Ética, religión y sentido de lo humano en «La Regenta»
Yvan Lissorgues
En 1884, en el
momento en que escribía La Regenta,
«Clarín» le aconsejaba a Galdós ensayar
«la impersonalidad que
exageró Flaubert y de que Zola usó muy
bien»
1.
Efectivamente, a la humillación del estilo de Flaubert, Zola
prefirió, de acuerdo con su preceptiva naturalista, lo que
podríamos llamar la transparencia de la escritura. Para
Zola, el novelista debe eliminar de su estilo cuanto pueda
introducirse entre la realidad y la visión que de ella se
quiere dar. La novela es el relato de una experiencia llevada a
cabo por el novelista de una manera «científica»
y resultaría inadecuado que el narrador asomara de una
manera u otra. Es verdad que las novelas de la serie de Los
Rougon (y pensamos particularmente en La conquête de Plassans,
por ofrecer esta última analogías interesantes con
La Regenta) se caracterizan por la casi total ausencia de
comentarios, por la total ausencia de ironía y de humor.
Como quien apunta el resultado de una experiencia, Zola describe
ante todo lo exterior del hombre y cuando se interna en zonas
más profundas, se limita a estudiar los
«mecanismos» fisiológicos y deterministas. Sin
embargo, tenía grandes dotes de psicólogo (como con
perspicacia notó «Clarín» varias veces);
buen ejemplo de ello podría ser la descripción del
éxtasis seudo-místico de Marthe Rougon: el narrador,
parece sentir por un momento «la poesía» que
arrebata el espíritu de Marthe, hasta experimentar con ella
ese sentimiento sin nombre que la hace tan feliz2.
Pero es evidente también que para el autor Marthe es una
enferma, un caso clínico. Así que la estética
del determinismo le impide dejarse llevar por la
«intuición de los seres». Parece que los
personajes de Zola no tienen nada que ocultar, porque el autor,
víctima de un a priori que cree científico pero que no es
más que limitación positivista, se niega a traducir
«el más allá» de las cosas.
Esta larga digresión preliminar sobre la estética (y la ética) naturalista de Zola no era inútil para mejor poner de relieve la originalidad de Leopoldo Alas respecto a la escuela literaria que suscitaba su entusiástica adhesión dos años antes de ponerse a escribir La Regenta y a la que se declaró fiel (con muchos matices) durante toda su vida. No viene al caso aquí evocar una vez más lo que «Clarín» aceptaba y lo que rechazaba del naturalismo francés, porque es un aspecto ya perfectamente estudiado y de sobra conocido3.
Bástenos decir que La Regenta, por lo que hace al estilo, no se parece a ninguna de las novelas del autor de Los Rougon. En lugar de la transparencia buscada por Zola y casi siempre conseguida, en La Regenta nos encontramos con un lenguaje denso, repleto de elementos culturales4, un lenguaje que se carga a veces de vibraciones5, se remonta a la ironía, baja a lo grotesco, sube hasta sugerir lo inefable. Además, esta gran flexibilidad narrativa o descriptiva a veces se combina y se enriquece con las varias perspectivas abiertas por puntos de vista diferentes u opuestos (recurso al que pocas veces acude Zola, cuyas novelas son como una elucidación horizontal de la realidad). Incluso en el indirecto libre, del cual usa a menudo «Clarín», el narrador, aunque discreto, no es tan neutral como requeriría la impersonalidad naturalista6. En fin, no son escasas las intervenciones directas del narrador.
Todos estos
aspectos, someramente evocados, revelan que el autor se implica en
la escritura, o si se quiere, que no se encuentra desligado de lo
contado. Sin embargo, la realidad no sale deformada (como ocurre a
veces en Su único hijo), tan sólo cobra el
color (mejor diríamos el calor) que le da el novelista. Al
respecto, Germán Gullón abre una muy interesante
perspectiva de estudio cuando apunta: «Parecen coexistir dos narradores, quien cuenta
los sucesos y quien los colorea»
7.
Si nos fijamos en esa «colocación» de los sucesos, podremos, tal vez, «vislumbrar al autor implícito». Efectivamente, si en un primer momento no sabemos a partir de qué concepción social, ética o religiosa, el autor enjuicia la realidad, no podemos ignorar lo que critica (o lo que ensalza). Pero es indudable también que el estudio de lo que se censura y de la manera de censurar permite deducir, hasta cierto punto, el ideario moral, y los valores religiosos del autor. Es evidente también que el conocimiento de textos y artículos anteriores o posteriores a La Regenta nos ayudarán a comprender la implícita concepción del mundo y del hombre a partir de la cual se organiza la creación del universo de Vetusta.
Todos los estudios de la obra literaria de «Clarín» han mostrado que éste poseía en sumo grado «el sentido de lo real», esa cualidad que Zola consideraba como primordial para el escritor naturalista. No insistiremos demasiado en la captación de la realidad política o social, en sentido amplio, en La Regenta, no por considerar secundarios estos aspectos, sino porque han sido ya analizados. En cambio, nos interesaremos mucho más por lo que podríamos llamar sentido de lo humano, para intentar caracterizar la percepción del hombre que nos presenta La Regenta. La cuestión es mucho más compleja de lo que parece porque lo humano tal como se revela en la novela, más allá de los condicionamientos sociales, no es sólo fisiología, no es sólo espíritu, es también un conjunto de deseos vagos, de aspiraciones más o menos trascendentes, incluso de sentimientos sin nombre8. Entre la multitud de seres que constituyen el universo humano de Vetusta, hay algunos que son objeto de atención particular por parte del autor; son los que, gracias al indirecto libre, se dejan ver por dentro. En este grupo encontramos, además de Ana, Fermín y Álvaro, a don Víctor, a Saturnino Bermúdez, a Guimarán... Son personajes artísticamente privilegiados ya que el narrador se interna en ellos para «llegarles al alma».
* * *
Dos aspectos de la vida de Vetusta son objeto de atención particular por parte del narrador: el amor (o mejor el sexo) y la religión que llegan a ser dos temas omnipresentes. Pero es de notar que del amor como sentimiento, fuente posible de armonía y de plenitud humana, no es cuestión, aparte ciertos asomos ambiguos y turbios en Ana y en Fermín. En cuanto a Dios está totalmente ausente a pesar de que toda Vetusta viva al compás de las ceremonias del culto. Al respecto, el obispo y Ana, que viven, cada cual a su modo, con la divinidad, constituyen excepciones de singular relieve.
Además, en el panorama moral de la novela, desempeñan un papel importante la envidia, la codicia y sobre todo la imitación. La imitación -tal como aparece en La Regenta- es una falsa postura que toman hombres débiles o envidiosos y que tiende a deformar el ser. Ronzal imita a Mesía, y es burlesco. Paco admira e imita a Mesía. Este, como «buen» político imita todo lo que puede serle de provecho. Las criadas remedan a sus señores9. Hasta los jóvenes obreros se fingen caballeros y las muchachas del pueblo imitan a las señoritas. Si los hombres se buscan modelos, es que no saben ser lo que son y, al intentar remedar a un modelo, se alejan aún más de su autenticidad. Y hay que añadir que cuando el «modelo» es falso o corrompido (como veremos en el caso de Mesía), la falsedad y la corrupción se propagan en todo el cuerpo social. Todo eso exigiría un estudio minucioso, pero que preservara la impresión de vida, y casi diríamos de «fermentación», que produce el juego de estos valores negativos en el conjunto de la novela. Ya que no es posible aquí, intentemos, por lo menos, caracterizar cada una de esas «normas» de vida que son el amor y la religión, tales como las pinta el autor.
