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ArribaAbajoLa historia y la memoria

El análisis literario me interesa aquí (y siempre) en tanto indicio histórico. Fray Juan de Abreu, al copiar el planto por Guillén Peraza presentándolo como «unas endechas cuya memoria dura hasta hoy», atestigua que el cantar pervivía a finales del siglo XVI213. Pero es casi inconcebible que el plural azar de la transmisión oral desembocara en un texto aglutinado tan densamente en torno a los dominantes que hemos descubierto. Hay que pensar, por el contrario, que la presencia de esos dominantes y del tramado   —112→   de vínculos que determinan se remonta a la redacción primitiva de la pieza, y que fue precisamente la pujanza de tales centros rectores la que consiguió que el poema no sufriera grandes transformaciones al correr de boca en boca. Vale decir: la versión que nos ha llegado tiene todas las probabilidades de no diferir gran cosa del original compuesto hacia 1440 y pico214.

No estoy en condiciones de fijar el año exacto, porque tampoco me consta cuándo murió Guillén Peraza, pero todo desmiente la fecha vulgata de 1443 (vid. nota 222) y certifica el período que va de junio de 1445 a abril de 1448. Los datos al propósito se hallan menos en anales de gestas que en legajos que registran los negocios y las ambiciones de un grupo social en ascenso215. En nuestro infortunado caballero, en efecto, se reunían varios linajes (Las Casas, Peraza, Pérez Martel) que desde el Trescientos tuvieron siempre entre ojos la ocupación del archipiélago. Eran familias pertenecientes a la aristocracia sevillana no titulada, que habían conseguido una excepcional prosperidad económica merced al desempeño de cargos hacendísticos y que en la intervención en la empresa de Canarias veían la oportunidad, no ya de aumentar su riqueza, sino, en especial, de satisfacer sus aspiraciones señoriales, alzándose   —113→   definitivamente a la alta nobleza216. En concreto, a los padres de Guillén, es decir, a Fernán Peraza e Inés de Las Casas, habían ido a parar los derechos a las islas ganadas y por ganar que los ascendientes de Inés habían obtenido por donación real en 1420 y por compra al Conde de Niebla en 1430, y quizá también otros títulos que Fernán pudo heredar como hijo de Gonzalo Pérez Martel217. Como fuera, tales derechos, muy amplios pero aun así parciales, se redondearon en junio de 1445, cuando Fernán Peraza, ya viudo, obrando tanto en nombre propio cuanto de sus hijos Guillén e Inés Peraza, menores de edad, adquirió los que poseía Guillén V de Las Casas, a cambio de una finca en Huevar218. Ahora bien, los documentos y los cronistas (desde el primero en consultarlos con detención, Pedro Agustín del Castillo) dejan claro que la expedición en que pereció Guillén fue consecuencia inmediata de esa permuta que daba a los Peraza carta blanca para rematar la conquista219. Pero cuando en abril de 1448 las dos partes contratantes   —114→   ratificaron el convenio, Ferrán compareció «por sí e como heredero legítimo universal que dijo es de fecho e de derecho del dicho Guillén Peraza, su fijo defunto, que Dios haya»220. Los términos a quo y ad quem, por ende, no pueden estar más claros: la muerte de Guillén Peraza hubo de ocurrir entre junio de 1445 y abril de 1448221, y de ningún   —115→   modo, como lleva un siglo repitiéndose, en 1443222. En cualquier caso, en 1445 Guillén Peraza era «mayor de catorce años e menor de veinte e cinco años»223, y por tanto se hallaba todavía «so poderío paternal» (PD, 559, 558)224. Como «mozo», se comprende que estuviera ansioso de «corresponder en sus hechos a sus mayores» (HC, 107),   —116→   y ciertamente la fortuna le dio la ocasión de intentarlo. «Ferrand Peraza..., después que hobo las Islas, porque era home muy rico, vendió muchos de sus heredamientos que tenía, así en Camas como en Huévar..., e en esta cibdad [de Sevilla] vendió... casas... e otros muchos bienes e joyas para la conquista de las dichas Islas..., e fizo grandes gastos cerca dello» ( PT, 169). Tras la permuta de 1445, en particular, fletó «tres navíos de armada, con doscientos hombres ballesteros», a cuyo frente puso a Guillén225, quien «partió de Sevilla» y navegó hasta «Lanzarote y Fuerteventura, donde se le juntaron otros trescientos hombres, y fueron a La Gomera226, y de allí pasó a La Palma» (HC, 107). Es legítimo preguntarse si los expedicionarios llegaban a la isla con el propósito de conquistarla o de «cautivar palmeros y robarles los ganados», en una de las «entradas y asaltos» en que los Peraza eran duchos   —117→   desde decenios atrás227. La envergadura de la flota y la importancia que en la «pesquisa e inquisición» de 1477 (vid. n. 120) se atribuye a la expedición a La Palma para confirmar los derechos de Ferrán Peraza y sus sucesores hacen pensar que sí se trató de un intento de conquista propiamente dicha y no de una simple correría.

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Los sevillanos tomaron «puerto en el término de Texuya [hoy 'Tajuya'], señorío de Chedey [cuyo nombre parece reflejarse en el topónimo 'Jedey'], el cual encomendó la defensa de la tierra a su hermano Chenauco, el cual apellidando la tierra vino en su ayuda y socorro otro palmero valiente dicho Dutynymara228. Eran capitanes de la armada de Guillén Peraza de las Casas, de la gente de Sevilla Hernán Martel Peraza, y de la de las islas, Juan de Adal y Luis de Casañas y Mateo Picar. Metióse la tierra adentro. La isla de La Palma es muy alta y áspera de subir y andar, y la gente que llevaba Guillén Peraza de las Casas, no usada a semejantes asperezas; y los palmeros, diestros y ligeros en ella, poniéndose en los pasos más ásperos y dificultosos, acometieron a los cristianos de tal manera, que los desbarataron y, aunque se defendían animosamente, los hicieron recoger. Y queriendo Guillén Peraza de las Casas hacer rostro, le dieron una pedrada y cayó muerto» (HC, 107-108). (Que una pedrada acabe con un caballero puede parecer un mero accidente, un percance irregular; pero no se olvide que los palmeros no habían pasado del Neolítico: «las armas con que peleaban eran varas tostadas», y, «como en las demás islas, también se aprovechaban de piedras, que había entre ellos algunos de tanta fuerza y destreza, que de una pedrada derribaban una penca de las palmas» [ HC, 271 y 150]). La empresa había fracasado: los expedicionarios, «visto el desgraciado fin de su capitán, se tornaron a embarcar, y con falta de muchos   —119→   de ellos» (HC, 108), hasta «cuarenta» o «casi sesenta homes» (PT, 204 y 132)229. Hernán Pérez Martel no pudo hacer otra cosa que recoger el cadáver del pobre muchacho y llevarlo a Lanzarote, «donde se le cantaron unas endechas cuya memoria dura hasta hoy» (HC, 108)230.

No hay razones para dudar que las coplas se compusieron al calor de tales hechos y rodaron por la tradición oral (pero probablemente no sólo así) hasta que las transcribió fray Juan de Abreu. Ha hecho bien Ricardo Senabre, sin embargo, en asumir el papel de abogado del diablo e intentar situarlas a principios del siglo XVI: bien y requetebién, digo, porque la convicción de que el planto es inmediatamente posterior a la muerte de Guillén Peraza no había sido sometida nunca a análisis crítico y, unida como iba al error de fechar la tragedia en 1443, era obligado ponerla en cuarentena. No obstante, el apoyo a la hipótesis es más   —120→   que débil, como que se reduce a un único punto que, en realidad, no resiste el más leve examen: quedar, con el valor transitivo de 'dejar', según se emplea en el primer terceto (quedó en La Palma la flor...), parece uso adscribible «a un ámbito leonés» y no se ha documentado «antes del siglo XVI»231; de ahí que el profesor Senabre, sin duda al tanto de que en el siglo XV el archipiélago había sido mayormente un coto de los andaluces, se sienta inclinado a retrasar las endechas «hasta el primer tercio del siglo XVI, acaso entre 1515 y 1530», cuando, «definitivamente consolidada la incorporación de las islas Canarias, con multitud de conquistadores peninsulares establecidos allí y mezclados con los indígenas», en un «conglomerado variadísimo en que castellanos, leoneses y otros repobladores aportaron sus peculiares tradiciones», «se daban las condiciones oportunas para que aquel nuevo pueblo comenzase a elaborar poéticamente su propia historia»232.

Por desgracia, nuestro conocimiento del léxico antiguo no es tan completo que nos permita excluir la existencia de quedar en el sentido de 'dejar' en la segunda mitad del Cuatrocientos, ni aun si tuviéramos un vocabulario exhaustivo de los textos del período sería prudente descartar que   —121→   una acepción registrada hacia 1500 pudiera haberse anunciado, más o menos tímidamente, hacia 1450. En este, como en tantos otros terrenos, siguen siendo plenamente válidas las conclusiones de Menéndez Pidal sobre la «gran duración» de los procesos lingüísticos y sobre los fenómenos que el «estado latente» puede mantenernos invisibles centurias enteras. Como sea, incluso si supiéramos con absoluta certeza que quedar 'dejar' no hizo acto de presencia sino «entre 1515 y 1530», nada nos sería lícito deducir sobre la datación de las endechas: en un poema expuesto al flujo y reflujo de la tradición oral, el desplazamiento de dejar por quedar, o viceversa, es variante que sólo acredita el hábito personal de un transmisor y de ningún modo nos remonta al arquetipo originario; y cuando el padre Abreu recoge los trísticos, entre 1570 y 1590 (cf. n. 213), en el «conglomerado variadísimo» de las Canarias, el hábito en cuestión ni siquiera hace al monje, ni siquiera delata una procedencia dialectal233.

