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Técnicas narrativas en «La Regenta»: efectos especulares

María del Carmen Bobes Naves

Según Clarín, el capítulo XVI de su novela La Regenta es «uno de los principales para la acción interna del libro». Martínez Cachero recoge esta afirmación en la nota que inserta al pie de la página 462 de la edición de La Regenta, preparada para la editorial Planeta de Barcelona en 1963 (cito por las páginas de la segunda edición, 1967).

El tal capítulo cuenta una anécdota: la asistencia de los principales personajes de la novela a una representación del Tenorio en el teatro de Vetusta el día de Todos los Santos. El motivo forma serie con los paseos por las calles, las visitas de cumplido, las compras al atardecer en los comercios del boulevard, la asistencia a las celebraciones religiosas, etc., que remiten a unas costumbres rutinarias en la vida de la muy noble ciudad imaginaria de Vetusta, trasunto y copia de la «muy noble, muy leal, benemérita, invicta, heroica y buena ciudad de Oviedo».

Al contrario de lo que ocurre con su digno esposo, don Víctor Quintanar, ardiente admirador del arte dramático escrito y representado, que no perdía sesión, la Regenta, doña Ana Ozores de Quintanar, no era aficionada al teatro, y muchas veces se había negado a ir, a pesar de la insistencia de su marido y sus amigos, que pretendían llevarla para distraerla de sus tristezas y alejarla de sus cavilaciones. Sin embargo, el día de Todos los Santos, Ana aceptará la propuesta de ir al teatro para ver la representación de Don Juan Tenorio, de Zorrilla, que la compañía de Perales iba a realizar en el «coliseo» de Vetusta.

Y éste es el tema del capítulo XVI: la asistencia a esa representación dramática: cómo se planea, cómo Ana consiente en ir; cómo se vive y cómo se desenlaza esa salida excepcional de la señora de Quintanar.

El capítulo se inicia en la sobremesa del día de los Santos, cuando don Víctor marcha al Casino para jugar su diaria partida y Ana queda sola en el caserón de los Ozores, obsesionada por el continuo tañer a muerto de las campanas de la ciudad. La Regenta reflexiona sobre su vida y las ajenas, y todo la induce a construcciones imaginarias de desolación y angustia: «la insignificancia de aquellos objetos que contemplaba le partía el alma; se le figuraba que eran símbolos del universo, que era ceniza, frialdad, un cigarro abandonado a la mitad por el hastío de un fumador...»

El desasosiego y la desesperación se cambian de pronto en alegría, a pesar del tañido de las campanas, cuando Ana ve venir a don Álvaro Mesía, caballero en hermoso caballo blanco, llenando la calle de luz y de vida. Psicológicamente, el motivo de la ventana, símbolo de libertad, se completa con el valor también simbólico que puede tener el caballo y el caballero escogido, para justificar el cambio de actitud anímica de la señora, que va a mantener con el Tenorio local una conversación placentera para ambos, hasta que aparece don Víctor de vuelta de su partida de ajedrez.

Ana se siente segura en el balcón, con su cortejador a caballo en la calle, porque sabe que es imposible pasar a más y, con menos inhibiciones de las habituales, se permite recordar los tiempos de su conocimiento, y está dispuesta, incluso, a aceptar el plan de ir al teatro que propone don Álvaro; de ese modo podrá continuar una conversación que le había hecho olvidar su entorno agobiante y superar el tedio que la aprisiona en su casa y en la ciudad, como un mar de hielo.

Ana, a sus veintiocho años, no había visto nunca la representación del Tenorio y era un caso insólito en una época en que se representaba todos los años por la fiesta de Todos los Santos y en la que mucha gente se sabía de memoria tiradas de versos de la obra. La materia central del capítulo está constituida precisamente por las reacciones que un espectador ingenuo puede experimentar en esa forma de recepción.

El capítulo ocupa un tiempo que va desde la sobremesa de día de los Santos hasta la mañana siguiente, cuando Ana recibe una carta del Magistral, la contesta y vuelve a sus cavilaciones y tristezas. Y son varios los capítulos de La Regenta que organizan su tiempo de la misma manera.

