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Textos y pretextos

Literatura, drama, pintura

Xavier Villaurrutia



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ArribaAbajoPrólogo

Reúno en este libro una serie de estudios y notas acerca de obras y autores que, en un momento dado, despertaron en mí el placer o la necesidad de un comentario, de una reflexión. Movido otras veces, simplemente, por el deseo de señalar la aparición y la intención de un texto, el conocimiento o la visita de un espíritu, o la existencia de un movimiento literario o artístico, cercano o lejano en el espacio, pero cuyas ondas y cuyos reflejos herían mi sensibilidad y mi razón.

Desde muy temprano, la crítica ejerció en mí una atracción profunda. Confieso que apuraba los libros de crítica con la avidez con que otros espíritus no menos tiernos apuran novelas y libros de aventura. ¡Nadie pasa impunemente bajo las palmeras de la crítica! Mi castigo, castigo delicioso, no se hizo esperar. El tierno lector de obras de crítica convirtiose bien pronto, a su vez, en crítico.

Más tarde he descubierto que pretender poner en claro los puntos secretos de un texto, intentar destacar las líneas de un movimiento literario y encontrar relaciones y correspondencias en el espacio y en el tiempo entre las obras y los hombres, son, también, pretextos para iluminar, destacar, relacionar, poner a prueba las dimensiones, las cualidades o la falta de cualidades propias. Explicando o tratando de explicar la complejidad espiritual de Ramón López Velarde, por ejemplo, no hacía sino ayudarme a descubrir y a examinar, al mismo tiempo, mi propio drama. De ahí que, del mismo modo que de la novela se ha dicho que es un género autobiográfico, ahora me parezca razonable pensar que la crítica es siempre una forma de autocrítica.

Más por azar y por pereza que por una selección cuidadosa, conservando su redacción original, mis textos y pretextos han sido escogidos entre los numerosos y dispersos que he escrito en un término de poco más de diez años. Mi intención al publicarlos no es otra que servir, en algunos casos, a los amantes de nuestra literatura, de nuestro arte, que no cuentan, por falta de notas y estudios críticos acerca de escritores y artistas contemporáneos, con muchos puntos de apoyo, de referencia o de controversia. No es culpa mía si son, al mismo tiempo que de las ajenas, imágenes de algunas de mis preferencias, de algunos de mis gustos, y aun de mis incomprensiones y limitaciones.

1940.






ArribaAbajoMexicana


ArribaAbajoRamón López Velarde


ArribaAbajo- I -

Encuentro


Para usar una expresión del gusto de Ramón López Velarde, no por ello menos sino más exacta, diré que el nuestro fue lo que pudiera llamarse un encuentro tangencial. Otros lo trataron diaria o frecuentemente, penetrando en el círculo de sus costumbres, o acaso hiriendo el centro de su intimidad; acompañándolo en las horas plenas o dejándolo solo en los momentos vacíos de que, más tarde, habrían de salir los poemas que contienen «un mensaje de singular calofrío». Otros que no yo.

Para que nuestro encuentro fuera algo más que un misterioso y tangencial contacto, llegué demasiado tarde a su lado, puesto que él se fue de manera imprevista del nuestro. Ávida e incierta, la curiosidad del adolescente me llevó a buscarlo sin un objeto preciso, definido. Acaso, inconscientemente, trataba yo de conocerlo de viva voz, de cuerpo presente. Desde luego, diré que mi objeto no era conocer sus ideas o sus juicios sobre los demás y sobre sí mismo. No me interesaba lo primero, y para lo segundo me bastaba el silencioso diálogo que yo podía renovar a cualquier hora con el libro que me lo había revelado: Zozobra. Más bien mi curiosidad de adolescente quería saciarse con unos cuantos datos físicos, con unas cuantas señas particulares; su estatura, el color de su piel, el timbre de su voz, el brillo o la falta de brillo de sus ojos.

Su cara de un color moreno claro, y sus grandes manos de un dibujo muy preciso y muy fino, surgían del jaquet que cubría habitualmente un cuerpo grande y sólido, un cuerpo de gigante. Del color del clima en que, como en uno de sus poemas, la lujuria toca a rebato, el jaquet tenía un cambiante brillo verdinegro de «ala de mosca».

Algo había en su figura que hacía pensar, indistintamente, en un liberal de fines del siglo pasado y en un sacerdote católico de iglesia del interior, que gozara de unas vacaciones en la capital. En ambos casos la provincia lo acompañaba, viajaba con él, rodeándolo con un halo de luz o de sombra.

Nada había en sus palabras que desconcertara. Ningún brillo. Ningún deseo de brillar. Palabras lentas que buscaban su sitio en la frase que a veces moría, cuando Ramón López Velarde juzgaba que ya no era indispensable que siguiera viviendo, aun antes de terminar. Si había algo desconcertante en su persona, ese algo era, cosa rara, la sencillez.

Salvador Novo y yo lo visitamos unas cuantas veces en la Escuela Nacional Preparatoria, donde era profesor de Literatura Española. Lo esperábamos a la salida del aula y cambiábamos con él breves y entrecortadas frases. Aún tengo la sensación de que los diálogos se acababan demasiado pronto. Y también de que, a veces, como cuando sin esperar el final de la clase entrábamos en el aula, y López Velarde suspendía rápidamente la lección, despidiendo, aturdido, a los alumnos, una curiosa turbación y un pudor infantil e inexplicable lo colocaban delante de nosotros en la situación de minoridad e inferioridad que lógicamente nos correspondía a Salvador y a mí.

Cuando, muy pronto, supo que escribíamos versos, nos manifestó suavemente el deseo de conocerlos. Salvador Novo escribía bellos poemas un poco a la manera de las parábolas de González Martínez. Una tristeza prematura y una lección moral, también prematura, impulsaban estos ejercicios de adolescencia que pronto abandonaría con la misma facilidad, con el natural desembarazo con que los había adoptado, cuando empezó a escribir sus novísimos XX Poemas. Yo escribía versos en que los simbolistas franceses, Albert Samain sobre todos, dejaban su música, su atmósfera y no pocas veces sus palabras. Y tan fuera de mí había colocado, desde entonces, la lección de la poesía de Enrique González Martínez, que, sin dejar de sentir respeto por ella y acaso para mantenerla intacta, me prohibía glosarla, repetirla. En cambio, la influencia más remota e imprecisa la aceptaba sensualmente, como quien recibe una vaga emanación, un perfume lejano.

