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Teatro y opinión pública de entresiglos

Dolores Thion-Soriano


Universidad de Nantes



Desde la eclosión del mundo periodístico en el siglo XIX y su instauración como medio dominante en la comunicación de masas, nuevas relaciones se han ido creando entre el teatro y la opinión pública. Si bien resulta imposible cuantificar la influencia que la prensa ha ejercido sobre este género literario, no cabe duda que ha intervenido en su proceso de recepción condicionando a diario al público teatral. Estas relaciones, como observaremos, no son unilaterales puesto que la opinión pública y los principales actantes del universo teatral han influido igualmente sobre el acto de escritura y edición periodísticas.

A partir de 1850, gracias a los progresos técnicos, la prensa conoció un vertiginoso desarrollo que la impulsaría hacia su especialización. En el último cuarto de siglo abundaron no sólo las revistas culturales y de literatura, promovidas por serios objetivos literarios y críticos; sino también, las revistas teatrales, de música y espectáculos, de carácter más o menos festivo y comercial. Incapaces de sobrellevar las difíciles condiciones económicas del mundo de la edición, todos estos tipos de revistas fueron de existencia efímera1.

Las secciones que la prensa dedicó al teatro2 establecieron una comunicación cotidiana y directa entre el crítico y la opinión pública. Igualmente, canalizaron los intereses de las empresas teatrales y los artistas. Estos textos y las florecientes artes gráficas abrieron las puertas del arte dramático al pueblo, el gran público, creándose un estado de opinión desde los extramuros teatrales. Fue desde entonces posible conocer físicamente a los artistas y escritores, visionar los decorados, las vestimentas, e incluso, algunas escenas de las representaciones... sin haber ido al teatro, desde provincias o la misma capital.

Nuestro presente trabajo se propone analizar estas columnas de la prensa y su incidencia sobre la opinión pública, -considerada un público teatral en potencia-, mediante la difusión de sentimientos y juicios de valor, informaciones, o simplemente, propaganda de alguno de los elementos del complejo espectáculo teatral. Ante la amplitud de fuentes periodísticas, hemos seleccionado, por intereses personales, cuatro publicaciones progresistas de carácter republicano nacidas a finales de siglo: La Democracia Social (1890 y 1895), Germinal (1897, 1899, 1901 y 1903), Don Quijote (1892-1902) y Vida Nueva (1898-1900). En todas ellas se entrecruzan la mayoría de redactores y colaboradores «jóvenes3» que en aquel entonces se dieron a conocer como la Gente Nueva.

En el espectro social, la Gente Nueva se ubicaba entre la mediana y pequeña burguesía. Desde tan inestable clase, estos progresistas se esforzaban por definir su propio espacio ideológico y político, no sólo frente a las oligarquías de la aristocracia y la alta burguesía, sino también frente al pueblo y proletariado al que paternalistamente pretendían acercarse. Así pues, la Gente Nueva configuraba un sector de la población con cierta homogeneidad. Eran escritores, artistas e intelectuales que, desde la oposición, se proponían urgentes objetivos regeneradores tanto en literatura como en las tan mencionadas cuestiones nacional y social. Por su calidad de polígrafos, tenían acceso al mundo periodístico y teatral. Eran al mismo tiempo, creadores, lectores y espectadores, pero, asimismo, clientes y críticos.

En tanto que periodistas compartían con el teatro un mismo tipo social de público, espectador o lector: aquél que disponía de los medios económicos suficientes para acudir a las representaciones de los principales teatros de Madrid y para comprar un periódico o revista4.

Quedando establecida esta relación de clientela común, cabría pensar que las opiniones divulgadas en la prensa eran las compartidas por las masas de espectadores. Ahora bien, éstas han de ser juzgadas con prudencia. Las empresas teatrales y los actores más importantes tenían sus propios «revisteros» y se valieron de las columnas periodísticas con fines exclusivamente propagandísticos y mercantilistas. A su vez, los críticos manejaban a sus lectores según los propios intereses e ideologías.