No parece, pues, que la anécdota o la estructuración temporal justifiquen que el capítulo XVI sea, como afirma su autor, uno de los principales para la acción interna de la novela. Habrá que buscar otra perspectiva para comprender y explicar la relevancia del pasaje para el sentido literario de la obra. Creemos que puede ser la perspectiva semántica, más que la sintáctica, la que logre dar con esa explicación.

La anécdota en sí misma, es decir, la narración de una asistencia al teatro es un motivo frecuente en la novela realista, casi un tópico. L. Bonafoux acusó a Clarín de plagiar a Flaubert la escena en la que Enma Bovary y León están en el teatro. La verdad es que en este caso, el imaginativo es Bonafoux, ya que buscar en la novela de la época una sesión de teatro no era difícil, pero quizá lo era señalar cuál había sido la plagiada, y no deja de ser original decidirse por la Madame Bovary, que no pasa de ser una anécdota con la función sintáctica de coordinar a los dos personajes, Enma y León. El ir al teatro era práctica habitual en la sociedad burguesa y en muchas novelas se reitera el motivo, de la misma manera que se describen otras prácticas sociales de la vida urbana.

Los matices que Clarín logra en su presentación y la funcionalidad del episodio en La Regenta le dan un sentido muy diferente del que puede tener el mismo motivo en otras novelas. Parece ser que la disposición anímica de Ana, que ve por primera vez el Tenorio a sus veintiocho años, la toma Clarín de la realidad ovetense, para incluirla en la ficción vetustense, sin necesidad de pasar por la aduana francesa.

No obstante, tenemos que aclarar que, en cualquier caso, es igual; no tiene ninguna importancia que el origen de la anécdota sea literario o real, ya que ni siquiera la tiene la misma anécdota, que podía haber sido otra, sin que el sentido de la acción interna cambiase en el conjunto de La Regenta. El discurso y la técnica literaria dan a ese capítulo XVI un relieve funcional y un sentido independientes de cualquier otra consideración.

Estructuralmente, el capítulo sirve de transición de la primera a la segunda parte de la novela: los quince capítulos de la primera parte siguen un ritmo temporal lento y una técnica presentativa completamente distinta de la segunda parte. El capítulo XVI es un alto en la historia para presentar un resumen de la situación psicológica de la protagonista respecto a sus tres seductores: el marido, el tenorio y el magistral. Los primeros quince capítulos siguen una técnica «presentativa» de los personajes en su apariencia física y como unidades funcionales de la historia; y así avanzan lentamente en el tiempo, y diseñan un amplio cuadro de ambiente en dos tardes y un día completo, a pesar de que resumen diegéticamente muchos años anteriores en tiempos recordados, no vividos.

Antes de poner en marcha la historia, que ocupará tres años, en la segunda parte de la novela, el capítulo XVI presenta especularmente a la protagonista su historia futura. Enmarcando en su propio sistema de valores la historia del Tenorio, Ana tiene ocasión de reflexionar sobre su conducta posible y valorar las consecuencias que pueden derivarse del orden y del desorden, del bien y del mal, tal como ella los concibe. Este capítulo está construido como una fotografía fija en el devenir del discurso narrativo y tiene un claro efecto intensificador al utilizarlo como espejo de lo que va a ocurrir en la historia. Es una parada, una reflexión y un contraste en la conducta libre de Ana Ozores.

Lo que ocurrirá en la segunda parte de la novela queda prefigurado en este capítulo, al utilizar como espejo una obra dramática vista por un espectador ingenuo, libre de todos los tópicos románticos que alejaban a la obra de Zorrilla de los espectadores realistas. El drama se acerca tanto a lo verosímil en esa lectura de Ana, que casi de un modo inevitable empiezan a surgir correspondencias y paralelismos entre los personajes de la realidad convencional de la novela y la ficción convencional del drama. El sentido que adquiere el motivo narrado se apoya también en otros efectos especulares, que proceden de varios ámbitos: un personaje refleja a otro (Visitación pretende que Ana viva la misma historia que ella ha vivido con don Álvaro); las cosas son trasunto simbólico de los personajes (el puro a medio fumar por don Víctor es reflejo de Ana); y, por último, la historia representada dramáticamente de doña Inés, es la misma historia que puede pasarle y le pasará a Ana Ozores.