No recuerdo con exactitud la opinión que Ramón López Velarde nos dio de aquellos versos. He dicho que no eran precisamente sus ideas ni sus opiniones las que me habían llevado a conocerlo. Creo, sin embargo, que admiró la prodigiosa facilidad -novia de entonces y de siempre- de Salvador Novo, y, ahora lo recuerdo, por encima de ello, algunas expresiones atrevidas que contenía un poema: La Campana, que ya eran, o al menos pugnaban por ser diferentes de las del tono general señalado por el poeta de Parábolas. Nada en absoluto recordaría yo de lo que hablamos acerca de mis versos, si Ramón López Velarde, después de decirme algo muy general y seguramente muy vago, aunque no más vago que mi poesía de entonces, no hubiera colocado el índice pálido, largo y, no obstante, carnoso, debajo de una línea de uno de mis manuscritos, subrayando entre todos, y repasándolo varias veces, un verso:


bruñe cada racimo, cada pecosa pera.

Se trata de una Tarde en que las leídas en los libros de Samain se confundían con las vividas por mí en una casa de Tlalpan adonde acostumbraban llevarme a pasar el estío. El sol en su trayectoria, visto fuera y dentro de la casa, era el personaje del poema y el sujeto del verso debajo del que amplificado, enorme, vi resbalar lenta y pendularmente el índice de la mano derecha de Ramón López Velarde, al tiempo que decía: «Es extraordinario cómo ha captado usted estas dos cosas. En efecto, el sol bruñe, esa es la palabra, los racimos. ¡Y que definitivamente retratadas por usted quedan las peras, no sólo por el lustre, sino también y precisamente, por las pecas! Eso es: las peras son pecosas».

No estoy seguro de que éstas hayan sido sus palabras, pero no eran otras las ideas que expresó con un fervor que las mías de ahora son incapaces de revivir y que, más que por el tono de la voz, se exteriorizó en aquel momento por el brillo de sus ojos que, como dos bruñidas uvas negras, se encontraron un largo momento con los míos que lo espiaban.

Ésta fue la única entrevista de que puedo recordar algo más que la vaga emoción física que la presencia de Ramón López Velarde producía en el adolescente de quince años, que era yo entonces. No recuerdo si volví a verlo en otra ocasión. Recuerdo, sí, que a los pocos días supe que el poeta se hallaba enfermo. Luego, indirectamente, su agonía y su muerte. No podría decir sin mentir, o, cuando menos, sin exagerar, que la muerte de Ramón López Velarde me produjo una emoción intensa y durable. Creo que al saberlo no sentí sino un momentáneo choque interno, y luego nada más.




ArribaAbajo- II -

Su poesía


La madurez de una vida, como la madurez del día, no se revela en la hora incierta del atardecer, sino en el momento pleno, cenital y vibrante del mediodía en que el sol, cumplida ya su trayectoria ascendente, parece detenerse a contemplar, hurtando la sombra a seres y cosas, los frutos de su carrera antes de empezar un descenso que es, al mismo tiempo, un regreso. Desaparecido en el mediodía de su vida, la muerte no vino a derribar esperanzas, ni a segar promesas en flor, porque Ramón López Velarde había realizado ya las primeras y cumplido las segundas. Su viaje fue el perfecto viaje sin regreso.

Tres libros de versos, de los cuales el tercero, publicado después de la muerte del poeta, encierra junto a unos cuantos poemas concluidos, perfilados, otros que son esquemas incompletos y borrosos, sin otro valor que el de servir al estudio de la peculiar manera que tenía de completar sus versos hasta alcanzar, por medio de una acomodación buscada y calculada, expresiones imprevistas, y un libro de prosa que contiene páginas poéticas de indudable mérito, constituyen la obra de Ramón Lopez Velarde. Pero la rara calidad de esta obra, el interés que despierta y la irresistible imantación que ejerce en los espíritus que hacen algo más que leerla superficialmente, hacen de ella un caso singular en las letras mexicanas. Si contamos con poetas más vastos y mejor y más vigorosamente dotados, ninguno es más íntimo, más misterioso y secreto que Ramón López Velarde. La intimidad de su voz, su claroscuro misterioso y su profundo secreto han retardado la difusión de su obra, ya no digamos más allá de nuestras fronteras, donde no se le admira porque se le desconoce, sino dentro de nuestro país, donde aún las minorías le han concedido rápidamente, antes de comprenderlo, una admiración gratuita y ciega.

La admiración ciega es, casi siempre, una forma de la injusticia. Al menos así lo creo al pensar que Ramón López Velarde es más admirado que leído y más leído que estudiado. Una admiración sin reservas, una lectura superficial y un contagio inmediato con los temas menos profundos de su obra, bastaron para llevarlo directamente a la gloria sin hacerlo pasar por el purgatorio, y menos aún por el infierno en el que, según confesión propia, Ramón López Velarde creía.

Después de un número de la revista México Moderno (1921), consagrado a honrar la memoria del poeta, en que, entre muchos estudios más conmovidos que atentos y más sentimentales que certeros, se distinguía por la agudeza critica uno de Genaro Fernández Mac Gregor, apenas si recuerdo la conferencia en que José Gorostiza trazó el precioso retrato del «payo» que Ramón López Velarde no ocultó jamás, y un estudio de Eduardo Colín, entrecortado como todos los suyos. No obstante, la gloria del poeta ha ido creciendo como una bola de nieve al rodar del tiempo, tomando una forma que le es ajena, demasiado esférica y precisa, demasiado simple si pensamos que se trata de una poesía poliédrica, irregular y compleja. Los prosélitos de Ramón López Velarde han contribuido no poco a desvirtuar la personalidad del poeta y a simplificar de una sola vez, injustamente, los rasgos de una fisonomía llena de carácter, cambiante y móvil. He dicho sus prosélitos y no sus discípulos, pues creo que Ramón López Velarde, poeta sin descendencia visible, no ha tenido aún el discípulo que merece. De su obra se ha imitado la suavidad provinciana de la piel que la reviste, el color local de sus temas familiares y aun el tono de voz, opaco y lento, con que gustaba confesar, junto a los veniales pecados, las angustias más íntimas y oscuras que sus admiradores y sus prosélitos se han apresurado a perdonarle sin examinarlas, sin considerar que la complejidad del espíritu del poeta se expresa, precisamente, en ellas.

Serpientes de la tipografía y del pensamiento, las interrogaciones circundan y muerden: ¿La complejidad espiritual de la poesía de López Velarde es real y profunda? ¿Fue necesaria la oscuridad de su expresión? ¿Su inesperado estilo fue el precio de su voluntad de exactitud, o solamente de su deseo de singularizarse? ¿Las metáforas de su poesía eran rebuscadas o inevitables?...

Imposible atender todas las incitaciones que, casi al mismo tiempo, se formulan en mi interior. Pero ¿cómo no alzar, de algunas de ellas siquiera, y aunque sólo sea para no caer en el vicio de la admiración sin conciencia, la punta del velo que las mantiene secretas?

