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Tiempo reconquistado

Siete ensayos sobre literatura uruguaya


Fernando Aínsa





  -[7]-     -[8]-  

A mis hijos Inés y Rodrigo,
también uruguayos.



  -9-  
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Prólogo a modo de salvataje por la memoria


Hace años que siento la necesidad de este libro que he terminado de escribir hoy, 12 de setiembre de 1977. Los culpables de esta necesidad han sido la distancia y, sobre todo, el paso del tiempo. Ambos me han sorprendido y hostigado cada vez que me he puesto a mirar y a leer los viejos recortes, algunos verdaderamente amarillentos, de diarios y periódicos que ya no existen, de revistas y libros de países diferentes, donde había ido publicando artículos críticos sobre literatura uruguaya. Al leer esas páginas tenía la sensación de que ese esfuerzo estaba de tal modo dispersado en el mundo que el total de esos trabajos podían perfectamente parecer inéditos. Algunas de esas revistas nunca fueron difundidas en Uruguay, otras están olvidadas o perdidas. Con una mezcla de nostalgia, una cierta frustración y, por qué no, un poco de orgullo, estos recortes de diarios y revistas me perseguían y volvían a mí de un modo u otro, como una obsesión de la memoria que reclama ser puesta en orden y salvada de la destrucción.

Pensé que el único modo de salvar ese tiempo era intentar reconquistarlo desde el presente con la fuerza que tiene el libro sobre el recorte de un periódico. Un libro que debía ser editado en Uruguay y no en ningún otro país, porque sus páginas, por sobre todo esfuerzo de uniformación actualización y ordenamiento, son tributarios del tiempo que intento reconquistar. Hay páginas que fueron escritas con la urgencia y la emoción de la vida periodística nacional en la que participé activamente entre 1958 y 1972. Otras eran fruto de una   -10-   más ordenada y exigente reflexión para una revista especializada o un homenaje internacional. Pero todas tenían el denominador común de estar referidas a una literatura nacional de la que también me siento protagonista.

Hoy por hoy creo personalmente necesario este libro. La distancia y el tiempo que me separan de su contenido me ayudaron a ser exigente. Mucho de lo escrito estaba definitivamente muerto, pero algo merecía salvarse y con la pluma utilizada no tanto como arma creadora, sino como bisturí que corta y amputa, para separar lo muerto de lo vivo, emprendí una tarea que ha durado un año.

Un año dedicado a reconquistar el tiempo que encierran muchos años de buena literatura uruguaya; un año en el que he creído saldar una deuda con la memoria que se hará efectiva cuando el libro se difunda en el país donde se gestó integralmente y al cual está dedicado con nostalgia.

París, setiembre 1977.





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1. La naturalización de los símbolos universales: Los tres gauchos orientales de Antonio Lussich


A Gustavo Seija y su Martínez Estrada,
transfigurado en París.

El estudio de cómo los símbolos de la literatura universal se han naturalizado en la literatura latinoamericana es, tal vez, una de las apuestas críticas más interesantes que se pueden proponer al aproximarse a una corriente literaria como la gauchesca. El carácter distintivo nacional que ha hecho coherentes y unitarios a poemas de estructura y origen hispánico en países sin una tradición literaria muy intensa, como lo eran la Argentina y el Uruguay a mediados del siglo XIX, forma parte de un proceso de naturalización de símbolos de notas creativas muy particulares. Esta naturalización o «nacionalización», como gustara decir algún crítico, ha supuesto la incorporación vertebrada de una serie de motivos, preocupaciones y constantes temáticas universales a la literatura nacional, pero sobre todo la creación de una lengua capaz de expresar con vitalidad esa intención estética.

En este sentido, pocos momentos de la historia literaria del Uruguay ofrece un conjunto de obras más directas, nacionalizadas y de clara significación política y social, como las correspondientes al período de auge de la poesía gauchesca. Esta literatura ha tenido en Los tres gauchos orientales de Antonio Dionisio Lussich a una de sus obras más genuinas, representatividad que paga tributo a las coordenadas generales de la época y a lo que se convirtió luego en estereotipo y constante temática con pocas variantes imaginativas.


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Los gauchos que desaparecen


En junio de 1872, un joven de veinticuatro años, sin antecedentes   -12-   literarios conocidos, irrumpe en las letras rioplatenses con un exitoso alegato poético. Se llama Antonio Lussich1 y reclama del Gobierno más consideración y mejores condiciones de tratamiento para el gaucho, a los que dice deber «las expansiones más íntimas de sus veinte años». Lussich acaba de pasar dieciocho meses enrolado en el ejército revolucionario del coronel Timoteo Aparicio y ha descubierto, apasionadamente, a lo largo de agitadas campañas militares, las injusticias, contradicciones y explotación de que era objeto el gaucho en la campaña oriental. Ha tenido una experiencia muy similar a la de Bartolomé Hidalgo, Estanislao del Campo, Hilario Ascasubi y el propio José Hernández. Lussich habrá de reaccionar de una forma parecida a la de estos otros poetas-soldados: publicó en 1872 un largo poema gauchesco «haciendo únicamente justicia a esos desgraciados parias, víctimas del abandono en que viven, despojados de todas las garantías a que tienen derecho como ciudadanos de un pueblo libre». En la carta que dirigiera a su editor Antonio Barreiro y Ramos en oportunidad de la cuarta edición de Los tres gauchos orientales en 1833 y que pidiera se insertara en el libro. Lussich añadió que «la causa que defiendo» está desprendida de «partidismo exaltado». El gaucho es no sólo su tema, sino también su motivación y así confiesa que «me creería feliz, si del conjunto hubiese, a lo menos, conseguido entresacar alguno de los rasgos más acentuados de la existencia agitada y semi-nómada del verdadero gaucho».

  -13-  

También en 1872, escribiría Ascasubi en el prólogo a la edición parisina de Paulino Lucero2: «Mi ideal y mi tipo favorito es el gaucho más o menos como fue antes de perder mucho de su faz primitiva por el contacto con las ciudades». Más fríamente, José Hernández también en 1872, manifiesta su preocupación por «copiar sus reflexiones»; dibujar «el orden de sus impresiones y de sus defectos», en «retratar» las especialidades propias de «este tipo original de nuestras pampas, tan poco conocido por lo mismo que es difícil estudiarlo».

Sin embargo, el manifiesto propósito común a la literatura gauchesca de Ascasubi o Hernández, tiene en la obra de Antonio Lussich unas coordenadas de inmediatez y compromiso mucho mayores, porque justamente en el momento en que aparece publicado Los tres gauchos orientales, el Uruguay vive una gran politización a la que hace continua referencia su texto, y se van creando las condiciones que cuajarán en el período militarista que se abre en 1876 con el gobierno del coronel Latorre.

El gaucho tradicional que fuera espontáneo soldado de la independencia, la Guerra Grande y las revueltas revolucionarias de los años que van de 1852 a 1872, no tiene aparentemente lugar en la nueva sociedad emergente del Tratado de Paz del 6 de abril de 1872. La explotación ganadera se tecnifica, la propiedad rural se concentra y se alambran los campos terminando con un concepto de «estancia cimarrona» de la que fuera sinónimo el nomadismo y tradicional estilo de vida gauchesco, una perdida Arcadia que se va idealizando en forma abstracta y, muy probablemente, con bases poco reales.

  -14-  

La ruta abierta de los campos uruguayos se cierra para los jinetes y los gobiernos de la época, preocupados por afianzar el ideal del estado unitario y centralizado, estimulan una fuerte represión contra los últimos «hombres sueltos» de la campaña oriental. Llegan a escasear los caballos y el gaucho, cuando no se convierte en peón de estancia, se ve obligado a refugiarse en los rancheríos marginales o a lanzarse a una difícil existencia «matrera».

Paradójicamente, la literatura canta y glorifica al gaucho cuando su figura ya es crepuscular y está esencialmente derrotado. No puede olvidarse que hasta ese momento, la literatura oficial y administrativa había sido muy tajante con estos «disolutos que no queriendo volver al buen camino, huyen y se refugian entre los infieles para vivir a su capricho». Reivindicaciones poéticas como la de Lussich llegan tarde para quienes, justa o injustamente, se aparecían como integrantes de «partidas de desertores que hacen cuantos males les sugiere su perversidad», saquean, «hacen burla de la justicia» y son llamados «baqueanos de ladrones, malévolos, vagabundos, gauchos»3.

Los que iban de estancia en estancia «buscando juegos y camorras, sin respeto a la justicia» unos años antes, son ahora los «cantados» héroes de las «patriadas» revolucionarias. Heroicos, pero vencidos. El propósito de entresacar algunos de los rasgos más acentuados de la «existencia agitada y semi-nómada del verdadero gaucho», como anunciara en su prólogo, aparece continuamente ratificado en el texto de Los tres gauchos orientales. Ello le valió un gran éxito editorial momentáneo: cuatro ediciones en once años con un total de dieciséis mil ejemplares4. Pero esa misma condición de alegato   -15-   circunstancial y el hecho de que el gaucho como prototipo tendía a desaparecer, llevó a que el poema fuera olvidado después de 1883, al punto de que Lussich en su madurez era conocido únicamente como regenteador de una empresa de salvataje marítimo, como autor de libros sobre naufragios célebres y como forestador de la zona costeña de Punta Ballena, espléndido bosque donde fuera enterrado al morir en 1928. La importancia de su obra como forestador y su popularidad en el Uruguay eclipsaron su obra literaria, hasta que en 1945, merced a la tarea divulgadora de Jorge Luis Borges empezó una lenta revalorización del poeta Lussich que ha culminado en 1872 con festejos y reediciones de Los tres gauchos orientales en oportunidad del centenario de su primera edición.


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I. Los datos reales y su formulación estética


El estudio de Los tres gauchos orientales y la obra que lo siguiera en la edición de 1873, El matrero Luciano Santos, en base a todos estos antecedentes, obliga a dos operaciones analíticas constitutivas y concurrentes. Por un lado es necesario tener en cuenta la realidad histórica de los hechos narrados, los personajes como prototipos reales y las características de circunstancia que llevaron a un conjunto de elementos diversos a componer una unidad poemática. Al mismo tiempo, también es importante la realidad fijada en los poemas gauchescos precedentes y simultáneos, incluida la curiosa y confundida relación con el autor de Martín Fierro5, ya   -16-   que la obra de Lussich se inscribe sin mayores distingos en un conjunto más general.

Esta primera operación analítica -a la que llamamos «los datos reales y su formulación estética»- tiene por objeto la identificación de los elementos que integran el contexto total del poema y su representatividad «externa», todo lo que informa pero no constituye su unidad compleja. En esta primera fase juega un papel importante el lenguaje, sobre cuya particular significación deben distinguirse, a su vez, dos aspectos, siguiendo en este punto algunas de las sugerencias metodológicas de Juan Ferraté6.

Hay que distinguir -en primer lugar- lo que hay de colectivo y la tonalidad social que es propia de Los tres gauchos orientales, lo que no puede limitarse al nivel estilístico en que se coloca el poeta o la modalidad que adopta de acuerdo con las tradiciones literarias de la poesía gauchesca. Ello debe abarcar las convenciones de naturaleza extraliteraria que acepta y que son propias del habla de los gauchos que imita: al posible concepto de nivel estilístico literario de la expresión corresponde el concepto correlativo de la expresión lingüística real del grupo social «gaucho» elegido como tema, protagonista y «hablante».

En segundo lugar, es también importante lo que hay implícito en el poema, todo aquello que es tácito o circunstancial, pero que lo expreso evoca por asociación constituida mediante la experiencia conocida de la época. Gracias a ello es posible identificar por un lado la situación y la correspondiente   -17-   actitud «real», así como la relación de «interlocutores» formalizada por los tres gauchos dialogantes, José Centurión, Julián Giménez y Mauricio Baliente.


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1. La representatividad externa del poema

En sus 2376 versos el poema de Los tres gauchos orientales plantea cuál debe ser la posición correcta que deben adoptar los revolucionarios «blancos» después del Tratado de Paz de 1872. Las opiniones varían y son expresadas en un circunstancial diálogo por tres gauchos reunidos alrededor de un fogón donde hay «un puchero y el churrasquito ensartao», se han efectuado los saludos de rigor y se han extendido las invitaciones para tomar mate y algún trago de ginebra. Un pretexto de escenificación casi teatral y repetida en muchos poemas gauchescos7 sirve para enhebrar el diálogo que quiere desarrollar el autor.

El gaucho José Centurión es enemigo de la guerra, y cree con firmeza en una paz duradera. Así puede decir,


Qué se saca con la guerra,
don Julián, digameló?
Ella si sigue, crealó
va a acabar con esta tierra;
desde la mar a la tierra
tuito el páis quiere la paz;
-18-
basta de sangre, no más,
alcemos los campamentos,
se jueron los sufrimientos,
que ya no vuelvan jamás!


(vv. 1507-1516)                


Enemigo de la guerra, Centurión creerá que lo mejor es propiciar la fusión partidaria de blancos y colorados, utópica visión del partido único del cual se hablaba en la época.

En el otro extremo, Julián Giménez, predice que no se cumplirán las cláusulas del Tratado de Paz. Habla con amargada experiencia: ha vivido seis años exiliado de su patria, desde el triunfo de la Cruzada del general Flores, del Partido Colorado hasta la revolución de 1870. Sostiene que los blancos seguirán siendo perseguidos y humillados en los poblados de la campaña donde las autoridades locales sean del partido triunfante y que la paz firmada es una tradición de los políticos ciudadanos. Así se dirá,


Hoy de nuevo la Nación
vuelve a cerrarnos la puerta
que sólo se encontró abierta
por nuestra revolución;
otra vez es la ocasión
de emigrar al extranjero.


(vv. 61-66)                


Aparentemente no hay más alternativa que


¡dirse... o andar de matrero!


(v. 70)                


En una posición intermedia, el tercer gaucho dialogante, Mauricio Baliente, cree que deben aceptarse por disciplina partidaria las cláusulas del Tratado de Paz, excepto la que habla del desarme. Las condiciones del pacto firmado suponían, básicamente, la entrega de las armas, una retribución en metálico para los soldados intervinientes, el fin de persecuciones   -19-   políticas, la entrega de cuatro jefaturas departamentales a los «blancos» y el sometimiento a las nuevas autoridades constituidas. Esconder las armas por si las demás cláusulas no se cumplen y es necesario salir nuevamente a pelear es la consigna tácita y así lo propone casi proféticamente el poema, porque en 1875, «el año terrible», el gauchaje oriental estará levantado de nuevo en armas.

Tras el extenso dialogado, un cuarto gaucho aparece en escena. El «matrero» Luciano Santos, álter ego indisimulado del poeta Lussich, ha oído la conversación y será su fiel transmisor, pero al modo del «mensajero» clásico dirigirá sus palabras a una audiencia compuesta de gobierno, «gefes», «dotores», ministros, «chupadores» y el propio presidente de la República, don Tomás Gomensoro. Luciano Santos pide claramente que no se trate mal al gaucho, que se le permita trabajar, que se le dé educación («pongan de balde la escuela / en vez de comprar tanta arma»), haciendo su «suerte más liviana». «No lo curtan a macana / al que es paisano de ley, / ni lo traten como a güey / hincandolé la picana; / su suerte hagan más liviana / dejen que el pobre trabaje», recomienda a sus oyentes Luciano Santos en el verso 2316.

Menos de un año después de publicado Los tres gauchos orientales, en marzo de 1873, Lussich decide «descolgar nuevamente su guitarra» a instancia de algunos amigos y así publica la segunda edición del poema seguido de El matrero Luciano Santos, 4611 versos en su mayoría cuartetas. Ahora los interlocutores son cinco. Los tres gauchos más el propio Luciano Santos y el «rubio» Pichinango hablan y sus opiniones son mucho más uniformes. El paso del tiempo parece haber erosionado las diferencias y haber agotado los apasionados entusiasmos de la postguerra.

El encuentro de los viejos amigos marca con nitidez ese cansancio.


Sabe que se ha güelto viejo
tiene la barba y las motas
como esas nubes grandotas,
de un blanco medio azulejo


(vv. 17-20)                


  -20-  

le dice Baliente a Centurión, pero éste también le observa como


Y usté ya parece suegro,
va doblando el espinazo


(vv. 22-23)                


La conversación posterior será estrictamente rememorativa y, a diferencia de Los tres gauchos orientales, el futuro no tendrá función temática, será el pasado el que adquirirá el tono arcádico de la mítica Edad de Oro de tantos poemas gauchescos, aunque esté jalonado por tristes episodios guerreros que Luciano Santos hilvana. Pero también primará aquí la vocación política circunstancial, por lo cual la posible complejidad temática se adelgazará en aras de una simplificación de carácter e intención didáctica y con muy escasa progresión dramática.

Sin embargo, pese a este propósito limitado en su propio planteo, Los tres gauchos orientales sobresale con nitidez en la vasta producción de la poesía gauchesca uruguaya del período. Con seudónimos de autores más o menos conocidos habían aparecido durante los años posteriores a la paz de abril de 1872 varios libros y folletos con la misma temática reivindicativa del gaucho.

Una carta en verso, donde Albarao aconseja al paisanaje oriental, es publicada en 1872 con el título significativo de El gaucho oriental («Colección de poesías compuestas por el paisano Sinforiano Albarao contestando al gaucho Calisto Juentes»). La carta insiste sobre la inutilidad de las guerras civiles y en décimas poco imaginativas comenta el acuerdo de paz firmado. Más pobremente poética es la obra de Julio Figueroa; escudado bajo el seudónimo de Calisto Juentes, aunque la especulación temática sea más ambiciosa: el gaucho enfrentado a los políticos va a desaparecer marginado por las condiciones sociales instauradas por la paz.

