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Terpsícore montañesa. Bailes y bailarines en el Santander decimonónico

Salvador García Castañeda


The Ohio State University



Me propongo hacer aquí un breve recorrido por la historia de los bailes en Santander durante el siglo XIX pues esta actividad lúdica llegó a tener un papel muy destacado en la vida de la época. Hacerlo revelaría, a mi juicio, curiosos aspectos de una sociedad en desarrollo pero ya profundamente estratificada como fue la de Santander en aquel siglo. Para hacerlo me he basado en las noticias recogidas en la prensa local y en el testimonio de escritores y periodistas de entonces, principalmente de Pereda, gracias a quien conocemos no pocos datos sobre su tiempo.

Como escribí en la introducción al tomo II de las Obras Completas de Pereda (1989), XVIII, durante la primera mitad del siglo XVIII Santander era una pequeña villa de escasos recursos y habitada principalmente por marineros y labradores. Su vida monótona y patriarcal cambió rápidamente con la apertura del camino real hasta Burgos (1748-1753) para la exportación de lanas a Europa. En 1755 alcanzó el rango de Ciudad y de Obispado; más tarde, después de promulgarse el Real Decreto de 1778, el puerto quedó habilitado para el comercio con Ultramar y tuvo más preeminencia el camino a Palencia pues de allí venían la harina y el trigo para América. Contaba ya con una burguesía de comerciantes y armadores y desde 1765 había comenzado el saneamiento y ampliación de la dársena. A principios del XIX, era «la vieja colonia de pescadores, con sus 10.000 habitantes y seis casas de comercio provistas de Castilla por medio de recuas o carros de violín; la vieja Santander sin muelles, sin teatros, sin paseos, sin otro periódico propio o extraño que la Gaceta del Gobierno recibida cada tres días» (Pereda, «Santander (antaño y ogaño»), 1989, I: 81). Pereda había nacido en 1833 y el Santander sobre el que escribió luego abarcaba desde su niñez y tiempos de muchacho hasta finales de siglo cuando la explosión del Machichaco que describió en Pachín González. De índole histórica es todo lo que cuenta sobre las costumbres locales en la primera mitad del siglo, rememoradas por el anciano don Pelegrín Tarín en «Santander antaño y ogaño». Lo que recuerda -que parece auténtico y que Pereda recogería de fuente fidedigna- tiene mucho valor pues quedan pocos datos de la intrahistoria del Santander de entonces. Así, el aislamiento en que vivía la capital, el comercio escaso, la educación estricta, los inocentes entretenimientos y el respeto de los jóvenes a sus padres, y el de todos a las autoridades e instituciones, la piedad timorata, la monotonía y el recato de la vida diaria.

Aquella piedad timorata, aquella monotonía y aquel recato se manifestaban en el primer tercio del siglo en la escasez de entretenimientos: el teatro hubo de luchar contra la tenaz oposición del estamento eclesiástico1, que ofrecía en cambio la predicación sagrada y las ceremonias del culto, eran muy populares las romerías que se celebraban dentro y fuera de la ciudad en días señalados, y quienes gozaban de tiempo libre daban largos paseos.

A mediados del XIX la ciudad adquirió la configuración que básicamente retiene hoy día y en 1860 contaba ya con más de 30.000 habitantes, la mayoría jóvenes. La expansión del comercio, la llegada del tren, los barcos de vapor y la explotación minera trajeron gente y costumbres nuevas. Isabel II llegó de veraneo en 1861 y Santander se convirtió en la ciudad de moda estival para la mejor sociedad madrileña y del interior. La vida social había tomado gran impulso y cada vez había más reuniones caseras en las que, dentro de los posibles de cada familia, se cantaba y bailaba, se establecían noviazgos y se jugaba a las prendas.

A juzgar por la carencia de noticias literarias o periodísticas y la escasez de documentos que he podido consultar no debieron darse muchos bailes en Santander ni en el resto de la Montaña hasta bien entrado el siglo. En la Colección Pedraja, de la Biblioteca Menéndez Pelayo, Fondos Modernos, de Santander, se conservan cuatro poesías satíricas manuscritas relativas a los bailes, que no he visto citadas ni estudiadas, y que me parecen de gran interés, tanto por fechar el primero de aquellos en un año relativamente tan temprano como 1817 como por referirse a Reinosa, sobre cuya vida social no parece haber muchos datos2.

La primera, «Con motivo del Bayle celebrado el 21 de Sep[tiemb]re de 1817 p[o]r la Sangre azul de Reynosa, un aficcionado dice lo siguiente», es un romancillo hexasílabo, anónimo y harto mediocre, que critica un baile organizado en aquella fecha. Los organizadores tardaron tres meses en decidir dónde se daría, al fin lo hicieron en casa del juez y, al decir del autor, acudieron dos mujeres por cada hombre, todas viejas; al bailar ventoseaban tanto que a un militar le pareció aquella reunión más peligrosa que una batalla, y una de ellas despedía un «olor hediondo». Sus vestidos mostraban «todo el patriotismo / al aire» pero como aseguraba procazmente el poeta, «lanza en ristre / a nadie pusieron / porque casi todas / aun puestas en cueros, / sólo sirven para / espantar los cuervos».

