Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Ética, religión y sentido de lo humano en «La Regenta»

Yvan Lissorgues





En 1884, en el momento en que escribía La Regenta, «Clarín» le aconsejaba a Galdós ensayar «la impersonalidad que exageró Flaubert y de que Zola usó muy bien»1. Efectivamente, a la humillación del estilo de Flaubert, Zola prefirió, de acuerdo con su preceptiva naturalista, lo que podríamos llamar la transparencia de la escritura. Para Zola, el novelista debe eliminar de su estilo cuanto pueda introducirse entre la realidad y la visión que de ella se quiere dar. La novela es el relato de una experiencia llevada a cabo por el novelista de una manera «científica» y resultaría inadecuado que el narrador asomara de una manera u otra. Es verdad que las novelas de la serie de Los Rougon (y pensamos particularmente en La conquête de Plassans, por ofrecer esta última analogías interesantes con La Regenta) se caracterizan por la casi total ausencia de comentarios, por la total ausencia de ironía y de humor. Como quien apunta el resultado de una experiencia, Zola describe ante todo lo exterior del hombre y cuando se interna en zonas más profundas, se limita a estudiar los «mecanismos» fisiológicos y deterministas. Sin embargo, tenía grandes dotes de psicólogo (como con perspicacia notó «Clarín» varias veces); buen ejemplo de ello podría ser la descripción del éxtasis seudo-místico de Marthe Rougon: el narrador, parece sentir por un momento «la poesía» que arrebata el espíritu de Marthe, hasta experimentar con ella ese sentimiento sin nombre que la hace tan feliz2. Pero es evidente también que para el autor Marthe es una enferma, un caso clínico. Así que la estética del determinismo le impide dejarse llevar por la «intuición de los seres». Parece que los personajes de Zola no tienen nada que ocultar, porque el autor, víctima de un a priori que cree científico pero que no es más que limitación positivista, se niega a traducir «el más allá» de las cosas.

Esta larga digresión preliminar sobre la estética (y la ética) naturalista de Zola no era inútil para mejor poner de relieve la originalidad de Leopoldo Alas respecto a la escuela literaria que suscitaba su entusiástica adhesión dos años antes de ponerse a escribir La Regenta y a la que se declaró fiel (con muchos matices) durante toda su vida. No viene al caso aquí evocar una vez más lo que «Clarín» aceptaba y lo que rechazaba del naturalismo francés, porque es un aspecto ya perfectamente estudiado y de sobra conocido3.

Bástenos decir que La Regenta, por lo que hace al estilo, no se parece a ninguna de las novelas del autor de Los Rougon. En lugar de la transparencia buscada por Zola y casi siempre conseguida, en La Regenta nos encontramos con un lenguaje denso, repleto de elementos culturales4, un lenguaje que se carga a veces de vibraciones5, se remonta a la ironía, baja a lo grotesco, sube hasta sugerir lo inefable. Además, esta gran flexibilidad narrativa o descriptiva a veces se combina y se enriquece con las varias perspectivas abiertas por puntos de vista diferentes u opuestos (recurso al que pocas veces acude Zola, cuyas novelas son como una elucidación horizontal de la realidad). Incluso en el indirecto libre, del cual usa a menudo «Clarín», el narrador, aunque discreto, no es tan neutral como requeriría la impersonalidad naturalista6. En fin, no son escasas las intervenciones directas del narrador.

Todos estos aspectos, someramente evocados, revelan que el autor se implica en la escritura, o si se quiere, que no se encuentra desligado de lo contado. Sin embargo, la realidad no sale deformada (como ocurre a veces en Su único hijo), tan sólo cobra el color (mejor diríamos el calor) que le da el novelista. Al respecto, Germán Gullón abre una muy interesante perspectiva de estudio cuando apunta: «Parecen coexistir dos narradores, quien cuenta los sucesos y quien los colorea»7.

Si nos fijamos en esa «colocación» de los sucesos, podremos, tal vez, «vislumbrar al autor implícito». Efectivamente, si en un primer momento no sabemos a partir de qué concepción social, ética o religiosa, el autor enjuicia la realidad, no podemos ignorar lo que critica (o lo que ensalza). Pero es indudable también que el estudio de lo que se censura y de la manera de censurar permite deducir, hasta cierto punto, el ideario moral, y los valores religiosos del autor. Es evidente también que el conocimiento de textos y artículos anteriores o posteriores a La Regenta nos ayudarán a comprender la implícita concepción del mundo y del hombre a partir de la cual se organiza la creación del universo de Vetusta.

Todos los estudios de la obra literaria de «Clarín» han mostrado que éste poseía en sumo grado «el sentido de lo real», esa cualidad que Zola consideraba como primordial para el escritor naturalista. No insistiremos demasiado en la captación de la realidad política o social, en sentido amplio, en La Regenta, no por considerar secundarios estos aspectos, sino porque han sido ya analizados. En cambio, nos interesaremos mucho más por lo que podríamos llamar sentido de lo humano, para intentar caracterizar la percepción del hombre que nos presenta La Regenta. La cuestión es mucho más compleja de lo que parece porque lo humano tal como se revela en la novela, más allá de los condicionamientos sociales, no es sólo fisiología, no es sólo espíritu, es también un conjunto de deseos vagos, de aspiraciones más o menos trascendentes, incluso de sentimientos sin nombre8. Entre la multitud de seres que constituyen el universo humano de Vetusta, hay algunos que son objeto de atención particular por parte del autor; son los que, gracias al indirecto libre, se dejan ver por dentro. En este grupo encontramos, además de Ana, Fermín y Álvaro, a don Víctor, a Saturnino Bermúdez, a Guimarán... Son personajes artísticamente privilegiados ya que el narrador se interna en ellos para «llegarles al alma».

*  *  *

Dos aspectos de la vida de Vetusta son objeto de atención particular por parte del narrador: el amor (o mejor el sexo) y la religión que llegan a ser dos temas omnipresentes. Pero es de notar que del amor como sentimiento, fuente posible de armonía y de plenitud humana, no es cuestión, aparte ciertos asomos ambiguos y turbios en Ana y en Fermín. En cuanto a Dios está totalmente ausente a pesar de que toda Vetusta viva al compás de las ceremonias del culto. Al respecto, el obispo y Ana, que viven, cada cual a su modo, con la divinidad, constituyen excepciones de singular relieve.

Además, en el panorama moral de la novela, desempeñan un papel importante la envidia, la codicia y sobre todo la imitación. La imitación -tal como aparece en La Regenta- es una falsa postura que toman hombres débiles o envidiosos y que tiende a deformar el ser. Ronzal imita a Mesía, y es burlesco. Paco admira e imita a Mesía. Este, como «buen» político imita todo lo que puede serle de provecho. Las criadas remedan a sus señores9. Hasta los jóvenes obreros se fingen caballeros y las muchachas del pueblo imitan a las señoritas. Si los hombres se buscan modelos, es que no saben ser lo que son y, al intentar remedar a un modelo, se alejan aún más de su autenticidad. Y hay que añadir que cuando el «modelo» es falso o corrompido (como veremos en el caso de Mesía), la falsedad y la corrupción se propagan en todo el cuerpo social. Todo eso exigiría un estudio minucioso, pero que preservara la impresión de vida, y casi diríamos de «fermentación», que produce el juego de estos valores negativos en el conjunto de la novela. Ya que no es posible aquí, intentemos, por lo menos, caracterizar cada una de esas «normas» de vida que son el amor y la religión, tales como las pinta el autor.