Otros poemas con seudónimos aparecen en el mismo período. «Calisto el Ñato» (Alcides de María) dirige en Preludio de dos guitarras (1875) cartas versificadas a un interlocutor, Joaquín Rodajas, sobre la vida pasada en un campamento del ejército   -21-   al que fue llevado por la fuerza. No faltan humor y gracia en estos cuadros «de la guerra y de la paz». Tal como «Anastasio el Pollo» fuera el exitoso seudónimo de Estanislao del Campo en 1859, en ocasión de publicarse el popular Fausto, 1873 aparece «Aniceto Gallareta» escondiendo la no menos popular pluma de Isidoro de María8.

No falta la defensa del «gaucho colorado» en este conjunto de folletos y así «Calixto Rojas» lanza romances donde destaca el valor del Colorado en las patriadas, para concluir reclamando que sean mejoradas las condiciones sociales en que viven los gauchos de ese partido. El mismo tema de la Revolución del coronel Aparicio y la vida del gaucho «blanco» o «colorado» es tomado por la ficción popular (canciones, payadas, décimas de venta callejera, etc.) hasta su agotamiento imaginativo a principios del siglo XX.

Por ejemplo, en Campo (1896) de Javier de Viana hay relatos escenificados en la revolución de 1870. Algunas de «las relaciones de oposición» que analizamos en función de Los tres gauchos orientales aparecen en esa obra, luego en Leña seca donde ya indignado por «el criollismo falso» habla de «los tiempos bárbaros y avergonzadores del caudillismo analfabeto y sensual», aunque Con divisa blanca se refiera a «los políticos de gabinete, los que nunca han entrado en el alma del pueblo y pontifican desde el altar de su ilustración libresca».

Ahora bien, esta común voluntad de fidelidad analítica y preservación casi historicista del «gaucho que desaparece», en tanto es parte en el poema de Lussich de una «realidad externa» ya delimitada, contribuye a independizar y a autonomizar estéticamente a la obra como totalidad. El confinamiento progresivo a la «reservación» social y estética del gaucho como prototipo revolucionario, permite -casi paradojalmente- una lectura independiente, «autónoma», y otorga una cierta funcionalidad   -22-   literaria sin direcciones diversificadas, ni aperturas tangenciales de reconocimiento «actualizado» a la estructura total del poema.

Sin embargo, hay un segundo nivel en el estudio de Los tres gauchas orientales de indudable importancia y, nos atreveríamos a decir, de mayor significación actual: el lenguaje poético asumido como forma expresiva de un lenguaje «hablado», correlato y trasposición poética que vale la pena analizar mayor detalle.




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2. Lenguaje hablado y transposición poética

El lenguaje adoptado por Lussich en Los tres gauchos orientales supone un importante esfuerzo de aproximación a las bases reales de una lengua hablada, sin mayor tradición previa (Hidalgo, Ascasubi), pero en la cual querían descubrirse y fijarse las notas totalizadoras de la condición gaucha. Lo gauchesco se quiere entender como posición total de la psique, como toma de una realidad y su versión por el lenguaje, esa cualidad étnica con cariz geográfico y temporal que Ezequiel Martínez Estrada reclamaba como nota distintiva de esta literatura9: la «vida entera» del gaucho en la cual el lenguaje es función expresiva y modal fundamental.

El idioma «hablado» y cotidiano accede, con sus giros populares, a una poesía que hasta ese momento había utilizado en su expresión literaria una formulación lingüística neoclásica española o había intentado articular una literatura «nacional» sin bases idiomáticas reales. La retórica neoclásica es abandonada por la poesía gauchesca para lanzarse a cantar en el verso común de la poesía tradicional española que, como ha   -23-   señalado Lauro Ayestarán, «corre con la fluidez de la palabra cotidiana, pero con la gracia del canto»10.

La lengua como material primario, «el estilo especial que usan nuestros hombres de campo» como dijera el propio Lussich, tiende a «cristalizarse» y a estructurarse poéticamente en términos lingüísticos paralelos a la realidad abordada. Los tres gauchos orientales no sólo quiere trasmitir una problemática política, sino que aspira a organizar un «modo» verbalizado de entenderla. Al optar por un lenguaje está eligiendo una actitud que quiere ser capaz de abarcar en su totalidad los modos de sentir y reaccionar de los gauchos «reales».

Ascasubi se había planteado similares propósitos. «Teniendo en vista ilustrar a nuestros habitantes de la campaña las más graves cuestiones sociales que se debatían en ambas riberas del Plata -escribe11-, me he valido en mis escritos de su propio idioma y sus modismos para llamar la atención, de un modo que facilitará entre ellos la propagación de aquellos principios».

Aunque la comparación de Leopoldo Lugones entre el nuevo lenguaje de la Divina Comedia y el instaurado por el Martín Fierro parezca exagerada12, es evidente que el lenguaje de la literatura gauchesca es un lenguaje de nueva formación, con un concepto de vida integral y riqueza recién descubierta que impiden que un poema como Los tres gauchos orientales se acartone o se estructure con rigidez en su mismo origen. En esta medida se explica parte del éxito que acompañó sus primeras ediciones y la cómoda inserción del poema en lo que es hoy una tradición literaria indiscutida.

Sin embargo, es notoria una tensión permanente con efectos   -24-   de presión deformadora entre los diferentes niveles de la lengua manejada por Lussich como presunta «habla del gaucho». Al intentar expresar sentimientos e ideas que responden a una información y a una cultura cuyo modo de expresión pertenece a otra «forma de hablar», Lussich no puede evitar caer en lo que Martínez Estrada llamó «la extranjería de lo psíquico», sufriendo las palabras una cierta violencia interior no siempre resuelta. Evidentemente, el «habla» es valor esencial del poema, pero no siempre traduce la proyectada preocupación de preservación lingüística del autor.

De cualquier modo, Lussich supera el esquema de que para crear una literatura -aquella «naturalización de los símbolos» de que hablábamos al principio- bastan solamente los argumentos, ambientes y personajes «nacionales» e intuye que hay que intentar el traslado del lenguaje real, la forma de expresión con todos los giros y modismos que puedan ser indicativos de una psicología y una estructuración determinada de la realidad en el plano literario.

El sentido coloquial, con exagerados modismos locales, cierta amplitud de la oración o metáforas con vulgarismos, subyacen en todo el poema, siendo evidente que Lussich quiere conservar el pathos oral de que hablaba Nietzsche como una forma legítima de autenticidad. Es deliberado su propósito de dar mayor consistencia y veracidad a la obra, la verdad es lo verbal y el valor de esta verdad es independiente de los hechos contados, ya que está en la forma verbal de contarla.

En esta forma verbal hay cierta tendencia a la inferiorización y el empobrecimiento del lenguaje, a fuerza de ser realista. Ya decía el recordado Martínez Estrada que «el habla gauchesca es reducidísima porque ha eliminado más que innovado»13 y Lussich, pese a ciertas «licencias poéticas» y propensiones «a filosofar», constriñe también su vocabulario.

Sin embargo, bajo este lenguaje tosco, desaliñado, con un vocabulario muchas veces forzado para dar una falsa idea de «gauchismo», halagando el posible gusto del lector, Lussich   -25-   maneja con habilidad la fórmula métrica de la poesía gauchesca tradicional. El verso octosilábico con dos formas estróficas -el romance fragmentado en cuartetas y la décima que a veces forma un «trovo»- es tomado sin variantes por Lussich. Los 2376 versos que componen la versión definitiva de Los tres gauchos orientales se agrupan así en 247 cuartetas, 135 décimas y 38 versos romanceados de lenguaje inspirado y de gran naturalidad en la alocución, como ha precisado Eneida Sansone, aunque puntualice, al mismo tiempo, que gran parte del estudio que el lenguaje de Lussich merece en su expresión y versificación poética, sigue lamentablemente inédito14.




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3. El diálogo como modo dramático de la expresión

El «diálogo», que ya había permitido a Bartolomé Hidalgo una exitosa formula poética en su Diálogo entre Chano y Contreras15, reaparece como modo de expresión en Antonio Lussich. La clásica «relación», el «cielo», habían sido la forma original utilizada por Hidalgo, luego abierta al diálogo y rápidamente difundida en la poesía gauchesca posterior por Ascasubi, Araúcho, Luis Pérez y varios de los poetas anónimos del período.

Pero aun en los poetas mayores, como Ascasubi en Paulino   -26-   Lucero16, el diálogo carece de efectividad dramática: Jacinto informa, Simón escucha y a todo lo más ratifica, pregunta o incita a su compañero a proseguir su narración. El diálogo es unilateral y carece de toda controversia.

La influencia de este modo expresivo en Lussich es notoria, especialmente en el acento patriótico y humano que aparece en los tres gauchos dialogantes, embargados de nacionalismo como los de Hidalgo lo estaban de sentimiento independentista y americano. Como ha señalado Juan Carlos Guarnieri17 la «deuda» con el cantor de «la Patria Vieja» aparece ya en el subtítulo de Los tres gauchos orientales -«Diálogo entre los paisanos Julián Giménez, Mauricio Baliente y José Centurión»- que evoca los títulos de Hidalgo18.

Sin embargo esta forma «canónica» del poema gauchesco como fuerza bautizada sin ironía, es potenciada a otra dimensión dramática por Lussich al llevarse a tres, cuatro y cinco los dialogantes de sus obras y al confrontarse en el diálogo opiniones diferentes. La fórmula primitiva «unipersonal», pautada por breves acotaciones e interrogantes, es sustituida por un auténtico diálogo teatralizado donde cada interlocutor juega su papel. Esta escenificación poética ha sido considerada por Jorge B. Rivera como «una forma que resume intencionalmente mayor número de requisitos gauchescos»19 y que ha sido enfatizada por Jorge Luis Borges como el elemento de mayor valor en el poema de Lussich. Dice el autor de Discusión: «Entre amargo y amargo, tres veteranos cuentan las patriadas que hicieron. El procedimiento es el habitual, pero los hombres   -27-   de Lussich no se ciñen a la noticia histórica y abundan en pasajes autobiográficos. Estas frecuentes digresiones de orden personal y patético, ignoradas por Hidalgo y Ascasubi, son las que prefiguran el Martín Fierro, ya en la entonación, ya en las mismas palabras»20.

Este diálogo múltiple, a varias puntas, enriquece la base del poema de Lussich, ya que aunque se haya puesto una línea central de raíz política, la obra -a través del diálogo- va creando otros focos de interés. Ello nos lleva, inevitablemente, a la segunda parte de este trabajo: la operación por la cual dos distintos valores que estructuran internamente el poema son analizados.






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II. Las categorías internas del poema


La operación de análisis de Los tres gauchos orientales, que empezara con la identificación y actualización de los valores representativos «externos», incluido el lenguaje, tiene su continuación en una segunda operación: aquella que establece el total de las relaciones entre los valores y elementos que entran en juego en el poema y en la actualización de dichas relaciones como «parejas contradictorias» y dialécticas.

Esta segunda operación supone la formación de relaciones «internas» en la obra de Lussich sobre la base de un doble principio: la variedad dentro de la unidad. Esta fórmula general y simple regula no sólo la formación de las partes menores y la estructura total de Los tres gauchos orientales, sino cualquier poema que ofrezca un mínimo de complejidad.

Del principio de variedad -siguiendo nuevamente en esta materia a Juan Ferraté y la tradición crítica que él recoge21- se desprenden algunas consecuencias:

a) las relaciones entre los elementos del poema no son   -28-   relaciones simples, sino complejas, aunque aparezcan muy claras (hasta ingenuamente simplificadas) en función de la percepción total de las relaciones de la obra.

b) básicamente esas relaciones no son de concordancia y afinidad, sino relaciones de oposición, disonancia o disconformidad. Los valores puestos en juego no necesitan ser de una misma categoría, sino que son de categoría heterogéneas.

Por su parte, del principio de unidad se deriva el hecho de que cuanto mayor sea el número de relaciones que entren en juego, tanto más necesario resulta que esas relaciones se establezcan entre un número limitado de elementos. De otro modo, la unidad de la obra correría peligro de cuartearse en grupos diferentes de elementos diferentes relacionados entre sí, pero sin que guarden relaciones un grupo con otro.


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Las relaciones de oposición

Una misma identidad gauchesca reivindicada en Los tres gauchos orientales no impide que en la propia estructura del poema, se den los antagonismos de valores en forma de «parejas contradictorias». A través de estas relaciones por oposición el autor ha querido resaltar las contradicciones «externas» que derivaron, a su juicio, de la paz firmada unos meses antes de la redacción final de su obra.

En estas «parejas» de valores opuestos se repiten muchos de los temas que son leitmotiv, no sólo de la literatura gauchesca, sino de parte de la universal. Por ejemplo, las contradicciones entre la guerra y la paz, la evocación de una Edad de Oro pasada, los regresos a la patria, a la tierra y al hogar, muchas veces destruido, la juventud y la vejez y la utilización del héroe por parte de quienes tienen otros fines, abandonándolo luego a una suerte desgraciada. La lista podría ser ampliada en extensión y profundidad, pero aquí sólo nos interesa destacar los tipos de relación antagónica que surgen con mayor nitidez de la obra de Lussich; a saber,

PAZ GUERRA
GAUCHOS (Campo) POLÍTICOS Y DOCTORES (Ciudad)
HOGAR-AMOR NOMADISMO-DESTRUCCIÓN

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1. Función aglutinante de la guerra

Cuando los tres gauchos orientales o los cinco de El matrero Luciano Santos recapitulan un pasado dinámico, lo hacen desde un presente «congelado», inmovilizado por la Paz de Abril. Con ello se establece una clara línea divisoria entre períodos que se aparecen como esencialmente antagónicos: la guerra que permitía la acción y la paz que disuelve al grupo de compañeros.

Esta inmovilidad y esta división llevan a que el autor asuma un punto de vista histórico: se están recapitulando acontecimientos sin «continuidad» en el presente, por lo cual se quiere fijar una realidad que ya no existe, llamando la atención sobre un mundo que está en una especie de «reservación». La relación está bloqueada por los términos de un silogismo muy simple: esta Paz que todos festejan es la que ha levantado un muro divisorio «aislando» al gaucho; la Paz lo encierra porque en las condiciones firmadas no hay lugar para él. Si en la guerra el gaucho puede ser soldado y héroe, aflorando sus condiciones natas de bravura, particular sentido de la libertad e independencia, éstas son virtudes automáticamente peligrosas y temidos ingredientes de la paz. Aunque lo sugiera el gaucho Centurión, no es posible sustituir el fusil por el arado22.

En este sentido, Los tres gauchos orientales se convierte en espléndido documento testimonial de una teoría de base paradojal: la guerra es el vínculo de unión, la forma de aglutinamiento y creación de valores nacionales en los pueblos gauchos desperdigados en la campaña. El vagar nómada es virtud y las formas de hogar, familia estable, ceden su lugar a la sociedad de guerra23. Mundo sin «hogares-templo», la guerra permite la formulación y consolidación de los sentimientos   -30-   supraindividuales que caracterizan el sistema de valores gaucho: fraternidad, amistad, lealtad a hombres y banderías, coraje y todos los conceptos que justifican el nomadismo y lo mitifican al punto de que el desprendimiento de pertenencias y el abandono de propiedades pueden ser virtudes. La facilidad para romper con el vínculo nativo, ensillando un caballo con lo esencial, aparece varias veces reiterada en Los tres gauchos orientales.

Basta ver cómo las únicas circunstancias donde hay agrupamientos humanos son las conjuradas por el clarín guerrero:


Y como estaba Aparicio
la gente caíba a granel;
viera qué enjambre o tropel!
creí que juera el día del juicio!


(vv. 1430-1433)                


El caudillo aglutina, la guerra une y no es difícil concitar el entusiasmo popular cuando los soldados gauchos entran en los pueblos,


Viera el gentío ese día
de alborotado como andaba
cada cual se disputaba
al recibir los milicos,
viejas, mozas, pobres, ricos,
tuito el mundo se ofertaba.
Había bulla y contento,
campaneo atronador,
no se oía del dolor
la amargura ni el tormento.


(vv. 1531-1540)                


No hay escena de paz que reúna en Los tres gauchos orientales notas de mayor entusiasmo y felicidad que esta instancia de la guerra: en acción revolucionaria los gauchos están contentos y no hay lugar para el dolor. Es con la paz que llegan sus males. Por lo pronto, la dispersión de los compañeros y amigos que, como los tres gauchos, están reunidos para despedirse. Ha dicho Julián,

  -31-  

A visitarlo venía
pues nos piensan licenciar
y no me quiero largar
sin que hablemos este día.


(vv. 9-12)                


Pero además, todos sospechan que la autoridad emergente de la paz los habrán de marginar de los nuevos «centros» aglutinantes que se habrán de formar: de las pulperías, de las carreras donde gritarán «ese enemigo! es blanco, salga pa fuera!», de la banca, de los bailes donde «le quitan la consentida» y hasta del propio pago donde le dirán «gaucho vago».

Frente a esta paz de condiciones temibles, no es extraño que los gauchos se pregunten,


-¿Cómo podremos vivir
trataos de un modo tan cruel?
Lo único que puede gritarse es
guerra y guerra sin cuartel!
Hasta vencer o morir!