Según el texto, parece que en Reinosa se dieron otros bailes más; entre los invitados a éste, se nombra a una Belén, a las Quicas, las Tonas, las Mioñas y la Tadea. Hoy resulta imposible identificar a estas señoras así como a dos de sus acompañantes apellidados Cogolludo y Mier, con lo que la sátira pierde para nosotros gran parte de su picante sabor local por no conocer a los retratados. El autor fue muy posiblemente de clase social más baja que aquellos danzantes, o no fue invitado al baile o tenía cuentas que ajustar con la «sangre azul» reinosana. Su crítica revela resentimientos de clase y satiriza las pretensiones de hidalguía de aquellas «nietas del Cid», tan ufanas de su posición en la sociedad, «y en dos papelones / más viejos que Adán / toda su nobleza / pretenden fundar» aunque en sus casas sólo haya nidos de ratones «pero poco pan». Y cita el caso de «un gran fidalgo» que bailó con las espuelas puestas e hizo sangrar a su pareja pues aquella gente llevaba la herencia de sus nobles abuelos «a Misa, a la Cama, / y hasta en el entierro». Este virulento ataque a las pretensiones nobiliarias de los reinosanos, alcanza también a su arrogancia, a las falsas apariencias, a la tontería de unos y de otros, y a la fealdad y los defectos de las mujeres.

En la misma línea está una extensa composición de 700 versos dedicada «Al baile de suscripción dado por los jóvenes de Santander: año de 1833. Letrilla». Como el romancillo anterior, es también anónima y fue sin duda escrita por las mismas razones que la anterior. Curándose en salud, el autor asegura que habría sido invitado de los primeros, a no ser «por los cabecillas / que allí mangonean» pues «¿No es mengua y mancilla / que tales mocosos / el baile dirijan? / ¿Qué es ya del decoro? / ¿Qué es ya de la altiva / gravedad que a España / honrara algún día?». Y dirigiéndose a las jóvenes rechazadas por la comisión les advierte que los censores son «maricas / sin más sexo apenas / que una lagartija, / imberbes mocosos, / muñecos de cría».

De nuevo surgen los ataques contra las pretensiones nobiliarias y la arrogancia de una pretendida «sangre azul» local cuyas decisiones tanto ofenden a quienes marginan. También aquí cubre el autor con el noble manto de la moralidad sus rencores personales, y contrapone la imagen, tan cara a los ilustrados, del hombre de bien hijo de sus obras a la del noble indolente:


Aquel que afanoso
la tierra cultiva;
quien surca los mares
sobre frágil quilla;
el hombre industrioso,
aplicado artista,
con tal que al Estado
útilmente sirva,
más digno es por cierto
de loa y estima,
que el altivo noble
que pasa la vida
en altiva holganza
cual cerdo en pocilga.


La sátira va contra las «ilustres familias», cuyos orígenes plebeyos saca a la vergüenza, y luego, contra todos y cada uno de los organizadores del baile. La crítica es vitriólica, despiadada y directa, rica en palabras malsonantes, en groserías, y en insultos tan imaginativos como rebuscados. Las alusiones son claras y los atacados aquí fueron sin duda fáciles de identificar por sus contemporáneos, a juzgar por los nombres, apenas desfigurados, por los motes, y por señas personales que no dejarían lugar a dudas. Así, la mujer de un tal Campiña estaba tan contenta de mirar a sus hijas que «del vientre y vejiga / se aflojan los muelles [...] / Huele [...] puf ¡Cochina! / ¿Qué estraño? La pobre / trata en bacinillas [...]»; la de Perujo es «aquella elefante / que ocupa diez sillas / de dobladas trompas / con ancas macizas [...] / Es la presumida / tetones de afolio; / ombligo de a libra, / la puerca fregona / que en una ventilla / paja dio mil veces / a recuas asninas»; y las de Velarde eran «dos estafermos, / cazcarrias podridas / [...] de cada liga / colgados diez lustros / se llevan». Entre todas estas señoras, la más odiada, quizá por su influencia y poder de veto era «Doña Mico-Gestera», identificada en el manuscrito como doña Petronila Prieto de Escalante «esa gargajuelo, / esa viborilla, / erupto o derrame / de vulva mestiza:/ de esa presunciones / Doña Marimica, / títere ambulante, / muñeco en mantilla». Estaba casada con «Don Corneta» (que era Cornelio Escalante, el padre del poeta Amós de Escalante), quien «con falaz sonrisa; / hínchase el cuitado, / rebosa hidalguía [...]».

Esta composición tiene dos partes; la primera es un romancillo hexasílabo y la segunda, un romance al fin del cual incluye la fábula «El Tordo y las Avefrías» [«Vivía en un soto...»] de Francisco Gregorio de Salas para ilustrar que no hay que tener amigos inconstantes (quizás el tan denostado matrimonio Escalante).

Forman la despedida con visos de moraleja doce versos más, ocho hexasílabos y una cuarteta con una variante de unos conocidos versos del acervo popular: «Si quieres saber quién soy / y de qué familia vengo / levántame el camisón / y verás qué culo tengo».