Los soportes teatrales en las publicaciones estudiadas son textuales y gráficos. Entre los primeros, sólo las carteleras y críticas de estrenos disponían de una sección fija en las páginas finales del periódico. Don Quijote, el periódico menos literario de ellos, fue el más original, al crear en 1894 una subpágina central a modo de revista teatral autónoma. Los soportes gráficos, especialmente fotografías, protagonizaban las secciones «Nuestros actores», «Actores Jóvenes» y «Gente del teatro» acompañadas, la mayoría de las veces, de un mínimo texto encomiástico. Por fin, texto y grabado adquirirán semejante importancia en los homenajes a dramaturgos. Evidentemente, en todos estos casos, se privilegia la figura individual y humana que facilita el contacto con el lector.

La incidencia de estos soportes sobre la opinión pública varía según la naturaleza del documento. Distinguiremos tres grupos esenciales: carteleras, crónicas o críticas teatrales, y estudios críticos sobre teatro. Dichos textos evolucionan en grado creciente del reporterismo hacia el examen crítico, de la función informativa a la persuasiva, como estudiaremos a continuación. Nota común a todos ellos es el uso -cuando no, abuso- de clichés. Los críticos y gacetilleros teatrales informarán del éxito o fracaso de los estrenos, la cantidad de aplausos y ovaciones, la actuación de los primeros actores y actrices.... con independencia del teatro enjuiciado. Todos participan en las disquisiciones entre géneros chicos y grandes, censuran el gusto público y denuncian la decadencia teatral como una muestra más del estado de degeneración nacional.

En cuanto al primer tipo de documentos periodísticos, las carteleras teatrales, llama la atención su carácter panorámico y general. Cubren todo el elenco de teatros y circos de Madrid, sin aparente selección ideológica ni sociológica. Las carteleras, supuestamente escritas por reporteros o gacetilleros literarios, hacen hincapié en el espectáculo de la representación en detrimento de los componentes literarios del texto dramático llevado a escena. Texto y representación parecen dos realidades distantes. El teatro decae en mero espectáculo, y así es como el público lo consume. Valga como ilustración el anuncio de la inauguración del Teatro Princesa. En él, se observará que los grandes ausentes son las piezas teatrales y sus creadores:

Hoy tendrá lugar la inauguración del teatro de la Princesa con la notable compañía que dirige D. Ricardo Morales, y con un notable y precioso programa.

La variedad del espectáculo, el crédito de los artistas que forman la compañía y el indiscutible nombre que como director artístico tiene D. Ricardo Morales, son la mejor garantía del éxito que auguramos5.



Formando parte de los engranajes de la empresa de espectáculo, los autores permanecen eclipsados ante el gran público. Como denunciaba Miguel Ramos Carrión en Vida Nueva, los empresarios teatrales procuraban mantenerlos en incógnito ante el temor del veredicto del público y los críticos. Tan sólo al final de la representación, el primer actor proclamaba desde la escena, «muchas veces entre siseos y protestas, aquella frase sacramental: La obra que liemos tenido el honor de representar es original de...»6. Sin embargo, el público lograba conocerlos con antelación al estreno, puesto que la prensa los desvelaba la mayoría de las veces. A través de estas carteleras, relaciones de tensión, pero también de complicidad, se instauran entre la prensa y el teatro con el fin de dominar las voces y comportamientos de la opinión pública. Si bien la primera se sometía a las disposiciones del segundo, para hacer propaganda e informar sobre sus horarios, no dudará en privilegiar sus intereses particulares acechando la noticia novedosa y a su propio cliente.

