persona se declare por ti; los poetas siempre habéis tenido grandes títulos a mi protección.

     GARCÍA. -Si tú me favoreces, nada tengo que temer: tú eres la soberana del mundo.

     LOCURA. -Sígueme, y vamos a tranquilizar a Teresa. (Vanse.)



Escena XXI

     DON JUNÍPERO. -¡Ah de casa! ¡Madre Celestina! ¡Doña Celestina! ¡Misa Doña Celestina! (Da vuelta por sí la llave en la cerradura y se abre la puerta.) ¡Ya abrieron! Saludo a la gente honrada (Saliendo), si la hay por aquí: lo que es yo no la veo. ¡Qué llover! ¡Señor, qué llover! Calado estoy hasta lo más recóndito de mi individuo. Pero Nicodemus exigió que me viera y aconsejara con la señora Celestina, asegurándome que es persona bonísima, sabidorísima y complacidorísima. ¿Dónde colgaría yo esta capa que se enjugase? ¡De los hombros me la han quitado!... (La cabeza del elefante alarga la trompa, y se queda con la capa de DON JUNÍPERO.) Estimo el obsequio; pero convendría ver dónde me la ponen, porque, a obscuras, buenos somos todos y mi capa no parece. (Le sale una luz de la copa del sombrero.) ¡Ah! ¡Ya veo! ¡Extraña mansión! ¿De dónde viene la claridad? Del techo, no; del suelo, tampoco. ¡Canario! Sale de mi cabeza. No quiero estar en candelero; pueden querer despabilarme: prefiero mil veces la obscuridad. (Se quita el sombrero y apaga la luz de él: aparece otra sobre la mesa.) ¡Hola!, bien: ahí está bien la luz. Si pudiera encender lumbre con ella, me sería muy útil, porque voy sospechando que tengo frío; y ya que hay allí fogón y leña... (Sale un fuelle que va a la chimenea, sopla y enciende lumbre.) ¡Calla!, ¡un fuelle andando! Fuelles ambulantes con otra forma no faltan por Madrid: los agentes de policía inquisitorial vienen a ser trastos de la misma especie: soplan y encienden llamas... Con luz y lumbre no se está aquí tan mal; con una silla, y algo comestible, bien colocado en esta mesa, podría esperar sin fastidio la llegada de la madre Celestina, porque la verdad es que me siento con hambre: como he visto a mi novia comiendo con otro, me ha dado apetito. Un libro hay aquí: no pudiendo suministrar pasto al estómago, se le daremos al espíritu. ¡Y un sillón! ¡Soberbio! (Sale un sillón.) ¿De qué trata esta obra? (Abriendo el libro.) ¡Ah!, son las profecías de Pero Grullo. Oigamos al profeta. «Juicio del año. Sabed que el cielo ordenado tiene que haya este año y el que viene guerra y peste y hambre y sed.» ¡Bah, bah! ¡Con tal aviso fácil es el remedio! Mudaremos a este año el número, y ya no será éste, sino otro. En cuanto al que viene, se le avisa que suspenda su viaje. (La vela a cuya luz lee DON JUNÍPERO se alarga cuatro varas más.) ¡Digo, digo! ¡Lo que ha dado de sí mi vela! Ningún día de la Candelaria he visto un cirio tan larguirucho. No hay forma de leer si no me pongo al nivel de la luz. (Súbese en la silla y lee. Mientras tanto sale un pavo desplumado y destripado, se asa en la chimenea y después se sube a la mesa, en la cual se han ido colocando por sí una servilleta, platos, jarros y vaso.)

                        «Peste habrá particular
de necios de sí pagados,
y habrá guerra entre casados
y en el juego de billar.» (Baja la vela.)

Esto es menos incómodo. (Se sienta.) Prosigamos desgarrando el velo del porvenir. (Lee.)

                   «Hambre y sed ha de tener,
sin distinción de fortunas,
todo cristiano en ayunas
o con ganas de beber.»