El amor, considerado como impulso del temperamento, o como acto carnal, resultado de la seducción de la mujer por el hombre (o del hombre por la mujer) parece responder, en La Regenta, a una especie de código social. Además, la tradicional asimilación del acto carnal con el pecado produce en algunos personajes una «autorrepresión» que cristaliza en frustración: tal es el caso, tan bien estudiado, del infeliz y a la vez ridículo Saturnino Bermúdez. De hecho, casi nunca se evoca la satisfacción física de los sentidos. El amor es para muchos erotismo más o menos degradado (fallidos escarceos de don Víctor con las criadas, alocados juegos amorosos de Edelmira y del marquesito, pegajosas seducciones de Petra, etc., etc.). Después..., se vuelve, en general, orgullo o vanidad. Obdulia y Visitación viven con el recuerdo de haber pertenecido a Mesía, como si esto fuera título de gloria. Entre los hombres pervive el tradicional concepto del amor como hazaña y el héroe, el paladín de la conquista amorosa, admirado por todos, envidiado por los más, secretamente odiado por algunos, es Álvaro Mesía, el Tenorio de Vetusta, cuya personalidad ocupa un volumen considerable en el ambiente político-moral de la ciudad.
El amor, a pesar
de ser un tema de conversación y una especie de juego entre
los iniciados de la ociosa aristocracia, sólo es tolerado si
no pasa la raya de la «decencia» pública. Buen
ejemplo de ello es la casa de Vegallana de tan dudosa moralidad,
donde todo está permitido con tal que no haya
escándalo y que se mantenga limpia la fachada10.
El bueno del marqués -«no muy
escrupuloso en materia de moral privada»
-
(I-308)11,
tiene a sus hijos ilegítimos ocultos y dispersos por las
aldeas del contorno. Así su mujer puede, sin empacho,
aconsejar a su hijo que aprenda «primero
a ser cauto y después...»
(I-311). La
hipocresía viene a ser un disfraz necesario impuesto por
«las buenas costumbres», pero muy a menudo
inútil, ya que la murmuración se encarga de
apostillar el manteo para que todos se vean unos a otros con
malicia y fruición.
Algunos hombres de Iglesia no escapan a la ley común y tributan culto secreto a Afrodita, como el Magistral, de quien se dice que tuvo varias aventuras y que suele dormir, por buen acomodo de doña Paula, pared por medio con las jóvenes criadas.
La Regenta nos ofrece pues una tipología completa de lo que llamaríamos hoy sociología de la sexualidad en una ciudad de provincia y que para «Clarín» era, en cierto modo, una visión naturalista de la realidad. Es de notar que toda una cadena de adulterios «enlaza» también a las familias de la alta sociedad de Plassans. Pero lo que Zola se limita a apuntar «objetivamente» para escribir su historia natural, Alas lo «colorea», aun cuando adopta el tono de la imparcialidad. Un recurso empleado a menudo y casi naturalmente por «Clarín» es el de los puntos de vista contrastados sobre un mismo personaje. Cuando el narrador muestra la cara social de don Álvaro, insiste en los buenos modales del personaje, en el atractivo y la seducción que ejerce sobre todos y cuando, luego, lo hace hablar por dentro y revela sus cálculos para engañar a todos, se impone el contraste y el personaje aparece tal como es: un vil engañador. Y es excusado cualquier comentario. Doña Petronila, especie de «marimacho católico» como doña Indalecia del cuento Para vicios12, es una beata militante y a pesar de eso se la ve actuar de tercera. Y no hay más que decir.
Pero los
comentarios directos, que acompañan la pintura de lo que el
narrador llama a veces «lascivia», son bastante
frecuentes. El segundo narrador (según la
terminología de G. Gullón) que asoma de vez en cuando
es un moralista que, merced a unos adjetivos, a unas
comparaciones..., juzga las cosas y revela al mismo tiempo el
sentimiento que le inspiran. Así cuando califica de «envenenada lascivia»
la
atmósfera del baile del Casino (II-309), o evoca «los juegos brutales de la lascivia
subrepticia»
de los convidados del Vivero. Petra, para
él, es siempre la «rubia
lúbrica»
. (Hay una palabra muy significativa, que
se emplea cinco o seis veces en el conjunto de la novela, y que
sugiere la fuerza irreprimible de la sangre, es la palabra
turgencia). En el salón amarillo, «todo era allí ausencia de
honestidad»
(II-440). Cuando cuenta cómo
Mesía obligaba a sus queridas a desnudar el alma, el
narrador-moralista colorea su comentario con unos adjetivos
fuertemente reprobatorios: «aberraciones
de los sentidos»
, «caricias
absurdas»
, «besos
disparatados»
, «confesiones
vergonzosas»
(I-493).
No cabe duda,
pues, para el «Clarín» de 1885, la lascivia es
tan repulsiva como para el autor de Su único hijo.
La lascivia es amor degradado, un asomo de la bestialidad que, en
el mejor de los casos, hace tomar a los hombres contorsiones
ridículas (Bermúdez), pero que también puede
llegar a disolver la conciencia moral (Petra, Obdulia, Visita), o
hace que algunos se porten como animales civilizados
(Fermín, cuyos rugidos interiores recuerdan la fosca
pasión del sacerdote Pedro Polo de Tormento) y que
otros se crean una alambicada moral que es resultado de la
perversión de su conciencia (el marquesito y su refinada y
enrevesada moral decadente, I-292). La lascivia es, para Alas, una
desviación malsana del amor, que falsea al hombre y adultera
las relaciones sociales. Pero es un hecho. Desde luego, para el
artista que copia la vida tal como es, «no hay más remedio que pintar al hombre
como un animal eminentemente vicioso, tal vez lujurioso. Esto no es
pesimismo, es historia natural...»
13.
El vicio, en
Vetusta, está en todas partes. Salvo, tal vez, en las capas
populares (allí no había hipocresía, las
virtudes «sabían defenderse a
bofetadas»
I-350), aunque, por contagio, algo del
inmoralismo decadente de la aristocracia se insinúe en el
fuerte mundo del trabajo. En la «alta sociedad», todo
es motivo para expansiones turbias: las tertulias, los bailes del
Casino, e incluso las romerías, las ceremonias del culto,
las predicaciones de los jesuitas, etc., etc. Es que no hay frontera entre lo
profano y lo sagrado o, por mejor decir, no hay nada sagrado.
* * *
En las numerosas páginas que, en La Regenta, están dedicadas a la descripción de la vida religiosa, el narrador habla por cuenta propia. Entonces, Alas es el observador que describe las costumbres religiosas de su ciudad, como lo hace de una manera más abstracta (menos literaria) en sus artículos anteriores a 1884 y también, hay que insistir, en los posteriores. La crítica de la Iglesia y de las costumbres religiosas es constante y sin concesión desde 1875 hasta 1901. La fuerte sátira que es La Regenta tanto de la institución clerical como de la mentalidad de los clérigos y de sus feligreses no puede sorprender. Lo que sí es de interés es, por una parte, la completa «sociología religiosa» que nos ofrece la novela y, por otra, la pintura viva y humana que de ella nos presenta.
