Temas universales, temas ideales, temas vulgares
Russell P. Sebold
... omne quod sensibus patet, si ad rationem referas, universale est, si ad se ipsa respicias, singulare. |
Boethius, De consolatione philosophiae, lib. V, prosa VI, 29. |
... il ya dans l'homme une puissance éternelle, une étincelle divine, [...] il ne faut pas se lasser de l'exciter en soi-même et de la ranimer dans les autres. |
Madame de Staël, Corinne, lib. IV, cap. IV. |
Al comienzo del capítulo anterior, hemos anticipado un rasgo fundamental de la temática becqueriana: esto es, que consta de asuntos tan sin asunto, que si la miramos partiendo del concepto vulgar de lo que puede dar materia a un discurso poético, los temas parecen disolvérsenos en nuevos elementos formales (he aquí a la vez otro motivo de la transparencia, la translucidez, la vaporosidad, la vaguedad, etc., que hemos comentado anteriormente en relación con otras condiciones de la cosmovisión poética de Gustavo). En el contexto de tan elusivos asuntos, me parece que el más iluminativo punto de referencia podrá hallarse en un examen del yo becqueriano en las rimas sobre la poesía, en las rimas en que se celebra el amor, y en aquellas otras en las que se lamenta la pérdida del amor. Dedicaré asimismo un apartado al concepto de la mujer ideal y lo cursi.
En la poesía del romanticismo exaltado, el pronombre de primera persona de singular estaba casi siempre identificado con la figura individual del poeta; mas, en las Rimas, se identifica tan a menudo con las fuerzas naturales y la divinidad como con la persona de Bécquer. Incluso en esos momentos en que la desinencia primopersonal parece representar al hablante humano individual de ciertas rimas, éste al llamarse yo es en realidad el vicario de todos los posibles hablantes de su clase; es más: la violencia del rompimiento entre amantes individuales cede a una delicada -si bien trágica- nostalgia que no es más privativa del hablante de tales rimas que de cualquier posible lector de ellas. Aparte de su importancia como sostén de la pureza poética tan característica de todas las Rimas, este yo universal tiene un sentido especial para esos dos grupos de poemas que versan, el uno, sobre la vivencia del amor, el otro, sobre la mujer ideal; pues, dicho de otro modo, ser universal el yo del amante significa que esta figura masculina es producto del pensamiento o la ideación, y esto a su vez significa el descubrimiento de un nuevo personaje en la obra poética de Bécquer. Se ha hablado mucho de la mujer ideal en las Rimas, pero he aquí que también es ideal el hombre, el amante masculino que aparece en ellas. La mujer ideal becqueriana se reviste de esta identidad cuando el poeta de las campanillas azules y las golondrinas llega a superar la vulgaridad de las convenciones estilísticas del sentimentalismo cursilón decimonónico convirtiendo éstas en símbolos de dicha figura femenina, pues ésta se convierte al mismo tiempo en vicaria de la poesía. En ciertas rimas de cada categoría se pondera el misterio poético difiriendo hasta el verso final la indispensable referencia aclaratoria que identifica el tema, de lo cual veremos varios ejemplos. Ya por estas observaciones preliminares queda evidente que hablar de la temática becqueriana no significa en absoluto abandonar las consideraciones sobre la forma; pues en el poema individual siempre importa muchísimo más la disposición del tema que lo que ese tema sea en sí. El hecho de que siempre acabemos hablando de la forma, aunque hayamos preguntado por el tema, reconfirma la desnudez de la poesía becqueriana.
Bécquer insiste siempre en mantenerse a cierta distancia de los temas que poetiza -ya se trate de los puramente líricos, ya de los parcialmente episódicos-; y tanto es esto así, que aumenta la distancia, cuando aumenta la carga emocional implícita en el tema. La famosa faceta sentimental y lacrimosa de las Rimas es un ingenioso anzuelo con el que el lector general es paulatinamente llevado a participar en intelecciones poéticas becquerianas de mayor profundidad. En las Rimas, Gustavo evita la carne y el hueso, el abrazo fuerte, el espaldarazo, el momento concreto del beso, las pasiones glandulares de los románticos exaltados, el uso extenso de la falacia patética romántica en la descripción de la naturaleza, los tono s más oscuros del «fastidio universal» romántico y la repugnancia física de la muerte individual. Incluso ante esas rimas cuya temática se prestaría a lo físico y lo pasional, el lector de Bécquer tiene la sensación de que «breves horas habita de la idea / el mundo silencioso» (rima LXXV, vv. 11-12); o digámoslo con otros versos igualmente preciosos, igualmente becquerianos, aunque no sean sino de una rima apócrifa: al leer rimas de tema aparentemente borrascoso solamente hacemos un viaje «entre las nieblas de lo pasado, / en las regiones del pensamiento»1. Ello es que el tema emocional, al ser elaborado por Bécquer, se eleva al nivel de la idea, o bien del recuerdo.
A comienzos de septiembre de 1839, Tula de América le confiaba a su querido Ignacio Cepeda: «Siento demasiado para poder pensar mucho»2. Ahora bien: el contraste entre esta postura romántica y la posromántica de Bécquer no podría ser más tajante. Pues compárese, con las palabras de la Avellaneda, el verso final de la rima LIX: «yo, que no siento ya, todo lo sé». En las Rimas, se trata siempre de una depuración conceptual de la emoción. La razón desempeña siempre un papel importante. (De ahí en parte la modernidad de las Rimas.) Cuando Gustavo reitera este aspecto de su poética, lo hace de nuevo en los versos finales de un poema, como si fuera una conclusión que quisiera destacar. Me refiero a la rima LXXII, en la que tres barqueros le brindan al poeta toda suerte de embriagadoras experiencias; solamente tiene que embarcarse. Su respuesta: «-Yo ya me he embarcado; por señas que aún tengo / la ropa en la playa tendida a secar.» En el momento que se presenta como actual en la rima individual, la emoción fuerte no afecta ya en absoluto al yo del poeta o hablante del poema. En otros casos, como los dos próximos que comentaré, no se asocia con ese yo más emoción que la celebrativa y estética.
En la rima VIII el yo corresponde al poeta o hablante, mas el pronombre aparece tan sólo una vez, y tampoco se da en el poema nada del egocentrismo de los románticos anteriores. Desde Cadalso y Meléndez Valdés, el poeta encontraba en su propio yo el eje del universo, y a través de sus cinco sentidos, ligados en íntimo diálogo con la naturaleza, vestía al universo de los colores muchas veces sombríos de su propia alma (panteísmo egocéntrico). Dominaba el poeta romántico, y se subordinaba el cosmos a su visión individual. «Yo soy mi propio Dios solo en mi cielo» -proclamaba el poeta García y Tassara hacia 1840-3. Bécquer, empero, el mismo poeta, es quien se subordina en la rima indicada; pues quiere arrancarse «del mísero suelo, / y flotar con la niebla dorada / en átomos leves / cual ella deshecho», o bien «me parece -dice- posible a do brillan [las estrellas] / subir en un vuelo, / y anegarme en su luz...» (rima VIII, vv. 6-9, 14-16; la cursiva es mía).
Dos veces se da aquí la idea de la subida, como de un místico que adorando a la divinidad quisiera remontarse buscando la unión con ella. Si hay emoción de alguna clase en esta rima, es, según sugería antes, una alegría celebrativa; porque se trata de un poema basado, no en cualquier sentimiento personal del poeta, sino en una idea objetiva, en la Idea -la divinidad becqueriana, de la que hablamos en páginas anteriores-, y es en realidad a ésta a la que se subordina el poeta al dejarse fundir con diferentes facetas de la belleza natural. El pronombre primopersonal no aparece sino una sola vez en la rima VIII, y es justamente en el momento de máxima subordinación del yo del poeta al principio metafísico universa l: junto con los hermosos seres naturales, «... estas ansias me dicen -apunta- / que yo llevo algo / divino aquí dentro» (vv. 21-23). Es decir, que a diferencia de Tassara, yo no soy esa divinidad, soy meramente uno de los infinitos seres en los que se refleja. La literatura se caracterizó por una cosmología teocéntrica hasta el siglo XVII, los pensadores de la Ilustración vivieron en un mundo antropocéntrico, y los románticos llevaron esta última tendencia más lejos e laborándose un cosmos egocéntrico. Mas Bécquer y los posrománticos en general se encuentran otra vez en un universo teocéntrico -aunque no ya en el sentido cristiano- por creer que todo lo rige ese principio estético fundamental que encuentran reiterado en todas las caras del cosmos (panteísmo teocéntrico). Apuntaba ya en pleno romanticismo exaltado la posibilidad de un principio estético universal -el pirata de Espronceda no quería como botín sino «la belleza / sin rival»4-, pero tendría que llegar el posromanticismo para que los poetas entronizarán tal dios sobre los despojos de su propia seudodivinidad.
Seguramente algún lector objetará que existen entre las Rimas otras composiciones en las que es frecuente y repetido el uso del pronombre yo, por ejemplo en la rima V, que consta de diecinueve cuartetas de romancillo heptasílabo, en cada una de las cuales se halla dicho pronombre por lo menos una vez -normalmente como primera palabra-, y en tres de ellas ocurre dos veces. «Yo nado en el vacío», «Yo soy la ardiente nube», «Yo soy nieve en las cumbres», «Yo atrueno en el torrente», etc. Sin embargo, el fortísimo yoísmo de la rima V es la prueba más inconcusa que cabe de la superación del yo individual romántico en la obra poética de Bécquer; porque el antecedente del pronombre es, a lo largo de los setenta y seis heptasílabos del poema, esa poesía divina, ese «espíritu sin nombre, / indefinible esencia», esa energía ontológica «... que sujeta / el mundo de la forma / al mundo de la idea» (vv. 70-72). A este quid divino de la existencia universal lo vemos encarnado en numerosas formas naturales, y nos habla con la voz de cada una de éstas; mas en realidad no escuchamos nunca en la rima V una voz individual, porque la que habla es a un mismo tiempo la fuerza motriz de todo cuanto existe ahora y la voluntad de perpetuidad de la civilización a lo largo de las centurias: «Yo busco de los siglos / las ya borradas huellas, / y sé de esos imperios / de que ni el nombre queda» (vv. 53-56). ¿Y cómo está presente el poeta en esta rima? Pues bien, reducido a tercera persona y relegado al verso final, casi como un pensamiento de último momento, pues es la poesía la que sigue hablando: «Yo en fin soy ese espíritu, / desconocida esencia, / perfume misterioso / de que es vaso el poeta» (vv. 3-76). ¿Sería concebible que un Espronceda, un García y Tassara, una Avellaneda ocupara un lugar tan humilde en un poema suyo, o que lo hiciera sin permitirse al menos un alarde de arrogante resentimiento?
Estamos hablando de las claves para la inteligencia de la universalidad posromántica frente a la individualidad y subjetivismo románticos. Traeré otros ejemplos de índole diferente, mas primero quisiera apuntar alguna reflexión que quizá tenga cierto valor para todos los que vamos mirando. Quiero insistir en el hecho de que en las rimas V y VIII el poeta se une místicamente con un principio divino a través de las numerosas improntas que éste deja en la naturaleza, no con reflejos seudonaturales de un mal humor romántico personal que proyecte sobre el mundo. Pues por esto mismo, porque tales fenómenos no están subjetivamente relacionados con ninguno de los dos, el lector, lo mismo que el poeta, puede flotar con la niebla, brillar con las estrellas, nadar en el vacío y atronar en el torrente; esto es, que poeta y lector pueden reaccionar en forma análoga, sentir la misma emoción, gracias al hecho de que se sitúan ante una fuente de inspiración que tiene existencia y valor objetivos para ambos: en el presente caso, esa poesía, espíritu desconocido, que es idea germinal de cuanto existe. Uno de los importantes descubrimientos de la poesía moderna es que la forma más eficiente de comunicar una emoción subjetiva o personal entre el poeta y el lector es mediante una idea objetiva que tenga la potencia para estimular una reacción análoga -no igual- en ambos, porque entre cualesquiera dos subjetividades no se da nunca un perfecto engranaje; y Bécquer fue también en esto el gran precursor de la poesía moderna.
Esto tal vez se aclare con una comparación. Aprovechando la terminología del electricista, diremos que la idea objetiva funciona como un transformador y que el poeta es un enchufe que surte una corriente de 240 voltios, mientras que el lector es un aparato diseñado para ser enchufado en la corriente de 120 voltios. Se sabe lo que pasa cuando se enchufa un aparato de 120 voltios en la corriente de 240 sin transformador: se quema el aparato, y se funden los plomos. Pues bien, algo parecido pasa si el lector entra en contacto con una emoción muy fuerte del poeta -una pasión violenta a lo Espronceda, por ejemplo- que no comparta en absoluto. En cambio, una idea que tenga un sentido semejante, no igual, para poeta y lector -un transformador- podrá quizá excitar una emoción paralela en ellos. La idea es la clave universal de las infinitas cifras emocionales del hacedor de versos y todos sus lectores; y en fin, siendo esta idea intermediaria el muelle real de la máquina poética, se hace posible substituir hasta cierto punto el contenido temático emocional del poeta por el del lector, y de ahí la impresión de la ilimitada riqueza de la temática becqueriana. Recordemos una vez más que quien lee la poesía de Bécquer «breves hora s habita de la idea / el mundo silencioso».