(Suben la luz y la silla a una grande altura.) ¡Ay, Jesús! ¿Dónde me he encaramado? ¡A ver, una escalera, una gradilla! ¡Miren lo que remanece en la mesa! Servilleta, platos, vaso, jarro... ¿Qué viene en el jarro? Porque si es agua, está de más: ¡harta he recibido sobre mi piel! No, no: ¡es vino! Y ya que vino vino, ¿cómo no vino comida? Pero ya se me presenta un ave. ¡Qué diantre! ¡Es un pavo! Pavo, pavo... como yo lo he sido, aunque interinamente, no me deja de repugnar esa carne. Para mí un pavo es un compañero, casi un prójimo: ser yo pavífago equivaldría casi a ser antropófago. Bien podía haberme servido otro plato esa bruja endiablada. (Truenos, relámpagos: la cabeza del elefante se agita y brama; se oye música lamentable.) ¡Bestia de mí! Se ha enfadado la vieja maldita porque la he llamado con el nombre de su oficio. (Queda encerrado DON JUNÍPERO en una ratonera: le rodean multitud de gatos; suena música maulladora.) ¡Qué veo! Todos los trasgos de Madrid me acometen. ¡Eh!, señores, a la mesa: allí hay pavo asado; yo soy pavo crudo. ¡Arre, gatería! (Logra forzar la ratonera y huye seguido de los gatos.)

Calle con una posada que tiene por muestra un brazo saliente con una redoma en la mano. A cada lado de la puerta un poyo.



Escena XXII

DON GARCÍA, TERESA y LA LOCURA, saliendo de la posada.

     GARCÍA. -Pero oye, Teresa.

     TERESA. -No tengo que oír: se acabó.

     LOCURA. -Deteneos. ¿A dónde vais?

     TERESA. -A mi casa, al convento, a cualquier parte donde me vea libre de este hombre.

     GARCÍA. -¿Oís esto, señora? Cuando soy yo quien debiera quejarse...

     TERESA. -¿Vos? ¿Podéis vos formar queja de mí?

     GARCÍA. -¿Es poco haberme dicho en mi cara que no debíais haber hecho ningún sacrificio por mí?

     LOCURA. -Ha sido una locura decir eso.

     GARCÍA. -(A TERESA.) ¿No merezco yo ser preferido a un estúpido?

     LOCURA. -(A GARCÍA.) Es otra locura alabaros así.

     TERESA. -Yo tenía razón de sobra para estar incomodada con vos. Me dijisteis con tanto énfasis que al proponeros Celestina su mano, la rechazasteis al punto sin atender a lo que perdíais... No pude menos de preguntar si valía tanto como yo esa bruja con más años que Matusalén. Id a buscarla; es partido muy a propósito para un poeta: magia y poesía todo es embuste.

     GARCÍA. -¡Teresa!

     LOCURA. -Teresita, vos también deliráis.

     GARCÍA. -Dejadla: es muy natural que me desdeñe, habiéndome quedado sin el talismán prodigioso, que me proporcionaba riqueza y poder.

     TERESA. -Según eso, ¿yo sólo os amaba por interés?

     LOCURA. -Locos rematados estáis los dos.

     GARCÍA. -Señora, vos no debéis culparnos.

     TERESA. -Algo ha de influir en nosotros vuestra compañía.

     LOCURA. -Sólo os faltaba indisponeros con vuestra única protectora.

     TERESA. -Mil gracias por vuestros favores. Para no abusar de ellos, me vuelvo con mi aleve cuñado. Adiós.

     LOCURA. -¡Teresa!

     GARCÍA. -Adiós.

     LOCURA. -¡García!

     TERESA. -(Retrocediendo.) ¡Ay!, que viene por allí Nicodemus.

     GARCÍA. -(Volviendo pies atrás.) ¡Por allí vienen los alguaciles!

     TERESA. -Defiéndeme, García.

     GARCÍA. -Amparadnos, señora.

     LOCURA. -¡Gracias al cielo! El peligro os volvió la razón. Seguidme otra vez a esa posada. (Éntranse en ella.)



Escena XXIII

DON JUNÍPERO, NICODEMUS, ESPARAVÁN y varios criados, uno de ellos con un farol: salen por una bocacalle; por la opuesta CIGARRÓN y Alguaciles, también con linternas.

     JUNÍPERO. -Tomadas quedan las avenidas por este lado.

     CIGARRÓN. -Y por este otro también.

     NICODEMUS. -Celestina me ha dicho que están los fugitivos aquí, en la posada de la redoma.

     ESPARAVÁN. -Si los he visto yo ahora entrarse y cerrar la puerta.

