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El tiempo y su mudanza en el Teatro de Benavente

(Discurso leído el día 18 de diciembre de 1955, en su recepción pública, por el Excmo. Sr. D. Joaquín Calvo-Sotelo)

Joaquín Calvo-Sotelo






Discurso del Excmo. Sr. D. Joaquín Calvo-Sotelo

Señores académicos:

Yo sé bien que esta es mi más alta ocasión. Aunque la vida, que no es nunca un camino cegado por modesto que sea su curso, se abriese, de pronto, como el abanico de un mandarín, a perspectivas inesperadas, no la superaría fácilmente.

Dicho sea de paso, a medida que corren los años, la posibilidad de que nos deslumbre con sus sorpresas, se reduce día a día. Cierto que ignoramos lo que nos reserva el futuro; pero cada vez sabemos, con mayor precisión, lo que nos ha sido negado para siempre. Así, la madurez, se tiende sobre un sinfín de renuncias y de adioses que engendran una noble condición del hombre: la melancolía. Para compensarnos de aquello a lo que, fatuamente, nos juzgamos acreedores, y que nunca tuvimos, nos hace, en cambio, a veces, regalos maravillosos, con los que no contábamos: tal el de esta tarde, inolvidable. Yo despierto a la gozosa realidad de mi entrada en la Academia y quiero que mis primeras palabras sean para confesar lo mucho que la tengo soñada y proclamar, de paso, con humildad muy sincera, lo poco que la tengo merecida. Soñada, sí, de muy antiguo, porque la condición de académico guarda, a despecho de las alteraciones y movilidad de los tiempos, un intacto prestigio y no hay escritor que, en el fondo de su corazón, no mantenga su culto y la ambición de alcanzarla un día. Inmerecida, porque creo, de verdad y sin falsa modestia, que los que disputaron la vacante que ahora cubro, y otros que, por diversas causas, no entraron en liza, tienen hecha más labor y más importante que yo y son, en consecuencia, acreedores de mejor derecho a este honrosísimo título. Podría, sin embargo, parecer descortés el que censurase elección que tan favorable me fue y que así pusiera en evidencia el error de quienes me eligieron. Confiemos hoy en que, como decía de sí mismo don Antonio Maura en trance análogo, si bien el ilustre político con ninguna razón y yo con sobradas, «la gloria de los pasados y de los venideros nombres de tal modo disimule el mío, que casi no haya menester de indulgencia vuestro generoso desacierto».

*  *  *

Se me ha designado para ocupar el sillón vacante por la muerte del novelista malagueño don Salvador González Anaya.

Viendo, hace pocas semanas, viejas fotografías, he encontrado una en la que, por azar, figuro próximo a él, sentados ambos a la mesa de un clásico restaurante madrileño, en homenaje a un escritor amigo. Fue esto en mayo de 1949. Han pasado, desde entonces, casi siete años. En aquella fecha estaba aún muy cercana la promoción de González Anaya a académico de número. Nadie hubiera podido decirme a mí que sería llamado a sucederle, pero menos todavía a él que yo sería su sucesor.

No puedo afirmar que le hablé; sí, tan sólo, a fuer de hombre verdadero, que le oí hablar.

Lo hizo con abundancia, con acometividad y divertidamente. Sus más próximos comensales fueron blanco directo de sus pullas. Daba la sensación, entonces, en una etapa muy avanzada de su vida, de estar de vuelta de todo, curado de pompas y vanidades, curada de ambición, también. Traía a Madrid; adonde había llegado pocos días antes, una provisión de invectivas, de comentarios de urgencia, de almacenados temas propicios a la polémica. A mí me sorprendió el hervor de su vitalidad interior, a despecho de su pelo blanco, de sus ojos cargados de dioptrías y de su aspecto que correspondía a quien se encontraba, cronológicamente, en lo que llamaríamos, parafraseando a Víctor Hugo, la juventud de la ancianidad, y pensé que, si hubiera sida preguntado por sus años, habría podido contestar, con el juego de palabras que se atribuye a cierta personalidad norteamericana, que era no seventy years old, sino seventy years young; en suma, para dar de esta respuesta una versión española, que contaba setenta primaveras.

Ya que nada contribuye tanto a despertar la curiosidad por la labor de un hombre como su conocimiento directo, yo sentí el deseo de leer a González Anaya al acabar de oírle, y fue entonces cuando completé mi estudio, un poco sumario, de su obra, con la incorporación de algunos de sus títulos de más relieve. Yo recordaba El castillo de irás y no volverás y Nido de cigüeñas, que habían alcanzado éxitos de público y de crítica. Leí, después, Nido real de gavilanes, El camino invisible y La oración de la tarde.

Pertenecían estos libros a muy distintas épocas de su carrera de escritor, y me sorprendió en seguida la uniformidad de su estilo a lo largo de ellos, porque se diría que, entre su primera página de aprendiz y la última de maestro, no existen, apenas, diferencias apreciables. Escritores hay a los que es fácil fechar, por adivinación, sus libros. Se advierte en ellos su edad, como la de los árboles. Pero no fue ese el caso de González Anaya, escritor extrañamente maduro, desde su arranque, y cuyo estilo apenas si ha oscilado a lo largo de tantos lustros de trabajo. En todo momento, González Anaya me ha causado la sensación de ser un hombre que escribía morosamente, sin prisas, que se colocaba frente a los hombres, a los paisajes y a los problemas dispuesto a conceder a cada uno la audiencia necesaria; que no cortaba jamás su descripción nerviosamente, con el afán de pasar a otro tema, sino que insistía en ella hasta agotarla. En todo momento, también, me ha llamado la atención su inagotable curiosidad de lexicómano, su audacia para la interpolación del vocablo esotérico que nos catapulta hacia los diccionarios, sobre el campo llano de una prosa, otras veces clara y coloquial. Sospecho que González Anaya había sido buen amigo de los clásicos, y de su estancia y convivencia con ellos tenía recogidas palabras nobles y olvidadas, que, con una iluminada precisión, clavaba donde les correspondía, como el banderín de los topógrafos en la cota señalada. Y una cierta serenidad clásica tuvo siempre, en efecto, su prosa, un ritmo de especial mesura para contar lances y episodios, ya imaginados, ya vividos, a lo largo de sus novelas.

