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Teatro y prácticas escénicas




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[Volumen I: El Quinientos valenciano]


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I. Prolegomena

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I.1. Hipótesis sobre la génesis de la comedia barroca y la historia teatral del XVI

Juan Oleza

Con la colaboración de: J. L. Sirera, M. Diago, J. L. Canet, J. J. Sánchez Escobar

1. La génesis de la comedia barroca, y, en general, todo el teatro del siglo XVI, han sido enfocados tradicionalmente o bien a partir de los restos literarios conservados y como una historia de autores, o bien a partir de la historia externa, meritoria y penosamente acumulada desde el descubrimiento y el estudio de la abundante documentación sobre el hecho teatral. En todo caso no han sido frecuentes los esfuerzos de síntesis entre ambas perspectivas, a pesar de que en los últimos años se han venido produciendo aportaciones importantes (Wardropper, Varey, Shergold, Arróniz, Froldi, Surtz, Rozas...). Nos situamos ante el siglo XVI con la conciencia de que vamos a operar sobre un campo de datos dispersos: noticias, restos de tradiciones textuales, autores diseminados desde Roma a Lisboa, desde Valencia a Sevilla, desde Valladolid a Madrid, y nos situamos con la decisión epistemológica de que una explicación razonable de nuestra historia teatral sólo es posible a partir de la totalización del hecho teatral como tal en su especificidad de espectáculo no siempre literario, tal como se concreta en el concepto de práctica escénica. En el interior de este concepto se aglutinan los datos de público, organización social, circuitos de representación, composición de compañías, técnicas escénicas, escenarios, etc... y en el interior de este concepto el texto es un componente más, fundamental si se quiere, sobre todo si consideramos que es una de nuestras fuentes privilegiadas de información, pero no el elemento determinante de nuestras hipótesis históricas. En última instancia nuestra mirada debe hacerse más «teatral».

2. La práctica escénica es una práctica social compleja y, como tal, nace de condicionamientos y espacios ideológicos y produce efectos ideológicos, y en su despliegue integra y orienta toda una serie heterogénea de actos sociales (textos, representaciones,   -10-   hechos legislativos, compañías, público, preceptivas...) que, si bien generan ideología específica por sí mismos, se integran en un gesto ideológico global, el de la práctica como tal, resultante de las relaciones de fuerza entre estos actos. Puede ocurrir, y de hecho ocurre a menudo, que en el interior de la práctica escénica las orientaciones ideológicas de actos diversos sean contradictorias. Es el caso, por ejemplo, de la puesta en escena populista de Lope de Rueda cuando es llevada a los salones privados de la aristocracia. En el interior de una práctica escénica se producen contradicciones que se resuelven por relaciones de fuerza.

3. Desde estos supuestos epistemológicos, la génesis de la comedia barroca se nos aparece como un proceso complejo, de lucha dialéctica entre prácticas sociales y escénicas diversas -en el interior de la práctica escénica hispánica-, algunas de ellas antagónicas, que encontrará su síntesis precisamente en las primeras formulaciones de la comedia barroca, y que sólo a partir de ese momento, una vez canonizada por el bloque dominante la forma-síntesis, desplegará, a la busca de una total coherencia y madurez, sus ideas-eje y sus formas teatrales más características.

4. En el origen de la comedia barroca, lo que encontramos es la lucha por la hegemonía de tres prácticas divergentes, cuyas tradiciones se hunden en los momentos finales de la Edad Media:

A) Una práctica de indudable carácter populista, originada en los espectáculos juglarescos y, sobre todo, en la tradición del teatro religioso del siglo XV y de la primera mitad del XVI, pero que se irá independizando de la Iglesia a medida que ésta, obligada por la presión de un público popular que transforma de día en día el espectáculo religioso en espectáculo profano, saque el teatro de las iglesias1. Esta práctica escénica llegará a definir sus formas propias -textos, compañías, técnicas de puesta en escena, tipos de actores, públicos y escenarios- a través de la formación de las primeras compañías de actores-autores profesionales y de la adaptación de los modelos teatrales italianos que lleguen a la Península.

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B) Antagónica con ella, la práctica cortesana de un teatro privado y de fasto ceremonial, cuyos orígenes hay que buscar también en la Edad Media, y que se desarrolla nítidamente a lo largo del siglo XVI. En el último cuarto del siglo esta práctica se verá obligada, por profundas exigencias sociales, a replantearse como teatro público y a salir de los palacios a la calle.

C) Frente a estas dos prácticas antagónicas, e incidiendo lateralmente en la pugna por la hegemonía, una tercera práctica de marcadas raíces literarias: la actividad teatral de los círculos eruditos, cuyos orígenes descansan -probablemente, en su mayor parte, como lecturas- en algunas comedias elegíacas y humanísticas, aunque no alcanzará su dimensión plena de práctica escénica hasta la segunda mitad del XVI (pues las traducciones de obras griegas y latinas, las versiones de otras italianas, o las representaciones en latín y en castellano de la primera mitad, constituyen antecedentes solamente, elementos para una cristalización que aún no se ha producido), intentará, en el último cuarto de siglo, y muy especialmente entre 1575 y 1590, aproximadamente, ganar también la batalla de la hegemonía pública desde las concepciones de un teatro «ilustrado» y clasicista.

5. Y este entrecruzamiento es, a nuestro modo de ver, lo importante del asunto. No se trata de que los textos teatrales populistas de los actores-autores posean ideas progresistas y revolucionarias, ni de que los textos cortesanos sean reaccionario-feudales. Ideas revolucionarias las hay en autores esencialmente cortesanos -pensemos en Tinelaria, Soldadesca o la celestinesca Himenea de Torres Naharro-, e ideas reaccionarias se dan en los textos más populistas -Timoneda sería un buen ejemplo-. Se trata de que la pugna entre prácticas teatrales divergentes tiene un sentido ideológico concreto en la situación social específica del siglo XVI. Se trata de que la práctica teatral de los italianistas -con sus actores-autores, sus textos-guión no literarios, su público municipal, sus escenarios abiertos, etc.- imponía un modelo teatral de entretenimiento y diversión públicas, que escapaba al ejercicio de la hegemonía feudal, abierto por tanto a la expresión de formas de la sensibilidad y de la cultura populares, y directamente impregnable por sus intereses ideológicos y sociales. Se trata de que la práctica teatral cortesana -con su público selecto, sus actores «amateurs», su empleo sólo circunstancial de profesionales, su despilfarro de medios, sus ámbitos de patios y salones cerrados, sus espectáculos de autocelebración, etc.- era capaz de expresar   -12-   plenamente las formas culturales dominantes y los intereses ideológicos de la aristocracia feudal, pero resultaba totalmente incapaz como instrumento de hegemonía social, dado su escaso y ocasional poder de impacto sobre las capas populares, que constituían a fin de cuentas la masa social a persuadir. Se trata de que, a mediados de siglo, las clases dominantes necesitan un instrumento ideológico de gran alcance público y no disponen de él; se trata de que las clases dominadas, a lo largo del siglo, experimentan una progresiva necesidad de espectáculos públicos -paralela a su creciente demanda cultural-, que satisfacen en los espectáculos de las incipientes compañías profesionales y en las grandes celebraciones municipales, pero que no son capaces de organizarlos, sostenerlos ni financiarlos regularmente. Se trata también de que los círculos intelectuales humanistas, en plena decadencia del humanismo, descubren la necesidad de constituirse en dirigentes sociales e incidir ideológicamente -ya que han sido arrojados del aparato del estado absoluto, que tanto colaboraron a modelar- en la población. Y se trata, finalmente, de que en esta encrucijada de necesidades y carencias se entrecruzan tradiciones teatrales de distinto signo, cuyas prácticas adquieren sentidos ideológicos divergentes.

6. Este entrecruzamiento de fuerzas constituye la dialéctica teatral de la que va a salir una nueva práctica teatral, la comedia barroca, que sintetizará las formas artísticas de la tradición cortesana, la disciplina intelectual del teatro clasicista y la vocación populista del teatro italianizante, sometiendo la práctica teatral a una sólida organización, progresivamente controlada, y con una función clave de aparato ideológico, al servicio de los intereses de la clase dominante (la aristocracia feudal), de su Estado (la Monarquía Absoluta) y de su aparato ideológico fundamental (la Iglesia).

7. Esta síntesis, sin embargo, no se logra de una sola vez. Su primera cristalización se da en la escuela valenciana, con un peso específico muy importante, todavía, de la tradición cortesana. La segunda cristalización será, indudablemente, la de Lope, que le incorporará toda su vocación populista. El tercer momento de síntesis es ya la división del trabajo ideológico entre el teatro de autorrecreo cortesano y el de impacto popular: la época de Calderón, en suma.

Esta síntesis no se dará, tampoco, sin incongruencias ni contradicciones: el primer Guillén de Castro, la dramaturgia de Aguilar   -13-   o el primer Lope de Vega contienen dosis considerables de heterodoxia e irreverencia.

Por último, esta síntesis no se hizo sin concesiones: el espíritu de la tragedia clasicista impregna durante mucho tiempo (a través de temas como el del tiranicidio o el de la corrupción del poder, o de la misma forma trágica que se mantiene hasta bien entrado el siglo XVII) la nueva comedia; el populismo conduce en muchas ocasiones a la comedia de enredo a situaciones y soluciones poco asumibles por la ortodoxia contrarreformista (de ahí los ataques contra la moralidad del teatro), y hasta la comedia de propaganda ideológica se ve obligada a recoger -aunque mediatizada y deformadoramente- alguna de las contradicciones más agudas del siglo XVII, como el antagonismo entre señores feudales y campesinos independientes, tal y como ha mostrado la investigación de Noel Salomon (1965).

8. De las tres prácticas en pugna deseamos incidir especialmente, en estas hipótesis, en la práctica cortesana del siglo XVI, por haber sido la menos considerada (aun cuando ya Crawford, en 1922, dedicó el capítulo IV de su Spanish Drama before Lope de Vega a los «Festival and Pastoral Plays» y una investigación autónoma al Spanish Pastoral Drama. Sin embargo, su propia minusvaloración del fenómeno es patente)2, y porque esa falta de consideración ha llevado a una comprensión demasiado optimista -y a nuestro modo de ver, deformadora- de la génesis de la comedia barroca, que habría surgido casi espontáneamente desde abajo, esto es, desde las representaciones populares religiosas y las de las compañías italianas y de sus adaptadores españoles (Lope de Rueda, Alonso de la Vega, Timoneda...), hasta captar el interés y la afición de las clases dirigentes y de la alta cultura, que se sumarían al proceso intentando controlarlo y readaptarlo, por medio de la acción de Estado, a sus propios intereses y gustos artísticos. Pensamos que, muy al contrario, la tradición teatral cortesana, desplegándose a lo largo del siglo XVI, se verá obligada a salir a la calle en el último cuarto del siglo para ganar la batalla de la hegemonía del teatro público, y que esa salida de los palacios determinará en una dosis decisiva el carácter de las primeras formulaciones   -14-   de la comedia barroca: las de Tárrega y su escuela y las del propio Lope.

9. Esta práctica escénica arranca de las celebraciones cortesanas y de los fastos de finales del XV (aunque sus orígenes son mucho más antiguos y se encuentran noticias abundantes en las crónicas catalanas y castellanas, así como en la literatura creativa, caso de la novela sentimental o de la de caballerías, que a menudo los reflejan). Su teatralidad se configuraba por la integración de los rituales de la vida cortesana, representados a la vez que vividos: el banquete y la lucha (el torneo), la danza y la autoexhibición (desfiles y procesiones), y si cada uno de estos rituales poseía una espectacularidad específica, entre todos definían una fiesta global de inequívoco carácter teatral. En el fasto, el texto literario suele jugar un papel secundario, de mero apoyo, y a veces se convierte incluso en material escénico (reparto de poemas entre comensales, etc.), o es simplemente el prólogo a una representación sin palabras (oberturas de danza, desafíos de torneos, etc.).

10. Sin embargo, es posible distinguir ciertos tipos de celebraciones en los que el texto deja de ser un elemento secundario y pasa a ocupar un primer plano del espectáculo. Ciertos desafíos de torneos y, sobre todo, ciertos momos, despliegan ya una verbalidad dramática. De hecho, los primeros textos-representaciones del teatro español profano conservados son las dos series de momos de Gómez Manrique. Pero como ha estudiado Shergold (1967) es sobre todo la corte portuguesa, hasta donde hoy sabemos, el lugar en que va a generarse toda una tradición de fasto cortesano con dimensiones literarias. Y de esta tradición nacerá un autor especialista, Gil Vicente, cuya primera pieza es precisamente un juego de momos, el Monólogo del Vaquero. Lo específico de las elaboraciones de Gil Vicente es la integración orgánica de teatralidad cortesana y texto dramático, de fasto y literatura (Fragoa de amor, Nao d’amores, Templo de Apolo... con su escenografía móvil de rocas, sus momos y máscaras, sus desfiles de personajes, su mezcla de las circunstancias de la ficción y de la representación...). Es la mejor prueba, pensamos, de la posibilidad de engendrar el drama desde la teatralidad de la fiesta en ámbitos no eclesiásticos.

11. Al margen de esta primera síntesis de Gil Vicente, los fastos cortesanos, en general, incorporaron en su teatralidad los temas de la literatura cortesana: amor cortés y caballerías, luchas   -15-   de moros y cristianos, disertaciones didácticas y alegóricas. Como escribe Shergold (1967), los fastos visualizan el simbolismo de la poesía cortesana. Pero no sólo se da esta convergencia, sino también la inversa: son muchos los textos cancioneriles que tienen una estructura paradigmática, de diálogo o debate, con un cierto avance en la acción. Pocos textos tan expresivos de ello como El Cortesano, de Luis Milán, obra en la que la vida en la corte valenciana de D.ª Germana de Foix está concebida toda ella como una representación, a la cual cada cortesano acude a exhibir su papel, «su personaje», papel que de continuo se recuerdan los unos a los otros. Las fiestas, ingrediente determinante de la vida cortesana, no hacen sino escenificar -magnificando- sus rituales (la comida y la danza, la batalla y el juego, el desfile y el torneo, los galanteos y los regalos) y se convierten así en monumentos teatrales que la casta cortesana erige a sus propios modos de vida. En este sentido es notable observar cómo los fastos suelen desconocer los elementos cómico-realistas que, sin embargo, abundan tanto en los dramas desde Juan del Encina.

12. Escenográficamente, los fastos son de una enorme complejidad. Esta complejidad viene dada, en primer lugar, por la necesidad de integrar espectáculos heterogéneos en una totalidad (las procesiones preceden a los banquetes o se mezclan con las mascaradas, que a su vez pueden revestir forma de baile, los bailes preceden o siguen a los torneos, los momos pueden introducir torneos o danzas... El libro «Les festes d’Anglaterra», del Tirant lo Blanc, es un espléndido homenaje a esta concepción de la fiesta total cortesana). Pero en segundo lugar, el fasto traduce el gusto cortesano por la materialidad misma del lujo, y en ello nada tiene que envidiar a los grandes espectáculos religiosos, con los que comparte buena parte de su suntuoso aparato escenográfico: castillos y barcas móviles, gigantescas ruedas de la Fortuna -a veces articuladas entre sí- que trasiegan doncellas cantantes, agarradas Dios sabe cómo, máquinas que suben y bajan de los cielos a los infiernos todo tipo de personajes, leones y águilas mecánicos, terroríficos dragones que vomitan llamaradas, nubes que se abren como granadas, torres, ciudades amuralladas, arcos triunfales... toda una geografía fabulosa viene a soportarse sobre las rocas, que la movilizan y exhiben.

13. Los fastos cortesanos continuaron celebrándose a lo largo de todo el siglo XVI, aun cuando ya estaba consolidado el drama cortesano. A falta de un estudio más profundo de la documentación,   -16-   parece que las características del fasto continuaron sin grandes modificaciones, aunque algunos elementos de interés, para nosotros, vienen a añadirse. La combinación del fasto y del auto del Corpus, al margen de su influencia en la génesis del auto sacramental, supone la inclusión de espectáculos autónomos montados sobre textos dramáticos en el marco del fasto. En efecto, al XVI le será difícil, sobre todo en su segunda mitad, organizar grandes fiestas sin incrustar en ellas representaciones de textos dramáticos, llámense autos, farsas, representaciones o comedias (las fiestas de Toledo en 1555, o las de Valencia en 1599, por poner dos polos cronológicos, son buena prueba de ello). Otro elemento nuevo, a nivel temático, y junto a la continuidad de los temas tradicionales (mitológicos, didáctico-alegóricos y caballerescos), es la introducción de temas histórico-legendarios en los fastos, «huyendo de las fábulas y alegorías que en otros recebimientos se han usado», como se dice de las celebraciones que se hicieron en Burgos, en 1570, a la llegada de D.ª Ana de Austria, y cuyas figuras, bajo los arcos triunfales, incluían «invenciones» sobre la fundación de Burgos, los siete infantes de Lara, el Cid, Fernán Conzález, o los reyes Alfonso VI y Alfonso VIII. Es así como los temas histórico-legendarios, tan caros a la comedia barroca, aparecen ya, diez años antes, como mínimo, de las primeras comedias barrocas, incorporados por los fastos cortesanos.

14. Los fastos cortesanos debieron influir considerablemente en los poetas de la futura comedia, pues al margen de todos los elementos del fasto que se transmiten a las comedias, disponemos de indicios tan reveladores como el siguiente. En Valencia, en 1586, con motivo de la llegada a la ciudad de Felipe II, se celebran fiestas que incluyen, entre otras, representaciones de la toma del Peñón de Vélez, de las batallas de Lepanto y San Quintín, del sitio y defensa de Malta... Tárrega tuvo que ver, necesariamente, estas representaciones. En 1586 él tenía escritas ya algunas de sus primeras comedias, pero será en las posteriores cuando aparecerán, masivamente, las grandes batallas y los cercos de las ciudades: El Cerco de Rodas, El Cerca de Pavia y prisión del Rey de Francia, La sangre leal de los montañeses de Navarra3.