Todo esto queda claro en relación con las rimas V y VIII, porque el tema central es, en efecto, una idea; la poesía en el sentido de un principio estético, ante el cual nos dejamos llevar cada cual por su rapto, entusiasmo o emoción artística. Mas ¿cómo funciona esa idea o transformador de corrientes emocionales cuando el tema central son el yo y la experiencia personal del poeta? Miremos la rima II, que incluyo en este apartado porque, indirectamente, está presente todavía la poesía divina a través de las bellas metáforas naturalistas que representan la experiencia contemplativa del poeta vagabundo. Las cuatro primeras estrofas (introducidas respectivamente por los versos «Saeta que voladora», «hoja que del árbol seca», «gigante ola que el viento» y «luz que en cercos temblorosos») nos brindan cuatro vistas misteriosas de la naturaleza que en un principio nada parecen tener que ver ni con el poeta ni con nosotros y que sin embargo nos fascinan por lo espectacular y dinámico de las imágenes creadas por Bécquer, cada una en solamente cuatro versos. Ruego al lector pase a consultar un momento el texto del poema. Aunque es diferente el fenómeno natural descrito en cada estancia, nos fijamos inmediatamente en que la disposición arquitectónica de las cuatro es prácticamente idéntica (se trata de un caso de los «conjuntos paralelísticos» de los que hablamos en el capítulo anterior), de lo cual se deduce que estos cuatro segmentos d el cosmos se han sometido cada uno a su vez a la acción de una sola idea, es decir, un mismo modo de mirar las cosas.
Subconscientemente, el lector sospecha que existe alguna ilación lógica entre las cuatro hermosas imágenes, y mientras lee empieza a bosquejar alguna explicación que sea significativa para él personalmente. Llega el lector a la copla final, y le dice el poeta: «Eso soy yo ...», refiriéndose con el demostrativo neutro al bello y conmovedor contenido descriptivo de las cuatro estrofas anteriores, y de repente se hace claro que éstas representan la incierta vida de vagabundo del poeta y su entusiasmo ante la belleza del mundo que va recorriendo. Y el lector tiene la impresión de sentir lo mismo que siente el poeta. Pero se trata de un ingenioso engaño del arte becqueriano, porque en estos versos han operado en forma sutil y silenciosa dos procedimientos de los que depende todo el perenne encanto de esta rima. Se ha retenido hasta la estrofa final el referente temático yo, con alusión al poeta, y como consecuencia se ha dejado la puerta abierta a la intervención creativa del yo de cada lector en los doce primeros versos. En fin, instalándose el lector como contemplador dentro del espacio estético del poema y provisto a la vez de una aparente idea germinal que sin embargo no le obliga a ninguna interpretación concreta, va poco a poco elaborando su propia rima interior, o sea explicación del sentido de las cuatro primeras estrofas de la becqueriana. Fácil es por esto comprender que asintamos tan de buena gana al llegar a las palabras «Es o soy yo...», pues ellas vienen a ser el resumen, no solamente de la experiencia de Bécquer, sino también de la nuestra como colaboradores de las primeras estrofas, en esos momentos en que intentábamos comprender a nuestro modo lo aún no aclarado, y ese único pronombre primopersonal de la rima pertenece tanto a cada lector como al poeta. El yo de las Rimas es siempre, en una forma u otra, universal; de ahí que la obra parezca pertenecernos a todos tan personalmente.
Para completar este apartado miremos el yo poético de Bécquer en relación con otro tipo de experiencia religiosa: su inclinación al descreimiento ante la salvación y la vida de ultratumba, según las ve la fe ortodoxa. No se formula ninguna idea religiosa sin acudir a conceptos universales, pero en la poesía pura los conceptos han de representarse por símbolos, y uno de los símbolos principales para esta finalidad, en la rima LXVI, por ejemplo, es la forma en que se trata el yo. En las notas puestas a esta rima llamo la atención sobre su fuerte tono ascético, y explico las fuentes y el sentido de algunos símbolos religiosos contenidos en el poema. No hay, empero, ninguno más eficaz para la expresión poética de la idea central de la filosofía ascética que la reducción del yo del poeta a una presencia mínima; porque los ascetas enseñaban que el hombre individual era una criatura insignificante ante el tiempo eterno y el espacio infinito del cosmos, sin derecho a su excesiva vanidad y orgullo. (Estos argumentos los habían usado los ascetas, desde luego, para desesperar a los fieles tibios y así persuadirlos a ocupar sus pensamientos únicamente de Dios y la bienaventuranza que correspondía a los virtuosos; Bécquer los usa, en cambio, para ensombrecer el drama de su desencanto con la religión de sus antepasados.)
Pues bien: el yo propiamente dicho no aparece ni una sola vez en la rima LXVI, quiero decir, el pronombre. Está presente únicamente en la desinencia de dos verbos de primera persona de singular, que aparecen, uno en el primer verso de la primera estrofa, y el otro en el primer verso de la segunda: «¿De dónde vengo? ...» y «¿Adónde voy?...», respectivamente (vv. 8,16); y en la forma del posesivo mi, que se encuentra al final del último verso de cada una de las dos estrofas: «... mi cuna» y «... mi tumba», respectivamente (vv. 8, 16). (Nótese de paso que la situación de estos dos substantivos, uno al final de cada estrofa, sugiere un título ascético de un autor que se sabe que Bécquer había leído: Quevedo, La cuna y la sepultura, para el conocimiento propio y desengaño de las cosas ajenas.) Como sabe el lector de la rima LXVI, tan endeble yo se halla situado frente a un mundo caracterizado por horribles y ásperos senderos y rocas duras que le ensangrientan los pies al caminante, zarzas agudas que le arañan, sombríos y tristes páramos, eternas nieves, eternas melancólicas brumas y solitarias y olvidadas lápidas sepulcrales. ¡Qué perspectiva más desesperante para el hombre sin fe! ¿Será preferible la vida, o la muerte? Ambas resultan desesperantes. ¿Y del indefenso y miserable ser humano abocado a la nonada cósmica, qué representación más feliz podría haber que la de un yo, sin mención verbal siquiera de ese mismo yo? El peligro es universal; el sujeto humano de este poema, una insignificancia; y sin embargo, merced precisamente a ser una nadería, ese sujeto deviene también universal, porque ¿cuál de los millones de prójimos de Gustavo ante paisaje tan inhóspito se sentiría más confiado? El yo individual, más bien por su ausencia que por su presencia, es un tema y fundamento indispensable de las Rimas, tal vez el más indispensable.
No podemos desde luego examinar el tema del yo en todas las Rimas ni extendernos tanto en los ejemplos restantes como lo hemos hecho en los anteriores. He dedicado tanta atención a los poemas ya analizados, porque en esas tres rimas el único sujeto humano presente era el poeta o hablante lírico, y me parecía que podía ser sintomático el coeficiente de egocentrismo que arrojara el análisis de la postura poética becqueriana en una situación -la soledad en la naturaleza- que suele ser de las más propicias para estimular exageradas actitudes egocéntricas en poetas de la escuela romántica. A la vista de esta prueba sorprenderá poco que el yo individual desempeñe un papel igualmente restringido en las rimas amorosas afirmativas, en las que el objeto principal es la celebración de la hermosura de mujeres más o menos reales. Mas el desplazamiento del yo individual por el yo universal se producirá de modo diferente en estas rimas; pues no aparece en ellas, ni aun en sentido alegórico, ningún ser en cuya boca pareciera lógico poner la primera persona de la omnipotencia.
En las rimas en que se celebra el encanto de una mujer, la primera persona del singular, a menudo presente en el texto únicamente por la desinencia verbal (sin el sujeto yo), o introducida por la forma acusativa, posesiva, etc., del pronombre, no representa más que el espacio o ángulo visual desde el que se contempla la belleza femenina. La alusión al yo del poeta es muy pasajera; no se demora éste en describirse, en caracterizarse, en analizar su propio estado de ánimo; y como consecuencia, no parece existir en el poema ninguna personalidad que compita por nuestra atención con la mujer. La impresión que se lleva el lector es la de lograr una visión lo más objetiva posible en el contexto de la lírica, de que colocándose en el espacio ocupado por el ya indicado yo despersonalizado del poeta, vería y celebraría al personaje femenino en la mismísima forma que Bécquer; e insensiblemente los que leemos vamos desplazando a éste de su atalaya poética. Durante la lectura somos cada uno de nosotros el yo contemplador. Miremos ya rápidamente varios ejemplos.
En la rima XII, que por su tema suele citarse en conexión con la leyenda de «Los ojos verdes», se nos brinda un espectáculo multicolor, un auténtico arco iris, en el que predomina el verde de los ojos de la niña; pero en la deliciosa descripción de ésta se encuentran también «el carmín de los pétalos» de la rosa, la «purpúrea granada abierta», el «oro», la «nevada cumbre» y el «blanco armiño». El lector se embelesa; y la delicadeza de la emoción que siente ante tal texto, la parece despertar en él la propia niña; porque ese otro yo, que él substituye, el del poeta, está presente tan sólo en el verbo sé en los versos: «Y sin embargo, / sé que te quejas / porque tus ojos / crees que la afean» (vv. 1921, 32-35, 45-48), repetidos tres veces, como estribillo, refiriéndose el pronombre acusativo la respectivamente a la mejilla, la boca y la frente de la bella niña. Aunque mucho más corta, la rima XII, sobre otra graciosa niña, «Tu pupila es azul, y cuando ríes», es semejante, no sólo por su tema, sino por el delicado colorido de la descripción y la ausencia casi total del yo de Bécquer, que queda reducido a una sombra pasiva. Entramos en contacto con el hablante poético exclusivamente a través del nada imponente pronombre dativo me, según se van presentando a su vista diferentes facciones de la linda niña de los ojos azules: «me recuerda», «se me figuran» y «me parece». No cabe una presencia más tenue; merced a ello, empero, se le franquea una vez más la entrada al colaborador leyente, y queda ensalzada la pureza del objeto poético; pues, testigos pasivos, los yos del poeta y los lectores no hacen más que admirarse; no manchan la belleza natural de la niña con reacciones subjetivas propias. Queda cerrada la puerta al romanticismo exaltado a lo Espronceda.
En la rima XV, son objeto de igual atención descriptiva poeta y personaje femenino, pues los veintidós versos están divididos por partes iguales entre ellos, pero ¿puede llamarse descripción? Ambas figuras se nos disuelven en una serie de hermosas metáforas tomadas de la naturaleza, muy emotivas, eso sí, pero que no personalizan en absoluto. Se trata más bien de la emoción contemplativa, y así no existe posibilidad de ningún conflicto psicológico con cualquier yo leyente que quiera alojarse en estos versos. La mujer que aparece en esta rima, por ser de la raza de las ideales, se encuadraría tal vez mejor en el apartado final del presente capítulo, pero por lo mismo que el amante masculino representado por el pronombre primopersonal es de índole parecida, el poema constituye a la par un nuevo ejemplo de la superación del yo individual del poeta. Veamos la descripción del amante de la mujer ideal, presuntamente alter ego de Bécquer. En miniatura la estrofa tercera de la rima XV, en la que se describe al amante, tiene la misma estructura que toda la rima II: es decir, que se nos ofrece a la vista una enumeración de sugerentes fenómenos naturales que, hasta que llegamos al verso final de l a estancia -se retiene el referente temático- pudieran tener el sentido que deseara cualquier lector. He aquí los versos aludidos: «En mar sin playas onda sonante, / en el vacío cometa errante, / largo lamento / del ronco viento, / ansia perpetua de algo mejor, / eso soy yo» (vv. 12-17).
¿Escuchamos en ese lamento la voz de un hombre individual o la de la naturaleza universal? Sabemos que en algún nivel se ha de identificar esa voz con un hablante individual, de circunstancias tal vez más o menos semejantes a las del autor, mas nos cuesta caro limitar de tal forma nuestro enfoque. Pues no habrá lector que no diga: «Esta descripción es tan pertinente a mi yo como al de Bécquer.» Y ninguno querrá renunciar a su derecho a ese alter ego. En la cuarta y última estrofa el amante habla en primera persona con mayor extensión: aparece dos veces el pronombre yo, y una vez el posesivo mi. Pero aun así la figura no se concretiza. Porque ¿de qué habla? De su perpetua búsqueda de una sombra, de la hija ardiente de una visión. ¿Qué lector no asociará sombras y visiones propias con esto? Nunca le falla; Bécquer logra siempre la superación del yo individual, junto con la supresión de lo anecdótico que se identifica con ese pronombre cuando tiene antecedente concreto; y en gran parte gracias a esto, la poesía más pura del ochocientos es la suya.