Amezúa, que le recibió a su ingreso en la Academia y lo despidió con emocionados términos, subraya esas calidades de Anaya. «Basta leer sus obras -dice- para advertir la perspicuidad de su estilo, su correcta sintaxis, la cadencia armoniosa de sus períodos largos y bien trabados -dificultad máxima en cualquier escritor que aspire a serla bueno- y, sobre todo, su castizo y rico vocabulario, en el que a menudo campean voces peregrinas y exquisitas, unas veces tomadas del pueblo, en sus contactos con él, y otras fruto de sus lecturas de nuestros clásicos. Son piezas cobradas por González Anaya en sus correrías lingüísticas por la selva inexplorada del idioma y que, gracias a él, volverán a discurrir, ágiles y saltarinas, por su corriente caudalosa para enriquecerla más aún»1.

Pertenecía Anaya a la cantera galdosiana y, si el genial novelista canario utilizó Madrid como telón de fondo, Anaya se sirvió de Málaga con la misma finalidad. Cierto es que, el novelista, tiene que ser siempre tributario de una geografía determinada. No se le concibe sin una raíz terrena, servidumbre que no gravita, dicho sea de paso, sobre el dramaturgo. Entre nosotros, las grandes figuras de nuestro medio Siglo de Oro, de lo que no sé si se ha llamado, pero que, en todo caso merecía llamarse, la generación de Alfonso XIII, han dependido siempre de unos paisajes muy precisos Galdós y Madrid; la Pardo Bazán, Valle Inclán y Galicia; Palacio Valdés, Clarín y Asturias; Pereda y Santander; Miró, Blasco Ibáñez y Valencia; Concha Espina y la Montaña; Baroja y el País Vasco, son buena prueba de este aserto. González Anaya se vincula a Málaga, la analiza y la canta, la estudia con pasión y a la vez con sutileza, vuelca su censo pintoresco, sentimental y dramático en sus páginas y se funde a ella, literariamente: Málaga deberá serle siempre deudora y guardarle la misma tierna gratitud que Ronsard esperaba de la dama francesa a la que celebró en sus dorados días.

Calificadas plumas de su tiempo -Andrenio, Unamuno, Salvador Rueda- le tributaron los elogios que merecía. Su obra, de extraordinaria anchura, aguarda un estudio sistemático y total. No soy el crítico adecuado para acometerlo, que tal empresa exige mucha sensibilidad y mucha agudeza, ni es esta, tampoco, la sazón adecuada; pero yo rindo a Salvador González Anaya, en la sumaria loa de su figura de escritor que el protocolo académico me impone y que yo cumplo, no ritualmente, sino «ex toto corde», el homenaje debido a su honrada artesanía, a su «flato» de novelista, a su riquísimo instrumento idiomático, en el que supo aunar la gracia popular y la elegancia erudita, avales unos y otros de la póstuma valoración literaria que nadie habrá de regatearle.

La Academia Española le incorporó a sus escaños, como miembro de número, en 1948. Pero, ¿sabéis qué vacante ocupaba a su vez González Anaya? La causada por Jacinto Benavente. Esto requiere una cierta explicación, que no por conocida es inoportuna. Benavente había sido elegido el año 1912, pero rehusó siempre el escribir su discurso de entrada. Preguntarnos hoy, en voz alta, el porqué de esa sistemática demora, nos obligaría a improvisar respuestas de muy variada catadura. Circuló, durante mucho tiempo, como moneda corriente, la especie de que don Jacinto se sentía aquejado de una curiosa superstición: imaginaba que al pronunciar su discurso acortaba sus días. Bien atinó a prolongarlos, aunque no tanto como hubiera convenido a la salud de nuestras letras, sobrepasando con mucho los límites naturales de la existencia media y llegando al borde de los noventa años, ágil y sano de espíritu, y todos estamos persuadidos de que en nada los hubiera abreviado incorporándose a la Academia, que le abría sus puertas. Bien sabe Dios, por otra parte, que a aquel trabajador infatigable poco le hubiera costado completar sus ciento setenta y una obras con el monólogo de su discurso de ingreso, dentro de los plazos reglamentarios, pero el caso es que, por unos u otros motivos -él adujo en diversas ocasiones algunos bastante incisivos, pero muy poco sinceros-. Benavente no lo escribió y, un día, la Academia, dispensándole un tratamiento tan merecido como excepcional, resolvió nombrarle miembro de honor y designar quien ocupase su sillón. Este fue, pues, el que correspondió a González Anaya, y en el que con anterioridad a él se sentaron Hartzenbusch y Menéndez y Pelayo.

Entonces, llegada la hora de preparar mi discurso, yo sentí la sombra de Benavente proyectarse sobre mí. Me imponía un profundo, un insuperable respeto el escenario y la circunstancia en que habría de ser pronunciado: aquel, el de mayor prestigio en nuestra Patria; esta, la de mayor emoción en mi vida, y busqué, afanosamente, dentro de mi paupérrimo bagaje personal, los temas que mejor me permitieran defenderme. Alguno, por completo desligado del teatro, me tentó en un momento dado. Después, pensé que podría parecerse a una deserción el que yo eludiese lo que es, al fin y al cabo, la clave de mi actividad literaria, y ese es el motivo de que, superadas mis vacilaciones, haya resuelto elegir este, cuya filiación no deja lugar a dudas. Voy a hablar, pues, de «EL TIEMPO Y SU MUDANZA EN EL TEATRO DE BENAVENTE».