(vv. 1803-1807)                





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2. La oposición de la lanza y de la pluma

La paz es traición porque ha sido hecha por políticos y doctores ciudadanos ajenos al mundo rural del gaucho. Este simple silogismo está basado en una lógica desconfianza frente a las condiciones de una paz elaborada lejos de quienes protagonizaron y llevaron adelante la revolución. Los sofisticados razonamientos urbanos de los políticos escapan al pensamiento esquematizado del gaucho y surge así en el seno del poema una nueva relación antagónica basada en dualismos,   -32-   como el de la civilización-barbarie, de larga data americana24.

Así, los calificativos son duros:


Pero pa más estropicio
los letraos se nos volvieron,
y ya también disunieron a Muñiz con Aparicio
allí empezaron su oficio
de intrigas y plumería,
ansí que de día en día
la cosa tan se frunció,
que el patriotismo voló
pues solo ambición había!


(vv. 307-315)                


Si Baliente, de natural ecléctico, habla así, no puede extrañar que Julián sostenga


Y aquí, amigo, hay cada maestro
con más letras que un misario.
Y a la oreja siempre andan
y como sarna se pegan!
dentran, salen, corren, bregan,
se dueblan con los que mandan:
con el unto de su labia:
en fin, hermano, de rabia
tanta falsía de una vez;


(vv. 325-333)                


En este esquema simplificado el militar aparece como aislado de los intereses del gaucho. No los traiciona como los políticos.

  -33-  

No es el general, creamé,
quien nos ha clavao del pico;
son los que untan el bolsico
con la sangre de este país;
que el diablo les diera maíz!
en vez de pluma y tintero.


(vv. 401-406)                


A los ojos del gaucho,


hubiera sido otra cosa
sin los enriedos y prosa
que nos trujo tal gente,
que se llama inteligente
y nos quiere embozalar.


(vv. 417-421)                


A la hora de la paga por los servicios prestados como soldados de la revolución, los tres gauchos sospechan que «entre velas y candiles se irán los quinientos miles, y pa el gaucho... no habrá un queso». Nuevamente se categoriza al político ciudadano como hablador («quizás muevan la sin güeso pa darnos algún consuelo»), pero el razonamiento abre la compuerta a cierto resentimiento y a la comprobación tardía de haber sido utilizado y luego abandonado por los líderes.


Solo cuando nos precisan
entonces sí, son cumplidos,
pero después de servidos
si nos encuentran nos pisan;
y si acaso nos devisan
se soslayan del camino,
por qué un tinterillo fino
con un gaucho se deshonra;


(vv. 1633-1640)                





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3. El amor ausente

La carencia de hogar, entendido como templo familiar,   -34-   o su vulnerabilidad extrema se repite como constante en Los tres gauchos orientales, sin que aparezcan variantes al «motivo» tradicional de la poesía gauchesca: la revolución y la guerra es más importante que cualquier querencia estable. Así Baliente recuerda sin mucha nostalgia cómo,


   Yo tuve ovejas y hacienda
caballos, casa y manguera;
mi dicha era verdadera...


(vv. 105-107)                


Sin embargo, pese a que «feliz vivía como un rey» el llamado de la guerra no le permitió dudar y así confiesa


pero el clarín con su voz
tuito abandonar me hizo;
saqué a gatas lo preciso,
y a lo demás, dije adiós!


(vv. 113-116)                


Tradicionalmente la literatura gauchesca no ha dado mucha importancia al hogar, ni como recinto material, ni como centro de cohesión familiar25, reflejando siempre impresiones de inestabilidad, desamparo y renunciando a todo atisbo de paz y sosiego, tal como puede dar la más humilde casa de otras literaturas.

Como Baliente, el gaucho Centurión también ha abandonado todo, cuando lo han buscado para enrolarse en la revolución. Lo imprescindible lo lleva en su caballo, convirtiéndose el recado en una suerte de «espacio concentrado» del hogar abandonado. Allí carga todo cuanto necesita: manta, poncho, cojinillo y una pequeña maleta con «dos mudas de ropa nueva». El hogar que ha quedado atrás no importa: «mi cueva» puede ser librada a los «caranchos» o destruida como sospecha el mismo Baliente,


Carchas, majadas y querencia
volaron con la patriada,
-35-
y hasta una vieja enramada
que cayó... supe en mi ausencia.
La guerra se lo comió
y el rastro de lo que jué
será lo que encontraré
cuando al pago caiga yo!


(vv. 116-123)                


Lo que sospecha Baliente en Los tres gauchos orientales es ya una certeza un año después en El matrero Luciano Santos, cuando Luciano Santos cuenta cómo


Salí pa el pago rumbiando
al ser un hecho la paz;
mi deseo era tan veraz
que en la marcha iba volando;
más vide al llegar, temblando,
que de tanto que dejé,
ya nada quedaba en pie
sino una triste tapera!


(vv. 2195-2202)                


En este mundo no hay amor, aunque Centurión se diga


Es el amor que alimenta
el árbol de la esperanza;
feliz aquel que lo alcanza
y en el alma lo sustenta


(vv. 753-756)                


El orden de relaciones creado por la guerra es excluyente de toda idea de amor, ya


que aunque el amor y la guerra
son casi de un parecer;
nos yere el uno sin ver,
nos echa la otra por tierra.


(vv. 769-772)                


El gaucho Julián responde, por su parte, casi con brutalidad a toda posible idea del amor.

  -36-  

Deje a las hembras atrás
que ya cansó la tal yerba


(vv. 761-762)                


ya que,


Yo no entiendo otros amores
que respirar los olores
de un güen frasco de ginebra.


(vv. 786-788)                


Recordaba Martínez Estrada26 que en «la pintura del amor nuestros poetas gauchescos fueron groseramente ineptos, y recurrieron infaliblemente a fórmulas estereotipadas de insolente vacuidad», por lo cual el vocabulario aparece reducido y sin vivencias para lo que puede ser pasión. La guerra esfumina la figura de la mujer, careciendo de consistencia como personajes, a todo lo más apareciendo como contrapunto de la soledad actual del personaje.

El gaucho difícilmente se confiesa enamorado, ya que hacer alabanza de una mujer es sinónimo de debilidad y motivo de chisme, burla de amigo. El amor parece disminuir otros valores estrictamente viriles de la sociedad guerrera. Julián puntualiza con claridad en El matrero Luciano Santos,


Los cuatro, aunque medio blandos,
en chicas no nos paramos;
si en nuestro paso encontramos
quien nos quiera armar un frito
pa el otro mundo lo echamos,
sin rezarle ni un bendito.


(vv. 2151-2156)                


Mejor pelear que amar, aunque Luciano recuerde a una mujer que quiso «como amor primero» y culpe a la guerra de que la haya «marchitado como a una violeta».

También recuerda Centurión a «la prenda que me ha robao el sosiego» a la que califica de «tirana», pero a la que   -37-   abandonó el mismo día que la había conocido. Pero la inconstancia se atribuye sin dudas a la mujer. Así es a la mujer a quien se dedican los mayores reproches de cualquier cambio de sentimientos.


La mujer suele cambiar
como el tiempo y los asuntos...
y el que viene atras arréa
los bienes de los difuntos.


La carencia de hogar y de amor, sin embargo, no es reciente. Los gauchos que ahora piensan así es porque han crecido con esa escala de valores que aprendieron, muchas veces duramente, en su propia infancia. Luciano Santos no sabe ni en qué año nació, «ni del vientre que salió». La ruptura ha sido brutal:


Mis padres, lejos de sí
como cachorro apestao
me echaron abandonao
cuando entuavía mamaba.


(vv. 3615-3618)                


Una vida nómada, sin hogar, lo lleva a considerar que


y ese andar de lao a lao
sin familia y sin querencia,
llorando del bien la ausencia,
mucho... mucho me ha enseñao!


(vv. 4249-4252)                


Todas estas parejas de valores antagónicos -a las que podrían añadirse otras- van estructurando un poema de particular valor concentrado, donde es evidente que el esfuerzo de conversión y «naturalización de símbolos» a la literatura gauchesca se da con nitidez en una obra de rara virtud «unitaria». En este sentido entendemos a Los tres gauchos orientales como una obra significativa, aunque muchos de sus versos hayan pagado un fuerte tributo a su circunstancialidad política.

  -38-  

Sin embargo, pese a esta dependencia reconocida por el propio autor, no puede dejar de tenerse en cuenta que la concentración unitaria de valores opuestos del mundo gaucho desaparecido ha permitido que sea posible hoy una lectura total y autónoma de la obra de Lussich sin otra apoyatura que su propio universo y lenguaje poético. Y éstas son raras virtudes que otros poetas, menos comprometidos aun con su tiempo, no pueden reivindicar hoy con tanta legitimidad como lo hizo en 1872 el juvenil y apasionado autor de Los tres gauchos orientales.









  -39-  
Bibliografía

1. Obras de Antonio Dionisio Lussich

A) Obras gauchescas

Los tres gauchos orientales (Imprenta «La Tribuna»; Buenos Aires, 1872; 59 páginas; 1.ª edición).

Los tres gauchos orientales seguido de El matrero Luciano Santos (Imprenta del Comercio; Buenos Aires, 1873; 2.ª edición).

Los tres gauchos orientales; El matrero Luciano Santos; El inválido Oriental (Imprenta La Democracia; Montevideo, 1877; 3.ª edición).

Los tres gauchos orientales y El matrero Luciano Santos, seguido de Cantalicio Quiros y Miterio Castro en un baile del Club Uruguay (Barreiro y Ramos; Montevideo, 1883; 365 páginas; 4.ª edición).

Los tres gauchos orientales y otras poesías. Edición prologada por el doctor Mario Falcao Espalter (Claudio García; Montevideo, 1937; 419 páginas).

Los tres gauchos orientales (Colección de Clásicos Uruguayos; volumen 56; prólogo de Eneida Sansone de Martínez; Biblioteca Artigas del Ministerio de Instrucción Pública; Montevideo, 1964; 350 páginas).

Los tres gauchos orientales (Colección Vaconmigo; prólogo y notas de Juan Carlos Guarnieri; introducción de Ángel Ramá; Biblioteca de Marcha; Montevideo, 1972; 168 páginas).

B) Otras obras de Lussich

El naufragio de la barca inglesa Mabel (El Telégrafo Marítimo; Montevideo, 1886; 36 páginas).

Naufragios célebres en el Cabo Polonio, el Banco Inglés y el Océano Atlántico (El Siglo Ilustrado; Montevideo, 1893; 242 páginas). Hay una edición posterior de 1938 (Claudio García; Montevideo) y una traducción al inglés, impresa en Montevideo en 1894 (El Siglo Ilustrado; traducción de Henry C. Ayre).

C) Obras de Lussich incluidas en Antologías

Araújo, Orestes, Cuadros descriptivos del Uruguay por autores   -40-   nacionales y extranjeros (Dornaleche y Reyes; Montevideo, 1895, 318 páginas).

Borges, Jorge Luis y Bioy Casares, Adolfo, Poesía gauchesca (El tomo segundo incluye la obra gauchesca completa de Lussich); Fondo de Cultura Económica; México, 1955; 1.ª edición, 2 volúmenes.

Caillet Bois, Julio, Antología de la poesía hispanoamericana (Aguilar S. A.; Madrid, 1958; 1987 páginas).

Casal, Julio, Exposición de la poesía uruguaya, desde sus orígenes hasta 1940 (Editorial Claridad; Montevideo, 1940; 766 páginas).

Chávez, Fermín, Poesía rioplatense en estilo gaucho (Ediciones Culturales Argentinas; Buenos Aires, 1962; 155 páginas).

García, Serafín J., Diez poetas gauchescos del Uruguay (Blundi; Montevideo, 1963; 121 páginas).

–––, Panorama de la poesía gauchesca y nativista del Uruguay (Editorial Claridad; Montevideo, 1941; 311 páginas).

Guarnieri, Juan C., Versos gauchescos y nativistas (Editorial Ombú; Montevideo, 1949; 129 páginas).

Magariños Cervantes, Alejandro, Páginas Uruguayas. Álbum de poesías (Tomo I. Imprenta La Tribuna; Montevideo, 1878).

Sansone, Eneida, La poesía gauchesca (Cedal, Buenos Aires, 1968; 116 páginas).

2. Crítica sobre Lussich (Selección)

Álvarez, José Carlos, Una voz rescatada del pasado (Diario La Mañana, Montevideo, 19 febrero 1965).

Borges, Jorge Luis, Discusión (Emecé, Buenos Aires, 1964; 3.ª edición).

Caillava, Domingo A., Historia de la literatura gauchesca en el Uruguay (1810-1940) (Claudio García, Montevideo, 1945). Referencias a Lussich en páginas 46, 55 y 196.

Martínez Estrada, Ezequiel, Muerte y transfiguración de Martín Fierro (Fondo de Cultura Económica; Buenos Aires, 1958; 2.ª edición, 2 volúmenes). Contiene varias referencias a la obra de Lussich en relación a la de Hernández.

Sansone, Eneida, La imagen en la poesía gauchesca (Facultad de Humanidades y Ciencias; Montevideo, 1962; 422 páginas).





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2. Un mensaje para los náufragos que luchan: La victoria sobre sí mismo de José Enrique Rodó


A la memoria de la profesora de Literatura del 4.º C
del Liceo Vaz Ferreira de Malvín en 1954, Sara de Ibáñez.

Dos homenajes a José Enrique Rodó celebrados en el intervalo de cuatro años -el cincuentenario de su muerte en 1967 y el centenario de su nacimiento en 1971- me provocaron algunas reflexiones personales sobre un escritor al que siempre había querido ver más allá de la fama y el nombre con que había aparecido investido, desde que me recordaba leyéndolo en 1954 como texto obligatorio de clase en secundaria.

Intuía ya en ese momento que otro tenía que ser el verdadero hombre agazapado detrás de la fama hispanoamericana de Ariel. La llave para entrar a ese cerrado jardín de su personalidad me parecía intuirla en la forma cómo Rodó había muerto, mejor aún cómo Rodó se había dejado morir. Sólo alguien muy cansado por un largo combate íntimo y secreto podía abandonarse lentamente a un destino que, tal vez, hubiera podido cambiarse a tiempo. El secreto para entender el auténtico combate de su vida, estaba en su muerte. Años después, en 1967 y en 1971, me vi obligado a escribir sobre Rodó. Los aniversarios me pusieron de nuevo frente a Rodó, no para redactar un escrito liceal bajo el control de Sara de Ibáñez, como en 1954, sino para recordar a los lectores de Hechos y El Diario, respectivamente, un cincuentenario y un centenario. Lo más honesto me pareció presentar al Rodó que había creído descubrir más allá del público homenaje. El texto que sigue sintetiza ambos artículos.

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Más allá del bronce, las lágrimas


El mejor homenaje que puede hacerse a José Enrique Rodó en el centenario de su nacimiento que se cumple en el día de hoy -15 de julio de 1971- es intentar una aproximación distinta al autor de Ariel. El Rodó más conocido empezó a forjarse a partir de aquella tarde del 3 de mayo de 1917, cuando la conmoción provocada por una manifestación estudiantil se trocó por la de la noticia de su muerte y los mismos bullangueros estudiantes pasaron a desfilar silenciosamente ante los pizarrones de los diarios, donde se leía el telegrama fechado el día 2 en la ciudad de Palermo.

Ese mismo día empezaron a correr los ríos de tinta del homenaje permanente que el Uruguay le ha venido tributando y que le negara, en buena parte, en vida. Y en la medida en que ese gran respeto a su figura se iba levantando, pareció como si su rostro humano, apenas recogido en una docena y media de buenas fotografías, fuera adquiriendo la fría dureza del mármol y su cuidadosa prosa se fuera fundiendo en bronce.

Rodó no necesitaba -como no necesita hoy- de más monumentos u homenajes vacíos. Empezaba a necesitar, por sobre su fama y respeto, una comprensión y un acercamiento a su obra y pensamiento que no estuviera previamente pautado por la obligada composición escolar o liceal, por el discurso o el renovado homenaje al pie de su monumento en cada una de las fechas que recuerdan su nacimiento.

Curiosa paradoja no exenta de tristeza, porque hay un Rodó subterráneo, más allá de muchas de sus frases más perecederas al que vale la pena acercarse y del que puede percibirse, apartada la hojarasca de las prosas a él dedicadas, su más íntimo temblor, su más válida y dramática humanidad.

No es fácil, sin embargo, penetrar en el íntimo sentir de un hombre sobre el cual todos sus contemporáneos y biógrafos han coincidido en que era poco comunicativo y muy reservado y del que nadie pudo recoger confidencias. Más aún cuando su obra se aparece revestida siempre de optimismo y confianza en el hombre de Motivos de Proteo, ribetes de fe   -43-   en la humanidad más claros todavía en su obra póstuma, Proteo.




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La trastienda del optimismo


Hay que rastrear su propia producción para explicar «esta clara contradicción entre la experiencia angustiosa del hombre Rodó y el optimismo que refleja el escritor Rodó» como señalara el crítico Emir Rodríguez Monegal en el estudio que precede la edición de sus obras completas. Un artículo periodístico aparecido el 4 de diciembre de 1915 da una pauta de ese oculto ovillo de desazones: «La parte de personalidad puesta en transparencia por la obra no es siempre la misma que el hombre manifiesta en la sociedad y en la acción, sino con mayor frecuencia, otra más íntima, tal vez contradictoria con aquella y que busca el regazo de la fantasía para tregua y olvido de la realidad».

