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Tendencias modernistas en el naturalismo argentino

Carlos Javier Morales





La novela naturalista, formulada teóricamente por Emile Zola en 18801 y practicada desde mucho antes en su producción narrativa, alcanzó tempranamente una resonancia muy notable en el ambiente literario argentino, en el que dio lugar a encendidas polémicas. El 3 de agosto de 1879 el diario La Nación publicó el primer capítulo de L'Assommoir (La Taberna) y al día siguiente tuvo que suspender esta iniciativa: tan apasionadas fueron las controversias que originó dicho acontecimiento. A partir de este momento se configuran en el país del Plata diversas posturas ante el modelo de novela naturalista o experimental diseñado por el francés.

Esta escuela narrativa, como es sabido, supone una asimilación de la novela realista desarrollada en Francia desde los años treinta, a la que ahora se incorporan los hallazgos de las ciencias experimentales con el objeto de realizar un análisis científico de la sociedad, muy acorde con los principios positivistas que rigen la epistemología de la época. En la práctica, la aplicación del método zoliano dotó al novelista de unos recursos enormemente productivos en el conocimiento de la conducta humana y social; pero si tuviéramos que emitir un balance general de lo que supuso la producción narrativa de Zola, también debemos reconocer en ella un reduccionismo empobrecedor de la dignidad humana, por cuanto deja al margen numerosos factores del comportamiento de la persona que escapan a un análisis científico según el modelo de la física, la química, la medicina y otros saberes experimentales, los cuales eluden en su enfoque la dimensión espiritual y, por tanto, libre, de la naturaleza humana. La aplicación ortodoxa del método zoliano conlleva, asimismo, una pérdida de las nociones morales del hombre, dado que éstas se asientan precisamente en su condición de ser espiritual dotado de un entendimiento y una voluntad esencialmente libres.

Sobre esta grieta del método naturalista inciden muchas de las invectivas que pronuncian los críticos y creadores argentinos del momento, como José Manuel Estrada y Pedro Goyena, directores de la Revista Argentina, quienes condenan desde el principio esta concepción novelística. No faltarán otras razones para el fervoroso ataque: la novela naturalista supone, lógicamente, un análisis descarnado de los males que afean a la sociedad concreta recreada en la ficción. En la nación argentina, que en ese momento trata de emular el desarrollo industrial y capitalista de los países europeos, una exposición directa de las heridas de la sociedad no podrá agradar a todos los intelectuales, máxime cuando gran parte de ellos se encuentran comprometidos en esa acelerada europeización de las estructuras de su país.

Lo que sí es aceptable para cualquiera en estas sentencias severas de muchos literatos argentinos es la advertencia de que una imitación servil del método zoliano en su país resulta, a todas luces, contraproducente, ya que la sociedad de Argentina ofrece unas condiciones en gran parte diversas de la francesa. Es sabido que a principios de los ochenta la clase burguesa ha adquirido un poderío muy considerable con sus audaces inversiones financieras. Pero otros problemas son privativos de esta nación: entre ellos, el sistema de vida rural y, por supuesto, la gran oleada de inmigración europea.

En cualquier caso, los recursos que proporciona la nueva escuela narrativa no pueden dejar de seducir a los autores rioplatenses. En 1881 uno de sus máximos representantes publica un relato pretendidamente naturalista: nos referimos al Potpourri de Eugenio Cambaceres. Su siguiente novela, Música sentimental (1884), manifiesta una progresiva incorporación de los procedimientos zolianos, de modo que el nuevo modo de novelar ya ha conseguido abrirse paso. En 1890 podemos afirmar que la teoría y praxis de la novela experimental se ha implantado definitivamente en Argentina: sus creaciones traspasarán el umbral del siglo XX y constituyen una etapa definitiva en la historia de la narrativa de aquel país.

Lo más notable -y más afortunado- de este proceso es que las grandes figuras acertarán a asimilar el modelo francés de un modo coherente con las características y necesidades de su patria. Todo ello nos permite hablar de unos rasgos peculiares del naturalismo argentino, que responden a motivaciones muy diversas: de una parte, la supervivencia de los ideales románticos influye decisivamente en la configuración narrativa de estas obras, que se manifiesta, por ejemplo, en un protagonismo muy acusado del autor-narrador. Al mismo tiempo deja su huella la novela de tesis, que supone una considerable simplificación de la realidad en aras a proclamar un enunciado moral muy explícito. También se debe señalar como rasgo distintivo del naturalismo argentino la mayor presencia de los valores trascendentes y la estimación positiva que se les rinde: no es precisamente una actitud encomiástica hacia la religión católica ni tampoco hacia el clero, pero la creencia en lo divino, según modalidades un tanto diversas, permanece a lo largo de casi toda la producción narrativa de este período. Como fruto de ello, el pesimismo se ve en ocasiones atenuado hacia soluciones más esperanzadoras.