La verdad es que la poesía de Ramón Lopez Velarde atrae y rechaza, gusta y disgusta alternativamente, y a veces simultáneamente. Pero una vez vencidos disgusto y repulsa, la seducción se opera, y admirados unas veces, confundidos otras, interesados siempre, no es posible dejar de entrar en ella como en un intrincado laberinto en el que acaso el poeta mismo no había encontrado el hilo conductor, pero en el que, de cualquier modo, la zozobra de su espíritu era ya el premio de la aventura.

A los ojos de todos, la poesía de Ramón Lopez Velarde se instala en un clima provinciano, católico, ortodoxo. La Biblia y el Catecismo son indistintamente los libros de cabecera del poeta; el amor romántico, su amor; Fuensanta, su amada única.

Pero éstos son los rasgos generales, los límites visibles de su poesía, no los trazos más particulares ni las fronteras más secretas. Ya en su primer libro, La sangre devota, Ramón Lopez Velarde borra, de una vez por todas, la aparente sencillez de su espíritu y señala dos épocas de su vida interior diciendo:


Entonces era yo seminarista
sin Baudelaire, sin rima y sin olfato.

Y, no obstante, sus imitadores han querido seguir viendo en él al seminarista que no ha descubierto los secretos de la rima, los placeres de los sentidos y el nuevo estremecimiento de Baudelaire. En realidad, de allí en adelante, y ya para siempre, se establecerá expresamente el conflicto que hace de su obra un drama complejo, situado en


las atmósferas claroscuras
en que el Cielo y la Tierra se dan cita.

En un epigrama perfecto de luz y síntesis, un raro escritor mexicano ha concentrado el drama de ciertos espíritus diciendo de uno de ellos que «Nunca pudo entender que su vida eran dos vidas». En efecto, ¡cuántos espíritus llegan a la muerte sin haber prestado atención a las ideas contradictorias que entablan inconciliables diálogos en su interior! ¡Cuántos otros se empeñan y aun logran ahogar o por lo menos desoír una de estas dos voces, para obtener una coherencia que no es sino la mutilación de su espíritu!

Ramón López Velarde no pertenece a esta triste familia. Su drama no fue el de la ignorancia ni el de la sordera espiritual, sino el de la lucidez. Bien pronto se dio cuenta de que en su mundo interior se abrazaban en una lucha incesante, en un conflicto evidente, dos vidas enemigas, y con ellas dos aspiraciones extremas que imantándolo con igual fuerza lo ponían fuera de sí.

Con una lucidez magnífica, comprendió que su vida eran dos vidas. Y esta aguda conciencia, ante la fuerza misma de las vidas opuestas que dentro de él se agitaban, fue lo bastante clara para dejarlas convivir, y, por fortuna, no lo llevó a la mutilación de una de ellas a fin de lograr, como lo hizo Amado Nervo, una coherencia simplista, y, al fin de cuentas, una serenidad vacía.

Me pregunto si es otro el significado, la clave misma del título y del contenido de su libro más importante, que la angustiosa zozobra de su espíritu ante la realidad de dos existencias diversas que, coexistiendo en su interior, pugnaban por expresarse y que se expresaban al fin, en los momentos más plenos de su poesía, no sólo alternativa sino simultáneamente.

Cielo y tierra, virtud y pecado, ángel y demonio, luchan y nada importa que por momentos venzan el cielo, la virtud y el ángel, si lo que mantiene el drama es la duración del conflicto, el abrazo de los contrarios en el espíritu de Ramón López Velarde, que vivió escoltado por un ángel guardián, pero también por un «demonio estrafalario».

Éxtasis y placeres lo atraen con idéntica fuerza. Su espíritu y su cuerpo vivirán bajo el signo de dos opuestos grupos de estrellas:


Me revelas la síntesis de mi propio zodíaco:
el León y la Virgen.

¿Qué recuerdos de lecturas infantiles acerca de los paraísos que la fantasía de los musulmanes creó para los bienaventurados, y qué visión de coloridas estampas de los mismos dejó en López Velarde el trauma que perdura como una obsesión a través de toda su obra?

Si en su constante sed de veneros femeninos no encuentro maneras de conciliar su religiosidad cristiana y su erotismo; si, en un principio, en La sangre devota se pregunta:


¿Será este afán perenne franciscano o polígamo?

halla luego en los paraísos mahometanos una manera de prolongar su religiosidad, pero también su erotismo. Entonces, en una primera afirmación, se atreve y dice:


funjo interinamente de árabe sin hurí

y buscando obscuros antecedentes genealógicos en las ramas del árbol de su ser, no sabe si su devoción está presa en la locura del primer teólogo que soñó con la primera mujer


o si atávicamente soy árabe sin cuitas
que siempre está de vuelta de la cruel continencia
del desierto, y que en medio de un júbilo de huríes
las halla a todas bellas y a todas favoritas.

En vez de borrar uno de los dos aspectos contradictorios de su ser, aprende a hacerlos convivir dentro de sí fomentando un incesante diálogo, un conflicto que se nutre de sí mismo. De este modo concilia monoteísmo y poligamia, Cristo y Mahoma:


Yo varón integral,
nutrido en el panal
de Mahoma
y en el que cuida Roma
en la Mesa Central

dice en Zozobra, y luego, años más tarde, en el poema «33» de El son del corazón, se oye de nuevo la voz desvelada por el insoluble problema del hombre que en vez de cerrar en falso sus llagas, sus preocupaciones, sus conflictos, ha aprendido a vivir con ellas abierta la angustia de sus males:


La edad de Cristo azul se me acongoja
porque Mahoma me sigue tiñendo
verde el espíritu y la carne roja,
y los talla al beduíno y a la hurí
como una esmeralda en un rubí.

Y en el mismo poema:


Afluye la parábola y flamea
y gasto mis talentos en la lucha
de la Arabia feliz con Galilea.

¡Qué importa que en un momento se atreva a llamar funesta la dualidad que sabemos le ha producido también goces infinitos


Me asfixia en una dualidad funesta,
Ligia, la mártir de pestaña enhiesta
y de Zoraida la grupa bisiesta

i la cristiana Ligia y la infiel Zoraida lo abrazarán ya para siempre!

Placer y dolor, opulencia y miseria de la carne, delicia de un paraíso presente y tristeza de un obligado y terrenal destierro a cambio de la promesa de un paraíso sin placeres, son las pesas que oscilan en su balanza.

Cuando Ramón López Velarde quiere dar de sí mismo una fórmula, cuando intenta objetivar su drama interior, sólo halla la imagen de algo que, suspendido entre estos dos mundos, oscila, como un péndulo, incesantemente sobre ellos:


Estoy colgado en la infinita
agilidad del éter, como
un hilo escuálido de seda

o bien:


Soy un harem y un hospital
colgados juntos de un ensueño.

Y concretando todavía más, objetivando más precisamente, descubre su símbolo al compararse, en un poema precioso, con el candil de que suspende sus llagas como prismas.