Tanto las diferentes partes y metros de esta sátira como su extensión indican que podría haber sido obra de varias manos; como sugerirá después el autor de «A Fabio, autor de unos versos contra los bailes». El presente manuscrito parece una copia en limpio del original y lleva añadidos al margen de los versos, con la misma letra, los nombres de las personas criticadas que pertenecieron a la generación y al grupo social de Cornelio de Escalante, quien fue, como ya vimos, una de ellas.

No debió pasar mucho tiempo sin que los amigos de los ofendidos salieran en su defensa, a juzgar por las dos composiciones anónimas, sin fechar, «Al insolente autor de la letrilla contra los bailes de Santander» y «A Fabio, autor de unos versos contra los bailes», que han llegado hasta nosotros. La primera es un romance octosílabo dirigido a Fileno que condena la grosería y la indecencia de «esos malhadados versos / esas coplas fementidas / del infame al que tan / solo la sórdida envidia / [...] tan torpes denuestos dicta». Y al salir en defensa de los valores democráticos de la sociedad santanderina, alaba, paradójicamente, su materialismo: «en el siglo diez y nueve / y en Santander [...] / donde solía / mirarse con tal desprecio / cuanto oliera a jerarquías; / donde todos por iguales / justamente se tenían; / donde más especialmente / dominara la codicia / y sólo el dinero diera / noblezas y pecherías».

Y «A Fabio, autor de unos versos contra los bailes» es un romancillo hexasílabo, escrito por alguien con facilidad para versificar, ingenio y disposición para la sátira. Su autor finge ser amigo de «Fabio», aplaudir sus versos y defenderle de sus enemigos cuando en realidad hace todo lo contrario. Al parecer conocía su identidad y que no era el único autor de las coplas pues «más de otros cinco / también rebuznaron / a una contigo». En ellas, le dice, «has vertido / todo lo más bello / de tu numen hijo, / toda la elegancia, / [...] allí esta pintada / con colores vivos / la educación, Fabio, / que tú has recibido, / tu corazón noble / allí se ha entrevisto / y aquese talento / que te ha distinguido». Y concluye acusando a los autores de resentimiento por no haber sido invitados al baile3.

Estas cuatro composiciones son copias en limpio muy posiblemente destinadas a circular de mano en mano entre los denostados y sus enemigos. Están escritas en el estilo neoclásico predominante hasta la difusión del Romanticismo, y en el tipo de metros de arte menor (romances, romancillos y letrillas) propios de la poesía satírica. Tienen también la forma convencional de narraciones epistolares dirigidas a un «amigo», a «Fabio» o a «Fileno». A mi parecer, constituyen un testimonio de excepcional interés para conocer algunas preocupaciones y costumbres de la sociedad santanderina de entonces, a pesar de la dificultad -la imposibilidad, diría- de conocer hoy aquellas circunstancias y la identidad de casi todos los personajes.

Los bailes al aire libre, que tanta importancia tendrían luego en la vida social del Santander decimonónico, nacieron en las romerías, tal y como lo cuenta Pereda en «Los bailes campestres», un artículo que apareció en el Almanaque de El Aviso de 1876 y originalmente fechado en 1872, en el que recogía y daba forma definitiva a vivencias y recuerdos, a gacetillas y artículos escritos muchos años antes. Según éste, hallándose en una romería un grupo de «petimetres» y «damiselas de copete», alquilaron los servicios de un violinista y un gaitero de entre los músicos que andaban por allí, les enseñaron los rudimentos de un vals y, en una pradera apartada, bailaron desde las seis de la tarde hasta la medianoche, ante la admiración de los presentes4. La idea cundió de tal manera que en las sucesivas romerías creció el número de participantes y el de músicos y así se mantuvo durante «algunos años».

El número de bailarines elegantes fue en aumento y otra generación más joven decidió celebrar los bailes más cerca del centro, en las huertas de la Atalaya para las romerías de San Juan, San Pedro y San Roque, y en las de Miranda para las de Santiago y los Mártires. Para el El Recreo Popular, «[...] los bailes de la Atalaya, en donde la franqueza y amistad al par del gusto más delicado, revelan toda esa pompa, alegría, ilusión o delirio bajo un cielo matizado de estrellas, vemos pasar las horas del encanto y la amistad contemplando entre diferentes placeres y dichas, la belleza y la elegancia compitiendo con la ostentación más digna» (cit. por Simón Cabarga, 2001:170-171).

La tierra de aquellos huertos estaba aplanada, se habían encendido dos docenas de farolillos y tocaban ocho o diez músicos; el portero recogía los billetes que, junto con una credencial impresa en cartulina con letras de oro, presentaban los socios, quienes pagaban tres pesetas por todo ello. Durante el verano se daban seis o siete bailes y si estaba buena la noche, continuaba la danza y, de no ser así, bajaban a pie al centro al compás de un pasodoble, «cada uno con su cada una, ofreciéndoles aquí la mano para saltar una zanja, y allá el pañuelo para sacudir el polvo». Pero si no llovía todavía paraban en la Alameda chica o en el Muelle, frente al café Suizo para seguir bailando hasta las once. En aquella época, que Pereda llama «la edad media», fue cuando recibió la invitación a formar parte de aquella distinguida asociación.