Después de tales rasgos enumerados sumariamente, podemos apuntar como un gran carácter diferencial de este naturalismo su radical propósito moral, más o menos expreso según las ocasiones pero común a todas ellas. Si el naturalismo zoliano persigue una puesta en escena de las injusticias que origina la sociedad burguesa, de un modo indirecto y nunca manifestado explícitamente, la novela argentina de esta corriente no nace motivada contra una clase social en sentido vertical: ni es un apoyo a la burguesía, como concluye un sector de la crítica reciente, ni una rebelión contra la misma para defender al proletariado. Es verdad, sí, que casi todos los autores rioplatenses del período revelan un cierto clasismo: pero en ningún momento arremeten contra una clase económica, sino contra determinados grupos sociales considerados como nocivos para el desarrollo integral del país; en especial, contra los inmigrantes europeos que, en su entender, introducen nuevos vicios y desnaturalizan la identidad cultural del pueblo argentino. Esta novela, pese a las fracturas que puedan reconocerse en su clasismo de sello nacionalista, nace -insistimos- animada por un firme propósito moral: la crítica de los males sociales y su consiguiente remedio. De ahí que con frecuencia adquiera tonos de vehemente denuncia, rasgo que en el naturalismo francés queda al margen del proyecto narrativo, concebido como un análisis científico sin críticas expresas y sin soluciones pertinentes. En el país del Plata, por el contrario, subyace habitualmente un ansia poderosa de ideal, de auténticos valores humanos: de honradez, de generosidad, de laboriosidad, de respeto a la tradición cultural; de belleza, etcétera.

Otro de los condicionantes de esta nueva novela reside en la pluralidad de corrientes estéticas que pugnan por abrirse camino en la literatura del país: el romanticismo aún posee una vigencia muy respetable, que también se hará notar en estas producciones naturalistas; el costumbrismo, género de raigambre romántica, se mezcla y a veces se superpone al análisis realista y naturalista. Al mismo tiempo, otras concepciones más modernas alentarán a estos espíritus creadores; nos referimos a todos los ideales y técnicas que podrían incluirse en el movimiento modernista, el cual desde muy pronto posee animados promotores en Buenos Aires. No olvidemos las geniales crónicas que José Martí publica en La Nación desde 1882 ni tampoco la presencia de Rubén Darío en la capital porteña, desde 1893, con el grupo literario que se constituye bajo su guía. También ha de tenerse en cuenta la anterior publicación de Azul (1888) en el vecino país de Chile. Y, asimismo, la atracción que sienten los argentinos por la literatura francesa, que no sólo ha engendrado la novela naturalista, sino también otras corrientes muy distantes de ella, como el parnasianismo, que culmina en 1860; el simbolismo, que como tal se implanta desde 1856 con la publicación de Las flores del mal de Baudelaire; el impresionismo, técnica naturalmente afín al simbolismo, etc. Y los argentinos, afectados por ese galicismo literario y también galicismo mental que tantas veces se les ha echado en cara, no pueden permanecer ajenos a esas tentadoras innovaciones de los franceses. De modo que estas otras corrientes estéticas enseguida se harán presentes en el campo de la novela naturalista2.

Nuestra investigación reciente en los orígenes del movimiento modernista hispanoamericano nos ha permitido descubrir en el argentino Miguel Cané (1851-1905) a un auténtico iniciador de esta importante corriente estética en la literatura hispánica3. Bien es verdad que en sus escritos posteriores En viaje (1884), Juvenilia (1884), Charlas literarias (1885), Prosa ligera (1903), etc. se distancia notablemente de las técnicas que caracterizan el modernismo. Pero si atendemos a su primer volumen de Ensayos (1877), encontramos que sus textos conectan plenamente con el modernismo más maduro, y las técnicas impresionista, simbólica y aun expresionista se han asimilado con singular acierto. Y tales rasgos se evidencian en ensayos y cuentos fechados entre 1872 -muchos de ellos corresponden a este año- y 1876, aunque aparezcan coleccionados en el citado volumen de 1877.