En el minuto baudelariano de religiosidad que ya no se distingue del frenesí amoroso, cuando lo vemos salir con las manos y el espíritu vacíos, de vuelta de una inmersión en el océano de su propia angustia, yo lo imagino, como en dos de sus versos de una desolación incomparable, meciéndose sobre los abismos que se abren dentro y fuera de sí, «con el viudo-oscilar del trapecio».

La sangre que circula en los más recónditos vasos de Ramón López Velarde no es, pues, constantemente, sangre devota. Ésta se turba, se entibia y aun cede ante el impulso de una corriente de sangre erótica al grado que por momentos llegan a confundirse, a hacerse una sola, roja, oscura, compuesta y misteriosa sangre.

Nunca este poeta está más cerca de la religiosidad que cuando ha tocado el último extremo del erotismo, y nunca está más cerca del erotismo que cuando ha tocado el último extremo de la religiosidad:


Cuando la última odalisca
ya descastado mi vergel
se fugue en pos de nueva miel,
¿qué salmodia del pecho mío
será digna de suspirar
a través del harem vacío?

El que fungió interinamente de árabe solitario se siente ahora definitivamente abandonado. Y a la sola idea de que el placer de los sentidos pueda no existir, para él, en un momento dado, en el momento en que «la eficaz y viva rosa» de su virilidad quede superflua y estorbosa, en el último espasmo del miedo se confesará muerto en vida, árabe sin hurí:


Lumbre divina en cuyas lenguas
cada mañana me despierto:
un día, al entreabrir los ojos,
antes que muera estaré muerto.

¿Será necesario decir que esta dualidad de Ramón López Velarde está muy lejos de ser un juego retórico exterior y puramente verbal y que, en cambio, se halla muy cerca de la profunda antítesis que se advierte en el espiritu de Baudelaire? También en Ramón López Velarde, «la antítesis estalla espontáneamente en un corazón también católico, que no conoce emoción alguna cuyos contornos no se fuguen en seguida, que no hallen al punto su contrario, como una sombra, o, mejor, como un reflejo».

Y, no obstante, han pasado trece años de la muerte de López Velarde y su obra sigue siendo vista con ojos que se quedan en la piel sin atreverse a bucear en los abismos del cuerpo en que el hombre ha ido ocultando al hombre. Han pasado trece años y Ramón López Velarde sigue siendo para todos un símple poeta católico que expresa sentimientos simples. Me pregunto: ¿Será posible ahora seguir hablando de sentimientos simples en la poesía de Ramón López Velarde? Pienso en las reveladoras palabras de André Gide: «Lo único que permite creer en los sentimientos simples es una manera simple de considerar los sentimientos».

No es una casualidad el hecho de que el nombre del gran poeta francés haya surgido en más de una ocasión al considerar uno de los aspectos más personales de López Velarde. El mismo ha confesado haber sido uno antes y otro después de conocer a Baudelaire. ¿Este conocimiento era preciso y lúcido? ¿Leía Ramón López Velarde a Baudelaire en francés? ¿Lo conoció solamente a través de traducciones españolas: la de Marquina, por ejemplo? No es la forma lo que Ramón López Velarde toma de Baudelaire, es el espíritu del poeta de Las flores del mal lo que le sirve para descubrir la complejidad del suyo propio.

Ya he dicho que, según confesión expresa, gracias a Baudelaire descubrió López Velarde, no sólo la rima, sino también y sobre todo el olfato, el más característico, el más refinado, el más precioso y sensual de los sentidos que poeta alguno como Baudelaire haya puesto en juego jamás.

Sería injusto y artificial establecer un paralelo entre ambos poetas, e imposible anotar siquiera una imitación directa o señalar una influencia exterior y precisa. Entre la forma de uno y otro no media más que... un abismo. Pero si un abismo separa la forma del arte de cada uno, otro abismo, el que se abre en sus espíritus, hace de Baudelaire y de Ramón López Velarde dos miembros de una misma familia, dos protagonistas de un drama que se repite a través del tiempo con desgarradora y magnífica angustia.

La agonía, el vacío, el espanto y la esterilidad, que son temas de Baudelaire, lo son también de nuestro poeta. Y si la religiosidad de López Velarde se resuelve en erotismo, siguiendo un camino inverso, pero no menos dramático, el erotismo de Baudelaire se convierte, en último extremo, en plegaria:


Ah! Seigneur! donnez-moi la force et le courage
de contempler mon coeur et mon corps sans dégoût.

Ciertos versos de nuestro poeta, los versos más ciertos, comunican un indefinible calofrío baudelariano cuando son la expresión de un espíritu atormentado:


con la árida agonía de un corazón exhausto

o cuando nos dice:


voy bebiendo una copa de espanto

o bien cuando, en Anima adoratriz, desea que la vida se acabe precisamente al mismo tiempo que el placer


y que del vino fausto no quedando en la mesa
ni la hez de una hez, se derrumbe en la huesa
el burlesco legado de una estéril pavesa.

En idéntica obsesión de la muerte, Ramón López Velarde confiesa angustiado que la pródiga vida


...se derrama en el falso
festín y en el suplicio de mi hambre creciente
como una cornucopia se vuelca en un cadalso.

Y más aún cuando sobrepone las imágenes de la vida plena y de la muerte inevitable. Así en el final del poema en que ha cantado con sensual arrobamiento los dientes de una mujer, acomodados a la perfección en el acueducto infinitesimal de la encía, se detiene, y, de pronto, pasando sin transición del madrigal erótico a la visión macabra, dice:


Porque la tierra traga todo pulcro amuleto
y tus dientes de ídolo han de quedarse mondos
en la mueca erizada del hostil esqueleto.

De todos los poemas de Ramón López Velarde, tres de Zozobra: La lágrima, Hormigas, Te honro en el espanto, ilustran, mejor que los versos sueltos que he subrayado, esta afinidad de atmósferas, de obsesiones y aun de expresiones que López Velarde no fue a buscar, sino a reconocer como suyas en Baudelaire.

Influencias precisas han sido señaladas en la obra de Ramón López Velarde. Se ha hablado de Luis Carlos López. Con igual justicia puede hablarse de Julio Herrera Reissig. Y con mayor exactitud de Leopoldo Lugones. Pienso que más que de una influencia de la poesía de Luis Carlos López en la de López Velarde, sería exacto señalar ciertas afinidades superficiales y de orden puramente temático. Estas afinidades aparecen sólo en La sangre devota, y conviene subrayar que el levísimo aire de familia lo da la provincia, semejante, si no igual en todas partes, en Colombia y en México. Pero el tono irónico y amargo, el relieve caricaturesco o satírico, no siempre limpiamente logrado en la poesía de Luis Carlos López, está ausente de la de López Velarde. Ciertas expresiones de Julio Herrera Reissig y el uso de palabras rebuscadas, hacen que algunos versos del uruguayo puedan ser confundidos, en una primera lectura, con otros de Ramón López Velarde. Pero el gusto -ese don que mantiene al poeta en equilibrio- es siempre mejor en el mexicano que en Herrera Reissig, que, junto a indudables aciertos de expresión, coloca, sin parecer distinguirlos, verdaderos fracasos de su ambición por lograr imágenes inesperadas. Además, el amor a lo decorativo por lo decorativo, que es un vicio de la poesía «modernista», no aparece, por fortuna, en la poesía del mexicano López Velarde.