Un día decidieron dar los bailes en el centro mismo y sin tener en cuenta las fechas de las romerías y con este fin se alquiló la huerta de Noriega, en el barrio de Santa Lucía, en la que había un cobertizo y se dieron seis bailes. La cuota fue de cinco pesetas. Al año siguiente el local se alumbró con gas, los bailes comenzaban a las nueve, y la cuota subió a treinta reales. De aquel jardín convertido en salón de baile han quedado descripciones a cual más entusiastas. Según Pereda,

Las huertas de Toca y de Noriega han depuesto su clásica hortaliza en cambio de pintados pabellones; el rústico hortelano emigró de ellas con su pesado azadón para hacer lugar al pintor y al tapicero; a la música de las chicharras y de los gorriones sucedieron los dulces ecos de una orquesta, y sobre los desnudos pavimentos, en lugar de cucarachas y abejorros, bailan, se rebullan y pasean las bellas sílfides montañesas [...]


(«Fragmento de una epístola...»)                


La de Amós de Escalante destaca la belleza del nuevo salón y sobre todo, la distinción y elegancia de la sociedad santanderina:

Estos bailes de campo, que son una especialidad de Santander, tienen lugar de noche. Figúrate un recinto dentro del de una huerta sembrada de árboles, rodeada de bancos rústicos y toldos de lienzo listado a manera de tiendas de campaña, adornado de grímpolas y gallardetes, arcos de ramaje y guirnaldas de flores, todo iluminado a giorno con faroles venecianos e innumerables luces de gas: allí se reúne lo más escogido de la sociedad santanderina, y en medio de ella he visto figurar dignamente algunas de nuestras aristocráticas bellezas de la corte, y algunos de nuestros distinguidos parlamentarios; allí lucen damas y caballeros sus elegantes trajes de verano, pues entre paréntesis, te diré que en pocas capitales de provincia hay el buen gusto que aquí para vestir; allí se baila y se discute, y se bromea, y se murmura, y como en todos los sitios análogos, se hace el amor....


(«Sr. D. Carlos Navarro...»)                


Y así dio comienzo la que Pereda llamó la «era moderna» de los bailes campestres. Pero las costureras lograron alquilar la misma huerta en otros días para bailar «con el mismo gas y el propio decorado» que «las señoras» y esto acabó de decidir a la Sociedad a construir en 1858 el salón de los bailes de campo. Estaba situado enfrente del antiguo Reganche, «en unos preciosos jardines donde está la actual plaza de Numancia y en las últimas casas de la calle de Burgos» (Enrique Menéndez Pelayo, 1983: 106), al terminar la línea de casas que desde la Primera Alameda conducía a la Segunda.

Adquiriéronse terrenos y plantas y arbustos al efecto, y vinieron jardineros de extranjis, que cobran caro, eso sí, pero que bordan cuanto ejecutan en el arte; y allí van candelabros, y allí van surtidores, y canastillas, y glorietas, y toldos y diabluras. Arreglado el salón al gusto de los más flamantes modelos, redactose una constitución fundamental; elevose, según ella, a doce el número de bailes en cada verano, y el de los de compromiso para cada socio, y la cuota de éstos a dos duros por cada uno de aquéllos, y se prohibió la entrada en el salón, en noches de fiesta, a toda persona del pueblo que se hubiese negado a ser suscriptor. Imprimiose una lista con los nombres de más de doscientas personas barbadas que aceptaron las bases citadas, y otras que no necesito citar, y, por último, encomendose la administración y casi dirección de todo este laberinto, a la Guantería5, acto que, por sí solo, daba la vida, el calor y la perdurabilidad a aquel cuerpo tan bizarramente construido.


(«Los bailes campestres»: 230).                


Según una entusiasta veraneante madrileña, criatura del mismo Pereda,

[...] el local que a todos parecía cómodo y elegante al principio, se juzgó sombrío y miserable cuando se hallaron dentro de otro fantástico y provocador que llegó a sustituirle, el cual a su vez fue sustituido este año por otro más grande y más ostentoso. Este es el que yo he llegado a conocer y que te juro no le cambiaría por el mejor salón de invierno de Madrid.


Y añadía entusiásticamente que «La concurrencia es inmensa, la animación extraordinaria; y ríome yo de debilidades: el miércoles oímos la una y media bailando aún... a la intemperie, y nada... ni un constipado...» («Correspondencia Privada», 28 de Julio de 1860). Del aspecto que ofrecía el salón aquella misma noche, hay también una detallada descripción en el Boletín de Comercio del 16 de Julio de aquel mismo año y, en ocasión de un baile en agosto de 1861, al que acudieron Isabel II y el Rey consorte, escribía Pereda con el encomiástico estilo propio de un revistero de salones:

Nuestro salón campestre, en una noche de baile, es una cosa encantadora: aquel conjunto de bellezas, así humanas como rústicas y de artificio; aquel enjambre de mujeres hechiceras, arrastrando el lujo y la vaporosidad de sus trajes y prendidos entre el otro lujo exuberante de la vegetación, a media noche, a la luz misteriosa que producen los destellos del gas quebrándose en el verde follaje de los árboles; los ecos de la invisible orquesta, el ambiente, la... Vamos, que tiene aquello algo de fantástico que no se comprende bien a no contemplarlo.