15. Si en el fasto cortesano el texto dramático no es, en un principio, más que un elemento de apoyo, y sólo bastante después   -17-   pasará a ser un componente tan específico que llegará a estructurar en torno a sí todo un espectáculo autónomo -aunque este proceso lo conocemos mal en sus fases y en su evolución territorial-, lo más razonable es pensar que la última fase lógica (que no cronológica) se corresponde con la independización del texto-espectáculo del conjunto de la fiesta. Ello no quiere decir, sin embargo, que debamos distinguir tres etapas bien diferenciadas cronológicamente: a principios del XVI algunas representaciones de Juan del Encina (Plácida y Victoriano y Los tres pastores, sobre todo) bien pudieron ser independientes de cualquier marco festivo, mientras que, por el contrario, a lo largo de todo el XVII, muchas comedias, de Lope a Calderón, se incrustarán, con toda naturalidad, en grandes fiestas cortesanas. Con todo, debió ser antes de 1550 cuando el texto-espectáculo empezó a dejar de necesitar el marco del fasto para justificarse. Es el momento en que el drama adquiere, por sí mismo, la categoría de fiesta, y puede prescindir de circunstancias solemnes o de espectáculos paralelos que lo abriguen.

16. Los primeros textos-espectáculos, de carácter cortesano, se originan en el interior de circunstancias muy ligadas al fasto (dramas de circunstancias políticas, conmemorativos y dramas-fasto) o muy ligadas a las festividades religiosas (primeras églogas pastoriles), pero pronto se producirá una ósmosis de ambas corrientes: las églogas pastoriles girarán hacia los temas profanos y las circunstancias de fasto (bodas, sobre todo), mientras los dramas de circunstancias políticas se impregnarán de elementos pastoriles y costumbristas. En todo caso, ambas corrientes crean una tradición de dramas cortesanos que llena toda la primera mitad del siglo. Hay que suponer, dada su naturaleza de piezas para un consumo inmediato y concreto, tras el cual pierden su función, así como la autoría, en muchos casos, de poetas provisionales que no publicarán nunca sus obras, que los textos conservados no son más que ejemplos aislados de esta tradición: probablemente los mejores, es cierto, o al menos los escritos por los mejores poetas, pero no por ello los únicos.

17. Las primeras églogas pastoriles representadas en ámbitos cortesanos debieron llegar a éstos desde una evolución considerable del Quem quaeritis navideño, forzada con toda seguridad por un público popular, en el interior de las iglesias, ávido de diversión y de apropiarse los espectáculos religiosos. Así parece sugerirlo ese eslabón suelto de representación pastoril-navideña que testimonia la Vita Christi de Iñigo de Mendoza. Esa presión del público debió   -18-   extender y ampliar, progresivamente, los motivos cómicos y costumbristas de las viejas piezas litúrgicas. Y en ese estado recogió la tradición Juan del Encina, la asumió y la transformó, desarrollando los elementos profanos y adaptándola al marco cortesano. Pero, al mismo tiempo, lo pastoril no se agotaba en la comicidad rústica y en la devoción popular. Lo pastoril conlleva el eco de una tradición culta, la de las églogas virgilianas, de donde el poeta salmantino tomó el título genérico para sus piezas y a las que parafraseó libremente en sus Eglogas trobadas. Y esta doble fuente, popular y culta, determina, a lo largo de toda la tradición pastoril del Renacimiento, una pugna entre dos modelos, el cómico-costumbrista de rústicos pastores y pastoras y el platónico de amores idealizados entre sofisticadas damas y galanes disfrazados bajo su pellico. Ni Cervantes pudo librarse de esa dicotomía. Sin embargo, no eran modelos incompatibles. Al menos, no lo eran desde el punto de vista ideológico: el pastor rústico, trasladado a palacio, es un motivo de hilaridad cortesana (Salomon lo ha estudiado minuciosamente), aparte de que su misma ignorancia catapulta la posibilidad del adoctrinamiento, erótico o teológico según los casos. Ello explica el que el modelo sublimado se dé escasas veces, en el teatro español, de forma pura, y que tienda a integrar, ya desde Juan del Encina, elementos del modelo costumbrista (una prueba palpable es la comparación de Los tres pastores de Encina con la Egloga II de Tebaldeo, que le sirvió de fuente)4.

18. La égloga pastoril de amores idealizados es, fundamentalmente, teatro de la palabra (al contrario que las del modelo costumbrista puro), y de la palabra poética. Es más literatura que espectáculo, y acoge en su seno los temas serios de la cultura cortesana, que se daban por igual en la lírica: el debate campo-ciudad, el ovidiano tema del poder absoluto del amor, las disputas sobre las virtudes y defectos de las mujeres, la disertación sobre los males del amor... Las situaciones dramáticas del Juan del Encina más cortesano van a generar toda una larga tradición que se perpetuará, casi inalterable, a lo largo de medio siglo y a través de una treintena larga de textos conservados y frecuentemente reeditados más allá de 1550. La evolución del género irá enriqueciendo los esquemas iniciales con nuevos motivos, pero sin alterarlos como esquemas.

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19. Con la Egloga de tres pastores Encina escribe la primera tragedia profana del teatro español, pero con Plácida y Victoriano escribe indudablemente la primera comedia. Ya desde la misma calificación de la obra («Y assí acaba esta comedia» dice Gil Cestero en el prólogo), que alterna con la calificación tradicional de «égloga». Pero ya, también, desde el prólogo (el primero posiblemente, aunque también cabe dentro de lo posible que fuera posterior a alguno de los «introitos» de Torres Naharro), recitado por un pastor risible, con su saludo al público, su exposición de la trama y su petición de silencio. Y también, ya, desde su estructuración compleja, marcada por los dos entremeses internos, o desde su simbiosis de elementos heterogéneos (el mitológico, el pastoril en su doble dimensión, el urbano celestinesco), o desde su especificación de la acción exterior (mucho mayor que en Cristino y Febea o en Tres pastores), o desde su reconversión semántica, contra todo lo esperable, de lo trágico en cómico por la intervención de un tercero (Venus en este caso), o, por último, desde su fusión de lírica y teatralidad. La evolución del género enriquecerá este primer esquema de comedia por medio de mecanismos diversos. El primero de ellos, la ampliación de las situaciones cómicas (bodas, dotes, genealogías, ignorancia e interpretación grotesca por parte de los rústicos de los males de amor, pretensiones eróticas de frailes y monjes lujuriosos...), pero después, también, la incorporación de personajes específicamente cómicos procedentes bien de La Celestina (los criados de ésta degeneraron, a menudo, en meros bufones), bien del teatro religioso (el portugués enamorado, el fanfarrón cobarde, la gitana adivinadora...). La influencia italiana se manifiesta no sólo por la adopción de determinados esquemas temáticos (la «cuestión de amor», por ejemplo), sino también por la adopción de mecanismos de «clave» (Egloga de Torino), por las ocasionales utilizaciones de versos italianos (la Metamorfosea incluye un soneto entre sus quintillas) y, sobre todo, por la adopción del enredo (parece un fenómeno tardío), que multiplica parejas, organiza su falta de correspondencias amorosas y, finalmente, resuelve con un golpe de efecto que deja satisfechos a todos con una boda múltiple (un buen ejemplo es la Comedia Metamorfosea, de Joaquín Romero de Cepeda, impresa en 1582, pero probablemente muy anterior). En algún caso aparece también el criado gestor de soluciones para las difíciles situaciones en que se ve metido su amo (Farsa de Alonso de Salaya). La Égloga o Comedia pastoral, en bastantes casos, y en la medida en que acentuó su complejidad, tendió a estructurarse, externamente, asumiendo el «introito» a lo   -20-   Torres Naharro (Farsa Ardamisa, Farsa Cornelia, Comedia Florisea, Farsa del matrimonio...) y la división en actos: probablemente sea la Comedia Florisea, de Francisco de Avendaño, impresa en 1551 y 1553, la primera obra que divida en tres actos, como es generalmente aceptado, y lo mismo hace la ya citada Metamorfosea.

20. Las églogas de Juan del Encina son obras de encargo para una celebración concreta, bien religiosa o bien profana, y se elaboran en función de esta circunstancia. Sólo en las últimas églogas parece el tema adquirir una relación más genérica con las circunstancias, aunque es preciso reconocer que es muy poco lo que sabemos de éstas en lo que respecta a Tres pastores y a Cristino y Febea. Lo cierto es que a esa naturaleza de obras de encargo para una ocasión concreta hay que añadir un público perfectamente definido y una relación autor-actor-espectador que reproduce, sobre el escenario y en la ficción, la misma relación tal como se produce en la realidad cotidiana de autor, actor y espectador. No es de extrañar, por tanto, que los lazos extraescénicos que mantienen penetren, tan a menudo, en las representaciones y en los textos (un caso sintomático es el de Fernández de Heredia, que cambia el introito de La visita cuando representa por segunda vez la obra ante el duque de Calabria, que no la había visto, pues la obra fue escrita para D.ª Germana y su anterior marido, el marqués de Brandenburgo: aunque la obra no es pastoril, el caso es típico, a nuevos cónyuges nuevos textos). El texto no se concibe, por tanto, independientemente de las circunstancias de representación, ni el autor del papel que le corresponde en la sociedad que le escucha, ni el escenario de la sala, ni el teatro de la vida cotidiana. El teatro viene a ser, en definitiva, una manifestación más de la cotidianeidad cortesana y de la teatralidad que le es inmanente. Y la evolución del género no modificó este carácter: muchas comedias pastoriles, como insistió Crawford (1921), están escritas y fueron representadas para celebrar compromisos y ceremonias nupciales. Su escenificación cortesana está asegurada, por otra parte, en los casos de la Egloga de Torino y de la Egloga de Breno: en ambos casos los protagonistas coinciden en la realidad y en la ficción y son, por tanto, obras «en clave». En la mayoría de estas representaciones, por último, la música y el canto juegan un papel importante, y su puesta en escena, como afirma Shergold, no debió ser muy complicada, si es que requirió alguna escenografía. El autor es, sobre todo, un «funcionario» al servicio de una casa nobiliaria y con atribuciones de diversión -provisionales en algunos   -21-   casos, más estables en otros- de sus señores. Como tal, no sólo escribe el texto, sino que organiza el espectáculo, dirige a los actores y, en muchos casos, actúa él mismo.

21. Si las églogas pastoriles ocupan los salones de la nobleza a lo largo de toda la primera mitad del siglo XVI, no por ello los monopolizan. Junto a ellas se escenifican églogas, farsas, comedias, colloquios, cuyas características básicas van a ser o bien su dependencia de circunstancias políticas y hechos famosos, que conmemoran, o bien la teatralización de rituales cortesanos. Como señala Crawford, estos dramas cristalizaron como espectáculos autónomos en torno a un texto dramático a partir de los fastos cortesanos, en un proceso equivalente al del engendramiento de autos del Corpus a partir de los fastos religiosos de esta fiesta. Uno de los primeros ejemplos es la Egloga de Francisco de Madrid, escrita hacia 1494, y que remite a la invasión de Italia por Carlos VIII. A partir de este momento se nos han conservado, o tenemos noticias, de una treintena de textos puros de este tipo, cuyas representaciones y principales impresiones se extienden hasta la mitad del siglo, aunque espesándose entre 1510 y 1535. Y disponemos también de un dramaturgo especialista: Gil Vicente.

22. En muchas de estas obras los personajes son pastores (lo que implica su formar parte de una misma teatralidad que las pastoriles), bien pastores «en clave», bien pastores rústicos, que son contrastados con los personajes «serios». Dado su carácter de espectáculos solemnes, celebradores de efemérides, no abundan tanto en ellas los elementos cómicos (aunque Gil Vicente eche mano, abundantemente, de personajes y situaciones fársicas). Sí abundan, en cambio, las figuras alegóricas y mitológicas, tan caras a los fastos. De éstos absorben, también, los momos y desfiles (Trofea), los carros triunfales e, incluso, el reparto de versos entre el auditorio (Templo d’Apolo), los castillos y templos sobre rocas (Fragoa de amor, Templo d’Apolo), las barcas alegóricas (Nao d’amores), los torneos, bailes y combates de esgrima (Farsa de las galeras de la Religión de Sanct Joan), los temas caballerescos, etc. Si en Castilla el mecenazgo real puede ser acusado de tímido, a pesar de algunas excepciones, es en las cortes portuguesas de Manuel I y Juan III, donde la tradición del drama-fasto alcanza toda su plenitud: no hay boda real, nacimiento, visita a una ciudad, que sean concebibles sin una pieza de Gil Vicente para celebrarlo y textualizar el fasto. Pero la influencia italiana, cuya tradición en fastos cortesanos es realmente espléndida (J. Burckhardt), y que está   -22-   en la base de la Trofea de Torres Naharro, llegó también a la península, y muy especialmente a la corte de Germana de Foix y el Duque de Calabria, en Valencia, que en la crónica de Milán, especie de Gil Vicente a la valenciana, se nos aparece como un traslado de las cortes señoriales italianas.

23. Dos grandes ejes temáticos parecen articular todas estas piezas, confiriéndoles su carácter de piezas de circunstancias. El primero es la celebración o condolencia por un acontecimiento político singular, fuera o al margen del cual perderían, estos textos, buena parte de su sentido. Así la Egloga de Francisco de Madrid (1495) remite a la invasión de Italia por los franceses; la Egloga de unos pastores, de M. de Herrera (1510-11) a la conquista de Orán por el Gran Capitán; la Egloga Real del Bachiller de la Pradilla a la llegada de Carlos V a Valladolid en las crispadas circunstancias de 1517, etc. Los motivos podían ser tan enormemente puntuales como la elección de Juan Ortega como obispo de Calahorra, celebrada en una hoy perdida égloga de López de Yanguas. El segundo eje temático no liga el texto de forma tan determinante a las circunstancias de representación, sino que es más bien una teatralización de motivos y rituales cortesanos con ambición literaria: sería el caso de buena parte de los dramas-fasto de Gil Vicente o de la Farsa de las galeras de la Religión de Sanct Joan de Luis Milán. Un caso especial, por su singularidad, es la versión humorística y satírica de los propios rituales cortesanos, siendo los propios cortesanos los personajes y los actores a un tiempo, esto es, representando cada cual su propio papel, tal como se da en La visita o Colloquio de las damas de Joan Fernández de Heredia5. Nada cambia en estas obras en lo referente a la relación autor-actor-espectador si las comparamos con las pastoriles. El autor es, a la vez, el poeta textual y el organizador del espectáculo (en El cortesano de Milán se hace una bien sintomática narración de la representación de la Farsa de las Galeras, del papel de su autor y de los comentarios de los cortesanos espectadores), además de actor en los prólogos, cuando menos. La cotidianeidad y la ficción se interpenetran, lo mismo que la sala y el escenario. Sin embargo, la puesta en escena suele requerir unos medios bastante más complejos que los de las églogas pastoriles, y son frecuentes las rocas, los   -23-   efectos especiales (música y canciones sobre todo) y los juegos de aparato (mascaradas, desfiles, momos, torneos y combates...) De hecho, buena parte de su éxito entre el público debió depender de la artificiosidad tanto de su palabra como de sus resortes escénicos.

24. La teatralidad de la primera mitad del siglo XVI se despliega, por tanto, a través del fasto teatral y de una tradición dramática que abarca desde la égloga pastoril hasta las piezas costumbristas de Fernández de Heredia o de Gil Vicente. Sin embargo, el fasto continuará a lo largo de toda la segunda mitad del siglo hasta enlazar, de nuevo, con los grandes espectáculos teatrales de las cortes de Felipe III y Felipe IV. No ocurre así con la tradición de los dramas cortesanos, que llegan, a duras penas, hasta la mitad del siglo. ¿Cómo explicar este fenómeno? A nuestro modo de ver lo que define la teatralidad de una comunidad determinada es, básicamente, la funcionalidad social que posea en esa comunidad. Ahora bien, los fastos siguen gozando de esa funcionalidad social: la nobleza continúa recreándose en sus grandes solemnidades y el Barroco futuro no sólo no va a suponer una disolución de la dimensión teatral de la vida en el Renacimiento, sino que va a enfatizar aún más la teatralidad misma del vivir. Los dramas pastoriles y de circunstancias, los de autocelebración y los costumbristas, van a ir perdiendo, sin embargo, esa funcionalidad, cediendo al empuje de una nueva práctica escénica, callejera y pública, realizada por autores-actores profesionales, donde de momento el elemento textual-literario es sólo un guión que sirve de apoyo a un espectáculo fundamentalmente divertido, y que tiene además la particularidad de estar consolidando en torno a sí un nuevo público teatral, preparado ya por la tradición del drama religioso, al que había obligado desde finales de la Edad Media a secularizarse progresivamente (juegos de escarnio, representaciones del bisbetó y del obispillo, fiesta de los inocentes, autos del Corpus...) y consolidado por las nuevas tradiciones del enredo y de la aventura que traen consigo las compañías italianas. La contradicción entre la tradición cortesana de las piezas pastoriles y de circunstancias y esta nueva práctica escénica que se desarrolla fuera de los palacios va a determinar toda una convulsión de los gustos cortesanos y una redefinición de su propia práctica escénica.