Con tales presupuestos no podemos sorprendernos de que en el naturalismo argentino emerjan, a veces con ímpetus imprevisibles, las tendencias propias del movimiento modernista.

Para exponer en tan corto espacio el alcance que poseen tales tendencias en las novelas naturalistas argentinas, hemos escogido tres obras muy significativas, que han sido objeto, por nuestra parte, de un minucioso análisis argumental y estilístico4. Estas van a ser Sin rumbo (1885), de Eugenio Cambaceres; Horas de fiebre (1891), de Segundo I. Villafañe, y La Bolsa, del mismo año, de Julián Martel. Es verdad que en el entero panorama del naturalismo argentino existen otras producciones que poco tienen que ver con las tendencias modernistas. Sin embargo, resulta curioso que las más geniales -y también las más célebres en la historia de la literatura- suelen ser las que se abren a las propuestas del modernismo; eso sí: sin abdicar por completo de los métodos zolianos, que siguen dejando su impronta en tales obras y que nos permiten clasificarlas dentro de la narrativa naturalista.

Sin rumbo nos cuenta el triste acontecer vital de Andrés, hijo de un hacendado que ha recibido una cuantiosa herencia, con bienes inmuebles en el campo y en la ciudad. Andrés, dominado por sus propias pasiones y por el tedio, termina en el suicidio, tras unos amores e ilusiones frustrados casi desde el comienzo. Si el modernismo puede entenderse, en su propuesta filosófica fundamental, como el ansia de ideal frente a una sociedad burguesa, industrializada, positivista, cientificista, materialmente acomodada; podemos concluir que el Cambaceres de esta novela -ya que no el personaje- nos plantea una solución modernista. La crisis de Andrés proviene de una educación extremadamente liberal que ha destronado de su conciencia cualquier valor espiritual y trascendente. En palabras del propio narrador, esta es la concepción de la vida que padece el protagonista:

«[...] días enteros se pasaba sin querer hablar ni ver a nadie, arrebatado en la corriente destructora de su siglo, pensando en él, en los otros, en la miseria del vivir, en el amor -un torpe llamado de los sentidos-, la amistad -una ruin explotación-, el patriotismo -un oficio o un rezago de barbarie-, la generosidad, la abnegación, el sacrificio -una quimera o un desamor monstruoso de sí mismo-, en el cálculo de la honradez, en la falta de ocasión de la virtud; y nada ni nadie hallaba gracia ante el fuero inexorable de su amargo escepticismo»5.



Aparte de que tal pesimismo filosófico emana directamente de la cosmovisión de Schopenhauer, a quien se cita expresamente en la obra, esta visión del mundo se asimila al decadentismo que traspasó la conciencia de muchos modernistas hispánicos, el cual, en el fondo, no es más que una consecuencia extrema de su ansiedad de ideal, de un anhelo de valores absolutos que el entorno social del momento no puede ofrecerles. Podríamos seguir ahondando en la visión del mundo del protagonista y en la propuesta -en este caso implícita- que Cambaceres emite a raíz de la desventura de aquel. En el capítulo siguiente se alude explícitamente a una deseada armonía del universo, a propósito de una pelea entre un perro y un gato observada por Andrés. La armonía se ve rota cuando acaba la escena: la síntesis de contrarios al final no es posible y da paso a la ironía, a una visión fragmentaria e inconexa del universo. No olvidemos que esa dialéctica analogía-ironía arranca de los grandes románticos alemanes y empapa el pensamiento y la visión del mundo de los modernistas hispanoamericanos6.

En la elocución del texto de Cambaceres advertimos técnicas estilísticas que nos remiten directamente a la prosa artística de José Martí, quien en 1885 ya llevaba varios años publicando sus célebres crónicas en La Nación de Buenos Aires. En efecto, ese párrafo de estructura barroca, con la abundancia de sintagmas no progresivos, que generan una sintaxis acumulativa y entrecortada, posee una filiación martiana que se hace evidente para todo el que conozca la prosa del cubano.