(«Baile campestre»)                


En su entusiasmo, aquel llegó a comparar el salón con los famosos jardines de Mabille que conoció en 1865 durante su viaje a París («Correspondencia pública»), mucho más bellos estéticamente pero con la desventaja de ser frecuentados por unas mujeres que eran «hez de la sociedad, verdaderos sepulcros blanqueados [...] impúdicas artificiales bellezas» y donde se exhibían «los repugnantes alardes de impudor [...] las frenéticas dislocaciones del obsceno cancán» («Los bailes campestres», OC I, 1989: 232)

Según la Guía de Santander de Coll y Puig, la Sociedad de los bailes de campo contaba en 1875 con «cerca de un centenar y medio de socios», el costo de cada baile no bajaba de 1600 reales, y la temporada duraba los meses de julio y agosto. El autor afirmaba que al entrar en aquellos huertos le venían el recuerdo de Aladino y de Las mil y una noches, describía minuciosamente las flores y plantas, la multitud de «lucecillas de gas, arcos, templetes, rosetones, coronas y soles, formados también de gas» y concluía hiperbólicamente que

los acordes; de la música y la animación que prestan las bellas hijas de la Montaña, hacen a aquel jardín un sitio delicioso y encantador imposible a nosotros de describir, porque nos recuerda los cuentos fantásticos de las leyendas alemanas (62).


Durante buena parte del siglo XIX aquella desmedida afición de los santanderinos se manifestó en la variedad y en el número de asociaciones dedicadas al baile. Aparte de los campestres del verano y de los caseros, durante la adolescencia de Pereda, la juventud dorada acudía a los que se daban en el Café Suizo, y a los de las sociedades de La Unión Soltera y Sin Nombre. De gran interés, por dar a conocer el carácter de algunas de estas sociedades, es una reseña del Despertador Montañés de 1851, según la cual, las sociedades coreográficas y de otras clases que existían en Santander eran «infinitas» y destacaba entre ellas La Constancia, que «es la verdadera sociedad de la animación y alegría, es la primitiva, la reina de todas y a la que asiste un número más constante de máscaras joviales y decidoras [...] cuenta con una nueva orquesta, un bien dispuesto salón, aunque algo reducido, buenos cuartos de descanso, un buen servicio de refrescos y cenas y 120 socios [...]»; El Genio, «más conocido por El Infierno [...], es una sociedad de orden y buen humor, que cuenta con un magnífico salón, buena música, mejores muchachas y sesenta socios»; La Montañesa, en cambio, era una sociedad «de buen tono y muy formal, con cincuenta socios, la mayor parte casados, [...] reina en ella el mayor orden y compostura [...]»; a La Improvisada «el nombre le cuadra a las mil maravillas porque todo en ella respira improvisación, reinando [...] franqueza e igualdad [...]»; y, finalmente, La Perla montañesa era «una sociedad sin objeto, como no sea el de aprender a bailar, formada con préstamos forzosos de todas las demás, a quienes ha robado el nombre, la música, los socios y las muchachas. Por no tener nada original, hasta su espíritu y egoísmo solteriles son un plagio de la antigua Unión Soltera, una de las mejores sociedades que ha tenido Santander»6. Según una postdata, en aquellas sociedades se bailaba «con saltitos la Scotisch y desfigurada la Varsoviana» y clamaba por la presencia de «el dichoso maestro de baile que no acaba de llegar!» («Revista social-coreográfica»)7. Parece que algunos años más tarde, El Infierno era frecuentado por una mezcolanza de señoritos, horteras y menestrales, y que el ambiente era muy otro pues, según un personaje perediano,

no os digo más que al entrar en pormenores de este salón dominguero, tal es la bulla que en él se arma, que hasta los sordos me oyeran; tal es su atmósfera, que solamente con su recuerdo temo inficionar vuestra pudicia británica, y que me llaméis grosero sin poderlo remediar. Sírvaos de gobierno el título de la sociedad para formaros una idea aproximada de la diabólica animación que en ella reinará.


(«Apuntes para la historia»).                




Año tras año vemos en los periódicos santanderinos artículos y gacetillas que refieren cómo la afición a los bailes era tal que el público dejaba de acudir al teatro donde actuaban durante el verano compañías encabezadas por celebridades como Julián Romea, Teodora Lamadrid, Arjona o la Ristori, por ir al baile. La supervivencia de aquel espectáculo llegó a estar en tal peligro que la empresa del teatro y la junta directiva de los bailes campestres llegaron a un acuerdo para no darlos en días festivos. Ilustra bien esta situación una breve «Escena de una comedia inédita» en la que Pereda hace dialogar a Talía, la musa del Teatro, con Terpsícore, la de la Danza. «El teatro está entre el Reganche y la plaza de la Puntida y representa la morada de Terpsícore». La menesterosa Talía ruega a su hermana que comparta su público con ella pues «Yo no tengo más parroquia que la que no cabe aquí» y advierte que tantos bailes tienen alborotados a los vecinos. Pero Terpsícore, puesta en jarras, le contesta como haría una pejina: «Miren la gazmoña, farandulera. ¿Conque el barrio se escandaliza? Dígale V. a quien se lo cuenta que yo hago en mi casa lo que me da la gana». Y explica cómo poco a poco la ciudad entera se ha venido a su casa, sin distinción de edades ni de clases sociales. Talía ruega y amenaza con acudir a Apolo y a Júpiter, pero son partidarios ambos del baile, y, desesperada, recurrirá a Neptuno. La musa de la Danza, riéndose y haciendo piruetas, advierte que a menos que este dios envíe el diluvio, no logrará nada pues «por un aguacero más o menos nunca se descompuso mi tertulia» (La Abeja Montañesa, 16 de Julio de 1861).