El narrador asiste como testigo presencial a todas las ceremonias, ve todo lo que pasa, intenta captar lo que la gente piensa y siente y hasta se introduce dentro de algunos personajes (Ana, Fermín) para escuchar su voz interior y calar en su conciencia. De ahí, la impresión de vida real. Pero el observador no es neutral. También aquí y con más fuerza que en otros aspectos, el «segundo narrador», es decir el satírico, el moralista, el que desearía que las cosas fuesen diferentes de lo que son, está siempre presente y no puede quedar impasible, ni mucho menos.
En Vetusta la religión está en todas partes, pero no para alzar el nivel espiritual de los vecinos, sino porque sí, por estar ahí. Los hombres de Iglesia comparten la vida de todos como pudieran hacerlo cualesquiera funcionarios de una institución venerable. Se pasean por el Espolón, codeándose con señoras y señoritas, asisten a todas las reuniones de la buena sociedad. El bueno de Ripamilán no se pierde una invitación de la casa de Vegallana y a menudo le acompaña el envidioso Glocester. Allí, son unos tertulios más que charlan, se divierten como todos y asisten sin ninguna mala conciencia a frivolidades y expansiones a veces de dudosa moralidad. Los ministros de la Iglesia aparecen todos (salvo el obispo) como funcionarios que cumplen con su deber. Van al coro para dormir la siesta a la hora señalada, presiden asociaciones de buenas obras, entierran, bautizan, casan, por turno, y siempre por máquina. En cuanto al confesonario, el reparto de las penitentes da lugar a envidias, rencillas y murmuraciones, y las confesiones son para algunos un medio para introducirse en las familias pudientes y satisfacer así las ambiciones propias. La conquista de la Encimada la ha realizado el Magistral merced al confesonario, de la misma manera que el abate Faujas consiguió dominar a Plassans para hacer volver la ciudad al redil bonapartista. Lo que sugieren con fuerza «Clarín» y Zola, es que es una estafa espiritual el que ciertos clérigos utilicen la confesión con fines propios, fines políticos y también a veces fines más o menos lujuriosos.
La Iglesia tiene
su jerarquía, pero lo que vale para subir no es el
mérito espiritual, sino las dotes políticas para
imponerse y administrar. El nombramiento de don Fortunato a la
cabeza del obispado fue tan sólo una necesidad
política, o sea, un accidente. Desde luego, lo que llena la
vida de los «santos varones», son la ambición,
la envidia, las murmuraciones, las intrigas... Entre ellos, nunca
es cuestión de fervor religioso. La Iglesia de Vetusta es
realmente la imagen viva de la idea que «Clarín»
expresará en 1899, pero que hubiera podido formular en 1875
o en 1885: esta Iglesia «es la
cáscara vacía de una gran institución
histórica»
, de la que se han apoderado «estos míseros positivistas
prácticos y vulgares»
14.
Además, el
autor nos explica varias veces en la novela que la educación
que reciben en el seminario los «aprendices de cura» no
se encamina a fortalecer la fe sino, por lo contrario, a desviarla.
Para el mismo Magistral, «la fe pura» de la
adolescencia se convirtió en el Seminario «en
pasión de escuela» que -comenta Alas- «suple muchas veces el entusiasmo de la verdadera
fe»
(I-450). Don Fermín vino a ser, sin fe
auténtica, bueno sobre todo para la defensa de la
institución, no del alma de ésta (I-451). Los
seminaristas que desfilan en la procesión del Viernes Santo
son «máquinas de hacer
religión, reclutas de una leva forzosa del hambre y de la
holgazanería»
(II-365). No sólo el
Seminario tuerce las conciencias; igual resultado da la
«educación» religiosa. Cuando una niña de
la Santa Obra del Catecismo recita con fuego una filípica
contra los materialistas modernos, comenta el narrador: «era la obediencia de la mujer, hablando; el
símbolo del fanatismo sentimental, la iniciación del
eterno femenino en la eterna idolatría»
(II-202).
¿Qué
puede ser entonces la vida religiosa de los vetustenses? Pues se
reduce a la observancia del rito, escrupulosamente, eso sí,
pero de manera puramente exterior, rutinaria, inconsciente. Esa
Iglesia totalmente huera de espiritualidad no puede suscitar
sentimientos verdaderamente religiosos. Cuando vienen de refuerzo
los jesuitas para la predicación de la Cuaresma, pasan
allí -dice el narrador- «como una
granizada»
, y siembran «semilla
de piedad postiza y rumbosa»
con «la retórica averiada de su
oratoria de un barroquismo mustio y sobado»
(II-329).
¿Qué mucho que, entonces, todas las pasiones,
ruindades y mezquindades se congreguen en el templo cuando viene el
caso? Así se explican los «espectáculos»
a que dan lugar las solemnes ceremonias del culto: la Misa del
gallo, la romería a San Pedro, la predicación de
los jesuitas, la procesión del Viernes Santo, etc., etc.
Siempre es la misma falta de emoción religiosa en el público.
En la Misa de
Nochebuena, nadie piensa en el misterio de la Natividad, a no ser
Ana, de vez en cuando y de modo algo ambiguo. Durante la tremenda
procesión del Viernes Santo, «ni
un solo vetustense allí presente pensaba en Dios»
(II-363); «los seminaristas iban a
enterrar a Cristo, como a cualquier cristiano, sin pensar en El; a
cumplir con el oficio»
(II-365). En la misa de la
Cuaresma, los fieles cantaban como «coro-monstruo bien ensayado»
(II-334).
En cambio,
«el populacho religioso»
(II-369) se entregaba a ideas pecaminosas facilitadas por el
contacto de los cuerpos. Para muchos, como para Obdulia, la
religión era esto, «apretarse,
estrujarse sin distinción de clases ni sexos»
(II-278). Durante la Misa del gallo, durante las
ceremonias de la Cuaresma, durante la procesión del Viernes
Santo, los jóvenes, carlistas y liberales -precisa el
narrador-, «se timaban [...] con
las niñas»
(II-333). Para Obdulia timarse
en la Iglesia era más agradable que en otra parte (II-278).
No faltaban borrachos: «y se vigilaba
para evitar abusos de mayor cuantía»
(II-277). Al
mismo Magistral, la procesión de la ronda le parece
ridícula, y Ripamilán sonríe cuando el
organista convierte el templo «en un
baile de candil... en una orgía»
(II-275 y 279).
Nadie se da cuenta nunca de que esto es una profanación. El
único personaje que se ofusca de la inmoralidad de
«esos malos cristianos» aquí acumulados es el
buen don Pompeyo, el único ateo de Vetusta; lo cual, para
Alas, es un verdadero sarcasmo.
En tales
condiciones el público católico de Vetusta es un
desierto para la oratoria verdaderamente sagrada, para la
poesía religiosa del obispo. Nadie puede comprender la
elocuencia «del apóstol», ni sentir el amor
místico que sube «de su
corazón a su cerebro»
y convierte «el púlpito en un pebetero de
poesía religiosa»
(I-443). Nadie, «a no ser algún niño de
imaginación fuerte y fresca»
(I-449), que hubiera
podido ser el joven Leopoldo15.