     CIGARRÓN. -Ellos tendrán que abrirla. A la voz de mi Tribunal no hay puerta cerrada. Yo llamaré. (Da órdenes a los alguaciles.)

     JUNÍPERO. -Para no perder tiempo, voy a continuar la nota de las brujerías que ese canalla de poeta lleva hechas conmigo. El Santo Oficio está esperando mi relación circunstanciada. Alumbra, tú. (El criado que trae el farol se acerca a DON JUNÍPERO, quien se sienta en uno de los poyos de la posada.)

     CIGARRÓN. -(Llamando.) ¡Ah de casa!

     UNA VOZ DENTRO. -¿Quién es?

     CIGARRÓN. -¡La Inquisición!

     VOZ. -Chitón. (Bájase el brazo de la muestra y da un golpe a CIGARRÓN.)

     CIGARRÓN. -¿Quién me ha pegado, voto al aspa roja! ¡Posadero, salid!

     NICODEMUS. -¡Si no hay posadero aquí: se murió!

     ESPARAVÁN. -Son sus hijas las que llevan la casa.

     CIGARRÓN. -¡Posaderas!

     NICODEMUS. -¡Fregonas!

     ESPARAVÁN. -¡Mozos!

     CIGARRÓN. -Abrid, o van a arder vivas las posaderas.

     JUNÍPERO. -(Brincando del asiento.) ¡Uff! Las mías ya están ardiendo, ya están abrasadas. (El poyo se ha transformado en un hornillo de castañera con lumbre y sartén.)

     NICODEMUS. -¿Qué ha sido?

     JUNÍPERO. -Que me he sentado ahí, y no sé cómo se le ha prendido fuego al asiento.

     NICODEMUS. -¡Toma! ¡Si estabais sobre un tostador de castañas! Mirad, mirad. (El poyo vuelve a su ser.)

     JUNÍPERO. -¿Tostador? ¿Dónde está el tostador?

     ESPARAVÁN. -En efecto, maese: aquí no hay más que un poyo liso, llano y lego.

     JUNÍPERO. -Pero abonado, no. Libre está que me siente yo en él.

     NICODEMUS. -Ni yo.

     ESPARAVÁN. -Yo sí: vedlo. (Se sienta.)

     CIGARRÓN. -Llamad vos, maese.

     NICODEMUS. -Abran aquí: guarden al Santo Oficio el respeto oportuno.

     VOZ. -¡Por tuno! (El brazo pega a NICODEMUS.)

     NICODEMUS. -¡Ánimas benditas!

     ESPARAVÁN. -¡Santa Bárbara! (Saltando del poyo, que vuelve a convertirse en tostador.)

     NICODEMUS. -Me han desquiciado la cabeza.

     ESPARAVÁN. -Me han achicharrado la retaguardia.

     JUNÍPERO. -No hay que amedrentarse: un brazo y un hornillo son débiles obstáculos para hombres como nosotros. Acuchillemos ese brazo y forcemos entre todos la puerta.

     CIGARRÓN. -¡Sí, sí!... Paso a la Inquisición.

     VOZ. -Pasad a ella.



Escena XXIV

LA LOCURA    Invadid con frenético alborozo
la mísera posada,
y os hallaréis en negro calabozo
donde ministros míos al momento
pongan a cada cual en un tormento.
DENTRO ¡Ay!, ¡ay!
LOCURA Está la burla ejecutada.
 

Calabozos de tormento, donde todas las personas de la escena anterior aparecen castigadas con alguno.



Escena XXV

DON JUNÍPERO, NICODEMUS, CIGARRÓN y ESPARAVÁN atormentados por sayones; LA LOCURA.

 
ESPARAVÁN y CIGARRÓN ¡Piedad!                                  
JUNÍPERO               ¡Misericordia, cielo santo!
LOCURA No: padeced ahora
la pena del Talión, tanto por tanto.
ESPARAVÁN ¡Por Dios, por Dios, señora!
Si me sacáis de aquí, mañana pego
a esta mazmorra fuego.
JUNÍPERO Yo también.
NICODEMUS                      Yo también.
LOS CUATRO                                           Sacadnos fuera.
LOCURA Anticípese el día
que aplaudirá la raza venidera:
caiga en escombros la mansión impía
donde se trata al hombre como fiera.
(Arruínase el edificio.)

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