25. No es que en los palacios deje de representarse, todo lo contrario: tal vez se representa más que nunca. A lo largo de todo el último cuarto de siglo y a lo largo también del siglo XVII, las noticias de representaciones privadas («particulares») bien en los   -24-   palacios reales, bien en las mansiones de los señores, y aun en las de los mercaderes como se dice en Los mal casados de Valencia de Guillén de Castro6, son abundantes y constituyen toda una práctica y un público alternativo a la práctica y al público de los corrales. Pero, de todas esas representaciones, ¿cuántas corresponden a los viejos modelos? Porque lo importante es precisamente esto: la nobleza y la familia real comienzan a contemplar espectáculos teatrales no producidos en su ámbito de influencia, bajo sus condiciones de producción y por sus poetas paniaguados. Y en ese giro hay que hacer constar dos grandes tipos de influencias, el de la comedia italiana y el de los actores-autores españoles. La comedia italiana, preferentemente en su versión cortesana, la conocieron bien, y en su propia salsa, tanto Carlos I como Felipe II y sus correspondientes séquitos en los viajes que realizaron a Italia, cuyas ciudades los recibieron y festejaron con representaciones teatrales. Pero es que, además, relevantes hombres del teatro italiano estuvieron en íntimo contacto con las cortes españolas (Piccolomini, Vignali, Il Arioco), y los grandes señores españoles en Italia, a su vez, actuaron de mecenas teatrales, como en el caso de Gonzalo Fernández de Córdoba (Arróniz). Pero la cosa no se reduce a los cortesanos españoles en Italia, sino que muy pronto las compañías italianas se desplazan especialmente a España para representar en grandes solemnidades cortesanas: así, es bien sabido que las bodas de la Infanta María con el archiduque Maximiliano se celebran en Valladolid, en 1548, con la representación de I suppositi de Ariosto por una compañía que dirige Il Arioco, miembro de los Intronati de Siena, una de las Academias que jugaron un papel determinante y una de las ciudades más importantes en el teatro italiano (Borsellino), y la representación se produjo «con todo aquel aparato de teatro y escenas que los Romanos las solían representar, que fue cosa muy real y suntuosa», dice el cronista.

26. Pero esa habituación del público cortesano a los nuevos modelos importados de Italia hay que conectarla con su habituación a contemplar, y a gustar, las representaciones populistas de los actores-autores españoles, una de cuyas fuentes de inspiración   -25-   eran indudablemente los italianos. Ya en 1543, al comediante Hernando de Córdoba nos lo encontramos representando, en Marchena, y ante la duquesa de Osuna, una farsa de probable carácter populista. Y a partir de 1540 a Lope de Rueda lo vamos a sorprender, frecuentemente, representando ante el rey y los grandes señores y aun ante simples señores particulares (como parece atestiguar su testamento). Es muy probable, no obstante, que todos los espectáculos que los actores-autores llevaron a los palacios y mansiones no fueran estrictamente populistas. De Ganassa lo podemos suponer con casi completa seguridad, pues sus experiencias en la corte francesa dejan deducir que, conociendo como conocía la vertiente cortesana y aparatosa del teatro italiano, dominaba tanto la «comedia all’improvisa» como la cortesana. De Lope de Rueda hay que pensar que una parte de su repertorio está específicamente concebido para este tipo de representaciones: los dos coloquios de Camila y Tymbria, el Coloquio Prendas de Amor y la Comedia llamada Discordia (si es que es suya). También las «Cuestiones de Amor», que Lope de Rueda asume y que Timoneda coloca frente de sus tres comedias, son de indudable gusto cortesano7.

27. ¿Cómo había nacido y se había ido consolidando una práctica escénica populista y al margen del control de las clases que detentaban el poder cultural? ¿Cómo es posible un fenómeno de estas características? A nuestro modo de ver las cosas, la configuración de una práctica escénica populista en España sigue siendo un gran misterio, en buena medida porque faltan estudios de su desarrollo en tanto que hecho teatral global. Sin embargo, y a falta de posteriores estudios, sí se pueden avanzar algunas hipótesis. La primera es, sin lugar a dudas, su estrecha conexión con el teatro religioso. Es en el interior de éste donde se va conformando un gusto teatral de las capas populares, un hábito de espectáculo público, y en la medida en que se conforma ha de ir apareciendo, necesariamente, una presión de ese público sobre el propio espectáculo, en el que aspira a ver reflejadas sus tradiciones culturales y sobre el que pugna para apropiárselo. La historia de cómo esa presión fue aumentando hasta hacer del viejo drama religioso una comedia semiprofana o hasta reconvertir parte de los espectáculos en el interior de las iglesias en fiestas de regocijo y aun en ganar   -26-   espectáculos completos en fechas tradicionales (la de los inocentes, por ejemplo), para la diversión, es bien conocida en toda Europa, como bien conocida es la preocupación creciente de la Iglesia por este proceso, preocupación que irá desembocando, a lo largo de los siglos, en la decisión de sacar de las iglesias los espectáculos teatrales. Una pieza absolutamente clave en esta evolución debió ser Diego Sánchez de Badajoz. En sus farsas el tema se ha independizado ya de la circunstancia religiosa de la representación (sólo dos de sus doce farsas navideñas tratan hechos propios de la historia navideña: la Farsa de la salutación y la Farsa de los doctores), la exigencia de adoctrinamiento religioso se compatibiliza con una comicidad muy elaborada que aporta toda una galería de personajes con gran porvenir dramático: el soldado fanfarrón, la negra, el diablo... Sus farsas consolidan la escena cómica de unidad interna y cerrada sobre sí misma, a modo de paso, o asumen el prólogo a la manera de Torres Naharro. Sus farsas, finalmente, se conectan con la participación popular activa en las fiestas del Corpus a través de los encargos de los gremios a que responden. La participación civil y laica en los autos del Corpus representa un momento avanzado de esta evolución, pues si bien la teatralidad del Corpus sigue estando bajo el control y la supervisión de la Iglesia, el espectáculo se ha municipalizado. Y no hay que olvidar, sino insistir, en el papel determinante que tuvo la fiesta del Corpus en la formación de las primeras compañías profesionales, cuajadas precisamente, a partir de los años treinta, para aprovechar los contratos para representaciones en la fiesta, lo que condicionó hasta su vigencia como tales, pues se formaban y disolvían en función del Corpus de cada año.

28. Resulta difícil saber, hoy por hoy, hasta qué punto La Celestina y, sobre todo, Torres Naharro, están en la base de la práctica escénica populista de los actores-autores. Lo que es indudable es que crearon toda una tradición de textos epigonales, por un lado, y que Torres, por el otro, había elaborado, desde dentro del teatro cortesano, una propuesta teatral alternativa al teatro cortesano español, y que ambos elementos, la tradición textual y la formulación de un modelo de comedia, habían de venir a converger, con el tiempo, con las propuestas de las compañías italianas a la hora de cristalizar la práctica de los actores-autores populistas. La Celestina parece claro que jugó el papel de aportar todo un repertorio de situaciones, esquemas conflictivos y personajes de indudable porvenir a lo largo de la primera mitad del siglo, sobre   -27-   todo a partir de su reutilización dramática por la Himenea de Torres Naharro. De la influencia de ambas, con aportaciones ocasionales de Tres Pastores y de Plácida y Victoriano de Encina iba a engendrarse toda una tradición textual (obras de J. del Güete, A. Ortiz, F. de las Natas, A. Díez, J. Uceda de Sepúlveda, B. Palau, L. de Miranda...) que juega, fundamentalmente, sobre el esquema de La Celestina filtrado, en la mayoría de los casos, por la Himenea: el amante consigue o está a punto de conseguir, clandestinamente, y gracias a la ayuda de algún criado o de una alcahueta, a la amante, lo cual entra en conocimiento del marido, el hermano o el padre de ella y se plantea, entonces, un conflicto de honra. Generalmente el deseo clandestino y su choque frontal con la defensa de la honra familiar se resuelve en matrimonio y final feliz, excepto en algún caso excepcional, de final trágico, como la anónima Farsa a manera de tragedia8. Muchas de estas obras siguen el modelo de la «comedia a fantasía» de Torres Naharro, con su prólogo y sus cinco actos (el Auto de Clarindo, no obstante, divide ya en tres actos). Pero además entroncan con otras tradiciones, como la de la égloga pastoril (pastores son los personajes de la Farsa a manera de tragedia, y la Comedia Grassandora, muy influida por Encina, parece una pieza de bodas), o como la del teatro religioso, y abren nuevas expectativas, que tendrán amplia repercusión posterior: la picaresca estudiantil en la Farsa salmantina, el tema de la identidad oculta (a la manera latina) en la Tidea, etc.

Pero el esquema conflictivo, los personajes-tipo, la estructura en «introito» y cinco actos, no agotan la propuesta de Torres Naharro, continuada por esta tradición. En Torres Naharro se daba, tanto teóricamente como en la práctica, una muy lúcida idea del carácter de la comedia: «artificio ingenioso» presupone la enredada complicación de la intriga, y el sometimiento a ella de todos los demás elementos, y ésta es precisamente la «diferencia» entre las comedias «a fantasía» y las «a noticia»: no se trata sólo de la oposición entre libertad imaginativa (novelesca) y realismo, sino también de la que existe entre complicación argumental y desenlace, por un lado, y linealidad argumental y final abierto, por el otro. Con las comedias «a fantasía», es obvio repetirlo, Torres estructura la comedia (la articula orgánicamente), concede el predominio a la intriga ingeniosa, amplía enormemente el censo de personajes, establece el doble plano de amos y criados, enfrenta deseo y honra,   -28-   tragedia y comedia, acumula circunstancias de capa y espada... formula una propuesta, en definitiva, que vendría a converger con la propuesta teatral de la comedia erudita y que estaría en la base de la concepción de los actores-autores. Lo extraño es que esto lo hiciera desde el interior de una práctica escénica cortesana, pues ésta, en España, evolucionó en un sentido muy diferente. Si enmarcamos a Torres Naharro en la tradición cortesana española su propuesta teatral es inexplicable y completamente excéntrica. Sólo si tenemos en cuenta que ejerce de dramaturgo cortesano en Italia, justo en los años en que comienza a despertar en las cortes italianas la fórmula de la comedia erudita, y lo imaginamos inmerso en las tertulias y discusiones que vieron nacer la comedia renacentista, podremos entender históricamente la génesis de su propuesta teatral. Pero Torres Naharro no llegó a España tan sólo de las manos de las compañías italianas, que traían una fórmula teatral muy semejante a la suya. Torres no es sólo un recuperado de Italia treinta o treinta y cinco años después. Si su fórmula teatral converge, en Italia, con la de la comedia renacentista, sus textos debieron ser muy leídos en España, dadas las nueve ediciones de la Propalladia entre 1517 y 1573 (seis en España) y la larga serie de imitadores que le siguieron en la península en cuanto a esquemas, personajes y situaciones, si bien no tanto respecto a la fórmula misma de la comedia. Tal vez no sea pura erudición de librero, sino conciencia de estas dos causas, la transmisión interna y la convergencia con la fórmula teatral renacentista de los italianos, lo que hace decir a Timoneda que Torres, con su teatro en verso, y Rueda, con el suyo en prosa, son los impulsores del nuevo teatro representable.

29. A partir de la práctica escénica del teatro religioso, y de la tradición textual derivada de Torres Naharro9, esto es, a partir de un teatro que nada tiene de popular en sus orígenes, se conforma un conglomerado de temas, esquemas conflictivos, personajes y situaciones-tipo, de gran aceptación popular, al que habían de permanecer fieles los actores-autores españoles (pruebas las hay abundantes, pero basta la constatación de la utilización por Lope de Rueda y Timoneda de personajes, situaciones y conflictos del teatro religioso y de la tradición de Torres Naharro), y desde el que adoptarían, y por tanto transformarían, la propuesta teatral   -29-   de las compañías italianas. Se suele dar a 1508 el honor del nacimiento de la comedia italiana, con la representación el 5 de marzo, en el teatro ducal de Ferrara, de la Cassaria de Ariosto: ocasión y autor, por tanto, plenamente cortesanos. Sin embargo, y a partir de este momento, el teatro italiano va a desplegarse con una gran variedad de manifestaciones que abarcan desde las populares farsas villanescas y «commedie all’improvisa» hasta las tragedias cortesanas, pasando por la comedia burguesa (Brosellino). No podemos calcular con precisión qué tipo de repertorio trajeron a España las compañías italianas. Sabemos que en algunos casos, pocos, y para ocasiones muy concretas, sus representaciones, a cargo de ilustres directores (como los dos de los Intronati), tuvieron un carácter eminentemente cortesano. Pero el tono general lo dieron aquellas compañías profesionales que, a partir de la llegada de Il Mutio a Sevilla, en 1538 (y su influencia sobre Lope de Rueda ha sido ampliamente imaginada), no cesan de llegar hasta que en 1597 tenemos la última referencia del siglo en España: los italians que actúan esa temporada en Valencia. Y estas compañías debieron representar fundamentalmente «commedia dell’arte». Ganassa se hizo famoso como «zan» y el único texto suyo conservado es precisamente un fragmento de «commedia dell’arte». En cuanto a Drusiano Martinelli fue un famosísimo Arlequín. Debió influir también el que la «commedia dell’arte», dada la importancia de la mímica, la desnudez del escenario, etc., fuera fácilmente comprensible para unos espectadores españoles que no entendían el italiano, y fácilmente representable en escenarios todavía provisionales o inestables. Sin embargo, todos los datos tienden a relativizar mucho los problemas de la lengua en el teatro del XVI (el éxito de las compañías italianas, la facilidad con que el teatro en castellano se impuso en las nacionalidades de diferente lengua, la misma mezcla de lenguas en tantas obras de la época, etc.), pues el teatro es, por encima de todo, espectáculo y no sólo texto, aparte de que algunas compañías italianas, y muy especialmente la de Ganassa, acabaron por representar en castellano, y de que diversos «capocomici» italianos formaron compañía con actores españoles (Abagaro Franco Baldi). No es de extrañar, por tanto, que representaran frecuentemente autos del Corpus y que ganaran a menudo (ya desde los tiempos del Il Mutio) los concursos por los mejores carros. ¿Pero representaron «commedia dell’arte» en las numerosas incursiones que realizaron en el teatro privado?, y ¿todo lo que representaron en los corrales fueron espectáculos «all’improvisa»? Ganassa define a su compañía de diez miembros como «actores de comedias y farsas a lo italiano»,   -30-   y es muy probable que, en bastantes ocasiones, lo que realmente representaran fueran auténticas comedias. Debió ser a través de sus representaciones, fundamentalmente, como hombres de la formación cultural de Lope de Rueda (otra cosa son Sepúlveda y Timoneda) pudieron tener acceso a la comedia erudita, y de que lo tuvieron no cabe la menor duda. Los engañados se inspiran directamente en Gl’Ingannati y Medora tiene como fuente La zingana. No hay que olvidar tampoco la declaración de Lope de Vega en el Arte Nuevo en la que considera a Rueda como autor clasicista o poco menos10. Y nos queda, por último, ese precioso testimonio de un viajero italiano que, en 1610, estuvo en Sevilla y a quien los viejos del lugar comentaron que Ganassa «cominció a recitare all’uso nostro (italiano)... onde guadagnó molte in quelle città, e dal practica sua impararono poi gli Spagnuoli a fare le commedie all’uso hispano, che prima non facevano» (cifr. Falconieri (1957)). Desde su llegada a España hasta 1590 las compañías italianas cuentan sus actuaciones por éxitos (conocida es la frase atribuida a Ganassa por Zapata, según la cual aquél reconocía haberse hecho rico en España encerrando asnos en los corrales), y su influencia sobre los actores-autores y los posteriores dramaturgos barrocos, entre ellos Lope de Vega muy especialmente, está bien documentada. A partir de 1590, sin embargo, sus actuaciones en España van de fracaso en fracaso: realizado su papel histórico y comenzada a caminar la comedia barroca, no podían ya competir con ella (Falconieri).

30. El impulso recibido de las compañías italianas vino a operar, sin embargo, sobre un movimiento ya en marcha, sobre un caldo de cultivo y una coyuntura favorables generados a partir de la progresiva laicización de la práctica escénica religiosa, de las convocatorias del Corpus, de la tradición de lecturas de La Celestina y La Propalladia. En 1538 llega Il Mutio a Sevilla, pero es que en 1538 tenemos ya noticia, aunque vaga, de un primer proyecto de compañía española, la de los Correas de Toledo (Villalón11) que representaron «comedias que en Castilla llaman farsas». El movimiento espeso de entradas y salidas en España de compañías italianas no puede, bajo ningún concepto (al menos desde los   -31-   datos hoy conocidos) anticiparse a 1550, y sin embargo a Lope de Rueda cabe suponerlo en marcha desde, como mínimo, la mitad de la década del 40. En 1553, por otra parte, escribe Felipe II al virrey de Valencia, Duque de Maqueda, comunicándole que el librero Johan Timoneda solicita permiso para editar las obras que ha compuesto, «assí de coplas como romances, chistes, comedias, farsas, autos de sagrada scriptura y otras de varias historias», y las obras más antiguas que conocemos de Timoneda, dentro de la Turiana, carecen de influencia italiana. Pero es que en 1542 Lope de Rueda aparece ya testimoniado en relación con los autos de Sevilla, y en 1551 ha normalizado su profesión de actor-autor tanto como para participar, en Valladolid, en las celebraciones por el regreso de Flandes del príncipe Felipe. Entre 1545 y 1551 eran ya habituales, en casa del Duque de Medinaceli, las «comedias e obras graciosas», según testimonio de Pedro de Montiel en el pleito que Lope de Rueda puso a la casa de Medinaceli en 1554. Y en ese mismo año de 1554 Rueda representará en Benavente, en casa del conde, ante Felipe II, que va camino de Inglaterra... Desde 1550 las noticias abundan, y nos documentan a un Lope de Rueda errante por la geografía española. Pero no es sólo él, sino también Alonso de la Vega, que debió pertenecer a su misma generación. Y junto a ellos, cohesionados y promocionados a la categoría de poetas dramáticos (deslindada de la de «graciosos representantes») por obra y gracia de Timoneda, toda una cohorte de actores atestiguados, en dos promociones, por la documentación de la época: los Correas, Hernando de Córdoba, Pedro Navarro, Cisneros, Alonso y Jerónimo Velázquez, Pedro Saldaña... todos esos «representantes», en una palabra, a los que Timoneda ofrecía sus libros como instrumento de trabajo, o de cuyas representaciones pretendían extraer beneficios las Cofradías de la Pasión (1565) y de la Soledad (1567), o cuya actividad incesante permitía ya dar el nombre de carrer de les comedies a una calle valenciana en 1566. Si tomamos como modelo a aquel de quien más noticias hemos conservado, y que más famoso se hizo, Lope de Rueda, y si atendemos (aunque con reservas) a testimonios como el de Agustín de Rojas, habremos de concluir que si todos ellos crearon el modelo de la compañía profesionalizada (con mayor o menor grado) e itinerante, fue porque con ellos la práctica escénica escapa al mecenazgo y al encargo circunstancial y acude a buscar su público allí donde se encuentra; la fijación a un lugar y la vinculación a un señor de Encina, Naharro, Gil Vicente, ha desaparecido, y tienen que moverse para poder sobrevivir. En esa misma medida están   -32-   abriendo las puertas (al margen de sus incursiones, siempre provisionales, en el teatro privado) a una práctica escénica populista.