Todo habla contra la conjetura de que la canción surgiera tres cuartos de siglo después de la desaparición del caballero a quien plañe. No reparemos en que las endechas verosímilmente evocan la erupción del volcán de Tacande (arriba, n. 201), ni nos detengamos todavía en mostrar que la tradición las arrima a usos funerarios que nos llevan a las mismas exequias de Guillén. Veamos sólo los signos más obvios, más elementales. En verdad, bien entrado el Quinientos, el poema habría resultado ininteligible como   —122→   creación ex novo. Incluso si se nos antoja que las damas de la invocación son un eco convencional de las «filiae Israhel» que luego encontraremos (y no más bien las andalucitas casaderas que perdían uno de los mejores partidos de Sevilla), ¿por qué iba nadie a exhortarlas con tal urgencia a hacer correr el llanto por un remoto desconocido? Se dirá quizá que la evidente sensación de proximidad, de inmediatez, es simplemente un efecto dramático. Pero si las coplas se ponen «entre 1515 y 1530» y se suponen artificial transposición al pasado, ¿a quién que las oyera podía ocurrírsele pensar en un mozo desaparecido hacia 1446 o 1447? En aquellos años del siglo XVI, Guillén Peraza, por las buenas, era el donjuanesco Guillén Peraza de Ayala, sobrino nieto de nuestro protagonista, felizmente recién casado (en 1514) y recién creado Conde de la Gomera (exactamente en 1516)234; y, sin más, no había motivos para barruntar que se tratara de ningún otro, y sí para recibir el cantar como una noticia manifiestamente falsa, como un bulo inexplicable... Pero, además, por entonces, ¿qué grotesca maldición era la dirigida contra La Palma? Si el conjuro se transportaba a mediados del Cuatrocientos, perdía toda fuerza, hasta volverse ridículo, al cabo de decenios y decenios sin cumplirse; si se dejaba «entre 1515 y 1530», ¿qué sentido tenía desear catástrofes cósmicas a una isla donde los españoles estaban tranquilamente aposentados desde 1493?

A mi juicio, la esencia misma del poema excluye cualquier posibilidad de contemplarlo como una tardía 'elaboración poética de la historia canaria', porque es apenas concebible que un proyecto de tal índole hubiera pretendido   —123→   realizarse por caminos tan puramente líricos -en vez de narrativos- y en el vehículo insólito de las «endechas de Canaria». Ciertamente, en los orígenes se entonaban estas en las islas «con motivo de la muerte de alguna persona principal»235, y en castellano fueron bautizadas en virtud de esa función primitiva. Pero la «sonada» (cf. n. 205) no se puso de moda sino en la primera mitad del siglo XVI, y «el género, entre tanto, había cambiado de carácter (aunque conservando siempre su forma): 'ya no son verdaderas endechas funerarias, sino cantos tristes de asunto amoroso o de tema en que se mezcla la tristeza con cierta gravedad sentenciosa'», quejas de «un ser desdichado -casi siempre un hombre-, que llora su destierro, su soledad, la inmensidad de su pena, la crueldad de la amada, el 'mal presente y el bien pasado'»236. Vale decir: si nuestra pieza se hubiera compuesto «entre 1515 y 1530», sería difícilmente explicable la adopción del molde de las «endechas de Canaria», a esa altura ajenas ya al uso fúnebre que antaño habían tenido.

Ni es aceptable, por otro lado, que la desdicha mala de Guillén Peraza tuviera que esperar al remate de la conquista y al asentamiento de nuevos pobladores para entrar en la conciencia histórica de las Canarias. Cuando menos hasta los días de fray Juan de Abreu, la muerte del joven caballero y la desgraciada expedición a La Palma persistieron en el recuerdo no sólo como un episodio doloroso, sino como una página decisiva en los anales del archipiélago. En 1477, la información de Pérez de Cabitos (n. 215), en definitiva, busca dilucidar una cuestión de historia -«a   —124→   quién pertenesció e pertenesce la conquista de... las... islas de Canaria»-, y para dilucidarla pregunta a insulares y peninsulares «si saben, vieron o oyeron decir quién ganó la isla de Lanzarote e las otras islas de Canaria, e quién fueron los que la conquistaron e tomaron la posesión de ellas»; y, cuando contestan que sí, les repregunta concretísimamente «si Ferrand Peraza conquistó e ganó otras islas a sus expensas..., en la cual conquista mataron al dicho Ferrand Peraza un fijo», «si saben o creen que una vez conquistando Ferrand Peraza la isla de Las Palmas [sic] los canarios de la isla le mataron a su fijo Guillén Peraza» (PT, 121, 123, 174)237. La inmensa mayoría de los testigos posee adecuada noticia de todo ello. Uno asistió al paso de los expedicionarios por La Gomera (n. 226); otro «vido que Ferrand Peraza envió con armada a la isla de La Palma a Guillén Peraza, su fijo, e que lo mataron en ella» (PT, 145); el padre de Pedro Tenorio «escapó en la dicha conquista e se acaesció a ella al tiempo que se fizo» (196), y el de Manuel Fernández Trotín «perdió en la dicha armada muchos dineros que había prestado a un vasallo de Ferrand Peraza» (178), etc., etc. Poquísimos son quienes ignoran los sucesos de treinta años atrás. Para la inmensa mayoría, repito, se trata de cosas archifamiliares, «porque es pública voz e fama de la muerte de Guillén Peraza en la dicha conquista,... así en esta cibdad [de Sevilla] como en las dichas islas» (155).

A ampliar esa «pública y notoria fama» (PT, 139), junto a la lógica impresión que había de provocar un suceso tan malaventurado, contribuyeron por mucho los intereses que en relación con él estaban sobre el tapete. Las protestas, primero, y después la rebelión de los lanzaroteños contra Inés Peraza y Diego García de Herrera se contaban   —125→   entre las razones que movieron a los Reyes Católicos a encargar a Pérez de Cabitos que esclareciera los derechos al señorío y la conquista de las Canarias. Los títulos del matrimonio sevillano eran impecables, pero, naturalmente, en la «pesquisa e inquisición» de 1477, los esposos no desaprovecharon ningún posible argumento a favor suyo. La muerte de Guillén, a quien Inés heredaba a través de Hernán Peraza, era una prueba resonante de que la familia había ejercido las prerrogativas y respondido con creces a las exigencias del señorío; y como tal baza fue jugada una y otra vez en el curso de la información de Cabitos. Se entiende, pues, que el dictamen emitido por fray Hernando de Talavera y otros dos ministros del Consejo para resolver el expediente reconociera que «Diego de Herrera y doña Inés, su mujer, tienen cumplido derecho a la propiedad... de las cuatro islas conquistadas» y «a la conquista de la Gran Canaria e de la isla de Tenerife e de La Palma», al tiempo que precisaba que si «por algunas justas y razonables causas» convenía a los Reyes «mandar conquistar las dichas islas», era obligado resarcir a Diego e Inés «por el derecho que a la dicha conquista tienen y por los muchos trabajos y pérdidas que han recibido y costas que han fecho en la prosecución de ella» (PD, 632). Cuando al poco la Corona decidió que no faltaban las tales «causas», se comprometió, en efecto, a compensarles con cinco millones de maravedíes y con el Condado de Gomera y Hierro. Los cinco cuentos, sin embargo, no se satisficieron sino a plazos escalonados entre 1486 y 1490, y el Condado no llegó sino con Carlos V, en 1516238. Pero el retraso sin duda tuvo que mover a los perjudicados a airear a menudo los méritos que les habían conseguido esas mercedes tan dilatadas, y es ostensible que los descendientes de Diego e Inés   —126→   se enorgullecían del parentesco con Guillén: no en balde el primer Conde de Gomera se llamó Guillén Peraza. En verdad, la familia de nuestro héroe, que conservó el señorío sobre cuatro islas y nunca abandonó sus pretensiones e implicaciones en Canarias, tuvo múltiples oportunidades de rememorarlo: cuando Sancho de Herrera, por ejemplo, trocó a un sobrino la heredad de Valdeflores por la doceava parte de Lanzarote y Fuerteventura239, no podía sino tener presente que por una permuta similar había empezado la empresa en que sucumbió el primer Guillén Peraza. Propios y extraños, pues, quienes siguieron de cerca los sucesos de La Palma y quienes tenían lazos de sangre e intereses comunes con el malogrado mozo, debieron de ayudar a conservar el recuerdo de Guillén por el camino de propagar el planto a él dedicado. Pero nótese que la muerte de Guillén parece haber alcanzado una repercusión popular bastante superior a la que uno esperaría de la relevancia objetiva del hecho. Al fin, aunque conmovedor, fue solo un lance menudo en el curso de una larga, vertiginosa partida. La historia de Canarias en el siglo XV abunda en momentos, no ya más importantes, desde luego, sino incluso más sangrientos y llamativos: por ejemplo, y sin salir del mismo linaje, el asesinato de Hernán Peraza, hijo de Inés y Diego de Herrera (HC, 247-250). Por ahí, la «pública voz», la «notoria fama» de la malandanza de Guillén no se explica sólo por la impresión que el suceso causara en los extraños ni por la divulgación nada inocente que le dieran los propios, a través del cantar o por otros medios: hay que suponer que las endechas, de suyo, por su singular intensidad, por su vigor poético, prendieron en la memoria de las gentes desde el primer instante. Entre las deposiciones de 1477, hay incluso algunas en que se deja entreoír un   —127→   eco de las coplas: así, cuando Diego de Sevilla o Álvaro Romero declaran «que mataron al dicho Guillén Peraza en la dicha Isla de Palmas» o «que habían muerto en la dicha Isla de Las Palmas al dicho Guillén Peraza» (PT, 202, 204), ¿no nos hallamos ante una mísera reducción del segundo verso a prosa administrativa240? No pasan de una página los datos del Cura de Los Palacios sobre «cómo fueron conquistadas... estas islas» antes de que la Corona asumiera la empresa: unas líneas sobre «Mosén de Betancurt» (y ni siquiera ciertas de si floreció bajo don Enrique III o bajo don Juan II), una mención aún más sumaria del Conde de Niebla, un par de vagas indicaciones sobre Fernán Peraza («tuvo e señoreó e poseyó [cuatro islas] cuanto vivió, e aun fizo guerra a las otras tres», pero «nunca pudo ganar[las]», poco más), y, en medio de ellas, un episodio resaltado: «donde en la conquista en La Palma le mataron un fijo los palmeses, llamado Guillén Peraza, que no tenía otro varón... »241 La mención inusualmente precisa, en un marco tan pobre en detalles, ¿no postula que aquí nos encontramos con un caso más de «la intensa utilización por Bernáldez de fuentes orales», y en concreto de nuestras endechas? Creo que sí242. Tres cuartos de siglo después del magnífico Cura, fray Juan de Abreu nos garantiza que, si quizá no la expedición a La Palma (contada   —128→   por él, confiesa, «según oí afirmar a los antiguos»243), por lo menos las primorosas endechas («cuya memoria dura hasta hoy»: la distinción es significativa) todavía no habían sido olvidadas. Posiblemente fueron ellas, la poesía mejor que la historia, las que haciéndose emblema, de acuerdo con los tiempos, convirtiéndose en leyenda heráldica, canonizaron a Guillén Peraza como una suerte de patrón lego de las islas. Pues ya Marín de Cubas asevera que de Guillén es «la cabeza que está pintada de seglar, con las dos de religiosos, en el sello de la provincia de Canaria», «por orla de una palma»244.