En la rima XVI, se da un misterioso diálogo entre una mujer -no nombrada, ni descrita, ni idealizada- y tres fenómenos obsesionantes: el viento que suspira entre las campanillas azules, un vago rumor que resuena a sus espaldas y un desconocido aliento que causa miedo en la noche. Sólo al final de cada una de las tres estancias, sólo con su última palabra, se nos revela quién habla con la hermosa dialogante a través de esas aparentes voces de la naturaleza: «suspiro yo», «te llamo yo», «respiro yo», le dice el poeta. He aquí otra ilustración de la eficacia de la retención del referente para la creación de ese tipo de arcano que forma la base de la lírica más cautivante. Cada estrofa se mantiene en el nivel fantástico de la conversación de la amada con las vagas voces de la naturaleza. Con el yo se suple sencillamente el mínimo enfoque humano necesario para dar coherencia al poema. El yo del poeta interviene solamente para bajar el telón, por así decirlo, al final de cada una de las tres escenitas, y así no le resta a la acción de éstas nada de su universalidad.
La rima XXV es una interpretación más extensa de la célebre XXIII: «Por una mirada, un mundo; / por una sonrisa, un cielo; / por un beso... yo no sé / qué te diera por un beso.» Se refiere el poema más largo, no ya a una mirada de la amada, sino a otras señales que podrían descubrir cierto afecto en ella. Mas la fórmula utilizada al final de cada estrofa es fundamentalmente la misma que se encuentra en la rima corta: 1) «diera, alma mía, / cuanto poseo, / ¡la luz, el aire / y el pensamiento!»; 2) «diera, alma mía, / cuanto deseo, / ¡la fama, el oro, / la gloria, el genio!»; 3) «diera, alma mía, / por cuanto espero / la fe, el espíritu, / la tierra, el cielo» (vv. 9-12, 21-24, 33-36). Quiere decirse que la primera persona está presente únicamente como elemento de una fórmula. A primera vista la rima XXVIII parece ofrecer un notable contrapunto a las que hemos considerado hasta aquí, porque contiene seis verbos con l a desinencia de la primera persona de singular, tres ejemplos del posesivo mi y seis del pronombre me; pero, no obstante, tiene en común con la rima XXV el hecho de que predomina en ella lo formulaico y no lo individualizante. Los mismos números de los elementos gramaticales que acabamos de mencionar, 6-3-6, parecen revelar cierta regularidad formulaica, y bien mirado no deja de ser lógico que la regularidad de la fórmula al nivel retórico acompañe a esos conjuntos paralelísticos al nivel métrico.
Mas veamos cómo la presencia individual del yo se neutraliza con la retórica de signo formulaico. La rima XXVIII es de las que contienen dos sistemas paralelísticos que alternan, habiendo tres estrofas que representan cada sistema (en las notas señalo varios ejemplos de rimas con más de un tipo de conjunto paralelístico). El papel de los verbos de primera persona de singular en estos paralelos se ilustra por los versos finales de las estrofas primera, tercera y quinta: «la oigo dulce resonar»; «sentir creo la impresión»; y «te creo sentir y ver» (vv. 5, 13, 21). En las estrofas segunda, cuarta y sexta, el pronombre me tiene una función semejante en los versos finales; pero al comienzo de cada una de estas tres estrofas el poeta se aprovecha de otra convención lírica que tiene sus orígenes en los cancioneros tradicionales, aunque es a la vez característica de toda la poesía intuitiva decimonónica de tipo becqueriano: quiero decir, el uso, a veces repetido, del humilde imperativo dime, para puntuar la revelación de un secreto o la expresión de un pensamiento de difícil expresión, dándose ejemplos en el verso de José Selgas, Antonio Arnao, la encantadora poetisa religiosa granadina Enriqueta Lozano de Vilches y Ángel María Dacarrete, por no alargar demasiado la lista de ejemplos. Reproduzco a continuación las tres breves estrofas del segundo sistema paralelístico de la rima XXVIII: 1) «dime: ¿es que el viento en sus giros / se queja, o que tus suspiros / me hablan de amor al pasar?»; 2) «dime: ¿es que ciego deliro, / o qu4a un beso en un suspiro / me envía tu corazón?»; 3) «dime: ¿es que toco y respiro / soñando, o que en un suspiro / me das tu aliento a beber?» (vv. 6-8, 14-16, 22-24). Lo que quiero decir al relacionar la cuestión del yo del hablante lírico con la arquitectura paralelística becqueriana y el empleo de fórmulas es que las formas primopersonales en tal poema no denotan ni más ni menos individualidad que el yo que aparece en el estribillo de cualquier canción popular que cantamos repetidamente mientras nos bañamos, limpiamos nuestro despacho o preparamos la comida. En algunos momentos nos imaginamos intensamente identificados con ese yo, en otros mucho menos. Pero es, en fin, una identidad transferible a infinitos «cantantes», y de ahí su gran eficacia para ayudar a la vivencia de las emociones que el poema lírico desea suscitar en nosotros.
Consideremos un ejemplo más de la presencia del yo (¿de Bécquer, del personaje lírico, del lector?) en las rimas amorosas de signo positivo. Al inicio del presente apartado cité el último verso de la rima LIX - «yo, que no siento ya, todo lo sé» - para apoyar ciertas reflexiones relativas a la depuración de las emociones en el posromanticismo. Este yo, libre ya de los enredos emocionales por su edad, se coloca fuera de la acción de la rima (en la que aparece una niña que sufre en amores), pues actúa como observador omnisciente, voz de la experiencia: «Yo sé cuál el objeto / de tus suspiros es»; «Yo sé cuándo tú sueñas, / y lo que en sueños ves»; «Yo sé por qué sonríes / y lloras a la vez» (vv. 1-2, 9-10, 17-18). Al final de cada una de las dos primeras estrofas se reitera la idea de la experiencia del sabio hablante, y la reiteración tiene la misma forma en cada caso: «Tú acaso lo sospechas, / y yo lo sé» (vv. 7-8, 15-16). Ahora bien: cualquier individualidad que pudiera caracterizar a tal yo queda externa al drama de la rima LIX debido al papel que hace, pero a la vez su postura de observador maduro favorece la deseada universalidad del verso posromántico porque se presta a esa cursi pero exquisita añoranza de la juventud y los primeros amores que todos venimos por fin a sentir: «Yo conozco la causa de tu dulce / secreta languidez» (vv. 3-4), etc.
Antes de proceder a mostrar cómo se logra la universalidad del yo en el muy conocido grupo de rimas que tratan de la desilusión del amor y el rompimiento de las relaciones con la amada, creo que resultará iluminativo tomar en cuenta el hecho de que ya la mejor crítica de la época de Bécquer comprendía la universalidad del hablante lírico de las Rimas. Pienso en el ya citado Ramón Rodríguez Correa. Son pertinentes dos pasajes de este agudo prologuista cubano. La terminología no es la misma que empleamos nosotros, mas el sentido es idéntico. He aquí el primero de los trozos aludidos:
Sus pasiones, sus alegrías, sus aspiraciones, sus dolores, sus esperanzas, sus desengaños, son espontáneos e ingenuos, y semejantes a los que lleva en sí todo corazón, por insensible que sea5. |
Creo que Correa se habría expresado más exactamente si hubiera escrito parezca en lugar de sea, pues la maravilla que consigue Bécquer con su aparente candor y falta de sofisticación es precisamente sorprender la inmensa reserva de poesía que existe aun en el fondo de esas almas que tomamos por antipoéticas.
Paralelamente con el romanticismo, se da desde principios del siglo XIX cierta corriente intelectual que coadyuvará a la superación del egocentrismo de los Byron, los Espronceda y los Musset y consecuentemente a la universalización de lo subjetivo (si se me permite esta aparente paradoja) bajo el signo del posromanticismo. Universalización que está a la base del simbolismo, modernismo y toda la poesía novencentista. La tendencia filosófica a la que aludía hace un momento es el misticismo humanístico que, por ejemplo, da nacimiento al pasaje siguiente del ensayo de 1837 titulado «The American Scholar», de Ralph Waldo Emerson: «Entonces descubre (el erudito) que al descender a los secretos de su propia mente ha descendido a los secretos de todas las mentes. [...] Al orador [...] se le revela que él es el complemento de sus oyentes; que le beben las palabras porque él realiza para ellos su propia naturaleza; por muy profundamente que bucee en su presentimiento más privado, más secreto, con asombro suyo halla que esto es lo más aceptable, lo más público y universalmente verdadero. El pueblo se deleita en ello; lo más noble de cada hombre le lleva a decir: 'Ésta es mi música ; esto soy yo mismo'»6. Y en la misma época se sostiene que esos grandes héroes capaces de determinar todo el curso de la historia de una época, así como los grandes poetas -entre ellos, el pueblo, autor de la poesía de todos- son los portavoces de la sobrealma, en la que se unen todas las almas individuales en eterno coloquio espiritual.
Con el segundo de los dos pasajes de Correa quedará claramente demostrada la ilación entre la universalidad poética becqueriana y el ya explicado misticismo humanístico del siglo XIX. Correa afirma que
atento siempre a la verdad dentro del arte, [Bécquer] habla según siente, y teniendo el don de sentir lo que impresiona a la colectividad, don tan sólo concedido al genio, apodérase de todos los corazones que admíranse de ver a otro sorprender sus secretos y decir cuanto les conmueve, impresión que cada cual creía exclusivamente suya7. |
En esta gran idea humanística que los poetas de toda Europa comparten con pensadores como Carlyle y Emerson, se encuentra a la vez una explicación de la supuesta influencia de Heine sobre Bécquer; pues, sin descontar algún caso de influencia más o menos directa, el paralelo entre ellos parece depender principalmente de las tendencias generales de toda la cultura decimonónica, entre ellas el misticismo humanístico de esa centuria. En fin, sobre el atractivo de la poesía de Heine para todos los lectores, Menéndez Pelayo escribe unas palabras que hubieran podido dedicarse a Bécquer con igual propiedad:
... en esa poesía de filamentos tan tenues ha tramado el maligno encantador una red de ensueños y de dolores, de cuyas mallas, que a primera vista parece que un niño rompería, no hay corazón humano que se escape, porque todos encuentra n allí algún fragmento de su propia historia8. |
En resumen, el yo universal de las Rimas de Bécquer es la encarnación poética del alma colectiva de la humanidad, según la concebían los humanistas del siglo XIX. «El poeta, en la más completa soledad -dice Emerson en la página ya citada-, recordando sus pensamientos espontáneos y apuntándolos, resulta que ha anotado aquello que los hombres de ciudades populosas encuentran ser verdad para ellos también.»
No es difícil entender el parentesco entre tal concepto de la universalidad y esas rimas en las que el poeta, optimista y expansivo, celebra el amor y se entretiene refinando las hermosas ideas generales que se les ocurren a todos los amantes. Mas parece a primera vista menos probable que se logre tal universalidad en unos poemas que tomen su asunto de la ruptura entre amantes individuales más o menos identificables -la desavenencia, las emociones negativas, son siempre más particular es- ; y en el caso de algunas de las rimas de las que vamos a hablar ahora, no existe prácticamente ninguna duda sobre el modelo individual de carne y hueso en que se inspiraron: se trata de Casta Esteban, la mujer de Bécquer, y sus infidelidades. Entonces ¿cómo, en tales poemas, se mantiene en pie esa encantadora universalidad de la experiencia humana que infaliblemente nos deja a todos descubrir en las Rimas la más feliz expresión posible de lo nuestro?
Los poemas celebrativos estudiados en el último apartado representan aspiraciones al amor perfecto; y la amada que aparece en ellas -aunque menos intelectualizada y más real que la mujer ideal- es, sin embargo, una figura genérica. En cambio, cuando en las Rimas se trata de una pasión individual -por lo visto no se ha de aspirar al amor perfecto con una mujer concreta-, una de dos, o se localiza esa relación en el pasado y es seguida de la separación de los amantes, o es una unión instantánea que implica la separación inmediata. En fin, interviene el tiempo entre el momento del rompimiento de los amantes y el de su recreación poemática, con lo cual no solamente se reduce por el olvido el número de pormenores antipoéticos concernientes a la desavenencia, sino que se reduce el conjunto del suceso a las líneas generales de esos incidentes pasionales que forman parte de la sabiduría universal de nuestra especie. Galdós vio claramente la importancia del tiempo transcurrido para ciertas rimas becquerianas, identificando el tema principal de éstas como «el amor, cosa pasada ya, que no ha dejado más que ruinas»9. El afán de dejar la poetización de la ruptura en sus líneas más escuetas, en forma intuible más bien que contada, se refleja por el hecho de que las rimas del grupo que comentamos ahora son por regla general muchísimo más cortas que las afirmadoras del amor, estudiadas en el apartado precedente. (La inmensa mayoría de las rimas sobre el rompimiento no tienen sino ocho versos, alguna menos, ninguna más de doce versos.) Veremos que la ironía, la alegoría y la metáfora autónoma -término que se explicó en el capítulo anterior- también sirven para alejar el enfoque de lo excesivamente particular en ciertas rimas del presente grupo. Dejaremos para el final de este apartado tres rimas del mismo género que son autobiográficas.