Pero cuando el Magistral suelta un sermón bien construido,
pero elaborado a duras penas al calor de una fe fingida (I-396),
«la vanidad del predicador comunicaba
luego con la de los oyentes /.../; nacía el entusiasmo
cordial, magnético de dos vanidades conformes»
(I-451).
Lo que denuncia
Alas en esas descripciones de las prácticas religiosas de
los vetustenses es la falta total, no sólo de sentimiento
religioso, sino también de conciencia moral. Todo se ha
vuelto profano, todo está profanado. La hidra de la lujuria
se ha introducido en el templo del Señor, de la misma manera
que el vacío espiritual de la Iglesia ha invadido toda la
ciudad. Los vetustenses, como los vecinos de la ciudad de Bonifacio
Reyes, se dicen católicos y «viven
como ateos perfectos»
16.
Esta posición fuertemente crítica
«Clarín» la mantiene durante toda su vida y no
es sólo, desde luego, la del joven «militante
democrático» de los años 1875-1881.
En las novelas de Zola, encontramos una crítica parecida, en el fondo, de la Iglesia, pero el tono de relativa objetividad que emplea siempre el novelista de Medan induciría a pensar que tal estado de cosas no le causa honda impresión. No así en «Clarín». La acritud del tono, los sarcasmos, las comparaciones, los adjetivos despreciativos, los comentarios fuertes indican que el autor de La Regenta no se siente desligado de una realidad que le amarga y le indigna... y tal vez que le duele.
* * *
Tal vez. Porque si
el narrador nos muestra claramente lo que censura, no nos dice
directamente lo que hubiera de ser la verdadera
religión. Sin embargo, su concepción, o por lo menos
algunas de sus ideas religiosas, se encuentran diluidas en la
conciencia de ciertos personajes y particularmente de Ana. Pero hay
que andar con cuidado, porque cada personaje es complejo y tiene su
coherencia humana y artística que le es privativa. Alas
tiene tal sentido de lo real y tal sentido de lo humano, que no se
puede pensar ni un momento que hubiera elegido a un personaje como
portavoz de su propio sentir y de sus propias ideas. La
Regenta no es una novela de tesis, y si encierra una
enseñanza será -como lo deseaba el autor- la «de la realidad misma que también la
encierra»
17.
Pero, lo hemos dicho ya, «Clarín» expresó
sus ideas sobre la Iglesia y su pensamiento religioso en numerosos
artículos. El conocimiento de esas ideas nos puede ayudar a
detectar y a comprender algunas de sus concepciones, aun cuando las
encontramos en un personaje que tiene su «autonomía
artística».
Primero, es
indudable que la posición de Ana frente a la religión
de los vetustenses coincide con la que expresa el narrador por
cuenta propia. En las páginas que cuentan en indirecto
libre la triste meditación de Ana el día de
todos los Santos, encontramos repulsión ante las costumbres
religiosas tradicionales, respetadas sin conciencia, ante el
carácter mecánico de los ritos, ante la
«hipocresía de los vivos» y las «preocupaciones absurdas»
de los
vetustenses (II-14). En otro lugar, Ana se rebela contra la rutina
religiosa: «recitar de memoria las
plegarias era un ejercicio inútil»
(II-93). Cuando
medita cerca de la fuente de Mari-Pepa y se rememora la
conversación que acaba de mantener con el Magistral,
descubre que la religión verdadera es muy otra cosa que la
rutinaria, que la virtud es «el
equilibrio estable del alma»
, que muchas cosas, las
artes, la contemplación de la naturaleza, etc., pueden «elevar el alma»
(I-341-345). Pero es
de notar que, en este caso, Ana da valor de autenticidad a las
palabras, hábiles para entusiasmar a un alma pura, pero no
del todo sinceras, del Magistral.
Ahora bien, el afán de Ana por encontrar la verdadera religión y su rechazo de la conformista observancia de reglas y dogmas exteriores se parecen mucho a la búsqueda de «Clarín». Lo que dice Alas en sus artículos, lo encontramos aquí envuelto en el calor de un sentir, que bien puede ser el del autor atribuido a su personaje.
Cuando Ana, en su
doloroso camino espiritual, después de sus extravíos
místicos, después de sus caídas, llega a
«dudar de la Iglesia, de muchos
dogmas»
(II-330), cuando «dudas
tremendas»
(II-331) asaltan su espíritu pero sin
borrar la aspiración a un absoluto divino, se aproxima a la
autenticidad religiosa del autor. Este confesaba, en 1878, a su
amigo Tomás Tuero que en materia religiosa había
renegado de «muchos nombres impuestos
malamente a las cosas»
, pero «no de esas cosas mismas»
, y
concluía: «nuestra religiosidad es
real»
. Añadía: «De mí te puedo decir que mientras
creía en Dios, porque sí, porque algo
inefable me giraba en el corazón, fui religioso
sincero... pero intermitente [...]. Ahora, nunca se me ocurre, por
muy nervioso que esté, dudar de Dios»
18.
Ana, antes de conquistar la verdadera religión, que, para
ella, es la religiosa aceptación del dolor (como veremos),
es también víctima de los nervios, de la
imaginación, del temperamento. Pero un día vislumbra
el camino de la verdadera virtud: la «virtud por sí sola, sin ayuda de los
dogmas»
(II-332). Entonces, recuerda las palabras de su
padre, el libre pensador don Carlos: «La
verdadera religión es un homenaje interior del hombre a
Dios, a un Dios que no podemos imaginar como es y que no es como
dicen las religiones positivas, sino mucho mejor, mucho más
grande»
(II-331). Pues ésta es la religión
de «Clarín» desde 1878, desde que, en las clases
de Giner y de Salmerón, aprendió a «ser religioso»
19.
En un artículo de 1892, escribe: «El espíritu religioso es una tendencia
ante todo, un punto de vista, casi pudiera decirse una digna
postura, la postración ante el misterio sagrado y
poético; no es, como creen muchos, ante todo una
solución concreta, cerrada,
exclusiva»
20.
Es lo que hace decir a don Carlos, en 1885.
Hablábamos
arriba de los extravíos místicos de Ana, porque para
nuestro autor son verdaderamente extravíos. Es muy posible,
casi cierto, que «Clarín» vive de nuevo a
través de su personaje algo de su propia
«experiencia» mística ya superada. ¿No
escribió cuando adolescente, con gran fervor él
también, poemas místicos que se publicaron en El
Cascabel de Frontaura? Confesó, en 1888, que se
había corregido pronto, pero que El Cascabel
«continuó en la mala senda,
cultivando la noche serena de Fray Luis... en traje de Pierrot»
21.
La cita dice bien claramente cómo juzga
«Clarín», tres años después de
escribir La Regenta, lo que en el mismo artículo
llama «desahogo de flato
religioso»
.
Más
aún; siempre desconfió Alas de la religión del
sentimiento, de la religión a lo Chateaubriand. En 1878
piensa, como Balmes, que no hay que fiar demasiado de los poetas,
pues «para un Victor Hugo, que comprende
y siente al Dios verdadero, hasta el punto de poder con justicia
llamar ateo a un arzobispo, hay ciertos poetas idólatras,
Villasandinos que comparan a la Virgen con su
alma»
22.