En el segundo tipo de documento, las crónicas y críticas teatrales, el papel del crítico o gacetillero adquiere mayor relevancia, aunque no por ello sea completamente fiable. Las secciones: «Los Teatros» en La Democracia Social, «Los Teatros» y «De Jueves a Jueves» en Vida Nueva, «Revista de Teatros» en Don Quijote (1894-1895), «Por los Teatros» en Germinal (1903) son rara vez estudios serios y profundos. Los clichés a los que aludíamos anteriormente configuraban en gran medida los comentarios de estas gacetillas y críticas, especialmente, en la prensa diaria. Las revistas culturales, aportan discreta documentación sociológica sobre los engranajes del universo teatral; un universo en el que literatura y espectáculo evolucionarán bajo el peso de los condicionantes socioeconómicos. Hay que tener en cuenta que si la prensa ofrecía la información que el público deseaba conocer y el empresario transmitir, contribuía a garantizar sus índices de venta. Los críticos eran conscientes de este problema y denunciaban las condiciones materiales en las que debían ejercer su trabajo puesto que se les acusó de ser los principales responsables del estado de decadencia teatral7.

Dentro del marco de esta prensa republicana progresista, que se definía independiente y poseía objetivos culturales e ideológicos precisos, podemos conocer cuáles eran las tendencias dominantes y las tensiones entre principales actantes en el proceso de recepción periodística. En estas críticas escritas desde la oposición, ningún crítico levantó su voz en contra del teatro clásico, antes bien denigraron las modernas refundiciones y parodias8. Los dramas neorrománticos fueron calificados de obsoletos e inverosímiles, sólo representables gracias al trabajo de los actores9. Por el contrario, el teatro realista y de tendencia «naturalista» era ensalzado porque fue considerado la clave de la regeneración teatral. Los fracasos escénicos de estos dramas «tomados del libro de la vida» se justificaban por el «gusto algo rancio» del público español que no entendía de «ideales modernos»10. En cuanto al género chico, las posiciones son fluctuantes pues si bien se denuncia su naturaleza inferior «que maltrata el arte y el buen gusto»11, no se dejará de pregonar el ocio y diversión que procuraban a sus espectadores.

Para atender todas las tendencias teatrales, se enjuiciaron los estrenos en los teatros más importantes de Madrid: del Español, el «representante» del teatro clásico por excelencia, con un público de cultura selecta; de La Comedia, que asumió hacia los 90 el teatro realista y de tendencia naturalista que defendía la Gente Nueva12 del Teatro Princesa que representaba esencialmente traducciones francesas y del Lara, especialista del teatro ligero, cuyos públicos eran socialmente variados13. Sin olvidar los estrenos en los teatros populares como la Zarzuela, el Apolo, el Eslava y los circos como el Parish. Todos fueron evaluados según los mismos criterios. Tomaremos como ejemplo práctico la reseña sobre la misma inauguración del Princesa a la que nos referíamos en la cita anterior. Así se expresaba el periodista:

Dos comedias en un acto, una zarzuelita, música de concierto, diálogos representados y baile andaluz, formaban la función de anoche, en la cual, Ruiz de Arana, Castilla, La Martínez, Miralles y cuantos salieron a la escena escucharon aplausos en pago de lo acortados que estuvieron desempeñando sus papeles.

El cuadro de baile, compuesto de mujeres de buen palmito, que saben danzar con arte, mereció que repitieran sus difíciles posturas con gran contento de los barbudos.

Los saladísimos diálogos de López Silva fueron la nota caliente de la función. Los chistes en que abundan, y el cómico donaire con que están escritos, no perdieron su frescura. Antes por el contrario, en boca de Ruíz de Arana tomaron vida, y son tan graciosos, que el público los celebró sin acordarse de la malicia que encierran.

El espectáculo que la empresa del teatro de la Princesa intenta implantar en Madrid es una imitación de los que en París se representan, y mientras no se pierda el carácter castizo que quieren darle, le auguramos éxito merecido14.