ArribaAbajo«Poesía del siglo XV» y lírica tradicional

Es opinión común que las endechas por Guillén Peraza se nos ofrecen «muy influidas por la poesía del siglo XV»245. Entiendo que la idée reçue no se engaña, a grandes rasgos, pero necesita buen número de precisiones y matices. Pues, por una parte, ¿qué veta de la riquísima, abigarrada «poesía del siglo XV» es la que se enlaza en concreto con nuestras coplas? ¿Dónde están, por otro lado, los puntos de engarce esenciales? ¿En el género, en los temas, en la dicción? Las filiaciones propuestas por la crítica, a la inmensa sombra de Jorge Manrique, no han entrado en demasiados pormenores. J. Pérez Vidal les descubre «el aire cortesano y filosófico de su tiempo». María Rosa Alonso las halla acordes con la «revalorización de la diosa Fortuna» y   —129→   con las «invocaciones a la muerte» propias del «gótico florido»: como en otros plantos de la época -escribe-, en ellas «se anatemiza..., se invocan las prendas del muerto..., se alude a la veleidad del azar con esa tópica melancolía que en torno a la Fortuna existe en la segunda mitad del siglo XV...». Irma Césped y Ricardo Senabre realzan la aparición del consabido ubi sunt?246 No perderemos el tiempo si hilamos más delgado.

Notaba arriba que el nombre de la isla en que pereció Guillén es la raíz de toda la floresta de metáforas de los dos primeros tercetos: la flor marchita de la su cara, la palma, la retama, el ciprés. Notaba también que el valor simbólico de la retama era trivial en el acervo popular y que para las fechas de nuestra composición la palma emblemática brotaba hasta en los modismos de la conversación cotidiana. En cambio -conviene subrayar ahora-, las connotaciones mortuorias del ciprés eran todavía poco conocidas, incluso en la tradición sabia: hasta el punto de que ni siquiera un Enrique de Villena es seguro que las perciba claramente cuando glosa las «arae... atra... cupresso» de la Eneida (III, 63-64)247. Por ello se diría de más peso comprobar que todos los elementos que trenzan la   —130→   guirnalda de imágenes vegetales en honor de Guillén Peraza -a salvo la retama del folclore y las Canarias- se aprietan en un par de coplas cercanas en la Coronación del Marqués de Santillana.

Ahí, en efecto, navegando «sobre las aguas leteas», Juan de Mena divisa «siete peligros marinos» que lo hacen palidecer:


La mi sangre, que alterara
la visible turbación,
desque frío me dejara,
robó la flor de mi cara,
por prestarla al corazón...


(XXII)                


Después, en la cumbre del Parnaso, contempla un paisaje de maravillosa frondosidad:


Vi los collados monteses...,
altas palmas y cipreses,
con cinamomos y nardos,
y vi cubiertos los planos
de jacintos y plátanos
y grandes linaloeles,
y de cedros y laureles
los oteros soberanos...


(XXXIII)                


La prosa del comentario nos permite no perder detalle del alarde erudito que el autor ha condensado en el verso. Por el comentario averiguamos que la flor de la cara es «la sangre della» y advertimos que la frase no se siente como metafórica, sino como designación normal del 'color del rostro', el 'arrebol', el 'tinte rubicundo (natural o enfermizo) de la tez'248. Por el comentario debían de confirmar   —131→   muchos lectores que la «palma es un árbol que denota victoria»249 y enterarse bastantes más de las implicaciones fúnebres del ciprés: «Este nombre le pusieron los griegos, según dice Isidoro [XVII, VII, 34]. En otro tiempo, cuando los gentiles solían quemar los cuerpos muertos, hacían poner muchos ramos de cipreses en cerco de los lugares, por afuyentar los malos olores, ca la suavidad y olor del palo de ciprés no deja corromper el aire del morbo pestilencial».

Para mí caben pocas dudas de que el verso y la prosa de esas dos estrofas brindaron al anónimo de las endechas los esquejes deseados para plantar su propio jardín en torno al nombre de la isla fatídica. Porque no sólo los elementos en cuestión se presentan en el mismo orden, la flor en una copla y en otra, contiguos, la palma y el ciprés de significación escasamente divulgada, y no sólo la Coronación, a zaga de las Etimologías, se refiere expresamente a los «ramos de cipreses». Sucede también que los devotos de Juan de Mena difícilmente podían leer la copla XXII   —132→   del Calamicleos (de hacia 1439) sin recordar que la misma expresión pintoresca comparecía en otro celebérrimo poema del maestro, «El fijo muy claro de Hiperión» (algunos años anterior, según todas las posibilidades), pero aquí referida ni más ni menos que a la muerte sangrienta de un paradigma de juvenil gallardía:


Mis lágrimas tristes atales non son...,
mas son como aquellas que Tisbe mesclara
con sangre de Píramo acerca el lucillo,
con ojos llorosos e rostro amarillo,
la muerte robando la flor de su cara250.


Cuando Garcisánchez de Badajoz evoca a don Manrique de Lara


como hombre muy aborrido,
su pena escura muy clara,
de todas partes herido,
muerta la flor de su cara...,
su real sangre vertida...251,


las semejanzas en la aplicación del modismo nos convencen de que nos las habemos con una reminiscencia de «El fijo muy claro...». Pero no es menor la similitud con que las endechas lo recrean para Guillén Peraza; y si a ese parecido le sumamos las coincidencias con la Coronación, no veo cómo no concluir que el anónimo bebía en las fuentes de Juan de Mena.

Así pues, en un aspecto primordial de la elocutio, podemos dejar a un lado las generalidades habituales y precisar   —133→   cuál es la «poesía del siglo XV» con la que el planto está próximamente emparentado: un tanto por sorpresa, la pieza obligada al frente de todas las colecciones de lírica 'popular' resulta en deuda constitutiva con las obras más doctas del más docto vate del Cuatrocientos castellano. Los «rústicos... cantando» no eran del agrado de Mena (Laberinto de Fortuna, 287h), pero Mena sí agradaba a quienes cantaban también para los «rústicos», endechadores incluidos252. La inspiración letrada no basta para quitarles a las endechas el carácter de 'tradicionales': 'popular' remite a una variable, al origen o al trecho de un recorrido; 'tradicional', a las constantes de un estilo con etapas folclóricas ciertamente privilegiadas. Ahora bien, sea cual fuera la procedencia de los materiales que maneja, es obvio que el estilo de nuestra canción nada tiene que ver con Juan de Mena.

A juzgar por el comentario a la Coronación y el tenor de «El fijo muy claro...», la flor de la cara era para Mena un giro lexicalizado, inerte. Al igual que hace con La Palma, y verosímilmente por el impulso que le presta el modo de encarar ese dominante semántico, el anónimo devuelve a la acuñación toda la viveza que en ella hubo de concentrarse el día de su creación: para lograrlo, no necesita sino adjetivar de marchita a la flor y alinearla con la arboleda inmediata. Una elaboración de ese tipo, destinada a recuperar   —134→   el color de un elemento desteñido por el tiempo, no entraba en las cuentas de Mena. A Mena le interesaba sobre todo el reverberar erudito del lenguaje, que las palabras llevaran un halo de referencia a la cultura que tan trabajosamente se había ganado. La enumeración de árboles del Calamicleos (quizá recordada todavía en el Persiles, III, 5) no quiere ponernos ante los ojos un locus tan amoenus como imposible, sino enseñarnos una biblioteca. No busca que el lector se represente visualmente las «palmas», los «cinamomos» y los «plátanos» (¿quién, además, los reconocería?), sino que repase el libro XVII de las Etimologías. No finge un bosque: compila un catálogo. La pedantería es dulce, y nada hay que objetar, por supuesto. Pero otro es, evidentemente, el proceder de las endechas. Del museo botánico de Mena, el anónimo ha rescatado la flor de la cara, ha mantenido la palma, que estaba en la historia y en la geografía de Guillén Peraza, como la retama en la isla, y ha respetado el ciprés, pero caracterizándolo de forma que a nadie, docto o indocto, se le escapara su alcance fúnebre. Pues a quien no pudiera descifrarlo como alusión libresca se lo dibujaba como figuración real con fuerza de metáfora. De ahí la especificación crucial, de triste rama, con su precisa indicación (rama) para el enterado, pero cuyo valor, en última instancia, sin más que dejarse guiar por el adjetivo triste253, también podía percibir quien no hubiera saludado a San Isidoro ni al Mena de la Coronación. Las imágenes encontradas en la lectura se funden con las captadas en la realidad. La artificialidad de Mena se cambia en el planto por una percepción   —135→   milagrosamente natural y a la vez simbólica: la palma, la retama, el ciprés son paisaje y emblema.

Desde las mismas jarchas, es ése modo de hacer arquetípico de una corriente caudalosa en el Guadiana de la lírica tradicional: la realidad enunciada es a la vez tal realidad e inevitablemente símbolo o metáfora de otra. Verbigracia:


   ¡Qué faré, mamma?
Meu al-habib est'ad yana.