El análisis de los impulsos místicos de Ana,
además de revelar un agudo sentido de lo humano, es muy
significativo del falso romanticismo que es para él la
religión de la imaginación, y la religión del
sentimiento. Observa primero que los accesos místicos, como
los ensueños, están en estrecha relación con
la debilidad del cuerpo (I-222). (¿Visión naturalista
del ser? No, más bien mero realismo). Además, la
exaltación mística, en el caso de Ana, se origina en
un espíritu no bien dominado por la conciencia y eso por
razones diversas («educación
pagana, dislocada, confusa»
), que da a la piedad sincera
«extrañas formas»
(II-191); es evidente que «la piedad
sincera»
no necesita de tales «extrañas formas»
que la
adulteran. Pero lo más grave es que la religión de
los sentidos, que a menudo está a punto de convertirse en
ese sensualismo religioso siempre condenado por Alas23,
es peligroso, porque puede llegar a la dilución de la
conciencia y, desde luego, al relajamiento del pensamiento y de la
voluntad. Ana, durante la Misa del gallo, se abandona en
un principio al «olor místico de
poesía inefable»
; luego, «su pensamiento se remontaba, se extraviaba y al
difundirse se desvanecía»
. Como se duerme la
conciencia y no hay más que gozo, del sensualismo
místico se pasa al sensualismo amoroso, sin que Ana se
dé cuenta del paso de la frontera. Se le aparece la imagen
de Mesía, y «en unas honduras del
alma, o del cuerpo, o del infierno»
, experimenta un
placer superior al que le proporcionan los más suaves
arranques místicos (II-273).
El sensualismo
religioso es, para Alas, en el mejor de los casos, una impureza,
algo demasiado ligado a la «quintaesencia» de la
materia que son los sentidos. Por otra parte, este sentir vuelto
todo sobre sí mismo, es un sentir egoísta que puede
hacer caer a quien lo experimenta en la atrevida impresión
de que es un ser superior, privilegiado. Ana no escapa en ciertos
momentos a esa fe egoísta, que es egotismo, porque
todavía no ha conquistado esa humildad ante el misterio que
sólo puede proporcionar una conciencia religiosa madura
(«Se creía en sus momentos de fe
egoísta admirada por el Ojo invisible de la
Providencia»
-II-36-).
Y, precisamente, uno de los temas fundamentales de La Regenta es la conquista difícil, dolorosa de una madurez religiosa. En cierto modo, dicha conquista fue también la de Leopoldo Alas.
No se puede hablar
de la religión en La Regenta sin evocar la
presencia en el mundo de Vetusta del obispo, don Fortunato
Camoirán, que aparece como un santo de Las Leyenda de
Oro extraviado en un mundo materialista y vulgar. Es un
«apóstol», pero demasiado ingenuo y cortado de
una realidad que no entiende (cree en la virtud de las
señoras de la aristocracia y piensa que el vicio sólo
se encuentra entre las chalequeras del boulevard, I-523). Es verdad, como ha
mostrado John Rutherford, que la figura del obispo no es, en La
Regenta, tan positiva como se piensa a veces; lo sería
tal vez si no fuera obispo, si fuera tan sólo un santo en el
desierto. Su santidad no sirve para nada contra los abusos de sus
subordinados, no influye en nada sobre las almas de los feligreses.
Sólo vale, a los ojos del autor, por su fe pura, lo que es
mucho y muestra que el catolicismo no impide la verdadera
religiosidad, idea en la que «Clarín»
insistirá, más tarde. Lo que es evidente es que don
Fortunato es visto siempre con profunda simpatía por el
narrador, y eso por su singular virtud cristiana, no cabe duda. Es
más; don Fortunato es evocado las más veces con un
cariño que nace, podríamos pensar, de la
comprensión de un alma tierna y buena como la de un
niño, pero cuyo origen, más íntimo, es el
recuerdo de don Benito Sanz y Forés. Es indudable que cuando
Alas da vida al obispo Camoirán está pensando en don
Benito, que era obispo en su pueblo en los tiempos de la
adolescencia y dejó en su alma una huella imborrable. Diez
años después, en el artículo
necrológico que le dedica, revela el amor y el respeto que
el «apóstol
católico»
le «inspiró siempre, aun en las épocas
de volterianismo superficial (sarampión conveniente), el
recuerdo dulce, edificante de aquel Sanz y Forés»
de su adolescencia, que tantas veces -añade- «despertó en mi alma la emoción
religiosa, sobre todo la de caridad, de delicia
inefable»
24.
El
«Clarín» que escribe La Regenta no es
todavía el pensador esencialmente preocupado por los
problemas espirituales que será en 1895, pero su sentido
religioso parece ya muy maduro. Un ejemplo muy sugestivo de esa
madurez religiosa se encuentra en la meditación del narrador
ante las grotescas imágenes, la de la Virgen y la de Cristo,
que se tambalean en la procesión del Viernes Santo.
Más allá de esas estatuas vulgares, ve
«Clarín» algo superior: una especie de
símbolo del infinito misterio. Es decir que sabe ver un
reflejo de autenticidad en lo que es una payasada. Hay
como una esencia de piedad secular en esas máscaras de cera
y de barniz. Esas imágenes «por
la grandeza del símbolo, infundían respeto
religioso... Representaba[n] a través de tantos siglos un
duelo sublime»
(II-366). El narrador es, pues, un hombre
que sabe captar la esencia religiosa de los símbolos, aun
cuando estos toman las formas más triviales y más
grotescas... Así que, las meditaciones a las que se entrega,
cuatro años después, cuando hace la reseña de
La Unidad Católica de Víctor Díaz
Ordóñez, no son tan sorprendentes como se ha
dicho25.
Alas, en 1885, se
ha emancipado de la religión rutinaria y ciega de «sus
mayores» y de la casi totalidad de sus compatriotas y ha
encontrado ya (como revela la trayectoria espiritual de Ana) el
camino de la auténtica religiosidad. Pero no se debe perder
de vista que siempre permaneció vivo en él cierto
sentido de lo espiritual hasta en los períodos de
volterianismo, «sarampión
conveniente»
y aun diremos necesario.
Esa madurez le permite ver el mundo como es, sin deformarlo, intentando captar sus más profundas realidades, según la óptica de un realismo total y abierto, pero sin dejar de subrayar discretamente lo que le parece la verdad. Muy lejos estamos con La Regenta de la estética naturalista de Zola, limitada por prejuicios «cientifistas», que impiden la plena captación de lo humano.
* * *
Es precisamente este sentido de lo humano lo que hace de La Regenta una obra madura y tan densa, que quien se asoma a ella no puede esperar encerrarla en unas cuantas frases. Los personajes de primer plano son cuerpo y alma, tienen su temperamento, su fisiología, su inteligencia, su voluntad, sus sentires y sus sentimientos, incluso tienen sus sentimientos sin nombre... Tienen una historia que en parte los ha determinado. Pero es muy importante subrayar que, a pesar de las determinaciones existenciales que constituyen el origen, la educación, el medio en que han vivido, son individuos responsables, es decir que ninguno se encuentra prisionero de un determinismo atávico que limitaría su libertad.