En el estilo de Sin rumbo, pleno de creatividad personal y de sensaciones subjetivas, el autor se aparta considerablemente del lenguaje propio de la narrativa realista y naturalista, que se limita a una estricta referencialidad con los objetos reales. Cambaceres, en esta obra, revela un conocimiento intenso y un dominio ya adquirido de la técnica impresionista, basada en una percepción subjetiva de las cosas, de las que se extraen sólo aquellas impresiones que se efectúan en la sensibilidad del creador. También en esto reconocemos una deuda con Martí -y quién sabe si con otros autores, como el antes mencionado, y compatriota de Cambaceres, Miguel Cané-. Tales recreaciones impresionistas de la realidad se hallan esparcidas por todo el texto de Sin rumbo; podemos encontrarlas en cualquier párrafo:

«Después de haber llovido todo el día, una de esas lluvias sordas, en uno de esos días sucios de nordeste, el pampero, impetuosamente, como abre brecha una bala de cañón, había partido en mil pedazos la inmensa bóveda gris»7.



Aunque no podamos explicarlo con el detenimiento que exige, debemos aclarar que, de acuerdo con nuestra investigación reciente, el impresionismo y el simbolismo responden a una misma técnica estilística: son esencialmente idénticos. En ambos se opera una percepción y una expresión subjetivas de la realidad, cuyos objetos aparecen mimetizados mediante imágenes inconscientes, esto es, símbolos. Los objetos con que el autor describe la realidad son objetos simbólicos, asociados a los reales en virtud de la emoción que éstos producen en su conciencia. Los teóricos del símbolo han indagado convenientemente en la irracionalidad del fenómeno simbólico moderno8. Lo que nosotros queremos aportar es la identidad del simbolismo con la técnica impresionista, la cual debe reducirse a aquel en todos los casos. Debe aclararse, no obstante, que no todo simbolismo es impresionista, pues esta última técnica resulta ser una modalidad de aquel.

Es cierto que el concepto de impresionismo se aplica tradicionalmente a la elocución en prosa, donde las exigencias del discurso reclaman de ordinario un componente mayor de racionalidad. También es cierto que en los primeros textos impresionistas -desde los atisbos de los románticos alemanes, ingleses, franceses e italianos- se emplean aún numerosas imágenes que no son resultado de asociaciones inconscientes, sino que surgen por semejanza natural con el objeto real, por lo que no son símbolos, sino metáforas tradicionales. Pero todo impresionismo pleno y maduro es naturalmente simbólico. En la cita anterior de Cambaceres, los días sucios constituyen, hablando con rigor, un auténtico símbolo: la suciedad no puede aplicarse al día sino mediante una asociación más o menos inconsciente producida por la emoción que ese día produce en la conciencia del creador.

Hecha esta aclaración teórica, que nos explica con mayor claridad el modernismo del estilo de Sin rumbo, poco más podemos decir en estas breves páginas sobre las tendencias modernistas de esta novela adscrita tradicionalmente -y no sin razón- al naturalismo, porque rasgos naturalistas también posee.

Baste constatar otro rasgo del movimiento modernista que se hace frecuente en el texto de Cambaceres: nos referimos a la delectación en la belleza materializada en objetos artísticos -heredada del parnasianismo-, que muchas veces denota una predilección por la belleza culturalista, por aquellos objetos construidos por un autor consagrado y avalado por la historia del arte, como nos demuestra esta descripción de Donata, la chinita de la estancia:

«[...] las facciones todas de su rostro, parecían adquirir mayor prestigio en el tono de su tez de china, lisa, lustrosa y suave como un bronce de Barbedienne»9.



Horas de fiebre (1891), de Segundo I. Villafañe, es una de las novelas más significativas del llamado «ciclo de la Bolsa», que aglutina un gran número de relatos centrados en la degeneración que la inversión bursátil ha producido en la ciudad de Buenos Aires. Su carácter naturalista se halla justificado si tenemos en cuenta la profunda penetración que se realiza en la psicología de varios personajes. La evolución de tales caracteres y de la acción misma de la obra guarda una estrecha relación con su funcionamiento fisiológico y psicológico. La muerte de Celmira, la antigua amiga de Alfredo Ríos, quien se ha enriquecido súbitamente por sus inversiones en la Bolsa, hasta perder cualquier asomo de grandeza moral; la muerte de Celmira -decíamos-, así como su anterior comportamiento, procede directamente de su anemia y de su depresión anímica. También en el propio Alfredo Ríos se evidencia una relación entre su debilitamiento físico, con la aparición de un principio de tuberculosis, y su ruina económica, moral y vital. La crítica directa contra la sociedad porteña del momento encaja más bien con la actitud realista de raíz costumbrista, anterior al experimentalismo de Zola, pero en consonancia con el mismo, en cuanto análisis realista de la sociedad circundante.