Hemos seleccionado este ejemplo aparecido en el diario La Democracia Social no por su calidad, sino por el sentido de continuidad que nos aporta respecto de la cartelera anterior y porque ilustra el tipo de crónica de las columnas teatrales. Se observará que de la obra que tan merecido éxito conoció por graciosa, bien bailada y aplaudida ni siquiera hemos llegado a conocer el título. Por lo general, a la hora de valorar un estreno priman la representación y el espectáculo en detrimento del texto dramático. Este suele quedar reducido al pobre argumento, a su carácter castizo y algunas indicaciones estereotipadas sobre los diálogos airosos, los chistes, el encadenamiento de los actos o el decaimiento de la acción. A diferencia de la prensa conservadora, se desechará el respeto de los códigos y convenciones morales como índices de evaluación de la calidad dramática de cualquier composición15.

Los artistas merecen especial atención en estas gacetillas. Con detenimiento se juzgarán dicción, gestos y modales de los actores de primera fila y su adecuación a los papeles representados16. Al igual que los dramaturgos, los críticos fueron explotados por los artistas que no admitían que su trabajo fuera silenciado, exigiendo además críticas elogiosas17. Hay que reconocer, sin embargo, que en sus actuaciones vehiculan tanto el texto como el espectáculo e intervienen directamente en el éxito de las representaciones.

El éxito o fracaso de las funciones son otros componentes claves de estas crónicas. La medida del éxito en una obra, sobre todo si era «friolerilla lírico-bailable-literaria», era la risa que había podido producir y la cantidad de aplausos y ovaciones que había recibido, aún a pesar de los célebres contratos de la claque. En estas críticas de gran divulgación, e influyentes en las decisiones de los espectadores, las risas y los aplausos se convirtieron en los parámetros de evaluación popular de la calidad literaria de una obra, y, a su vez, en reclamo publicitario. En contra de la complicidad del empresario y del autor, ponía en entredicho Ramos Carrión, que los estrenos anunciados en cartelera fueran, sin excepción, «¿EXTRAORDINARIAMENTE APLAUDIDOS?»18.

A pesar de utilizar tales barcinos estereotipados, los críticos de la prensa republicana progresista empezaron a ponerlos en duda para que perdieran su crédito ante el lector-espectador avezado, «adulado pero no engañado». Estas actitudes nacieron probablemente ante los sucesivos fracasos y críticas negativas que recibía el teatro «de ideas» desde las tribunas más conservadoras19. Por ende, ante un público entronizado en los carteles y gacetillas por «respetable», «ilustrado» y «escogido»20 y un empresariado audaz, el periodista no siempre lograba imponer sus opiniones. En este juego de fuerzas e intereses, la crítica teatral parece la mayoría de las veces impotente21. De hecho, estos patrones quedaron acuñados en la prensa: procuraron la taquilla a los empresarios, el éxito fácil a los actores y se subyugaron tanto a las exigencias del público, como a las de los directores de los periódicos22. Salvo en algunas notas sarcásticas, habrá que esperar, paradójicamente, la libertad de opinión que los artículos de fondo permitían para poner en tela de juicio este tipo de críticas y denunciar los intereses creados y presiones que las dominaban23.

Para los críticos de la prensa, el público era misterioso e incontrolable24 porque todo estaba organizado a su servicio25. Era una masa amorfa e indefinida, pero tirana. Objeto de lisonja y de especulación, era un juez y soberano poco parcial e ignorante26. Para poder agradarle y triunfar en escena, había que seguir los gustos de ese público plebeyo. Las recetas eran siempre las mismas: bastaba con enriquecer un melodrama antiguo con música bonita, «mucho bombo y mucho metal», para componer una zarzuela cómica aplaudida27.