Lo más
importante, lo más humano en Ana, en Fermín y en
grado menos en don Víctor, en Guimarán, es la
conciencia, es decir la aptitud del espíritu para
reconocerse, en ciertas situaciones de conflicto interior. La
conciencia en los personajes de Alas es una especie de lucidez
interior, no siempre del todo clara y que no siempre permite elegir
la solución, digamos, más moral. Es que el sentido de
lo humano, para «Clarín», es el sentido de la
complejidad humana. Por eso La Regenta tiene la densidad
de la vida misma. Muy lejos estamos de la pre-determinada humanidad
de Los Rougon. El naturalismo de
«Clarín» es abierto, libre, es decir que
más que naturalismo es... realismo integral. Por cierto que
tan grave problema exigiría minucioso análisis
comparativo que tal vez será objeto, ulteriormente, de otro
trabajo... Ni siquiera nos anima aquí la pretensión
de hacer un estudio completo de lo humano en La Regenta
porque tenemos conciencia, como Juan Oleza, de que «lo verdaderamente singular en La
Regenta es la inmensa complejidad y riqueza de matices con que
el conflicto se produce»
26.
Alas tiene una aptitud espontánea para captar lo esencial humano, aun cuando se trata de un grupo de personas no determinadas individualmente. Un solo ejemplo: en el baile del casino, unas cuantas frases le bastan para evocar lo esencial de las reconditeces de los seres congregados. Lo que nos presenta no es sólo la visión de un grupo de hombres y mujeres, sino un trozo de varia humanidad, con destellos de pasión, dramas interiores, etc.
«Ya había miradas de fuego, sonrisas
perezosas que presentían imposibles, celos dramáticos
que daban al conjunto un tono de grandeza»
(II-303).
Las metonimias a partir de las cuales se dibujan esos escorzos morales de humanidad, revelan que la mirada de «Clarín» sabe ver al hombre verdadero, más allá de la apariencia exterior.
Eso explica que el
liberal, el progresista «Clarín», no pueda
ocultar el desprecio que le inspira el liberal Foja, mientras que
ve al carlista Carraspique con cierta simpatía... dentro de
lo que cabe. Es que Foja es un personaje falso, inauténtico.
Hay una gran distancia entre lo que es (superficial,
egoísta, interesado) y lo que pretende ser (un defensor del
progreso). Su modo de hablar de la «filantropía del
pueblo», por ejemplo, es mera retórica enfática
y huera, desmentida por las mezquindades del personaje. Es uno de
tantos representantes del anticlericalismo primario, que durante y
después de la Revolución de septiembre se limitaron a
«hablar mal de los curas»
,
pero fueron incapaces, por superficiales, de obrar por el
advenimiento del verdadero libre-pensamiento (II-150). Pero no se
debe olvidar que, para Alas, las ideas de progreso no tienen la
culpa: sólo los hombres son responsables de que las grandes
ideas se vuelvan caricatura.
En cambio,
Carraspique, a pesar de «su debilidad de
carácter», a pesar de «sus pocas luces»,
es un hombre honrado que, por ejemplo, sabe estimar a don Santos
Barinaga a pesar de las diferencias de ideas, y sobre todo es un
hombre sincero: «Su religiosidad
sincera, profunda, ciega era en él toda una
virtud»
(I-425). Pasa con él lo contrario de lo
que ocurre con Foja. El fanatismo carlista de Carraspique, Alas lo
combatió durante toda su vida, pero Carraspique es una buena
persona. «Clarín» luchó durante toda su
vida por el progreso, pero Foja es un ser repulsivo.
Es decir que el hombre vale por lo que es, no necesariamente por las ideas que defiende que, a veces, son ideas prestadas. Como se ve, el sentido de lo humano, en «Clarín», tiene una clara orientación moral. Lo que busca el autor de La Regenta, más allá de las apariencias, es la autenticidad del hombre, es decir el deseo en éste de adecuar el pensar y el obrar. Lo que Alas expresará más tarde con toda la fuerza de una concepción ético-religiosa altamente proclamada es, tal vez, el núcleo ético fundamental de La Regenta.
Entre los personajes de su mundo novelesco, los que sobresalen, son, como ya hemos dicho, los que tienen capacidad para intentar comprender la situación en que se encuentran y cierta aptitud para auto-analizarse en función del conflicto que se les plantea. Ana tiene una conciencia siempre viva, a pesar de todo; Fermín también, pero es demasiado inteligente para dejarse encerrar en un conflicto moral, y acude a sofismas para darse una ilusión de buena conciencia. Don Víctor viene a ser, al final, el personaje más patético de la novela, por la superior comprensión de que hace muestra.
Desde el punto de vista de la conciencia moral o de lo que podemos llamar lucidez interior, don Álvaro no nos interesa. En ningún momento le vemos volver sobre sí mismo para intentar ponerse en tela de juicio, o por lo menos intentar comprender «las cosas de la vida». «Funciona» a partir de unos cuantos valores prestados, exteriores a sí mismo, pero que ha asimilado perfectamente y con los cuales sabe jugar con tremenda habilidad. Es un personaje «real», objeto de minuciosa atención por parte del autor que le hace hablar a menudo por dentro, pero es, tal vez, el personaje menos humano de la novela. Es fundamentalmente un egoísta cuyo valor supremo es la vanidad. Se ha creado una especie de filosofía positivista, vulgar, que le permite rechazar de su universo mental cualquier escrúpulo. Es un positivismo rastrero que se caracteriza sólo por negaciones de valores ideales: negación de la virtud y de la amistad, negación del amor (para él no hay más que uno, el material, el de los sentidos), desprecio a la mujer... Y sin embargo, sabe con habilidad, cuando viene el caso, tañer la cuerda del amor ideal y halagar a la mujer, fingir portarse como amigo... La habilidad es cosa suya, pero todos los medios que emplea son imitados: imita a los héroes de novelas elegantes, su idealismo es copiado, etc., etc. Cuajan en él todos los rasgos del Tenorio, vil, grosero, aburguesado. El acierto artístico es que el autor lo muestra por dentro en sus alambicados cálculos de «máquina» para engañar, pero eso no impide que lo veamos como una parodia burguesa de Don Juan.
Además, si
lo miramos bien, ni siquiera se ha creado ese positivismo del que
hablábamos atrás. Lo ha tomado, por mimetismo, de sus
congéneres caciquiles, porque la seudo-filosofía
efectiva, si no oficial, del sistema de la Restauración es
la eficacia, la consecución del resultado buscado, sin
contemplaciones y sin consideraciones éticas. Tal es la
«filosofía» de Mesía, la que pone en
práctica tanto para ganar un distrito como para conquistar a
una mujer. De hecho, al mismo tiempo en que asistimos a sus
íntimos cálculos, encaminados todos a engañar,
lo vemos actuar y triunfar en la sociedad. Hasta tal punto que, a
pesar de lo realísima que es su figura, resistimos mal la
tentación de verlo como un símbolo de la
corrupción del sistema de la Restauración y de la
mentalidad dominante. No podemos, desde luego, compartir el juicio
de Juan Oleza, para quien Mesía sería respetado
«hasta cierto punto por
Clarín»
porque «es
superior al nivel medio de los vetustenses»
27.