Pero los ideales que animan la novela son de naturaleza romántica: si se critica el enriquecimiento fácil e instantáneo que no es fruto del trabajo honrado, en el fondo resuena un lamento romántico por los ideales perdidos. La misma vida urbana, como también ocurre en Sin rumbo, es condenada por considerarse raíz de todos los vicios sociales, frente a la vida campesina, donde aún se mantiene la pureza de las costumbres.

Si Alfredo Ríos es el personaje negativo -el hombre degenerado por la ambición de riquezas-, el autor nos lo presenta como un personaje cauterizado por la mentalidad positivista dominante. El mismo Alfredo, en la carta que remite a su madre antes de ejecutar el suicidio, se confiesa devoto del positivismo y ajeno a la concepción romántica de la vida. Incluso se permite expresar su repugnancia por la novela María de Isaacs, y por el mismo Lamartine, exponentes del romanticismo más emblemático.

El fatalismo con que se produce el trágico desenlace peca de numerosas inverosimilitudes ajenas al naturalismo de Zola y más afines a la acción romántica.

Precisamente por ese carácter romántico que está, si no en el método, sí en el espíritu de la obra, afloran en el texto manifestaciones estilísticas vinculadas al modernismo, porque -eso sí- el modernismo no puede concebirse más que como una evolución natural del romanticismo, propiciada por lo que podríamos denominar «el signo de los tiempos». En el texto de Horas de fiebre también encontramos momentos de percepción y elocución impresionista, incluso de ese impresionismo maduro, que ha de ser por naturaleza simbólico. En la descripción del Alfredo Ríos fracasado se difuminan algunos ejemplos de ese impresionismo plenamente simbólico, que se aproxima, también por el objeto imaginario escogido, al simbolismo de José Martí:

«Pero aún sabía tener, sin embargo, algunos días en que risueñas ideas optimistas, cruzaban como bandadas de aves alegres por su cerebro»10.



Otra novela perteneciente al llamado «ciclo de la Bolsa» se publica también en el año 1891. Su título es precisamente La Bolsa y es la única novela de su autor, Julián Martel -seudónimo de José Miró-, pese a lo cual ocupa un lugar muy significativo en la historia de la narrativa argentina. Pensamos que esa celebridad se explica, en gran parte, por el dinamismo de su acción y, sobre todo, por su poder de representar la crisis económica que atravesó Argentina por aquel entonces, debido en gran medida a la quiebra de la Bolsa en 1890.

En esta obra se refleja que los ideales modernistas han influido poderosamente en la visión del mundo del autor, de un modo más profundo aun que en las anteriores. Su tradicional adscripción a la estética naturalista se basa en la penetración y evolución psicológica con la que Julián Martel ha construido al protagonista, Luis Glow, que de ser un prestigioso abogado pasa a un estado final de ruina económica, moral y psicológica. Su trágico desenlace le dejará incapacitado mentalmente para el resto de sus días: la culpa del desastre se atribuye a la Bolsa, actividad a la que Luis Glow consagra todas sus energías, para conseguir como única recompensa un total fracaso en todas las dimensiones de su existencia, debido a la quiebra rotunda de la Bolsa.

Otros elementos naturalistas también configuran la novela: de una parte, ciertas motivaciones fisiológicas de los personajes, que los predisponen para su comportamiento, y, sobre todo, el determinismo del medio, que arrastra a Luis Glow desde su honradez inicial a una degeneración moral muy lamentable. En efecto, sobre la acción novelesca ejerce un imperio casi absoluto el determinismo de aquella sociedad corrompida, hasta tal punto que el autor mantiene cierta indulgencia hacia su protagonista degradado, en cuanto que, a su juicio, el proceso de su perversión moral no se debe tanto a su libre voluntad como al poderío del ambiente social, que lo empuja hacia ese mundo materialista y avasallador de las leyes de la moralidad humana. La intención del autor parece ser, más que un estudio de la degeneración de un personaje, el diagnóstico de una sociedad entera, la cual se nos presenta, en último término, como la culpable del desastre.

Salvo esos ingredientes de obvia impronta naturalista, los restantes elementos de la novela se apartan notablemente de la escuela experimental. El resto de los personajes no responde a la caracterización psicológica individual propia del naturalismo, sino que funcionan como simples tipos que otorgan dinamismo a la acción. En este sentido la filiación costumbrista de sello romántico se superpone al método naturalista. El determinismo social al que antes hemos aludido contiene, no obstante, una buena dosis de fatalismo romántico, manifestado en frecuentísimas prolepsis y admoniciones por parte del narrador. La finalidad explícitamente moralizante de la novela también dista mucho de los propósitos de la escuela experimental.