Al identificar el concepto de público con el de pueblo, el crítico teatral lamentaba el estado decadente del teatro español y denostaba en contra de la opinión pública que sentía predilección por lo fútil, lo festivo, la flamenquería y el chiste. Como describía Luís París, el público medio español disfrutaba:

Con la exageración de todos los afectos, lo dramático llevado hasta lo trágico, lo cómico rebajado hasta lo bufo. Andalucismo arriba y abajo, con todos los caracteres berberiscos que distinguen y diferencian a esa degeneración de razas que puebla la porción más bella de la Península. Gritos de entusiasmo ante el chiste grosero y procaz que encaperuza la lujuria; lágrimas prontas a asomar a todos los ojos ante los gritos guturales del cante y de lo poesía bárbara de la musa popular, y al mismo tiempo una seducción irresistible hacia los héroes legendarios y las grandes aventuras. He aquí los extremos del gusto actual.28



el cual, era considerado el fiel reflejo del analfabetismo y aculturalismo del pueblo español, incapaz de comprender ideas y sentimientos profundos, acudía al teatro en busca de pasatiempo y diversión29.

Atendiendo a motivos sociológicos, políticos e históricos nuestros publicistas intentarán explicar ese estado de degeneración. Para Pedro Corominas el pueblo se había distanciado de la Naturaleza. En las Babilonias o ciudades modernas la existencia era agitada y vacía. El pueblo buscaba referentes con los que identificarse. Por ello, exigía un teatro de características idénticas a las suyas: un arte alegre en apariencia, evocador de imágenes fugaces, pero en el fondo inconsciente y triste. Tras las vanas pompas del teatro finisecular no se escondía más que «un amargo poso de tristezas comprimidas, un sedimento de los insultos recibidos y de las ilusiones ultrajadas, un hervidero de amarguras que se funden en un sentimiento doloroso de la realidad...»30.

En función de la elevación intelectual de los espectadores, pronto se irá perfilando la distinción entre público y pueblo. Será José Verdes Montenegro quien exigirá la separación entre las élites y las masas populares, confundidas en el gran público «demasiado grande para continuar siendo grande». Las masas esclavizaban al autor dramático si quería triunfar e impedían que el teatro fuese un tesoro intelectual con una estética exquisita y refinada. Verdes Montenegro sugería, pues, la disociación de ambos cuerpos como ocurría ya en el ámbito musical con el fin de evitar el embrutecimiento teatral y crear un modelo elevado en el que verdaderamente se pudiera educar el gusto de la plebe31.

El tercer tipo de documentos, los estudios literarios de los artículos de fondo, son los más interesantes desde el punto de vista histórico y crítico. A pesar de ser cualitativamente superiores se restringieron a una opinión más culta o versada en el tema, por lo que su impacto hubo de ser cuantitativamente menor, pero probablemente más eficaz. Escritos sin la premura de las críticas anteriores y guiados por sus objetivos proselitistas y regeneracionistas, estos artículos pretendían concienciar a la opinión, educar al público y abrir nuevas perspectivas para la creación teatral.

Las columnas de Germinal y Vida Nueva fueron las que más propaganda hicieron sobre las capacidades educativas y proselitistas del teatro. Eran conscientes de que todo mensaje tiene en el teatro una recepción más directa por la multiplicidad de vías de percepción y todas las ventajas parateatrales que el arte escénico comporta. Defendieron la utilidad de la escena como lenta pero eficaz adoctrinadora de las masas, capaz de transformar las mentalidades y conductas de la opinión pública32.

Gracias a su colaboración, se podría acabar con los valores burgueses y de la moral cristiana para introducir la ideología del republicanismo social y educar a las masas iletradas.

A parte de las múltiples referencias que ya hemos avanzado sobre la crítica y el público, nuestros periodistas examinaron las tres tendencias teatrales dominantes a la sazón: el teatro popular o por horas, el teatro melodramático y el teatro social. Proclamaron la revolución teatral, la regeneración total, «desde los principios fundamentales hasta los procedimientos de representación escénica»33.