Me explicaré. Hay escritores cuya vida ha trazada un arco reducido. O por su limitación biológica o por su limitación creadora, la cantidad de tiempo apresado en sus páginas, de la primera a la última, es pequeña. El tiempo, apenas si ha tenido espacio para parpadear visiblemente entre ambas; pero hay otros, por el contrario, que dotados de una ancha vena y elegidos por los dioses para traspasar los límites habituales de la existencia humana, han sido espectadores de su mudanza. El tiempo, sí, es esencialmente movedizo. Lo es por definición, característicamente, con independencia de aquellos hechos que lo convulsionan y sacuden de una manera violenta y que se llaman revoluciones. Sin necesitarlas, otros resortes de menor contundencia operan sobre él, a manera de invisibles corrientes, que alteran con tenacidad, de un modo implacable y sin sosiego, su perfil. No siempre los que somos testigos de ello lo advertimos, porque somos, también, parte de ese tiempo y, a su igual, evolucionamos sin descanso, como no advertimos, tampoco, el movimiento de rotación ni el de traslación de la tierra, pese al hecho de ir embarcados en su seno; pero cuando el transcurso de los años nos da cierta perspectiva y volvemos la cabeza atrás, entonces somos los primeros en asombrarnos del cambio operado. Vemos las cosas y las personas, nos vemos a nosotros mismos, y apenas sí damos crédito a nuestros ojos. -¿Así fuimos entonces? -nos preguntamos-. ¿Así fueron los seres que amamos? ¿Así los modos, las costumbres?- Y en el cotejo de las antiguas imágenes y de las actuales hay, siempre, una inevitable declinación nostálgica.

Ahora bien; entre la noche del 6 de octubre de 1894, en que se levanta el telón del Teatro de la Comedia para la primera representación de El nido ajeno, de que es autor el hijo del doctor Benavente, a aquella otra de 3 de noviembre de 1954, en que en el Teatro Calderón se estrena la obra póstuma de nuestro Premio Nobel, Por salvar su amor, ha transcurrido medio siglo muy largo, exactamente sesenta años. ¿Qué ha sido del tiempo a lo largo de esos doce lustros?

Hay lo que podríamos llamar el tiempo grande y el tiempo pequeño. El tiempo grande es ese cuyo paso subraya el estruendo de los cañones, la voz de las campanas, y apresa en sus páginas la gran Historia. El tiempo pequeño es ese otro que anda de puntillas, que se emplea, no en debelar monarcas, ni en ensangrentar continentes, ni en precipitar convulsiones sociales, sino, tan sólo, en variar el contorno de los trajes femeninos, en desterrar o afincar modismos de lenguaje, en adiestrarse para el uso de la invención última, sea esta la radio, el cine o el automóvil. 1866-1954. Entre esas dos valvas, ¿os imagináis cuántos hechos decisivos han tenido lugar?

El hombre de casi ochenta y ocho años que es Benavente, al morir en 1954, llega al mundo caliente aún la sangre de Lincoln y del Emperador Maximiliano. Poco antes, la escuadra de Méndez Núñez ha bombardeado El Callao, y Alaska es de los rusos todavía. Austria y Prusia están en guerra y mandando en el trono de los Zares Alejandro II, y en el solio pontificio Pío IX. Quedan testigos de la ejecución de María Antonieta y viven soldados de Austerlitz y de Marengo. Benavente ha podido ver con sus ojos infantiles y de adolescente a León XIII, a Alejandro III, a Brahms, a Wagner, a Verlaine, a Zola, a Dostoyevski, a Nietzsche, a Tolstoi, a Ibsen, a Walt Whitman, a la Reina Victoria y a Eugenia de Montijo en las Tullerías. Ochenta y ocho años dan, cierto, para mucho. Permiten enterrar a Víctor Manuel y a Mussolini, a Federico Guillermo y a Hitler, a Alejandro II y a Stalin. Sin salir del recinto de nuestra Patria, Benavente ha visto a Isabel II, a Amadeo, a los cuatro presidentes de la Primera República y -lo que es más grave- a los dos de la Segunda, a Alfonso XII, a Alfonso XIII y a todos los hombres del régimen que sucumbe el 14 de abril. Su hogar se habrá sobresaltado con el asesinato de Prim y el de Cánovas; el nombre de Sedán y el de la Commune y el de Dreyfus se habrán barajado en sus conversaciones y, desde la tertulia del café, habrá seguido las incidencias de la guerra ruso-japonesa. Ha sido niño en un inundo prácticamente desvalido de recursos materiales, en el que el bienestar inicia sus balbuceos, y muere en un mundo pletórico, fabulosamente rico y abocado, si bien a una catastrófica liquidación, a una prosperidad jamás igualada por el hombre.

Como dramaturgo, ha podido ofrecer a sus intérpretes papeles de ingenua, de dama joven, de primera actriz de característica, y representar, para alivio de su retiro, el prólogo de Los intereses creados en funciones benéficas. Las cuatro o cinco generaciones de críticos que, según sus cálculos, consume todo autor, las ha multiplicado por dos o por tres, y, en suma, las coplas de Jorge Manrique han cantado sus patéticas verdades, repetidas veces, a todo el mundo que le circunda.

Yo prefiero, al tiempo grande, el tiempo pequeño, de la misma manera que siento mayor curiosidad por la vida del infusorio que por la del elefante, y, lo que quisiera hacer en esta tarde de hoy es, justamente, la historia de cómo fluye ese tiempo pequeño a lo largo de la obra benaventina. Desentenderme de los datos que la propia observación me procure o de los que me aporten otros textos y hacer su revelado sólo con los que Benavente me suministre en sus comedias. Fue, esta, sugestión de Melchor Fernández Almagro, que tanto sabe de las varias dimensiones del tiempo, y yo he de intentar, ante vosotros, servirla con eficacia.