Una tentativa por alcanzar la expresión lugoniana le parecen a Antonio Castro Leal ciertos poemas de Ramón López Velarde. Hay mucha finura y verdad en esta observación, que ilustra citando unos versos de López Velarde:


Mi virtud de sentir se acoge a la divisa
del barómetro lúbrico que en su enagua violeta
los volubles matices de los climas sujeta
con una probidad instantánea y precisa

a los que es fácil añadir éstos en que habla de


los astros y el perímetro jovial de las mujeres
el centelleo de tus zapatillas,
la llamarada de tu falda lúgubre,
el látigo incisivo de tus cejas.

Y aun otros en que el Lugones del Lunario sentimental hace acto de presencia:


Obesidad de aquellas lunas que iban
rodando, dormilonas y coquetas,
por un absorto azul
sobre los árboles de las banquetas.

En realidad, tanto como una influencia patente en ciertos efectos de técnica aprendida en la magnífica escuela del Lunario sentimental, y en la intención de dar, por los medios menos usuales, en el blanco, es un ejemplo para Ramón López Velarde la poesía de Lugones. Lugones era, para nuestro poeta, «el más excelso, el más hondo poeta de habla castellana». «La reducción de la vida sentimental a ecuaciones psicológicas -reducción intentada por Góngora- ha sido consumada por Lugones», escribla López Velarde en un artículo en el que, también, habla con mucha lucidez del papel que representa el sentido crítico en la creación poética. «El sistema poético se ha convertido en sistema crítico», decía. Mejor juez de sí mismo que de los demás, la predilección de López Velarde por Lugones es inteligente y revela y afirma, además, su temperamento frente al del poeta argentino. Las palabras que acerca del lugar común escribió Lugones en el prólogo del Lunario sentimental parecen no haber sido olvidadas jamás por Ramón López Velarde.

Pero tal vez no sea preciso ir a buscar la clave psicológica de la composición poética en Ramón López Velarde más allá de la pasión atenta que ponía en alcanzar imágenes inesperadas, relaciones sutiles y al mismo tiempo precisas entre los seres y las cosas. Idéntica pasión ponía en odiar, como al peor enemigo, el lugar común, la expresión borrosa y gastada, moneda que pasa de mano en mano sin dejar ni permitir una huella, lisa y convencional, sin otro valor que el que le asigna la costumbre.

De buena gana habría creado todo un lenguaje para su uso personal, como dicen que parece haber sido el propósito de Góngora, a quien amaba con pasión. Pero dar nuevos nombres a las cosas lo habría confinado en el círculo de la razón perfecta; es decir, en el círculo de la locura. Como a todo buen poeta, le quedaba el recurso de hacer pasar los nombres por la prueba de fuego del adjetivo: de ella salían vueltos a crear, con la forma inusitada, diferente, que pretendía y muy a menudo alcanzaba a darles. Recobrando una facultad paradisíaca, diose, como Adán o como Linneo, a nombrar las cosas, adjetivándolas de modo que en sus manos los párpados son los «párpados narcóticos»; la cintura, «la música cintura», y el camino, «el camino rubí». Fue así como se convirtió en el creador, en el inventor de expresiones, de «flores inauditas».

A través de toda la obra de Ramón López Velarde, desde las páginas de La sangre devota hasta los poemas que formaron El son del corazón, la presencia de la Biblia se hace sentir. Mas no como una fuente de imágenes decorativas -a las que los poetas llamados modernistas fueron tan afectos-, sino como un alimento indispensable para la nutrición del espíritu y para la expresión de su personalidad.

Como un cuerpo abrazado estrechamente al suyo, la llevó a través de toda su vida poética, no como un botín de guerra ni como una romántica carga, sino como un cuerpo al que, a fuerza de amarlo, llegara a no distinguirlo del suyo propio.

La mitología cristiana no le sirve, como la mitología grecolatina a Góngora, para hacer más culta y ornamentada su poesía, sino para hacerla más sincera, como si formara parte de una vida vivida o al menos deseada por Ramón López Velarde.

Cuando en un poema de La sangre devota quiere quedarse a dormir en la almohada de los brazos de seda de una mujer, nuestro poeta confiesa ingenuamente que es:


para ver en la noche ilusionada,
la Escala de Jacob llena de ensueños.

Las mujeres que pasan por sus poemas tienen nombres bíblicos: Ruth, Rebeca. Sara. A esta última la encuentra ya no pérfida como la onda, sino flexible «como la honda de David».

En un curioso ritornello, en varias poesías aparece el nombre de Sión. A veces le pide a una mujer que lo lleve a Sión de la mano; otras, queda desolado al ver que las mujeres que van rumbo a Sión lo abandonan. También se asoma al pecho de una mujer y lo halla «claro de Purgatorio y de Sión».

Hubiera querido ser uno de los reyes de Israel, cuando el miedo -que en López Velarde tiene caracteres de obsesión- de llegar a la hora «reseca e impotente de la vejez» lo asalta. Clama entonces por que no le falte la tibieza de la compañía de la mujer providente


con los reyes caducos que ligaban las hoces
de Israel, y cantaban
en salmos, y dormían sobre pieles feroces.

Halla, sobre todo en el Antiguo Testamento, el zumo concentrado de las vidas que son a un tiempo salud, religiosidad, alegría y deleite y que le darán, no la embriaguez innoble de Noé, sino la embriaguez perfecta de la lucidez.

Así, desde las alusiones paradisíacas, cuando se confiesa:


Alerta al violín
del querubín
y susceptible al
manzano terrenal

o cuando quisiera con una lágrima de gratitud «salar el paraíso», hasta el curioso cuadro, que hace pensar en una adorable composición de El Bosco, en que se imagina en la Tebaida bajo un vuelo de cuervos:


El cuervo legendario que nutre al cenobita,
vuela por mi Tebaida sin dejarme su pan,
otro cuervo transporta una flor inaudita,
otro lleva en el pico a la mujer de Adán,
y, sin verme siquiera, los tres cuervos se van.