El amor, considerado como impulso del temperamento, o como acto carnal, resultado de la seducción de la mujer por el hombre (o del hombre por la mujer) parece responder, en La Regenta, a una especie de código social. Además, la tradicional asimilación del acto carnal con el pecado produce en algunos personajes una «autorrepresión» que cristaliza en frustración: tal es el caso, tan bien estudiado, del infeliz y a la vez ridículo Saturnino Bermúdez. De hecho, casi nunca se evoca la satisfacción física de los sentidos. El amor es para muchos erotismo más o menos degradado (fallidos escarceos de don Víctor con las criadas, alocados juegos amorosos de Edelmira y del marquesito, pegajosas seducciones de Petra, etc., etc.). Después..., se vuelve, en general, orgullo o vanidad. Obdulia y Visitación viven con el recuerdo de haber pertenecido a Mesía, como si esto fuera título de gloria. Entre los hombres pervive el tradicional concepto del amor como hazaña y el héroe, el paladín de la conquista amorosa, admirado por todos, envidiado por los más, secretamente odiado por algunos, es Álvaro Mesía, el Tenorio de Vetusta, cuya personalidad ocupa un volumen considerable en el ambiente político-moral de la ciudad.

El amor, a pesar de ser un tema de conversación y una especie de juego entre los iniciados de la ociosa aristocracia, sólo es tolerado si no pasa la raya de la «decencia» pública. Buen ejemplo de ello es la casa de Vegallana de tan dudosa moralidad, donde todo está permitido con tal que no haya escándalo y que se mantenga limpia la fachada10. El bueno del marqués -«no muy escrupuloso en materia de moral privada»- (I-308)11, tiene a sus hijos ilegítimos ocultos y dispersos por las aldeas del contorno. Así su mujer puede, sin empacho, aconsejar a su hijo que aprenda «primero a ser cauto y después...» (I-311). La hipocresía viene a ser un disfraz necesario impuesto por «las buenas costumbres», pero muy a menudo inútil, ya que la murmuración se encarga de apostillar el manteo para que todos se vean unos a otros con malicia y fruición.

Algunos hombres de Iglesia no escapan a la ley común y tributan culto secreto a Afrodita, como el Magistral, de quien se dice que tuvo varias aventuras y que suele dormir, por buen acomodo de doña Paula, pared por medio con las jóvenes criadas.

La Regenta nos ofrece pues una tipología completa de lo que llamaríamos hoy sociología de la sexualidad en una ciudad de provincia y que para «Clarín» era, en cierto modo, una visión naturalista de la realidad. Es de notar que toda una cadena de adulterios «enlaza» también a las familias de la alta sociedad de Plassans. Pero lo que Zola se limita a apuntar «objetivamente» para escribir su historia natural, Alas lo «colorea», aun cuando adopta el tono de la imparcialidad. Un recurso empleado a menudo y casi naturalmente por «Clarín» es el de los puntos de vista contrastados sobre un mismo personaje. Cuando el narrador muestra la cara social de don Álvaro, insiste en los buenos modales del personaje, en el atractivo y la seducción que ejerce sobre todos y cuando, luego, lo hace hablar por dentro y revela sus cálculos para engañar a todos, se impone el contraste y el personaje aparece tal como es: un vil engañador. Y es excusado cualquier comentario. Doña Petronila, especie de «marimacho católico» como doña Indalecia del cuento Para vicios12, es una beata militante y a pesar de eso se la ve actuar de tercera. Y no hay más que decir.

Pero los comentarios directos, que acompañan la pintura de lo que el narrador llama a veces «lascivia», son bastante frecuentes. El segundo narrador (según la terminología de G. Gullón) que asoma de vez en cuando es un moralista que, merced a unos adjetivos, a unas comparaciones..., juzga las cosas y revela al mismo tiempo el sentimiento que le inspiran. Así cuando califica de «envenenada lascivia» la atmósfera del baile del Casino (II-309), o evoca «los juegos brutales de la lascivia subrepticia» de los convidados del Vivero. Petra, para él, es siempre la «rubia lúbrica». (Hay una palabra muy significativa, que se emplea cinco o seis veces en el conjunto de la novela, y que sugiere la fuerza irreprimible de la sangre, es la palabra turgencia). En el salón amarillo, «todo era allí ausencia de honestidad» (II-440). Cuando cuenta cómo Mesía obligaba a sus queridas a desnudar el alma, el narrador-moralista colorea su comentario con unos adjetivos fuertemente reprobatorios: «aberraciones de los sentidos», «caricias absurdas», «besos disparatados», «confesiones vergonzosas» (I-493).

No cabe duda, pues, para el «Clarín» de 1885, la lascivia es tan repulsiva como para el autor de Su único hijo. La lascivia es amor degradado, un asomo de la bestialidad que, en el mejor de los casos, hace tomar a los hombres contorsiones ridículas (Bermúdez), pero que también puede llegar a disolver la conciencia moral (Petra, Obdulia, Visita), o hace que algunos se porten como animales civilizados (Fermín, cuyos rugidos interiores recuerdan la fosca pasión del sacerdote Pedro Polo de Tormento) y que otros se crean una alambicada moral que es resultado de la perversión de su conciencia (el marquesito y su refinada y enrevesada moral decadente, I-292). La lascivia es, para Alas, una desviación malsana del amor, que falsea al hombre y adultera las relaciones sociales. Pero es un hecho. Desde luego, para el artista que copia la vida tal como es, «no hay más remedio que pintar al hombre como un animal eminentemente vicioso, tal vez lujurioso. Esto no es pesimismo, es historia natural...»13.

El vicio, en Vetusta, está en todas partes. Salvo, tal vez, en las capas populares (allí no había hipocresía, las virtudes «sabían defenderse a bofetadas» I-350), aunque, por contagio, algo del inmoralismo decadente de la aristocracia se insinúe en el fuerte mundo del trabajo. En la «alta sociedad», todo es motivo para expansiones turbias: las tertulias, los bailes del Casino, e incluso las romerías, las ceremonias del culto, las predicaciones de los jesuitas, etc., etc. Es que no hay frontera entre lo profano y lo sagrado o, por mejor decir, no hay nada sagrado.

*  *  *

En las numerosas páginas que, en La Regenta, están dedicadas a la descripción de la vida religiosa, el narrador habla por cuenta propia. Entonces, Alas es el observador que describe las costumbres religiosas de su ciudad, como lo hace de una manera más abstracta (menos literaria) en sus artículos anteriores a 1884 y también, hay que insistir, en los posteriores. La crítica de la Iglesia y de las costumbres religiosas es constante y sin concesión desde 1875 hasta 1901. La fuerte sátira que es La Regenta tanto de la institución clerical como de la mentalidad de los clérigos y de sus feligreses no puede sorprender. Lo que sí es de interés es, por una parte, la completa «sociología religiosa» que nos ofrece la novela y, por otra, la pintura viva y humana que de ella nos presenta.