Una frase escrita en 1916 completa ese pensamiento: «La imaginación es el desquite de la realidad y lejos de quedar constantemente impreso en las páginas del libro el ánimo occidental, ni aún el carácter firme de quien lo escribe, es el libro a menudo el medio con que reaccionamos idealmente contra los límites de nuestra propia y personal naturaleza».




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La desesperación de los papeles inéditos


Pero es entre sus papeles inéditos encontrados después de [...]27 lucha interna «esa clara contradicción». «Cada uno de mis motivos esperanzados -escribió con letra vacilante- es la sanción de una previa e intrincada lucha interior con la desesperanza y el pesimismo. De manera que los que ofrezco cuajados de admiración y arte son los momentos normales que son, en mí como en todos, de duda y a veces de desesperación. Ofrezco a los demás la manera como triunfo de mí mismo en la lucha. No se ve la pirámide de sombras que nacen del sustentáculo, sino sólo el vértice de luz con que ella se corona en el relámpago de la victoria. No se ve el pecho negro del pájaro, se ve la pluma blanca del pájaro negro...».

  -44-  

Si en base a esta perspectiva se revisa la obra de Rodó y el particular momento espiritual en que ella se genera -ese 900 tan lleno de ideales y de verbos conjugados en mayúscula- es posible entender gran parte de los escritos salidos de su pluma. Rodó se negaba a entregarse a un pesimismo fácil, a que el medio hostil en que vivía podía haberlo conducido naturalmente, y del que podría haber emergido investido con los ropajes de las modas del Parnaso, del Simbolismo, del Decadentismo y del Psicologismo. Sentía una ansiedad de cosas nuevas en el piélago decadentista y anarquizante que ya expresó en El que vendrá diciendo: «Entretanto, en nuestro corazón, y nuestro pensamiento hay muchas ansias a las que nadie ha dado forma, muchos estremecimientos cuya vibración no ha llegado aún a ningún labio, muchos dolores para los que el bálsamo nos es desconocido, muchas inquietudes para las que todavía no se ha inventado un nombre...».

El camino no le será fácil al Rodó amante del equilibrio y de cierta ponderación razonable en el juicio. De haberse librado a las fuerzas extremas que pugnaban en su alma otra hubiera sido su obra, otro su destino. Pero al esforzarse por obtener «el equilibrio interior» que vuelca a la misma capitulación propuesta para Proteo indica que su tensión interna debió ceder más de una vez a la desesperación.

El mismo Rodríguez Monegal afirma que hay «una esencial dualidad de la naturaleza rodoniana, dualidad que él no intentaba superar, sino agotar en sus extremos de dicha y de dolor. Un largo aprendizaje del dolor parece su aventura interior de los últimos años (...) Sumergido en la duda y en la soledad, anegado por la tristeza, Rodó se niega a dar rienda suelta a su pena, a cultivar su duelo y se sobrepone, lucha, tiende a recrear, así sea en el entusiasmo de la creación literaria, la felicidad del “estado glauco”, esa serenidad griega que transmite a su prosa el aura marmórea intacta».




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La victoria sobre sí mismo


Nada más ajeno, pues, en Rodó, que una prematura vocación   -45-   de eternidad o un calculado anticipo del bronce que hoy lo plasma como ejemplo. A todo lo más, un intento de lograr una victoria sobre sí mismo («Yo concibo la vida y la producción de un escritor -escribió a su amigo Francisco Piquet- como una perpetua victoria sobre sí mismo») apenas un modo y un gran esfuerzo por sobreponerse a momentos como el borroneado en una cuartilla el 3 de mayo de 1906 en la Biblioteca del Ateneo donde estaba trabajando: «Hoy, día y hora aciagos, con sensación de angustia que no me cabe en el pecho, después de salir un rato a tomar aire, a moverme para desahogar la nerviosidad que me tiene trémulo: hoy acumulo en uno todos los recuerdos de este año terrible, en que no ha habido para mí un día de paz, de tranquilidad, de despreocupación; en que no he tenido un respiro en el temor constante, en la convulsión agónica de una perpetua amenaza suspendida sobre la cabeza; en que he derramado más lágrimas quizás que en todos los demás años de mi vida...».

¡Qué lejos está este Rodó del afectado y puntilloso de tantos de sus escritos públicos! Qué lejos, pero cuánto más cerca de una imagen sensible que sus más encendidos panegiristas le niegan sin querer, al cargarlo de un empaque que su natural desaliño no hubiera podido soportar. Su drama es su triunfo; su angustia es la que hace a su prosa parte de algo vivo y dinámico, fuente generadora de nuevas ideas. No el granito ni el bronce, ni -tal vez- sus páginas más reconocidas. La verdad suele estar siempre en la trastienda del optimismo.

Sus propias palabras pueden cerrar esta nota de homenaje distinto, unas palabras que pautan su solitario triunfo: «Cuántas veces, en momentos de desesperación o de duda no me ha ocurrido pensar. “No, esta confianza y esta fe que prediqué no son mías!”. Pero braceando para dominar la ola negra, sofoqué para los demás el grito de mi cobardía hasta encaramarme otra vez sobre la roca y allí, de nuevo, lanzar el grito de triunfo y el saludo al sol, irguiéndome en toda mi talla para que los otros náufragos que luchan me viesen».





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3. Repaso de una lección mal aprendida: El legado de la Generación del 17


A Alberto Zum Felde y Jorge Medina Vidal
por el rigor, los consejos y la amistad que hicieron posible este trabajo.

Pocas fechas literarias marcan tan claramente en Uruguay el fin de una época y el comienzo de otra como la de 1917. Este es un año especialmente importante en el mundo. En 1917 se viven los estertores finales de la Gran Guerra y el optimismo empieza a ganar los corazones de todos, anunciando la explosión de las vanguardias literarias y artísticas que habrán de seguir en 1918 la firma del armisticio. Pero además 1917 es para el mundo el año del triunfo de dos revoluciones: la de México y la Rusa. Uruguay, que no vive al margen de esos cambios, realiza en 1917 el primer gran cambio institucional de su vida independiente al empezar a regir en ese año una nueva Constitución que promete y consagra grandes cambios en lo social y en lo político.

Literariamente 1917 es para el Uruguay el año en que se cierra con nitidez el ciclo brillante de la Generación del 900. El 19 de febrero muere Ernesto Herrera; el 1.º de mayo, José Enrique Rodó. Estas muertes se suman a las de Delmira Agustini de 1914 y a las de Julio Herrera y Reissig y Florencio Sánchez de 1910. Casi todos eran muy jóvenes cuando los sorprendió la muerte: Herrera y Reissig y Sánchez tenían 35 años; Delmira, 28; Rodó, 47; Herrera, ni 28 cumplidos.

Aparentemente, pues, en 1917 se pone de manifiesto un vacío en las letras uruguayas que habrá de irse llenando paulatinamente a lo largo de los años sucesivos con las nuevas voces que en prosa -Justino Zavala Muniz, Eduardo de Salterain   -48-   y Herrera, José Pedro Bellán, Mateo Magariños Solsona, Manuel de Castro y otros- y en poesía -Carlos Sabat Ercasty, Juana de Ibarbourou, Vicente Basso Maglio, Enrique Casaravilla Lemos, Fernán Silva Valdés, etc.- intentarán sustituir a las figuras señeras del 900 de las cuales sólo Javier de Viana, Carlos Reyles y, muy especialmente, Horacio Quiroga, supervivirán en presencia y obra. Sin embargo, este proceso -contra lo generalmente afirmado por la crítica- no habrá de irse dando en el sentido que los nuevos autores son meros epígonos de aquéllos y, por lo tanto, hábiles y conformistas copiadores de fórmulas exitosas.

La prosa y la poesía de los años veinte, aparecen en el centro de la gran reacción contra el modernismo. Sus autores son particularmente permeables a los nuevos «ismos» con que el fin de la Primera Guerra Mundial marca a las nuevas generaciones europeas. Tónica general de «insolencia», como la llamara un crítico, derrumbe del andamiaje lógico levantado por el racionalismo en el correr del siglo XIX, como se lamentara un filósofo, o nueva afirmación de algo que el mismo modernismo había propuesto en sus orígenes: la literatura entendida como una revolución permanente.

El cubismo, futurismo, expresionismo, dadaísmo, postumismo, superrealismo y ultraísmo (con sus fórmulas a nivel racional de estridentismo, sencillismo, etc.), al negarse unos a otros, al superponerse y complementarse en el encontrado forcejeo por cubrir las cenizas que la guerra había dejado, no fueron más que las pruebas de esa actitud.


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I. La época y sus direcciones



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Los precarios reinados de los «ismos»


No puede hablarse en justicia de una literatura uruguaya de antes y después de la guerra 1914-1918 como se lo ha hecho habitualmente, aunque la guerra pudo servir para que todas las tendencias que intentaban derribar el andamiaje lógico levantado por el racionalismo en el correr del siglo XIX   -49-   se vieran exacerbadas. Pero ya antes de 1918 -y el propio modernismo en sus orígenes no fue otra cosa- se había entendido a la literatura como una revolución permanente y las modas artísticas e ideológicas llegaban, reinaban y pasaban con la misma fugacidad con que eran propuestas. La guerra no dividió, pues, dos épocas sino que puso de manifiesto la explosiva carga subterránea que venía creciendo desde los albores del siglo. Y lo hizo merced a la aparente derrota de la sociedad tradicional y decimonónica y reaccionando contra los vicios anquilosados del modernismo.

Por un lado, ciertas obras se lanzan al nihilismo y a los primeros desesperados rastreos del existencialismo, lo que va pautando una desgarrada visión del profundo vacío espiritual que el iconoclasta derribamiento de los valores decimonónicos ha abierto. Años más tarde, un agudo crítico como Jean Duvignaud ha podido escribir «lo que moría cuando Valery o Spengler escribían era el ideal social e intelectual del siglo XIX, aquel de nuestros antepasados de 1848. Hacia 1914, utopistas y sabios pensaban que el progreso -esa “teología de reemplazo”, ese motor benéfico de la historia- iba a engendrar ineluctablemente una sociedad habitable por todos los hombres (...) la guerra de 1914 y los años sucesivos habrían de recordar a los hombres formados sobre tan nobles quimeras que las múltiples imágenes del progreso son otras tantas drogas para los hombres, que las sociedades organizadas resisten la penetración de los valores éticos y que la humanidad no coincide con la sociedad real». No hemos forjado todavía -concluía Duvignaud- ningún concepto, ninguna utopía, ningún sueño conveniente para el mundo del siglo XX. Entramos al presente como ciegos.

Pero si algunos «ismos» tienden a ir concientizando ese progresivo descubrimiento del vacío que la muerte de Dios y de la Razón ha provocado, vacío que aparecerá en un primer plano en las décadas posteriores (náuseas, détresses, ennuis, angustias y «comprometidos» mediante) las notas más características de la década del veinte son precisamente las opuestas y ahí nace la segunda tendencia. Ésos son los años de una cierta loca alegría imaginativa, del descubrimiento fantasioso del mundo   -50-   de los sueños y el inconsciente, de la aventura vital y el sentido abierto y dinámico de la vida. Se terminan de quebrar las reglas de la sintaxis académica, el verso pierde su rima, la palabra su original sentido y se puede llegar hasta la greguería, la broma tipográfica, la errata premeditada.

En América Latina, Huidobro en Chile es el pionero del «creacionismo» con sus libros Poemas Árticos y Ecuatorial; Evar Méndez ensaya en Argentina el «sencillismo», México se lanza al «estridentismo» y el Río de la Plata conoce los términos del ultraísmo impuestos por un joven crítico, Guillermo de Torre (español). Montevideo, sin vivir las exaltadas aventuras de otras capitales del continente, tiene a un Alfredo Mario Ferreiro publicando El hombre que se comió un autobús (1927) y Se ruega no dar la mano; Poemas profilácticos a base de imágenes esmeriladas (1930) donde se encadenan los poemas a usinas, relojes, asfalto mojado, plazuelas con cuatro bancos, los aviónicos y los poemas acelerados del automóvil en marcha («Serenata melodiosa del motor / grato arrullo de mecánica» dicen los dos primeros versos) y a un Juvenal Ortiz Saralegui insistiendo con Palacio Salvo (1927) en ese inventario exitoso de «los años locos».

Sin embargo, lo que en Europa tuvo un profundo sentido, aún recordado hoy con nostalgia (toda referencia a los twenties aparece siempre como optimista) en el Río de la Plata no fue cabalmente entendido, aunque sí totalmente gozado. Jorge Medina Vidal ha señalado con claridad las razones de esa aparente contradicción. «Hubo algo de entrega infantil y de pasividad. El instrumento expresivo que los franceses en especial nos pusieron en las manos fue un simple juguete, porque el aspecto formal del arte nuevo los deslumbraba, pero la profunda filosofía que este mismo arte implicaba, no fue captada ni en forma parcial». Porque -siguiendo el razonamiento de Medina Vidal- había una separación demasiado tajante entre esa filosofía propuesta con la filosofía que todos practicaban todavía: un positivismo secularizante, ya sustituido en Francia por el intuicionismo bergsoniano del cual sólo tardíamente tendría el Uruguay noticia. «Todavía manejaban -concluye- la seriedad y el orden como estructuras eternas del   -51-   arte y “dadá” en su forma más violenta les resultaba tan impensable a la mayoría como lo resultó el mismo “amor libre” postulado por Roberto de las Carreras en la promoción anterior. El resultado fue un modo de compromiso, tardío y poco vital, donde se mezclaban en lo íntimo y en lo formal corrientes entrecruzadas y tan dispares como restos del romanticismo, del modernismo y de los “ismos” a la moda en la Europa revolucionaria».




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Un realismo nativista


Es la tercera vía que se abre con la dispersión postmodernista la que tiene en América Latina un especial eco y en ella habrán de encontrarse las más prestigiosas (y prestigiadas) expresiones de la literatura nacional del período: un americanismo regionalista que en Uruguay se bautizará «nativismo» después de la aparición de Poemas nativos (1925) de un Fernán Silva Valdés liberado del modernismo visible en Ánfora de Barro (1913) y Humo de incienso (1917), de un Pedro Leandro Ipuche y de un Justino Zavala Muniz. Ya entre 1917 y 1920, un joven crítico -Alberto Zum Felde- pregonaba que «hay que quemar las marionetas literarias con que se ha estado jugando para infundir el soplo del arte en el barro originario de la vida. Hay que dejar de mascar el papel impreso de los libros, para nutrirse con los frutos de la tierra (...) Los poetas latinoamericanos son los parásitos del libro francés, las sanguijuelas de la revista de ultramar. Su error es no operar con elementos propios, con la materia virgen que tienen bajo las palmas de sus manos!».

Menos apasionadamente, en 1930 el mismo Zum Felde en su Proceso intelectual del Uruguay define al americanismo como partiendo de dos principios: «la necesidad de una vuelta a la vida, de un retorno a la realidad vital, es decir, a la originalidad del material estético, al material de “primera mano” y la reivindicación de la facultad valorizadora, es decir, creadora del artista, con respecto a esa (y a toda) forma de realidad».

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Surge, pues, el tema del «arraigo» en la literatura nacional. Se incorpora el «paisaje» con sus datos más objetivados, se habla de lo nacional con un tono neorromántico y se busca recuperar o colaborar en la creación de un ser americano, rioplatense, tal vez -¡y por qué no!- uruguayo. La poesía íntima y afectiva se hará externa y más objetiva, el «yo» de muchos poemas cederá a un más generoso «tú», los poetas se acostumbrarán a objetivarse (habrá poemas dedicados al mate, al rancho y hasta a los vastos espacios americanos) y la emoción se colectivizará, tendiendo a sumergirse en el paisaje y reconociendo al prójimo nativo que se tiene enfrente.

Del mismo modo como lo habían hecho los románticos, pero con otros procedimientos y otras actitudes estéticas de origen vanguardista europeo (el nacionalismo también fue un fenómeno del viejo continente con sus importantes secuelas políticas en la década siguiente) se emprende una riesgosa operación que consistirá en expresar la realidad «nativa» y regional: la del campo uruguayo (aunque no faltarán intentos ciudadanos como el de Emilio Frugoni), tratando de ampliar la resonancia espiritual de las formas primitivas y rústicas de como se estaba viendo al gaucho, especialmente después del naturalismo zoliano de sombrías notas visibles en las últimas obras de Javier de Viana. La resonancia propuesta será eminentemente estética y literaria en esa década, más social e ideológica en la siguiente, pero en sus orígenes no tendrá la apoyatura filosófica o ensayística que otros países tuvieron (desde el «indigenismo» boliviano, hasta los esquemas de Martínez Estrada en su famosa Radiografía de la pampa, sin olvidar los aportes del exótico Conde de Keyserling -Meditaciones sudamericanas- ocasional visitante de este continente). Se hablará así del «gaucho cósmico» por parte de Leandro Ipuche, de un «criollismo artístico» por parte de Silva Valdés y de una «americanidad poética» por la del crítico de la generación, Alberto Zum Felde.

Aunque, como bien ha señalado otro crítico resulta falaz (e ineficaz) el enfrentamiento entre literaturas regionalistas y presuntamente arraigadas y aquellas otras cosmopolitas y presuntamente evadidas, no puede dejar de señalarse que este   -53-   esquema, en esa época, permite enfrentar a dos grandes tendencias -urbanos y rurales- en su íntima contradicción. En esos años se forja el esquema cultural que da total preeminencia a los problemas de orden social, a los temas ambientales de «geografía humana» y aun a los espirituales, metafísicos y hasta meramente psicológicos. Espiritualidad pudo ser sinónimo de evasión y todo lo «exterior» de los seres, aun reducido como estuvo muchas veces a lo pintoresco y costumbrista, sinónimo de «arraigo», más tarde de «compromiso».