31. Todo en su teatro, desde el montaje hasta el texto, pasando por el público, pasa a configurar, orgánicamente, esta práctica. Si nos preguntamos, en efecto, qué representaron estos autores-actores, nos encontramos con una sorpresa que no lo es tanto: entre 1540 y 1575 (en que empieza la oferta de textos clasicistas) apenas se nos han conservado unos pocos textos: los de Lope de Rueda y Alonso de la Vega, los de Timoneda y de Sepúlveda, el de Navarro y la anónima Farsa Rosiela... poco más. Es poco pensable que representaran textos de la tradición pastoril cortesana12 o de la de circunstancias políticas, que se agotaban en el momento de su consumo escénico. No tenemos tampoco pruebas de que representaran los textos de la tradición naharresca-celestinesca. Sí sabemos que representaban entremeses y autos del Corpus, pero también sabemos que su actividad se alargaba a través de todo el año, mucho más allá, por tanto, de la convocatoria puntual de la fiesta eucarística. La deducción parece obvia: durante esos treinta y cinco años no pudieron representar más que textos como los conservados en la Turiana, primero, o como las comedias italianizantes de Lope de Rueda, después. Y si no se nos han conservado es precisamente porque carecían de vocación literaria, porque renunciaban a pensarse como textos, esto es, como palabra escrita; porque existían en tanto puros soportes orales de espectáculos fundamentalmente divertidos. Sus autores lo son en la medida en que son actores, y sólo en esa medida. Únicamente gracias a Timoneda se nos han conservado los de Rueda y Alonso de la Vega, y sólo a partir de él se establece la dicotomía representante-poeta. Hasta ese momento lo que tenemos son autores-actores que se enfrentan a su público con un repertorio de personajes (la mayoría procedentes del teatro religioso español, una minoría del teatro italiano), unas intrigas amorosas apenas débilmente hiladas, unas situaciones cómicas perfectamente tipificadas (los pasos y aun otras que no lo son, pero se repiten de comedia en comedia), y, sobre todo, una técnica y una experiencia de actor aprendidas en la «commedia all’improvisa», y todo este conglomerado de elementos empieza a montarse y conjuntarse sólo con la representación, que   -33-   es el verdadero motor de su condición de autores (de ahí la importancia y el énfasis que Timoneda ponía en la naturaleza «representable» de sus obras). Si analizamos los textos de los autores-actores (excluyendo la comedia de Sepúlveda y Las tres Comedias de Timoneda, auténticos intentos de «comedia erudita» a la española) notaremos de inmediato su falta de arquitectura textual; su configuración a base de unidades cerradas en sí mismas, cada una de las cuales relanza la acción y la culmina en su propio marco; la posibilidad de operar cambios de orden entre estas unidades autónomas sin que la obra cambie de sentido; el predominio total de lo catalítico sobre lo funcional, pues cada cuadro o escena se limita a establecer rápidamente (cuando lo hace) su conexión con el conjunto de la intriga, para pasar de inmediato a lo verdaderamente importante: la apropiación de la escena por un personaje cómico que se convierte en su centro y la transforma en espectáculo divertido, donde lo de menos es su utilidad para el desarrollo de la acción; el inventario cerrado de recursos cómicos utilizables en cualquier momento: los catálogos de insultos, la lengua de trapo de la negra, el vizcaíno, el portugués enamorado, el chisporroteo surrealista de las bravatas del fanfarrón, las palizas... y en esos recursos lo que importa no es el elemento textual, sino la entonación, la mímica, el movimiento que el actor es capaz de desplegar a partir, y sólo a partir, de ellos. Se trata, indudablemente, de la lección aprendida de la «commedia dell’arte», cuyo principio básico se reproduce aquí: un inventario de personajes, de situaciones y de intrigas perfectamente tipificados, sobre un escenario desnudo y en las condiciones de la más absoluta indeterminación temporal, se combinan aleatoriamente para producir un espectáculo, nuevo hasta cierto punto en cada representación, pero el mismo en el fondo tras todas las representaciones. El actor y el público son las justificaciones últimas de esta teatralidad, no el texto. Los actores-autores, fuertemente impregnados de la materia teatral tradicional, no imitaron los productos de la «commedia dell’arte», sino sus mecanismos esenciales, adaptándolos a la tradición hispánica. Incluso cuando se plantaron ante la comedia erudita (volvemos a excluir a Sepúlveda y al segundo Timoneda) lo hicieron desde el mismo planteamiento, y desarticularon la lógica construcción de ésta, la poderosa estructura de la intriga, redujeron pasajes no directamente espectaculares, eliminaron los fragmentos más literarios, introdujeron personajes tradicionales, etc. En una palabra, las «descendieron» al nivel de la práctica escénica populista de la que eran, indiscutiblemente, maestros.

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32. Y de hasta qué punto la práctica escénica populista se consolidó en el tercer cuarto del siglo hay pruebas abundantísimas: la formación de las cofradías para la explotación de los beneficios teatrales, a partir de 1565, los pleitos entre ellas, las proliferación de corrales, provisionales primero, estables después, en todas las ciudades españolas en las décadas de los setenta y ochenta, la colaboración de los propios actores en la financiación de las reformas, bien sintomática de sus expectativas de ganancia... El mismo hecho de que ya en 1566 exista una «calle de las comedias» en Valencia, que aún hoy conserva el nombre, remite al espesor de las representaciones en ese lugar y ese año. Pero es que, en 1579, cuando Tárrega y Lope no han comenzado a ofertar sus primeras comedias, en Madrid coinciden, representando simultáneamente, tres compañías: la de Ganassa, la de Salcedo y la de Osorio. Y la prisa con que se hacen las reformas en los corrales hasta ahora provisionales, para convertirlos en estables, o con que se adaptan casas y patios a su nueva función de teatros públicos, o incluso la prisa con que se inauguran, aún con las reformas a medio hacer, dan prueba del crecimiento acelerado de una demanda teatral creada en buena medida por la práctica escénica populista. Un dato precioso es el que nos recuerda la iniciativa de Jerónimo Velázquez de hacer una representación matinal sólo para mujeres, el 10 de febrero de 1586 en el corral del Príncipe, y el éxito que tuvo la iniciativa: «estando la casa llena de mugeres...» (760 según la cifra de ingresos). Otro dato, no menos precioso, nos lo proporciona el pleito de 1575 entre la cofradía de San José de Niños Expósitos, de Valladolid, y el actor Mateo de Salcedo: los testigos declaran que muchos «autores de comedias» han acudido a la ciudad con sus obras, representando con preferencia en el corral de la Puerta de Santisteban (¿corral construido a iniciativa de Lope de Rueda?), desde hacía diez o doce años, y cuando coincidían varios en unas mismas fechas solían reñir por la asignación de este corral, ya que estaba muy cerca de los colegios y proporcionaba abundante parroquia estudiantil. ¿Cómo no explicarse, desde este contexto, la presión que debió sufrir un profesor universitario como Lorenzo Palmyreno, por parte de sus propios estudiantes, cuando escribe en 1574 su Fabella Aenaria, en la que declara dejar de lado las normas de la comedia terenciana para imitar las farsas hispánicas? Pero tal vez el más precioso dato de esta presión de la demanda, en una época en la que aún no ha comenzado a instalarse sobre los escenarios el «arte nuevo», es el que nos proporcionan las protestas municipales contra las representaciones en días laborales, pues «los más de los oficiales   -35-   acuden a oír las dichas comedias y representaciones y dejan sus oficios y tiendas y hacen grandes fiestas al pueblo, además de que los mismos y sus haciendas padecerán daño de sus mugeres y hijos». Aunque probablemente con exageración estas protestas reflejan la expectación de ciertas capas de la población por la fiesta teatral, para contemplar la cual no dudan en abandonar su trabajo (si es que lo tienen). Claro que sólo ciertas capas de la población, como contestan Jerónimo Velázquez y Pedro de Saldaña, en la Sevilla de 1583, a las protestas del municipio: quienes van al teatro, en número de trescientas o cuatrocientas personas, son fundamentalmente clérigos, mercaderes, caballeros rentistas, algunos oficiales, y, eso sí, mujeres. En general: «no son los que tienen casa, hijos y mujeres que mantener». Y en ello estamos plenamente de acuerdo: la práctica escénica populista implica un auditorio público, más popular indudablemente que el de los palacios y las mansiones privadas, pero no un auditorio configurado básicamente por las capas trabajadoras de la sociedad. Creemos -y aunque esto ha de ser objeto de otro trabajo, que investigaciones en curso sobre la composición del público en Valencia, los precios de las entradas y los índices del coste de la vida, están realizando los profesores Sureda, Mouyen y Sirera13, preparan- que el público de los corrales se vertebró fundamentalmente sobre el eje de la caballería urbana y las clases medias, con aportaciones abundantes, eso sí, y sobre todo en el modelo madrileño, de población flotante, criados y aun capas del lumpen y de la picardía metropolitanas. La población trabajadora -desde los oficiales gremiales a los asalariados urbanos, pasando por el pequeño campesinado y los jornaleros agrícolas- no fue público habitual de corrales y casas de comedias, y cuando asistió al teatro de corral lo hizo, especialmente, en fiestas señaladas y celebraciones municipales14.

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33. A ese público urbano de capas medias se dirigió fundamentalmente Timoneda con la declarada intención de dar satisfacción a sus necesidades y demandas culturales15. Desde su privilegiada posición de librero y editor, el escritor valenciano contó con la ocasión y los medios necesarios para potenciar y fijar la práctica escénica populista. Al publicar las obras de Lope de Rueda y Alonso de la Vega, ofreciéndolas a los comediantes como material de trabajo, Timoneda concedió entidad literaria a este teatro anónimo. Pero, para ello, el autor de El Patrañuelo tuvo que pulir y recomponer los guiones cómicos sevillanos, puesto que en ellos, dada la condición de actores de sus creadores, se daba primacía a los elementos espectaculares en detrimento de la trabazón textual de las obras. Timoneda, cuyos conocimientos dramáticos se habían ido forjando no sólo en la atenta lectura de Torres Naharro o de los clásicos latinos, sino también en la puesta en escena de autos y comedias, dio un paso decisivo en la formalización de la práctica escénica populista con Las tres Comedias. Al publicar estas obras Timoneda romperá la identificación actor-autor, transformándose en el escritor profesional que compone piezas para las compañías itinerantes; por otra parte, al tomar a Plauto (y Ariosto) como fuente, poniéndolo «en estilo que se pueda representar», esto es, reconvirtiendo la comedia plautina al gusto hispánico, el escritor valenciano conseguirá elevar la calidad literaria de este teatro al tiempo que otorgará un mayor rigor a su arquitectura textual. Con sus tres comedias de 1559 Timoneda creará una auténtica comedia erudita a la española de orientación y vocación netamente burguesas16.

34. La nobleza, encerrada durante la primera mitad del siglo en la sacralización de sus propios rituales, va a verse sorprendida por esa práctica escénica populista que juega, en buena medida, al   -37-   margen de la esfera de su dominio tanto fáctico como ideológico, y va a asomarse curiosa al nuevo espectáculo, y en la medida en que, muy pronto, es capaz de comprender sus posibilidades de éxito, va a intentar organizarla como hecho social, de un lado, y de reorientarla ideológicamente, del otro. Desde el punto de vista de la organización, el hecho teatral se convierte en una preocupación constante de gobierno y fuente de toda una serie de actos legislativos y ejecutivos que regularán hasta sus más mínimos aspectos. La Iglesia, por su parte, y dentro del espíritu contrarreformista, tratará en todo momento de hacer del teatro, como de las artes en general, un instrumento útil a sus propios intereses ideológicos, y si bien no duda en impulsar las manifestaciones teatrales a través de las fiestas patronales, las del Corpus, o las representaciones en catedrales, monasterios y conventos (aunque en estos últimos su actitud es ambigua), para no hablar del teatro de jesuitas, se muestra recelosa -sobre todo después de 1580- frente a los «excesos» de la comedia, lo que llevará a sectores influyentes y representativos de la misma a feroces diatribas contra el teatro y a reiteradas peticiones de cierre. En última instancia, esta actitud crispada y alerta de la Iglesia, con su cuestionamiento de la licitud moral del teatro, conducirá a resituar permanentemente a la comedia en límites aceptables para la ortodoxia contrarreformista. El resultado de su acción fue no tanto la desaparición del teatro público como su control. Quién sabe a qué desviaciones ideológicas o a qué planteamientos subversivos podría haber conducido el teatro de corral de no ser por la amenaza, siempre presente, de teólogos y moralistas... Tentaciones las hubo, y muchas, sobre todo en la vertiente «frívola» de autores y público. Pero la autocensura fue el precio de la supervivencia.

35. Desde el punto de vista de la reorientación ideológica hay que constatar que ésta venía facilitada por un hecho indiscutible: la afición de la propia aristocracia a la comedia «frívola» de enredo y de capa y espada, de ambiente palatino o urbano, de tipos apicarados, de industrias ingeniosas, de orígenes perdidos y de identidades ocultas, de juegos amorosos y de estrategias de engaño. Se cansan de repetir los contemporáneos (C. Boyl, Suárez de Figueroa...) que las comedias de ingenio, o de capa y espada, son las que gustan más al público distinguido, mientras que las de «cuerpo» o tramoya son de preferencia popular. Y es que, en su origen, también la comedia de «ingenio» nace en los palacios y de las tradiciones literarias cultas (Torres Naharro, Gil Vicente).   -38-   Desde esta perspectiva, la nobleza, a través de sus autores más representativos, reciclará la comedia en función de sus propios intereses ideológicos y de sus gustos: los burgueses de la comedia erudita italiana, o los burgueses y menestrales de los italianizantes españoles (recuérdese la referencia del Arte Nuevo a Lope de Rueda17) se convertirán en caballeros, y los conflictos surgidos del deseo amoroso o de los intereses económicos más desnudos girarán rápidamente hacia conflictos de honra y honor caballerescos. A partir de 1577 con Los Amantes de Rey de Artieda, y de 1579 con las representaciones de Juan de la Cueva en Sevilla, comenzarán (simultáneamente a las propuestas clasicistas) los primeros intentos de formular esa nueva teatralidad que, desde los intereses ideológicos y los gustos cortesanos, asuma la aportación de la comedia italiana y de los espectáculos de los actores-autores, y, definiéndose como teatralidad pública, proporcione una alternativa a la práctica escénica populista.

36. Es una auténtica desgracia el que se hayan perdido las comedias de Rey de Artieda, pues resulta obvio que su única obra teatral conservada Los Amantes, define precisamente la transición entre la tragedia clasicista y la nueva comedia (cosa que confirman, por otra parte, sus textos teóricos)18. Descartado Rey de Artieda es indudablemente a Tárrega a quien corresponde la primera formulación plena del nuevo gusto teatral cortesano. Cuando a principios de 1589 llega Lope a Valencia, con sus 26 años y unas pocas comedias a cuestas, debió conocer muy pronto a uno de los hombres de letras más respetados, ya por entonces, de la ciudad de Valencia, el canónigo Tárrega, que tendría entre los 33 y los 36 años, había escrito y representado probablemente tres de sus comedias y estaba escribiendo, o iba a escribir en ese mismo año, la que sería primera formulación plena de la comedia nueva: El Prado de Valencia. Del conjunto de sus cinco primeras obras, la primera en el tiempo, Las suertes trocadas y torneo venturoso, es una ampliación poco modificada del viejo modelo de drama-fasto, con su falta de articulación del conjunto textual en torno a una acción invertebrada; con su énfasis en los momentos más espectaculares -cuadros de gran aparato- que culminan en el apoteósico   -39-   torneo final, y que llegan a independizarse de la acción; con la inserción de escenas cómicas no funcionales, a la manera de las églogas pastoriles (aquí se da un casi paso de estudiante pobre; en El esposo fingido, otra de sus obras primerizas, hacen acto de presencia un baile rústico y una disputa de vieja y escudero); con su oralidad aparatosamente retórica (teatro del exceso verbal). Pero los elementos del teatro cortesano abundan en todas sus obras, no sólo en las primeras: la persistencia del mundo pastoril sublimado se proyecta sobre La perseguida Amaltea, la dependencia de acontecimientos políticos y la afición a los motivos del fasto (cerco y asalto de ciudades) reaparecen en El cerco de Rodas, en El cerco de Pavía y en La sangre leal de los montañeses de Navarra. El motivo del desfile cortesano es exhaustivamente narrado en El Prado de Valencia. Sin embargo, no quisiéramos insistir tanto en la presencia de tales o cuales motivos presentes en su teatro, como en la misma concepción escénica.