El narrador asiste como testigo presencial a todas las ceremonias, ve todo lo que pasa, intenta captar lo que la gente piensa y siente y hasta se introduce dentro de algunos personajes (Ana, Fermín) para escuchar su voz interior y calar en su conciencia. De ahí, la impresión de vida real. Pero el observador no es neutral. También aquí y con más fuerza que en otros aspectos, el «segundo narrador», es decir el satírico, el moralista, el que desearía que las cosas fuesen diferentes de lo que son, está siempre presente y no puede quedar impasible, ni mucho menos.

En Vetusta la religión está en todas partes, pero no para alzar el nivel espiritual de los vecinos, sino porque sí, por estar ahí. Los hombres de Iglesia comparten la vida de todos como pudieran hacerlo cualesquiera funcionarios de una institución venerable. Se pasean por el Espolón, codeándose con señoras y señoritas, asisten a todas las reuniones de la buena sociedad. El bueno de Ripamilán no se pierde una invitación de la casa de Vegallana y a menudo le acompaña el envidioso Glocester. Allí, son unos tertulios más que charlan, se divierten como todos y asisten sin ninguna mala conciencia a frivolidades y expansiones a veces de dudosa moralidad. Los ministros de la Iglesia aparecen todos (salvo el obispo) como funcionarios que cumplen con su deber. Van al coro para dormir la siesta a la hora señalada, presiden asociaciones de buenas obras, entierran, bautizan, casan, por turno, y siempre por máquina. En cuanto al confesonario, el reparto de las penitentes da lugar a envidias, rencillas y murmuraciones, y las confesiones son para algunos un medio para introducirse en las familias pudientes y satisfacer así las ambiciones propias. La conquista de la Encimada la ha realizado el Magistral merced al confesonario, de la misma manera que el abate Faujas consiguió dominar a Plassans para hacer volver la ciudad al redil bonapartista. Lo que sugieren con fuerza «Clarín» y Zola, es que es una estafa espiritual el que ciertos clérigos utilicen la confesión con fines propios, fines políticos y también a veces fines más o menos lujuriosos.

La Iglesia tiene su jerarquía, pero lo que vale para subir no es el mérito espiritual, sino las dotes políticas para imponerse y administrar. El nombramiento de don Fortunato a la cabeza del obispado fue tan sólo una necesidad política, o sea, un accidente. Desde luego, lo que llena la vida de los «santos varones», son la ambición, la envidia, las murmuraciones, las intrigas... Entre ellos, nunca es cuestión de fervor religioso. La Iglesia de Vetusta es realmente la imagen viva de la idea que «Clarín» expresará en 1899, pero que hubiera podido formular en 1875 o en 1885: esta Iglesia «es la cáscara vacía de una gran institución histórica», de la que se han apoderado «estos míseros positivistas prácticos y vulgares»14.

Además, el autor nos explica varias veces en la novela que la educación que reciben en el seminario los «aprendices de cura» no se encamina a fortalecer la fe sino, por lo contrario, a desviarla. Para el mismo Magistral, «la fe pura» de la adolescencia se convirtió en el Seminario «en pasión de escuela» que -comenta Alas- «suple muchas veces el entusiasmo de la verdadera fe» (I-450). Don Fermín vino a ser, sin fe auténtica, bueno sobre todo para la defensa de la institución, no del alma de ésta (I-451). Los seminaristas que desfilan en la procesión del Viernes Santo son «máquinas de hacer religión, reclutas de una leva forzosa del hambre y de la holgazanería» (II-365). No sólo el Seminario tuerce las conciencias; igual resultado da la «educación» religiosa. Cuando una niña de la Santa Obra del Catecismo recita con fuego una filípica contra los materialistas modernos, comenta el narrador: «era la obediencia de la mujer, hablando; el símbolo del fanatismo sentimental, la iniciación del eterno femenino en la eterna idolatría» (II-202).

¿Qué puede ser entonces la vida religiosa de los vetustenses? Pues se reduce a la observancia del rito, escrupulosamente, eso sí, pero de manera puramente exterior, rutinaria, inconsciente. Esa Iglesia totalmente huera de espiritualidad no puede suscitar sentimientos verdaderamente religiosos. Cuando vienen de refuerzo los jesuitas para la predicación de la Cuaresma, pasan allí -dice el narrador- «como una granizada», y siembran «semilla de piedad postiza y rumbosa» con «la retórica averiada de su oratoria de un barroquismo mustio y sobado» (II-329). ¿Qué mucho que, entonces, todas las pasiones, ruindades y mezquindades se congreguen en el templo cuando viene el caso? Así se explican los «espectáculos» a que dan lugar las solemnes ceremonias del culto: la Misa del gallo, la romería a San Pedro, la predicación de los jesuitas, la procesión del Viernes Santo, etc., etc.

Siempre es la misma falta de emoción religiosa en el público.

En la Misa de Nochebuena, nadie piensa en el misterio de la Natividad, a no ser Ana, de vez en cuando y de modo algo ambiguo. Durante la tremenda procesión del Viernes Santo, «ni un solo vetustense allí presente pensaba en Dios» (II-363); «los seminaristas iban a enterrar a Cristo, como a cualquier cristiano, sin pensar en El; a cumplir con el oficio» (II-365). En la misa de la Cuaresma, los fieles cantaban como «coro-monstruo bien ensayado» (II-334).

En cambio, «el populacho religioso» (II-369) se entregaba a ideas pecaminosas facilitadas por el contacto de los cuerpos. Para muchos, como para Obdulia, la religión era esto, «apretarse, estrujarse sin distinción de clases ni sexos» (II-278). Durante la Misa del gallo, durante las ceremonias de la Cuaresma, durante la procesión del Viernes Santo, los jóvenes, carlistas y liberales -precisa el narrador-, «se timaban [...] con las niñas» (II-333). Para Obdulia timarse en la Iglesia era más agradable que en otra parte (II-278). No faltaban borrachos: «y se vigilaba para evitar abusos de mayor cuantía» (II-277). Al mismo Magistral, la procesión de la ronda le parece ridícula, y Ripamilán sonríe cuando el organista convierte el templo «en un baile de candil... en una orgía» (II-275 y 279). Nadie se da cuenta nunca de que esto es una profanación. El único personaje que se ofusca de la inmoralidad de «esos malos cristianos» aquí acumulados es el buen don Pompeyo, el único ateo de Vetusta; lo cual, para Alas, es un verdadero sarcasmo.