Es verdad que Benavente no es ni un sainetero ni un escritor costumbrista. Es un comediógrafo, un dramaturgo; pero sin querer dar valor de estampa a su teatro, una parte de él se le convirtió en verónica de la sociedad en la que vivió. Leerlo es sumergirse en una atmósfera, si próxima aún, pasada ya; es entrar en una casa que nadie habita, pero en la que perdura el calor de quienes la ocuparon. Como en el misterio del «María Celeste», nadie sabe lo que fue de sus tripulantes, ni cuál su muerte, ni si murieron siquiera. Pero su tiempo se ha despoblado.

En el minuto fugitivo que vivimos nosotros, tiembla aún la silueta del minuto anterior y ya está alerta la del minuto siguiente, que la eliminará. Por muy breve que sea ese tic-tac, nada se opone a su puntual reseña. Hagámosla ahora: la reseña de ese largo minuto de sesenta años, que abraza la obra de don Jacinto Benavente. Preguntémonos primero: ¿en qué escenarios transcurre el teatro benaventino y en qué ambientes se mueven sus personajes principales?


Madrid

La acción de la mayoría de las comedias benaventinas se desenvuelve en Madrid. Cierto es que su obra, de enorme latitud, la ha desparramado por toda clase de escenarios, unos exóticos, inventados otros (así, por ejemplo, el reino de Suavia, lo suficientemente impreciso, desde un punto de vista geográfico, como para que no sepamos fijar sus fronteras; así el castillo escocés donde transcurre la acción de Más fuerte que el amor; así el barrio londinense donde se desarrolla Santa Rusia; así Venecia y Norteamérica, donde sitúa Los andrajos de la púrpura, biografía de la Duse, etc., etc., porque las excepciones son muy numerosas); pero, el esencial escenario benaventino es Madrid. No ha de extrañarnos, madrileño fue, y aquí, en su casa de la calle de Atocha, vivió, salvo sus viajes por el extranjero, que los años limitaron un tanto, las nueve décimas partes de su existencia. Nada ha de sorprender que Madrid sea la sede de sus personajes y de sus conflictos. Al echarnos a andar por su teatro, se me ocurre que, tal vez, la manera más lógica de iniciar la travesía sea, precisamente, la de saber cómo y de qué manera fue descrito Madrid o, al menos, aludido en sus comedias. Naturalmente, las pinceladas, las referencias son abundantísimas. Benavente no se ha entregado en ningún momento a una pintura completa ni directa de Madrid e, inclusive, como quiera que lo ha visto siempre de dentro afuera, lo ha visto menos, valga la paradoja, que si lo hubiese visto de fuera adentro. Por eso, con su habitual técnica de alfilerazos, de instantáneas, lo caracteriza en alguno de sus escorzos, lo fija y nos lo muestra a la atención de propios y extraños. Unas veces, según su humor, lo clava implacable y desdeñosamente. En Las cigarras hormigas2, por ejemplo, uno de sus personajes, Federico, le asesta este mandoble: «Este Madrid es imposible: aquí no pueden vivir más que los vagos y los que no tienen una peseta». Baldomero, en La Gobernadora3, dice nada menos que esto: «Su mujer le pone en ridículo, y no es que sea mala; pero es ligera, educada en Madrid; ya sabe usted que allí todo es superficial...» En Gente conocida4 se oye lo que sigue: «A la gente de Madrid, en dándole de comer y en divirtiéndola... Ya lo ve usted; aquí tiene a lo más granadito: ministros de la Corona, embajadores, los Duques de Garellano, los de Vivares... ¡Lo más encopetado!». «¡Qué Madrid -define Carlos-. Esto es un pueblo grande»5. Dice la Natalia en Campo de armiño6: «En este Madrid se vive en un escaparate». «Madrid es muy grande -asegura la Casilda de Operación quirúrgica7 - y lo que estaría mal mirado en una provincia, aquí... ni se ve siquiera». La Silvia, de La gata de Angora8: «En todas partes hay gente que nos conoce -dice-, aunque sólo sea de vista. Así tiene una que aburrirse». En discrepancia con esto, en La Gobernadora9, la marquesa de Torrelodones suspira: «¡Ay, qué provincias! ¡Madrid de mi alma!» Y le responde Josefina: «Tienes razón. ¡Aquella libertad!...»

Nuevo asalto en La Farándula10. La Marquesa: «Si en Madrid no es posible tratarse con nadie; no tienen sociedad; las visitas se despachan con una tarjeta; no se trata usted ni con los vecinos... Y luego..., ¿usted creerá que hay ese lujo que dicen? No lo crea usted. Ya llevé catorce vestidos y no pude ponerme más que tres porque se asustaba la gente. Me acuerdo una noche que me llevó mi esposo al Teatro Eslava. Iba yo con un vestido de surah color de corinto, bordado con lentejuelas de colores, y nos tuvimos que salir a media función, porque todo el mundo nos miraba. Y es que les extraña ver a una señora vestida. Es que no se visten ni para ir al Teatro Real. ¿Usted cree que al Real van vestidas?».

En Por qué se ama, del año 190311, dictamina el doctor: «Los madrileños han nacido para eso: para matar el tiempo y el espacio». Y el Rosendo de La Gobernadora12 no es mucho más piadoso que sus congéneres al expresarse de este modo: «¿Quién es don Manolito? Porque sea secretario del Gobierno Civil... Un vividor de esos que nos mandan de Madrid».

Continúan los acres comentarios. Joaquín, en Al natural13, estrenada en 1903, comenta lo que sigue: «En Madrid, por desgracia, hay muchas niñas como ella. ¡No piensan en nada serio! La caza del marido es la única preocupación de su vida. Con trampa o con lazo, como sea. La cuestión es casarse. Así es que, para el hombre que tenga aspiraciones serias, le digo a usted que es muy difícil encontrar mujer en Madrid».