Las cuarenta noches del Diluvio dejaron en López Velarde una impresión que aparece en sus poemas convertida en alusiones o en imágenes referidas a un estado de ánimo personal:


Ya mi lluvia es diluvio, y no miraré el rayo
de sol sobre mí arca, porque ha de quedar roto
mi corazón la noche cuadragésima

o bien:


ámbar, canela, harina y nube
que en mi carne al tejer sus mimos,
se eslabonan, con el efluvio
que ata los náufragos racimos
sobre las crestas del diluvio.

Otra vez no es El génesis, sino El éxodo. La plasticidad y el misterio de la cortina de humo y de fuego que servía de guía a Moisés y a los israelitas al salir de Egipto, reaparece con igual misterio y con singular intimidad cuando dice a una mujer:


Tu tiniebla
guiaba mis latidos, cual guiaba
la columna de fuego al israelita.

Y luego, el libro de Los números, con el precioso mito de las doce tribus, le sirve para comparar los dientes de una mujer con el maná


con que sacia su hambre y su retina
la docena de tribus que en tu voz se fascina.

Menos que el Antiguo, el Nuevo Testamento le sirve para alcanzar plenamente la expresión de sus particulares y angustiadas voces. No obstante, cuando imagina un retorno, un retorno maléfico a su pueblo, piensa en el hijo pródigo de la parábola contada por San Mateo, que regresa, ahora, a un pueblo mexicano, despedazado por la metralla de la guerra civil:


Y la fusilería grabó en la cal
de todas las paredes
de la aldea espectral,
negros y aciagos mapas,
porque en ellos leyera el hijo pródigo
al volver a su umbral,
en un anochecer de maleficio,
a la luz de petróleo de una mecha
su esperanza deshecha.

Y al cantar a las provincianas mártires, revive, en una anécdota de su pueblo natal, la crueldad de Herodes diciendo:


Gime también esta epopeya, escrita
a golpes de inocencia, cuando Herodes
a un niño de mi pueblo decapita.

Su primera vocación de seminarista no está ausente de este amor a la Biblia que, amada en el amado transformada, ni las más profanas aventuras de los sentidos lograrían arrancarle después.

La religión cristiana con sus misterios y la Iglesia católica con sus oficios, símbolos y útiles, sirven a Ramón López Velarde para alcanzar la expresión de sus íntimas y secretas intuiciones. Su vocación de seminarista se halla, como en el caso de la Biblia, presente en este conocimiento preciso de la forma que la Iglesia ha aprobado para celebrar los oficios divinos. Pronto se advierte en su poesía una familiaridad con objetos y símbolos que está muy lejos de ser rebuscada. Además, la obsesión intensa de ciertas atmósferas donde se mezcla la riqueza de los ornamentos y su contrario: la miseria de la grey astrosa que asiste, no a las catedrales magníficas, sino a las oscuras y miserables iglesias.

Una estrofa de un poema de Zozobra nos da la clave de sus preferencias:


Mi espíritu es un paño de ánimas, un paño
de ánimas de iglesia siempre menesterosa,
es un paño de ánimas goteado de cera,
hollado y roto por la grey astrosa

descubriendo la correspondencia entre el drama de su espíritu y el que parece alentar -y alienta- en los recintos en que la religión de Cristo representa, como en un misterioso teatro, sus oficios y recibe, como espectadores y actores a un solo tiempo, a sus fieles.

Y más aún: Ramón López Velarde parece no estar conforme al comparar su espíritu con un paño de ánimas; necesita, para ser exacto, que el paño de ánimas se halle manchado, hollado, roto; necesita añadir estos epítetos para hacer más palpable su miseria. De igual modo, cuando se compara con una nave de parroquia, se apresura a añadir: «de parroquia en penuria».

La pasión de Cristo es también su pasión. Su alma es el vinagre; su dolor, una ofrenda, y Cristo no es el Cristo de todos, sino el suyo:


Mas hoy es un vinagre
mi alma, y mi ecuménico dolor un holocausto
que en el desierto humea.
Mi Cristo ante la esponja de las hieles, jadea
con la árida agonía de un corazón exhausto.

El vinagre, la esponja, las hieles y también los clavos y las espinas de la pasión de Cristo, son también instrumentos de su pasión eterna, que es la pasión amorosa.

Óleos, cíngulos, custodias y cirios aparecen en sus poemas con particular e íntimo significado. Y aun en los accidentes del paisaje exterior y en sus transformaciones encuentra una relación poética con los objetos litúrgicos. Es así como halla:



La estola de violetas en los hombros del Alba,
el cíngulo morado de los atardeceres.

Las llamas del purgatorio y del infierno de la mitología cristiana asoman sus lenguas de fuego en la poesía de López Velarde como en los cuadros de ánimas de las iglesias. Y aun en la boca de una mujer reaparecen:


Tu boca, en la que la lengua vibra asomada al mundo
como réproba llama saliéndose de un horno.

Y de su mismo corazón nos dice:


Yo lo lanzara un día como lengua de fuego
que se saca de un ínfimo purgatorio a la luz.

Otras veces la poesía de la Salve, que es para Ramón López Velarde un óleo y una fuente, lo hace temblar con un temblor infantil.

Y así, en interminable teoría, sacramentos y misterios de la religión cristiana le sirven para hacer más expresivos los estados de un alma en que, con temperamento erótico, se abraza, indistintamente, a la mujer y a la religión. «Una virgen fue mi catecismo», confiesa en El son del corazón. Y en el mismo libro:


Dios, que me ve que sin inujer no atino
en lo pequeño ni en lo grande, diome
de ángel guardián un ángel femenino.

Y así como a la religión misma la impregna de un sentido erótico, todo cuanto mira y toca, aun lo más inerte, se humaniza y estremece al menor contacto con el poeta:


En mi vida feliz no hubo cosa
de cristal, terracota o madera,
que, abrazada por mí, no tuviera
movimientos humanos de esposa.

Expresada con lucidez extraordinaria, escondida en una de las páginas de El minutero, hallamos la conciencia de este modo singular de ser: «Nada puedo entender ni sentir sino a través de la mujer. De aquí que a las mismas cuestiones abstractas me llegue con temperamento erótico». Hasta la muerte lo acompañó el temperamento erótico, que, como su poesía, no conoció decadencia ni ocaso, porque -consecuente con su propia profecía- su sed de amor fue como una argolla empotrada en la losa de su tumba.

En la poesía mexicana, la obra de Ramón López Velarde es, hasta ahora, la más intensa, la más atrevida tentativa de revelar el alma oculta de un hombre; de poner a flote las más sumergidas e inasibles angustias; de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu ante las incitaciones del erotismo, de la religiosidad y de la muerte.