En tales condiciones el público católico de Vetusta es un desierto para la oratoria verdaderamente sagrada, para la poesía religiosa del obispo. Nadie puede comprender la elocuencia «del apóstol», ni sentir el amor místico que sube «de su corazón a su cerebro» y convierte «el púlpito en un pebetero de poesía religiosa» (I-443). Nadie, «a no ser algún niño de imaginación fuerte y fresca» (I-449), que hubiera podido ser el joven Leopoldo15. Pero cuando el Magistral suelta un sermón bien construido, pero elaborado a duras penas al calor de una fe fingida (I-396), «la vanidad del predicador comunicaba luego con la de los oyentes /.../; nacía el entusiasmo cordial, magnético de dos vanidades conformes» (I-451).

Lo que denuncia Alas en esas descripciones de las prácticas religiosas de los vetustenses es la falta total, no sólo de sentimiento religioso, sino también de conciencia moral. Todo se ha vuelto profano, todo está profanado. La hidra de la lujuria se ha introducido en el templo del Señor, de la misma manera que el vacío espiritual de la Iglesia ha invadido toda la ciudad. Los vetustenses, como los vecinos de la ciudad de Bonifacio Reyes, se dicen católicos y «viven como ateos perfectos»16. Esta posición fuertemente crítica «Clarín» la mantiene durante toda su vida y no es sólo, desde luego, la del joven «militante democrático» de los años 1875-1881.

En las novelas de Zola, encontramos una crítica parecida, en el fondo, de la Iglesia, pero el tono de relativa objetividad que emplea siempre el novelista de Medan induciría a pensar que tal estado de cosas no le causa honda impresión. No así en «Clarín». La acritud del tono, los sarcasmos, las comparaciones, los adjetivos despreciativos, los comentarios fuertes indican que el autor de La Regenta no se siente desligado de una realidad que le amarga y le indigna... y tal vez que le duele.

*  *  *

Tal vez. Porque si el narrador nos muestra claramente lo que censura, no nos dice directamente lo que hubiera de ser la verdadera religión. Sin embargo, su concepción, o por lo menos algunas de sus ideas religiosas, se encuentran diluidas en la conciencia de ciertos personajes y particularmente de Ana. Pero hay que andar con cuidado, porque cada personaje es complejo y tiene su coherencia humana y artística que le es privativa. Alas tiene tal sentido de lo real y tal sentido de lo humano, que no se puede pensar ni un momento que hubiera elegido a un personaje como portavoz de su propio sentir y de sus propias ideas. La Regenta no es una novela de tesis, y si encierra una enseñanza será -como lo deseaba el autor- la «de la realidad misma que también la encierra»17. Pero, lo hemos dicho ya, «Clarín» expresó sus ideas sobre la Iglesia y su pensamiento religioso en numerosos artículos. El conocimiento de esas ideas nos puede ayudar a detectar y a comprender algunas de sus concepciones, aun cuando las encontramos en un personaje que tiene su «autonomía artística».

Primero, es indudable que la posición de Ana frente a la religión de los vetustenses coincide con la que expresa el narrador por cuenta propia. En las páginas que cuentan en indirecto libre la triste meditación de Ana el día de todos los Santos, encontramos repulsión ante las costumbres religiosas tradicionales, respetadas sin conciencia, ante el carácter mecánico de los ritos, ante la «hipocresía de los vivos» y las «preocupaciones absurdas» de los vetustenses (II-14). En otro lugar, Ana se rebela contra la rutina religiosa: «recitar de memoria las plegarias era un ejercicio inútil» (II-93). Cuando medita cerca de la fuente de Mari-Pepa y se rememora la conversación que acaba de mantener con el Magistral, descubre que la religión verdadera es muy otra cosa que la rutinaria, que la virtud es «el equilibrio estable del alma», que muchas cosas, las artes, la contemplación de la naturaleza, etc., pueden «elevar el alma» (I-341-345). Pero es de notar que, en este caso, Ana da valor de autenticidad a las palabras, hábiles para entusiasmar a un alma pura, pero no del todo sinceras, del Magistral.

Ahora bien, el afán de Ana por encontrar la verdadera religión y su rechazo de la conformista observancia de reglas y dogmas exteriores se parecen mucho a la búsqueda de «Clarín». Lo que dice Alas en sus artículos, lo encontramos aquí envuelto en el calor de un sentir, que bien puede ser el del autor atribuido a su personaje.

Cuando Ana, en su doloroso camino espiritual, después de sus extravíos místicos, después de sus caídas, llega a «dudar de la Iglesia, de muchos dogmas» (II-330), cuando «dudas tremendas» (II-331) asaltan su espíritu pero sin borrar la aspiración a un absoluto divino, se aproxima a la autenticidad religiosa del autor. Este confesaba, en 1878, a su amigo Tomás Tuero que en materia religiosa había renegado de «muchos nombres impuestos malamente a las cosas», pero «no de esas cosas mismas», y concluía: «nuestra religiosidad es real». Añadía: «De mí te puedo decir que mientras creía en Dios, porque sí, porque algo inefable me giraba en el corazón, fui religioso sincero... pero intermitente [...]. Ahora, nunca se me ocurre, por muy nervioso que esté, dudar de Dios»18. Ana, antes de conquistar la verdadera religión, que, para ella, es la religiosa aceptación del dolor (como veremos), es también víctima de los nervios, de la imaginación, del temperamento. Pero un día vislumbra el camino de la verdadera virtud: la «virtud por sí sola, sin ayuda de los dogmas» (II-332). Entonces, recuerda las palabras de su padre, el libre pensador don Carlos: «La verdadera religión es un homenaje interior del hombre a Dios, a un Dios que no podemos imaginar como es y que no es como dicen las religiones positivas, sino mucho mejor, mucho más grande» (II-331). Pues ésta es la religión de «Clarín» desde 1878, desde que, en las clases de Giner y de Salmerón, aprendió a «ser religioso»19. En un artículo de 1892, escribe: «El espíritu religioso es una tendencia ante todo, un punto de vista, casi pudiera decirse una digna postura, la postración ante el misterio sagrado y poético; no es, como creen muchos, ante todo una solución concreta, cerrada, exclusiva»20. Es lo que hace decir a don Carlos, en 1885.

Hablábamos arriba de los extravíos místicos de Ana, porque para nuestro autor son verdaderamente extravíos. Es muy posible, casi cierto, que «Clarín» vive de nuevo a través de su personaje algo de su propia «experiencia» mística ya superada. ¿No escribió cuando adolescente, con gran fervor él también, poemas místicos que se publicaron en El Cascabel de Frontaura? Confesó, en 1888, que se había corregido pronto, pero que El Cascabel «continuó en la mala senda, cultivando la noche serena de Fray Luis... en traje de Pierrot»21. La cita dice bien claramente cómo juzga «Clarín», tres años después de escribir La Regenta, lo que en el mismo artículo llama «desahogo de flato religioso».