Bajo un aparente deseo de democratizar el arte y hacerlo llegar hasta las masas, los críticos disculparon con argumentos sociales, las «piezas cómicas en un acto sobre asuntos vulgares que deleitaban al público a precios módicos y dan de comer a tanta gente»34. Pero, cuando se trata de enjuiciarlas desde un punto de vista literario, coincidían con la crítica «institucional» en censurar su mala calidad y acusarla de ser escuela de la vulgaridad tanto en el lenguaje como en los tipos y comportamientos reproducidos35. Enrique Alonso y Orera en su artículo «El teatro chico» explicaba el éxito popular que alcanzó el género chico por el hartazgo que el pueblo tenía del teatro anacrónico, aquel teatro «grande», retórico y hueco, mero plagio del drama francés36. Los poetas cómicos habían sabido captar con más ingenio la verdad, aunque desgraciadamente la habían desvirtuado en chocarrería, frivolidad y amaneramiento; simbolizando como ya se mencionó, el estado moral de España. En este sentido, la identificación entre teatro y política se convirtió en un tópico común e inspiró sarcásticas caricaturas, poesías y variadas disquisiciones37. Antonio Palomero, periodista y escritor, justificaba sus composiciones desde puntos de vista exclusivamente socio-políticos:

Nuestro teatro era pobre por ser al gusto de mi público, no de un pueblo. Política, administración, moralidad, energía, fé, valor [...] todo eso que los pueblos toman en serio, a lo grande, lo tomamos nosotros a lo chico...38



y preguntaba Palomero: «¿Qué derecho tenemos para pedir seriedad y honradez al arte, cuando colaboramos en la obra nacional, que es una obra-cómica lírica? [...] A gobierno chico, género chico»39.

Ernesto Bark, esgrimiendo argumentos sociales40, propuso el aprovechamiento de la fórmula de pequeñas piezas de una hora para adoctrinar con sencillez y eficacia al pueblo41. Sobre las ventajas materiales que este teatro procuraba, escribía Bark con resolución:

[...] como sociólogo y no como crítico estético, porque estas piezas facilitan a las masas populares ir al teatro ya que sus faenas no les permiten dedicar al arte, toda una noche. Nuestras sesudas «notabilidades» que dirigen la opinión literaria, tratan estos problemas con un encogimiento de hombros. Hay que ir más allá en lo de las piececitas imitando los teatros populares de Italia, en donde si divierten por 5, 10 y 15 céntimos la hora... ( en donde se representan) hasta tragedias históricas42.



No con la invención de un teatro para el pueblo, se lograría la igualdad social propugnada por los republicanos-socialistas. Este teatro reunía todas las categorías de un arte de segunda categoría. Había de satisfacer a una audiencia indocta y además educarla cultural y artísticamente, convirtiéndose en milagrosa panacea social. No obstante, con la vehemencia idealista que lo caracterizaba, Bark sostenía que las variadas y alegres piezas del género chico:

[...] alejarían a millares de gente sencilla de la taberna y harían penetrar las bendiciones del arte hasta las aldeas más recónditas del país, educando estéticamente al pueblo para que pueda aprender y gozar las sublimes revelaciones del arte43.



Aparte de estos argumentos, el género chico interesaba a nuestro crítico porque, según sus propias constataciones, este tipo de teatro se convertiría en un ejercicio de las libertades democráticas. A partir de estos presupuestos sociales, la Gente Nueva propugnaba que involucrando al espectador, haciéndole participar en las emociones y sentimientos despertados por las ideas llevadas a escena se abonaría el terreno para la regeneración social. Dichas creencias no fueron exclusivas de las publicaciones estudiadas, sino que fue un principio ampliamente asimilado en la época44.

Los críticos de Vida Nueva y Germinal, desde las trincheras de la oposición, quisieron apartar al público del drama y la alta comedia de la Restauración. Echegaray será «crucificado»45 y con él, su teatro y el de todos los dramaturgos neorrománticos por ser los representantes del teatro burgués, la moral e ideología tradicionalistas. Los lugares comunes de estas críticas fueron la desmesura, la artificiosidad, el falseamiento de la naturaleza, el efectismo y la grandilocuencia46. En suma, este teatro se había consagrado en un romanticismo dorado, que colocaba sus abstracciones «en muñecos» sin cuidarse de la realidad, filtrando y «depurando» el pensamiento de otros pueblos cuando deseaba innovar. Alonso y Orera, reprochaba al escritor de alta comedia el no componer sus textos sin un método científico, objetivo y analítico sino:

[...] escuchándose egoístamente su YO; no busca lo delicado que conmueve ni lo grande que acalora el juicio; rebusca los pensamientos retorcidos como ocurre en las decadencias estéticas; aplica cuantas recetas se conocen en la dramaturgia para causar una impresión pasajera, y oculta su flaqueza con la retórica campanuda las más de las veces47.