En las noches de carnaval había bailes para todos los gustos desde los de etiqueta que se daban en casa de la gente más encopetada, en el teatro, en los salones de respetables asociaciones privadas y hasta en los llamados bailes de candil. Y lamentando la escasez de bailes de máscaras en el invierno de 1861, un personaje escribía que en años pasados, «los había en cada calle y a cada hora» («Apuntes para la historia»). En fin, los bailes tuvieron tal éxito que llegaron a convertirse en una necesidad, en «una costumbre característica ya de toda una clase social, precisamente la más remilgada y escrupulosa [...]» y concluía irónicamente «Sin teatro y sin escuelas podríamos vivir ¡pero sin bailes campestres! [...] ¡Horror!» («Los bailes campestres», 232-233). Y un elegante inglés, también creación de Pereda, mostraba su extrañeza ante tan arraigada afición, hasta el punto de que «En este país, se puede asegurar, no hay reunión de diez personas, si entre ellas se encuentran un par de jóvenes siquiera, que no concluya bailando» («Apuntes para la historia»). Enemigo de los bailes campestres era el clima santanderino que a veces se desataba en agua en los meses de verano y una gacetilla de La Abeja expresaba la frustración y la ansiedad de los jóvenes aficionados: «Van a la calle de la Blanca, buscan con anhelantes ojos la Guantería, y siempre los prosaicos letreros de todo el año: Expedición de bulas, Polvos de Quiroga, La Rosario, fábrica de bujías y jabón, nunca el apetecido Baile para mañana» («Contrariedades»). Y en una de sus crónicas veraniegas tempranas, Pereda consignaba como «el colmo de la desesperación [...] una horrible contrariedad [...], un soponcio» para los aficionados al baile campestre su cancelación al final del verano por causa de la lluvia cuando ya los billetes estaban repartidos y «alumbrado el relumbrante local» («Ya escampa»).



La mayor parte de la población de Santander se formó a partir de mediado el XVIII con inmigrantes llegados desde los pueblos del interior y de la costa, desde otras provincias y aun desde fuera de España. Según Martínez Vara, en 1753 la ciudad contaba con 2700 habitantes y en 1782 tenía ya 4752. Un escrito dirigido por el Ayuntamiento a Carlos IV en 1800 señalaba que la población de Santander «no se compone, como otras, de vecinos arraigados, connaturalizados y constantemente establecidos, siendo en la mayor parte venidos allí de veinte o pocos más años a esta parte, atraídos por la ventajosa situación de su puerto» (1983: 59). Así nació la llamada «aristocracia» santanderina (a la que Pereda llamó «farinocracia»), formada por «el comercio tradicional, los grandes caudales en realidad o en apariencia; casas cuyos nombres de guerra contasen de tres generaciones para arriba» (Oros son triunfos, III, 1990: 290). A ella se incorporaban los indianos acaudalados que volvían de América con deseos de enlazar por matrimonio con las viejas familias hidalgas o con las de aquellos comerciantes que exportaban trigo y harinas de Castilla e importaban café, azúcar y otros géneros coloniales. Mediado el siglo ampliaron sus especulaciones a la minería, al ferrocarril, a las líneas de vapores y a la propiedad urbana, y aunque su instrucción era muy escasa, tuvieron considerable poder y ejercieron cargos públicos de responsabilidad y de importancia. Sus mujeres vivían para «Ostentar más lujos que ninguna otra de la clase, y barrer en la calle más basura con más ricas colas y sobrantes; prodigarse poco para no vulgarizarse demasiado; cara de escrúpulo a las de abajo y de altiva majestad a sus congéneres, vamos al decir; a las unas por razón de distancia, y a las otras por cuestión de competencia [...]» (Oros son triunfos, III, 1990: 290). Este afán de figurar y esta desdeñosa antipatía se transmitían pronto a sus hijas aunque, como escribía Ángel Gavica, la pretendida aristocracia de aquellas jóvenes «procede, por regla general, del trabajo de sus papás en Méjico y las Antillas durante su juventud» (1867: 47). Además de las relaciones de negocios, contribuían a mantener el sistema de casta las ceremoniosas visitas, el pertenecer a las mismas sociedades cívicas y recreativas y, entre los jóvenes, ser miembros de aquella escogida Asociación de bailes campestres, a la que perteneció Pereda y de la que fue historiador entusiasta8.