El narrador, en efecto, no oculta su desprecio. Varias veces lo
califica de «grosero», «vulgar», habla de
la falsedad de su «idealismo
copiado»
(II-49), de «la
prosaica imaginación del petimetre»
(II-49),
etc., etc. Pero aunque no interviniera el
narrador, Mesía aparecería como el ser más
despreciable de la novela. En cierto modo, es el arquetipo de la
mentalidad corrompida de la Restauración, y tal vez se
origine su figura en el deseo de desenmascarar la falsedad moral y
social de la época. En eso residiría el poder
catártico de la pintura -tan viva por lo demás- del
Don Juan-cacique liberal de Vetusta.
Mesía no se puede poner en el mismo plano que los demás personajes principales. Ana, De Pas, Quintanar tienen un fondo de humanidad irreductible a cualquier fórmula. Mucho se ha escrito, y bien, sobre Ana y Fermín; así que sólo intentamos aquí sintetizar «lo esencial humano» de sus personalidades, a sabiendas de que, obrando así, desvirtuamos esa misma humanidad cuya riqueza está en «su inmensa complejidad».
En cuanto a don
Víctor, sigue siendo hoy el personaje más
incomprendido de la novela28.
Es verdad que es siempre más o menos ridículo, como
puede serlo el marido impotente y algo viejo de una mujer joven y
románticamente apasionada, y que además se ha
instalado en una vida comodona y sin problemas. En tales
condiciones, su pasión por el teatro clásico, que le
hace vivir en enfática teatralidad, acentúa el
contraste entre su nulidad en materia conyugal y doméstica y
su ampulosa retórica. Es verdad. Sin embargo, es buena
persona a pesar de cierto egoísmo y tiene un concepto de la
religión, también comodón y de acuerdo con su
temperamento, pero cuyos principios son los que
«Clarín» ensalzaba en León
Roch29:
«son necesarias las buenas
obras»
, don Víctor «respetaba la piedad ajena»
(II-295).
Pero en la
catástrofe final, se enaltece singularmente.
Entonces, con tremenda lucidez, lo comprende todo. Se ve como
verdadero responsable de la desgracia: «¿Con qué derecho uní mi
frialdad de viejo distraído y soso a los ardores y a los
sueños de su juventud extremosa?»
(II-484). Se
siente culpable por haberse dejado seducir por Petra (¡con
triste resultado!) y se alza más arriba de las leyes
inveteradas de la costumbre y de lo comúnmente admitido:
«¿Dejará de ser adulterio
el del hombre?»
(II-484). Por fin, la razón, la
generosidad y la religión «triunfan en el ánimo
de don Víctor» que alcanza, en su dolor,
categoría trágica, pero no según el falso
estilo calderoniano que ha parodiado durante su vida, sino en el
sentido de la más auténtica dimensión
humana.
Si el Magistral no hubiera encontrado a Ana, no sería más que un hombre de Iglesia, sin fe verdadera, inteligente (como Mesía), ambicioso (como Mesía), sin escrúpulo (como Mesía). Es decir que no sería más que uno de «esos positivistas prácticos y vulgares apoderados de la cáscara vacía de una gran institución histórica». Sería el reflejo clerical del cacique liberal dinástico de Vetusta.
El encuentro con Ana Ozores ha producido un desgarrón en esa bien montada «máquina» para hacer dinero y para ascender a obispo, arzobispo o quién sabe qué. Por el desgarrón aparece el hombre, y tal chorro de humanidad se vierte entonces, que llegamos a interesarnos más por el hombre que por el clérigo.
De golpe,
Fermín se da cuenta de que hay otra cosa en el mundo que la
ambición y el dinero, de que desde el momento en que
salió del Seminario se ha construido una vida que tal vez no
corresponde a las exigencias de su ser profundo. Ese ser que no
sabe muy bien lo que es, porque resulta sepultado bajo años
y años de lucha por medrar, por subir, con empeño, a
toda costa, pero que brota ya, como muñón de
identidad, del recuerdo de la infancia y de la adolescencia.
Descubre entonces que cuando niño, cuando adolescente, tuvo
«una fe pura», que entonces le movía un
afán de sacrificio que le empujaba a hacerse misionero. Del
diálogo, ya casi imposible entre el hombre que ha venido a
ser y el que fue y no ha sido, surge, sin embargo, otro hombre: un
«hombre cansado de vivir nada más
para la ambición propia y para la codicia ajena»
,
un hombre cuya alma necesitaba «alguna
dulzura, una suavidad de corazón que compensara tantas
asperezas»
(I-401). Descubre de nuevo la poesía de
las cosas y se da cuenta de que desde que era canónigo
había vivido en la prosa (I-536). En breve: el Magistral
descubre al hombre soterrado en el fondo de su caparazón de
clérigo ambicioso.
Es capaz, en el
secreto de su conciencia, de verse tal como es, con lucidez, sin
concesión: es un mal clérigo, «vende la
gracia», «comercia como un judío con la
religión», es un ambicioso (I-422). Se siente
mortificado al compararse con el obispo, a quien admira en el fondo
de sí mismo: «¡Qué
poéticas, qué nobles, qué espirituales le
parecían ahora la virtud del otro, su elocuencia, su culto
romántico de la Virgen!»
(I-460).
Esa
revolución interior, que así puede llamarse hasta
cierto punto (como veremos), se debe al encuentro con el alma pura
de una mujer «deslumbrante de
hermosura»
. Aquí está la ambigüedad:
¿Qué le fascina al principio, el alma o la mujer? Es
indudable que al principio quiere que sea el alma. La idea
del alma hermana no es pura treta de seductor, en ella
cuaja todo el cariño, todo el afán de pureza, toda la
aspiración a lo absoluto30
que necesita el alma cuando despierta y se encuentra en la soledad
del ser escindido. Pero para Fermín la comunión con
el alma hermana necesitaría otro terreno que el meramente
espiritual en el que se mantiene el clérigo, tal vez para no
asustar a Ana. Necesitaría desnudar el alma, confesar lo que
fue y lo que es realmente, y en lugar de eso, finge,
desempeña su papel de buen sacerdote, de sacerdote
inteligente y superior. Mientras tanto sigue calculando para
mantener su posición, amenazada por la envidia. Su voluntad
no está a la altura de su afán de pureza, por lo
demás fugazmente entrevisto.
Ese impulso que
cree puro, que quiere puro, es bastante ambiguo, incluso al
principio, cuando, conmovido hasta el fondo de sí mismo, se
interroga: «¿Qué era
aquello [...]? No tenía nombre [...] Lo que él
sentía no era lujuria; no le remordía la
conciencia»
(I-527). En el análisis de la
«nueva pasión» de Fermín (como en otros
muchos momentos psicológicos de la novela),
«Clarín» nos da una muestra de su vertiginosa
capacidad para calar muy hondo «en el
alma toda, no sólo en la conciencia de sus
personajes»
31.
Entonces, el autor es «alma del alma» de su criatura.
Hay momentos en que, el mismo don Fermín, a pesar de su
lucidez, no sabe muy bien qué es esa «pasión innominada»
que le hace
olvidar «el mundo entero, su
ambición de clérigo, las trampas sórdidas de
su madre»
(II-197). Su conciencia se pierde en esa zona
borrosa en la que no se puede distinguir entre lo que es de la
sangre y lo que es del alma. El novelista sigue a su personaje
más allá de los últimos límites del
conocimiento de sí, hasta lo más hondo de la
naturaleza humana, hasta donde la conciencia se empaña y no
alumbra ya el camino. Esto es verdaderamente sentido de lo humano
(¡Cuan lejos estamos del personaje del abate Faujas,
superficial, visto sólo desde fuera en su papel
«funcional»!). Al llegar aquí, el narrador,
superior a su personaje, debe intervenir para revelar que
éste «se ocultaba a sí
mismo las ramificaciones carnales que pudiera tener aquella
pasión ideal»
(II-196).