Sus primeras obras, en efecto, exhiben una gran cantidad de personajes, impropia para ser asumida por las compañías profesionales del momento, que sólo con un ajustadísimo doblaje podrían representarlas, lo que prueba o bien que no fueron compuestas para ser representadas por compañías profesionales o bien que Tárrega no era plenamente consciente del principio de economía de personajes a que le obligaba el teatro público. Y en sus obras posteriores, la media baja. Como baja la densidad de la palabra, que en sus primeras obras es altísima (5,1 versos por réplica en La duquesa constante), y funciona con una gran autonomía respecto a la acción, con frecuentes zonas muertas (afuncionales), largos monólogos, diálogos que son más bien acumulaciones de parlamentos sin intercambio, sofisticados juegos de ingenio (a la manera de Luis Milán), más propios de academia de nocturnos o de salón cortesano que de un teatro público. Pero esa densidad y autonomía de la palabra contrastan (como en el primer Lope, por otra parte) con una concepción esencialmente espectacular, en la que abundan los movimientos complejos y profusamente acotados (según Weiger (1978),Las suertes trocadas podrían seguirse exclusivamente por el movimiento acotado) que no necesitan de la palabra más que como elemento de apoyo; concepción espectacular, sí, pero de complicado aparato, que aboca con frecuencia al espectáculo dentro del propio espectáculo, o que remite a torneos, desfiles y procesiones, cuadros festivos y mascaradas. El escenario, si bien es ya claramente polivalente, abunda en toda clase de especificaciones escenográficas, que lo convierten en un escenario rico,   -40-   complejo, a menudo compartimentado (sobre todo en los grandes cuadros de aparato) en múltiples zonas bien diferenciadas, y en el que Tárrega gusta situar complejos efectos escénicos: las tres galeras de La Duquesa constante, el eco de El Prado de Valencia, las variadas sorpresas de La fundación (una roca que se abre y aparecen dentro la Virgen y una cohorte de santos, una mano que baja del cielo con pan y agua en una calderilla, una cárcel que se incendia y «el rey entra entre llamas» y, claro está, «sale el rey ardiendo todo», el ahorcamiento de Armengol y la intervención salvadora de la Virgen y los Ángeles). Por último, la abundancia enorme de acotaciones, en sus primeras obras, y que Tárrega redacta como auténticas instrucciones de montaje -como si él fuera el propio «autor» y los actores necesitaran de las más elementales consignas- o la estructura en cuadros de gran aparato y espectacularidad, acaban de configurar una concepción escénica espectacular y sofisticada, de grandilocuencia retórica y riqueza escenográfica. Su teatro es, todavía, un teatro de lujo, emparentado directamente con el espíritu de la teatralidad cortesana, aun cuando ha absorbido ya tanto propuestas clasicistas (La duquesa constante y El esposo fingido son dos tragedias viruesianas reconducidas a última hora al final feliz) como las italianistas (el enredo es un mecanismo esencial en sus comedias, con cartas y objetos trocados, malentendidos y equívocos, sortijas extraviadas, muertes aparentes, locuras ariostescas, estrategias de engaños e intrigas amorosas: la comedia, y sobre todo El Prado de Valencia, configura la vida como un arte de la intriga), pero la síntesis resultante es una síntesis «a dominante» cortesana, tanto por la concepción escénica como por la ideológica. En efecto, no sólo el paradigma de personajes se articula enteramente sobre caballeros, criados, oficiales y soldados, sino que el texto entero es concebido desde la propaganda ideológica, en la que pasan a ocupar un primer plano los adoctrinamientos sobre la honra (que subordina el tema amoroso), la exhibición de los valores nobiliarios (el honor, la lealtad, el valor y la fuerza), la exaltación de la Iglesia militante (La Fundación es un magnífico ejemplo) y, por último, la explicitación de un nacionalismo español (por primera vez, en Valencia, con tal carácter programático) y de un canto apoteósico a la monarquía19.

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37. Al margen de que algunas de sus primeras obras pudieran haberse representado en mansiones privadas, como la propia tragedia de Rey de Artieda, hay que deducir que el grueso de su obra (de algunas de las tardías hay constancia de su representación comercial en Zaragoza: A. San Vicente) fue escrito para La Olivera como teatro público, en el que actuaban compañías profesionales y en el que se había roto la vieja comunidad de texto y circunstancia, de autor y actor y espectador, de escenario y sala. Pero también en esto La Olivera tuvo un carácter de primera síntesis, pues no siguió el modelo del corral madrileño sino que, sin público de pie, con un escenario a poca altura y con una clientela predominantemente noble y burguesa (caracteres que se acentuarían en 1618, al techarse y adquirir rasgos monumentales de coliseo a la italiana), responde con perfecta sincronía a la tonalidad de las propuestas de los autores valencianos. Todo configura esta primera síntesis, por tanto, esta primera formulación de una práctica escénica barroca, como una síntesis en la que el eje de fuerza cortesano se impone como dominante, subordinándose a las otras prácticas escénicas.

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Bibliografía

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I.2. Panorama crítico de los estudios sobre la historia del teatro valenciano (Siglos XIII al XVII)

Josep Lluís Sirera


1. Etapa inicial

La historia del teatro valenciano en el período comprendido entre sus orígenes y el siglo XVII, ha empezado a ser conocida de una forma sistemática desde hace poco más de setenta años, gracias fundamentalmente a los trabajos de Henri Merimée, como luego veremos. Hasta ese momento, los datos recogidos habían sido bastante escasos y de tipo fundamentalmente biográfico; en este sentido, destacan una serie de diccionarios de literatos valencianos, iniciada con la obra de José Rodríguez: Biblioteca valentina (1700, pero publicada en 1747), continuada con los Escritores del Reino de Valencia (1747-1749), de Vicente Ximeno, y rematada en la Biblioteca valenciana (1827-1830), de Justo Pastor Fuster. Igualmente, tuvo gran valor la publicación póstuma que hizo Pedro Salvá del Catálogo de la biblioteca de su padre, Vicente Salvá (1872), donde las noticias editoriales se combinan con las estrictamente biográficas.

Trabajos de esta índole permitieron avanzar en el conocimiento del teatro de los siglos XVI y XVII, no así en el medieval. Igualmente, adolecían todos ellos de una falta de visión globalizadora, por lo que, aun siendo muy eficaces como instrumentos de consulta, no permitían la reconstrucción cabal de la historia del teatro valenciano. Algo se sabía, en cambio, del papel jugado por los autores de esta época en la historia del teatro español, gracias a estudios como los de Casiano Pellicer (Tratado histórico sobre el origen y el progreso de la comedia y del histrionismo en España, 1804), o, muy especialmente, Leandro Fernández de Moratín, que en sus Orígenes del teatro español (1830), aportaba una visión crítica de conjunto de gran utilidad en su momento. Igualmente, las antologías de obras como la de Mesonero Romanos (en la Biblioteca de Autores Españoles, 1857-1858) permitieron ir conociendo la producción de los autores valencianos de la época de Lope de   -44-   Vega, siempre dentro de las limitaciones ya descritas y de los límites cronológicos ya comentados.

Fue en 1840 cuando el opúsculo de Luis Lamarca, El teatro en Valencia, desde sus orígenes hasta nuestros días, inició una nueva etapa en el conocimiento de la historia de nuestro teatro, por dos razones: en primer lugar, intentaba una reconstrucción de la historia del teatro valenciano, no exenta -claro está- de lagunas y de errores, y en segundo lugar mostraba una comprensión plenamente «teatral» (si vale la redundancia) del teatro, ya que, frente a la consideración casi exclusivamente literaria del resto de los estudios, dedica una gran parte de la obra a hablar de la infraestructura teatral (haciendo una breve historia de los lugares de representación). La aportación de Lamarca, erudito liberal y neoclásico, buen conocedor del teatro de la época (fue crítico teatral en el Diario de Valencia), estimuló el interés de los eruditos «renaixentistes» por la historia del teatro valenciano, y así, hombres como José Serrano Cañete, Manuel Carboneres, José Serrano Morales, Teodoro Llorente, José Martínez Aloy, etc., fueron profundizando en el conocimiento de nuestro teatro, aportando nuevos datos, noticias... e, incluso, recogiendo materiales de todo tipo en sus bibliotecas, como fue el caso de Serrano Morales.

Pese al gran valor de la obra de Lamarca, ni éste ni los «renaixentistes» pudieron rellenar la época medieval más que a base de noticias inconcretas o confusas, si no erróneas. Empezó a cambiar esto, cuando tras la recopilación de materiales hecha por Manuel Milá y Fontanals en su obra inconclusa Orígenes del teatro catalán (1895), se estuvo en condiciones de poseer una visión estructurada del teatro medieval. Por otra parte, la introducción de métodos más científicos en la búsqueda de datos y documentos (mérito que hay que atribuir a Roc Chabás) permitió que a principios del siglo XX apareciesen los primeros trabajos de investigación modernos. Destaca en este sentido la obra de José Sanchis Sivera, La Catedral de Valencia (1908), así como la labor de Francisco Martí Grajales, que editó diversos textos y recogió abundante información biográfica en su Ensayo de un diccionario de los poetas que florecieron en el Reino de Valencia hasta el año 1700 (1927).

A lo largo del presente siglo, este tipo de trabajos de erudición han continuado produciéndose, aunque el tono de exaltación localista los haga poco fiables en más de una ocasión (cosa que ocurre, por ejemplo, con las obras de Gayano Lluch). Al hablar de los estudios más recientes sobre el teatro medieval, volveremos a ocuparnos de estos trabajos.



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2. La obra de Henri Merimée

Los «renaixentistes», pues, introdujeron en los estudios sobre la historia del teatro valenciano, el interés por la búsqueda de los orígenes, pero no se plantearon en ningún momento el papel que jugó en el conjunto del español. Éste fue el objetivo que se trazó el investigador francés Henri Merimée, quien trabajó en los archivos del Hospital y publicó en 1913 dos obras que iban a ser la piedra angular de todos los trabajos posteriores: Spectacles et comédiens à Valencia, donde se hacía un estudio exhaustivo de la infraestructura y la sociología teatral del Barroco valenciano, y L’art dramatique à Valencia, centrado en la producción dramática de los autores valencianos de esa misma época, que eran estudiados en conjunto como «escuela de Valencia», si bien se matizaba mucho esta expresión.

Ciñéndonos a L’art dramatique..., se inicia éste con una larga exposición sobre los orígenes del teatro valenciano, exposición subordinada a un leit motiv, que recorre todas las páginas de sus obras. Su propuesta de base se plantea en los siguientes términos: «les dramaturges valenciens ont-ils constitué au sezième siècle, c’est à dire, à l’époque où le théâtre espagnol se formait, un groupe assez cohérent et vigoureux, pour qu’un mot d’ordre, parti des rives du Turia, se soit imposé au loin?» (1913, pp. 642-643)20. Dicha pregunta, la responderá de forma reiterada a lo largo de toda la obra, articulando en torno suyo una teoría sobre la evolución del teatro valenciano, de forma tal que -de acuerdo con los principios positivistas que informan toda su producción- pueda deducirse con facilidad el efecto (la no existencia de dicha escuela) como consecuencia de unas causas que se remontan, las más remotas, al nacimiento mismo del hecho teatral en Valencia.

De conformidad con lo expresado, Merimée afirma al respecto que «en ce qui concerna les origines, un théâtre valencien n’aurait pu s’exprimer à pareille date qu’en langue Valencienne; or, malgré la tentative incertaine et polyglotte de Jean Fernande de Hérédo, malgré quelques locutions du terroir qui apparaissent de-ci-de-là dans les oeuvres de la même époque, comme des tares plutôt que comme des parures, la langue généralement adoptée est manifestement   -46-   la castillane; c’est à dire, que les dramaturges indigènes s’avancent à la remorque d’auteurs étrangers dont ils acceptent les leçons, les modèles et même le parler. Aux étapes suivantes, à celles que l’on désigne du nom du Rueda et de Lope de Vega, l’originalité Valencienne se laisse moins aisément frapper des suspicions. L’usage du castillan s’était suffisamment répandu dans la région pour qu’il cessait d’y paraître une importation suspecte, et les pièces, d’autre part, celles de Timoneda, celles de Castro et de ses pairs, imposent assez par leur abondance, par leurs mérites, par leur nouveauté pour que la tentation soit forte de les tenir pur des oeuvres d’avant-garde. Si toutefois on y regarde de plus près, on découvre bientôt qu’à ces deux tournants décisifs, celui de 1560 et celui de 1589, des dramaturges castillans sont venus résider à Valencia. Lope de Rueda et Alonso de la Vega, plus tard Lope de Vega, ont apparu opportunément pour donner un emploi à des vocations dramatiques qui languissaient incertainement. C’est à l’appel de ces deux étrangers, c’est après leur passage et par leurs soins, que la poussée dramatique s’est produite à Valencia. Voilà un fait contre lequel aucun raisonnement ne prévaudra jamais. Il atteste que loin de régler l’allure, les Valenciens ont emboîté le pas à des guides venus de Castille. La seule tentative qui ait eu peut-être son point de départ à Valencia, ce fut celle de créer une tragédie pseudo-classique, et encore faut-il tenir compte bien que «Los Amantes» soient antérieurs aux pièces de Cueva... La sève feconde, le renouveau de vie dont le théâtre valencien avait besoin, lui fut infusée bien moins par eux que par le Phénix dels Esprits. A aucun moment Valencia n’a trouvé en elle la force de créer un art dramatique vivace et original» (1913, pp. 646-647)21.

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Los postulados de Merimée, pueden resumirse fácilmente en los siguientes puntos:

1) No existencia de una escuela; aislamiento de los autores, que no alcanzaron tampoco ninguna repercusión fuera del ámbito local, al carecer de un jefe destacado22.

2) El aislamiento de autores y obras conlleva una dispersión de esfuerzos, así como la carencia de una línea definida de evolución y de concepción teórica del hecho teatral.

3) Esta indefinición permite la existencia de una fuerte influencia castellana que, como se ha visto, ahoga desde muy pronto los atisbos de personalidad de los autores autóctonos e imponen unos modelos que serán los seguidos mayoritariamente de forma tal que los rasgos específicos valencianos, de existir, no pasan de ser elementos secundarios sin apenas relevancia, o muestras de las vacilaciones propias de principiantes o segundones.

4) Consecuentemente, el teatro valenciano se somete en su totalidad a las directrices llegadas de Castilla. Así, el teatro valenciano, sin ningún aliento vital, se ve incapaz de transmitir sus resultados; por no ser, no es ni capaz de reelaborar de forma original las influencias recibidas; el teatro castellano se acepta, pero no se reelabora. Lo mismo pasa -según Merimée- con la influencia italiana (1913, pp. 647-648), excepción hecha de la época del duque de Calabria.

5) En conjunto, podemos afirmar que el teatro valenciano ha vivido, casi desde sus orígenes, a merced del exterior: «nulle préoccupation   -48-   d’ordre littéraire: cette idée, si répandue en Espagne au seizième et au dix-septième siècle, que le théâtre est en dehors de l’art, n’a jamais trouvé d’adeptes plus fervents. Aussi, ont-ils donné à leur entreprise, aussi bien au début qu’a la fin du seizième siècle un caractère tout pratique. En eux se manifeste, jusque dans les oeuvres de l’esprit, le génie industrieux et réaliste de la race levantine... A peine quelque nouveauté dramatique a-t-elle vu le jour... ils l’adoptent, ils l’acclimatent chez eux...» (1913, p. 648)23.

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Planteadas las cosas de forma teórica y general, pasa Merimée a analizar los materiales que se encuentran en los orígenes mismos de nuestro teatro; este estudio, amplio y de indudable gran rigor, ocupa la primera parte de la obra, y se desglosa en dos apartados: teatro religioso y teatro profano. Dentro del primero, hace Merimée un estudio de los elementos más antiguos, del Corpus y sus misterios y de las obras asuncionistas; acaba este apartado con una valoración de conjunto, calificando a estos materiales de escasos, pues «aucun indice ne permet de supposer qu’il a été très florissant, et son existence elle-même ne nous est attestée, en dehors des documents analysés au début de ce chapitre que par un seul débris» (1913, p. 45)24. Finalmente, tienen todos ellos poco valor desde el punto de vista dramático, dada su escasa oralización y la inexistencia de intriga.

En el campo del teatro profano, Merimée hace una exposición marcada por otro a priori: todo el teatro profano valenciano se encuentra lastrado por la contradicción existente entre la vocación popular, consustancial al teatro según afirma, y el carácter predominantemente cortesano de los textos conservados en Valencia: «paradoxe d’un genre qui, capable d’agir sur la masse était réservé à une élite» (1913, p. 59).

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Estudia después los materiales existentes, logrando algunos resultados reseñables: acaba, por ejemplo, con el mito de la tragedia l’Hom enamorat i la fembra satisfeta25, y distribuye las influencias exteriores en tres grandes grupos: la flamenca, la francesa y la italiana26, otorgando sólo carta de autoctonía a la obra de Fernández de Heredia. Finalmente, se centra en el estudio del proceso de introducción del teatro castellano, que se puede advertir desde fechas muy tempranas, debido a la existencia de dos polos de atracción: la Celestina y el teatro de Torres Naharro. Esta influencia es ya visible desde principios de siglo, aunque se desarrolla de forma más clara a partir de la consumación del cambio lingüístico, proceso que -según Merimée- fue rápido y fácil.