Paradójicamente, la ilustración más convincente del papel del tiempo en la interpretación poética de la ruptura amorosa, la tenemos en las únicas rimas en que Bécquer concibe la posibilidad de una relación positiva con una mujer concreta, de carne y hueso. Es ésta, empero, una relación positiva muy condicional, y desde el comienzo todo respira desviación, indiferencia y ese despiadado transcurso del tiempo que llevará al olvido. Pienso, ante todo, en la segunda estrofa de la rima LVIII, donde se expone la teoría becqueriana relativa a las únicas uniones positivas que es dable tener con mujeres reales. «¿Quieres que conservemos una dulce / memoria de este amor? -pregunta el poeta a su compañera no nombrada- / Pues amémonos hoy mucho y mañana / digámonos ¡adiós!» (vv. 5-8). También nos ha dejado Gustavo un ejemplo de esta teoría llevada a la práctica, en la rima XXXII, y de nuevo el carácter de esta relación «positiva», si cabe llamarla así, ha de llevar inmediatamente a la separación.
En la primera estrofa de la rima XXXII aparece una mujer de hermosura arrolladora, en quien sin embargo apenas se fija el poeta, pero una voz misteriosa le susurra al oído: «Ésa es». Habrán pasado algunas horas entre los momentos representados por la primera estrofa y la segunda, y en ésta se alude ya a un goce universalmente conocido. Estilística y filosóficamente, la segunda estrofa puede parangonarse con los versos 67-68 de la rima V: «yo soy la ignota escala/ que el cielo une a la tierra». Pero ¿por qué el paralelo verbal? ¿y por qué la consecuente belleza? Veamos la segunda estrofa de la rima XXXII: «¿Quién reunió la tarde a la mañana / Lo ignoro; sólo sé / que e n una breve noche de verano/ se unieron los crepúsculos, y 'fue'» (vv. 5-8). En la rima V se escucha la voz de la poesía, esa esencia metafísica de la que depende la existencia del universo; en la segunda estrofa de la rima XXXII se trata del manantial de nuestra existencia humana: la seducción, el sexo, el orgasmo. Este último parece que es para Bécquer la medida de lo que puede durar una relación hermosa o positiva entre hombre y mujer. Se trata de un ejemplo de lo que en inglés se llama onenight stand; y queda aludida otra rápida relación puramente sexual en la rima LV, donde Gustavo se consuela con una prostituta -«mi adorada de un día»- de la ausencia de una joven enclaustrada.
En la rima XXXII no se encuentra ni una sola vez el pronombre yo, aunque sí hay verbos cuya desinencia corresponde a esta persona; en la LVIII no se da ni el pronombre ni un solo verbo con terminación de primera persona de singular (hay, en cambio, verbos de segunda persona de singular, verbos de primera persona de plural, y uno de tercera persona de singular). He aquí que en las rimas de la separación, igual que en las celebrativas del amor, Gustavo busca la universalidad evitando el yo pronominal y verbal. Mas a recurso tan sencillo se unen otros más complejos y sofisticados que pueden observarse no únicamente en las dos rimas del presente grupo que hemos mirado hasta ahora, sino también en las que vamos a examinar a continuación.
Se crea en estas rimas de la ruptura cierta ejemplaridad negativa intuida por el lector merced al acervo de experiencias humanas universales, y en esa ejemplaridad, esencia de millones de espíritus en sendas crisis amorosas, estriba la poesía de tales rimas. A tal impresión de ejemplaridad o esencialidad contribuyen también la introducción de incidentes humanos del tipo que normalmente se narran pero que no se narran aquí, la intervención de personajes de tipo realista, pero que sin embargo no llegan a concretarse con la descripción, y por fin, la rapidez con que concluye el incidente de la típica rima de este grupo. El hecho de que en cada uno de estos pequeños dramas haya pasado ya la violencia del rompimiento coadyuva a enfocar el contenido de estos poemas como patrones de acciones vulgares repetidas en la experiencia amatoria de incontables prójimos nuestros, más bien que como acciones individuales en sí. Y produciéndose un fenómeno semejante a la cursilería, esta vulgaridad se nos hace objeto de cierta inesperada nostalgia (goce en el sufrir cuando nos trae a la memoria los restos de una alegría pasada), la cual ensalza la universalidad poética de los pedestres pero preciosos poemitas. Todo ello se confirmará -cosa acaso sorprendente para algunos lectores- por ciertas coincidencias entre el estilo de Bécquer y el de Campoamor. Volvamos así a las rimas individuales.
Decía antes que Bécquer recurre a la alegoría y la ironía en algunas de las rimas de la presente categoría, y ahora quisiera hablar de este aspecto de su técnica. Empecemos con la rima XXX, en cuyo final irónico quedará ejemplificado el aludido parentesco con Campoamor. En la rima becqueriana se separan los amantes por orgullo, no por falta de afecto. Bastará que repasemos el segundo acto, por decirlo así, de este pequeño drama: «Yo voy por un camino, ella por otro; / pero al pensar en nuestro mutuo amor, / yo digo aún: ¿por qué callé aquel día? / Y ella dirá: ¿por qué no lloré yo?» (vv. 5-8). Salta a la vista la semejanza de técnica que se acusa entre este final y el de la dolora XLIII, de Campoamor, Cosas del tiempo, famosa por haberse glosado en el drama cómico Mañana de sol, de los Álvarez Quintero: «Pasan veinte años: vuelve él, / y al verse, exclaman él y ella: / (-¡Santo Dios! ¿y éste es aquél? ...) / (-¡Dios mío, ¿y ésta es aquélla? ... )»10 . Estas preguntas guasonas obligan a tomar cierta distancia, porque con la introducción del humorismo no se puede tomar demasiado en serio el interés personal inherente a tal situación; esto a su vez tiende a universalizar el enfoque, pero no tanto que no quede suficiente sugestión de lo personal para bañar toda la situación de una ligera -aunque jocosa- nostalgia lírica.
Al referirme hace un momento a la segunda estrofa de la rima XXX, dije deliberadamente segundo acto del drama. Muchas de las rimas del grupo que nos interesa en este apartado tienen algo de estructura dramática: exposición, diálogo y desenlace; y ésta es a la vez la forma más típica de las Doloras (1846) de Campoamor. El carácter dramático tiene una ventaja para el poeta que quiera superar las emociones subjetivas extremas del romanticismo exaltado, y Campoamor, que empezó a publicar versos en pleno romanticismo -Ternezas y flores (1840) -, superó muy pronto esos tonos fuertes. La representación dramática tiene fuerza objetivante: a través de ella tanto el poeta como el lector se inclinan a mirar su propio yo de un modo más desapasionado; es decir, que la desgracia personal se alegoriza como un caso más de los infinitos que conocemos a través del teatro trágico y cómico. Voy a citar el texto completo de la rima XXXI porque no cabe más viva ilustración de las observaciones que acabo de hacer; en efecto, tanto es esto así, que por la terminología dramática utilizada en ella, esta rima viene a ser una declaración alegórica de tales principios.
Los románticos de la generación de Espronceda querían convertir su existencia cotidiana en drama; en ello trabajaban ahincadamente. Pero con la irónica nostalgia de esta poesía Bécquer satiriza esa egoísta preocupación con el drama de las propias vivencias; porque entre reminiscencias de Ramón de la Cruz -sainete-, ¿quién va a tomar muy en serio cualquier queja romántica?
Hemos visto ahora que el tratamiento alegórico de la ruptura puede constar de una intelectualización humorística del episodio amoroso mediante el uso de términos relativos a la escritura, la lectura y el pensamiento, y de nuevo es ésta una técnica que había aprovechado Campoamor en sus historias vulgares de las dificultades del amor. En la rima XXXIII se lamenta la inexistencia de un remedio con el que quizá se hubiera evitado la separación de los amantes: «¡Lástima que el Amor un diccionario / no tenga donde hallar / cuándo el orgullo es simplemente orgullo, / y cuándo es dignidad!» (vv. 5-8). Entre el chiste de esta rima y el más extendido de la dolora XCIX, El juego de las gramáticas, de Campoamor, existe un evidente parentesco:
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En la rima XXXVI el poeta imagina que en un libro se ha escrito la historia de los agravios o faltas que llevaron al rompimiento con su amada. ¿Qué, si se dejase de escribir en el libro, «y se borrase en nuestras almas cuanto/ se borrase en sus hojas» (vv. 34)? ¿No sería ésta la mejor manera de recuperar el pasado? Frente a todas esas faltas, el hablante lírico, todavía enamorado, promete muy caballeroso: «... sólo con que tú borrases una, / ¡las borraba yo todas!» (vv. 7-8). Esta alegoría, que da su estructura a todo el poemita, es una deliciosa extensión y reelaboración de otra, de origen garcilasiano, que queda comentada en las notas. Como ejemplo de esta última valgan por ahora los dos primeros versos de la rima XLIV: «Como en un libro abierto / leo de tus pupilas en el fondo». En fin, en la medida en que Bécquer se aprovecha de la alegoría, se aparta de lo personal y va en la dirección de la intelectualización y la universalización, no sólo del yo del hablante lírico, sino de toda la situación humana del poema.
En la rima L no se trata tanto de la alegoría como del uso de voces abstractas -términos literarios o filosóficos- que sugieren cierta distancia ante lo personal, y ésta a la vez lleva a la universalidad. Pues en la desproporción entre el léxico abstracto del poema y la realidad concreta del amor, se da un asomo de afectación verbal que sin llegar a lo cómico sí basta para refrenar la emoción excesiva al estilo del romanticismo glandular. Pienso especialmente en los dos primeros versos de la segunda estrofa: «Dimos formas reales a un fantasma, / de la mente ridícula invención» (vv. 5-6). Se trata una vez más de reflejos de un estilo de época, según se verá cotejando los versos citados con la siguiente humorada de Campoamor:
Las almas muy sinceras, | |||
confundiendo mentiras y verdades, | |||
después que hacen de sueños realidades | |||
elevan realidades a quimeras12. |
(No cito esta humorada con la intención de proponer ninguna influencia, pues aunque Campoamor había dado sus Doloras a la estampa en 1846, no estrenó el otro género hasta 1886. Campoamor es sencillamente el ejemplo más cómodo de cierto prosaísmo jocoso que manejaron en algún momento u otro casi todos los poetas de la segunda mitad del siglo XIX.)
Sin embargo, existe una enorme diferencia entre la alegoría de los poemitas amorosos humorísticos a lo Campoamor y la de las rimas agridulces de la ruptura a lo Bécquer: en los primeros se agota todo el sentido o atractivo del poema en l a comparación jocosa -no hay ni un asomo de nada personal en el tema amoroso-, mientras que en las segundas el acoplamiento de alusiones rápidas a cosas aparentemente personales con el esquema alegórico medio humorístico ennoblece éste con insinuaciones profundas. En la primera estrofa de la graciosa rima del diccionario del amor, hay, por ejemplo, una referencia a «lo pasado», y no convendrán jamás los personajes - «ni tú ni yo» - en cuál de ellos «la culpa está». Pero nada ni aun remotamente parecido se encuentra en «El juego de las gramáticas», de Campoamor. En la rima de las «formas reales» y el «fantasma», existe, además del juego del léxico, una alegoría: lo que hace el salvaje pagano con un tronco, lo hacen los amantes - «eso hicimos tú y yo» -con su relación amorosa: un ídolo. Asoma lo personal, como acabamos de ver por los pronombres, «y hecho el ídolo ya, sacrificamos / en su altar nuestro amor» (vv. 7-8). La reunión de los dos elementos de estas rimas -posibilidad de tema individual, posibilidad de humorismo- resulta en una forma moderna, sofisticada, universal, y por eso mismo, para algunos, más profunda de expresar la emoción que la aparatosa retórica romántica de la primera mitad de la centuria XIX. Quien puede sonreírse ante una tragedia personal, sin apenas hacer pausa en su rutina cotidiana, tiene mucho control, y tener tanto control es no pocas veces la consecuencia de haber conocido penas muy hondas. He aquí que sofocando su propia emoción, Bécquer con una sonrisa elegante y al parecer despreocupada puede esbozar una postura «personal» que es aceptable de todos. Sea el que sea el tema de estos poemas «personales», el yo que habla en ellos nos pertenece siempre a todos.