A todo lo más, se desprende de las obras una crítica de orden moral y social y un sentido de protesta y reivindicación contra los males económicos y sociales imperantes. En la década del treinta, con esquemas de una obligada politización de los escritores, esta incidencia «ideológica» fue aún mayor y mucha fresca pintura costumbrista ambiental se convirtió en esquemático alegato.

Los mejores escapes a este progresivo confinamiento en los polos de un chato costumbrismo localista o de un duro alegato socio-político en que desembocó la literatura regional, se dieron en la literatura uruguaya de esa época. Hubo una mayor incidencia de lo subjetivo de los personajes sobre lo objetivo del contexto social, con un marcado énfasis en todo lo que fue pintar a los outsider que tan bien diagnosticara el crítico inglés Colin Wilson rastreando al détraqué desde el protagonista de Las memorias del subsuelo de Dostoievski al contemporáneo Fausto de Thomas Mann, pasando por todos «los hombres a contramano» de Barbusse, Camus, Sartre, Joyce y Kafka. Pero esta sería materia de otro ensayo, porque aún cuando esta corriente atraviesa en forma subterránea la década del veinte, sólo aflorará en los treinta en forma manifiesta (en nuestro país con Juan Carlos Onetti). Mientras tanto, el mundo novelístico estará hecho de observación, experiencia, sociologismo y actualidad no exenta de poesía.

Todavía no angustiados ni zarandeados por el drama continental de hambre y subdesarrollo, los autores urbanos practican lo que Steffen definiera como «sátira simpática». Mientras en otros países latinoamericanos se da el realismo agresivo de los temas violentos, los autores uruguayos del   -54-   veinte enfocan más bien el modo de vida de la alta burguesía, sus prejuicios, sus hipocresías y tapujos; y lo hacen generalmente a propósito de amoríos, frustrados o engañosos, en los que siempre la denuncia es amable y condescendiente. Por lo común se proclaman liberales, abrazan ideas progresistas y anticlericales, flirtean con el cinismo y son siempre desenfadados y desenvueltos. En resumen: la época también tuvo -junto al nativismo que va estereotipando la realidad, insuflando valores y creando mitos- sus autores irónicos, de aire irreverente, capaces de cumplir la consigna y el precepto de Verlaine, que mandaba «torcerle el cuello a la elocuencia».

José Pedro Bellán, Eduardo de Salterain y Herrera, Adolfo Agorio, Manuel Acosta y Lara, Horacio Maldonado, Adolfo Montiel Ballesteros en el cuento y la novela, con el aporte anticipado de Mateo Magariños Solsona, forman esta heterogénea constelación de escritores, en tanto el mismo Bellán, Francisco Imhof, Edmundo Bianchi y los marginados «saineteros» como Carlos Mauricio Pacheco, lo hacen en el teatro.




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Un mayor respaldo social para el escritor


Hubo otro distingo que hicieron los mismos críticos de la época y que habían tenido su integral validez en la generación del 900. Carmelo M. Bonet, en el estudio que dedicara a Ernesto Herrera, insistió en tipificar «dos tipos antagónicos de escritor: el uno surgido de la Universidad, el otro de la bohemia periodística». Las notas del primero eran: ilustración universitaria, algún título, «empaque académico», desahogo económico que le hubiera permitido leer, viajar y ponerse en contacto con las viejas civilizaciones. El segundo era el tipo del bohemio inadaptado, del abúlico del periodismo y las cervecerías, que ha dejado de estudiar siendo muy joven y que se califica orgullosamente de autodidacta. Pero en el 20 ya está lanzada la semilla de la profesionalización del escritor, el mayor respaldo social que tendrán en una clase social emergente -la clase media- y en un partido político -el batllismo-, el cual encontrará para ellos fórmulas burocráticas,   -55-   diplomáticas o periodísticas (El Día fue un refugio profesional para muchos). Las experiencias narradas por Herrera en sus Cuentos brutales (1910) van quedando atrás.

Si bien Uruguay no tuvo una «clase» de escritores aliados a los grupos tradicionales del poder, la temática ha podido dividirse entre la conformista y conservadora de valores no siempre muy clarificados y aquélla que introducía, generalmente por formas satíricas, un elemento de desafío a los buenos usos y costumbres de la pacatería reinante, aunque sin enjuiciar el régimen social y económico que los sustentaba. Aliados tácita o directamente (como Bellán y Zavala Muniz) a aquellos movimientos políticos que en definitiva no pretendieron otra cosa, los escritores empezaron a dejar de ser los bohemios marginales de otrora, una actitud que pareció más avenida con los autores teatrales.

Son años en que se pone claramente de manifiesto la debilidad de la clase alta, pero al mismo tiempo su capacidad de resistencia -organizada y pasiva- frente al embate de las nuevas clases medias, cuyo crecimiento no es sólo una consecuencia natural de un complejo en el que la inmigración jugó su papel original, sino que asimismo, en nuestro país fue favorecido por una legislación social que ayudó a sustentarlas (multiplicación de los funcionarios públicos y de los empleados en actividades improductivas) y a justificarlas (los amplios cometidos estatales asumidos y la generosa previsión social organizada).

En la narrativa hay muy pocos testimonios de esa actitud defensiva, a diferencia de lo que sucede en la Argentina donde el distingo literario se dio claramente; pero puede verse, sí, el carácter representativo de las nuevas clases medias que tiene la mayoría de los novelistas de la época. Esto implica cierta agresividad: gallegos e italianos pueden ser protagonistas, el esfuerzo de movilidad vertical ascendente es notorio y el «progreso» (encarnado más que nada en adelantos técnicos y legislativos) se asume como causa propia. El temor a la masificación, a la mecanización y al aluvión inmigratorio será tácitamente el privilegio de quienes emprenden el relevamiento de las virtudes «nativas».





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II. Los supervivientes del 900



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Horacio Quiroga, por sobre todas las épocas


Antes de pasar a analizar las obras y los autores de esta época no puede dejar de mencionarse la gravitación que tienen aún «los supervivientes del 900» en los años 20. Efectivamente, si bien todo proceso puede esquematizarse y los hombres aglutinarse por grupos, no puede dejar de señalarse que autores con su obra ya encauzada en 1917, no reaccionan del mismo modo ante los tentadores «ismos» que habrá de proponerle el período 17-30, como pueden hacerlo aquellos otros autores que se forman en él.

Javier de Viana edita Abrojos y Cardos en 1919 y recopila sus cuentos dispersos en publicaciones rioplatenses en varios libros que se escalonan hasta después de su muerte acaecida en 1926. Sin embargo, su mejor producción es anterior a 1917. Por el contrario, Carlos Reyles escribe sus mejores novelas después de 1916 -El terruño (1916), El embrujo de Sevilla (1922) y El gaucho florido (1932)- aunque intelectualmente ninguna de ellas, pese a la reacción estética que supone la última, puedan ser disociadas de los planteos ideológicos de la generación del 900. Es Horacio Quiroga, autor del primer libro modernista uruguayo -Los arrecifes de coral (1901)- el encargado de trascender, no sólo los límites de la Generación del 900 en que creciera, sino los mismos de las sucesivas pautas estéticas que pudieron haberlo ido embretando desde fines de la Primera Guerra Mundial. Durante muchos años la obra de Quiroga apareció como el producto casi mítico, para unos, o henchido de la fatalidad de una vida «marcada por el destino» para otros, pero nunca como uno de los productos más importantes de la literatura uruguaya. Su obra ha logrado trascender los límites del regionalismo y del costumbrismo por un desnudo (y a veces trágico) ahondamiento en las fibras humanas y ello aún constituyendo una de las mejores contribuciones al realismo americanista. Quiroga publica desde su retorno a Buenos Aires en 1916 las recopilaciones de los cuentos que lo han ido aproximando a los   -57-   «maestros en los cuales creía», Poe, Maupassant, Kipling y Chejov -Cuentos de la selva (1918), El salvaje (1920), Anaconda (1921), El Desierto (1926) y, poco antes de su muerte, El más allá (1935)-. Estas obras son hoy pequeños clásicos de la literatura uruguaya, aunque durante las décadas del treinta y el cuarenta parecieron ir siendo olvidadas paulatinamente. Ha sido su defensa de las formas, la técnica, su instintiva desconfianza por la facilonga confianza en la espontánea inspiración, las que lo han convertido en algo más que un autor leído. Horacio Quiroga es un maestro del cuento. De ahí gran parte de su vigencia actual.




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La santa inquietud de Ernesto Herrera


Ernesto Herrera queda cabalgando injustamente entre dos generaciones y es por ello que muchas veces se le ha marginado en todo proceso evolutivo del teatro uruguayo. Es indudable que Herrera, como Sánchez se inscribe en un teatro rioplatense que ha recibido el fuerte impacto de las ideologías sociales europeas y forcejea por insertar problemáticas éticas e ideológicas en un teatro criollo, a la sazón sin mayores pretensiones. Dinamizado socialmente por la formación de una clase media de base inmigratoria y la aparición de una colectividad ilustrada y progresista, el mensaje teatral europeo de Bernstein, Hauptman e Ibsen encuentra un campo fértil donde germinar rápidamente. Las preocupaciones de autores como Ernesto Herrera se multiplican en un espectro que en el Río de la Plata permite hablar de una década de oro para el teatro: estudio de caracteres, análisis de la clase media, «culto de la verdad», lo que se llamó «aproximación a la vida», un intento por contribuir al progreso ideal, a la condenación social de los vicios y males que aquejan a la sociedad (prejuicios, alcoholismo, juego) o la lucha por la consagración de normas progresistas (la aceptación, por ejemplo, de «nuestros hijos naturales»). Lo importante es destacar que esta carga de ideas se integra, a veces muy logradamente, con los mejores tipismos costumbristas heredados de la tradición teatral rioplatense de fines del siglo XIX.

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Pero Ernesto Herrera llega al teatro demasiado tarde para ser uno de los autores de la renovación radical de los motivos en que participó Florencio Sánchez una década antes, merced al esfuerzo mancomunado con Gregorio de Laferrère y Roberto Payró. Pese al valor de El León Ciego es evidente que Herrera, como Bellán hasta Interferencias, no hace sino reiterar teatralmente lo ya explorado.

Herrera vivió intensamente sus breves 28 años de vida (1889-1917). En ellos viajó dos veces a Europa (su obra teatral El Pan nuestro figura en España), «una vez como polizonte y la otra como becado», tal como anotaba sin ironía alguna un contemporáneo suyo. Y había vuelto, una vez repatriado y la otra cubierto de ciertas glorias y muchas deudas. Con golpes de intuición para captar cuanto veía y sentía, este joven de tricota negra inconfundible, de perfil cínico y pelambre lacia, al decir de Vicente Salaverri, escribió siete obras teatrales y cuentos muy poco recordados -Su Majestad el hambre (Cuentos Brutales)- algunos concebidos en la Cárcel Modelo de Barcelona donde estuvo detenido y procesado por «amar a la humanidad y haber dicho mal del rey y de la guerra: por ser, pues, un sedicioso». En su estilo de vida, en sus aventuras (a los 16 años se enroló en las tropas saravistas en la guerra civil de 1904) Herrera fue tipificando la «santa inquietud» de que lo invistiera Rafael Barret.

Dijo Barret desde San Bernardino, en Paraguay: «Herrera es un inadaptado típico. (...) Agréguese a estos factores generales, en Ernesto Herrera, el hecho capital de haber vivido la miseria, el abandono, la congoja, y nos explicaremos que de la pluma ingenua todavía de este amargo adolescente broten frases que sangran. Herrera pertenece a la noble categoría de los inquietos. ¡Santa inquietud, madre de las cosas! Vosotros los satisfechos, sabed que vuestra felicidad no es sino la sensación de lo que lleváis de difuntos dentro de vosotros. Satisfechos -muertos empujados de aquí para allá por los vivos- sabed que sólo la inquietud trabaja. Quiera el destino conceder a Ernesto Herrera las energías necesarias para trabajar largamente y para sostener los trofeos sombríos de la angustia».

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En su ácido diagnóstico de las costumbres burguesas, especialmente en obras como La Moral de Misia Paca y La Bella Pinguito, Herrera trata de ir más allá de la mera enunciación de una crítica. Herrera, sin el bagaje ideológico de Sánchez (lo que le permitió pecar menos en la estereotipación de la realidad), realiza un gran intento por trascender el plano teórico y pasar a la acción directa. Lo dice irónicamente en el párrafo final de su cuento «El lodazal»: «Tienes razón cogullesco gusano: es preciso hacer un escarmiento entre esos que no hacen más que pregonar ideas antisociales... A ver si así conseguimos que las realicemos de una vez». Sin embargo, a veces lo invade la decepción y un fragmento de una carta enviada en julio de 1915 a un amigo íntimo pone flagrantemente la prueba a una sensación muy actual: «Mi muy querido Guillermo: Al diablo la Muy fiel y Reconquistadora y al diablo todas las ciudades que son y han sido. Estoy hasta la punta del pelo más largo de crisis y de setimio, de Batlle, Viera, de Artigas, de Montevideo y de los Gloriosos treinta y tantos. Me siento Juan Moreira o Aquino y... me voy».




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Tradición sainetera y teatro literario


No puede olvidarse, en cualquier juicio que se elabore sobre el teatro de la época, que la función básica que él cumplía era la del entretenimiento. Compañías como las de Florencio Parravicini y las que llevaban a actores como Cazaux, Enrique Muiño y Guillermo Battaglia, fueron popularísimas en su época en los teatros rioplatenses y es el «sainete» el género en el cual mejor se expresan. El autor uruguayo que sigue el camino trazado por los primeros saineteros criollos como Enrique García Velloso, Ezequiel Social y Nemesio Trejo, es Carlos Mauricio Pacheco. Lo que captan sus obras es esencialmente un mundo de arrabal construido por gentes humildes, fracasados e inmigrantes, donde se proclama una vida sin restricciones convencionales, dominada vagamente por las ideas ácratas. Dramas amorosos, honores y ambiciones perdidas son resumidos por el más popular y discutido de los   -60-   saineteros, el argentino Alberto Vacarezza, por boca del personaje Serpetina, en su obra «La comparsa se despide»: «Un patio, un conventillo, un italiano encargao, un yoyega retobao, una percanta, un vivillo, un chamullo, una pasión, choque, celos, discusión, desafío, puñalada, aspamento, disparada, auxilio, cana y... telón». Aunque folklóricas, estas definiciones resumen el esquema básico sobre el cual el sainete rioplatense (es difícil distinguir entre lo montevideano y lo porteño) afirmó sus mejores éxitos, derivados luego a la chabacanería y al estereotipo carente de inventiva.

En el origen hubo, indudablemente, un arte creativo y popular. Gran parte de las voces del lunfardo tienen su origen o su afirmación en el sainete. Un autor como Pacheco integra italianismos, anacronismos hispánicos en el lenguaje orillero y sus obras más recordadas, Los disfrazados, La ribera y Música criolla (escrita junto a Pedro Pico) están plagadas de rusos, franceses, cocoliches, garabitos y compadres.

Los autores que trataron de recuperar las fórmulas exitosas del teatro comercial, cayeron generalmente en un abuso de la expresión «literaria». Tal vez con la excepción de algunas de las obras de José Pedro Bellán, el legado dramático de Francisco Imhof, Carlos Salvagno Campos, Carlos César Lenzi, Yamandú Rodríguez, Carlos Percivalle y Edmundo Bianchi, está cargado de la visión «literaria», más que teatral, que dominaba a los autores. Vale la pena destacar de este conglomerado los esfuerzos de Imhof y Bianchi, por llevar a la escena las modalidades de la clase media-alta montevideana, en la mejor tradición de denuncia de hipocresía y prejuicios que lo ahogan, abierta por Sánchez y Herrera y continuada por Bellán. Cantos rodados de Imhof es un buen ejemplo, aunque cierta pacatería subyacente lleva a la condena del «licensioso» Pedro Verdier y su noviazgo frustrado con Elena, la hermana de su compañero de «calaveradas», Enrique. Bianchi también frecuentó las clases altas en La quiebra, aunque reivindicó en Orgullo e’pobre una cierta vocación por lo popular, que no podía eludir el esquematismo a que sus posiciones ideológicas lo condujeron en obras tan retóricas como Perdidos en la luz.





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III. Los grandes poetas del 17



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Juana y su apertura


En 1919, Lenguas de diamante de Juana de Ibarbourou significó una inesperada apertura a la sofocada poesía modernista del 900. De los invernaderos donde crecían plantas exóticas y desde donde era posible el transporte, entre néctares y ambrosías, a las más lejanas tierras del oriente, la poesía se abre a los campos, a los trigales, se empapa de olores rústicos y se baña en aguas frescas de arroyos. «La naturaleza, la vida y aún la carne es vista como un don, una ofrenda -ha escrito Medina Vidal- y si existe un trasfondo ideológico, este sería el naturalismo en un límpido juego de causas y efectos».