La Montaña de Burgos y la de Santillana, además de ser la cuna de grandes casas nobles, lo fueron también de otra nobleza, por lo general de origen aldeano, formada por unos hidalgos que carecían de títulos nobiliarios y muchas veces de bienes de fortuna pero que tenían una conciencia de casta muy definida9. Como escribe Maruri Villanueva, desde la segunda mitad del XVIII y a consecuencia del desarrollo económico se fue considerando la actividad económica como algo honroso y el dinero como un elemento que facilitaba a quienes lo poseían el acceso a la prestigiosa clase de la nobleza de sangre. Esta «conversión de los representantes de la burguesía mercantil en parte de la élite social supone dos movimientos convergentes. Por un lado, la apertura de la nobleza tradicional a los valores burgueses. Por otro, la adopción, por parte de los comerciantes, de muchos usos característicos de esas élites» (1990: 335). Aquellas familias hidalgas fueron uniéndose por matrimonios de conveniencia con las creadas sobre los doblones de los comerciantes y de los indianos hasta llegar a formar una clase única que tenía en común un sentido exagerado de su propio valor.

Como hemos visto, sobre los bailes de la «sangre azul» santanderina de entonces quedan descripciones tan entusiastas como numerosas en la prensa local del tiempo, glosados con la delectación propia de las crónicas de sociedad, y no pocas referencias al pintoresquismo de los de carácter popular. Sin embargo, los bailes de «la benemérita clase media que, por horror innato a su propia medianía, vive en perpetuo remedo aristocrático» («Al amor de los tizones», 1989, I, 39 5) apenas merecen la atención de la letra impresa.

A mi parecer, el fenómeno del baile serviría para ilustrar muy adecuadamente el clasismo que distinguía a la sociedad santanderina a todos los niveles pues «Había allí pueblo bajo que repugnaba a la clase media, y una clase media que era insoportable a la aristocracia; entendiéndose por clase media negociantes de poco más o menos, o de ayer acá; rentistas que habían dejado la matrícula a medio camino de la gran fortuna, y "gentuza" del foro, de la medicina y de las letras» (Oros son triunfos, 1990, III, 290). El afán de los demás estamentos por emular a la llamada «aristocracia» y el horror de esta última a confundirse con ellas dio origen a medidas cada día más exclusivas y más drásticas. Aquellos bailes organizados en las romerías por los elegantes con su propia música contaron desde sus comienzos con la presencia de las costureras, quienes aprovechando los sones de la misma orquesta bailaban en un prado cercano, «con una familiaridad -escribía Pereda- que rayaba en la provocación». En alguna ocasión las parejas llegaron a mezclarse por lo que aquéllos reaccionaron «con justificable desagrado» y decidieron alquilar una huerta con altas tapias y un vigilante en la puerta («Los bailes campestres»).

Y así, en julio de 1864, un personaje perediano escribía que «en el baile campestre se van deslizando muchos intrusos y las clases se encuentran en él un si es no es promiscuas» por lo que la junta directiva tomó la decisión de dar en su lugar un baile de etiqueta en un nuevo salón «construido al efecto» [posiblemente el del Río de la Pila], por cuyo alquiler se pagaban 16000 reales de renta anuales. Allí «nos asaremos, eso sí, nos aburriremos, haremos, el oso, como quien dice, pero con la mayor dignidad y como cumple a la gente bien nacida». (Folletín. Correspondencia privada», La Abeja Montañesa, 18 de julio de 1864). Durante el verano los bailes de campo tenían lugar todos los sábados y, en aquel mes de julio los hubo el día 18, el 23 y el 2510. Al año siguiente, el nuevo salón del Río de la Pila volvió a abrir «sus severas puertas hace algunas noches a la gente del lujo» («Correspondencia privada», La Abeja Montañesa, Santander, 5 de Agosto de 1865)11.

«En nuestros tiempos -escribía Pereda- apenas había fuera de [...] [los bailes del teatro] el celebérrimo de La Nata y Flor» un salón que era una «verdadera exposición de modistas sentimentales y de costuderas incorruptibles», que tuvo larga vida, al menos entre 1853 y 1880, que eran los años en los que le menciona («Sr. Don Ricardo Olaran»). Aquellas acudían también a El Órgano, la Sociedad de bailes Terpsícore12 y la Sociedad La Lira, que estuvo en la calle de San José, y organizaron también sus propios bailes campestres. Según el Almanaque Ilustrado de La Abeja Montañesa para el año 1863, había en Santander cuatro bailes, «La Nata (y la Flor)», «El Riff», «El Órgano», «El Teatro»; hacia 1867 existían los salones de La Flor de Mayo y Numancia, que eran frecuentados por las sirvientas y, de otro cariz, eran El Relajo, El Crimen, La chaqueta al hombro (hacia 1869) y El Infierno, mencionado antes.

Los bailes del Reganche (que no hay que confundir con los «de campo» que tuvieron lugar en el «salón» situado enfrente de aquel sitio) existían ya en 1851 y eran domingueros y populares; según el aldeano Roque, «es el sitiu adondi han las criadas de serviciu y donde nos cuentan todu lo que pasa en casa de sus amus» («Correspondencia palurda. Segunda carta de Roque a Quico»); y en la primera versión de «A las Indias» (1865), el joven protagonista visitó aquel baile antes de embarcarse. En 1865 Facundo Rivas refería que la mayoría de las jóvenes que frecuentaban el Reganche eran sirvientas y que esperaban con ansia la llegada del domingo en que les tocaba salir para echar un baile a lo alto y a lo bajo con los «melitares al son de pito y tambor; sentarse, cuando se cansaban, al pie de la fuente de los ingleses; y tomar el vaso de agua de limón frío como la nieve, a que les invitaban sus galantes parejas». Pero con el paso de los años las sucesoras de aquellas mozas que bailaban antaño a lo alto y a lo bajo en el Reganche, aprendieron a bailar con más gracia la habanera, la polka y el vals que las señoritas de la casa, en verano en Numancia y en invierno en La Flor de Mayo. También había prendido en ellas la bailomanía hasta el punto que, según el mismo autor, si en las casas donde servían no las dejaban acudir a los bailes nocturnos del Carnaval, «se despiden de la casa y no vuelven a colocarse hasta que pasa todo el bullicio de las Carnestolendas» («La bailomanía», 67)13