El amigo, en verdad, está a la puerta de la casa, y la amada, en puertas de entregársele.


A coger amapolas,
   madre, me perdí:
¡caras amapolas
   fueron para mí!


Las amapolas son ciertamente las que la moza iba a quitar de los sembrados, pero asimismo las gotas de sangre con que los salpicó. No es cosa de prolongar los ejemplos. Pocos hacen falta para cerciorarse de que el anónimo conduce las sugerencias de Juan de Mena a las maneras del estilo tradicional.

¿Cabría registrar confluencias similares con otras venas de la «poesía del siglo XV»? Con menos puntualidad, quizá sí. Aparte el terceto de la invocación, los tres restantes contrapuntean con finura concreciones y abstracciones. La retama y el ciprés siniestros se hacen desdicha, desdicha mala. Los placeres de las flores y los pesares de los arenales contrastan categorías semánticas al par que mezclan rasgos fonéticos. El escudo y la lanza abatidos son prendas de la malandanza. En esa trama de convergencias y divergencias, dos abstractos, por una vez, se contraponen entre   —136→   sí a corta distancia, en el ámbito de un solo verso: no vean placeres, sino pesares. Con autoridad única ha señalado Margit Frenk que el careo de los dos infinitivos sustantivados parece un rasgo de las «endechas de Canaria» («Propio mío era el placer, / agora el pesar le vino a vencer...», «... Pesar por placer, / dolor por pasión»)254, y nos preguntamos si el recuerdo de nuestro cantar no contribuiría a divulgarlo en las demás muestras del género. El juego de palabras en cuestión es «de los que saltan en la fraseología vulgar»255 y tal vez se nos antoje demasiado trivial para intentar sacarle punta en ese o en otro análogo sentido. Pero un simple vistazo a «El fijo muy claro de Hiperión», aún bien a mano, puede ser suficiente para hacernos cambiar de opinión.

En la obrita de Mena, es sabido, el arte mayor de las estrofas nones, rebosantes de fanfarria clásica y bisutería mitológica, alterna con los octosílabos de las pares, quebradas de sutilezas y donde no hay conceptuosidad que no tenga asiento. Por ejemplo, en la copla siguiente a la estampa de Píramo con «la muerte robando la flor de su cara»:


En poco grado mi grado
se falla ser en mi ser;
cuantas me toma cuidado
veces, me deja placer,
siguiendo tan a menudo
tal pesar, ¿cuál infinida
humildad bastar me pudo
a dolor tan dolorida?


Y en seguida, con sólo ocho versos de por medio:

  —137→  

Por pesar del desplacer,
querría poder forzar
mi deseo a mal querer
o el tuyo a desear...


Nadie puede entrar en la cabeza de un creador y nadie, con frecuencia ni el propio poeta, puede decir de dónde se desprende la chispa de un poema. Pero de ningún modo insinúo que el endechador sin nombre sacara también los placeres y los pesares (cambiándolos de registro, por supuesto) del familiarísimo texto del cordobés: al contrario, subrayo que el hecho de encontrar la antítesis incluso en uno de los dos pasajes de Mena que venimos manejando y, por otro lado, el hecho de que las estrofas pares de «El fijo muy claro...» sean una auténtica quintaesencia de cierta lírica cancioneril significan que la oposición de ambos términos, por nimia que parezca en el pronto, debe considerarse sumamente representativa de una de las direcciones mayores en la «poesía del siglo XV»: la complacida en dar vueltas y revueltas a los conceptos químicamente puros, la que todo lo traduce a nociones abstractas que reitera y anatomiza, empareja y separa, gradúa, confunde..., en una incansable cantiga de nunca acabar256.

En la tradición gallega, los avatares de la aventura erótica se habían declarado insistentemente enfrentando el pesar con el placer, en las cantigas de amor («Eu que no mundo viv' a meu pesar / eu viveria muit' a meu prazer») y sobre todo en las cantigas de amigo:

  —138→  

Per uno soilo prazer
pesares vi já mais de mil...



Nunca eu ar pudi saber
que x'eras pesar nen prazer...257


En ese punto los cancioneros heredaron a los cancioneiros, y hasta mediar el siglo XV, principalmente en los días de Santillana y Juan de Mena, ambos «opósitos» se deslizan frecuentemente entre los sollozos de los rimadores:


Deseo non desear
y querría non querer;
de mi pesar he placer
y de mi gozo pesar...



y pesarme ha del placer
que terné de lo que digo...258


A medida que la centuria avanza, no obstante, los contenidos que se expresaban a través de la confrontación de las dos voces han de reformularse verbalmente, porque pesar va quedando orillada en las preferencias trovadorescas. En el camino abierto por el llorado Keith Whinnom, un minuciosísimo estudio de Vicente Beltrán, sobre un conjunto de ciento cuarenta piezas representativas de las varias etapas de la canción cortés castellana, revela que pesar es palabra que menudea especialmente (hasta los quince ejemplos) en la primera mitad del Cuatrocientos, en tanto falta por completo   —139→   del corpus en los textos de la segunda mitad259. No veamos en el dato más que un síntoma, desde luego, porque claro está que el fondo de la antítesis ni desaparece ni puede desaparecer mientras no se mude la condición humana, y claro está que incluso en esa segunda mitad volvemos a encontrarla alguna vez en sus propios términos260. Pero no desdeñemos la concordancia de todos los indicios: a través de la antinomia de pesares y placeres, tan propia de una época del conceptismo cancioneril, las endechas por Guillén Peraza, a la altura de 1440 y bastante, vuelven a presentársenos en relación determinable con una de las escuelas mejor definidas en la «poesía del siglo XV».

Tampoco ahora debemos inferir que el contacto les robe carácter 'tradicional'. Vuelvo a la grata compañía de Margit Frenk: «una amplia zona de la lírica folklórica de nuestros días -folklórica, sí- deriva en línea directa de la archiculta 'poesía de cancionero' de los siglos XV y XVI», y concretamente de su venero «conceptual y hasta conceptuoso»261. El ligero jugar del vocablo con los placeres y los pesares no hace sino ponernos ante un caso madrugador de esa derivación. Nada nos incita a ver en el anónimo a uno de los trovadores del momento que sintieron la tentación de ensayar formas populares como el romance262. Fuera cual fuese su biografía, por curiosidad y admiración   —140→   que le despertara la lírica de los cancioneros, su oficio de poeta pertenecía a otro ámbito263. Al Padre Abreu, que aduce a López de Gómara hasta para un testimonio mínimo y de tercera mano (n. 243), le hubiera gustado que un autor de campanillas respaldara la historia y el cantar de Guillén Peraza; sin embargo, tuvo que contentarse con repetirlas según se las oyó «a los antiguos» y las conservó la «memoria» de las gentes. El dato de la transmisión coincide con las señas del estilo, pero a la larga son ellas quienes han de prevalecer: y la varia lección de la «poesía del siglo XV» no traiciona las señas de un estilo 'tradicional'.




ArribaAbajoEl planto de David

Una imagen quizá demasiado convencional del otoño de la Edad Media y, todavía, un justo deslumbramiento ante la obra maestra de Jorge Manrique han inducido a abultar los vínculos de nuestro poema con otras «composiciones castellanas de malogrados» a lo largo del Cuatrocientos264, y el prejuicio ha arrastrado a la ceguera de proclamar que «en la endecha están presentes todos los motivos del planh»; trovadoresco: «(i) invitación al lamento, (ii) linaje del difunto, (iii) enumeración de las tierras o personas entristecidas con su muerte, (iv) elogio de las virtudes del difunto, (v) oración para impetrar la salvación del   —141→   alma, (vi) dolor producido por la muerte»265. Es obvio que la mera enumeración de tales motivos, sin necesidad de otras razones, refuta el aserto que quisiera confirmar. En realidad, las coplas por Guillén Peraza no muestran especial parentesco ni con el planh provenzal ni con las defunciones, consolaciones y plantos que lo ponen al día en la España del siglo XV266, sino que responden a un esquema harto más antiguo y para entonces literariamente menos trivial.

El segundo libro de los Reyes (en la Vulgata y en los Setenta) se abre con la escena en que David recibe la noticia de que Saúl, su hijo, y Jonatán, el hijo de Saúl, han perecido en los campos de Gelboé frente a los filisteos. Luego, cuenta el hagiógrafo, «planxit David planctum huiuscemodi super Saul et super Ionathan filium eius»:



18   Considera Israhel pro his qui mortui sunt
super excelsa tua vulnerati.

19    Incliti Israhel super montes tuos interfecti sunt:
quomodo ceciderunt fortes?

20    Nolite adnuntiare in Geth
neque adnuntietis in conpetis Ascalonis
ne forte laetentur filiae Philistim
ne exultent filiae incircumcisorum.

21    Montes Gelboe, nec ros nec pluvia veniant super vos
neque sint agri primitiarum
quia ibi abiectus est clypeus fortium, clypeus Saul,
quasi non esset unctus oleo.

22   A sanguine interfectorum, ab adipe fortium,
—142→
sagitta Ionathan numquam rediit retrorsum,
et gladius Saul non est reversus inanis.

23   Saul et Ionathan amabiles et decori in vita sua,
in morte quoque non sunt divisi,
aquilis velociores, leonibus fortiores.

24   Filiae Israhel super Saul flete,
qui vestiebat vos coccino in deliciis,
qui praebebat ornamenta aurea cultui vestro.

25   Quomodo ceciderunt fortes in proelio?
Ionathan in excelsis tuis occisus est [vel es]?

26   Doleo super te frater mi Ionathan,
decore nimis et amabilis super amorem mulierum.
Sicut mater unicum amat filium suum,
ita ego te diligebam.

27   Quomodo ceciderunt robusti et perierunt arma bellica?267



Es diáfano que las endechas al joven sevillano se inspiran punto por punto en la hermosa elegía de David. Dejémoslas, por comodidad, en los huesos de seis elementos: (1) invocación al llanto; (2) noticia del suceso, con destacada mención del lugar; (3) definición, por vía negativa, de la isla e, inseparablemente, (4) maldición contra La Palma; (5) pregunta al muerto por las armas con que combatía; (6) conclusión sentenciosa. Las comprensibles variantes, adaptaciones y discrepancias no ocultan la conformidad sustancial entre uno y otro texto.