Pero vamos a ver en qué consiste esa técnica especular en la forma precisa que le da Clarín en este capítulo-bisagra.

La crítica psicoanalítica ha estudiado con cierto detenimiento las técnicas y efectos especulares en la expresión artística, a propósito de su uso concreto en alguna de las grandes obras universales. Por ejemplo, la representación, que Hamlet organiza en el patio del castillo de Elsinor, trata de poner ante los ojos de su padrastro un crimen semejante al suyo. El efecto de «El asesinato de Gonzago» (que, según aclara el príncipe, se titula La Ratonera en sentido figurado) puede reflejar la culpabilidad del rey, como un espejo puede reflejar su figura.

En La Regenta se utiliza el espejo de otra historia para adelantar a la protagonista un futuro que va a vivir. No parece equivocado pensar que el autor quiere agotar las condiciones de libertad para su personaje: el conocimiento que le proporciona, excluye la posibilidad de una ignorancia sobre las consecuencias de la acción. Si leemos La Regenta como he propuesto en Teoría general de la novela. Semiología de «La Regenta» (Madrid, Gredos, 1985), como «un ejercicio de libertad», a pesar de todos los condicionamientos personales (somáticos y psíquicos), familiares y sociales, que cercan ala protagonista, la técnica especular seguida en el capítulo XVI, queda integrada perfectamente en esa interpretación. Ana Ozores no sólo discurre mentalmente acerca de su propia historia sino que la prevé y la ve en el espejo de la representación dramática hasta el punto de que se identifica incluso físicamente con la actriz, que hace de doña Inés de Ulloa.

El efecto especular se ha estudiado también, quizá con mayor atención en esta «hora del lector», respecto al proceso de interpretación de las obras artísticas. La llamada «teoría emotiva del arte», que surge de los presupuestos del New Criticism y defiende particularmente LA. Richards, encuentra la razón de la existencia, y sobre todo de la persistencia del arte, en el hecho de que el hombre se vea reflejado en las obras artísticas y se identifique con ellas más allá de las anécdotas y de las circunstancias históricas, que las enmarcan, y les dan sentido en el momento de su aparición: el lector juzga los males de los personajes sin sufrirlos, comprende sus conductas sin realizarlas, y entiende las formas artísticas sin crearlas, es decir, se ve a sí mismo sin riesgo en las construcciones imaginarias que le sugieren las obras.

El sentido de una novela es la síntesis y el resultado de un proceso por el que la fantasía del autor transforma en formas identificables sus imaginaciones, y, a la inversa, el lector hace el mismo camino en sentido contrario: las formas identificables por su propia conciencia suscitan su fantasía (Holland, El dinamismo de la respuesta literaria, 1968). Las imágenes y los símbolos del texto pasan de la creación a la interpretación y, mediante procesos semánticos, se reconocen zonas comunes y márgenes de diferencia que generan tensiones y abren posibilidades de relaciones vivas. El autor se ve reflejado en los signos que él mismo propone, y el lector, al interpretarlos desde su propia imaginación, se ve también reflejado en ellos.

Forster (Aspectos de la novela, 1927) considera que el relato ofrece al hombre un mundo cerrado y asequible al conocimiento, en el que se siente seguro y tranquilo, frente al caos que deriva de la masificación social y de la superación de los límites antropocéntricos en la ciudad. El lector descubre en la novela un mundo explicado, tanto en su orden como en su desorden, y comprende que el caos social puede ser superado: la novela es un análisis, con apariencia objetiva, realista, de las causas y circunstancias que generaron el desorden y explica cómo puede recuperarse el orden, los límites en una sociedad desmesurada.

El placer psíquico, que este proceso produce en el ánimo del lector, está en relación con la sensación de dominio racional se experimenta ante la explicación de los hechos y relaciones científicas. El desorden puede ser controlado; puede lograrse el orden y la realidad difusa, y sin límites visibles se organiza al ponerle el marco narrativo. Posiblemente de estas razones deriva la pertinaz insistencia de la novela realista en presentarse como historia verdadera, como crónica de vida.