Pero en la mentalidad del autor-narrador, sobre esos presupuestos románticos ya señalados, se observa con nitidez lo que podríamos denominar una concepción modernista del mundo, caracterizada por el ansia trágica de ideal. Es la carencia de ideales, de los valores humanos supremos, lo que en el fondo padece aquella sociedad de Buenos Aires. Y entre esos ideales perdidos ocupa un puesto muy destacado la belleza. No en vano el alter ego del autor-narrador viene a ser nada menos que un poeta visionario que contempla distante el desfile de los nuevos ricos por la barranca de La Recoleta. Veamos cómo caracteriza a ese personaje tan insólito en aquella sociedad:

«Y mientras tanto, un poeta, joven, alto, enlutado, de fisonomía triste y resignada; un pobre poeta que ha tenido que abandonar la buhardilla donde se moría de hambre y de frío, para envolverse en la "capa del pobre", en un rayo de sol; una futura gloria de las letras americanas, cuyos versos nadie lee porque la Bolsa no da tiempo para ello, mira, sentado en un banco, y por debajo del ala enorme de su chambergo de bohemio, mira con amargura los esplendores de aquella bacanal fastuosa, y su mente visionaria, enamorada de la antítesis, le presenta un cuadro pavoroso»11.



No tenemos ocasión de analizar con detalle los rasgos que constituyen esta descripción. Aparte de los evidentes motivos autobiográficos con que Julián Martel caracteriza al personaje, resulta muy claro, dada su posición marginal en la corrompida sociedad recreada, que se trata del personaje positivo, del que proclama los ideales del autor. En efecto, se trata de un hombre que ha preferido la pobreza a la corrupción; de un héroe auténtico despreciado por aquella sociedad bárbara e insensible a la belleza. Es un bohemio, como Julián Martel mismo lo era, con todo el idealismo que se atribuye a esta condición. Y, por si fuera poco, es un hombre «enamorado de la antítesis», porque confía en la armonía del mundo, en la síntesis de los contrarios, concepto clave en la visión modernista del mundo. Su carácter visionario y profético nos lo presenta como un ser iniciado en el culto de la belleza y, por tanto, capaz de contemplar el bien y de predecir el desastre de esos fantoches que desfilan ante su mirada.

Estilísticamente hay rasgos modernistas que impregnan en ocasiones la configuración material del texto. El barroquismo estilístico martiano se hace presente con cierta frecuencia, así como un impresionismo no muy maduro, pero sí lejano al lenguaje realista y referencial de la novela zoliana. Traemos un ejemplo, donde el autor describe a los socios de Glow que huyen de Buenos Aires tras la crisis bursátil:

«Vistas de lejos, debían producir el efecto de alas de ángeles calaveras bajados al mar para hacer la corte a las sirenas en sus grutas de zafiro, pues no faltaba ni el cántico de las bellas hijas de las olas»12.



Y aun podemos constatar la presencia de una plasmación expresionista de la realidad. Se trata del estado anímico de Glow al perder sus maquinadas apuestas en la carrera de caballos:

«Aquel estruendo sonaba en sus oídos como el redoble fúnebre de un tambor maldito. Una ola de sangre golpeó las paredes de su cráneo, haciéndole perder la percepción de las cosas, y de golpe, como aplastado por una masa, cayó redondo»13.



Si tenemos en cuenta que el impresionismo y su resultado inverso, el expresionismo, más avanzado, corresponden por igual a una representación simbólica de la realidad, podemos concluir que en La Bolsa, aunque ocasionalmente, el simbolismo modernista también ha imprimido su huella.

Y con estas consideraciones obviamente genéricas y apretadas por la brevedad del espacio, hemos pretendido demostrar la poderosa penetración de los ideales y de las técnicas del modernismo en muchas obras narrativas del naturalismo argentino. Nos atrevemos a decir que se trata, sí, de un naturalismo desnaturalizado, pero muy enriquecedor y eficaz en la mayor parte de sus resultados. No en vano esta vertiente del naturalismo argentino abarca las novelas más célebres. Por otra parte, tales tendencias modernistas en el seno de esa narrativa experimental nos permiten vislumbrar la encrucijada de diversas corrientes estéticas que bullen en el panorama literario argentino de las dos últimas décadas del siglo XIX.





 
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