Fácil es advertir cómo este estudio del teatro profano se encuentra marcado por una serie de prejuicios: en primer lugar, la consideración del teatro como hecho popular porque actúa sobre la masa, confundiendo, a nuestro entender, la cantidad de los destinatarios con la calidad e ideología de los emisores, y metiendo a unos y otros en el mismo saco. En segundo lugar, Merimée se mueve dentro de una concepción restrictiva del teatro, cuya esencia sería para él la relación argumento-intriga y la caracterización psicológica de los personajes; se rechazan, por tanto, todos los códigos teatrales no orales y cualquier visión del teatro no decimonónica. Finalmente, Merimée se mueve dentro de una concepción idealista del hecho literario, de aquí sus conceptos de escuela y de jefe de escuela y la exaltación de Lope como genio y como creador del teatro27.




3. Hacia la superación de las teorías de Merimée

La obra de Merimée tuvo una repercusión inmensa, y tardó muchos años en ser cuestionada, apareciendo como un «corpus» completo, acabado en sí mismo y sin posibilidad de reforma o de crítica parcial; cuando éstas aparezcan, bastantes años después, serán en un principio de modestos objetivos y de una humildad   -50-   evidentísima. No se detuvo, a pesar de los pesares, la investigación sobre los orígenes de nuestro teatro, tanto dentro del campo del teatro religioso como del profano, donde destaca con luz propia la figura de Eduardo Juliá Martínez. Su labor, de muchos años, se extiende fundamentalmente en dos grandes frentes, siguiendo las pautas marcadas por Merimée, de quien acepta sus planteamientos globales pero disiente en cuestiones fundamentales. De hecho, sus trabajos cuestionan el papel de los autores valencianos del XVI y del XVII, a quienes valora de forma más positiva. En el primero de los frentes ya indicados, continúa Juliá la labor que Merimée iniciara en su obra Spectacles..., aportando nuevos datos sobre la sociología del teatro valenciano del XVII (artículos «El teatro en Valencia» en Boletín de la Real Academia Española, t. IV, pp. 56-83, Madrid, 1917 y t. XIII, pp. 318-341, 1926) y sobre la Casa de Comedias («Nuevos datos sobre la Casa de la Olivera de Valencia», también en B. R. A. E., t. XXX, pp. 47-85, 1950).

En segundo lugar, hizo accesibles los textos de los autores valencianos, gracias a una serie de ediciones que, si bien no pueden ser calificadas de críticas, están dotadas de introducciones muy valiosas: Obras de Guillén de Castro (Real Academia Española, Madrid, 1925-1927), Poetas dramáticos valencianos (Real Academia Española, Madrid, 1929) y Obras de Juan de Timoneda (Sociedad bibliográfica española, Madrid, 1946-1948). Entre algunos estudios dedicados a estos autores, destaca «Originalidad de Timoneda» (en Revista Valenciana de Filología, t. V, pp. 91-152, Valencia, 1955-1958), vindicación de un autor tildado generalmente de simple imitador. Todos estos trabajos, a los que hay que sumar otros sobre el teatro medieval («La Asunción de la Virgen y el teatro primitivo español», en B. R. A. E., t. XLI, pp. 179-334, 1961) y popular («Representaciones teatrales de carácter popular en la provincia de Castellón», B. R. A. E., t. XVII, pp. 97-113, 1930), constituyen un «corpus» de notable importancia, que dejó sentadas las bases para una superación de las tesis de Merimée y para ulteriores trabajos de investigación.

Continuador de las investigaciones de Juliá en el Archivo del Hospital ha sido Arturo Zabala, quien, pese a dedicarse preferentemente al estudio del teatro valenciano a lo largo del siglo XVIII, ha publicado algún artículo sobre épocas anteriores, destacando especialmente «Sobre la primitiva Casa de la Olivera (dos documentos para la historia del teatro en Valencia)» en Homenaje a Reglá, t. I, pp. 427-436, Valencia, 1975. Igualmente, su obra La ópera en la vida valenciana del siglo XVIII (Institución Alfonso el   -51-   Magnánimo; Valencia, 1960), contiene noticias sobre la actividad teatral de finales del XVII.

La gran riqueza de materiales sobre la vida teatral, recogidos en el Archivo del Hospital (actualmente en el de la Diputación) ha permitido la elaboración de varios trabajos muy interesantes sobre la historia del teatro valenciano; un buen ejemplo de este tipo de trabajos es el artículo de J. E. Varey «Titiriteros y volantineros en Valencia; 1585-1785», en Revista Valenciana de Filología, Valencia, 1953.




4. La teoría de Rubió i Balaguer

De entre todos los que, de una forma u otra, intentaron superar los planteamientos generales que Merimée había establecido, cabe destacar la figura de Jordi Rubió i Balaguer, que en su artículo «Sobre el primer teatre valencià»28 intenta establecer una alternativa a la tesis de Merimée, presentando un teatro valenciano dotado de robustos orígenes, aunque víctima de una evolución frustrada por la fuerza de las circunstancias socio-culturales del momento, circunstancias englobadas bajo el epígrafe general de Decadència, tal como ha sido estudiada -desde la peculiar óptica valenciana- por el propio Rubió, y por Riquer, Fuster y Sanchis Guarner29.

El estudio de Rubió se centra en los orígenes del teatro profano, dejando a un lado las referencias al religioso. Por otra parte, no se limita a considerar el teatro desde la perspectiva restrictiva (propia del naturalismo dramático) de Merimée, sino que considera también a la mímica como teatro con todos sus derechos. A partir de esta consideración más amplia del hecho teatral, Rubió revaloriza los antecedentes, muchos de los cuales habían merecido sólo un estudio superficial y poco atento de Merimée, ya que estaban desprovistos de «texto» literario. Se remonta el investigador catalán hasta el siglo XIV, y reduce las influencias a las francesas y   -52-   a la italiana, cuestionando muy seriamente la existencia de una vena teatral influida por la cultura y el teatro flamenco (1949, p. 372). Dentro de las influencias autóctonas, Rubió distingue entre la influencia caballeresca y la alegórica, comprobadas ambas a través de las fiestas reales y de los «entremeses» (1949, p. 371). A partir de estos materiales, y de toda una serie de obras más desarrolladas y a las que Rubió concede gran importancia (la Seraphina de Torres Naharro, La Visita de Fernández de Heredia y las piezas bilingües inscritas en El Cortesano de Luís de Milán) se establece el núcleo central de su teoría: es imposible -nos dice- que tales piezas puedan ser consideradas como hechos aislados, sin orígenes, sin repercusión y sin modelos propios; habrá -por el contrario- que considerarlas como eslabones sueltos de una cadena, en sus orígenes fuerte y robusta, que hunde sus raíces en toda la literatura del siglo XV (desde el Tirant lo Blanch hasta la literatura satírica) y que constituye una corriente autóctona en lo teatral, la cual fue combatida, debilitada y vencida por la castellanización cultural, con su correlato teatral: la implantación de los modos castellanos de hacer teatro. Timoneda, dentro de esta teoría, juega un papel capital, como autor valenciano que, en la encrucijada, asume el papel de liquidador del teatro autóctono.

Esta teoría, evidentemente llena de sugerencias, se extendió rápidamente. Recogía, por una parte, una línea de investigación abierta por Juliá Martínez, y mediante la cual se pretendía restituir la importancia del teatro valenciano de la época, aunque sin romper -por ello- las grandes formulaciones teóricas de Merimée, sobre las que se basaban de una forma u otra. Por otra parte, Rubió recogía las tesis sobre el realismo congénito del arte y la literatura valenciana (que tendría que tener también su manifestación específica en el teatro). Por todo ello, estos planteamientos han sido recogidos, ampliados y enriquecidos por otros investigadores como Sanchis Guarner, Bohigas, Massot i Muntaner, Romeu y Huerta, todos los cuales se han apresurado a extender la investigación a la búsqueda de más eslabones, así como a intentar reconstruir, aunque sólo fuese a partir de hipótesis, la cadena en toda su longitud. Estos trabajos, efectivamente, han logrado obtener notables avances en el campo tanto del teatro profano como del religioso, desenterrando textos y tradiciones dramáticas, todas las cuales, sumadas a las aportaciones de un buen número de investigadores locales, tienden a configurar un panorama de nuestro teatro que está a años luz de distancia de la pobreza que Merimée destacaba como nota característica.



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5. Las investigaciones sobre el teatro medieval

Un poco al margen de todos estos estudios, que en resumidas cuentas no hacían sino interrogarse sobre el papel de los dramaturgos valencianos que escribieron en castellano, se han desarrollado las investigaciones sobre el teatro medieval valenciano.

Tras el esfuerzo pionero en este campo de Milá y Fontanals, los «renaixentistes» valencianos se preocuparon por el teatro medieval y aportaron gran cantidad de datos y materiales, fruto de sus búsquedas en archivos como el de la Catedral, Ayuntamiento, del Reino, etc. A los citados en el primer apartado de este artículo (entre los que conviene destacar de nuevo el nombre de José Sanchis Sivera), no podemos olvidar otros como el del barón de Alcahalí, que en su diccionario La música en Valencia (1903) reunió abundantes noticias, todas ellas de gran valor.

Ya en los años treinta, debemos a Hermenegildo Corbató la primera edición moderna de Los misterios del Corpus de Valencia (Berkeley University, 1932). Este interés por la dramaturgia del Corpus ha cuajado en bastantes trabajos, algunos de mérito indudable, otros todavía útiles, como los opúsculos de Salvador Carreres Los misterios del Corpus de Valencia (Ayuntamiento de Valencia, 1956) y Las Rocas (Ayuntamiento de Valencia, 1957).

Mayor interés tienen, desde luego, una serie de valiosos trabajos -ya clásicos- de investigadores ingleses y estadounidenses que, a partir de los años treinta, han trabajado sobre el teatro peninsular, en especial sobre el anterior a Lope de Vega. Así, el ya clásico Spanish drama before Lope de Vega de J. P. W. Crawford (Philadelphia, 1937) contiene datos de interés para la historia del teatro valenciano del XVI. Desde el punto de vista medieval, es necesario citar la obra de R. B. Donovan The liturgical Drama in Medieval Spain (Toronto, 1950), imprescindible para estudiar los orígenes del teatro peninsular. En la obra de N. D. Shergold, A history of the Spanish Stage (Oxford, 1967) hay numerosas noticias sobre el teatro valenciano primitivo; su enfoque esencialmente teatral convierte a esta obra en básica para el estudio de los elementos no literarios del teatro valenciano de la época. En una línea semejante, aunque con pretensiones no tan amplias, se encuentra el trabajo de W. H. Shoemaker «Los escenarios múltiples en el teatro español de los siglos XV y XVI» (en Estudios escénicos, n.º 2, Barcelona, 1957), también muy útil para cuestiones de tipo escenográfico. La creciente importancia, en fin, concedida al teatro valenciano, tanto al medieval como al del siglo XVI, es bien visible   -54-   en las referencias que a él se hacen en la gran mayoría de los estudios más recientes sobre el teatro peninsular de la época.

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Mucho más nutrida es la bibliografía sobre el misterio de Elx, que ha atraído el interés no sólo de los eruditos e investigadores locales sino también de otros de prestigio más que reconocido. Sin pretender, ni por asomo, ser exhaustivos, destaquemos algunas obras, empezando por la imprescindible Bibliografía crítica de la Festa o Misteri, a cargo de Montserrat Albert y Roger Alier (Instituto de Estudios Alicantinos, Alicante, 1975), pasando por obras mucho más clásicas como las de José Pascual Urbán: El misterio de Elche (Elx, 1941), José Pomares Perlasia: La Festa o Misterio de Elche (Barcelona, 1957), Rafael Ramos Folqué: La leyenda del Misterio de Elche (Madrid, 1956)... y acabando con los trabajos más recientes de María Dolores Espinosa («La evolución fonética de la lengua del Misterio de Elche a partir del latín» en Revista de Investigación, t. IV, pp. 37-49, Soria, 1980), Gonzalo Gironés (Los orígenes del misterio de Elche, Ohio, 1977), F. Lázaro Carreter («Sobre el Misterio de Elche» en Miscel·lània Aramon i Serra, I, Barcelona, 1977), Enric Llobregat (La Festa d’Elx, Instituto de Estudios Alicantinos, 1975) o José María Vives (La Festa y el Consueta de 1709, Ayuntamiento de Elx, 1980).

Se han ocupado también de esta obra, investigadores como H. Corbató, Roc Chabás, Óscar Esplá, Rafael Ferreres, Joan Fuster, Pedro Ibarra, Eduard López Chavarri, J. E. Martínez Ferrando, Rafael Mitjana, Eugenio D’Ors, Manuel Palau, Felipe Pedrell, Alejandro Ramos Folqué, Vicente Ripollés, Manuel Sanchis Guarner, C. Vidal y Valenciano... Además, claro está, de las referencias que de esta obra existen en la práctica totalidad de los trabajos sobre el teatro medieval peninsular.

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A partir de los años cincuenta, y dejando a un lado la pieza ilicitana, los estudios sobre el teatro medieval cobraron un fuerte ímpetu con la labor de Josep Romeu i Figueres (ediciones de Teatre hagiogràfic, Barcino, Barcelona, 1957, y de Teatre profà, Barcino, Barcelona, 1962). En torno a su obra destacan las de algunos investigadores, con una metodología moderna y con una visión de conjunto que englobaba el teatro medieval valenciano en su marco obvio: el teatro medieval catalán. Citemos de Manuel Sanchis Guarner: El cant de la Sibil·la (Institución Alfonso el Magnánimo,   -55-   Valencia, 1956), así como su artículo sobre «El misteri assumpcionista de la Catedral de València» (Boletín de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, t. XXXII, pp. 97-112, Barcelona, 1967-1968); de Pere Bohigas: «Lo que hoy sabemos del antiguo teatro catalán» (en Homenaje a W. Fitcher, pp. 81-96, Madrid, 1971); de Josep Massot: «Notes sobre la supervivència del teatre català antic» (en Estudios Románicos, t. XI, pp. 49-101, Barcelona, 1962); de F. Huerta, su edición de Teatre bíblic. Antic Testament (Barcino, Barcelona, 1976)... Actualmente, en la Universidad de Valencia están en marcha algunos proyectos de investigación, especialmente sobre el Misteri d’Elx, que ha cuajado ya en la Tesis de Licenciatura de Luis Quirante: El Misteri d’Elx. Orígenes y texto literario (1981). Por otra parte, el desarrollo de los estudios de historia local enriquecerán en los próximos años nuestros conocimientos del teatro medieval valenciano, hasta hoy excesivamente restringido a los grandes núcleos urbanos y a las obras más representativas y conocidas.




6. La aportación de Joan Fuster

Una teoría que integra las tesis de Rubió, así como las aportaciones de los investigadores citados en el apartado anterior, es la que Fuster formula en su obra La Decadència al País Valencià (Curial, Barcelona, 1976). Se trata de una nueva perspectiva sobre un problema nada nuevo; en este caso, se estudia el teatro fundamentalmente como un mecanismo más de los que intervinieron en el proceso de castellanización de la sociedad valenciana del Seiscientos. Estudia, pues, el proceso de expansión del teatro en castellano y la posibilidad de que, simultáneamente, pudiese existir un teatro en catalán. Se rastrean restos de este último, aunque las mayores aportaciones las encontramos en el campo del teatro religioso, pues en el del profano los datos son menos abundantes y Fuster se limita a resumir los mecanismos básicos de la implantación del castellano en el mundo teatral valenciano; viene lastrada esta investigación (y de aquí que sus resultados no estén a la altura de las expectativas que se crean) por una consideración excesivamente literaria del hecho teatral, más al estilo de Merimée que dentro de las líneas más contemporáneas sobre el tema.

Está, sin embargo, bien surtido el estudio de Fuster de aportaciones tan sugerentes como importantes; un botón de muestra: la consideración de que la castellanización real del medio teatral se   -56-   inicia cuando el teatro sale a la calle y se convierte en un mecanismo descarnadamente religioso-ideológico; por contra, en el supuesto corral de la Olivera, se hace un teatro aristocrático para minorías, que no repercute en el espectador popular de la ciudad, sin posibilidades de acceso a dicho local.

En resumen, el trabajo de Fuster aporta datos de gran interés, pero está lastrado por varias limitaciones -ya indicadas con anterioridad- y no soluciona alguno de los grandes problemas que se plantean al intentar una investigación exhaustiva sobre los orígenes del teatro valenciano: no se clarifica la relación entre el teatro castellano y el primer teatro catalán en Valencia; tampoco se profundiza en la producción concreta de cada autor, limitándose a dar una visión superficial sobre el tema, que no afecta -en ningún momento- la materia dramática.