El lector experimenta «el placer del texto», al ponerlo en relación con su propia vida, con su experiencia y, sobre todo, al comprobar que el caos no le afecta a él, porque está avisado si se presenta. Este efecto especular de la lectura se intensifica al seleccionar motivos, al destacar diferencias, al interesarse por personajes y conductas que están más próximas a la propia situación vital y la lectura se convierte, así, en un proceso activo y selectivo. Lo especular total parece que no apasiona tanto como lo especular parcial y, por eso, la historia es menos apasionante que la novela. Mientras la historia es un proceso abierto, como la vida en su devenir, la novela es un mundo limitado y resulta más asequible.

El efecto especular es tan fuerte, que afecta incluso a críticos y teóricos de la literatura; después de los estudios del fenómeno por la psicocrítica, todavía hay quien discute de la novela como de la vida. En el congreso celebrado en Madrid en noviembre de 1987, con ocasión del Centenario de Fortunata y Jacinta, afirmó A. Gullón (y espero que se recoja en las Actas), «que no es bien nacido el lector que no se enamora de Fortunata», y se dedicó una amplia discusión a discurrir cómo sería la novela de Galdós si Fortunata hubiera utilizado una máquina de coser para ganarse la vida, en vez de estar esperando siempre por el sinvergüenza de Juanito Santacruz; alguna que otra feminista enlazó el tema de la máquina de coser con la explotación y el trabajo de la mujer, y algún joven progre afirmó seriamente que Fortunata había sido diseñada por Galdós como «objeto del deseo» y que costureras ya había bastantes.

El mérito de esas «lecturas» de la novela estriba en mostrar el efecto especular a lo vivo en su capacidad de animador de lectores: no cabe pasividad ante una historia que se lee, como si fuese real, y como si se utilizase como propuesta para cambiar el desorden de la vida.

Los lectores de La Regenta, siguiendo las insinuaciones, a veces sutiles a veces subliminales, del narrador, se identifican con la protagonista porque se presenta como una víctima. Clarín desde una lectura «masculina» de Ana Ozores, consigue que la mayor parte de los lectores la compadezcan, es decir, padezcan con ella; pero no faltan lectores -más bien lectoras, según he comprobado- que reaccionan ante esa lectura y consideran a la Regenta «tonta» más que «víctima» y sienten el efecto especular de su conducta con desasosiego e incluso con irritación. La lectura se realiza desde los efectos especulares en cada lector y en relación con el sistema de valores de cada uno, realizado o idealizado, pero válido, por encima de las anécdotas concretas.

Las diversas posibilidades de interpretación de la obra literaria están en relación con el efecto especular en cada caso, y vamos a referirnos no al efecto general de la novela sobre el lector, sino al que Clarín utiliza en La Regenta como un recurso para caracterizar a su personaje.

De la misma manera que se ha hecho «teatro», buscando efectos especulares o espectaculares, Clarín traslada el proceso al interior de la novela, y son los mismos personajes, no ya el lector, los que se miran y se «leen» a sí mismos en las historias de ficción. Es un proceso complejo, porque implica varios niveles: el de la acción, el del reflejo, el de la confrontación de los anteriores, el de ver y el de ser visto, etc., y que Leopoldo Alas utiliza como recurso narrativo mucho antes de que la teoría psicocrítica los tipificase como reacción humana, para explicar el proceso de comunicación literaria.

Todo el capítulo XVI de La Regenta está construido especularmente. Ana es sujeto de la historia y «voyeuse», es decir, «veedora» («¿miradora?» / «¿espectadora?») de sí misma: está dentro y fuera del espejo, es protagonista de una historia y espectadora de otra semejante, sobre la que reflexiona; se desdobla para situarse en uno y otro lado del espejo, se siente doña Inés y Ana Ozores y descubre paralelismos y diferencias que la hacen interesarse vivamente y a la vez estar segura para dominar la situación. El placer que le produce la representación del Tenorio se asienta en el convencimiento, expresado textualmente, de que, a pesar de las coincidencias, ella sería diferente: «¿Representaba aquello lo porvenir? ¿Sucumbiría ella como doña Inés? ¿Caería en los brazos de don Juan loca de amor? No lo esperaba; creía tener valor para no entregar jamás el cuerpo, aquel miserable cuerpo que era propiedad de don Víctor, sin duda alguna» (461).