Más aún; siempre desconfió Alas de la religión del sentimiento, de la religión a lo Chateaubriand. En 1878 piensa, como Balmes, que no hay que fiar demasiado de los poetas, pues «para un Victor Hugo, que comprende y siente al Dios verdadero, hasta el punto de poder con justicia llamar ateo a un arzobispo, hay ciertos poetas idólatras, Villasandinos que comparan a la Virgen con su alma»22. El análisis de los impulsos místicos de Ana, además de revelar un agudo sentido de lo humano, es muy significativo del falso romanticismo que es para él la religión de la imaginación, y la religión del sentimiento. Observa primero que los accesos místicos, como los ensueños, están en estrecha relación con la debilidad del cuerpo (I-222). (¿Visión naturalista del ser? No, más bien mero realismo). Además, la exaltación mística, en el caso de Ana, se origina en un espíritu no bien dominado por la conciencia y eso por razones diversas («educación pagana, dislocada, confusa»), que da a la piedad sincera «extrañas formas» (II-191); es evidente que «la piedad sincera» no necesita de tales «extrañas formas» que la adulteran. Pero lo más grave es que la religión de los sentidos, que a menudo está a punto de convertirse en ese sensualismo religioso siempre condenado por Alas23, es peligroso, porque puede llegar a la dilución de la conciencia y, desde luego, al relajamiento del pensamiento y de la voluntad. Ana, durante la Misa del gallo, se abandona en un principio al «olor místico de poesía inefable»; luego, «su pensamiento se remontaba, se extraviaba y al difundirse se desvanecía». Como se duerme la conciencia y no hay más que gozo, del sensualismo místico se pasa al sensualismo amoroso, sin que Ana se dé cuenta del paso de la frontera. Se le aparece la imagen de Mesía, y «en unas honduras del alma, o del cuerpo, o del infierno», experimenta un placer superior al que le proporcionan los más suaves arranques místicos (II-273).

El sensualismo religioso es, para Alas, en el mejor de los casos, una impureza, algo demasiado ligado a la «quintaesencia» de la materia que son los sentidos. Por otra parte, este sentir vuelto todo sobre sí mismo, es un sentir egoísta que puede hacer caer a quien lo experimenta en la atrevida impresión de que es un ser superior, privilegiado. Ana no escapa en ciertos momentos a esa fe egoísta, que es egotismo, porque todavía no ha conquistado esa humildad ante el misterio que sólo puede proporcionar una conciencia religiosa madura («Se creía en sus momentos de fe egoísta admirada por el Ojo invisible de la Providencia» -II-36-).

Y, precisamente, uno de los temas fundamentales de La Regenta es la conquista difícil, dolorosa de una madurez religiosa. En cierto modo, dicha conquista fue también la de Leopoldo Alas.

No se puede hablar de la religión en La Regenta sin evocar la presencia en el mundo de Vetusta del obispo, don Fortunato Camoirán, que aparece como un santo de Las Leyenda de Oro extraviado en un mundo materialista y vulgar. Es un «apóstol», pero demasiado ingenuo y cortado de una realidad que no entiende (cree en la virtud de las señoras de la aristocracia y piensa que el vicio sólo se encuentra entre las chalequeras del boulevard, I-523). Es verdad, como ha mostrado John Rutherford, que la figura del obispo no es, en La Regenta, tan positiva como se piensa a veces; lo sería tal vez si no fuera obispo, si fuera tan sólo un santo en el desierto. Su santidad no sirve para nada contra los abusos de sus subordinados, no influye en nada sobre las almas de los feligreses. Sólo vale, a los ojos del autor, por su fe pura, lo que es mucho y muestra que el catolicismo no impide la verdadera religiosidad, idea en la que «Clarín» insistirá, más tarde. Lo que es evidente es que don Fortunato es visto siempre con profunda simpatía por el narrador, y eso por su singular virtud cristiana, no cabe duda. Es más; don Fortunato es evocado las más veces con un cariño que nace, podríamos pensar, de la comprensión de un alma tierna y buena como la de un niño, pero cuyo origen, más íntimo, es el recuerdo de don Benito Sanz y Forés. Es indudable que cuando Alas da vida al obispo Camoirán está pensando en don Benito, que era obispo en su pueblo en los tiempos de la adolescencia y dejó en su alma una huella imborrable. Diez años después, en el artículo necrológico que le dedica, revela el amor y el respeto que el «apóstol católico» le «inspiró siempre, aun en las épocas de volterianismo superficial (sarampión conveniente), el recuerdo dulce, edificante de aquel Sanz y Forés» de su adolescencia, que tantas veces -añade- «despertó en mi alma la emoción religiosa, sobre todo la de caridad, de delicia inefable»24.

El «Clarín» que escribe La Regenta no es todavía el pensador esencialmente preocupado por los problemas espirituales que será en 1895, pero su sentido religioso parece ya muy maduro. Un ejemplo muy sugestivo de esa madurez religiosa se encuentra en la meditación del narrador ante las grotescas imágenes, la de la Virgen y la de Cristo, que se tambalean en la procesión del Viernes Santo. Más allá de esas estatuas vulgares, ve «Clarín» algo superior: una especie de símbolo del infinito misterio. Es decir que sabe ver un reflejo de autenticidad en lo que es una payasada. Hay como una esencia de piedad secular en esas máscaras de cera y de barniz. Esas imágenes «por la grandeza del símbolo, infundían respeto religioso... Representaba[n] a través de tantos siglos un duelo sublime» (II-366). El narrador es, pues, un hombre que sabe captar la esencia religiosa de los símbolos, aun cuando estos toman las formas más triviales y más grotescas... Así que, las meditaciones a las que se entrega, cuatro años después, cuando hace la reseña de La Unidad Católica de Víctor Díaz Ordóñez, no son tan sorprendentes como se ha dicho25.

Alas, en 1885, se ha emancipado de la religión rutinaria y ciega de «sus mayores» y de la casi totalidad de sus compatriotas y ha encontrado ya (como revela la trayectoria espiritual de Ana) el camino de la auténtica religiosidad. Pero no se debe perder de vista que siempre permaneció vivo en él cierto sentido de lo espiritual hasta en los períodos de volterianismo, «sarampión conveniente» y aun diremos necesario.

Esa madurez le permite ver el mundo como es, sin deformarlo, intentando captar sus más profundas realidades, según la óptica de un realismo total y abierto, pero sin dejar de subrayar discretamente lo que le parece la verdad. Muy lejos estamos con La Regenta de la estética naturalista de Zola, limitada por prejuicios «cientifistas», que impiden la plena captación de lo humano.

*  *  *

Es precisamente este sentido de lo humano lo que hace de La Regenta una obra madura y tan densa, que quien se asoma a ella no puede esperar encerrarla en unas cuantas frases. Los personajes de primer plano son cuerpo y alma, tienen su temperamento, su fisiología, su inteligencia, su voluntad, sus sentires y sus sentimientos, incluso tienen sus sentimientos sin nombre... Tienen una historia que en parte los ha determinado. Pero es muy importante subrayar que, a pesar de las determinaciones existenciales que constituyen el origen, la educación, el medio en que han vivido, son individuos responsables, es decir que ninguno se encuentra prisionero de un determinismo atávico que limitaría su libertad.