A pesar de ello, se adaptó a la perfección a los moldes de un público «elevado» como el del teatro Español que deseaba vivir momentos de «intensa ilusión» que en su vida no conocía48. Cierto es que Echegaray y Tamayo, por ejemplo, supieron cautivar a sus espectadores y aseguraron sucesivos éxitos e interesantes fuentes de ingresos.

La Gente Nueva reclamaba el acercamiento del teatro a los problemas de la vida nacional. Tan sólo dos obras representaban tal hito: Juan José (1895) de Joaquín Dicenta y Hiedra (1901) de Galdós. Joaquín Dicenta fue erigido máximo representante del Naturalismo social español. En Juan José se subrayará la presencia del proletariado, el esfuerzo por despertar compasión y persuadir a la opinión para el restablecimiento de la justicia social49. Este drama de tesis, «un verdadero compendio de socialismo al alcance de todos»50, fue destacado ideológicamente, como agitador de conciencias y, teatralmente, como nueva vía de modernización. A pesar de ser un drama pasional, se aproximaba a los planteamientos estéticos del Naturalismo escénico al presentar de manera objetiva una problemática y unos protagonistas obreros que se expresaban en un lenguaje adecuado51.

Los dramas sociales de Dicenta, en los que «la pluma se convierte en piqueta y la escena en tribuna»52, fueron equiparados a los de Ibsen, Bjornson y Hauptmann. Nuestros periodistas los consideraron superiores a los de los naturalistas franceses porque divulgaron profundos conceptos sociológicos con sencillez y maestría: los personajes encarnaban tales conceptos con claridad suficiente para que la audiencia los comprendiese, salvaguardando el correcto desarrollo de la acción y del efecto escénico. Evidentemente, resulta un tanto hiperbólico calificar de maestría, la creación maniquea de acartonados tipos buenos y malos, proletarios y burgueses por el mero hecho de transmitir una ideología sociopolítica.

A la zaga de las nuevas perspectivas, la Gente Nueva fue acérrima defensora del teatro de ideas53. Mostró un especial entusiasmo por el simbolismo e idealismo teatral, en los que creyó encontrar la clave de la reforma. Por una parte, el nuevo teatro satisfacía la necesidad de un fondo ideológico progresista puesto que divulgaba una temática social revolucionaria y demoledora de los convencionalismos establecidos. Por otra, implicaba una renovación técnica que resolvía el estado empobrecido del arte dramático español. Merced a un naturalismo violento y un análisis psicológico de los personajes se simbolizaron las eternas luchas, ambiciones e ideas de los problemas sociales y filosóficos de la humanidad54. Desde la prensa se divulgaban las circunstancias en torno a los estrenos del teatro nórdico y catalán55. Se analizaban las obras brevemente y las innovaciones estéticas que aportaban.

Enrique Maldonado analizaba la concepción estética y filosófica de los dramas de Ibsen, en particular en su obra Les revenants (1881). En su opinión, todo drama -histórico o no- debía ser psicológico, debía involucrar al individuo para que se identificase, aprendiese y reaccionase. Según nuestro crítico, la conciencia angustiosa de decadencia y la falta de ideas creaban alternativas como la mentira piadosa o el doloroso sacrificio de la vida entregada al Ideal con las que se manipulaba al pueblo. Maldonado admiró el planteamiento artístico del problema moral que Ibsen ya no presentaría como la lucha entre el bien y el mal, sino ahondando en las raíces del conflicto, como la colisión trágica entre la idea y el hecho56.