7. Las teorías de Rinaldo Froldi

Pocos años antes de que Fuster diera a la luz la obra antes citada, Rinaldo Froldi había publicado un estudio, Lope de Vega y la formación de la comedia. En torno a la tradición dramática valenciana y al primer teatro de Lope (Anaya, Salamanca, 1968? 1973), en el cual, si bien no enfoca el problema estricto de los orígenes, sí que constituye la réplica más elaborada de las tesis de Merimée. De hecho, enfoca toda la problemática desde el punto de vista de las relaciones entre Lope y la «escuela valenciana», por lo que viene a erigirse en respuesta alternativa al «leit motiv» mismo del autor francés. Froldi empieza rechazando el concepto de «escuela», para pasar a denunciar la visión mitificadora de Lope por parte de numerosos estudiosos del teatro español del Siglo de Oro, incluido el propio Merimée. Valora estrictamente el teatro lopista, enmarcándolo en su contexto y haciendo constar la importancia de las influencias recibidas por parte de otros autores. Concluye Froldi que «fue en Valencia donde las estructuras de la comedia tomaron forma más que en otro sitio, y en Valencia tuvo lugar el encuentro con ellas por parte de Lope de Vega, el poeta capaz de impulsarlas a su triunfo definitivo» (1973, p. 39). Dentro de esta tesis general, tal como ha sido expuesta, Froldi habla del proceso que tiene lugar en Valencia, desde 1575, tendente a estrechar más los lazos existentes entre práctica teatral y literatura y que se coronaría con la formación de la comedia valenciana, tal como la encontraría Lope; Timoneda le merece interés especial dentro de este   -57-   proceso, deteniéndose a continuación en la figura y en la producción de Tárrega, que tanta repercusión iba a tener en la obra de Lope.

Resumiéndola, la tesis de Froldi engloba la problemática surgida en torno a la llamada «escuela valenciana» dentro de un contexto más general, que la vincula con el resto del teatro español del siglo de Oro. No entra, pues, en profundidad en el debate sobre los orígenes del teatro en Valencia, pero se erige en una de las interpretaciones más válidas de cuantas poseemos sobre la problemática general del hecho teatral en la Valencia del siglo XVI.




8. Los estudios sobre el teatro valenciano en la última década

Si ya hemos visto cómo los últimos años han sido particularmente fructíferos para los estudios sobre el teatro medieval, otro tanto podemos decir de las investigaciones sobre el teatro valenciano del siglo XVI. Se ha beneficiado éste de una serie de trabajos sobre el teatro prelopista, generalmente poco estudiado hasta el momento; así, las obras de Alfredo Hermenegildo, en especial La tragedia en el Renacimiento español (Planeta, Barcelona, 1973), discutible en bastantes de sus planteamientos pero que constituye una síntesis muy útil para el estudio de algunos autores valencianos de la época como Rey de Artieda y Virués. Igualmente, el esfuerzo por conocer mejor la figura y la obra de Guillén de Castro, ha cuajado en una serie de trabajos de Alva V. Ebersole (como «La originalidad de Los malcasados de Valencia de Guillén de Castro» en Hispania, LV, pp. 456-462, 1972, y «El arte dramático de Guillén de Castro a través de tres obras de tema cervantino...» en Perspectivas de la Comedia Hispanófila, Valencia, 1978), así como en el libro de conjunto de Luciano García Lorenzo El teatro de Guillén de Castro (Planeta, Barcelona, 1976). Este mismo autor ha publicado una edición interesante de Los malcasados de Valencia de Guillén (Castalia, Madrid, 1976). En esta misma línea de estudios sobre Guillén de Castro (que es, con mucho, el más estudiado de entre los dramaturgos valencianos de la época) reseñemos el libro de W. E. Wilson Guillén de Castro (Twayne, Nueva York, 1973).

El interés despertado por los autores valencianos entre los investigadores estadounidenses viene de antiguo; en 1930 publicaba Cecilia V. Sargent su obra A study of the Dramatic Works of   -58-   Cristóbal de Virués (Nueva York). Este interés se ha mantenido vivo y ha cuajado, además de en las obras citadas, en las investigaciones de John G. Weiger, quien ha publicado diversos artículos sobre Guillén de Castro, Aguilar y Virués; sus investigaciones han quedado recogidas en dos obras: Cristóbal de Virués (Boston, 1968) y Hacia la comedia: de los valencianos a Lope (Cupsa, Madrid, 1978), versión muy ampliada de una obra anterior (The Valencian Dramatist of Spain’s Golden Age, Twayne, Boston, 1976). Sus aportaciones constituyen, de hecho, una de las bases más sólidas de trabajos posteriores.

Otra obra que ha merecido bastante atención es la Comedia Thebaida, catalogada tradicionalmente como imitación de la Celestina (vd. el artículo de José Luis Canet en este mismo volumen). A raíz de la publicación del artículo de María Rosa Lida de Malkiel «Para la fecha de la Comedia Thebayda» (en Romance Philology, pp. 45-48; 1952-1953) se han publicado algunos artículos, centrados normalmente en el problema de la fechación, como los de D. W. McPheeters «Comments on the dating of the Comedia Thebayda» (Romance Philology, IX, pp. 19-23; 1955) y G. D. Trotter «The date of the Comedia Thebayda» (Modern Language Review, LX, pp. 386-390, 1965). Estos estudios han cuajado en la cuidada edición que de la obra han hecho este último y K. Whinnom (La comedia Thebaida; Tamesis Books, London, 1968). Sobre el mismo tema trata la ponencia de Luis López Molina «La comedia Thebaida y la Celestina», en Actas del Cuarto Congreso de Hispanistas, t. II, pp. 169-184 (Salamanca, 1982).

Otro autor que empieza actualmente a suscitar interés es Juan Lorenzo Palmireno; sobre el conjunto de su obra Andrés Gallego Barnés realizó su Tesis de Doctorado: Juan Lorenzo Palmireno. Contribution à l’histoire de l’Université de Valencia, Université de Toulouse, 1979. C. A. Jones ha trabajado también en la producción teatral de este catedrático valenciano: «Los fragmentos de comedias de don Juan Lorenzo Palmireno». (En Actas del Cuarto Congreso de Hispanistas, t. II, pp. 47-52; Salamanca, 1982.) En dicho congreso se leyó también una comunicación de Thomas R. Hart: «Teatro vicentino y teatro valenciano» (t. I, pp. 751-756), en el que se aborda el teatro cortesano valenciano de la primera mitad del XVI.

De entre los autores barrocos, es Aguilar el que más ha atraído la atención de los investigadores: A. Valladares lo convirtió en objeto de su Tesis de Doctorado: Vida y obras Gaspar Aguilar (Universidad de Madrid, 1980), mientras que Jesús Cañas ha publicado   -59-   una visión crítico-bibliográfica: «Gaspar Aguilar. Estado actual de sus estudios» (III, pp. 31-49. Cáceres, 1980), resumen de una parte de su Tesis de Doctorado: El teatro de Gaspar Aguilar (Universidad Autónoma de Madrid, 1977-1978).

Finalmente, hay que indicar que los profesores Francis Sureda y Jean Mouyen están trabajando sobre sociología del teatro valenciano de los siglos XVII y XVIII; ha publicado el primero varios artículos referidos a este último siglo, mientras que Mouyen, que trabaja especialmente en el XVII, ha avanzado algunos de los resultados de sus investigaciones en la ponencia leída en el IIè Colloque sur les Pays de la Couronne d’Aragon (Pau, 1981, con el título: «El ‘Corral de la Olivera’ de Valencia en 1678 y 1682: tentativa de definición sociológica de su público.»

En la Universidad de Valencia, el estudio sobre el teatro valenciano de los siglo XVI y XVII se inició, de forma sistemática, a partir de la segunda mitad de la década de los setenta30; un equipo de varios profesores de la Facultad ha ido avanzando a lo largo de todos estos años, bajo la dirección de Juan Oleza, en el conocimiento, primero, de los autores valencianos y del papel jugado por éstos en el conjunto del teatro español del Siglo de Oro; en los orígenes mismos del hecho teatral peninsular, después. Fruto de estos estudios han sido varias tesis de licenciatura, una tesis de doctorado (El teatro en Valencia durante los siglos XVI y XVII: la producción dramática valenciana en los orígenes de la comedia barroca, realizada por Josep Ll. Sirera) y varias en proyecto. Buena parte de los resultados de esta investigación, que ha contado durante los últimos años con una subvención de la Institución Alfonso el Magnánimo, han quedado reflejados en el volumen La génesis de la teatralidad barroca (Cuadernos de Filología, serie Literaturas: análisis, III 1-2; Universidad de Valencia, 1981), donde se recogen artículos de Juan Oleza, a quien se debe un esbozo general de la evolución del hecho teatral peninsular desde sus orígenes hasta el siglo XVII (columna vertebral que articula el resto de   -60-   los estudios), así como un estudio sobre el primer Lope de Vega, puesto en relación con la praxis teatral de los autores valencianos; Manuel Diago, que realiza una interesante aproximación a la producción dramática profana de Timoneda; Josep Ll. Sirera, que se centra en los trágicos valencianos; José Luis Canet, que estudia la producción dramática del Canónigo Tárrega; Juan José Sánchez, que hace lo mismo con la de Aguilar... Igualmente, el volumen cuenta con la colaboración de destacados investigadores estadounidenses como John G. Weiger, Carroll B. Jhonson, etc.

Con posterioridad a este volumen se han sumado nuevos nombres al equipo investigador, como los de Ricardo Rodrigo, Teresa Ferrer o Carmen García y han aparecido nuevos artículos, como los de Juan Oleza sobre «Adonis y Venus» y J. L. Ramos sobre Guillén de Castro (Cuadernos de Filología. Literaturas: análisis, n.° 3; Valencia, 1983), o el de Josep Ll. Sirera «La evolución del espectáculo dramático en los autores valencianos del siglo XVI desde el punto de vista de la técnica teatral», (Bulletin of the «Comediantes», vol. 39, 1982). Las intervenciones de miembros del equipo investigador en diferentes congresos (como el primer balance ofrecido en el Primer Congreso sobre Lope de Vega y los orígenes del teatro español, Madrid 1980), y la ponencia plenaria que el director del equipo expuso ante el Congreso de Hispanistas, de Gran Bretaña e Irlanda, en Manchester, en marzo del 82, han contribuido a la difusión de todos estos trabajos de investigación. No cabe duda, por todo ello, que los dos volúmenes que aparecen ahora editados por la Institución Alfonso el Magnánimo constituyen un primer balance, más general y -desde luego- mucho más amplio de lo conseguido a lo largo de los últimos años de investigación en la Universidad de Valencia.





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I.3. La Valencia virreinal del Quinientos: una cultura señorial

Juan Oleza Simó

La Valencia del Quinientos concentra y agudiza muchos de los rasgos esenciales del desarrollo histórico en la España de los Austrias. De la represión de la revolución agermanada (1519-1522) a la expulsión de los moriscos (1609), Valencia vive un proceso de concentración del poder político, social y económico, en manos de la aristocracia feudal, proceso que se acentuará en la misma medida en que se acentúe la crisis general de la sociedad hispánica, ya de cara al siglo XVII. Todo un abanico de datos lo justifican, desde la fusión -a través de una política matrimonial ajustada que venía del siglo XV- de la aristocracia valenciana con los grandes títulos castellanos31, hasta su intromisión y consiguiente dominio de los aparatos del poder municipal, tradicionalmente reservados a la burguesía.

Y en este proceso de concentración del poder, la gran aristocracia valenciana no dudará en sacrificar a sus propios aliados, cuando la crisis del sistema de producción feudal, basado en buena medida en la explotación de la mano de obra morisca, así lo exija, y será la oligarquía comercial y censalista, que hasta este momento había actuado como auxiliar financiero de la gran nobleza, la que acabe por pagar la factura de la crisis. Las medidas posteriores a   -62-   la expulsión de los moriscos, con la renegociación de las deudas censalistas que pesaban sobre los señoríos, con la apropiación de los bienes muebles e inmuebles de los expulsados por los señores, con las nuevas condiciones de explotación impuestas a los campesinos cristianos que vienen a repoblar la tierra, concretan y definen toda una estrategia de trasvase de la crisis económica desde la nobleza feudal a la oligarquía burguesa32.

El siglo transcurrirá, por tanto, en la inapelable dirección de la hegemonía nobiliaria, que a partir de mitad de centuria dispone ya, y en solitario, de todos los recursos del poder y configura la sociedad a su imagen y semejanza. El ideal de vida de la nobleza se proyecta como ideal universal.

Junto al reforzamiento del poder social de la nobleza una segunda línea de fuerza atraviesa el siglo: la decadencia del influjo social del pensamiento humanista, que había liberalizado el universo intelectual del primer Renacimiento. Si es cierto, de un lado, que en Valencia el humanismo contó con las simpatías de los Duques de Calabria, que acogieron en su corte a diversos humanistas (los Lledesma, Oropesa, J. Justiniano...) y llegaron a reunir una importante biblioteca generosamente dotada de códices grecolatinos, no es menos cierto que el humanismo, para poder sobrevivir, hubo de institucionalizarse y recortar sus conexiones con cualquier filosofía transformadora, incluida, claro está, la erasmista. Es lo que ocurrió con la Universidad valenciana, en la que ya en 1528 un erasmista tan bien situado como Pere Joan Oliver pierde su batalla contra el municipio y el rector Salaia y se ve denegar una cátedra de humanidades. La Universidad, que durante la primera mitad del siglo conoce una etapa de renovación científica y filológica, se cerró sin embargo a toda aventura de progreso ideológico, mantuvo una fidelidad casi absoluta al latín33 y se adhirió, posteriormente, a la gran reorientación doctrinal contrarreformista de los años sesenta. Por ello, los humanistas que permanecieron en su seno hubieron de hacerlo, mayoritariamente, desde posiciones domesticadas.

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Al margen de este humanismo institucionalizado y universitario, a los humanistas valencianos les quedaban pocas zonas de libertad en las que moverse, y una de ellas se concentró en el mundo editorial, en el que abundan ediciones de libros humanistas y erasmistas hasta 1535 (con Bernardo Pérez o Juan de Molina como editores), que se perpetúan hasta 1552, aunque cada vez con menos libertad y con más alteraciones (Francesc Decio o Francesc Joan Mas serían nombres importantes). En la segunda mitad del siglo la orientación de las ediciones cambiará por completo, y se pasará de la edición con traducción en vulgar y de temática polémicamente religiosa, de carácter divulgador y expansivo, a la edición de obras predominantemente filológicas, en latín, y dirigidas a lectores especialistas34. Quedaba abierta la puerta de la emigración para el pensamiento humanista y erasmista radical, y a través de ella marcharon pensadores de la talla de Joan Lluís Vives, Pere Joan Oliver, Gélida, Població o Furió y Ceriol. Con su marcha se cerraba toda posibilidad de influir intelectualmente sobre la sociedad civil valenciana.

La uniformización ideológica que sigue a la derrota del humanismo y a la puesta en marcha de la gran movilización contrarreformista, dirigida sucesivamente por el arzobispo Tomás de Villanueva y por el patriarca Juan de Ribera, adquirió en Valencia un carácter acremente militante por la resistencia morisca a la asimilación religiosa. El problema morisco confirió a la propaganda contrarreformista un carácter exaltadamente misionero y el sello de una adhesión sin fisuras a la monarquía filipina. Por otra parte, la gran campaña contrarreformista del Patriarca Ribera apuntó a consolidar la política emanada de Trento en los centros ideológicos de la ciudad, tanto en la Universidad (por cuyo control libró una dura batalla35), como a través de la reforma de la Iglesia, y muy especialmente con su apoyo a los jesuitas, asentados en Valencia en el Colegio de San Pablo ya desde 1544 (aunque la enseñanza pública no comenzó hasta 1567) y con la fundación del Colegio del Corpus Christi, auténtico seminario postridentino encargado de la formación de una élite sacerdotal.

El tercer gran rasgo cultural que atraviesa el siglo XVI es, indiscutiblemente, la pérdida del catalán como lengua de cultura y la   -64-   castellanización literaria de la ciudad. Aunque nos parece exagerada la tesis de que la Inquisición fue una de las causas determinantes de la crisis de la cultura catalana36, no se puede olvidar que su poderoso aparato uniformador funcionó siempre en castellano, tras una breve etapa inicial, y que su represión de la heterodoxia ideológica descabezó múltiples proyectos culturales: el proceso de Conqués, la muerte de Gaspar de Centelles en 1564, la persecución antisemita de la familia Vives, o la destrucción de la primera Biblia en catalán, son hechos sintomáticos y bien conocidos. Pero la principal responsabilidad hay que atribuírsela a la castellanización de la Corte y de la clase dominante, el origen de la cual se sitúa en el siglo XV, especialmente tras el acceso de los Trastámara a la Corona de Aragón, con lo que el castellano (una vez absorbido el aragones) se transformaba en lengua habitual de la Corte y de la Cancillería y se transmitía desde la familia real hasta la nobleza cortesana.

El proceso se aceleró en Valencia una vez derrotadas las Germanías, ya que la nobleza castellana no sólo irrumpe militarmente sino que comienza a asentarse de modo estable en el territorio del Reino y muy especialmente en la capital, desde donde impone su gusto dominante y, con él, la moda castellana, que la aristocracia local, en gran medida subordinada ya a la estatal, imitará. La Corte de los Duques de Calabria actuó de caja de resonancia de la cultura castellana, pero los virreyes posteriores -casi siempre aristócratas castellanos (aun cuando llevaran títulos valencianos), como el duque de Maqueda, el conde de Benavente, el marqués de Mondéjar, el duque de Nájera, el duque de Lerma, etc., que ocupan el virreinato durante la época de Felipe II- acaban eliminando los rasgos específicamente valencianos que aún se mantenían en aquélla. Si a ello añadimos la desconexión cultural entre los territorios del dominio lingüístico catalán, el creciente prestigio del castellano como lengua de cultura abierta a todos los movimientos de renovación que recorrían Europa y su consiguiente atractivo para los escritores valencianos, y la castellanización de la administración virreinal, tendremos el inventario de causas determinantes de la crisis del catalán como lengua de cultura y de su reducción a ámbitos literarios muy específicos y delimitados (la sátira o la literatura   -65-   devota, por ejemplo)37. La pérdida del catalán, junto a la subordinación de la aristocracia local a la estatal y a la crisis de la oligarquía comercial y financiera, son indicios de un mismo hecho de conjunto: la provincianización progresiva del Antiguo Reyno. La Valencia del siglo XVI contiene en sí los rasgos de un último esplendor autónomo a la vez que la eufórica adhesión a un futuro papel de compañero de viaje de la España de los Austrias.