Lo más importante, lo más humano en Ana, en Fermín y en grado menos en don Víctor, en Guimarán, es la conciencia, es decir la aptitud del espíritu para reconocerse, en ciertas situaciones de conflicto interior. La conciencia en los personajes de Alas es una especie de lucidez interior, no siempre del todo clara y que no siempre permite elegir la solución, digamos, más moral. Es que el sentido de lo humano, para «Clarín», es el sentido de la complejidad humana. Por eso La Regenta tiene la densidad de la vida misma. Muy lejos estamos de la pre-determinada humanidad de Los Rougon. El naturalismo de «Clarín» es abierto, libre, es decir que más que naturalismo es... realismo integral. Por cierto que tan grave problema exigiría minucioso análisis comparativo que tal vez será objeto, ulteriormente, de otro trabajo... Ni siquiera nos anima aquí la pretensión de hacer un estudio completo de lo humano en La Regenta porque tenemos conciencia, como Juan Oleza, de que «lo verdaderamente singular en La Regenta es la inmensa complejidad y riqueza de matices con que el conflicto se produce»26.

Alas tiene una aptitud espontánea para captar lo esencial humano, aun cuando se trata de un grupo de personas no determinadas individualmente. Un solo ejemplo: en el baile del casino, unas cuantas frases le bastan para evocar lo esencial de las reconditeces de los seres congregados. Lo que nos presenta no es sólo la visión de un grupo de hombres y mujeres, sino un trozo de varia humanidad, con destellos de pasión, dramas interiores, etc.

«Ya había miradas de fuego, sonrisas perezosas que presentían imposibles, celos dramáticos que daban al conjunto un tono de grandeza» (II-303).

Las metonimias a partir de las cuales se dibujan esos escorzos morales de humanidad, revelan que la mirada de «Clarín» sabe ver al hombre verdadero, más allá de la apariencia exterior.

Eso explica que el liberal, el progresista «Clarín», no pueda ocultar el desprecio que le inspira el liberal Foja, mientras que ve al carlista Carraspique con cierta simpatía... dentro de lo que cabe. Es que Foja es un personaje falso, inauténtico. Hay una gran distancia entre lo que es (superficial, egoísta, interesado) y lo que pretende ser (un defensor del progreso). Su modo de hablar de la «filantropía del pueblo», por ejemplo, es mera retórica enfática y huera, desmentida por las mezquindades del personaje. Es uno de tantos representantes del anticlericalismo primario, que durante y después de la Revolución de septiembre se limitaron a «hablar mal de los curas», pero fueron incapaces, por superficiales, de obrar por el advenimiento del verdadero libre-pensamiento (II-150). Pero no se debe olvidar que, para Alas, las ideas de progreso no tienen la culpa: sólo los hombres son responsables de que las grandes ideas se vuelvan caricatura.

En cambio, Carraspique, a pesar de «su debilidad de carácter», a pesar de «sus pocas luces», es un hombre honrado que, por ejemplo, sabe estimar a don Santos Barinaga a pesar de las diferencias de ideas, y sobre todo es un hombre sincero: «Su religiosidad sincera, profunda, ciega era en él toda una virtud» (I-425). Pasa con él lo contrario de lo que ocurre con Foja. El fanatismo carlista de Carraspique, Alas lo combatió durante toda su vida, pero Carraspique es una buena persona. «Clarín» luchó durante toda su vida por el progreso, pero Foja es un ser repulsivo.

Es decir que el hombre vale por lo que es, no necesariamente por las ideas que defiende que, a veces, son ideas prestadas. Como se ve, el sentido de lo humano, en «Clarín», tiene una clara orientación moral. Lo que busca el autor de La Regenta, más allá de las apariencias, es la autenticidad del hombre, es decir el deseo en éste de adecuar el pensar y el obrar. Lo que Alas expresará más tarde con toda la fuerza de una concepción ético-religiosa altamente proclamada es, tal vez, el núcleo ético fundamental de La Regenta.

Entre los personajes de su mundo novelesco, los que sobresalen, son, como ya hemos dicho, los que tienen capacidad para intentar comprender la situación en que se encuentran y cierta aptitud para auto-analizarse en función del conflicto que se les plantea. Ana tiene una conciencia siempre viva, a pesar de todo; Fermín también, pero es demasiado inteligente para dejarse encerrar en un conflicto moral, y acude a sofismas para darse una ilusión de buena conciencia. Don Víctor viene a ser, al final, el personaje más patético de la novela, por la superior comprensión de que hace muestra.

Desde el punto de vista de la conciencia moral o de lo que podemos llamar lucidez interior, don Álvaro no nos interesa. En ningún momento le vemos volver sobre sí mismo para intentar ponerse en tela de juicio, o por lo menos intentar comprender «las cosas de la vida». «Funciona» a partir de unos cuantos valores prestados, exteriores a sí mismo, pero que ha asimilado perfectamente y con los cuales sabe jugar con tremenda habilidad. Es un personaje «real», objeto de minuciosa atención por parte del autor que le hace hablar a menudo por dentro, pero es, tal vez, el personaje menos humano de la novela. Es fundamentalmente un egoísta cuyo valor supremo es la vanidad. Se ha creado una especie de filosofía positivista, vulgar, que le permite rechazar de su universo mental cualquier escrúpulo. Es un positivismo rastrero que se caracteriza sólo por negaciones de valores ideales: negación de la virtud y de la amistad, negación del amor (para él no hay más que uno, el material, el de los sentidos), desprecio a la mujer... Y sin embargo, sabe con habilidad, cuando viene el caso, tañer la cuerda del amor ideal y halagar a la mujer, fingir portarse como amigo... La habilidad es cosa suya, pero todos los medios que emplea son imitados: imita a los héroes de novelas elegantes, su idealismo es copiado, etc., etc. Cuajan en él todos los rasgos del Tenorio, vil, grosero, aburguesado. El acierto artístico es que el autor lo muestra por dentro en sus alambicados cálculos de «máquina» para engañar, pero eso no impide que lo veamos como una parodia burguesa de Don Juan.

Además, si lo miramos bien, ni siquiera se ha creado ese positivismo del que hablábamos atrás. Lo ha tomado, por mimetismo, de sus congéneres caciquiles, porque la seudo-filosofía efectiva, si no oficial, del sistema de la Restauración es la eficacia, la consecución del resultado buscado, sin contemplaciones y sin consideraciones éticas. Tal es la «filosofía» de Mesía, la que pone en práctica tanto para ganar un distrito como para conquistar a una mujer. De hecho, al mismo tiempo en que asistimos a sus íntimos cálculos, encaminados todos a engañar, lo vemos actuar y triunfar en la sociedad. Hasta tal punto que, a pesar de lo realísima que es su figura, resistimos mal la tentación de verlo como un símbolo de la corrupción del sistema de la Restauración y de la mentalidad dominante. No podemos, desde luego, compartir el juicio de Juan Oleza, para quien Mesía sería respetado «hasta cierto punto por Clarín» porque «es superior al nivel medio de los vetustenses»27. El narrador, en efecto, no oculta su desprecio. Varias veces lo califica de «grosero», «vulgar», habla de la falsedad de su «idealismo copiado» (II-49), de «la prosaica imaginación del petimetre» (II-49), etc., etc. Pero aunque no interviniera el narrador, Mesía aparecería como el ser más despreciable de la novela. En cierto modo, es el arquetipo de la mentalidad corrompida de la Restauración, y tal vez se origine su figura en el deseo de desenmascarar la falsedad moral y social de la época. En eso residiría el poder catártico de la pintura -tan viva por lo demás- del Don Juan-cacique liberal de Vetusta.