ArribaAbajoLa poesía de Efrén Rebolledo


ArribaAbajo- I -

Como leer a nuestros poetas


«Es cuestión de mucha finura decidir cuánto debe ser leído de cada poeta en particular». T. S. Eliot plantea las dificultades y los problemas de las selecciones de poesías con esta frase que aparece al frente de su breve ensayo acerca de Swinburne. Y, no obstante, existen poetas cuyas poesías sólo deben ser leídas en selecciones. La necesidad de la selección y la selección misma dependen de la peculiar naturaleza del poeta. Pero, al mismo tiempo, la inversa no es menos cierta, porque el hecho de pensar y estudiar qué es lo que debe seleccionarse de cada poeta, nos ayuda a descubrir su naturaleza.

Aun los espíritus menos dispuestos a separar en la obra de Salvador Díaz Mirón las substancias que por su naturaleza no se mezclarán jamás, distinguen en su obra dos porciones diversas. La primera en el tiempo es representativa del carácter evidentemente romántico del poeta. La segunda es ya el fruto de una concentración mayor, opuesta, si no fuera en cierto modo un resultado de la primera. Simplificando con exceso, podemos decir que la primer época de Salvador Díaz Mirón la forman los poemas románticos que alcanzaron una consagración rápida, mientras que la segunda la forman los poemas que provisionalmente llamaremos clásicos. «Entre clásico y romántico la diferencia es bien simple -anota Paul Valery-; es la que establece el oficio entre el que lo ignora y el que lo ha aprendido. El romántico que ha aprendido su arte, se vuelve clásico. Por eso -añade, destruyendo la claridad de su afirmación con la pobreza del ejemplo- el romanticismo acabó en el Parnaso». Lo cierto es que si la primer época de Salvador Díaz Mirón se distingue por el impulso, la segunda se caracteriza por la maestría. En su primer época, Díaz Mirón era aplaudido y admirado ciegamente porque en sus poesías cada estrofa y cada verso iban derechamente a un fin, mientras que en su segunda época, una vez adquirida la maestría, los medios eran tanto o más importantes que el fin, de modo que si los primeros poemas de Díaz Mirón buscaban el aplauso y la admiración inmediatos, los segundos merecen el aplauso y alcanzan menos rápida, pero más seguramente, la admiración.

A la hora de seleccionar la obra poética de Díaz Mirón, importa, pues, separar claramente ambas épocas: la del fervor romántico, imitativo, oral, y la época de la maestría que alcanzó en algunos poemas, en muchas estrofas y en numerosos versos aislados. Atentos a la primer época, veremos que los poemas más débiles se apartan por sí solos y como avergonzados. Fuera de algunos ejemplos en que culmina de manera definitiva la maestría, en la segunda época las excelencias están mezcladas en un mismo poema con las verdades domésticas.

La selección de la obra poética de Manuel José Othón es indispensable. Quienes reunieron sus obras completas, no sospecharon el mal que le hicieron, ni la sombra que proyectaron, creyendo obrar piadosamente, sobre la figura de un poeta extraordinario si se le conoce por unos cuantos poemas, pero que corre el peligro de aparecer mediocre cuando, junto a estos poemas y sin distinguirlos precisamente, se le echa en cara toda una serie de composiciones mediocres, pecados de juventud y de madurez.

Hay algo dramático en el caso de la ideal selección de los poemas de Amado Nervo. Al leer sus poesías completas, se piensa en la conveniencia de una selección, pero una vez hecha ésta, después de numerosos ensayos que nunca satisfacen del todo, se llega a la conclusión de que Nervo no se halla bien representado. «Hay poetas -dice T. S. Eliot- de los que cada verso tiene un valor único». Díaz Mirón es, entre nosotros, muchas veces, un ejemplo de esta rara clase de poetas. «Otros hay que necesitan ser leídos en selecciones, pero que, una vez leídos en selecciones, no importan mucho».

Una lectura cuidadosa de la obra poética de Luis G. Urbina regalaría al crítico más de una sorpresa, y pronto lo llevaría a la conclusión de que una antología inteligente de una obra tan vasta y desigual favorecería a este poeta en alto grado.

De Enrique González Martínez puede decirse que no es propiamente un poeta de antología. Con esto quiero señalar que una selección de sus poesías lo empobrecería en vez de favorecerlo. Y no porque sea difícil señalar sus mejores poemas, sino porque este poeta es más interesante e importante por el panorama poético que ha ido desplegando con gran unidad espiritual a través de toda su vida, que por los preciosos y ponderables accidentes o maravillas de su naturaleza poética. En su caso, poco frecuente en la poesía mexicana, el todo es superior a las partes.

Por el contrario, José Juan Tablada es un poeta que ganará el día en que sea presentado al lector en una selección cuidadosa, como Díaz Mirón, Luis G. Urbina y Manuel José Othón ganan, como Enrique González Martínez pierde. Lo mejor de José Juan Tablada se hallará fácilmente, maduro entre los árboles y plantas poéticos de un vasto jardín botánico que comprende desde el romántico sauce hasta la palmera enana, sin olvidar los inesperados, súbitos y fugaces hongos de su ingenioso arte menor.

La poesía de José Juan Tablada y la de Efrén Rebolledo tienen entre sí un perceptible aire de familia. Sería fácil decir en qué se asemejan, pero la diferencia entre Efrén Rebolledo y José Juan Tablada, desde el punto de vista que ahora nos ocupa, estriba en que el primero fue, en cierto modo, su propio crítico, mientras que Tablada ha estado esperando un crítico que, para mostrar mejor la importancia de su obra, separe las ramas accidentales de su árbol y deje ver los frutos.

La selección de lo mejor de la obra poética de Efrén Rebolledo no es tarea difícil, puesto que él mismo se encargó de hacerla a través de su vida de escritor. Su último libro, Joyeles, fue llamado por el poeta mismo: «Antología».

Por la brevedad y concentración de su obra, Ramón López Velarde es un poeta que resiste la lectura de sus poesías completas o casi completas. Cuando yo mismo, hace unos años emprendí la selección de sus poesías, lo hice apartando deliberadamente, no sólo aquellas de su primer libro, La sanre devota, que por su debilidad, su prosaísmo y su infantil retórica no lo representarán jamás, sino también aquellas que sólo lo representan superficialmente. Con esto último me refiero a aquellas composiciones en que los admiradores de Ramón López Velarde querían hacer residir toda la importancia del poeta, sin pensar que, en vez de favorecerlo, contribuían a hacer de él un poeta de lo mexicano pintoresco, provinciano y epidérmico, en vez de exhibirlo como el poeta complejo y profundo que es en realidad.

No creo que Efrén Rebolledo sea un gran poeta. No es, desde luego, un poeta de gran magnitud, pero sí es un poeta muy distinguido. Su obra contiene, desde luego, una nota que trataré de aislar en seguida y que, pienso, puede desafiar airosamente el tiempo.