La poesía de Juana de Ibarbourou es sensorial, pero no sensual, da una sana primacía al mundo que se apropia mediante los sentidos, a un paisaje que tiene elementos fácilmente reconocibles en nuestro contorno (aunque más los tendría con «garrigas» castellanas o levantinas), a una frescura que no tiene nada de paganismo, ni tropicalidad como cierta crítica lo ha considerado. Los méritos de sus primeros libros -al citado siguió El cántaro fresco, Raíz salvaje, etc.- están en su espontaneidad, en la ágil intuición poética que traducen en un lenguaje directo. Luego «Juana» se ha repetido temática y estilísticamente: los nardos, violetas, trigos y romeros reaparecen a lo largo de su obra pero ello no impide olvidar la fuerza y vigencia de sus primeros poemas.




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La importancia de la exigencia estética


Paralelamente otros poetas como Enrique Casaravilla Lemos y Vicente Basso Maglio emprenden caminos de mayor exigencia estética. En actitud similar a muchos poetas y escritores jóvenes de la actualidad, aunque lógicamente trabajando con otras formas, estos poetas se rebelaron contra las avalanchas de la vulgaridad en su versión de falta de exigencias.   -62-   Su producción parece objeto de un acto de fe profunda, aún comprendiendo cabalmente la función de exilio que el arte se ve cada vez más obligado a cumplir en la vida actual.

En La expresión heroica (1928) Basso Maglio expuso su defensa de lo substantival sobre lo adjetival en la vida del arte. «Virtud estética de refinamiento estamos consiguiendo en vez de endulzarnos hacia la meditación de un estilo encarnizado de ahondarnos -escribe- porque el refinamiento ciego es el movimiento sensual que está utilizando contra los límites y la profundidad que podría llamarse afinamiento mejor que refinamiento, si alcanza alguna vaguedad es el transporte inefable, vértigo de libertad, temblor de desprendimiento, angustia reflexiva que nos lleva finalmente, a las formas de depuración, a lo místico». Hay, pues, una idealización del arte desprendida de lo humano (notoriamente en El diván y el espejo [1917]), un cabal sentido de l’esprit de finesse, un enfriamiento de la realidad que no es vivida, sino soñada, vista a través de espejos, una poesía entendida como un toque delicado, como un aludir eludiendo. Efectuando un balance de ambos poetas, Jorge Medina Vidal afirma que «sus mundos de repercusión fueron muy cerrados, sus exigencias, sus devociones de lo superior cerraron muchas vías de comunicación con promociones posteriores. Un doloroso dire de frivolidad en cierta crítica y lectores les restó admiración entre los que llegaron después, no tanto por un sentido infantil de la gloria, sino porque sus conquistas de exigencias y profundidad para nuestra poesía no se afirmaron en la obra de poetas posteriores. Se perdió a menudo lo mucho o lo poco que ellos vislumbraron destacándolo y eso es doloroso para la evolución de la poesía lírica en el Uruguay».




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Oribe y el combate existencial


Si entre Basso Maglio y Casaravilla Lemos la separación es más temperamental que estética, entre el primero y Emilio Oribe hay una hermandad valeryana que sólo difiere   -63-   en el propósito final de la búsqueda poética: Basso Maglio aspira a una calidad emotiva y Oribe busca el conocimiento. Su poesía oscila entre las puntas de un dualismo casi maniqueo -Espíritu y Mundo- como ha señalado Carlos Real de Azúa, pero «este contraste fundamental no es una antítesis yerta y conceptualizada sino, por el contrario, un comprensivo esquema de un existencial combate de inteligencia y acción, de pensamiento y de realidad, vivido hasta las heces de una vida intelectual ya dilatada».




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Sabat y los tonos wagnerianos


Esta rápida visión de los poetas del 17 no puede olvidar a Carlos Sabat Ercasty y su poesía de tonos wagnerianos, de fuertes coloraciones panteístas, con un vasto escenario universal donde los versos ruedan regidos por leyes eternas, grandes sensaciones, en búsqueda del estado ideal del arte.

«Nunca quise que se me pusieran etiquetas como a los frascos en las boticas -confesó el poeta en cierta oportunidad-. Es por ello que mis primeros versos, que pudieron parecer modernistas, los quemé en un verdadero auto de fe».

Sin embargo, cuando en 1917 aparece Pantheos, Sabat Ercasty no pudo impedir que en el alborozado saludo de la crítica se deslizaran los juicios que marcarían su poesía con un sello determinado. «Un misticismo vitalista y dinámico que va ascendiendo en grandes espirales de elocuencia desde la sombra densa y turbulenta hasta las plenitudes radiantes de la luz divina». Posteriormente, con Vidas en 1923 y con Los Adioses en 1929, pudo convertir sus experiencias de viajero en «un descubrimiento de la esencia poética americana a través del hombre y su experiencia vital» en el continente que había recorrido.

Poco después, el crítico Alberto Zum Felde veía en ese entusiasmo abierto, lírico y «panteísta», las características de un Walt Whitman y de un Verhaeren, lo que era una voluntad «intuitiva y natural de incorporación panteísta al cosmos». Esa apertura y esa vocación de amor universal se traducen en   -64-   una poesía abundante y no muy pulida. Así, sus Poemas del Hombre, donde refleja aspectos del hombre y «del universo como eje de la poesía y de todos los aspectos de la vida» peca por exceso de ambición y sucumbe a los riesgos de un mal dosificado parnasianismo.

Paralelamente, Sabat Ercasty recoge en el ámbito continental una gran resonancia. Es amigo de Pablo Neruda a quien canta: «Una tarde en los Guindos, oh fraternal Neruda, gocé el bosque marino de tus mil caracoles» en su libro Chile, en monte, valle y mar; también lo es de Rafael Cansino Assens, Alfonso Reyes y de Santos Chocano, relaciones que -para el crítico Meo Zilio de la Universidad de Pádova- permiten hablar de una influencia de la poesía de Sabat Ercasty sobre la de otros poetas americanos, especialmente en Neruda. Así, ha escrito que «ambas poesías (la de Sabat y la de Neruda) se proyectan hacia lo infinito espacial y temporal, aunque en Sabat ello represente una superior comunión y en Neruda una fuga y un naufragio».

Una poesía de este corte tendría que ir derivando paulatinamente hacia la filosofía y los mitos orientales en los que Sabat Ercasty se fue refugiando con el paso de los años. Si había cantado a Martí en la Plaza de la Catedral de La Habana, con versos entusiastas


Levántate, hombre,
rompe el nudo de la noche y el sueño,
abre ahora mismo las sombras que tragan tu sangre,
y antes de que la aurora queme el silencio,
recibe en la frente el verbo de las estrellas



recogido en su libro Libro de los Mensajes, debió refugiarse en un esoterismo abstracto y conceptual a partir de la década del 40, cuando otros aires soplaban ya -más íntimos y recoletos- en una poesía que no podía seguir aceptando la impunidad de las palabras con mayúscula.



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Silva Valdés y la naturaleza idealizada


En la obra de los poetas nativistas la concepción horaciana del Felix agricolae y el Beatus ille aparece nítidamente marcada. En los Poemas nativos (1925), Fernán Silva Valdés no hace sino inventariar poéticamente los elementos que lo rodean en una realidad elegida -el pago- con un entusiasmo casi infantil: el ombú, la carreta, la taba, cachorros, nubes, el pericón, armas (la flecha y la bola), el mate. Pero la referencia al vasto marco telúrico en que enmarcará su idealizada visión está hecha desde el primer verso: «en un rincón de América vigilado por los teruteros». Sobre el carácter de esos objetos ha dicho el poeta y crítico Jorge Medina Vidal que «el poeta los pone en disposición de canto» y que «están llenos de intrínsecas cargas afectivas y de vida histórica. No son objetos estáticos, sino dinámicos, plenos de vida o de capacidad para adquirir la vida en manos del poeta o del hombre avizor».

En Agua del tiempo (1921), en Romancero del Sur (1939) y en Intemperie (1930), Silva Valdés insiste en la misma temática, abriendo con los Poemas gringos las puertas a valores e ideas ya insinuadas en su poema «Hombres rubios en nuestros campos» y que habrá de tener en El caballo y su sombra de Enrique Amorim su expresión novelesca, como la tuvo teatralmente en La gringa de Florencio Sánchez. Posteriores incursiones de Silva Valdés en lo que quiso ser un «nativismo» orillero, en una trascendentalización de compadres, yiras y el «cabaret orillero» resultaron notoriamente erráticos y empezaron a marcar los peligros que llevaba en germen el nativismo original.




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Leandro Ipuche: poeta culto con motivación campesina


El distingo que pueda hacerse entre la poesía gauchesca alimentada desde la independencia (Bartolomé Hidalgo) por una tradición fogonera de extramuros y con los importantes aportes poéticos de Ascasubi, Hernández, Estanislao del Campo   -66-   (con su famoso Fausto) y más cerca del 20 por José Alonso y Trelles (El Viejo Pancho) y el «nativismo» estetizante cuyo análisis estamos efectuando, pasa inevitablemente por la obra de Pedro Leandro Ipuche. En éste hay una orientación emotiva hacia todo lo que -al decir de Medina Vidal- representó en su hora la inserción de una poesía culta en una motivación campesina. Con menos orden que Silva Valdés, anteponiendo un «yo» neorromántico para hablar de las cosas que conoció de joven en tierras olimareñas, antes de venirse a Montevideo «con el alma convertida en un zurrón de ilusiones, en una pajarera de esperanzas», Leandro Ipuche no siempre comunica sus emociones sin hacer gravosa la carga de «poesía culta». Su novela Isla Patrulla peca por lo mismo.




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Negros y multitudes, también


Por primera vez en la literatura nacional los pequeños motivos, las palabras, los temas de la vida diaria y lo anecdótico montevideano se cuelan hasta adquirir carta de ciudadanía novelesca y poética. El postmodernismo da nombres propios a los objetos y a los seres de la realidad que menciona. La poesía ya no queda en la abstracción nominativa de Delmira Agustini o de Julio Herrera y Reissig. El poeta se atreverá con lo cotidiano y hasta con lo vulgar. Ildefonso Pereda Valdés en La guitarra de los negros (1926) y en Raza negra (1929) poetizará a los negros incorporándolos a una tradición literaria que sólo Santiago Dossetti en Los molles (1936) retomará novelísticamente. Emilio Frugoni, por su parte, publica en 1923 sus Poemas montevideanos con escenarios capitalinos que en cierta manera continuará en La epopeya de la ciudad (1927) abierto con un «canto de la multitud».




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La aldea escandalizada: la vanguardia surrealista


La capacidad de escandalizarse y sorprenderse ante los valores que propone una vanguardia literaria tiene en Montevideo   -67-   antecedentes bastante anteriores a los de la llegada del surrealismo a sus playas. Las vanguardias europeas desembarcan periódicamente desde fines del siglo pasado y lo hacían acompañadas de una cierta confusión, mezcladas en el equipaje de los poetas. ¡Tantos «ismos» danzaban al mismo tiempo en las grandes capitales europeas!

Quien marca la gran entrada del «escándalo a la paz de la aldea» es Roberto de las Carreras. En 1898 desembarca en Montevideo con sus maletas desbordantes de versos decadentistas franceses, chalecos de vistosos colores y una energía para predicar el amor libre que lo llevaría a la locura. Con Mi herencia y con Amor libre (1902) la belle époque y la vocación de escándalo se injertaban sin notorio exotismo en el medio de amable siesta pacata. Salpicó luego la bohemia de algunos cafés -especialmente el «Polo Bamba» de Severino San Román- y trajo la apasionada polémica de las «torres» -La Torre de los Panoramas de Julio Herrera y Reissig, el centro «decadente» opuesto al Centro Internacional de Estudios Sociales- donde el oriente se había traducido al modernismo y donde el mundo del subconsciente se experimentaba a través de las drogas o de la poesía (Juan Parra del Riego, Pablo Minelli y González, Leoncio Lasso de la Vega). Un avanzado experimentalismo se practicaba en el «Consistorio de Gay Saber» con Horacio Quiroga y Federico Ferrando y las peñas anarquistas recogían las primeras traducciones de los textos de Bakunin y Proudhon.

El inconformismo de las vanguardias europeas detonó, poco después, en los disparos que segaron en 1914 la vida de una poetisa apasionada, Delmira Agustini: Eros, decantado en Baudelaire, se estrellaría en las convenciones y represiones del medio. Otros -como el mismo Quiroga- terminarían buscando escenarios diferentes para «la oscura raíz de su grito». Sin querer, estaría siguiendo un ejemplo de exilio que un surrealista uruguayo avant la lettre, Isidore Ducasse, ya había decidido sin saberlo en 1859. Desde entonces la aldea no volvió a ser escandalizada.

No puede sorprender, pues, que en 1924, cuando estalla en Francia el apasionado desafío a la domesticidad que es la reivindicación   -68-   imaginativa del surrealismo, la playa americana del Uruguay parezca poco propicia para dar su bienvenida a la zona fronteriza del sueño, la magia y la actividad desinteresada y libre del pensamiento que proponía André Breton. «Los escritores de modalidad ultrarrealista son raros en esta orilla» escribiría Alberto Zum Felde, el mismo que pocos años antes se paseara desafiante del brazo con Roberto de las Carreras, luciendo no menos coloridos chalecos por la montevideana avenida de 18 de Julio.

En los años veinte, con el realismo americanista en su apogeo, son pocos los que empiezan a unir su genealogía vanguardista a la de aquellas de antes de la guerra. Sin embargo, lenta y soterradamente, van apareciendo, para contribuir al «descrédito total» de lo que se llamaba comúnmente «la realidad». Pero las líneas de las vanguardias están ahora muy mezcladas: son muchos los «ismos» superpuestos y confundidos, negados y complementados. Cubismo, futurismo, expresionismo, dadaísmo, postumismo, simplismo, estridentismo y sencillismo se desmienten y forcejean con el novedoso surrealismo. Fugaces modas pasajeras que mueren apenas concebidas, que no logran calar tan hondo como lo hace la burla «ultraísta» campeando en poemas para «leerse en el tranvía», en cantos a las locomotoras (Alfredo Mario Ferreiro) y a los edificios locales que aspiran ser recargados rascacielos (Juvenal Ortiz Saralegui).

Lo que propone el surrealismo -en este corte de apasionados intentos por derribar los altares de Dios y de la Razón- no es entendido; apenas se lo intuye por algunos poetas, va larvando la prosa que explotará en el extraño y marginal de Felisberto Hernández, en algunas páginas de Juan Carlos Onetti (especialmente en El Pozo y La vida breve) y en los casos aislados de los poetas Selva Márquez, Nicolás Fusco Sansone y Blanca Luz Brum.

La filosofía propuesta tras los Manifiestos del Surrealismo estaba todavía demasiado tajantemente separada de la filosofía positivista secularizante que campeaba en la cultura oficial. Se jugaba apenas con la novedad, con el arte nuevo que deslumbraba, se manejaban las grandes palabras y el instrumento   -69-   expresivo propuesto apasionaba. Pero lo grave es que el sentido de la profunda revolución que el surrealismo significaba, se escapa porque no se lo entiende.

Pero no en vano Montevideo es en esos años y en los siguientes un escenario cosmopolita y europeizado donde van teniendo cabida todas las nuevas formas. El nacionalismo ingenuo, lo regional y presuntamente genuino criollo, esgrimidos con orgullo en otros territorios americanos, es aquí vulnerable a todo nuevo estilo o influencia. En definitiva -como pasaría en la Argentina con Borges, Bioy Casares y luego con Marechal y Cortázar- las circunstancias y caracteres nacionales, el paisaje y el ambiente pueden ser el «tema», pero su modo de expresión puede ser muchas veces surrealista. Desde adentro podrá la realidad asumir este nuevo sesgo y cobrar su nueva dimensión. La moda original podrá pasar a ser auténtico estilo.

Breton perdonaría, pues, el absurdo de hablar -como hiciera él mismo presentando a Swift, Hugo y Sade como surrealistas- de quienes en el Uruguay han podido serlo de un modo fragmentario o accidental; irónicamente tal vez sin haberlo sabido. Así, parafraseando al autor de Nadja, podríamos decir que son surrealistas algunos de los primeros poemas de Sara de Ibáñez y el Juan Cunha previo al contenido autor de las «égloglas» criollas, el «maldito» Juan E. Fagetti y muchos poemas dispersos de Silvia Herrera y Saúl Pérez Gadea. Más radicalmente un intelectualizado y reprimido José Pedro Díaz rastrea en sus Ejercicios Antropológicos muchas de las leyes surrealistas; María Inés Silva Vila incursiona en el mundo del sueño en sus primeros relatos y L. S. Garini hace de las leyes del absurdo su desazonante resorte de sus cuentos. Más recientemente Julio Ricci y su apasionante serie de Los Maniáticos propone una nueva e insospechada vuelta de tuerca a las posibilidades del surrealismo. Sus «maniáticos» somos todos nosotros: el germen del absurdo está en nosotros, la locura es el pan cotidiano de un mundo de donde han sido abolidas las inútiles leyes del racionalismo.

Por sobre todos ellos y sin que sus raras disociaciones y el esfuerzo de su memoria como hilo conductor de la narración   -70-   hayan sido inventariadas, es Felisberto Hernández el autor más complejo de esta corriente siempre minoritaria.

Lo importante es que, de un modo u otro, la «soberanía del pensamiento» ha logrado un territorio experimental propio; lo satisfactorio es que nadie llegó a aceptar radicalmente la receta que ni el propio Breton quiso dar; lo triste, que la aldea -pese a sus periódicos escándalos- no ha sido todavía seriamente conmovida: no hubo genio capaz de hacerlo, se sospecha que no lo hay. La máquina de coser no se ha encontrado todavía con el paraguas en la mesa de disección de la literatura uruguaya; los «pequeños y grandes ahorristas del espíritu» siguen siendo fieles gobernadores de la comarca.