El efecto especular no se limita a las relaciones intertextuales de La Regenta con el Don Juan Tenorio, se prolonga en una especie de galería de espejos a otros personajes y se refracta en actitudes y conductas, en las que el placer especular surge a la vista de conductas paralelas y a la vez diferentes.

Es incluso sorprendente que el discurso de la novela incluya términos que, posteriormente, resultan palabras clave en los estudios psicocríticos: espectáculo, placer, espejo, orden, desorden, etc.

El efecto especular produce en Visitación un enorme placer: «no quería renunciar a ver a su amiga caer donde ella había caído [...]. Nunca se le había ocurrido que aquel espectáculo era fuente de placeres intensos, vivos como pasión fuerte». Y sigue toda una página en la que el narrador describe minuciosamente el efecto especular de placer que sobre Visitación produce la historia presente y la que se imagina como futura en la que la Regenta va a recorrer el mismo camino que ella ha recorrido: «era una voluptuosidad como la que produce una esencia muy fuerte [...] era el único placer que Visitación se permitía en aquella vida tan gastada...» (430).

Más detallado, y con otros matices, es el seguimiento que el narrador hace del proceso especular en Ana. Ella se ve a sí misma como personaje movido por una voluntad superior a la suya: «aquellas bruscas transformaciones las atribuía supersticiosamente a una voluntad superior, que regía la marcha de los sucesos, preparándolos como experto autor de comedias según convenía al destino de los seres» (447). Y enlazando con esta idea, Ana se constituye en espectáculo: «estaba acostumbrada muchos años hacía, a la mirada curiosa, insistente y fría del público, no reparaba casi nunca en el efecto que producía su entrada en la iglesia, en el paseo, en el teatro» (446).

Estas ideas, la de ser marioneta y la de ser mirada (complejo espectacular) se reiteran en el discurso; la novedad del capítulo XVI estriba en que Ana, va a ser observada por ella misma, primero directamente en el espejo de su casa: «cuando se vio sola delante del espejo de su tocador, se le figuró que la Ana de enfrente le pedía cuentas»; en segundo lugar, Ana se ve en todo lo que la rodea: el puro a medio acabar de su marido, «ella era también como aquel cigarro, una cosa que no había servido para uno y que ya no podía servir para otro» (426); Ana es el centro de la tristeza de las cosas en un mundo que la golpea y las campanas que tañen a muerto sin tregua eran «martillazos que estaban destinados a ella» (426); el periódico local, El Lábaro, mezcla en sus comentarios frases sublimes de Shakespeare con tópicos provincianos sobre la muerte, y Ana se siente reflejada en su oscilación continuada entre grandes aspiraciones y grandes vulgaridades. Todo lo que ve o lo que oye se transforma en el discurrir de la Regenta en símbolos de su propia tristeza y su degradación «y no paró hasta echar la culpa de todos sus males a Vetusta, a sus tías, a don Víctor, a Frígilis; y terminó por tenerse aquella lástima tierna y profunda que la hacía tan indulgente a ratos para los propios defectos y culpas» (428).

Al observarse fuera de sí, reflejada en las cosas, Ana sigue un camino que va desde la identificación a la diferencia y le hace superar la lástima y la irritación. El espacio físico, en torno a ella, le proporciona símbolos de sí misma, porque en cualquier circunstancia y en cualquier momento, con ocasión y sin ella, Ana es el tema preferido de Ana, bien en forma directa, bien como reflejo de todo. El placer especular se suma al placer del desorden controlado.

La aparición de don Álvaro Mesía a caballo, bajo el arco de la plaza, termina con la tristeza de Anita; el valor simbólico del caballo blanco y la ventana como signo de libertad, disponen al lector a una lectura simbólica de lo que sigue, pero además, directamente, el discurso insiste sobre el placer del desorden controlado: «fue un motín general del alma [...] lo que la Regenta sintió con deleite dentro de sí», y cuando el orden se restaura con la llegada de don Víctor, Ana está dispuesta a ir al teatro. Esta escena de la ventana, la plaza, el jinete, la conversación deleitosa, no tiene estructuralmente otra función que la de preparar la escena del teatro.