Como vimos anteriormente, la organización de los bailes de cualquier clase estuvo en manos de grupos de amigos que formaron Sociedades de Baile, y para pertenecer a ellas se requería el voto de quienes ya eran socios. Lo mismo en Reinosa en 1817, que en Santander en 1833 y después a lo largo del siglo, el criterio para serlo, dependía fundamentalmente de la categoría social de los aspirantes; cuando el joven Pereda fue invitado a formar parte de la Sociedad de los bailes de campo, escribía que «creí desmayarme de emoción [...] tenía diez y nueve años [...] en las listas de socios para los bailes de campo no figuraba sino lo escogido de la juventud del pueblo [...] era la declaración solemne y oficial [...] de mozo distinguido, activo y útil. No era uno masa, no era vulgo. Con tan honrosa credencial estaba yo autorizado para [...] entrar sin obstáculo en los círculos cuyas puertas se cerraban por razón de lustre, a la inmensa mayoría de mis conciudadanos» (227). Un manuscrito de las Bases bajo las cuales se abre una suscrición para bayles de campo fechada el 2 de julio de 1860 (Ms. 1285, 9-1-97, Biblioteca Menéndez Pelayo, Fondos Modernos) parece mostrar gran flexibilidad para admitir a santanderinos y forasteros aunque, según la base 5.ª, era menester ser invitado. Entre las firmas de los socios están las de Antonio de la Dehesa, Emilio Botín, Marcelino Sanz de Sautuola, y los amigos de Pereda: Adolfo de la Fuente, Juan de Pelayo y España (tío de Marcelino y de Enrique Menéndez Pelayo) y Sinforoso Quintanilla.



Hasta aquí las crónicas y los artículos, los versos satíricos y las noticias en la prensa que revelan sobradamente tanto el clasismo de aquella sociedad como la extraordinaria importancia que tuvieron los bailes en la vida santanderina del siglo XIX. Nacieron por generación espontánea en las romerías del deseo de unos «petimetres» y unas «damiselas de copete» de separarse y distinguirse de quienes no lo eran. Llegaron a ser una costumbre que sus organizadores quisieron convertir en una tradición pues aquellos bailes eran una manifestación a la vez decorosa y elegante de los usos de una clase social privilegiada y, por su exclusividad y por su ostentación, mostraban la superioridad y el poder que ejercía sobre las demás.

Una clase integrada en su mayoría por comerciantes enriquecidos que trataba de emular el prestigio social de aquellas viejas familias hidalgas con las que pretendía semejarse14.

Para conservar las distancias aquella oligarquía fue creando espacios de baile cada vez más cerrados e inaccesibles a los foráneos, más lujosos y más caros. Pero, como se recordará, el deseo de exclusividad de aquella clase tuvo que hacer frente al acoso constante de las demás, encabezadas por las jóvenes modistillas, tan celebradas por los autores del tiempo, que pretendían cruzar las fronteras sociales.

En aquellas pequeñas ciudades se conocían todos, florecía la murmuración y los agravios llegaban pronto a hacerse públicos. En unos casos, los excluidos de las oligarquías danzantes, cubrieron con el noble manto de la moralidad sus rencores personales y usaron, en otros, el insidioso recurso de la sátira anónima. Para el «aficionado» de 1817 los hidalgos de Reinosa estaban muertos de hambre, los que no lo eran presumían de serlo y todos encubrían con su arrogancia y sus pretensiones su miseria o la falsa nobleza de su estirpe. También «Fabio», el autor de los versos «Al baile de suscripción dado por los jóvenes de Santander», se expresaba en términos semejantes y revelaba, sin dejar lugar a dudas, los humildes orígenes de cada uno de aquellos santanderinos pretendidamente ilustres.

Aquellos bailes eran los grandes acontecimientos sociales del veraneo, la amargura de quienes no recibieron invitación, la zozobra de los que temían no recibirla, y la comidilla de mil tertulias. Como era costumbre general en el XIX, quienes acudían a ellos vestían sus mejores galas, o iban de uniforme, y a juzgar por «Correspondencia privada» (La Abeja Montañesa, 5 de Agosto de 1865), quienes las tenían, ostentaban sus condecoraciones. Los frecuentaba la mejor sociedad local y del veraneo y, por lo menos, a uno que se dio en agosto de 1861, acudieron Isabel II y el Rey consorte. Despertaban, en fin, tal expectación que muchos santanderinos se colocaban en la calle de Vargas frente a las puertas del salón para escuchar la música, admirar el alumbrado y presenciar, embobados o envidiosos, la majestuosa entrada al Olimpo de la danza de los elegantes miembros de aquella «farinocracia» con pretensiones de «sangre azul».






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