  —143→  

(1) Ni que decirse tiene que la invocación al llanto, constitutiva del género, no sería de por sí indicio digno de consideración, si no fuera unida a paralelismos inequívocos en otros órdenes. En cualquier caso, si David arranca de una amplia exhortación a «considerare... pro his qui mortui sunt»18 y si luego la desvía, vuelta del revés, hacia las 'hijas de los filisteos' («ne forte laetentur filiae Philisthim»20), cuando en definitiva la concreta en una incitación a llorar es a las israelitas a quienes se dirige: «Filiae Israhel super Saul flete»24. Por otra parte, si quienes han de verter lágrimas por Guillén Peraza no son los 'compañeros' o los 'cristianos' -digamos-, sino precisamente mujeres, y no -por ejemplo- las 'mozas', sino las damas, las de su misma condición social268, las israelitas que harán otro tanto por Saúl son aquellas que con él se trataban, a quienes «vestiebat... coccino in deliciis», a quienes «praebebat ornamenta aurea»24.

(2) David da la noticia del suceso inmediatamente después de la exhortación inicial y con mención prominente del lugar del combate: «super excelsa tua vulnerati»18, «Incliti, Israhel, super montes tuos interfecti sunt»19, «Montes Gelboe...»21.

(3) y (4) La maldición y la definición negativa de Gelboé van en David inextricablemente fundidas: «nec ros nec pluviae veniant super vos, neque sint agri primitiarum»21. Tanto la Biblia como las endechas conjuran sobre el lugar del desastre -al que apostrofan en segunda persona- una   —144→   visión de esterilidad y desolación, se refieren a los campos, «agri», y emplean análogas construcciones: «nec..., nec..., neque sint...», no eres..., no...

(5) Las armas de Saúl y de Jonatán, y notablemente el escudo, son evocadas por David con patética insistencia: «abiectus est clypeus fortium, clypeus Saul...»21, «sagitta Ionathan numquam rediit retrorsum, et gladius Saul non est reversus inanis»22. Las interrogaciones desencantadas, por otro lado, van punteando el curso de la elegía, con relieve creciente («quomodo ceciderunt fortes?»19, «quomodo ceciderunt fortes in proelio?»25), y en el último verso acogen también el leitmotiv del armamento de los guerreros: «quomodo ceciderunt robusti et perierunt arma bellica?»27 David, en fin, habla y aun interpela directamente a Jonatán por partida doble: «Ionathan, in excelsis tuis occisus es?»269, «doleo super te, frater mi Ionathan...»25-26.

La totalidad de esos ingredientes confluye en los versos 10 y 11 de las endechas: la voz plañidera nombra dos veces a Guillén Peraza, le pregunta expresamente por sus armas, y en primer término por el escudo, para cerrar el poema con una penúltima nota en rigurosa consonancia con David.

Aparte, pues, (6) la conclusión sentenciosa, todos los rasgos determinantes de las coplas tienen equivalente exacto en la elegía bíblica, desde el imperativo del comienzo hasta la interrogación sobre las armas en la coda, a través del uso persistente de la segunda persona. Sin embargo, nos hallamos ante una vivacísima recreación, de ningún modo ante un calco. El anónimo mantiene las 'funciones', los factores esenciales del planto de David, pero no en su literalidad, sino metamorfoseándolos en otros de diverso contenido y estableciendo entre estos una nueva concatenación.   —145→   Es justamente a propósito de los componentes más distintivos del modelo donde mejor se advierte que nuestro poeta concilia una ostensible fidelidad con un derroche de imaginación libérrima.

La maldición davídica del lugar, «Nin venga sobre vós rocío nin lluvia» (según traduce la General estoria), por ejemplo, que resultaría pálida aplicada a los pedregales canarios, se convierte en una imprecación más violenta y apropiada a la naturaleza de La Palma, para enfrentarnos con el impresionante paisaje de una isla desgarrada por los volcanes, donde las flores yacen enterradas bajo montes de arena. El leve apunte negativo, «neque sint agri primitiarum», se desdobla en la serie afirmativamente aciaga: No eres palma, eres retama, eres ciprés... La evocación de las armas trenzada progresivamente con las preguntas melancólicas y las interpelaciones a Jonatán, hasta culminar en el final «quomodo... perierunt arma bellica?», queda reducida en las coplas a sus elementos químicamente puros, con una eficacísima desnudez: Guillén Peraza, Guillén Peraza, ¿dó está tu escudo, dó está tu lanza? David decía «quomodo...?», exclamando más que interrogando, pero el endechador sabe que esa misma emoción puede romancearse con una fórmula tradicional: ubi sunt...?270 Las doloridas interrogaciones bíblicas no buscaban otro eco que una tácita apelación a la justicia de Yhavé: «Tradat te Dominus corruentem ante hostes tuos...» (Deuteronomio,   —146→   XXVIII, 25). El anónimo, en cambio, no es capaz de callar la respuesta que le brindan los tópicos de la época: todo lo acaba la malandanza. Vale decir, como en tantos otros plantos medievales: la Fortuna es la culpable.

Una coincidencia, verosímilmente casual, con el proverbial «Quien con mal anda, con mal acaba»271 ha llevado a interpretar el último verso como un «reproche» a Guillén Peraza272. Sin embargo, es difícilmente admisible que el poema se despida condenándolo. Por el contrario, si bien ese todo puede valer 'todas las cosas' y subrayar la enseñanza genérica de la historia del héroe, tengo por más plausible que se refiera -o aluda también- a 'todas las dotes y todas las cualidades' del protagonista y, por el mismo hecho de proclamarlas destrozadas por la malandanza, las exalte con primorosa discreción. Conviene recordar que una de las pocas variantes de la transmisión textual trueca, en el verso sexto, el pleonástico desdicha mala por un menos expresivo fortuna mala (vid. n. 182). Pero si la noción de 'fortuna' se moldea formalmente con los dominantes del trístico (la obsesiva asonancia en áa, la sílaba que remata el apellido de Guillén) el resultado no puede ser sino malandanza. En efecto, andanza siempre ha tenido el valor de 'Fortuna o suerte'273, y en el siglo XV esa acepción es a menudo particularmente nítida: «... son vanos e falsos en la desaventura e malandanza»274. Las endechas,   —147→   pues, terminan proclamando el señorío de la Fortuna sobre toda prestancia, sobre todo esplendor. De nuevo nos hallamos ante el reflejo de una de las grandes modas literarias del Cuatrocientos275, pero captado de manera tan natural (malandanza se cuenta entre las dos o tres voces más castizas, por más diáfanas e internamente motivadas, de todo su campo semántico), con tan elegante sobriedad, que el detalle vuelve a traslucirnos que, por mucho que el autor estimara los cancioneros, no es a ellos a quienes debe el arte poética.

Era cosa sabida que «Ferrand Peraza envió con armada a la Isla de La Palma a Guillén Peraza» (n. 225) y no parece dudoso que lloró a «su fijo defunto, que Dios haya» (n. 220), con tanto desconsuelo como David a Saúl. No hace falta forzar el paralelismo y concluir que originariamente las endechas se imaginaron puestas en boca de Fernán Peraza276. Pero sí podemos inquirir si existió algún estímulo que inclinara a un rimador tan aficionado a la   —148→   poesía de su tiempo a rechazar los esquemas del planto habitual en los cancioneros y poner los ojos en el libro segundo de los Reyes. Que el epicedio de David había de tener larga supervivencia no sorprenderá a nadie: si no hubiera bastado la belleza apasionada de la composición, el simple hecho de ser la elegía más extensa y elaborada que la Biblia dedica a la muerte de un guerrero habría bastado para convertirla sin más en uno de los grandes dechados para similares empeños en la tradición occidental. En el año 799, por ejemplo, al morir alevosamente Enrique, marqués del Friúl, Paulino de Aquilea maldecía los parajes donde se consumó la traición («vos super unquam imber, ros nec pluvia / descendant, flores nec tellus purpureos / germinet...») y se volvía inútilmente contra el monte y la costa «ubi cecidit vir fortis in proelio / clypeo fracto, cruentata romphea, / lanceae summo retunso... iaculo»277. Cuando Angilberto deplora la derrota de Lotario en Fontenoy (841), los recuerdos personales de la batalla se le revuelven con los recuerdos de la Escritura: «gramen illud ros et imber nec humectat pluvia, / in quo fortes ceciderunt, proelio doctissimi...»278 Inútil (e imposible ahora) seguir esa senda279, porque, si se trataba de llorar a un combatiente, a los autores medievales continuamente se les   —149→   venían a las mientes la figura y las palabras de David en duelo, el «planctum lacrimabilem / postquam Saul cecidit, / Ionathas occubuit»: «alway I shall fele thy departyng as Dauid dyd of Natan...»280.

No obstante, la falta de otros ecos en la poesía castellana del Cuatrocientos281 hace pensar que no fue por la vía estrictamente literaria como llegó el endechador a la elegía bíblica. No pretendo robarle ni una brizna de genio al sugerir que, sin embargo, es probable que su elección estuviera condicionada en parte por otra tradición. Dos textos hispanolatinos del siglo XII parecen esbozarla con suficiente pulcritud. El más antiguo está en la Chronica Adefonsi Imperatoris (hacia 1148), allí donde refiere que cuando Muño Alfonso, alcaide de Toledo, cayó en la campaña de 1143 contra los almorávides y fue enterrado en la catedral de Santa María, «per multos dies mulier Munionis Adefonsi cum amicis suis et caeterae viduae veniebant super sepulchrum Munionis Adefonsi et plangebant planctum huiuscemodi: 'O Munio Adefonsi, nos dolemus super te:   —150→   sicut mulier unicum amat maritum, ita Toletana civitas te diligebat. Clipeus tuus nunquam declinavit in bello et hasta tua nunquam rediit retrorsum, ensis tuus non est reversus inanis. Nolite annuntiare mortem Munionis Adefonsi in Corduba et in Sibilia, neque annuntietis in domo regis Texufini, ne forte laetentur filiae Moabitarum et exultent filiae Agarenorum et contristentur filiae Toletanorum'»282.