Poco a poco, en
efecto, en la conciencia de Fermín, se insinúa con
una fuerza cada vez mayor la idea de que esa pasión que
quiere ideal es en realidad amor. Entonces, vive un difícil
drama interior (que no es conflicto moral, ya que nunca le acosa el
remordimiento) al notar que irresistiblemente se porta, a pesar
suyo, más como enamorado que como hermano del alma.
Cuando vienen los celos y las torturas de la imaginación,
Fermín entra en el huracán de una pasión
amorosa arrebatadora que por poco hace saltar las vallas de la
prudencia. El análisis del complejo mecanismo de la
pasión en un hombre que se siente prisionero de su
condición de sacerdote se desarrolla en toda la novela. A
veces, Fermín tiene conciencia de sí; entonces se
engrandece por la lucidez con que se juzga: «era él mismo quien aparecía
hipócrita, lascivo, engañando al mundo
entero»
(II-495). Cuando, en el colmo de la
desesperación, su pensamiento se vuelve hacia «su
madre del alma», buscando «el regazo en que
llorar», intentando redimirse a sus ojos por el amor a su
madre, es conmovedor como podría serlo un niño
desdichado. Cuando, por fin, la pasión moviliza toda la
capacidad de violencia encerrada en un temperamento fuerte,
excepcional y cuando, al mismo tiempo, siente todo el peso de sus
cadenas simbolizadas por la «horrible sotana», entonces
alcanza, él también, dimensión de personaje
trágico. De Pas nos aparece, a pesar de sus defectos, como
víctima consentida de un sistema que ha hecho de su vida una
inmensa equivocación.
En fin de cuentas, lo que le falta a Fermín, a pesar de la violencia de su temperamento, es la voluntad de regeneración profunda, porque no quiere renunciar a nada. Seguirá siendo el Magistral, es decir un mundanal luchador. El impulso hacia algo más auténtico habrá sido sólo una aspiración mutilada. No se realiza la revolución interior. Sólo queda el patético dolor del hombre sin fe que aspira a otra cosa, y cuyo temperamento fuerte se ve prisionero de unas cadenas que no puede romper, unas cadenas que él mismo se ha fraguado.
Donde Alas revela,
más que nunca y más que nadie, un agudo sentido de lo
humano, es en el análisis no sólo psicológico
-y aun pudiéramos decir psicoanalítico- sino
también existencial y esencial de Ana Ozores.
¿Cómo puede insinuarse a veces entre las fibras
más profundas de su personaje para vivir lo que éste
vive, para sentir lo que éste siente? Podría
explicarse por el misterio de la simpatía creadora que, en
sí, es imposible explicar. Indudablemente, esa
«especie de sexto sentido», que tiene algo de lo que
podríamos llamar intuición del otro, le permite al
autor llegar al alma de su personaje (como ocurre a menudo con el
Fermín íntimo) y ser «alma de su alma».
Sin embargo, en el caso de Ana hay algo más. Parece que por
lo que toca a posición moral, a aspiración a absoluto
y tal vez, a vivencias más íntimas, hay algo de Alas
en la Regenta (como ya hemos visto, en parte). Acierta Gonzalo
Sobejano cuando escribe que «el alma de
Alas es el alma de Ana»
32.
Sí, en lo esencial, pero a menudo hay cierta distancia entre
el alma de Alas y la de Ana. Primero, porque el personaje femenino
tiene su entera cohesión artística, irreductible a
cualquier asimilación sistemática con su autor. Es
evidente. A lo mejor, la ansiosa búsqueda de Ana es una
«objetivación» -muy a menudo a posteriori- de las
experiencias y de los tanteos, incluso espirituales, de
«Clarín». Es de observar que muchas veces y a
pesar de la simpatía, media entre el autor y el personaje
una distancia que le permite a aquél sentirse superior y
juzgar implícitamente a éste (como ya hemos mostrado
a propósito de ciertas actitudes religiosas de
Ana). Así que, si en buena parte de su biografía
intelectual y espiritual, Ana es un doble de
«Clarín», es un doble más o menos alejado
en el tiempo. Es decir que mucho de lo que ha vivido Ana y mucho de
lo que vive, lo ha vivido y, en parte, superado el autor. Hemos
visto que en los extravíos religiosos de Ana hay, tal vez,
una reminiscencia de los impulsos místicos de
«Clarín». Del mismo modo, Alas muestra que la
Regenta se equivoca cuando se deja llevar por su inclinación
romántica que le impide ver la realidad (Mesía) tal
como es, porque él sabe que hay que desconfiar de una
imaginación exaltada que conduce a idealizar cosas que no lo
merecen. Esta delicadísima cuestión exigiría
mucha reflexión y muchas páginas...
Pero, a veces también hay coincidencias, y tal vez en lo esencial (en la ética, en la voluntad de conciencia, en la aspiración a lo absoluto) hay comunión.
Lo esencial humano en Ana, lo que trasciende al personaje y que, desde luego, es tanto de «Clarín» como puede serlo de cualquier hombre, es la búsqueda de una imposible unidad del ser, la aspiración a una plenitud que rebasa los límites tanto de la materia como del espíritu. Más allá del engaño de los sentidos, más allá de los extravíos románticos, más allá de la búsqueda mística equivocada (imitar al misticismo de Santa Teresa o de San Juan de la Cruz no es misticismo, las mediaciones, en tal caso, sólo desembocan en ilusiones), lo que busca Ana es algo que trascienda su existencia sin apoyo moral o afectivo (sin hijo), solitaria, escindida.
Su vida desde la infancia hasta la caída es un camino de perfección, tan imperfecto como puede serlo la vida. Camino que se pierde, por afán de absoluto, en las nebulosas de la imaginación, que va, por desesperación, hasta las suertes de la locura, o que se extravía, no en el goce natural de los sentidos, pero sí en los engaños que los sentidos pueden levantar.
Pero siempre se afirma en ella una voluntad de lucidez, un esfuerzo por encontrar la luz de la conciencia, luchando contra los obstáculos que pone el temperamento, o contra la agresión de las fuerzas irracionales. Y así avanza por su existencia, rechazando siempre la comodona dilución en el mar corrompido y falso del medio vetustense. Ana es una naturaleza tan auténtica que al final elige el dolor33, preservando así su íntima dignidad, en lugar de aceptar el cloroformo de la falta de conciencia moral del ambiente de Vetusta.
En las últimas páginas de la novela, su lucha sumamente patética para salvar a la razón del naufragio es un tremendo esfuerzo de la voluntad para restaurar la primacía de la conciencia y, desde luego, como explicó Schopenhauer, para aceptar el dolor. Ana, al despertar en la catedral, sabrá que ya no podrá contar con ningún apoyo humano o espiritual exterior a sí misma y, tal vez, aquí empiece su más puro camino de perfección.