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IV. Los olvidados de los twenties


Pero debemos volver a 1917, nuestro punto de partida. Ya fue señalado al principio de este trabajo que de allí parten varias tendencias, algunas puestas en evidencia tardíamente, por lo que es necesario retomar esa fecha para rastrear la obra de varios narradores -José Pedro Bellán, Mateo Magariños Solsona, Adolfo Agorio, Horacio Maldonado, Salterain de Herrera y Manuel Acosta y Lara- que han aparecido siempre en el segundo plano a que el «nativismo» imperante en la época los relegó. Porque mientras el «campo» se va insuflando de mitos, trascendencia y los americanistas de la hora tratan, al modo romántico, de devolver al gaucho la dimensión heroica y simbólica perdida en el 900 por los discípulos del naturalismo zoliano, los novelistas que describen sobre la vida ciudadana dejan los símbolos y el «mensaje» de lado y efectúan una pintura desenfadada de ambientes, clases sociales y costumbres, trazando psicologías novelescas simpáticas, vitales, demostrativas de que los «años locos» montevideanos tuvieron una buena y curiosa cuota de licenciosidad y de vigente liberalismo en las costumbres que la pacatez pública negaba y niega.

Leer a Bellán o Magariños Solsona, por ejemplo, es descubrir la versión novelesca de una cierta irreverencia anticlerical,   -71-   una abierta denuncia de hipocresías y tapujos cubriendo la versión oficial de una sociedad que se presentaba con otras fachadas.

Aquí no se trata de conjugar verbos americanos con mayúscula, de enfatizar el telurismo, sino de descubrir a los ojos de más de un atónito lector, un mundo sin convenciones, sin hondas raíces americanas, ya que no hay reparos en presentar familias hijas de inmigrantes -el pariente italiano en Mani, la gallega Doñarramona o Josefa Rodríguez de La inglesita de Bellán, la francesa Jacqueline de Pasar de Magariños- aún cuando ello les valió ser acusados de «falta de nacionalismo» y se habló en el caso de Magariños de su «funesto extranjerismo».


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Magariños Solsona: La poligamia como forma de rebelión


Cuando en 1920 aparece Pasar de Mateo Magariños Solsona (1867-1921) pocos recuerdan a Las hermanas Flammari (1893) y a Valmar (1896), dos largas novelas que el escritor había editado cuando tenía menos de treinta años y que significaban un burlón (y no exento de ferocidad) diagnóstico de nuestra sociedad finisecular. Contra lo que se ha afirmado generalmente, esas novelas no pertenecen tanto a la época naturalista en que fueron escritas, sino a una época de autores «satisfechos con su tiempo», más preocupados por una irónica crítica de costumbres e hipocresía que toda convención social supone, que por un riguroso «culto a la verdad» naturalista.

En cierto modo, las novelas de Mateo Magariños disuelven los excesos naturalistas que cometían sus colegas europeos o americanos en irónica bonhomía. Magariños trata así un tema revolucionario desde su misma proposición: «abolir esos respetos a los infinitos preconceptos sociales que, hoy por hoy, son un verdadero freno para contener las pasiones», idea que se resumía en una sola palabra: poligamia.

En Valmar lo anuncia claramente: «Y yo sostengo que, en cuestión de mujeres tan orientales somos los de aquí como   -72-   los de allá, sólo que nosotros comparándonos en la pretendida moralidad de nuestras costumbres, somos más pervertidos porque somos hipócritas. Aquí y en todas partes, el hombre es incuestionablemente polígamo...». Felipe, el amigo del protagonista, discrepa, pero no en forma sustancial: «Yo podría ser polígamo en el tiempo, pero jamás en el espacio: un harem sería para mí una cosa terrible». Magariños Solsona experimentó novelísticamente ambas posibilidades. En Las hermanas Flammari y en Valmar ensaya «la poligamia en el espacio» y en Pasar la poligamia en el tiempo.

En las dos primeras novelas, Magariños defiende al hombre que ama a dos mujeres a la vez. En la primera, Mauricio (el protagonista) triunfa sobre el medio social representado por su suegra y se queda amando a su esposa Elvira y a su cuñada Margarita en una feliz promiscuidad bajo el mismo techo de su hogar. En Valmar el medio aplasta al protagonista que no resuelve su íntimo debate entre dos corazones femeninos: el de su esposa, rica y acomodada y el de su amante Josefina, con la cual ha tenido un hijo; se descerraja un balazo al final. Al defender una posible poligamia del hombre, Magariños ataca lo que la impide abiertamente: todo aquello que obliga a vivir entre mentiras y trampas. Tema tan arriesgado no contó en su momento con la aceptación de la crítica y el prologuista de Las hermanas Flammari, Samuel Blixen, no dejó de señalar que «más de un pasaje haría estremecer de horror, si quien ha escrito la novela no hubiera tenido la suprema habilidad de provocar al tiempo una sonrisa del lector y a veces una franca carcajada». Y excusando los posibles rechazos que atisbaba en su mismo prólogo, Blixen añadía más adelante: «¿Qué se podrá alegar, entonces, contra este primer libro de Magariños Solsona? ¿Que no se parece en nada al catecismo del Padre Astete? A esto podrá contestar que no lo ha escrito para seminaristas. ¿Que sus personajes usan a veces de procederes no del todo limpios y que sienten tendencias irresistibles a hocicar en la porquería y en el vicio? El autor no tiene la culpa...».

Sólo algún fervoroso lector, como José Carlos Álvarez, se ha atrevido luego a defender la temática de Magariños Solsona,   -73-   escribiendo en oportunidad de la reedición de Pasar: «ambas novelas (se refiere a las dos primeras) encierran una encomiable fluidez narrativa, una construcción sólida, nada corriente en su época y en el Uruguay, una constante atracción para el lector y un mérito hasta ahora no señalado debidamente: ambas novelas se ubican en los comienzos de la narrativa montevideana y Magariños Solsona, a fines del siglo pasado realizaba algo que hacia 1940 se reclamaba, con razón, a nuestros modernos narradores».

En Pasar, muchos de aquellos temas fueron retomados. También estamos frente a un hombre polígamo, aunque los amores se han dado en el tiempo y el tema de la novela parezca ser el melancólico «pasar» de un cincuentón hombre de fortuna, algo de vuelta de todo en la vida, aunque nada cínico ni pesimista. Ese tono melancólico que parte del mismo título, empapa toda la novela; básicamente ceñida alrededor de cinco años de la vida de Mauricio: aquéllos en que vive con una amante francesa, Jacqueline, desde qua la trae de París y la trata de injertar en su vida de estanciero progresista, hasta que ella se va. Es allí donde se dan las mejores notas de la novela. El amor del cincuentón por esta muchacha llena de vida ha sido pintado como pocos en la literatura uruguaya y en las páginas finales, cuando los amantes se despiden prometiendo volverse a ver y sabiendo que no será posible, hay una fuerza emotiva inusual.

Toda la obra funciona en un tácito contrapunto con la sociedad en que está inserta: si Mauricio busca un equilibrio y la armonía vital en su estancia «El Oasis» es porque Montevideo y su escala de valores lo rechaza abiertamente. La sociedad de la época no tolera a Jacqueline como su amante, como no toleró luego la crítica a «una francesa» como protagonista tildando a Magariños de «falto de nacionalismo» y sometido a «un funesto extranjerismo». Por otra parte, es en esta obra donde por primera vez el medio geográfico, en vez de ser «el paisaje» que devora y condiciona protagonistas, se convierte en un fino marco donde se proyectan psicologías.



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Horacio Maldonado: «de lejos, con coraza y antiséptico»


Los adelantos tecnológicos llegan al Uruguay con una fuerza arrolladora que la buena situación económica y la fuerza expansiva del batllismo, indudablemente favorecen. Montevideo cuenta en 1922 con una lista de 14.665 abonados telefónicos, un ritmo de 2700 automóviles importados anualmente a partir de 1923, la instalación de tranvías eléctricos, la generalización del telégrafo, la inauguración de líneas regulares entre Montevideo y Buenos Aires. Son años en los que todavía puede hablarse de Uruguay «como el mayor laboratorio de experimentación social de las dos Américas» sin ruborizarse por la exageración. Pero, aunque sus satisfechos habitantes no lo atisben todavía, el país -a partir de 1920- está empezando a vivir de lo ya conquistado.

El liberalismo constituye la conciencia nacional generalizada y ha perdido su significación y su fuerza estrictamente política; su experiencia, en las notas más polémicas y militantes, puede considerarse clausurada en 1925. Durante la administración del presidente Brum los tranvías ya presentan déficit y las nacionalizaciones programadas (especialmente la del tabaco) no llegan a concretarse. Un proyecto sobre investigaciones petrolíferas de 1920 morirá en los escaños parlamentarios, así como el proyecto de un instituto de pesca se debatirá inútilmente en una sociedad ya volcada a una economía «satisfecha» de consumo de la cual podrán seguir siendo expresivas las cifras edilicias, la conversión de caminos empedrados en «pavimentos lisos» y las cifras estadísticas de las importaciones suntuarias. De esa peligrosa evolución ya insinuada ningún escritor tuvo el mínimo atisbo.

La única reacción antagónica es la de los autores preocupados por la masificación, por los males del progreso, por el materialismo y por la pérdida de la espiritualidad e idealidad del hombre, en aras de la técnica. Los refugios son dobles: el «idealista» que propone Horacio Maldonado en Doña Ilusión en Montevideo (1929) o el «espacial» que organizan los nativistas en el campo.

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Horacio Maldonado, a pesar de los conatos de inserción en la realidad que lo rodea -Raimundo y la mujer extraña (1826), La vida singular de Silvio Toledo (1938) y la novela ya citada- sucumbe a la falsa alternativa que propone una dualidad no menos falsa en la condición humana: el hombre que se debate entre la vida terrestre e inmediata, llena de peligros, vicios y pecata mundi y los ideales de trascendencia y espiritualidad de corte ático y valoración estrictamente filosófica. El peligro, además de la infatuación del tono y el desprecio por las manifestaciones populares espontáneas, resultó ser en el caso de Maldonado lo mismo que iría acumulando sin querer la literatura nativista por el simple paso del tiempo: el desprecio por lo nuevo, el temor a los cambios y a lo extranjero, los deseos de una sociedad detenida y conservadora, desconfiada de toda novedad y enemiga de toda renovación.

Luciano y Jesús, protagonistas de Doña Ilusión, hablarán respectivamente de que «esta vida vulgar, pequeña, ruin, como la de todos los demás, me hace pensar en un desperdicio de las horas» y dirán que «la culpa es de la época, del torpe sensualismo en esta hora de extravío». No será posible conservar la pureza del alma así entendida; y algunas notas de Maldonado son hoy hasta risibles.

Mientras el autor teatral derivaba sin temor a las fórmulas del mundo que escenifica en el sainete, musicalizaba en el tango y expresaba en el lunfardo, novelistas como Maldonado no habían resuelto ciertos prejuicios anacrónicos. El tango será «una música que exacerba los instintos más groseros de la plebe y da a la mujer, cuando en su garganta se anida, aspectos de arrabalera e impúdica». Un cabaret puede ser «un lugar de reuniones viciosas en que la alegría esconde lo más sombrío, lo más tétrico de la bestia humana». El mate podrá ser lo que Carlos María Maeso, con más ironía, escribe en Manón con relleno: «Yo no había contado con la calamidad del país, esa infección nacional que no ha merecido aún sus estudios como el tifus y la difteria y a la cual se ha olvidado el inteligente y laborioso señor Bollo de incluirle una casilla en sus interesantes anuarios demográficos, entre las causas de la mortalidad: ¡el mate!». «¿Cómo lo toma, don Máximo, dulce   -76-   o amargo?», le preguntarán al protagonista y Maeso resumirá: «De lejos, con coraza y antiséptico, señora!». Todo un símbolo, más allá del chiste mediocre.




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José Pedro Bellán y la emancipación de la mujer


José Pedro Bellán (1889-1930) es más conocido por su obra teatral, especialmente por Dios te salve...!, por más que sus relatos constituyan uno de los más cabales ejemplos de la narrativa del veinte y un muestrario de las mejores preocupaciones literarias de sello urbano. Reunidos en tres volúmenes -Doñarramona (1918), Los amores de Juan Rivault (1922) y El pecado de Alejandra Leonard (1926)- los cuentos de Bellán trazan una pintura de época, desde la perspectiva de preocupada modernidad que asumía el autor. Para esto utilizaba un enfoque eminentemente feminista. La mujer es la gran constante de su obra, eficazmente insertada en la medida en que es vista desde una óptica social, no tanto en la medida en que el análisis es exclusivamente psicológico.

Entre el primer grupo de relatos -aquéllos que ponen el acento en el contexto social en que la mujer está inmersa- El pecado de Alejandra Leonard resulta uno de los mejores y más amargos diagnósticos de una sociedad montevideana que no toleraba mujeres intelectualizadas o, pura y simplemente, «distintas» de aquel prototipo medio que acataba la superioridad masculina sin protesta. Alejandra no es ni fea ni antipática (esta es la originalidad del personaje de Bellán), pero su «pecado» es ser «leída» y tener una capacidad de opinión propia que espanta a cuanto pretendiente se le acerca. Los hombres de este relato -como todos los protagonistas masculinos de los cuentos de Bellán- aparecen como un reflejo opaco de la problemática femenina. El destino de Alejandra es ser una solterona, porque la sociedad en que vive no le permite ni la digna salida de una profesión liberal.

En la obra teatral El centinela muerto, Bellán retoma claramente el tema de la emancipación de la mujer, aunque   -77-   en 1930 los usos y costumbres que escenifica en un carnaval de barrio, colaboran para hacer del padrecentinela (Andrés) un desbordado cancerbero, sin poder ni control sobre su esposa e hijas. La preocupación de casarlas «bien», de que cumplan noviazgos «regulares», ya es anticuada en 1930 y lo ha comprendido así hasta la madre (Catalina). Será el hombre quien tratará de mantener vivientes los valores perimidos y logrará sus satisfacciones de pequeña burguesía a costa, incluso, del afecto de los hijos y de su propia frustración. El centinela está, indudablemente, muerto. El mismo tema de la mujer casadera se da en La inglesita, aunque allí el matrimonio es una forma de ascenso social en la ambición de Josefa Rodríguez: casarse con un «inglés», ya que los ingleses son el punto más alto de la escala de valores local y, como tales, codiciados por las hijas de españoles, como Josefa.

En el segundo grupo de relatos -donde Bellán intenta un ahondamiento psicológico de la mujer- los aciertos decrecen y la producción es más desigual, aunque entre ellos está lo más logrado de su obra: la nouvelle La realidad. Sine qua non, Fuego fatuo y La señora del Pino juegan con aspectos lindantes en la patología del alma femenina, pero en La realidad trasciende la mera categoría para convertir el relato en una pequeña obra maestra. El juego oscilante del protagonista entre un rostro evasivo de una hermosa joven (Ysabel) y la pasión tumultuosa de Madame Jourdain, parece desgarrador. La idealidad está en el rostro que se sospecha imaginado; la carnalidad entre los brazos de la jocunda francesa. Lo ideal será finalmente prosaico y ese rostro la hermosa máscara de una joven vulgar de la época. La clave ambigua de este relato (digno de figurar en cualquier antología) lo da lateralmente un amigo (Vives), cuando al hablar de las dos mujeres dice «no obstante, la una hace a la otra»; o más claramente, que el rostro de la joven sólo podía ser ideal, desde la pasión en que yacía el protagonista con Madame Jourdain. Desaparecida ésta (un suicidio atroz) la máscara cae e Ysabel es lo que fue siempre. «Cellini tuvo la visión del Sol en los subterráneos de un castillo» ha recordado oportunamente Bellán.

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En Doñarramona, Bellán pinta -con una estructura básicamente teatral- los ahogos y limitaciones a la natural vitalidad de los personajes que impone una gazmoña beatería religiosa. Alfonso, Concepción, Amparo y Dolores, los cuatro hermanos que con la presencia catalizadora de la gallega Doñarramona se descubren en sus exiguas pasiones, son los testigos de cargo a partir de los cuales Bellán enjuicia al mundo de las viejas familias que ellos representan.

La prematura muerte de Bellán -a los 41 años- impidió que cristalizara su obra en la tendencia que era adivinable desde La realidad y que fue asimismo ensayada, sin cuajar, en Interferencias (1930), «pieza teatral en cinco episodios». Allí un nuevo Bellán -eco de los tumultuosos «ismos» con que el siglo XX buscaba expresar su sensibilidad- intenta símbolos y nuevas formas expresivas; el teatro realista y directo queda de lado.




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Eduardo de Salterain y Herrera: un olvidado en Punta del Este


Entre los narradores del veinte, hay muchos olvidados. La marejada nativista los relegó a un segundo plano del cual sólo parcialmente han ido emergiendo en forma aislada. Eduardo de Salterain y Herrera ha padecido su parte en ese relegamiento. En Ansiedad (1922) reúne una serie de cuentos sobre la clase media montevideana; en La casa grande (1928) incursiona en un mundo que la narrativa urbana de la época no rehuyó y, en algún caso, trató expresamente (Bellán en Mani, La inglesita, la misma Doñarramona) y que fue jocoso tema para el sainete orillero; la inmigración italiana y española.