Las invectivas contra sus deficiencias urbanas tampoco faltan. En Todos somos unos14, según Juanito: «... no se pué andar en el coche por Madrid; es una vergüenza; echan los chicos en medio de la calle como si fueran perros, y avisa uno y lo primerito que le dicen sus padres: "No sus quitéis; que pare él"; y les tropieza uno na más que con la fusta, y pa qué quié uno más día de fiesta». Y en Memorias de un madrileño15: «¿Por dónde ha andado usted anoche, que estaban los zapatos tan sucios?». «¡Qué pregunta! Por las calles de Madrid».

Algún elogio a la liberalidad de su atmósfera social nos consuela un poco de estas diatribas. Claro que va inserta en La Farándula16, que es del año 1897: «En Madrid reúne usted en su casa y sienta usted a su mesa a conservadores, republicanos, carlistas...» Es una referencia bien distinta de la que en Ni al amor ni al mar hace Agustín17: «¡Quién pudiera dejar este Madrid -afirma-, cada día más hosco y más desagradable!» Es el Madrid de 1934 el que así moteja, el Madrid de la emoción republicana, de los ciudadanos de honor y de los chíbiris.

Diríase que, en todo instante, Benavente se ha sentido disconforme con Madrid, inmerso en su seno a disgusto; pero lo más probable es que de su propio amor a la ciudad, de su propia fusión y solidaridad con ella se le hayan escapado estas flechas de censura. La cautivadora e inexpresable simpatía madrileña se le transparenta en otros momentos. He aquí al César de Campo de armiño18: «Así yo, relacionado con todo Madrid, que al pasear por sus calles saludo en media hora a un duque, a un prestamista, a un torero, a un personaje político, a una mujer hermosa y elegante y a otra que lo fue en tiempos, al vendedor de periódicos y al cochero de punto». Y el Tomillares de La comida de las fieras19: «Soy el periódico hablado... En un día recorro todo Madrid y llevo las noticias de política al teatro, las de teatros a Bolsa, las de toros a la salida del Consejo y las del Consejo a los toros... Me esperan entre bastidores para saber si hay crisis, y me aguardan en el Ministerio de la Gobernación para saber si gustó el estreno». Y la Cuala (Pascuala) de Memorias de un madrileño20: «... y al cabo del día habrá hablado con duques y marqueses, con ministros -ahora, no; con estos de ahora no se trata-, con periodistas y cómicos y toreros, y luego con la vendedora de décimos, con el limpiabotas y con todo Madrid».

En ocasiones, el elogio se hace de una manera expresa. Así en La propia estimación -1915- 21, este diálogo: «Leoncio.- Como en Madrid, en ninguna parte del mundo está uno. Ángeles.- ¿Es usted madrileño? Leoncio.- No, señorita: de la provincia de Burgos para lo que guste mandar la señorita. Pero le tengo mucha ley a Madrid, aunque en él las tengo pasadas muy negras; pero yo tengo visto que en Madrid, por muy negras que las pase uno, al fin y a la postre se pasan, y nunca le falta a uno quien le ayude a uno a salir adelante». «Estos milagros tan de Madrid -afirma el José Luis de Memorias de un madrileño22-, en donde la simpatía y la gracia eran un capital puesto a buena renta».

Porque, de pronto, Benavente, en Memorias de un madrileño, se siente lleno de nostalgia y pone en labios de sus personajes melancólicas evocaciones. He aquí a la Marquesa23: «Antes, sí; en Madrid, era lo más corriente este cambio de servicios y de atenciones; esta verdadera fraternidad entre altos y bajos; pero, ahora, por no parecer serviles, prefieren parecer groseros. Lo que yo le dije el otro día a un dependiente de una tienda, que me despachaba con muy malas maneras: - "Mire usted, joven: mientras llega eso de la revolución social, ¿no podríamos tratarnos todos con un poco de educación?". Y el caso es que la gente es buena, pero se empeña en parecer mala, y a este pueblo de Madrid se le despegan esas maneras, que, por lo mismo que no son naturales, las exagera y resultan muy desagradables».

Y Eladio24, en la misma obra, echa también su cuarto a espadas: «Aquel señorío que había en Madrid, que no miraba el duro, ni los cinco, ni los veinte en ocasiones, y aquel mujerío que no tenía usted más que mirar para saber la que era una señorita y la que no lo era; no como hoy día, que padece usted una equivocación a cada momento... Y tocante a los comestibles (José Luis ha hecho el elogio del agua de Lozoya), no se diga aquel pan de Madrid, que no se hartaba uno de comer, si ahora es engrudo mismamente. ¿No ve usted que lo amasan pensando en que lo va a comer la burguesía, como si los proletarios no lo tuviéramos que comer de la misma hornada?».

Ajustados, pues, a las reacciones de sus personajes, Benavente nos ofrece un Madrid en su primera época, propicio para el denuesto y el apóstrofe, y un Madrid en la postrera, paradójicamente nostálgico de aquel. En el ínterin, Madrid ha pasado de ser un poblachón a ser una ciudad, ha crecido tremendamente y se ha sobrecargado. Oíd al Marqués de Castrogeriz en El hombrecito25, del año 1903, decir esto: «Y las cosas están cada vez mejor. (Habla, como es lógico, irónicamente.) Hoy se me ha desalquilado un principal de la casa de la calle de Serrano». «¡Qué fatalidad!», le replica Nené. Y a Pepe, en El collar de estrellas26, del año 1915: «Nos cede generosamente un piso desalquilado que no había de alquilarse nunca». Es un Madrid con albaranes en los balcones y en el que los carros de la Empresa Fluiters, de mudanzas, alcanzan una fluida circulación; un Madrid en el que los propietarios de la calle de Serrano consideran como una desgracia que se les desalquile un piso, que es, justamente, lo que haría la felicidad de los propietarios de hoy.