Es, claro, un extracto de la Vulgata. Conocemos de sobras la costumbre arcaica de plañir a un difunto, cuando «las dueñas... e parientas todas... [hacían] grandes duelos por él..., e... llamaban ellas e daban voces en sos llantos...»283, y la elaboración estilística del fragmento hace creer que «el cronista no quiere reflejar un llanto prosaico de las viudas toledanas, sino una lamentación, un canto fúnebre»284. Pero, como todo el relato dedicado a la derrota de Muño Alfonso muestra otras huellas de los capítulos sobre la muerte de Saúl en los dos primeros libros de los Reyes285, no cabe pensar que el pasaje en cuestión sea un   —151→   trasunto fiel de las endechas que en la realidad se entonaron por el alcaide. Con todo, el segundo texto aludido nos lleva a conjeturar que el enlace entre los trenos de las toledanas y el planto de David tampoco es puramente gratuito.

En 1803, al cambiarse de lugar el sarcófago de Ramón Berenguer IV en el Monasterio de Ripoll, se descubrió en el sepulcro un interesante Epitaphium del conquistador de Tortosa, Lérida, Fraga, y gran benefactor de la abadía rivipulense (m. 1162). El elogio del Conde como soldado y la primera exhortación a las lágrimas se hacen ahí a vueltas de transparentes préstamos a la elegía davídica: «Hic certe rex pacis, princeps iustitiae, dux veritatis et aequitatis, armiger intemerate fidei christianae, contra sarracenos et infideles debelator fortis, cuius sagitta numquam abiit retrorsum, nec declinavit clipeus in bello et eius numquam est aversa hasta. Incliti Christianorum plebis, flete, quoniam cecidit dux vester!» La exhortación se extiende al punto a Cataluña, a Aragón y a la Iglesia (es decir, a Ripoll), ahora viuda: «Clama in cilicio et planctu, pia Mater, induere viduitatis vestes, tanto serenissimo et victoriosissimo filio viduata. Plora igitur, plora, deducant oculi tui lacrimas per diem et noctem, quoniam defecit anchora spei tuae. Heu qualem amissisti filium, conciliatorem et protectorem!»286

Las coincidencias entre la Chronica y el Epitaphium se acusan sobre el fondo compartido de las deudas con la   —152→   Escritura. Una y otro se alejan de David y concuerdan entre sí en la exaltación del «clypeus» que no «declinavit in bello», giro que en vano se buscará en la Vulgata. Una y otro, anunciando el escudo y la lanza que se blanden en nuestras coplas, complementan la mención de ese «clypeus» con la evocación del «hasta», ajena a la fuente bíblica287. En una y otro, el muerto se representa como marido de una esposa metafórica, trátese de la ciudad de Toledo o de la Iglesia de Ripoll: «sicut mulier unicum amat maritum...», «induere viduitatis vestes...»288 En la una, al planto histórico de las viudas toledanas se le da equivalente con el planto de David; en el otro, el planto histórico de los monjes de Ripoll se conforma al planto de David y a la par al planto de una viuda.

Es este último, desde luego, el rasgo que más nos importa, porque en él ocurre la convergencia fundamental con la canción de Guillén Peraza: el planto de David va de la mano con los plantos de las damas. El contacto no se deja explicar como fortuito, ni tampoco por la influencia de la Chronica sobre el Epitaphium289, ni menos sobre las endechas cuatrocentistas. Pero ¿qué interpretación podemos darle entonces? Entre las varias respuestas posibles, una, a mi juicio, cuenta con particular apoyo: suponer que en las exequias de un caballero, en la realidad, y ya no sólo en la literatura, el planto de David se oía tan a menudo   —153→   como los plantos de las mujeres, era tan habitual como ellos, y que la Chronica, el Epitaphium y las endechas no hacen sino reflejar el hecho de esa asociación usual.

¿Hace falta recordar que las ocasiones luctuosas eran en la Edad Media uno de los principales puntos de encuentro de las costumbres populares, como los plantos femeninos, y las costumbres eclesiásticas, entre las que por fuerza debía entrar el recurso al planto de David? La misma tenacidad con que la Iglesia combatió durante siglos la práctica del «funebre carmen quod vulgo defunctis cantari solet» y quiso substituirlo «cum psalmis tantummodo», exclusivamente con himnos y cánticos religiosos290, podría explicar que planto de David y plantos de mujeres se vieran como anverso y reverso de una sola moneda. Cuando censura los «grandes duelos» y otros abusos de los funerales, la Primera partida aduce con toda naturalidad unas palabras de David291. En circunstancias análogas, es lógico conjeturar que los clérigos presentes en los ritos mortuorios de un guerrero, buscando reemplazar el escándalo de las plañideras por manifestaciones de pesar más aceptables, una y otra vez sacaran a relucir la elegía del profeta. Pero notemos que la Chronica y el Epitaphium coinciden literalmente en un par de novedades extrañas a la Vulgata (en especial, el «declinavit in bello» negado del escudo). La tradición común a que se remontan no era, pues, un proceder   —154→   frecuente pero inarticulado, sino que había de estar fijado en una versión estable. Según ello, creo necesario postular la existencia de un texto litúrgico o paralitúrgico que a menudo formaría parte de ciertas honras fúnebres (¿en especial si dedicadas a un caballero?) y en el que se aprovecharía con largueza el planto de David por Saúl y Jonatán (del que nos consta que más de una vez figuró en el oficio que curas y monjes rezaban a diario292). A ese texto parece probable que deban referirse tanto los elementos que enlazan la Chronica Adefonsi Imperatoris con el Epitaphium de Ramón Berenguer IV como el chispazo que alumbró la creación de las endechas a Guillén Peraza.




ArribaAbajoTexto y contextos

Si alguna conclusión cupiera sacar de las páginas anteriores, no sería, desde luego, ninguna novedad: que la obra literaria varía al par que las circunstancias, las perspectivas o las tradiciones en las cuales la situamos y desde las cuales la contemplamos; que, en breve, el texto varía con los contextos.

Tomemos como ejemplo el ciprés. Comprobábamos que los versos que lo nombran parten de una sugerencia de la Coronación del Marqués de Santillana, donde Juan de Mena, sin embargo, no intentaba que nos representáramos   —155→   el árbol visualmente, como presencia sensible, como imagen concreta, sino que lo alegaba sin atender a otra cosa que a las implicaciones emblemáticas que en él le habían descubierto las lecturas. Para los imitadores ortodoxos del cordobés la segunda estrofa de las endechas probablemente sonaría a pobre, a resumen de la vasta y recóndita erudición del maestro. El anónimo sin duda tenía presentes las implicaciones en cuestión, pero, como no podía pretender que la simple mención de la conífera fuera suficiente para expresarlas (según sí sucedía, en cambio, con la palma y con la retama), tradujo el símbolo cultural a realidad simbólica, al estilo de la lírica tradicional: con «pathetic fallacy» nada falaz, el calificativo triste convierte al ciprés en un correlato de la emoción personal en el mundo objetivo de la naturaleza. Quienes hacia 1450 oían la canción, así, no necesitaban los conocimientos de un Mena: el adjetivo triste y la jerarquización de la serie en que se mienta el ciprés, de mal en peor ('no eres signo de victoria, sino la amargura de la derrota y de la muerte, y eres incluso...'), bastaban para hacerles captar lo fundamental del mensaje. Un siglo largo después, cuando el P. Abreu recogía los trísticos de boca del pueblo y cuando hasta los analfabetos tenían noticia del significado de los «funestos y altos cipreses» (con ellos comenzaba el divulgado «romance de la tumba escura»293), los avatares de la literatura y de la pedagogía habían restituido al árbol del quinto verso una buena medida del valor que tenía en la Coronación -y   —156→   que sólo indirectamente alcanzaban los primeros oyentes de las endechas-, pero no por ello anulaban la eficacia de la triste rama en tanto realidad doblada de metáfora. Nosotros, hoy, podemos asumir, con mayor o menor comodidad, todas esas interpretaciones, pero difícilmente nos es dado leer las coplas sin desprendernos además de las que nos brinda nuestra experiencia de la vida y de la poesía: desde el hecho de que para nosotros el ciprés es parte regular del paisaje de cementerio hasta la vaga impresión de familiaridad que nos produce No eres palma, eres retama, eres ciprés de triste rama..., porque inevitablemente le encontramos un regusto a Lorca o Rafael Alberti, a Blas de Otero o Claudio Rodríguez...294

Pero ¿dónde está el auténtico sentido de nuestro ciprés? ¿En Mena y los suyos? ¿En la mente del anónimo? ¿En la del grueso de sus contemporáneos? ¿En un compromiso entre la intención del uno y la comprensión de los otros? ¿En la explicación que podían proponer los amigos del endechador o en la que ofrecerían los del P. Abreu? ¿En el eclecticismo con que nosotros acogemos todas esas interpretaciones y las aderezamos con otras impuestas por nuestros prejuicios y actitudes? La sombra del ciprés es alargada, en verdad. Pero no se nos olvide la acotación de D'Ors: «según a qué hora». En otras palabras: todo depende del momento y del lugar en que la midamos. Porque, como sea, no podemos predicar el sentido del ciprés como si pendiera en el vacío, fuera del tiempo: a conciencia de que ha dado renuevos en no menos de tres siglos, hemos de decidir en qué punto de las coordenadas lo ponemos.