Comentaré muy brevemente cuatro rimas del rompimiento que se basan, tres de ellas en elementos becquerianos que hemos estudiado más arriba, y la cuarta en la reinterpretación de un famoso final de poema de Espronceda. En las rimas XXXVIII y XLI se depura lo personal de la ruptura amorosa pasándolo por el filtro de varias metáforas de las que hemos llamado autónomas. La primera de las rimas mencionadas es en realidad un pequeño diálogo o bien apóstrofe en el que se contesta indirectamente a una pregunta al contestar a otras no formuladas. Se formula la interrogación en los versos 3 y 4: «Dime, mujer, cuando el amor se olvida, / ¿sabes tú adónde va?». La respuesta indirecta se ha dado ya en los versos 1 y 2: «¡Los suspiros son aire, y van al aire! / ¡Las lágrimas son agua, y van al mar!». La insinuación es que la respuesta directa habría que darla en unas metáforas de una delicadeza y nostalgia aun más finas que las de los dos primeros versos, mas ya éstas son tan seductoras en sí, que, escasamente podemos interesarnos más por la cuita del poeta que por unos medios expresivos que a todos nos parecen nacidos para dar voz a alguna inolvidable experiencia nuestra. Lo mismo pasa exactamente con las lindas imágenes de la rima XLI: «Tú eras el huracán, y yo la alta / torre que desafía su poder» (vv. 12); pues es tan atrayente esta realidad inventada, que nos inclinamos a olvidar la realidad real del yo y el tú aludidos a lo largo de los doce versos del poema.
En la rima XXXV cualquier pena personal se supera totalmente porque se trata de una mujer tonta que ha despreciado al poeta y quien a su vez es despreciada de éste -será la misma mujer hermosa pero estúpida que aparece en la rima XXXIV y el ensayo «Un boceto del natural», paralelo que comentaremos más tarde-. La venganza, que es pura poesía, se logra considerando que la separación se debe a la incapacidad de esa mujer poco inteligente para comprender la sensibilidad y talento del hablante lírico. Para esto se vale Bécquer de una conclusión que representa una referencia a ese ya comentado final de la rima VIII: «... yo llevo algo / divino aquí dentro», siendo ese algo el tesoro de arte que le ha inspirado la diosa poesía.
En fin, en los dos últimos versos de la rima XXXV, el poeta se admira de que esa mujer insensible sintiera cariño por él siquiera un solo día, «porque lo que hay en mí que vale algo, / eso... ni lo pudistes sospechar» (vv. 3-4).
En la rima XXXV Gustavo se apoya en su propia obra, pero en la XLIX se arrima a la de Espronceda (de cuya influencia volveremos a hablar en el próximo apartado de este capítulo). De la rima XLIX se desprende que los amantes, después de haber roto, todavía se encuentran alguna vez por el mundo, él por lo visto con cara de dolorido. Así ¿cómo se explica la sonrisa de ella? Al dar con la respuesta a esta pregunta, el poeta da asimismo con una venganza tan exquisita y poética como la de la rima XXXV.
Luego asoma a mi labio otra sonrisa, | |||
máscara del dolor, | |||
y entonces pienso: -Acaso ella se ríe, | |||
como me río yo. (vv. 5-8.) |
La risa o sonrisa que enmascara el dolor era una idea muy del gusto de los románticos exaltados y especialmente de Espronceda. También en las notas comento el eco esproncediano de la presente rima, y doy más ejemplos tomados de los textos del gran romántico exaltado. Por de pronto bastarán tres versos de la penúltima octava del «Canto a Teresa»: «... / dentro del pecho mi dolor oculto, / ... / ... / yo escondo con vergüenza mi quebranto, / mi propia pena con mi risa insulto»13. El hablante de la rima XLIX sonríe a lo Espronceda; por lo visto su antigua amada también sonríe a lo Espronceda. Pero lo genial es la suave ironía vengativa de la sonrisa del posromántico Bécquer frente a la atormentada y olímpica sonrisa romántica del Espronceda renegado no solamente del amor a la mujer, sino de todo lo ideal, de este mundo y del otro. La interpretación de lo romántico en la rima XLIX recuerda a la vez la simpática ironía de Mesonero Romanos ante el fenómeno romántico en su cuadro de costumbres «El romanticismo y los románticos».
Existen varias rimas del presente grupo en las que el yo del hablante lírico queda muchísimo más estrechamente identificado con Gustavo Adolfo Bécquer que en todas las anteriores. Son las ya aludidas autobiográficas: por ejemplo, la XLII, la XLIII, la 55 del Libro de los gorriones, excluida durante muchos años de las ediciones, y posiblemente alguna más como la XLVIII. Aquí me ocuparé únicamente de las tres primeras. El tema de las tres es el fracaso del amor en sentido, ya espiritual, ya físico, y el tono es el del más desgarrador sufrimiento personal; pero hasta en estos poemas Bécquer consigue suficiente universalidad para que el lector no se sienta incómodo al instalarse en el yo del hablante. Como queda explicado en las notas, la rima XLII representa por todas las apariencias el momento en que un amigo informó a Bécquer de la infidelidad de su esposa, Casta Esteban, cuyo tercer hijo no fue concebido en la cama matrimonial. La XLIII tiene las trazas de ser la fiel descripción de la enervante noche de insomnio que Gustavo pasó después de poseer tal información. La XLVIII, «Como se arranca el hierro de una herida, / su amor de las entrañas me arranqué» (vv. 1-2), que no incluyo en este comentario, parece aludir todavía a esa misma experiencia; y la 55 del Libro de los gorriones (véase su texto en el segundo apartado de la presente edición) fue motivada por la sífilis de Bécquer, aflicción para la cual fue tratado ya antes de su boda por el doctor Francisco Esteban, padre de Casta y médico especializado en males oculares y venéreos. Semejante material no parece el más idóneo para la poesía lírica, tanto más cuanto que hablamos de un poeta que supuestamente vivió encerrado en su espíritu soñador14.
Las rimas XLII y XLIII ostentan a la vez otras características que normalmente militan contra la pureza o desnudez poética: contienen más material episódico y más descripción -descripción realista, casi naturalista- que la inmensa mayoría de los llamados poemas puros, y son como consecuencia un poco más extensas que el conjunto de los poemas considerados en este apartado: doce en lugar de ocho versos. En la primera de las mencionadas rimas, se capta el momento en que el poeta escucha la horrible revelación de la infidelidad de su mujer, recurriendo a la descripción de la escena, la descripción psicológica y la descripción exterior del personaje, todo ello en primera persona como si fueran fragmentos de unas memorias: «me apoyé contra el muro, y un instante / la conciencia perdí de dónde estaba»; «Cayó sobre mi espíritu la noche; / en ira y en piedad se anegó el alma»; «logré balbucear breves palabras...» (vv. 3-4, 5- 6, 10).
La rima XLIII empieza con un trozo de descripción prosaica, digamos novelística, merced a la que se funden escena y psicología del personaje en expresión unida de una postura humana que no por lo vulgar resulta menos patética: «Dejé la luz a un lado, y en el borde / de la revuelta cama me senté, / mudo, sombrío, la pupila inmóvil / clavada en la pared» (vv. 1-4). Así pasó el engañado y lastimoso poeta las obscuras horas de la noche, y por fin, ya no era noche: «expiraba la luz, y en mis balcones / reía el sol» (vv. 7-8). Confrontando estos pormenores de la rima XLIII con el verso 9 de la rima XLII: «Pasó la noche de dolor... con pena», queda clara la ilación entre ellas. Vemos, al mismo tiempo, en este último verso reiterarse un principio estético becqueriano que hemos subrayado antes. La selección del momento posterior a la violencia de la ruptura -cuando se empieza ya a meditar en ésta- es esencial para la introducción de una sensibilidad poética de signo universal en situaciones por otra parte particulares.
Se llega a la universidad en la pareja de rimas ahora objeto de nuestro comentario preparando en ellas huecos para la inserción de la situación personal de cada lector. Lo que se llama misterio poético es muchas veces bajo otro nombre una invitación para que colabore el lector en la elaboración del tema poético, y toda auténtica lectura, toda auténtica crítica, tiene algo de creación o recreación. Si no fuera por la luz que la biografía de Bécquer arroja sobre la temática de estos poemas, no tendríamos la menor idea de lo que afligía al hablante lírico. Es más: al leer los textos como poesía, descartamos tales datos automáticamente, tanto más cuanto que ni en la rima XLII ni en la XLIII tenemos más que el marco físico y humano de un suceso doloroso; pues al nivel del texto no se nos informa en absoluto sobre la índole del suceso que ha llevado a tanta congoja.
En la rima XLII no se aclara en absoluto lo que sucedió con ninguna de las dos referencias al motivo del tormento del poeta: «Cuando me lo contaron...» (v. 1); «¿Quién me dio la noticia?...» (v. 11). El esquema es igual en la rima XLIII; sólo difieren las palabras. El que nos cuenta sus tristezas de hecho acaba por no contárnoslas: «Ni sé tampoco en tan terribles horas / en qué pensaba o qué pasó por mí» (vv. 9-10). Falta el pormenor clave para el argumento del poema. No resta sino la sentida exteriorización de la reacción personal ante el acontecimiento misterioso (para nosotros), y tales lamentos son de la misma substancia de la lírica: «Cuando me lo contaron, sentí el frío / de una hoja de acero en las entrañas»; «¡y entonces comprendí por qué se llora! / ¡y entonces comprendí por qué se mata!» (XLII, vv. 1-2, 7-8); «la embriaguez horrible del dolor»; «lloré y maldije»; «envejecí» (XLIII, vv. 6, 11, 12), por citar varios ejemplos no reproducidos antes. Ahora bien: ¿qué lector no tendrá algún remoto recuerdo doloroso que instale subconscientemente en el hueco textual correspondiente al suceso? ¿qué lector no arropará algo propio en las congojosas exclamaciones del sufridor que protagoniza estas dos rimas? Paradójicamente, se llega a la identificación más estrecha entre poeta y lector cuando son diferentes los conceptos de la temática que los dos llevan a su encuentro poético. Sin que fuera así, no se superaría suficientemente el yo del poeta para que pudiéramos gozar de versos que no hubiesen sido compuestos por un alma exactamente gemela de la nuestra.
Coadyuva a todos estos efectos el hecho de que el hablante lírico alcanza cierta resignación a través de los doce versos de cada uno de los dos poemas que analizamos. En el último verso de la rima XLII, sobre el fiel amigo que le reveló la horrible traición, reflexiona así el poeta: «Me hacía un gran favor. Le di las gracias». En el verso final de la XLIII, entre otras cosas recuerda: «... en aquella noche envejecí». Estos finales tienen un estilo que entona con el prosaísmo novelístico del conjunto de los dos poemas, y sin embargo, son finales que invitan a meditaciones tan ricas, tan sugerentes, tan universales como esos otros finales más poéticos tratados en nuestro capítulo sobre la forma.
Concluyamos este apartado hablando de la rima sobre la enfermedad venusina de Bécquer, que éste mismo tachó con un aspa enorme en el Libro de los gorriones. Pues si entre las rimas relativas a la traición, el rompimiento y la separación de los amantes existe alguna que sea posible mirar como el arquetipo, culminación o compendio de este doloroso subgénero, es seguramente la presente, el número 55 del Libro de los gorriones (el número 1 del apartado «Tres rimas del Libro de los gorriones excluidas de las ediciones clásicas», de nuestra edición). En los dos primeros versos de la primera estrofa se abarca la gama entera de todas las posibles traiciones amorosas, tanto las físicas como las morales y espirituales: «Una mujer me ha envenenado el alma, / otra mujer me ha envenenado el cuerpo». En la segunda estrofa el poeta supone tácitamente que pese a tener la salud minada por la sífilis seguirá teniendo relaciones sexuales con diferentes mujeres -¿con cuántas? no se sabe, porque «el mundo rueda»-, y si mañana este veneno «envenena a su vez, ¿por qué acusarme? / ¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron?» (vv. 5, 7-8). En fin, en el primer cuarteto aconsonantado se definen las principales especies de traición amorosa que llevan a la ruptura, y en el segundo se prevén a lo largo de todo el camino del futuro nuevas traiciones y separaciones, ocasionadas por el motivo más cruelmente ineludible de todos para apartarse del antiguo objeto del amor: la certidumbre de sufrimientos inhumanos y muy posiblemente la muerte.