En Memorias de un madrileño27 -y yo considero justo concluir este examen de nuestra ciudad con esta última cita-, José Luis, en trance de comparecencia ante el Supremo Juez, le habla así: «¡Señor, Señor, no me condenes; no me juzgues con severidad!... Sólo te pido que tengas en cuenta una cosa: que soy madrileño. Y, por serlo del todo, no he nacido siquiera en Madrid». Me parece muy bien la cédula de vecindad madrileña como eximente de responsabilidad para los pecados cometidos en esta vida. ¡Impagable documento! Ojalá, de conformidad con lo que José Luis pedía a Dios, nos sea aceptada cuando llegue nuestra hora, en todo su valor liberatorio.




Moraleda

Quedamos, pues, en que Madrid es el lugar de acción favorito en las comedias de Benavente; pero no sería justo dejar aquí sin mencionar otro en el que transcurren bastantes de sus obras -La Farándula, La Gobernadora, La Inmaculada de los Dolores, Pepa Doncel, por ejemplo-, y al que se alude constantemente en muchas más. A la quimérica y utópica ciudad de Moraleda me refiero. Si bien se mira, más que una ciudad, Moraleda es un clima en el que la hipocresía, la pazguatería, la mojigatería tienen su asiento. Moraleda -Nietzsche habló de moralina, y hay un parentesco muy grande entre ambas cosas- está habitada por gentes mediocres, inútiles y, sobre todo, ñoñas.

En Tú, una vez, y el diablo, diez28, y contestando a Doña Rosa, que pregunta en qué peligros anda Carlota Montero, o, mejor dicho, en qué peligros anda una vez más su pobre marido, Lena le habla así: «Demasiado lo sabes. No se habla de otra cosa en toda Moraleda. En el teatro, durante las cinco noches de la ópera, llamaron la atención de todo el mundo. Y como Carlota fue todas las noches, hasta la noche de "La Traviata", a la que no fuimos ninguna señora». Moraleda es, por tanto, una ciudad en la que «La Traviata» está proscrita como ópera nefanda y en la que tan sólo algunos volterianos se permiten la audacia de oírla por radio. Don Teobaldo, en la misma comedia, cuenta que, en su último viaje a Madrid, entró en uno de los pocos cafés que van quedando y se sentó contiguo a una tertulia de gente del teatro, autores y cómicos. Allí le preguntaron a uno: «¿Adónde vais ahora?» «A Moraleda», contestó el interpelado. «Pues ya vais bien... (Puse atención.) Allí hay una Junta de señoras que pone el veto a todas las comedias; todas le parecen atrevidas». Bastantes ciudades padecemos entre nosotros en las que, tanto «La Traviata» como otras obras de parecida simplicidad, son perseguidas, anatematizadas, infamadas con los números más graves del uno al diez: puede así deducirse que en ese bosquejo, en cuatro líneas, de Moraleda, cabe gran parte de nuestras capitales de provincia. En la misma comedia29, Margarita, muchacha del servicio, es advertida de que ha sido vista en los bailes del Paraíso: «Debía usted saber -se le previene- que a esos bailes sólo va toda la perdición de Moraleda; que una muchacha decente no debe ir a los bailes del Paraíso». El sexto mandamiento tiene, por lo que se ve, inspectores muy severos en Moraleda; en donde, dicho sea de paso, las muchachas no fuman porque está mal visto -El demonio fue antes ángel30-. Como es lógico, en Moraleda hay un cacique, de la misma manera que en todo castillo escocés hay un fantasma. Baldomero es su nombre, y, de conformidad con lo que nos manifiesta el Guillermo de La Gobernadora31, paga la contribución que le parece, y tiene hipotecas sobre media provincia, y pagarés firmados por la otra media... No hay noticia de que hasta la fecha hayan dado resultado las visitas de los inspectores de Hacienda a Moraleda. Según el Juan Manuel de La Farándula32, que protesta de ser él su primer contribuyente: «La cuarta, ¡qué cuarta!, más de la tercera parte de la riqueza territorial no paga la tercera, ¡qué!, la cuarta parte de lo que debía pagar». Como hay a quien seguramente se le avivará la curiosidad por saber en dónde se encuentra situado este edén fiscal, se la acallaremos suministrándole los datos que da Gerardo a María Antonia en Campo de armiño33: «¿Dónde está eso?», pregunta María Antonia. «En Castilla la Nueva», replica Gerardo. «¿Un pueblo?» «No, una ciudad. Muy grande. Hay catedral. Y muchos palacios. Hay río, y calles muy buenas. No es como Madrid. Pero es muy bonito». La descripción, aun de fecha 1916, no discrepa de la que se hace en Las cigarras hormigas34, estrenada once años antes: «¿Dónde está Moraleda?», pregunta Teodoro. Y le contesta Augusto: «¡Qué ignorante! Moraleda, ciudad histórica y monumental, famosa por sus tortas de yema y las pantorrillas de sus mujeres».

No parece, pues, ciudad chica, ni tampoco despreciable. Moraleda bien vale un Ministerio, se dice en La Farándula35, el año 1897. Y en Al natural36, el año 1903, cuando Don Demetrio pregunta a Don Paco si ha estado en Moraleda, este le dice: «No. Pero no pienso morirme sin verla. ¡Ciudad histórica y monumental! A mí me encantan las ciudades históricas y monumentales».

Por último -y esta es seguramente la postrer alusión a Moraleda-, en El marido de bronce37, del año 1954, León recuerda los dos sillones del Museo Histórico en los que estuvieron sentados Doña Juana la Loca y Don Felipe el Hermoso, que han sido los dos únicos reyes que la han visitado.