El reforzamiento del poder señorial, la progresiva pérdida de influencia del humanismo y la creciente uniformización ideológica bajo las tesis contrarreformistas, la sustitución del catalán por el castellano como lengua de la cultura dominante, todos estos rasgos pueden observarse ya en la corte de Germana de Foix y de los Duques de Calabria, que de una u otra forma se extiende a lo largo de toda la primera mitad del siglo en distintas combinaciones matrimoniales. En efecto, cuando D.ª Germana de Foix se hace cargo por primera vez de la «lloctinència» de Valencia es en 1507 y lo hace como segunda esposa de Fernando el Católico. Sustituida por Don Diego Hurtado de Mendoza, conde de Melito, que se encargará de hacer frente a la sublevación agermanada entre 1520 y 1523, D.ª Germana recuperó el poder en 1523, como esposa del marqués de Brandenburgo. Muerto éste y casada ella en terceras nupcias con D. Fernando de Aragón, duque de Calabria, ocuparán ambos el poder en la década que abarca desde 1526 hasta 1536. Finalmente, y fallecida D.ª Germana, el Duque de Calabria casará con D.ª Mencía de Mendoza y perpetuará su corte hasta su propia muerte, en 1550. Un largo período equivalente, en definitiva, y con pocas diferencias, al del reinado de Carlos V sobre el conjunto de España, y con características en gran medida similares, acentuadas, si cabe, por la estirpe real de los virreyes (D.ª   -66-   Germana y D. Ferrante eran de sangre real), que excedía las exigencias del cargo y solemnizaba sus rituales, hasta el punto de convertir el virreinato en vitalicio, contra la costumbre del Emperador.

La Corte, y en especial desde la incorporación de Ferrante de Aragón, Duque de Calabria, integró en su seno a artistas, escritores y aristócratas y configuró toda una actitud cultural esencialmente nobiliaria, aficionada en extremo a las fiestas espectaculares, a la literatura de salón, a los juegos de sociedad y a las representaciones teatrales o parateatrales de gran boato. Junto a los virreyes y sus familiares, se congrega en la corte todo un séquito de cantores, criados, bufones, y hasta clérigos de dudosa misión, como en el caso del bufonesco «canonge Ester». Las páginas de El Cortesano, de Luis Milán38, recogen la vida de la corte como un perpetuo juego de salón y como una inacabable representación, y recuerdan inevitablemente la vida en las cortes principescas italianas, muy especialmente la pequeña corte del Duque Guidobaldo de Urbino, que inmortalizara Baltasar Castiglione en El Cortesano(1528).

El Duque de Calabria reunió, por otra parte, una importante capilla de músicos de cuya actividad es reflejo el Cancionero del Duque de Calabria o Cancionero de Upsala, en el que es máximo exponente el músico Luis Milán. El Duque y D.ª Mencía dedicaron asimismo un esfuerzo considerable a la dotación de la biblioteca ducal y a la construcción del Monasterio de San Miguel de los Reyes, que había de acogerlas. Por la Corte, cuya imagen literaria nos ha llegado a través del Cancionero de D. Juan Fernández de Heredia y de D. Luis Milán, escritores cortesanos por antonomasia y señores de segunda categoría, desfiló gran parte de la nobleza valenciana, que por otra parte disponía ya de precedentes literarios en pequeñas cortes locales39, como la de los Borja, Duques de   -67-   Gandía, la de los Duques de Segorbe o la de los Condes de Oliva, cuya influencia en la gestación del Cancionero General ha sido señalada en diversas ocasiones40.

Muerto el Duque de Calabria en 1550, la nobleza no perdió sin embargo la costumbre de reunirse y realizar una activa vida literaria, como ha subrayado recientemente el profesor Sirera41. Antes bien se produjo un trasvase del mundillo literario desde la Corte virreinal a las Academias y a las pequeñas cortes particulares, de nuevo reavivadas, de forma que la literatura cortesana continuó teniendo ese aire de salón, de juego de sociedad, de esgrima de motes y de ficciones en clave, de poesía de circunstancias y de actividad de clase, que había tenido con los Duques, y que es perfectamente comprobable en obras como El Prado de Valencia (1600) de Gaspar Mercader o en las propias Actas de la Academia de los Nocturnos (1591-1594).

Aunque el mundo de las Academias literarias valencianas está por explorar, en gran medida42, llama la atención la prodigalidad con que se dieron en Valencia. Al margen de la de Los Nocturnos, de verdadera relevancia en el mundo literario de la época, toda una serie de Academias aparecen y desaparecen, como intentos efímeros y epigonales que tratan de mantener viva la tradición de una literatura cortesana. Así, y en primer lugar, la Academia de los Adorantes, inspirada por el poeta y dramaturgo Carlos Boyl, a imitación de la de Los Nocturnos, que se fundó y murió en 1599, y que exigía a sus miembros la acreditación de nobleza. Algo posterior es la Academia de Los Montañeses del Parnaso, fundada por otro nocturno, Guillén de Castro, en 1616. En 1656 el Conde de Elda fundó el Sol de Academias, y años más tarde, y con mayor consistencia, se fundarían las del Alcázar y El Parnaso, que llegaron a rivalizar entre ellas. De finales del XVII es la Academia del   -68-   Carrer del Bisbe o de Valencia, con papel decisivo en el movimiento de los «novatores» finiseculares valencianos43.

En cuanto a la Academia de los Nocturnos bástenos recordar los datos esenciales, aquellos que la convirtieron en la institución literaria que mejor supo asumir la herencia de la Corte de los Duques de Calabria y perpetuar su carácter cortesano en la literatura dominante en la Valencia de finales del Quinientos. Fundada en 1591 por un noble valenciano aficionado a las letras, Bernardo Catalán de Valeriola, que la reunía en su palacio de la ciudad, y redactados sus estatutos por el Canónigo Tárrega y por él mismo, llegó a celebrar la nada despreciable cifra de 88 sesiones, divididas en tres temporadas: de octubre de 1591 a mayo de 1592; de octubre de 1592 a marzo de 1593 y de octubre de 1593 a abril de 1594, en que se disolvió. La Academia convocó y reunió en sus sesiones a los más importantes letrados y escritores en castellano del momento, incluidos los dramaturgos de la llamada Escuela Valenciana. Además de Tárrega eran miembros Miguel Beneyto, Gaspar Aguilar, Gaspar de Mercader, Jerónimo de Virués, Jaime Orts, Manuel Ledesma, Gaspar Escolano, Carlos Boyl, Rey de Artieda, Guillén de Castro, Cerdán de Tallada... todos ellos emblematizados por seudónimos que hacían referencia a los aspectos de la noche. La sociología de sus componentes no puede ser, por otro lado, más reveladora: junto a un único caso de escritor que trata de profesionalizarse y de vivir del mecenazgo, como Gaspar Aguilar, se alinean algunos profesionales y funcionarios de alto rango, como el jurisconsulto Cerdán de Tallada o el médico Jerónimo de Virués, algunos clérigos relevantes, como el Canónigo Tárrega o el predicador e historiador Gaspar Escolano, y sobre todo, imprimiendo carácter a la nómina, toda una serie de grandes y medianos señores-literatos: el Conde de Buñol (Gaspar de Mercader), el Señor de Pobla Llarga (Francisco Desplugues), el de Massamagrell (Carlos Boyl), el de Càrcer (Fabián de Cucalón), etc.

La Academia de los Nocturnos, a finales de siglo, es el producto de ese último momento de esplendor cultural de la Valencia virreinal, que al mismo tiempo que culmina una época congrega, en esa misma culminación, todos los datos de su propia decadencia. El entusiasmo con que la Valencia de la segunda mitad del siglo se suma a la política y a la cultura de los Austrias, abandonando sus   -69-   propias y más específicas tradiciones, es la causa más determinante del paso a una situación cultural sucursalista y periférica. Una vez plenamente integrada en el modelo de los Austrias, Valencia dejará de ser su propia corte para depender, culturalmente, de la corte real madrileña o vallisoletana, y ese momento brillante y efímero, que es el de la Academia de los Nocturnos, el de los dramaturgos valencianos de la escuela de Tárrega, el de Gaspar Escolano y sus décadas, el de Gaspar Mercader y Guillén de Castro, el de Lope de Vega asentado a orillas del Turia, etc., es también el de una figura de un relieve muy especial, Francisco Gómez de Sandoval-Rojas y de Borja, encarnación perfecta, por su parentesco con los Borja (era hijo de Isabel de Borja y nieto del Santo Duque) y con los Medinaceli (casó con Catalina de la Cerda, hija del Duque), de la integración de la aristocracia española, que reúne la estirpe castellana de los Sandoval al viejo título de marqués de Denia (1484), del que salió a su vez el de los Condes de Lerma (Don Francisco fue el primer conde convertido en Duque de Lerma). Su promoción desde el cargo de «lloctinent» general de Valencia (1595-1597) con Felipe II, a privado y ministro todopoderoso de Felipe III, ya desde el primer momento (1598), simboliza a la perfección el desplazamiento del poder valenciano a la Corte de los Austrias. Su actuación política fue, por otra parte, decisiva en el Reino de Valencia, pues a él se debe en buena medida la iniciativa de la expulsión de los moriscos. Pero su actuación como animador cultural, como movilizador de los círculos aristocrático-literarios, como centro de una posible corte literaria heredera de la de los Duques de Calabria, y en todo caso como puente entre los salones y los escritores valencianos y los salones y los escritores castellanos, aunque mal conocida y poco o nada estudiada, se nos aparece como de una relevancia notable. De hecho, el XVI valenciano hay que comprenderlo, desde el punto de vista del gusto cultural dominante, como el trayecto entre dos momentos espectaculares y cortesanos, uno presidido por el Duque de Calabria, otro hegemonizado por el Duque de Lerma, uno a principio de siglo, otro al final del mismo.

En el estado actual de nuestros conocimientos no podemos ofrecer más que algunos datos parciales del mecenazgo cultural del Duque de Lerma y de su influencia sobre el teatro de la época44. Pero los datos de que disponemos, y en especial los festejos   -70-   por las bodas reales de 1599, son suficientemente indicativos. De hecho fue el propio Duque quien organizó el viaje de Felipe III a Valencia para celebrar sus bodas y las de su hermana Isabel Clara Eugenia con los archiduques Margarita y Alberto de Austria, respectivamente. Pero previamente a su llegada a Valencia, invitó a las personas reales a pasar unos días en su palacio de Denia, donde organizó festejos fastuosos, muy especialmente náuticos, que fueron reflejados en el poema de las Fiestas de Denia de un Lope de Vega que, acompañando a su protector el Marqués de Sarria, y siguiendo al Rey, venía por segunda vez a Valencia.

Las fiestas celebradas en Valencia en 1599 por las bodas reales fueron espectacularmente ostentosas: calles adornadas e iluminadas para el paso de los Monarcas, saraos en los diferentes palacios   -71-   de la nobleza valenciana y en el Real, comedias45, juegos de cañas, mascaradas, luchas con naranjas, justas poéticas, cohetes, bailes, torneos, un estafermo, toros, fastos, una justa en el río con barcos, y hasta una batalla entre Don Carnal y Doña Cuaresma en las fiestas del Carnaval46, en la que, junto a personajes de «commedia dell’arte» como Ganasa y Botarga, y a buena parte de la más brillante nobleza valenciana y castellana figuró el propio Lope de Vega como actor, representando al Caballero Carnaval.

Las fiestas movilizaron a los escritores valencianos, y nos han quedado abundantes testimonios47, entre otros la Relación del aparato que se hizo en la ciudad de Valencia de Gianbattista Confalonieri, el Libro copiosso i muy verdadero del cassamiento y boda... de Felipe de Gaona, el Romance a las venturosas bodas... del propio Lope, o las Fiestas Nupciales de Gaspar Aguilar. En torno a las fiestas, por otra parte, gira el libro pastoril El Prado de Valencia (1600) de Gaspar Mercader, barón de Buñol, consejero de Felipe II y Felipe III, «batle general» de Valencia, de cuyo «brazo militar» era representante en la Generalidad. Este curioso libro, obra de uno de los más característicos escritores-señores del   -72-   final de siglo, exhibe con énfasis diletante y orgullo de clase el mundo cortesano valenciano congregado en torno al Duque de Lerma o, en la ficción, pastor de Denia, con los paseos de una nobleza lujosamente ataviada y autoexhibida por el Prado, con las cañas «a lo morisco», los torneos «con divisas en las celadas y azogue en las espadas y picas», las «justas con empresas en las cabeças y rayos en las lanças», los conciertos de «entonadas bozes», las «danças, esgrimas, máscaras, saraos, sortijas, faquines, torear, dar lançadas, passar carreras, tirar barras o saltar». Se detiene don Gaspar en la narración de la justa poética que se celebró en su casa, bajo la presidencia de los marqueses de Denia y con sentencia leída en verso por el propio Mercader. En el libro segundo aparecen nuevos elementos que conectan el mundo cortesano con el teatro de los dramaturgos valencianos y del primer Lope. Así, en presencia de los virreyes y de su corte, se celebró un fasto que representa el asalto, en el Prado, de una fortaleza de madera, y su conquista, con instrumentos de fuego48. Más tarde narra el libro un típico juego de sociedad, el juego de a, b, c, consistente en construir historias con personajes, ciudades, situaciones, la primera letra de cuyos nombres sea siempre la misma para cada uno de los jugadores, y en pagar prenda en caso de equivocación, y que recuerda el idéntico juego incluido en el Acto I de Los malcasados de Valencia (entre 1595 y 1604) de Guillén de Castro, o los muy similares de la jornada I de El Prado de Valencia (1589) de Tárrega, el de «darle librea al soldado» de El verdadero amante   -73-   (1590-1595) de Lope, o los juegos de componer nombres con letras que aparecen en los actos primeros de La pastoral de Jacinto (1595-1600) y de La Arcadia (¿1615?), también de Lope.

De hecho, todo el largo cuadro final de El Prado de Valencia, de Tárrega, con la representación de una fingida batalla de moros y cristianos, en la playa de Almenara, reflejaba una representación habitual en los fastos cortesanos, en los que un bloque de caballeros se disfrazaba «a lo morisco» y desafiaba a diversos lances a otro bloque de caballeros cristianos. Tiene, por otra parte, precedentes literarios valencianos en la narración de las circunstancias que rodean la representación de la Egloga de Torino y en la sofisticada Farsa de las galeras de Sant Joan de Luis Milán, incluida en El Cortesano49.

También en la comedia de Tárrega El Prado de Valencia la larga descripción del desfile de la nobleza valenciana, con su ostentosa exhibición de vestuario y monturas, con motivo de las bodas Palafox-Moncada, que tiene su paralelo en la que hace Lope de Vega en El Grao de Valencia, se corresponde con ritos cortesanos frecuentísimamente documentados, y de los que dejan buen testimonio, en 1599, Gaspar Mercader en su Prado de Valencia, Aguilar en sus Fiestas nupciales o Lope de Vega en sus Fiestas de Denia y en su curioso Romance a las venturosas bodas, en que «Va nombrando todos los grandes que se hallaron en ellas, debajo de nombres pastoriles».

Y es que la nobleza hace de la literatura cortesana un homenaje a sus propios modos de vida, y gusta de representarse a sí misma, o lo que es lo mismo, de convertir en espectáculo teatral sus propias actuaciones. De ahí el registro costumbrista de buena parte de la literatura cortesana valenciana del XVI, desde La visita de Fernández de Heredia, y El Cortesano de Luis Milán, donde los actores se identifican con los personajes y se representan a sí mismos, hasta, ya a finales de siglo, El Prado de Valencia, el de Tárrega y el de Mercader, El Grao de Valencia o Los locos de Valencia,   -74-   de Lope de Vega, Los malcasados de Valencia, de Guillén de Castro, etc.

De ahí también la abundante presencia en el teatro de la época de otros tipos de fastos y ceremoniales cortesanos, como los momos que recoge la Comoedia Octavia de Palmireno, o El esposo fingido de Tárrega50, o como los torneos, espectáculo favorito de la nobleza, y del que Rey de Artieda testimonió las reglas y las claves en su «Moralidad de la Justa» (Discursos, Epístolas y Epigramas de Artemidoro, Zaragoza, 1605)51, por lo que no es extraño encontrarlos en obras teatrales como Las suertes trocadas y torneo venturoso del Canónigo Tárrega.

Y es que a final de siglo, en una Valencia dominada por el espíritu nobiliario y cortesano, pronta siempre a movilizarse en fiestas y exhibiciones, y bien encarnada en la figura del Marqués de Denia y Duque de Lerma, los escritores asumen el papel de trasladar al libro, a la ficción en verso o en prosa, o al escenario, la magnificencia de una vida sofisticada y artificiosa de la que ellos mismos forman parte, ya sea como testigos de excepción en sus crónicas de las grandes fiestas ciudadanas, ya sea como jurados o concursantes de los certámenes y justas poéticas que se celebran en las grandes solemnidades, ya sea como miembros de las elitistas Academias literarias, ya sea como dramaturgos (las representaciones teatrales son parte insustituible de toda celebración)52 o como poetas de sociedad (en los versos de los Arcos triunfales o en los poemas consagrados a las mismas fiestas, como en los casos ya citados de Lope de Vega y Gaspar Aguilar)53. La literatura castellano-valenciana se convirtió así en un fiel correlato de la literaturizada vida cortesana y virreinal de la Valencia de fines del Quinientos.





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