Ocurre con el ciprés y ocurre, obviamente, con el poema   —157→   todo, con todo poema. Somos dueños de leer las endechas como si fueran de nuestros días o proyectarlas a ciegas sobre un pasado incierto, de devolverlas a los aledaños del 1447 o malatribuirlas al primer tercio del Quinientos. Pero, a conciencia o no, necesitamos asignarles una fecha. (Como nos es imposible apreciar el talento o la belleza de una persona sin calcularle una edad). La fecha es sólo uno, el más urgente, de los contextos imprescindibles para descifrar el texto. Para descifrarlo y hasta para percibirlo. La correspondencia fonológica de los placeres y los pesares y su elegantísima vinculación anagramática con Peraza, verbigracia, se nos esfuman si no hacemos nuestra la pronunciación medieval y advertimos que la s, la ç y la z eran, las tres, sibilantes (como siguieron siéndolo en las Canarias, donde el cantar perduró durante decenios). El contexto es clave de la misma textura.

Los supuestos requeridos para la interpretación no se quedan en el contexto inmediato y, por decirlo de algún modo, estático. Hay que buscarlos también en el desarrollo de las formas, en la evolución de los géneros, en el hacerse de los motivos, temas, talantes, ideas. En el correr de los tiempos, en suma. La prehistoria y la supervivencia del texto no son ajenas a 'la obra en sí'. Si no supiéramos que el anónimo lo había hallado en Mena, nos preguntaríamos si el ciprés era el «cupressus funebris» de los antiguos; sabiéndolo, nos preguntamos si las endechas nos lo presentan como tal y quiénes y cuándo lo entendieron así. Al averiguar que las endechas recrean la pauta del planto de David, conjeturamos que en un principio bien pudieron concebirse y entonarse como dichas por Ferrán Peraza; por el contrario, la posibilidad de que la fuente inmediata sea una pieza litúrgica o paralitúrgica les presta una coloración menos personal y más ritual y comunitaria. La superficie del texto no se muda un ápice, pero los contextos le cambian el acento y el alcance.

  —158→  

Son obviedades, desde luego, y ni siquiera válidas únicamente para la obra literaria, sino para todo enunciado. Los otros textos, sin embargo, difícilmente establecen con tantos contextos un diálogo tan amplio, tan largo y tan fecundo. En él, cada acierto, en cada momento, lleva más allá las fronteras de la literariedad y de la excelencia literaria; y los horizontes así ganados, además de aumentarle a la obra nueva las expectativas y las exigencias, permiten leer la antigua con perspectivas inéditas. En los cancioneros cuatrocentistas se buscarán en vano otros trísticos como los nuestros: no tenían sitio en el parnaso de la época. Pero las endechas por Guillén Peraza, sobre estremecedoramente hermosas, eran un original derroche de maestría en el arte de volverse a la poesía entonces de rango supremo y asimilársela con modos de lírica tradicional. La lección, junto con otras coincidentes, no quedó perdida: en el siglo XVI, los más doctos jardines se perfuman con flores tradicionales, y en las «endechas de Canarias» se estiman a la par «la sonada graciosa y suave» y «una gracia y un peso de gran admiración» (n. 205). Luego, ayer mismo, cuando el planto por el buen sevillano andaba olvidado y una generación de creadores y sabios se encaprichó de esos vergeles renacentistas, el retorno a la poesía que nuestras coplas habían presagiado permitió hacerles justicia también a ellas. En la longue durée, texto y contextos se van determinando mutuamente. Si un clásico se reconoce por semejante flujo y reflujo en el tiempo, no por menudo las endechas a la muerte de Guillén Peraza dejan de ser un clásico de cuerpo entero.



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ArribaAbajoExcurso

El amor perdido de Guillén Peraza


Para Andrés Sánchez Robayna


1

Las endechas a la muerte de Guillén Peraza obedecen al conjuro de dos palabras. Dos palabras, en todas las dimensiones de la palabra, en la integridad de la palabra poética: el apellido del héroe y el nombre de la isla donde cayó, en los alrededores del 1447, antes de cumplir los veinticinco años.

Porque Guillén pertenecía a la próspera familia de los sevillanos 'Peraza', las coplas, por ejemplo, se dejan fascinar por la fluida magia de una vibrante simple flanqueada de vocales. El camino se abre con 'Llorad', espejea en la 'cara', avanza los cuatro pasos de 'eres' y nos lleva hasta las 'flores' de 'los arenales', para nombrar al muerto, con la insistencia de quien no otra cosa puede articular, en la misma tumba. Desde un recodo, contemplamos la luz y la sombra de Guillén, en un claroscuro que lo dice todo con ardides de cancionero y sibilantes (ç, z, s) de Andalucía y de Canarias: 'placeres', 'pesares', a punto de ser anagramas de 'Peraza'.

'La Palma' crece sobre el topónimo y se hace metáfora: es árbol y es raíz de tantas imágenes como plantas mientan las coplas. Guillén Peraza no llegó a «ganar la palma». Para él, la isla fue un trago «amargo al gusto más   —160→   que la retama», cuando el emblema de la victoria se metamorfoseó en 'ciprés' funeral. En el tronco áspero, Guillén Peraza prendió una flor fugaz, al punto ajada: el rostro por donde súbitamente dejó de correr la sangre, «la flor marchita de la su cara». Pero, en justa contrapartida, así habrán de secarse y consumirse las 'flores' de La Palma, enterradas bajo 'los arenales' que augura la maldición. De poder a poder, el caballero y el lugar intercambian atributos. Guillén recibe de La Palma un rasgo vegetal y se convierte en 'flor'; La Palma le toma un rasgo humano, y como persona es increpada por la voz plañidera. Cuesta, por otro lado, traer a la imaginación la estampa de la palmera, milenario arquetipo de la esbeltez siempre joven, y no fundirla con un escorzo del mozo guerrero, no entender por un momento que «No eres palma...» se le dice también a él. Como sea, un destino triste, consumado o por venir, une a Guillén y a la isla en una común condena, y la asonancia en áa hace sentir ese mal hado desde el llanto de 'las damas' hasta la linde en que 'todo lo acaba la malandanza'. Pero el flujo y reflujo de sonidos y figuraciones que se atraen, se trenzan, se confunden, ¿no evocará, por el discreto encanto de las formas simbólicas, la historia de un amor perdido?




2

El conquistador, en castellano, o somete tierras o rinde mujeres. En las literaturas de España, el conquistador enamorado de la tierra que pretende conseguir, como si de una mujer se tratara, es por excelencia el rey don Juan que en el romance de Abenámar ve relucir a lo lejos las torres de la Alhambra. Bien oiréis lo que decía:


-Granada, si tú quisieses,          contigo me casaría.
Darte he yo en arras y dote          a Córdoba y a Sevilla
y a Jerez de la Frontera,          que cabo sí la tenía.
Granada, si más quisieses,          mucho más yo te daría.
—161→
   Allí hablara Granada,          al buen rey le respondía:
-Casada só, el rey don Juan,          casada soy, que no viuda;
el moro que a mí me tiene          bien defenderme querría...



Desde Menéndez Pelayo, fundado en Schack, y don Ramón, respaldado por Kohler, es opinión unánime que ese galanteo «tiene evidente inspiración morisca. Los poetas árabes llaman frecuentemente 'esposo' de una región al señor de ella, y de aquí el romance tomó su imagen de la ciudad vista como una novia a cuya mano aspira el sitiador. Esta imagen no se halla en ninguna literatura medieval sino en la castellana. Sólo después, cuando los soldados españoles llevan consigo el romancero a Alemania y Países Bajos, vemos surgir la concepción de la ciudad sitiada como una novia», en la tardía época del Barroco.

Sorprende una pizca que tal hipótesis, en años recientes, no haya buscado un cierto apoyo en la espléndida jarcha que Yehudá Haleví, cuando vencía el siglo XI, puso en boca de los judíos de Guadalajara en la ocasión de una visita de Yosef ben Ferrusiel, el poderoso ministro de Alfonso VI:


Des kand mew Sidiéllo béned
      -¡tan bona l-bisara!-
komo rayo de sol yesed
      en Wad al-hayara.



En el origen, la jarcha hubo de ser una cantiguilla de amigo: un amigo a quien la chica da el tratamiento cariñoso de mio Cidiello, 'mi señor', en diminutivo, y a cuya presencia siente que en la ciudad empieza a hacerse de día, que llega esa alba gentil que junta -y no separa- a los amantes de la Península. Pero la eterna vivencia de un mundo sin luz mientras falta el amado se ha transferido en la jarcha a la Guadalajara judía: Yosef ben Ferrusiel es a un tiempo el liberador de la aljama y el Cidiello del lenguaje amoroso; Guadalajara, la villa y una novia.

Es probable que al ingeniar semejantes bodas Yehudá Haleví recoja ecos de la lírica andalusí. Sin embargo, aparte   —162→   el caso excepcional de los autores de las moaxajas, la poesía árabe erudita no ha dejado huellas rastreables en la literatura europea de la Edad Media, y no hace falta conjeturar que de una tradición tan cerrada y remota se derive en general la inspiración para representar como amada a la ciudad, la región o el país. Olvidemos las mañas de la poligénesis, olvidemos la ubicuidad de las personificaciones clásicas, olvidemos incluso que en la esposa del Cantar de los Cantares se vio a menudo a la capital o la nación de Israel, y echemos un vistazo a la Biblia únicamente por el principio de los Trenos. Cuando rompe en lamentos por la caída de Jerusalem, a Jeremías se le ofrece primero como una viuda desolada y en seguida como la bella que se ha quedado sin los cortejadores de antaño. En la versión de Alfonso el Sabio:


   ¡Cómo sie sola cibdad llena de pueblo!
Fecha es como vibda la señora de las yentes,
la que era príncep de las provincias tornada es pechera.
   Llorando lloro en la noche, et las lágrimas della en las sus mexiellas.
No es qui la conorte de todos los sos amadores;
todos los sos amigos la despreciaron...



Luego, para consolarla, el profeta la piropea y la mima como a una muchacha desdeñada:


   ¿A quién te eguaré o a quién te daré por semejante, fija Ierusalem?
¿A quién te daré por egual, e consolarte he, virgen fija de Sión?
Ca así es gran el to crebanto como el de la mar turviada...