La característica esencial de Moraleda es, sin embargo, la murmuración, la crítica. En La Farándula38, habla así Guadalupe «Los elegantes de Moraleda son muy atentos con las damas. Se pasan la vida en el Casino, no se ocupan en política, ni leen un libro ni un periódico; pero murmuran de todo el mundo, no hay reputación respetable para ellos, se juegan las olivares y las dehesas muy bonitamente». Esa breve pincelada vale por muchas floridas descripciones. Y esta otra, también, de la misma comedia, en la que la Marquesa cuenta que para subir a las habitaciones de un hotel hay que pasar por un patio, del que dice Ansúrez: «Sí, con cuarenta y dos ventanas; cuarenta y dos ojos de Moraleda atisbadores y devoradores de vidas ajenas».

Y, naturalmente, la intransigencia. Informa Zurita en El marido de su viuda39: «A última hora la Comisión se ha alarmado ante las protestas ocasionadas por los desnudos... Muchas señoras han visto las fotografías del monumento y se negaban a asistir. Han convencido al escultor, y por fin consiente en retirar la estatua de la Verdad y en poner una túnica a la Industria y un calzón de baño al Comercio».

Lo que Benavente ha querido pintar en Moraleda es la pequeñez, la estrechez de criterio de ciertos sectores de la vida española, su patético querer y no poder, sus limitaciones, sus minúsculas maldades, y así, Moraleda, repito, tiene una ancha demarcación en el mundo benaventino y, unas veces en primer plano, otras en segundo término, se halla presente en gran número de sus obras. Pero el tiempo, apenas sí pasa por ella. Igual es la Moraleda de 1897 que la de 1954. Porque Moraleda está inmóvil, estancada, petrificada en sus prejuicios, en sus moldes quiritarios, y nada o casi nada se renueva en su seno a lo largo de los doce lustros que median desde 1894 a 1954.




Sus personajes

¿Y cuáles son los personajes del mundo benaventino? Si se parte de la base de que sus comedias son ciento setenta y una40 y que no es aventurado calcular un promedio de seis por cada una de ellas, deduciremos, tras una sencilla multiplicación, que pasan del millar los hombres y mujeres que puso en juego. Hay en ellos, como es natural, dado su ancho número, gentes de toda laya y condición. Hombres y mujeres del pueblo y de la clase media; pero la aristocracia tiene, en ese dilatadísimo censo, múltiples representantes. Si intentáramos, a la usanza de ciertos cronistas de salones, su recuento, podríamos hacer una lista que, sobre poco más o menos, diría así: «En la recepción dada por don Jacinto Benavente a sus personajes, estaban S. M. el Emperador Miguel. Alejandro de Suavia, la Reina de Saba, Dani-Sar, Rey de Nirván, el Rey Gustavo Adolfo de Alfania, los Virreyes Marqueses de Tudela, los Príncipes Durani, Esteban, Mauricio, Álex, Elena, Margarita, Savelli, Constanza, Felicidad, Eudoxia, Alicia, Miranda, Alberto de Suavia, Máximo y Silvio y Elsa, Etelvina, Miguel Alejandro, Florencio, Gustavo y Roberto; los Duques Leonardo, Usbaldo, Octavio, Alejandro, de Garellano, de Volga, de Suavia, de Arcola, de Berlandia, de Bedford, de Santa Olalla, de Rávena; los Marqueses de San Severino, Robledal, Castrogeriz, Villatorres, de Villaquejido, Torrelodones, Rosalinda, Celia, Octavio, del Suspiro del Moro, Cañaverales, Palmar, Casa Molina, Santo Toribio, Moraleda, Encinar, los Castañares, Sagrario, Torres del Duero, San Macario, Castro Osorio, Río Blanco, Valladares, Villamora, Recoveco, Santa Casilda, Ubrique y Saltillo; Condes de Fondelvalle, Olivia, Santa Clara, Rosenkrant, Viana de Lis, Tournerelles, Casa Molinos, San Ricardo, Santa Clara, Alamillos, Irma y Robledal, Lemas, Villamonte y Arenales; Barones Esteban, Rosemberk. Omitimos los nombres de algunos Embajadores y también el de algún Presidente del Consejo, de menor importancia, y otros que sentimos no recordar».

Ya sabemos, pues, en qué escenarios transcurre el teatro benaventino, con preferencia, y también con qué personajes; ahora veamos, de verdad, cómo corre el tiempo a través de unos y otros... Veámoslo, primeramente, en lo material.




El teléfono

El ingenio del hombre ha ido lanzando a la circulación máquinas nuevas en los últimos años. Sus usuarios, en un primer momento, las han visto llegar a sus manos, con desconfianza unas veces y con estupor otras, pero seducidos siempre. Entonces, han desmontado las anteriores, las que les quedaban inservibles o insuficientes, y se han dedicado a su manejo. Una es el teléfono. La parte que al teléfono corresponde en la evolución de nuestras costumbres es inmensa. A nadie se le puede ocurrir tachar de artificioso su empleo en escena, porque lo cierto es que cada uno de nosotros, múltiples veces al día, nos servimos de él; ahora, naturalmente, más que en los últimos años del siglo pasado o en los primeros de este, fecha en la cual había instalados todavía muy pocos teléfonos en Madrid. El teléfono, en una primera etapa, no fue considerado sólo como instrumento de trabajo y de relación indispensable, sino como un artículo de lujo. De niño, yo confería cierta importancia social y económica a aquellos compañeros de colegio que lo tenían en sus casas y, desde luego, la superior jerarquía de los abonados entre los vecinos, era acatada por estos sin reservas. El teléfono, en el teatro, es, claro, un auxiliar valiosísimo. Aligera y resuelve situaciones, elimina actores y trámites inútiles; pero, según he oída contar, cuando al levantarse el telón se le veía adosada a la pared, con su bocina y su escribanía de madera y sus auriculares al costado, los «estrenistas» veteranos se daban con el codo unos a otros y se decían con aire de zumba: «Ya está ahí ese». Diríase que, por un momento, las comedias hubieran estado a punto de dividirse en dos grupos: comedias con y comedias sin teléfono.