Una vez más podemos preguntar cómo sea posible que material al parecer tan poco a propósito se haya convertido en poesía lírica. En las rimas de la ruptura, en las que el tema principal es la incomprensión y el dolor, se corre el riesgo de dar demasiada importancia al yo del hablante lírico y de caer así en un estilo excesivamente romántico y empalagoso para ciertos gustos; en cambio, con un tema como el que nos ocupa de momento -la experiencia sexual y los morbos a los que ésta puede dar origen- se arriesga caer en el epigrama, o cuando menos en el humorismo epigramático, una de cuyas inevitables consecuencias sería el privar al yo del hablante de cualquier relevancia psíquica que pudiera brindarnos una base para la identificación emocional y estética. Es así lógico que Gustavo logre el lirismo en la rima 55 mediante una técnica en parte contraria a la utilizada en las rimas de la ruptura consideradas anteriormente.
La melodía de un poema lírico depende tanto del ritmo psíquico del hablante poético, es decir, del oleaje de sus emergentes y cambiantes estados de ánimo, como del ritmo de las palabras, el metro y la rima; y no sentimos el encanto de estos últimos elementos sin habernos puesto a tono con ese otro ritmo anímico. En la presente rima el ritmo anímico del poeta es el reposado y regular de su resignación, el cual se capta por la construcción paralelística de los ya citados primeros versos sobre dos mujeres traicioneras, por el casi paralelismo de los versos 3-4: «ninguna de las dos vino a buscarme, / yo de ninguna de las dos me quejo» y por otros dos paralelismos implícitos del segundo cuarteto: «Como el mundo es redondo, el mundo rueda. / Si mañana, rodando, este veneno / envenena a su vez...» ( versos 5-7; las cursivas son mías). La sencillez de la rima asonante refleja la tranquilidad de la resignación del poeta; el metro endecasílabo, que se prefiere a otros más cortos en todas las rimas de la ruptura, representa la gravedad del obstáculo emocional que ha hecho falta vencer antes de arribar a la resignación.
Tiene valor de catarsis la serenidad que se conquista habiendo superado un desgarrador conflicto humano, y con esta dimensión de la rima 55 del Libro de los gorriones aumenta nuestro placer. Desde luego caben otras interpretaciones en vista de la actitud al parecer cínica hacia los prójimos latente en la segunda estancia, y a esto me refiero en las notas a esta rima. Por otra parte, en el primer cuarteto -y con esto se contrabalancea el cinismo del segundo-, la postura que Gustavo adopta ante las dos mujeres no deja de ser noble: no se trata de caballerosidad convencional, sino de reconocimiento de su propia responsabilidad, de su aflicción psicológica y venérea (él sí fue a buscarlas a ellas) y, paralelamente, de reconocimiento de esas mujeres como dignos seres humanos con derechos propios. (Bécquer casi siempre presenta el sexo femenino como igual al masculino: si la mujer engaña, engaña el hombre; si la mujer llora, llora el hombre, etc.; y he aquí un bello tema para futuros estudios.)
Los artefactos que se utilizan en el culto religioso no son más que símbolos materiales, por mucha unción que susciten en los fieles; y acercándonos demasiado a ellos, empieza a desvanecerse el místico encanto que ejercían sobre nosotros. No voy a repetir cuanto se ha escrito sobre la llamada mujer ideal de Bécquer -gran parte de ello asaz pedestre, por otra parte-; sino que me limitaré a dilucidar varios aspectos del tema que no suelen tomarse en cuenta: verbigracia, la cara oculta de la mujer ideal, quiero decir, su cara de mero artefacto para el culto que se rinde a la divina poesía.
Miremos la dimensión material de este artefacto para lograr un mejor entendimiento del proceso de ideación poética con el que se crea a la mujer ideal. En cambio, cuando leemos para su efecto poético las rimas serias en las que aparece ésta -I, X, XI, XV, XVII, XIX, XXVI..., LXXIV, LXXVI-, contentémonos con permanecer a la distancia que los términos del mismo texto nos imponen. Este consejo nos lo da repetidamente el mismo Bécquer, a veces en forma más irónica y prosaica de lo que supondrían algunos lectores de las Rimas; pues, como se ve por narraciones como «La Venta de los Gatos» y «El aderezo de esmeraldas», por muchas descripciones contenidas en Desde mi celda, y aun por numerosos pasajes-de las fantásticas Leyendas, según he demostrado en mi libro Bécquer en sus narraciones fantásticas, el admirable sevillano era al mismo tiempo un realista de temperamento muy moderno, y aun veía con mejores ojos el término realista que un Galdós.
Pienso, ante todo, en la rima XXXIV, en la que se hace la descripción más extensa, graciosa, ligera y atrayente de la mujer ideal becqueriana que tenemos en verso; con tanta delicadeza se hace la descripción, que el mismo cuerpo de la singular bealdad casi casi se nos convierte en espíritu mientras leemos. Hay dieciséis versos de poesía pura, en los que la dama de la rima XXXIV parece ser alma y encarnación de la poesía. Sus pasos al sonar recuerdan «del himno alado la cadencia rítmica» (v. 1) y así hacen eco a las cadencias de la rima I y su «himno gigante» dedicado a la poesía. En la segunda estrofa el poeta describe los encantos de los ojos de mujer tan única: «y la tierra y el cielo, cuanto abarcan, / arden con nueva luz en sus pupilas» (vv. 7-8), con lo cual una vez más se refleja en esta nada común belleza femenina un artículo de la definición becqueriana de la poesía: pues ya en la rima V ésta, personificada, decía: «yo soy la ignota escala / que el cielo une a la tierra» (vv. 67-68). «Ríe, y su carcajada tiene notas / del agua fugitiva» (vv. 9-10); palabras que recuerdan inconfundiblemente las risas de la mujer fantástica que vive en el fugaz elemento de la fuente de los Álamos en «Los ojos verdes». De los ojos de la extraordinaria beldad de la rima XXXIV caen poemas enteros disfrazados como lágrimas: «llora, y es cada lágrima un poema / de ternura infinita» (vv. 11-12). En los versos 13 y 14 de esta rima se lee: «Ella tiene la luz, tiene el perfume, / el color y la línea», con lo cual parece sugerirse un nuevo eco de la rima I, en la que el poeta había querido expresarse con palabras que fueran «suspiros y risas, colores y notas» (v. 8). En efecto: en la bella mujer de la rima XXXIV, merced a su luz, perfume, color, línea, se personifica «la expresión, fuente eterna de poesía» (v. 16); y parece el poeta haber dado al fin con la imposible «cifra» con que soñara al «luchar» con el rebelde idioma buscándole una forma adecuada a ese «himno gigante» anunciado en la rima I.
He aquí por todas las apariencias la encarnación respirante, palpitante, ambulante de la poesía. Mas tan hermosa mujer tiene un defecto, tan sólo uno, pero es tal, que no se le perdona, y al revelársenos, la encantadora imagen que no s hemos formado de ella se viene al suelo, tanto más cuanto que Bécquer lucha por mantener la difícil ilusión. He aquí la última estrofa de la rima XXXIV:
¿Que es estúpida? ¡Bah! Mientras callando | |||
guarde oscuro el enigma, | |||
siempre valdrá lo que yo creo que calla | |||
más que lo que cualquiera otra me diga. (vv. 16-20.) |
Tenemos delante un ejemplo magistral de la prolongación de la ironía lírica. El sorprendente final con que se llega a borrar el sentido de los dieciséis versos anteriores es una variante original de la habitual técnica becqueriana de la retención del referente. Es gracioso el poema, mas yo creo que con su gracia se encubre a la vez un momento de crisis durante el que Bécquer debió de perder la fe en sus ideales poéticos. Es su costumbre revestir los momentos amargos con ese encantador y leve humorismo suyo; y en relación con la crisis que parece detectarse detrás de la rima XXXIV, es iluminativo recordar que otros momentos de crisis poética atravesados por Bécquer también llegan a los ojos del público en la forma de rimas humorísticas: verbigracia, la XXVI sobre la conveniencia de no escribir poesía sino al dorso de los billetes de banco, y la LXVII en la que contrastan delicados versos sobre el entusiasmo del poeta ante el bello mundo natural con la descripción de la asquerosa vida dormilona y glotona de un sochantre.
Lo más interesante, empero -porque ello nos llevará directamente a la exposición de algunos puntos decisivos para la comprensión del valor simbólico de la mujer ideal-, es el hecho de que la rima XXXIV es tan cruel como jocosa, pues se sabe el nombre de la dama pintada allí. Es Julia Espín, famosa como la supuesta «musa» de Gustavo. En años posteriores, muerto y ya famoso Bécquer, cuando se le preguntaba a esta respetable señora y antigua cantante de ópera por las noticias que podía tener del poeta, no es sorprendente que respondiera siempre y únicamente: «Bécquer era un hombre sucio». Las mejores páginas que se han escrito sobre la figura de Julia Espín son de Rafael Montesinos15. En ellas el distinguido poeta moderno estudia los notables y sugerentes paralelos que existen entre la rima XXXIV y el relato «Un boceto del natural», así como el material descriptivo y anecdótico contenido en éste y, además, fotografías de Julia Espín, para demostrar inconcusamente la identidad del modelo para los personajes femeninos del poema y la narración en prosa.
Todos los veranos el narrador de «Un boceto del natural» ve en cierto balneario a dos hermanas, amigas suyas de Madrid, pero esta vez las acompaña su prima Julia, joven hermosa «original» que posee todos los atributos físicos que suelen atribuirse a la mujer ideal romántica. El narrador se enamora de Julia, pero no consigue que ella le diga ni una sola palabra. Él insiste mucho con una de sus dos amigas y logra que ésta le explique el ininterrumpido silencio de la preciosa prima. La mamá de Julia «le tiene encargado mucho que no hable delante de la gente». ¿Y por qué quiere su madre que se calle siempre que hay visita? «-Porque es tonta» - responde la amiga del amartelado escritor, y con estas palabras concluye el relato (OC, 721). En fin, esta narración tiene el mismo final que la rima XXXIV, y estos finales no son los únicos de su género, porque la misma Julia bifronte vuelve a aparecer en alguna otra rima. Por ejemplo, en la XXXIX, se nos dice que la mujer admirada «es altanera y vana y caprichosa», y el poeta concluye re conociendo «que es una estatua inanimada... pero... / ¡es tan hermosa!» (vv. 2, 7-8).
Quisiera llamar la atención sobre todavía otro paralelo con el que se reconfirma elocuentemente la tesis de Montesinos sobre la identidad del modelo para estas mujeres ideales con pies de barro. En el ensayo cuentístico «Un boceto del natural» está presente el mismo léxico idealizante que hemos encontrado en las rimas I, XXXIV y XXXIX (en la primera de las cuales no se presenta la mujer ideal hasta la tercera y última estrofa). Me refiero al pasaje siguiente del esbozo en prosa:
El verdadero himno, el verbo de la poesía hecho carne, era aquella mujer inmóvil y silenciosa cuya mirada no se detenía en ningún accidente, cuyos pensamientos no debían caber dentro de ninguna forma, cuya pupila abarcaba el horizonte entero y absorbía toda la luz y volvía a reflejarla. Hasta que las vi unas enfrente de otras, no se me revelaron en toda su majestad aquellas tres inmensidades: el mar, el cielo y las pupilas sin fondo de Julia. Imágenes tan gigantescas sólo podían copiarlas aquellos ojos. |
(OC, 719-720.) |
El mismo «himno» lo hemos escuchado en las rimas I y XXXIV; es más, en la rima I es «un himno gigante», y en el pasaje en prosa que acabo de copiar aparece utilizada una forma del adjetivo gigantesco. La Julia de «Un boceto del natural» es «silenciosa», y en los movimientos de la mujer de la rima XXXIV se nota una «silenciosa armonía». Es «inmóvil» el alter ego ficticio de Julia Espín en «Un boceto del natural», y es una «estatua inanimada» la mujer de la rima XXXIX. Es a la vez difícil caracterizar los pensamientos de la Julia ficcionalizada del relato o la dama de la rima XXXIV (¿fieles traslados en este aspecto de su modelo?), o aun asegurar que tengan alguno. Pero por esto mismo, porque su mente por lo vacía parece inmensa, causa ella la impresión de abarcar «el horizonte entero», y pueden reflejarse en sus profundas pupilas los secretos tanto del mar como del cielo.