La presente selección de poesías1 comprende, en su mayoría, los poemas representativos de Efrén Rebolledo en su aspecto de poeta erótico, algunos de los cuales, por el alveolo en que se hallan incrustados y que no es otro que el que le correspondió en la gran encía del «modernismo», han pasado a ser solamente curiosidades poéticas. De ellos puede decirse -si se me permite la expresión- que han pasado ya, eternamente, de moda.

Tratar de presentar aislada, en lo posible, la nota erótica de Efrén Rebolledo, aislar esta cualidad personal y valiosa, equivale a ejercer un acto de justicia con un poeta digno de atención y memoria.




ArribaAbajo- II -

La tónica de Efrén Rebolledo


Estas líneas no pretenden ser un estudio de la obra de Efrén Rebolledo. Menos ambiciosas, pero más egoístas, sólo intentan destacar de una producción poco abundante y severamente corregida a través del tiempo, la nota esencial, la tónica de una escala artística iniciada por el año de 1902.

Dichoso de haber llegado tarde a un concierto ejecutado según el peor método de piano: el método parnasiano, y sometiendo su oído crítico a una prueba, el autor de estas líneas ensaya la manera de separar la nota viviente, la tónica de la obra de Efrén Rebolledo, de sus compañeras de escala, y ofrecerla en su desnudez.

Del mismo modo que podrían servir de epígrafe a un buen número de poesías de Salvador Díaz Mirón, presiden la obra poética de Efrén Rebolledo los repetidos preceptos de Theóphile Gautier:


sculpte, lime cisèle;
que ton rêve flottant
se scelle
dans le bloc résistant!

Efrén Rebolledo lo confesó a través de toda su vida de poeta, al grado que lo que era sencillo epígrafe en uno de sus libros primeros apareció en la carátula de sus «poesías completas» como un ideal de artífice que considera el poema como una joya y la actividad poética como un ideal de paciente componedor que aumenta y disminuye, corrige y labra incesantemente. El poeta más inflexible, el más duro versificador de la lengua francesa, imponía el ideal parnasiano a un buen número de poetas mexicanos del tiempo de la Revista Moderna que fundó Jesús E. Valenzuela. Pero esta meta ideal de escultura poética, este parnasianismo que pudo haber hecho de la obra de Efrén Rebolledo una colección de lápidas de frío mármol, labradas con manos de artesano que no da lugar a que en su labor colabore Dios -o el Diablo-, no fue por fortuna alcanzada siempre por este poeta que es muchas veces más y, muchas veces, menos que un simple artesano del verso.

La apariencia de la poesía de Efrén Rebolledo puede ser, en un principio, por ello, una colección de formas inertes, pero del mismo modo que de su rostro sólo mostraba a quienes lo conocimos una máscara paralizada en un gesto duro, detrás de esa inmovilidad, detrás de esa simetría de inexpresivos planos, nuestra atención sabe hallar las iluminaciones de una pasión erótica que salva a sus poemas de ser muestras mecánicas de una inteligencia sin fervor.

La pasión erótica es la tónica de la poesía de Rebolledo. Las demás notas de su escala tienen una resonancia artificiosa que podría hacernos dudar definitivamente del gusto del poeta si no apareciera nuevamente, después de intervalos y desmayos, la nota que caracteriza los momentos mejores de su poesía.

De los tercetos de su arte poética:


Enamorado de opulentos
cofres cuajados de ornamentos
donde guardar mis pensamientos

donde confiesa que la materia que trabaja es el pensamiento, y sus útiles el cincel y el martillo, al grito unido, concreto, de sus poemas eróticos, hay, al mismo tiempo, una definición y un progreso. En la pasión erótica encontramos la diferencia específica de Rebolledo, aquello que lo aparta de otros poetas de su tiempo que no lograron vencer el gusto de un parnaso superficial. Lo que Rebolledo parece perder cuando abandona la fría conciencia escultórica preconizada por Gautier, y el oficio de artífice de joyas y cálices, lo gana al fin en la expresión perfilada de sus momentos pasionales, en la revelación de una intimidad, en la fuga de una naturaleza ardiente, acompasada al breve grito, al espasmo precioso del endecasílabo:



Me entregaste en tus besos tus ardientes
labios, tu dulce lengua que cual fino
dardo vibraba en medio de tus dientes.

Y dócil, mustia, como débil hoja
que gime cuando pasa el torbellino,
gemiste de ventura y de congoja.

O bien:



Y en medio de los muslos enlazados,
dos rosas de capullos inviolados
destilan y confunden sus esencias.

De un escenario retórico en que una mitología superficial la permitía una metamorfosis ingenua:


De los sátiros traidores
de las selvas moradores,
yo fui el más afortunado,
el más tierno y más osado

asa Efrén Rebolledo a expresiones de íntimo erotismo que no necesitan veladura alguna y que se realizan en la forma estricta del soneto. Nacen así los doce poemas de Caro Victrix, que son los más intensos, y, hasta ahora, mejores poemas de amor sexual de la poesía mexicana. Es entonces cuando el poema de Rebolledo no es ya como una joya, sino una joya.

A este progreso en intensidad, en verdad artística, a este paso de lo mecánico a lo orgánico, contribuyó, seguramente, el viaje al Japón que Rebolledo realiza -como José Juan Tablada, con quien está ligado por más de un parentesco-, en la plena madurez de su vida.

Poeta de los ojos, Tablada trajo del Japón una visión plástica que lo deslumbró con su espejismo dorado. Más intenso, más concreto y limitado también, Rebolledo no supo sino del Japón que sus sentidos podían tocar.

No fue sólo una dichosa casualidad el hecho de que Efrén Rebolledo tradujera varias obras de Oscar Wilde. En la prosa de los Cuentos, más que en las ideas de Intenciones, encontró Rebolledo inspiración para labrar su estilo. Labrar, esa es la palabra. Como el Flaubert de Salammbó, Wilde pulía y redondeaba su frase hasta un punto vicioso, hasta el extremo de dejarla, muchas veces, inerte. ¿No es ésta la causa de que a su estilo quisiéramos imprimir ahora una circulación, una respiración; en una palabra, una función que pusiera en movimiento su belleza inmovilizada, inerte? A nada mejor que a una hermosa tela puede compararse ciertas frases de Wilde, pero a nada más vivo puede compararse, tampoco. De Wilde heredó Rebolledo el amor a la llamada prosa artista. Por ello podemos hablar de las propiedades de la prosa de Rebolledo como de las de un cuerpo físico, y decir que es inflexible, pesada y brillante; pero, ¿cómo hablar de las cualidades vivientes de una prosa que dentro de la obra de Rebolledo puede colocarse en el mismo plano que los poemas dictados por la sencilla ley de escultura retórica? La prosa de Rebolledo, como su poesía artificiosa, fue su máscara. La poesía erótica es la íntima cara de Efrén Rebolledo.





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