Es innecesario, ahora, seguir la estela bíblica de esa «imagen tradicional» de «la capital como joven hermosa y como matrona fecunda» (cito a un estudioso ilustre y a un amigo admirado, el padre Schökel). Nos bastaría haberla encontrado en el popularísimo planto de Jeremías para   —163→   estar ciertos de que había de tener descendencia en la Edad Media occidental. En la Península, no se precisa ir más allá de uno de los textos cardinales de nuestra mitología y de nuestra historia, la pulida laus que San Isidoro cierra fantaseando a una Virgin Spain prometida de Roma y a quien después los godos violan con el desespero del amor: «Iure itaque te iam pridem aurea Roma, caput gentium, concupivit, et licet sibimet eadem Romulea virtus primum victrix desponderit, denuo tamen Gothorum florentissima gens post multiplices in orbe victorias certatim rapuit et amavit, fruiturque hactenus inter regias infulas et opes largas imperii felicitate secura». Con padrinos como Isidoro y la Sagrada Escritura, era inevitable que la damita en cuestión rodara por toda Europa, a un lado y a otro de los Pirineos, antes y después de la invasión musulmana.

Los ejemplos españoles más redondos se hallan en el Trescientos y en el Cuatrocientos. Al romance de Abenámar sumaré sólo tres testimonios que tienen la virtud de ilustrar la flexibilidad de la imagen para enlazarse con otros modos y motivos literarios. En el Poema de Alfonso XI, así, cuando tiene puesto cerco a Algeciras, el Rey protesta de que los mensajeros la califiquen de «sierpe encantada» y «bívora peligrosa»:



   Non es sierpe peligrosa
la muy noble Algezira,
mas donzella, muy fermosa,
cual mi coraçón sospira;

   e si está encantada,
yo só buen escolar:
con arte buena provada
la cuido desencantar;

   e si la ovier conquerida
en mi terná buen señor,
ella será enaltecida
como nunca fue mejor.



Los mensajeros, pues, han pintado a Algeciras en el estilo hermético de las profecías de Merlín que tan decorativo   —164→   papel desempeñan en el Poema, y don Alfonso les responde trasladando las quimeras al ámbito más movido de las aventuras caballerescas: él sabrá «desencantar» a esa supuesta «sierpe» y devolverle su apariencia auténtica de «donzella muy fermosa».

Es lo que hace, digamos, Espèrcius en el Tirant lo Blanc, cuando besa al monstruo y «lo drac de continent se tornà una bellíssima donzella». El desencantamiento ocurre ya en las postrimerías del relato, en la última gran empresa del protagonista, cuya muerte pronto llora el Emperador ascendiendo un grado a nuestra metáfora, al caracterizar a Tirant como el 'marido' difunto y a Grecia como su 'viuda', pero sin llamarla así directamente, sino mostrándola bajo el disfraz de la consabida 'tórtola' lacrimosa de la exégesis bíblica, los bestiarios o Fontefrida: «Moguen los vents aquesta ferma terra, i les muntanyes altes caiguen al baix, i els rius corrents s'aturen, i les clares fonts mesclant-se ab l'arena, tals les beurà la terra de gent grega, com a trista tortra desemparada de l'espòs Tirant...».

La muerte de Enrique III en la Nochebuena de 1406 enfrentó a Alfonso Álvarez de Villasandino con una visión de «grande pavor»: una procesión de «tres dueñas tristes», provistas de coronas de esparto, espadas mohosas y demás quincallería, que resultaron ser la reina doña Catalina, la Justicia y la Iglesia de Toledo. Pero fray Diego de Valencia prefería luego identificarlas con Castilla, el Buen Esfuerzo y la Santa Fe.



   Por ende declaro la dueña primera,
que trahe corona de esparto muy vil,
ser dicha Castilla, la reyna gentil,
que ha poco tiempo que casada era
con alto e noble, de santa manera,
el rey don Enrique, desý ['al modo de'] su abuelo ['Enrique II'].

Por eso se vista de paños de duelo,
fasta veynte años de la dicha era.
   E por otros reyes que fueron en ella,
que son olvidados desta memoria,
—165→
por quien fue honrada, segúnt la estoria,
esta biuda e triste que llaman Castilla,
biva llorosa con muy grant manzilla...



Obviamente, Villasandino aspiraba a poner al día su viejo guitarrillo con la pomposa música alegórica que los tiempos pedían, pero mezclaba con desmaña personas y personificaciones. Fray Diego, siempre pedante, al corregirle la plana daba entrada a nuestra heroína en el alegorismo más estricto en que se complacería en mantenerla la literatura del siglo XV.




3

No precisamos ahora más datos para proponer que las endechas al doncel de Sevilla se dejan situar en el horizonte recién vislumbrado. Cabría recorrer despacio la órbita hispana del tema, desde las elegías y los panegíricos medievales (en más de un caso, con otras serias coincidencias con nuestro poema) hasta el moderno folclore mexicano, pero podemos tranquilamente quedarnos en esa época, que es la de Guillén Peraza, y aun en esos últimos textos, que, según no pocos otros, traen al ámbito de un planto el perfil de la tierra conquistada como si fuera la dama del conquistador. Claro está que la imagen no llega a formularse en las endechas, ni en rigor podía ser formulada. Pero me atrevo a apuntar que sí se deja sentir, precisamente, como ausencia, como imagen que el poeta contempló y descartó. La muerte de Guillén en la isla de La Palma le pasó por las mientes como el desenlace de una trágica historia de amor.

Estamos entre junio de 1445 y abril de 1448. Para entonces, los Peraza llevaban decenios con la mirada puesta en Canarias, de donde esperaban obtener no sólo esclavos y otras mercaderías, sino sobre todo el señorío territorial que les faltaba para encumbrarse en la nobleza. A impulsos de ese sueño, que la pérdida de Guillén forzó a   —166→   postergar, navegaban los «navíos de armada» que fletaron contra La Palma. No sorprendería que la añeja ambición familiar, o particularmente el entusiasmo del joven heredero, anheloso -escribía fray Juan de Abreu- de «corresponder en sus hechos a sus mayores», se hubiera expresado alguna vez a través de la metáfora amorosa que conocemos. Ni siquiera había que ir a buscarla en los cancioneros, tan familiares al autor de las endechas: el romance de Abenámar, donde se idealizaba la campaña de don Juan II en 1431, seguida desde Sevilla con la comprensible expectación, la había puesto en todas las bocas.

Pero si no ocurrió así, poco importa. El amor frustrado de Guillén Peraza por La Palma está sugerido, más que sutil, subliminalmente (Jakobson me ampare), por el hechizo de las formas. Notaba al principio que 'la palma' atrae al protagonista, para convertirlo en 'flor', y hasta lo hace suyo, superponiéndole su propia silueta en nuestra imaginación, mientras la isla recibe de Guillén un rasgo humano y la voz plañidera les habla por igual a uno y a otra. Notaba también que la asonancia compartida los enlaza entre sí y extiende esa fatalidad por todo el paisaje de las endechas, del primero al último hemistiquio. Ahora me arriesgo a registrar, asimismo del primero al último, que al cobijo de esa asonancia el verbo amar se conjuga tercamente (no hay secuencia más tenaz: 'las damas', 'retama', 'rama', 'desdicha mala', 'la malandanza'), al par que se insinúa en el mismo nombre de la amada zahareña ('La Palma'). Más allá de la muerte, un último soplo de vida repite constante: ama, ama...

Gracias a esas sugerencias de la forma, la imagen en juego se adivina por detrás de la literalidad de las coplas, como primer acto del contenido evidente. La definición negativa del segundo trístico suena a piropo vuelto del revés. Vaga, distante, dolorosamente, «No eres palma...» presupone una declaración de amor, como la de don Juan a Granada y la de don Alfonso a Algeciras: *Si tu quisieses, La Palma, contigo me casaría... Es, desde luego, una declaración rechazada: *Casada só, el caballero, casada   —167→   soy, que no viuda... En situación análoga, don Juan mandaba sacar la artillería: «Échenme aquí mis lombardas...». También Guillén intenta conquistar por la fuerza a la casada fiel, pero la vida se le va en el intento, y al poeta el piropo se le trueca en maldición: «No eres palma, eres retama...». El caballero mozo, decía, no llegó a «ganar la palma». La aventura de La Palma no fue una conquista, sino un amor malogrado, imposible: el amor perdido de Guillén Peraza.




y 4

No pretendo vender por certeza una corazonada. Sin embargo, un estudio largo, minucioso y ceñidamente literal me ha ido revelando en las endechas tantas dimensiones, tanta riqueza de tintas, que no me decido a desechar ninguna posibilidad que les despliegue otras inesperadas sin anular las más obvias. Por ese lado, estoy tranquilo: la lectura que aquí propongo nada les roba, en el peor de los casos, y en el mejor les restituye un trasfondo de perspectivas más anchas, toda una segunda intriga con lejos y matices.

Es el trasfondo de la tradición. La literatura finge tolerar géneros y textos adánicos, en apariencia accesibles al primero que quiera abordarlos, haya o no frecuentado otros afines. No así la poesía. La poesía es el espacio que deslinda la tradición y donde, sólo con entrar, las palabras cobran un alcance que no tendrían repetidas en distinto contorno, porque suenan al tiempo que otras. Otras y las mismas, nuevas y antiguas. Pero la anatomía de las coplas a Guillén Peraza ha mostrado que el poeta opera con una materia tradicional tan densa, del Antiguo Testamento a Juan de Mena, que no es lícito desoír ninguna nota que ponga la suya a compás con otras voces.

Desde que el Pseudo Longino subrayó que «el silencio de Áyax en la Nekyia es grandioso y más sublime que cualquier palabra», se ha escrito a menudo sobre la elocuencia   —168→   del punto en boca. Los últimos años han descubierto el Mediterráneo de la tradición y le han llamado intertextualidad, paratextualidad, metatextualidad... Si mi propuesta vale, quizá valdrá también la pena darle más vueltas al singular diálogo de la tradición y el silencio, o, a grandes rasgos, a las relaciones literarias in absentia: el metro que se rechaza, el modelo no seguido (pero tampoco parodiado ni contradicho), la historia que el relato no cuenta, la cita que se echa en falta... No pertenece a la misma categoría el ensayo que no debió ser escrito.