En fin, el modelo de estas figurad es una mujer real del siglo XIX, por lo visto no muy inteligente, y sin embargo se ha inspirado Bécquer en ella para la poesía infinita de su mujer ideal. En «La mujer de piedra», donde Gustavo emplea ese término tan poco del gusto de Galdós, realismo, escribe: «Las obras de la imaginación tienen siempre algún punto de contacto con la realidad» (OC, 764). Por un lado, parece paradójico que dispongamos demás información sobre lo s antecedentes reales del personaje femenino más abstracto de las Rimas, que sobre los de esos otros personajes femeninos que se presentan en el ambiente mucho más realista de las rimas sobre la ruptura amorosa; pero, por otro lado, siendo tal como es Julia Espín -es decir, no teniendo carácter propio-, nada restan semejantes datos a la eficacia de su reencarnación literaria como símbolo de la poesía, porque lo característico de un símbolo es no tener sentido -carácter- propio sino servir como conducto para la comunicación del sentido de otra cosa. Bécquer parece haber tenido dos intenciones al incluir en las Rimas bromas sobre la vulgaridad de su modelo: 1) aclarar que la mujer ideal no es sino un símbolo, ya de un talento, ya del estado de la inspiración, ya de una fuerza universal, difícilmente descriptible; y 2) utilizando pormenores vulgares relativos al símbolo más poético de su obra, advertir que sus versos nos brindan dos posibles niveles de lectura y recepción. En concreto, sugiérese así que todo ese elemento cursi que le han tachado a Gustavo los críticos poco reflexivos, tiene también su función simbólica, especialmente para los lectores más humildes, que sin este acceso más fácil no llegarían tal vez nunca a gozar de los misterios más altos de este primer poeta del siglo XX, al decir de Juan Ramón Jiménez. Volveré a la cuestión de lo cursi en las Rimas, pero ahora habría que decir algo sobre lo simbolizado por el símbolo hueco y sin asignar que Gustavo encontró ya preparado en Julia Espín.
Acostúmbrase asociar la mujer ideal becqueriana con la poesía, esa inspiración universal y eterna que, como la música de la esfera de los antiguos, parece darnos la clave metafísica de todo cuanto existe: «podrá no haber poetas ; pero siempre / habrá poesía» ( rima IV, vv. 3-4). He aquí un concepto estético con implicaciones filosóficas, y habría que preguntar cuándo antes en la historia de las artes se ha dado un concepto paralelo. Pues bien, sin salir de la historia de la estética española y muy cerca en el tiempo de Bécquer, existe una idea tan semejante, que su mismo nombre se parece al de la mujer ideal. Me refiero al término que aparece desde el título del famoso tratado de estética de Esteban de Arteaga: Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal, considerada como objeto de todas las artes de imitación (1789). Revela el mismo título que ya el pensamiento estético de Arteaga tiene una orientación universal, como posteriormente la tendría el de Bécquer, pues la belleza arteaguiana, igual que la poesía becqueriana, late en todo objeto natural que sea susceptible de la imitación por la poesía, la música o la pintura.
Para ampliar este paralelo miremos primero dos pasajes de Bécquer, que vienen respectivamente de los ensayos «Las dos olas» y «La mujer de piedra» y se refieren, en el primer caso, a un retrato de niña y, en el segundo, a una estatua de mujer:
... yo no sé si se parece al original, pero es hermosa, y basta; seguramente se parece a alguien; y no ya a esta o aquella persona que a mí, espectador indiferente, me importa un ardite; se parece a ese ideal de belleza del cual todos tenemos e l tipo y severo canon en el alma. [...] lo que es bello lo es todo a la vez. Cuando admiro el retrato de una mujer hermosa hecho por Van Dyck, nunca pregunto: «¿Guardará semejanza con el original?» ¿Qué me importa? |
(OC, 686.) |
Podían observarse en ella ciertos detalles característicos, que sólo se reproducen delante del natural o
guardando un vivísimo recuerdo. Las obras de la imaginación tienen siempre algún punto de contacto con la realidad. Hay una belleza típica y uniforme hacia la que, así en lo bueno como en lo malo, se nota cierta tendencia en el arte. El placer y el dolor, la risa y el llanto, tienen expresiones especiales consignadas por las reglas. |
(OC, 763-764.) |
Al comienzo de cada trozo se afirma que el punto de partida para el artista es la realidad y la observación (original, observarse, detalles característicos, natural, vivísimo recuerdo); y a este respecto, resultará iluminativo que el lector repase lo que dice Bécquer sobre la sensación, la observación y el proceso creativo en los pasajes de las Cartas literarias a una mujer y Desde mi celda que quedan citados en el capítulo II. El arte, nos dice Gustavo, tiene siempre « algún punto de contacto con la realidad»; mas la belleza o el carácter de un personaje que aparece en una pintura, escultura o poema no deriva exclusiva y directamente de «esta o aquella persona», sino que es un compendio intelectual de elementos reales tomados de muchos individuos de una misma especie existentes en torno nuestro: «ese ideal de belleza del cual todos tenemos el tipo y severo canon en el alma»; «lo que es bello lo es todo a la vez»; esa «belleza típica y uniforme». El procedimiento de idealizar (= conceptuar) la belleza de cierto número de individuos reuniéndolos en una idea o epítome artístico convincente por sus fuentes reales es esencial para la imitación hábil tanto de lo malo y feo como de lo hermoso y bueno: «Hay una belleza típica y uniforme hacia la que, así en lo bueno como en lo malo, se nota cierta tendencia en el arte». Quiere decirse que, siendo convincente, aun un personaje deformado y feo se caracteriza por cierta belleza, porque en tal contexto este término no se refiere sino a la eficacia con que el arte imita un tipo natural.
Como fuentes para esta doctrina becqueriana, simbolizada por figuras femeninas ideales en ambos ensayos, consideremos las líneas siguientes de las Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal, de Arteaga:
Y si acaso [el artífice] no halla en las cosas naturales lo que ha menester para lograr lo que pretende, entonces debe suplir con el arte los defectos del original, ya trasladando a su objeto y reconcentrando en él solo las bellezas esparcidas en otros objetos de la misma especie, ya añadiéndole de propia fantasía perfecciones ficticias, pero que se acomoden a la naturaleza del objeto que imita, hasta que resulte un conjunto de belleza natural en las partes, pero ideal en el todo. Belleza ideal en las costumbres se da cuando el poeta, para expresar el carácter de sus personajes, no se atiene a uno u otro individuo en particular, sino que recoge las propiedades morales más eminentes, sea en vicio sea en virtud, que se observan en los hombres, y se forma un prototipo mental a quien aplicarlas. Bien lejos de que la hermosura ideal contradiga a la imitación de la natural, es su perfección y complemento; como la natural es la base y fundamento de la primera16. |
Ya en el capítulo II destacamos lo clásico del concepto becqueriano del proceso creativo; y tal orientación se confirma por la presencia en el autor de las Rimas de ideas como las de Arteaga, tanto más cuanto que tampoco todas esas ideas -por ejemplo, la imitación de lo universal eran nuevas en el tratadista ex jesuita. Queda resumida en una sola palabra del trozo de «La mujer de piedra» la cercanía de Bécquer a la poética clásica: reglas.
En fin, la mujer ideal puede ser vicaria de esa divinidad que se llama poesía o belleza suma, porque ella es la encarnación de un concepto estético. Más aún: es la encarnación de un concepto estético según el cual cada cosa imitada es depurada y elevada a su propio súmmum; y he aquí un movimiento ascendente que refleja en miniatura el del conjunto de las Rimas, en las que se ensalza esa indefinible esencia poética que rige el cosmos. A la vista de todo esto, no causa sorpresa que Bécquer quisiese depurar a su símbolo humano, Julia Espín. Tampoco sorprende que después de haber visto por primera vez a esa hermosa mujer en un balcón frente a la calle de la Flor alta se negara durante dos años a ser presentado a ella. «Prefería el ideal a la realidad -comenta su amigo Julio Nombela-. Aquella Julia fue su inspiración; cuando cesaban de verla sus ojos la veía su espíritu; amó al alma que adivinaba [...] no quiso conocerla, ni siquiera oír su voz. Mantenía con ella unas relaciones ideales, vivía de una ilusión»17. . Lo acertado del instinto que guió a Gustavo durante esos dos años se confirma por la desilusión que le esperaba después de haber conocido a esa menos que brillante ninfa operática. Alguna vez se ha puesto en duda la fidelidad del episodio contado por Nombela; pero sè no sia vera, è bene trovato.
La mayoría de los románticos eran en el fondo eclécticos -es inexacto suponer que tal calificativo pueda aplicarse sólo a dos o tres figuras como Martínez de la Rosa-; y sobre Bécquer sabemos por su amigo Nombela que durante los años que dedicó a la lectura en la biblioteca de su madrina doña Manuela Monnehay, en Sevilla, sus dos poetas favoritos eran el clásico Horacio y el romántico Zorrilla. Imitó en sus primeros versos el clásico estilo del género anacreóntico tan cultivado por Meléndez Valdés y también el grandilocuente y muy clásico estilo heroico de Quintana, mas al mismo tiempo sentía siempre un profundo entusiasmo por el más célebre de todos los románticos exaltados, Espronceda, y en el más conocido de los poemas de éste había de hallar otro antecedente para su mujer ideal. Me refiero al «Canto a Teresa», que Gustavo quería editar; pues en la lista de Proyectos literarios que dejó, figura el que voy a transcribir. En estos apuntes se trasluce un marcado entusiasmo por Espronceda, y revelan el profundo conocimiento del «Canto a Teresa» que era esencial para la relación fuentística que voy a proponer.
El canto de [sic] Teresa (monumento bibliográfico a la memoria de Espronceda). -Una edición lujosísima del canto solo. Cada octava real, una hoja, cuya orla, magníficamente dibujada a dos tintas al cromo, será alusiva al asunto de la octava que contiene. Mucha fantasía. Un prólogo sobre Espronceda, corto y bueno y su retrato y un autógrafo de una poesía suya, la más popular. Con la lista de los suscriptores18. |
(OC, 1232-1233) |
Son las octavas 13, 14 y 15 (vv. 1596-1619) del «Canto a Teresa» las que nos interesan, pues nos brindan una descripción obsesionantemente hermosa del mismo ser femenino ideal que Bécquer describe más sucintamente en las rimas XI y XV, en «Los ojos verdes» y en tantos otros versos y prosas. Para los veinticuatro versos citados a continuación Teresa Mancha de Bayo fue la Julia Espín de Espronceda, pues en ellos éste añora al alma que había adivinado en ella ante s de producirse la desilusión que se refleja en otros versos más agrios del mismo poema.
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En primer lugar, el léxico aplicado a esta figura y a todo su entorno hace evidente que se trata de un ser, no de carne y hueso, sino ideal: mágico, lánguido, desmayo, nube, evaporar, fugaz, aurora, cielo, estrella, aroma, aire, callado, ilusión, ensueño, eco, fantasía, etc.; palabras entre las que se encuentra ya alguna típicamente «becqueriana». El lector puede por su cuenta cotejar estas estrofas con rimas como las ya mencionadas XI y XV para buscar más paralelos. Quisiera señalar solamente dos o tres aquí.
La «mujer que nada dice a los sentidos», de Espronceda, parece anunciar a la «intangible» que habla en la tercera estrofa de la rima XI de Bécquer: «-Yo soy un sueño, un imposible, / vano fantasma de niebla y luz; / soy incorpórea, soy intangible;/ no puedo amarte. -¡Oh ven; ven tú!» (vv. 9-12). Si en los versos de Espronceda hay nubes y luna, en la rima XI de Bécquer hay niebla y luz; si la mujer celeste de Espronceda es un «ensueño», la mujer ideal de Bécquer es un «sueño». La fugaz visión femenina bañada en luz lunar que fascina a Espronceda «juega en las aguas del sereno río», y esto apunta a una conocida variante de la mujer ideal becqueriana, quiero decir, la mujer fantástica que vive en las aguas de la fuente de los Álamos, en «Los ojos verdes», la cual también es «incorpórea, como ellas, fugaz y transparente» (OC, 140). La esencia de la mujer mágica de Espronceda se ha impregnado en la luna, en el sol poniente, en las nubes, en la aurora, en las aguas del río, en los aromas de la naturaleza; y en la rima XXVIII de Bécquer, el alma de la mujer ideal se impregna en la sombra oscura, en el viento, en el luminoso día, en la noche sombría para comunicarse con el poeta.
El pirata de la famosa canción esproncediana de este tema no busca más botín que la belleza sin rival -ese poema es en parte una alegoría estética-; y no cabe duda de que la Teresa de las tres octavas que acabamos de examinar representaba para su autor la poesía sin rival. Mas en esos mismos veinticuatro endecasílabos asoma algo que será más pronunciado en Bécquer: la cursilería. Valgan como ejemplos los elementos léxicos del «Canto a Teresa» que subrayamos e n relación con la mujer ideal. Sin embargo, en Espronceda no se encuentran todavía mejillas que sean rosas cubiertas de escarcha, en las que se vea el carmín de los pétalos a través de las perlas, bocas de rubíes, trenzas de oro, pupilas azules, cendales flotantes, vestidos de leve gasa con rosas prendidas junto al corazón, balcones, campanillas azules, azucenas, golondrinas, madreselvas, suspiros, lágrimas y frases de perdón, etc.