Mesía no se puede poner en el mismo plano que los demás personajes principales. Ana, De Pas, Quintanar tienen un fondo de humanidad irreductible a cualquier fórmula. Mucho se ha escrito, y bien, sobre Ana y Fermín; así que sólo intentamos aquí sintetizar «lo esencial humano» de sus personalidades, a sabiendas de que, obrando así, desvirtuamos esa misma humanidad cuya riqueza está en «su inmensa complejidad».

En cuanto a don Víctor, sigue siendo hoy el personaje más incomprendido de la novela28. Es verdad que es siempre más o menos ridículo, como puede serlo el marido impotente y algo viejo de una mujer joven y románticamente apasionada, y que además se ha instalado en una vida comodona y sin problemas. En tales condiciones, su pasión por el teatro clásico, que le hace vivir en enfática teatralidad, acentúa el contraste entre su nulidad en materia conyugal y doméstica y su ampulosa retórica. Es verdad. Sin embargo, es buena persona a pesar de cierto egoísmo y tiene un concepto de la religión, también comodón y de acuerdo con su temperamento, pero cuyos principios son los que «Clarín» ensalzaba en León Roch29: «son necesarias las buenas obras», don Víctor «respetaba la piedad ajena» (II-295).

Pero en la catástrofe final, se enaltece singularmente. Entonces, con tremenda lucidez, lo comprende todo. Se ve como verdadero responsable de la desgracia: «¿Con qué derecho uní mi frialdad de viejo distraído y soso a los ardores y a los sueños de su juventud extremosa?» (II-484). Se siente culpable por haberse dejado seducir por Petra (¡con triste resultado!) y se alza más arriba de las leyes inveteradas de la costumbre y de lo comúnmente admitido: «¿Dejará de ser adulterio el del hombre?» (II-484). Por fin, la razón, la generosidad y la religión «triunfan en el ánimo de don Víctor» que alcanza, en su dolor, categoría trágica, pero no según el falso estilo calderoniano que ha parodiado durante su vida, sino en el sentido de la más auténtica dimensión humana.

Si el Magistral no hubiera encontrado a Ana, no sería más que un hombre de Iglesia, sin fe verdadera, inteligente (como Mesía), ambicioso (como Mesía), sin escrúpulo (como Mesía). Es decir que no sería más que uno de «esos positivistas prácticos y vulgares apoderados de la cáscara vacía de una gran institución histórica». Sería el reflejo clerical del cacique liberal dinástico de Vetusta.

El encuentro con Ana Ozores ha producido un desgarrón en esa bien montada «máquina» para hacer dinero y para ascender a obispo, arzobispo o quién sabe qué. Por el desgarrón aparece el hombre, y tal chorro de humanidad se vierte entonces, que llegamos a interesarnos más por el hombre que por el clérigo.

De golpe, Fermín se da cuenta de que hay otra cosa en el mundo que la ambición y el dinero, de que desde el momento en que salió del Seminario se ha construido una vida que tal vez no corresponde a las exigencias de su ser profundo. Ese ser que no sabe muy bien lo que es, porque resulta sepultado bajo años y años de lucha por medrar, por subir, con empeño, a toda costa, pero que brota ya, como muñón de identidad, del recuerdo de la infancia y de la adolescencia. Descubre entonces que cuando niño, cuando adolescente, tuvo «una fe pura», que entonces le movía un afán de sacrificio que le empujaba a hacerse misionero. Del diálogo, ya casi imposible entre el hombre que ha venido a ser y el que fue y no ha sido, surge, sin embargo, otro hombre: un «hombre cansado de vivir nada más para la ambición propia y para la codicia ajena», un hombre cuya alma necesitaba «alguna dulzura, una suavidad de corazón que compensara tantas asperezas» (I-401). Descubre de nuevo la poesía de las cosas y se da cuenta de que desde que era canónigo había vivido en la prosa (I-536). En breve: el Magistral descubre al hombre soterrado en el fondo de su caparazón de clérigo ambicioso.

Es capaz, en el secreto de su conciencia, de verse tal como es, con lucidez, sin concesión: es un mal clérigo, «vende la gracia», «comercia como un judío con la religión», es un ambicioso (I-422). Se siente mortificado al compararse con el obispo, a quien admira en el fondo de sí mismo: «¡Qué poéticas, qué nobles, qué espirituales le parecían ahora la virtud del otro, su elocuencia, su culto romántico de la Virgen!» (I-460).

Esa revolución interior, que así puede llamarse hasta cierto punto (como veremos), se debe al encuentro con el alma pura de una mujer «deslumbrante de hermosura». Aquí está la ambigüedad: ¿Qué le fascina al principio, el alma o la mujer? Es indudable que al principio quiere que sea el alma. La idea del alma hermana no es pura treta de seductor, en ella cuaja todo el cariño, todo el afán de pureza, toda la aspiración a lo absoluto30 que necesita el alma cuando despierta y se encuentra en la soledad del ser escindido. Pero para Fermín la comunión con el alma hermana necesitaría otro terreno que el meramente espiritual en el que se mantiene el clérigo, tal vez para no asustar a Ana. Necesitaría desnudar el alma, confesar lo que fue y lo que es realmente, y en lugar de eso, finge, desempeña su papel de buen sacerdote, de sacerdote inteligente y superior. Mientras tanto sigue calculando para mantener su posición, amenazada por la envidia. Su voluntad no está a la altura de su afán de pureza, por lo demás fugazmente entrevisto.

Ese impulso que cree puro, que quiere puro, es bastante ambiguo, incluso al principio, cuando, conmovido hasta el fondo de sí mismo, se interroga: «¿Qué era aquello [...]? No tenía nombre [...] Lo que él sentía no era lujuria; no le remordía la conciencia» (I-527). En el análisis de la «nueva pasión» de Fermín (como en otros muchos momentos psicológicos de la novela), «Clarín» nos da una muestra de su vertiginosa capacidad para calar muy hondo «en el alma toda, no sólo en la conciencia de sus personajes»31. Entonces, el autor es «alma del alma» de su criatura. Hay momentos en que, el mismo don Fermín, a pesar de su lucidez, no sabe muy bien qué es esa «pasión innominada» que le hace olvidar «el mundo entero, su ambición de clérigo, las trampas sórdidas de su madre» (II-197). Su conciencia se pierde en esa zona borrosa en la que no se puede distinguir entre lo que es de la sangre y lo que es del alma. El novelista sigue a su personaje más allá de los últimos límites del conocimiento de sí, hasta lo más hondo de la naturaleza humana, hasta donde la conciencia se empaña y no alumbra ya el camino. Esto es verdaderamente sentido de lo humano (¡Cuan lejos estamos del personaje del abate Faujas, superficial, visto sólo desde fuera en su papel «funcional»!). Al llegar aquí, el narrador, superior a su personaje, debe intervenir para revelar que éste «se ocultaba a sí mismo las ramificaciones carnales que pudiera tener aquella pasión ideal» (II-196).