Durante la representación del Tenorio se analizan todas las reacciones de Ana sobre el marco general de las gentes que están en los palcos, del ambiente y siguiendo la obra de Zorrilla acto por acto. Ana advierte, como todos los espectadores, que «la novicia se parecía a ella: Ana lo conoció al mismo tiempo que el público» y de la semejanza física toma pie «la imaginación exaltada en comparar lo que pasaba en Vetusta con lo que sucedía en Sevilla». «Ana se comparaba con la hija del Comendador; el caserón de los Ozores era su convento, su marido la regla estrecha de hastío y frialdad en que había profesado ocho años hacía... y don Juan...! don Juan era aquel Mesía que también se filtraba por las paredes...» (458).

El paralelismo se establece intertextualmente con el pasado y el presente, y la diferencia se proyecta para el futuro: «para Ana el cuarto acto no ofrecía punto de comparación con los acontecimientos de su propia vida... ella no había llegado al cuarto acto, ¿representaba aquello lo porvenir? ¿Sucumbiría ella como doña Inés? ¿caería en los brazos de don Juan loca de amor? No lo esperaba» (461).

El desenlace del Tenorio hace temblar a Ana, que «sintió supersticioso miedo al ver el mal en que paraban aquellas aventuras del libertino andaluz; el pistoletazo con que don Juan saldaba sus cuentas con el Comendador la hizo temblar; fue un presentimiento terrible. Ana vio de repente, como a la luz de un relámpago, a don Víctor vestido de terciopelo negro, con jubón y ferreñuelo, bañado en sangre, boca arriba, y a don Álvaro con una pistola en la mano, enfrente del cadáver» (463).

De vuelta a casa, don Álvaro sueña con don Víctor y enlaza la visión de la espada de Perales en el Tenorio con la conversación en la que don Víctor le había asegurado que mataría al que mancillase su honor; Ana sueña también, aunque no recuerda el sueño.

El desenlace de día son los sueños y la carta de don Fermín con la que la Regenta vuelve a la realidad de las cavilaciones, las mentiras y la tristeza.

El capítulo XVI, situado después de la presentación y antes de la acción, enfrenta a los personajes con la historia que van a vivir y sirve de gozne entre la realidad y la ficción, entre la literatura y la vida, entre el espacio (Vetusta) y el tiempo (los tres años que seguirán), entre una protagonista ingenua y una avisada.

La técnica, que sigue Clarín en su novela realista, consiste en presentar, bajo anécdotas tomadas de la vida real o verosímil, modos de conducta, visiones de sistemas de valores, ejercicios de libertad. Para ello señala con precisión las circunstancias, el ambiente, describe el estado de ánimo del personaje y le proporciona el conocimiento necesario para decidir entre la pasión y la lógica. Ana, que se muestra como una ingenua viendo el Tenorio, ya no lo será al decidir sobre la vida; a partir del capítulo XVI ha podido comprobar el desenlace de su historia, ha visto la terrible escena de muerte de don Víctor, tal como efectivamente ocurrirá en el capítulo XXX.

El tema de la representación del Tenorio vuelve a revisarse en el capítulo XVII, si bien como objeto de juicio moral, no en su discurso. Don Fermín trata de convencer a la Regenta de la necesidad de sustituir las diversiones mundanas por actos piadosos, lecturas de vidas de santos, asistencia a sermones, etc. Está claro que el narrador quiere presentar, después de la figuración especular del capítulo anterior, la alternativa que le espera a su protagonista.

Lo que hace del capítulo XVI un punto relevante en la estructura de la novela es que, a partir de él, la voluntad o falta de voluntad de Anita en sus relaciones con Mesía, va acompañada de un conocimiento cabal de lo que puede ser un desenlace trágico. La funcionalidad del episodio en el conjunto estructurado de la historia no procede de la anécdota, sino de su sentido como «espejo» de la historia.