Felipe Trigo publicó una reseña de Magda y La Honra de Sudermann. Parangonándolas con los modelos teatrales tradicionales, Trigo resaltó su acercamiento a la vida al representar una sucesión de escenas y de actos cuyo desorden reflejaba la vida misma, sin por ello reducir el interés de los sucesos. Dicho procedimiento desorientaba al espectador, que cuando caía el telón:

«No sabe que significa todo ello ni qué valor moral tiene. Le queda sólo un convencimiento: el de que el hogar, tan sólido al parecer, formado de leyes divinas, cariños humanos y apoyos sociales, no siempre está de acuerdo con la naturaleza [...]

Esa es a juicio mío el valor imponderable del drama. Esa es su tesis [...] tan hábilmente escondida, en la trama artística de la obra, que siendo su alma entera, se revela nada más por ironías profundas y por la impresión final maravillosamente calculada.57



Para nuestros artistas, estas obras eran verosímiles gracias a la fuerza de unos caracteres humanos y flexibles, sometidos a la lógica del error o fatalidad, pero también, a las leyes sociales provocadoras de conflictos. Desde la escena, el auditorio podría comprenderlos mejor y solventar las miserias de la existencia humana.

Nuestros publicistas coincidían en la aceptación de este teatro como el del futuro por la revolución que introducirían en escena, formal e ideológicamente58. Aunque sus primeras impresiones eran de confusión y extrañeza, el voluntarismo regeneracionista que los caracterizaba les hizo perseverar en sus actitudes aperturistas. Con su habitual sentimiento de inferioridad al referirse al «puchero teatral» sentimentalista y de buen tono que alimentaba el teatro español, José Mª Jordá constataba las reticencias que la estética simbolista despertaba, al ser juzgada bajo los moralistas conceptos de «bondad artística». Al público, acostumbrado a ver en el teatro «figuras con más o menos vida, pero hablando bonito, le resultaban enigmáticos los personajes simbólicos. Personajes, además, que llevan a escena «las ansiedades, los descorazonamientos, las aspiraciones y los dolores que contristan y afanan a la sociedad moderna». Igualmente, los temas en lugar de placer creaban malestar en el público, enfrentado a:

[...] las luchas de los grandes afectos con las frías realidades y con las imprescindibles necesidades de la vida, la hipocresía impuesta por la fuerza de las conveniencias, la mentira erigida en aprovechable sistema, la fiebre de los deseos inasequibles, el delirio por los ideales remotos y fantásticos...59

En estas orientaciones europeas, la Gente Nueva creyó encontrar su campo de acción para reformar el teatro nacional, canalizar emocionalmente la denuncia y el adoctrinamiento social. En la trayectoria de todos los periódicos y revistas estudiados, se estimulaba a los jóvenes a luchar en contra de la tradición y la autoridad60 que les dificultaban el acceso a la escena puesto que encarnaban no sólo el alma de la regeneración teatral, sino de la ambiciosa regeneración de España.

Siendo la prensa el medio de comunicación más importante en los años gozne entre el siglo XIX y XX, no sólo vehículo los principios, valores y condicionantes económicos que regían el acercamiento convergente entre el teatro y la opinión pública, sino que influyó sobre ambos unas veces de manera interesada, otras de manera filantrópica.

Diversión, educación y regeneración son los elementos que con mayor insistencia se vehiculan en las carteleras, crónicas y estudios críticos de la prensa de la Gente Nueva, acercando el teatro a su realidad escénica, pero, asimismo, generando cierto divorcio entre la literatura y la empresa teatral. Destinadas a una opinión intelectual y progresista, estas columnas teatrales intentaron persuadir a la opinión sobre la urgencia de la reforma y modernización del teatro pata que éste participase como medio de expresión y difusión cultural e ideológica en la regeneración de la raza y la nación española.





 
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