Poco a poco, en efecto, en la conciencia de Fermín, se insinúa con una fuerza cada vez mayor la idea de que esa pasión que quiere ideal es en realidad amor. Entonces, vive un difícil drama interior (que no es conflicto moral, ya que nunca le acosa el remordimiento) al notar que irresistiblemente se porta, a pesar suyo, más como enamorado que como hermano del alma. Cuando vienen los celos y las torturas de la imaginación, Fermín entra en el huracán de una pasión amorosa arrebatadora que por poco hace saltar las vallas de la prudencia. El análisis del complejo mecanismo de la pasión en un hombre que se siente prisionero de su condición de sacerdote se desarrolla en toda la novela. A veces, Fermín tiene conciencia de sí; entonces se engrandece por la lucidez con que se juzga: «era él mismo quien aparecía hipócrita, lascivo, engañando al mundo entero» (II-495). Cuando, en el colmo de la desesperación, su pensamiento se vuelve hacia «su madre del alma», buscando «el regazo en que llorar», intentando redimirse a sus ojos por el amor a su madre, es conmovedor como podría serlo un niño desdichado. Cuando, por fin, la pasión moviliza toda la capacidad de violencia encerrada en un temperamento fuerte, excepcional y cuando, al mismo tiempo, siente todo el peso de sus cadenas simbolizadas por la «horrible sotana», entonces alcanza, él también, dimensión de personaje trágico. De Pas nos aparece, a pesar de sus defectos, como víctima consentida de un sistema que ha hecho de su vida una inmensa equivocación.

En fin de cuentas, lo que le falta a Fermín, a pesar de la violencia de su temperamento, es la voluntad de regeneración profunda, porque no quiere renunciar a nada. Seguirá siendo el Magistral, es decir un mundanal luchador. El impulso hacia algo más auténtico habrá sido sólo una aspiración mutilada. No se realiza la revolución interior. Sólo queda el patético dolor del hombre sin fe que aspira a otra cosa, y cuyo temperamento fuerte se ve prisionero de unas cadenas que no puede romper, unas cadenas que él mismo se ha fraguado.

Donde Alas revela, más que nunca y más que nadie, un agudo sentido de lo humano, es en el análisis no sólo psicológico -y aun pudiéramos decir psicoanalítico- sino también existencial y esencial de Ana Ozores. ¿Cómo puede insinuarse a veces entre las fibras más profundas de su personaje para vivir lo que éste vive, para sentir lo que éste siente? Podría explicarse por el misterio de la simpatía creadora que, en sí, es imposible explicar. Indudablemente, esa «especie de sexto sentido», que tiene algo de lo que podríamos llamar intuición del otro, le permite al autor llegar al alma de su personaje (como ocurre a menudo con el Fermín íntimo) y ser «alma de su alma». Sin embargo, en el caso de Ana hay algo más. Parece que por lo que toca a posición moral, a aspiración a absoluto y tal vez, a vivencias más íntimas, hay algo de Alas en la Regenta (como ya hemos visto, en parte). Acierta Gonzalo Sobejano cuando escribe que «el alma de Alas es el alma de Ana»32. Sí, en lo esencial, pero a menudo hay cierta distancia entre el alma de Alas y la de Ana. Primero, porque el personaje femenino tiene su entera cohesión artística, irreductible a cualquier asimilación sistemática con su autor. Es evidente. A lo mejor, la ansiosa búsqueda de Ana es una «objetivación» -muy a menudo a posteriori- de las experiencias y de los tanteos, incluso espirituales, de «Clarín». Es de observar que muchas veces y a pesar de la simpatía, media entre el autor y el personaje una distancia que le permite a aquél sentirse superior y juzgar implícitamente a éste (como ya hemos mostrado a propósito de ciertas actitudes religiosas de Ana). Así que, si en buena parte de su biografía intelectual y espiritual, Ana es un doble de «Clarín», es un doble más o menos alejado en el tiempo. Es decir que mucho de lo que ha vivido Ana y mucho de lo que vive, lo ha vivido y, en parte, superado el autor. Hemos visto que en los extravíos religiosos de Ana hay, tal vez, una reminiscencia de los impulsos místicos de «Clarín». Del mismo modo, Alas muestra que la Regenta se equivoca cuando se deja llevar por su inclinación romántica que le impide ver la realidad (Mesía) tal como es, porque él sabe que hay que desconfiar de una imaginación exaltada que conduce a idealizar cosas que no lo merecen. Esta delicadísima cuestión exigiría mucha reflexión y muchas páginas...

Pero, a veces también hay coincidencias, y tal vez en lo esencial (en la ética, en la voluntad de conciencia, en la aspiración a lo absoluto) hay comunión.

Lo esencial humano en Ana, lo que trasciende al personaje y que, desde luego, es tanto de «Clarín» como puede serlo de cualquier hombre, es la búsqueda de una imposible unidad del ser, la aspiración a una plenitud que rebasa los límites tanto de la materia como del espíritu. Más allá del engaño de los sentidos, más allá de los extravíos románticos, más allá de la búsqueda mística equivocada (imitar al misticismo de Santa Teresa o de San Juan de la Cruz no es misticismo, las mediaciones, en tal caso, sólo desembocan en ilusiones), lo que busca Ana es algo que trascienda su existencia sin apoyo moral o afectivo (sin hijo), solitaria, escindida.

Su vida desde la infancia hasta la caída es un camino de perfección, tan imperfecto como puede serlo la vida. Camino que se pierde, por afán de absoluto, en las nebulosas de la imaginación, que va, por desesperación, hasta las suertes de la locura, o que se extravía, no en el goce natural de los sentidos, pero sí en los engaños que los sentidos pueden levantar.

Pero siempre se afirma en ella una voluntad de lucidez, un esfuerzo por encontrar la luz de la conciencia, luchando contra los obstáculos que pone el temperamento, o contra la agresión de las fuerzas irracionales. Y así avanza por su existencia, rechazando siempre la comodona dilución en el mar corrompido y falso del medio vetustense. Ana es una naturaleza tan auténtica que al final elige el dolor33, preservando así su íntima dignidad, en lugar de aceptar el cloroformo de la falta de conciencia moral del ambiente de Vetusta.

En las últimas páginas de la novela, su lucha sumamente patética para salvar a la razón del naufragio es un tremendo esfuerzo de la voluntad para restaurar la primacía de la conciencia y, desde luego, como explicó Schopenhauer, para aceptar el dolor. Ana, al despertar en la catedral, sabrá que ya no podrá contar con ningún apoyo humano o espiritual exterior a sí misma y, tal vez, aquí empiece su más puro camino de perfección.





 
Indice