De haber cultivado Gustavo el género de Polimnia con tanta extensión como Campoamor, no es inverosímil que hubiera rivalizado con éste en lo cursi. Al apuntar tal observación tengo delante ediciones populares de ambos poetas en la misma colección, una de las hoy más conocidas de libros de bolsillo, y no sé cuál de las dos cubiertas es más cursi, tal vez la de Bécquer; en todo caso, casi no caben más cursilancias -palabra de Ramón Gómez de la Serna- que las que tenemos reuniendo las ilustraciones de cubierta de estas ediciones. (No expreso una crítica negativa sobre estas cubiertas, que, según se desprenderá de lo que he de decir luego, tal vez posean para el lector cierto valor histórico y aun terapéutico.) En la cubierta delantera de la aludida edición de Campoamor se ve un florero de porcelana blanca que tiene la forma de una bota alta de mujer, con tacón alto, estilo finales del siglo pasado, y de sus diversas aberturas asoman claveles color rosa, claveles blancos, alguna hoja verde y dos nomeolvides azules. En la cubierta de las Rimas, en la referida edición de bolsillo, tres palomas blancas posan en un trozo de cesta o cerca de mimbres y de entre éstos salen a la izquierda varios ramitos de rosas silvestres color rosa con sus hojas, y a la derecha otros varios ramitos de nomeolvides azules, también con sus hojas, todo ello sobre un fondo compuesto de un dibujo de helechos y otras plantas en una hoja cuyo borde simula encajes. Especialmente, esta última cubierta recuerda el gusto sentimentaloide burgués de tantas horrorosas tarjetas de felicitación de aniversario. Concha Piquer, en su canción «La niña de la estación», se refiere a Bécquer y Campoamor como si fuesen poetas de la misma escuela; y en el último apartado, donde hablábamos de las rupturas amorosas, hemos destacado paralelos notables entre estos literatos. No se asuste ningún lector; para quitar ya a la voz cursi cualesquiera insinuaciones excesivamente negativas, parece oportuno recordar que Ramón Gómez de la Serna ve una parte de la poesía de Juan Ramón Jiménez como «divinamente cursi»20.
El mismo Bécquer se daba cuenta de que era cursísima esta vertiente de su obra; por tanto, no se trata de un defecto, entre miles de virtudes, en el que le haya sorprendido la crítica moderna. Bien es verdad que Bécquer no usaba el adjetivo cursi, pues la voz era nueva en su época -el ejemplo de fecha más antigua citado por Corominas es de 1865 -, y él era algo conservador en el uso lingüístico. Mas el concepto de lo cursi lo comprendía, y lo aplicaba con la mayor precisión a temas que son paralelos a los de las Rimas. Por ejemplo, en el ensayo «Entre sueños», aludiendo a las imágenes despertadas en su cabeza por una barcarola que tarareaba momentos antes, escribe: «No hay poeta romántico, no hay niña novelesca que no haya soñado alguna vez este cuadro del mar, la cancioncilla, el barquito y la luna; cuadro magnífico, situación llena de poesía, de la que se ha abusado tal vez, pero que indudablemente es hermosa» (OC, 726; la cursiva es mía).
Bécquer sabía que esto era tan traído y llevado como lo que más, pero por esto mismo se encuentra en ello una hermosura especial, una hermosura cómoda y familiar, con la que nuestra alma está habituada a dialogar; la luna, por haberse contemplado millones de veces, a lo largo de los milenios, no es menos bella, quizá lo sea más, no solamente por la frecuencia en su contemplación, sino por la interminable repetición ante ella de unos mismos sentimientos. Hace falta distinguir entre la comodidad y la vulgaridad; por ésta Gustavo sentía tanto horror como cualquier gran artista, según se desprende de las primeras palabras de «La mujer de piedra»: «Yo tengo una particular predilección hacia todo lo que puede vulgarizar el contacto o el juicio de la multitud indiferente» (OC, 756). En sus dibujos y pinturas Valeriano Bécquer contaba con el apoyo humano de lo cursi: «... todas sus composiciones tienen un sabor de arte y de belleza -escribe Gustavo después de la muerte de su hermano-, algo de selecto y distinguido que sabía encontrar y extraer aun de las cosas más vulgares y pedestres, que, al pasar por su fantasía, se depuraban y perdían algo de su natural grosero, sin dejar de ser verdad» (OC, 1213). Quiere decirse que Valeriano extraía de la vulgaridad su cualidad de conocido, de familiar; depuraba ésta y daba con la comodidad de la cursería; y efectivamente, en sus cuadros se aprecia el consorcio de un prosaísmo tiento y una refinada maestría plástica. En «Un boceto del natural», el narrador define con claridad y gracia el aspecto de comodidad de lo cursi, anticipándose a ciertas ideas de Ramón: «... daba rienda suelta a mis sensiblerías, charlando con Elena [...] de vagos presentimientos, pesares no comprendidos, aspiraciones sin nombre, y toda esa música celeste del sentimentalismo casero» (OC, 708; la cursiva es mía).
Según Ramón, la admiración que sentimos por el siglo XIX se explica «por lo que tuvo precisamente de casero y cursi, defendiendo sus lámparas y sus cajitas», y la misma idea la reitera algunas páginas más tarde, en forma un poco más extensa:
Cuando no se ha hecho un poco cursi la casa de nueva planta, cuando no ha puesto el encuadernador un hierro un poco cursi en la estampación dorada, nos queda cierto arrepentimiento de la casa y del libro21. |
Lo mismo en el caso de la casa o encuadernación nueva de gusto un tanto cursi que en el de las lámparas, cajitas, plumas de avestruz, conchas y otros artículos de la decoración del ochocientos, la comodidad de la cursilería estriba en el hecho de que «todos sentimos el deseo de esa regresión» -dice Ramón en la misma página-, regresión a esas salas donde se panteonizaban los recuerdos sentimentales en mil chucherías que se protegían contra «la pulmonía del tiempo» bajo esos fanales de cristal que no faltaban de ninguna casa.
En el capítulo I citamos varios pasajes de la «Revista de salones» para demostrar que Gustavo sabía desenvolverse en el gran mundo, y en «Bailes y bailes» vimos algún reflejo del estilo romántico exaltado; miremos ahora otro trozo del primero de estos artículos en el que Bécquer descubre cierta voluntad de «regresión» a unas convenciones poéticas posteriores a las puramente románticas y que, sin embargo, ya en su época empezaban a pasarse de moda. En las líneas reproducidas a continuación, el estilo es el cursi florido de la prensa posromántica. Las palabras que he escrito en letra bastardilla son las «cómodas» que sugieren el deseo de la regresión al seguro refugio de la cursilería poética; ocho de ellas aparecen usadas también en las Rimas.
Si un traje os roza al pasar, es siempre un traje ligero, vaporoso, cuyo contacto produce en nosotros el mismo efecto que el roce del ala de una mariposa; si escucháis rumor de voces, son voces suaves, argentinas, murmullo de aguas que corren, gorjeos de aves que cantan; allí todo está saturado de juventud, de vida, de alegría; la joven que marcha sobre el parquet, ligera como una ninfa, y la flor fresca y perfumada que adorna sus cabellos, pobre reina de pensil esclava de la reina de los salones; el amor nace arrullado por las armonías de la orquesta y el amor que toma fuerza mayor en las frases entrecortadas y cambiadas entre las figuras de la danza. Y ciertamente que aunque no tengáis parte activa en aquellos poemas de amor, no dejaréis de participar de sus emociones. |
(OC, 1104.) |
Ahora bien: ¿cómo se relacionan ideas tan cursis con la mujer ideal becqueriana y el nada cursi arte de las Rimas? Para contestar a esta pregunta volvamos a «Un boceto del natural», donde aparece esa Julia Espín medio ficcionalizada, puente por tanto entre la del callejón del Perro y la mujer ideal de la poesía becqueriana. En este escrito en conjunto autobiográfico Bécquer recuerda lo siguiente:
La presencia de Julia era como un obstáculo a la expansión natural entre nosotros. [...] a mí me pareció que sus labios se dilataban imperceptiblemente, que se reía, en fin, su inteligencia de nuestras vulgaridades, y que aquella risa mental se reflejaba de un modo extraño en su rostro. Desde que creí apercibirme de su muda ironía, fue ya un verdadero suplicio para mí el verme obligado a responder a Elena, que comenzó a hablarme del canto de los pajaritos, de las nubecitas color de púrpura, de la poética vaguedad del crepúsculo y otras mil majaderías de este jaez. |
(OC, 713-714; la cursiva es mía.) |
He aquí una deliciosa ironía: la mujer ideal que Bécquer imagina en Julia parece despreciar los temas cursis de la poética conversación de su prima, mientras que la Julia real está dotada de una inteligencia tan limitada, que sería incapaz de comprender siquiera esas humildes flores del intelecto. El narrador, porque se está enamoriscando de Julia, tiende a ponerse de acuerdo con la que él imagina ser la opinión ilustrada de la dama objeto de su admiración, aunque la verdad es que él no piensa así en absoluto; porque esas majaderías, o sea cursilancias, son temas, convenciones decorativas y símbolos de su propia obra poética. Ahora bien: con tan cómica situación se aclara la función de lo cursi en las Rimas; pues en ella se alegorizan cuatro nivel es culturales que se precisa tomar en cuenta: 1) el burgués insensible, desprovisto de toda cultura literaria (la Julia real del relato); 2) el lector mediano, con su refinamiento literario al uso de quienes leen novelas por entregas y poesías insertas en los semanarios (Elena, la prima de Julia); 3) el intelecto artístico y lector universal, que ve la necesidad de que en las obras maestras se nos ofrezcan múltiples niveles de participación, aun cuando alguno de ellos nos hiciera sonrojar nos (el narrador, Bécquer); y 4) el falso intelectual, lector pretencioso, que en público no reconoce otro arte que el más puro y severo (la Julia imaginaria del narrador de «Un boceto del natural»). Pero los lectores de las tres últimas clasificaciones están unidos por el hecho de que a solas en sus gabinetes se procuran el solaz de lo cursi. ¿Por qué? Pues, por lo que ha dicho Ramón: «La humanidad cree en lo cursi porque es un gran descanso para ella»22.
Y esto hay que subrayarlo fuertemente; porque merced a la comodidad y descanso de la cursería becqueriana, ciertos lectores generales de una cultura poética muy humilde, pero sí provistos de sensibilidad natural, pueden tener acceso inmediato al verso de Gustavo. La señorita sentimental, el joven soñoliento, la vieja nostálgica y el anciano pensativo se identifican fácilmente con la voz de un poeta que les habla del perfume de las violetas, el rocío sobre las violetas, la hiedra en las ruinas, las ninfas en el arroyo, las arpas abandonadas, los dedos de rosa del sueño, una lectura de versos amorosos sellada con un beso, y todas esas campanillas, golondrinas y madreselvas que les recuerdan las felicitaciones de cumpleaños que sus seres queridos les han enviado. Penetran en el texto de Bécquer a este nivel de comprensión mínima; luego insensiblemente van asintiendo a otros elementos mucho más complejos de los mismos poemas en los que se encuentran los aludidos detalles cursilizantes, y a la larga encuentran bases para la identificación en otras rimas que no contienen tales anzuelos para el lector de gusto lacrimógeno-sentimental. Encuéntranse en poemas individuales de Bécquer ejemplos de cursería que pudieran designarse como transicionales hacia el nivel poético más puro de las Rimas, en el que la mujer no es ya sino símbolo. Verbigracia, en la rima XXVII, el poeta escucha unas vibrantes palabras de su amada, que «... parecen / lluvia de perlas que en dorada copa / se derrama a torrentes» (vv. 2426). Tales versos podría decirse que son transicionales a la vez hacia el modernismo, por cuanto se acusa en ellos un cursi que se acerca ya al de un poema como «Sonatina», de Rubén Darío, pues también es cursi el modernismo y es el paso necesario entre el cursi de Bécquer y el «cursi divino» de Juan Ramón Jiménez.
El apartado segundo de la conocida «Semblanza de Gustavo Adolfo Bécquer» (Madrid, julio de 1937), debida a los hermanos Álvarez Quintero, concluye con unas palabras muy hermosas que quisiera aprovechar a mi vez como conclusión; pues contienen observaciones exactas sobre el valor permanente de las Rimas, y matizando una de éstas podremos al mismo tiempo coronar lo dicho sobre lo cursi en la poesía de Gustavo. He escrito en bastardilla la idea que voy a comentar.
Las Rimas de Gustavo Adolfo, de las que existen infinitas versiones en todos los idiomas, ni las agota el correr de los tiempos, ni los cambios del gusto las abaten, ni las revueltas corrientes literarias las arrastran, ni las marchita y destruye el constante manoseo del vulgo: su belleza es perenne, como la del temblor de las estrellas en la noche callada. |
(OC, 33.) |
El vulgo no destruye las poesías de Bécquer con sus repetidas lecturas, diría yo, más bien que manoseos; porque, a partir de la segunda o tercera rima, ese vulgo, atraído en un principio tal vez por una cursilada familiar, no es ya tan vulgo y empieza a coincidir con el lector culto en su visión de las Rimas.