En Fuga (1929) Salterain plantea, con un estilo novedoso en la época, un tema inédito: la novela transcurre en la entonces árida, pero ya cosmopolita, Punta del Este (escenario que sólo tenía un antecedente novelesco en la obra El médano florecido del fernandino Francisco Mazzoni). La obra está estructurada con anotaciones objetivas en tercera   -79-   persona, fragmentos de un desgarrado diario íntimo y la correspondencia entre Nida y Álvaro (enamorado de Inés).




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Adolfo Agorio: el vivere pericolosamente


Nadie mejor que Adolfo Agorio para representar el tipo de escritor que en la década del veinte viviera intensamente todos los «ismos» que le proponía el mundo. Inquieto viajero -recorrió Europa, Estados Unidos, América Latina y Rusia (Bajo la mirada de Lenin, 1925)- Agorio hoy apenas es recordado y, sin embargo, en su época cosechó los máximos aplausos (se carteaba con reyes, presidentes, políticos y escritores de todo el mundo) y las máximas diatribas (se le acusó de todo «ismo» político en boga: de comunista a fascista).

Sin embargo, con un estilo franco y directo, una pluma ágil y vehemente, escribió numerosos libros de ensayos, una entusiasta biografía del no menos vital y exaltado Leoncio Lasso de la Vega (Leoncio Lasso de la Vega y la ronda del diablo, 1917) y un libro que es una curiosa «isla» en la no siempre bien rastreada historia de la literatura fantástica del Uruguay y tan mal llamada «rara»: La Rishi-Abura (1919), subtitulado Viaje al país de las sombras que reúne trece cuentos de aventuras exóticas y siniestras.

El crítico Gustavo Gallinal resumió el libro diciendo que «las encarnaciones de Rishi-Abura, la bruja de los pantanos, engendrada en el misterio de la superstición india, forman la trama de este libro». Prueba de su éxito en vida fueron las tres ediciones agotadas del libro y las ofertas de Hollywood para llevar a la pantalla el relato que da título al volumen.




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Montiel Ballesteros: símbolos en lo popular


El intento de Agorio de seguir las normas del vivere pericolosamente danunziano de los años veinte también fue ensayado, aunque más tímidamente, por Adolfo Montiel Ballesteros (1888-1967). Ello se tradujo, como en tantos otros autores   -80-   de la época, más en las actitudes vitales que en las obras, aunque en este caso una producción abundante (y no siempre rigurosa) marcó al exaltado poeta salteño, «lanzado irrefrenablemente a la conquista de la capital arisca y misteriosa» como ha escrito de él Alberto Lasplaces en sus Nuevas opiniones literarias.

Tras la bohemia y sus libros de poesía (Primaveras del jardín, Moción y Savia) Ballesteros fue cónsul uruguayo en Italia y autor de varios volúmenes de cuentos. Luego empezó a publicar novelas que escapaban a los esquemas literarios de la época. La raza (1925) enfrenta a dos generaciones de «puebleros» y retoma el conflicto de tradición y modernidad, viejos esquemas e ideas renovadoras a partir de la vida de Simón Rosas y de sus hijos. Después de Castigo e’Dios, Ballesteros roza un tema ensayado exitosamente por Francisco Espínola en Sombras sobre la tierra con su novela Pasión (1935), narrando la vida de los «señoritos» ricos y ociosos de las capitales del interior.




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Manuel de Castro: un valioso antecedente


Recogiendo la lección del realismo ruso del siglo XIX con su vasto fresco de cuentos y novelas sobre pequeños y míseros funcionarios públicos del zarismo, Manuel de Castro, noveló mezquindades, ambiciones menudas y esperanzas de corta mira (bonificaciones, presupuestos, jubilaciones y escalafones administrativos) en una premonitoria novela: Historia de un pequeño funcionario (1929). En una oscura repartición ministerial, Santiago Piñeyro -ex oficial de estado civil de un Juzgado de Paz- vegeta, adula y espera justicia de una administración ya corrompida por el favor político. Es ésta una novela desigual, pero llena de admoniciones sobre nuestro pasado, presente y futuro.

Manuel de Castro insistió luego con esos temas en cuentos como Por voluntad propia y en Oficio de vivir, donde se reconstruye todo un período de Montevideo con notas costumbristas, peñas en el Café Británico y hasta un capítulo dedicado al famoso «Centro Internacional de Estudios Sociales».



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Zavala Muniz y la conciliación con el pasado


Justino Zavala Muniz (1898-1958) como Ernesto Herrera en El león ciego, sabe ver a través de la idea que condena, las calidades humanas del personaje que traza. Los caudillos pueden ser patriotas, leales, generosos y afectivos, pero son gratuitos instrumentos de una época y un sistema al servicio de otros fines. Así, aparentemente, los caudillos-leones que ambos describen gozan del apoyo del autor, lo que ha dado pie, tanto para uno como para otro, a tanto comentario político adverso. Pero si han sabido comprender, eso no implica necesariamente justificar.

En cierto modo, esos héroes son inocentes de las mismas culpas que cometen. Hijos de una época en vigencia de otra; hechos por una escala de valores al servicio de otra.

De ahí el principal mérito que este autor ha volcado en obras donde predomina la dualidad contradictoria de ese vasto fresco épico de nuestra historia. Es el cabal entendimiento de la tradición desde el ángulo de la modernidad.

La forma como Zavala Muniz intenta la conciliación de la razón idealista y el pasado rural es la «crónica», una fórmula literaria con iguales ingredientes históricos y novelescos, donde todo dato histórico-geográfico es rigurosamente cierto y donde las descripciones son eminentemente literarias y aun retóricas. En la primera de ellas, Crónica de Muniz (1921), el ancestral orgullo familiar herido es casi la única motivación novelesca.

Esta crónica, que cuenta la vida del abuelo Justino Muniz (de cuyos labios escuchara el autor, directamente, la mayoría de los episodios que la componen) fue escrita en respuesta y descargo de las graves imputaciones formuladas por Javier de Viana en Con divisa blanca y Por la Patria, por Luis Alberto de Herrera y aun por Eduardo Acevedo Díaz. La herramienta con la cual trabaja Zavala Muniz es histórica; y añade al relato varios documentos de prueba. Pero, sin saberlo, en la misma medida en que levantaba un amplio y vibrante alegato familiar, estaba calando más hondo y haciendo, por lo pronto, una buena literatura.

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La segunda crónica, Crónica de un crimen (1926), escrita en ancas del éxito de la primera, se acerca al mismo problema -un intento de comprensión de la aparente «barbarie» de muchas de las realidades rurales del país- con otro instrumento: el análisis psicológico. Aquí su esfuerzo es más artístico y menos pasional, comprometido y emotivo que en la primera. Su habilidad y mérito consiste no en argumentar o explicar, sino en describir las andanzas de un marginal de la sociedad rural, alguien que en las guerras civiles tal vez hubiera sido héroe y hoy es apenas un criminal -«El Carancho»- de evidente raíz psicopática.

Crónica de un crimen, con el escenario preciso de Cerro Largo en 1913 y con leyendas ciertas tras «El Carancho», puede leerse como novela policial; y significa entre el verboso nativismo de la época una curiosa excepción que le permite, por lo pronto, sobrevivir. Si «El Carancho» es un asesino, lo es por el imperio de los hechos y no de los adjetivos, aunque Zavala Muniz no lo convierta en un mero «producto del medio», sino en un «caso psiquiátrico», apasionante insertado en él. Sin embargo, esta situación no está forzada: hay una violencia latente en el Melo de 1913, con ecos de patriadas no apagados todavía.

Finalmente en Crónica de la reja (1930), Justino Zavala Muniz vuelve a tomar el mismo tema, aunque ahora bajo un sesgo idealista: el que opone a Ricardo al medio en que vive. Empleado de pulpería primero, después pulpero él mismo, Ricardo es una suerte de testigo a través del cual Zavala Muniz proyecta su idealidad. La incidencia del protagonista en el transcurso de lo narrado es mínima; apenas sale de su situación de testigo en las contadas oportunidades en que debe pelear con el «Pardo Gil», intervenir como juez ante un «daño», en el crimen de Teodoro (donde se toca adecuadamente el tema de la justificación de la violencia) o al plegarse a una revolución que proclaman otros. Zavala intenta ir comprendiendo el marco en el cual podrán irse insertando los elementos ordenadores de la pacificación nacional. Se intuye que Ricardo no vivirá esa época, pero en sus vivencias están ya los instrumentos de otro Uruguay: el posterior a 1904.

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El mérito de Zavala es haber novelado una sintética fórmula del esquema tradicional «civilización y barbarie». Peleando políticamente por la primera, ha comprendido y participado emotivamente de la segunda.

Caudillos y doctores se dan la mano en su obra, la civilización y la barbarie, el gaucho montonero y el batllista institucionalista coexisten con benevolencia no exenta de ideal sincretismo. Porque curiosamente, lo que pudiera parecer contradicción en otro escritor -esa dualidad tirante- en Justino Zavala Muniz siempre se aunó con un sentido del cual sus obras teatrales son la más cara expresión.

Por lo pronto, en La cruz de los caminos (1933) al enfocarse el problema del latifundio, a través de la vida miserable de los campesinos de Bañados de Medina, Zavala Muniz lo hace desde la misma realidad que representa. Es entonces que el Estado -esa entelequia de origen ciudadano- aparece como omiso: no expropia, no obliga a hacer producir, y Zavala Muniz enjuiciando a los partidos tradicionales que lo dirigen no hace sino marcar un deber futuro, algo que hay que corregir. Como civilista batllista honesto, aún desde la perspectiva de una realidad rural de ribetes violentos, Zavala propone rumbos para la acción. En La Cruz de los caminos (1933) Zavala abre el gran proceso acusatorio del latifundio, que Carlos María Princivalle (1887-1959) había tentado en obras como El higuerón (1924) y al que el mismo Zavala proseguiría aludiendo, al trazar dramáticamente el cuadro de miseria y analfabetismo en En un rincón del Tacuarí (1939) y en Alto Alegre (1940).

Todas sus obras tienen esa fuerza (la denuncia del campo olvidado) pero en ellas mismas está la debilidad que las limita en el impacto propuesto: un teatro de ideas, más literario que teatral, del cual se salva casi exclusivamente Fausto Garay, un caudillo (1943). Es allí donde la voluntad y el esfuerzo de Justino Zavala Muniz por comprender y hacer comprender desde su perspectiva urbana y moderna, el pasado rural de antes de 1904 es más notorio. No en balde -y en esas oportunidades una mueca de aguda picardía le cruzaba rápidamente el rostro- había tomado mate muchas madrugadas, antes   -84-   que saliera el sol, churrasquito por medio, con su abuelo, «el caudillo». Nieto y abuelo dialogando en la penumbra hasta que la luz llegaba y un montón de historias, algo de mística y mucho de sentido cierto para vivir, había sido trasvasado y asimilado por el pequeño de ojos asombrados. Modos y maneras de un genio muy particular que le brotarían luego muchas veces, cuando era ya un racionalista del partido de Batlle.






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V. 1930: Las puertas al futuro


A fines de la década del veinte ya están echadas muchas cartas y agotadas muchas tendencias. El mundo ya no puede seguir viviendo con la sonrisa superficial de una peripecia y una alegría que se esquematiza en manierismos; tampoco puede seguir América agotando una cantera ya explotada en todas sus direcciones y, finalmente, es demasiado imperioso el reclamo de la angustiosa corriente subterránea que empezó negando a Dios para ganar la libertad y luego no supo qué hacer con ella. Con la crisis del 29 en el mundo, el fin del impulso político del Batllismo original (en 1929 muere Batlle), los festejos del Centenario que bautizaron arbitrariamente a una nueva generación de las letras, pueden aparecerse como una inútil y tardía mueca festiva en un mundo que exigía opciones, que levantaba apasionada e ineluctablemente sus grandes trincheras ideológicas, apoyadas en la filosofía, más que en la poesía o el subconsciente como se hizo a lo largo del período anterior.

La caracterización de la llamada Generación del Centenario se hace más difícil que la anterior y si en aquélla ya anotamos la posible arbitrariedad de toda fecha y toda aglutinación de nombres en su derredor, en este caso esa arbitrariedad será aún mayor: muchos de los hombres surgidos en el primer período siguen prolongando su fecundidad artística en éste y aún en años posteriores, amparados por una saludable longevidad que los han hecho, en muchos casos, nuestros contemporáneos: Armando Vasseur, Carlos Sabat Ercasty,   -85-   Juana de Ibarbourou, Emilio Oribe, Fernán Silva Valdés por sólo citar los más notorios.

Las obras de los nuevos del treinta -en poesía: Sara de Ibáñez, Clara Silva, Juan Cunha, Roberto Ibáñez, Fernando Pereda, Juvenal Ortiz Saralegui, Esther de Cáceres y en narrativa, Jesualdo Sosa, Enrique Amorim, Juan José Morosoli, Felisberto Hernández, Paulina Medeiros y más tardíamente Juan Carlos Onetti- se cruzan con las de aquellos escritores más notorios de una generación posterior -Carlos Martínez Moreno y José Pedro Díaz- y aún con la de quienes surgen a partir de 1960. Deberán desbrozarse, entonces, estilos y no fechas, tendencias y no nombres y dejarse a 1930 únicamente como un jalón, una línea divisoria entre capítulos. De cualquier modo, 1930 no es 1917 por muchas razones, no sólo cronológicas, sino ideológicas.

Por lo pronto la «sensibilidad» de la época no es la misma. El mundo tiende a polarizarse políticamente, merced a las grietas que ha abierto el afianzamiento de la URSS por un lado y el crack del 29 y sus secuelas por el otro. Las masas participan del poder en mayor medida, las dictaduras «nazi-fascistas» europeas y asiáticas tienen sus secuelas de «hombres fuertes» en América Latina y la algarabía de los años locos se trueca en un áspero rictus que exige definiciones y compromisos por sobre el matiz. Los escritores y poetas, embretados en la vasta grey de los intelectuales, gastan -como ha señalado sin ironía Alejandro Paternain- «sus mejores energías en pronunciamientos y manifiestos en tanto que las influencias externas e internas eran poderosas y a veces paralizantes». Las actitudes literarias, curiosa y sintomáticamente, no estarán guiadas por ningún «anti» (como lo estuvo en la anterior generación contra el modernismo) y las obras de «la nueva sensibilidad» se insertarán sin vocinglería alguna entre las de sus mayores. Incluso será dable comprobar cómo el tono más asordinado de los vanguardismos sucesivos, al principio pasando desapercibidos, anticipan nuevas actitudes, menos iconoclastas, pero más preocupadas por entender el mundo y su destino, el hombre y su razón vital.

Los poetas y escritores necesitarán de la filosofía y los   -86-   filósofos cobrarán una desusada importancia, de Kierkegaard a Ortega y Gasset, de Unamuno a Huxley y así el mundo literario se entrecruzará de líneas ideológicas que harán a cualquier novela o poema afiliable a una u otra corriente filosófica. Ello permitirá que prosperen los análisis y los fatales diagnósticos sobre el destino de la novela, porque aunque en la obra de un Joyce, de un Kafka o de John Dos Passos ya están adelantándose los nuevos rumbos que tendrá la novelística después de la guerra -y Juan Carlos Onetti será un pionero de esos rumbos en el Río de la Plata- en ese momento la filosofía cuestiona un género que parecía haber perdido sus apoyaturas en la realidad.

Por otra parte, los novelistas inciden en esa época en América Latina -Mauriac, Proust, Duhamel, Hamsun, Romains, Martin du Gard- no logran transmitir una fuerza capaz de torcer el fatal rumbo que lleva el regionalismo: hacia el maniqueo y agotado esquema de explotadores y explotados, pobres y ricos, burgueses y proletarios, resultado todo de la incidencia ideológica de la época. En lo que al Uruguay respecta la polémica se aviva tremendamente. Todos estas notas se dan, pero marcadas por un carácter «internacionalista» que la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial exacerbarán, pero nacionalmente podrá decirse como ha dicho Alberto Methol Ferré que esa fue «una generación del statu quo», ya que parecerá que -por sobre las solidaridades internacionales con republicanos, aliados o «rojos»- el Uruguay edificado al socaire del «impulso» batllista no se cuestionará, ni aun cuando cierto esquema de democracia representativa tambalee -el 31 de marzo de 1933.

Escribe Methol que «es sin duda una generación dependiente, la generación nacida bajo el signo reconfortante, jubiloso, pesado de nuestra estabilidad, la que recoge y dilapida las siembras del novecientos... Para unos la estabilidad es remanso, para otros pantano; para unos cumbre, para otros «pozo», pero con un rasgo común esencial: no hay más allá posible de la estabilidad. El Centenario es el non plus ultra de la quietud, vivida ya como regularidad diáfana o como lenta pudrición sin esperanza. Entre estos extremos se instala   -87-   toda la gama de tornasoles y matices del existir uruguayo coagulado de las últimas décadas».

Lo que pasa después, cuando las puertas del futuro inauguradas en 1930 son ya parte del pasado y los coágulos se disuelven por imperio de la Guerra Mundial y nuevas promociones -en el 45- irrumpen, para quince años más tarde empezar a compartir una espiral de crisis y volutas de fatal contextura con los jóvenes del 60, es tema ya de otros capítulos no escritos todavía, pero que deberán serlo para que la perspectiva trazada hoy sea completa y nuestros abuelos del 17 sean entendidos en su cabalidad, tal como no lo han sido hasta ahora.





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