El primer teléfono del teatro benaventino aparece en De alivio, estrenada en el año 189741. Reza así la acotación: «Gabinete elegante. Aparato telefónico». Han transcurrido nada más que tres años desde El nido ajeno42. Adviértase que Benavente dice «aparato telefónico», no «teléfono» a secas. Esa misma terminología la utilizará posteriormente. Aún se respira el asombro, la incredulidad ante el mágico invento; aún se le llama «aparato» para dar a entender la extrañeza que causa. En la misma obra se utiliza de la manera que sigue43: «-¿Central? Comunicación con el siete mil cuarenta y cuatro... ¡Cuánto tarda! ¿No estará en casa? - ¡Felisa! -Sí, soy yo. ¿Tienes algún compromiso esta tarde?... No oigo nada. -¿Quieres ir al Retiro conmigo? Al Retiro. -Sí. -En berlina. -Hasta ahora. -¿Eh? ¡Qué atrocidad! (Tocando el timbre.) -¡Felisa! -¿Con quién hablo?... Ha habido un cruce... ¡Ya decía yo! ... (Fingiendo voz de hombre.) -¿Qué? -No, señor, no es el cuartel de San Gil. -No hay de qué. -Finjo voz de hombre para que no se enteren de que he oído esas atrocidades».

En esa breve conversación telefónica hay todo un cuadro de época, con una alusión concreta, para que nada falte, al cuartel de San Gil, sito en la actual plaza de España y derruido más tarde. Si se hubiera dedicado en ese monólogo algún exabrupto a la lenidad o a la tardanza de la telefonista, el cuadro habría sido completo. En Los nuevos yernos44, Madrid ha sido dividida en Centrales. Paulina pide comunicación así: «¡Calla, calla! Siete, cinco, treinta y tres. Salamanca». El paso de ese tipo de teléfono primitivo al automático, casi se escapa de la jurisdicción del dramaturgo para caer, sencillamente en la del traspunte. En Las cigarras hormigas45, Teodoro hace el elogio «in genere» de las ciencias. «Teléfono en cada piso..., luz eléctrica, baños, cocina francesa y española, peluquería y cuantos refinamientos hay en los modernos progresos y adelantos».




La luz eléctrica

La luz eléctrica aún provoca en los días de La Gobernadora46 comentarios que hoy nos parecen inverosímiles. Porque se ha marchado la corriente, fenómeno este que Santiago justifica diciendo que, con las iluminaciones de las fiestas, la máquina no tiene bastante fuerza -reconozcamos que cuando a nosotros nos falta no hay quien lo justifique-. Basilio, otro personaje, se considera autorizado para consumir un turno de totalidad en contra. «Digan lo que quieran -asegura-, estos inventos modernos no me convencen. Apariencia nada más». Pero es preciso, sin embargo, acordarse de que existen y tomar precauciones a fin de que no dañe su olvido a la coquetería femenina. Así, en Por la herida47, que se estrena en 1900, dice Felisa: «Tienes razón: para la luz eléctrica no hay más remedio que darse un poco de color; los blancos son imposibles; anoche me fijé en el teatro...»




La fotografía

La fotografía merece, entre otros, un par de comentarios. Carlos, galán de Lo cursi48, tiene una galería fotográfica, señuelo de incautas enamoradas. «Figúrate -cuenta Rosario-. Carlos me invitó a visitar su galería fotográfica, para hacerme un retrato... y yo dije que iría con tía Valentina o con sus hijas, y él, entonces, con una sonrisa burlona, me preguntó: -¿No se atrevería usted a venir sola?».

¿Qué seductor de nuestro tiempo pulsaría la fragilidad femenina proponiendo fotografiar en su estudio a la mujer amada?

Poco después, en la misma comedia49, Rosario y Agustín conversan de esta manera:

«ROSARIO.-  ¿Qué miras? Mi retrato. Está bien. ¿Verdad? Mejor que de fotografía.

AGUSTÍN.-  (Contesta, refiriéndose a CARLOS.) como que tiene un fotógrafo que coloca y que revela.

ROSARIO.-  No, no; este lo hizo él solo.

AGUSTÍN.-  Pero tendría allí el preparador.

ROSARIO.-  Cuando yo fui, no; estaba él solo. Él hizo el retrato, él lo reveló...

AGUSTÍN.-  Alguien estaría...  (Insiste, porque le cuesta trabajo creer que ROSARIO haya ido sola al gabinete fotográfico de CARLOS.) 

ROSARIO.-   (Concluye.) Yo no vi a nadie. Es un bonito retrato, ¿verdad?».



Copiemos de La Farándula50, 1897, un párrafo de Catalina «En el jardín hay unos señores que desean hablar con usted a todo trance; han llegado en bicicleta; dicen que son periodistas. Por cierto que nos han dado un susto... Estábamos en el cenador cuando se aparecen de pronto, vestidos de volatineros y, sin decir palabra, sacan una cajita negra y ¡paf!, disparan; nos quedamos muertas. ¡Era que nos habían retratado!».

He ahí una sabrosísima descripción. Los chicos de la Prensa llegando en bicicleta, vestidos de volatineros y sacando de las pobres menegildas asustadas la primera instantánea fotográfica del teatro benaventino.

Las fotocopias, hijuela de este arte, son aludidas por primera y yo creo que única vez- en Campo de armiño51. Es 1916. Dice César, refiriéndose a una prueba que se busca afanosamente: «Existen. Las cartas originales y fotografiadas. Utrillo es un artista. Verdad es que hoy ese arte se ha vulgarizado mucho. Con las novelas, los dramas policíacos y el cinematógrafo».

*  *  *

Observemos esta fulgurante alusión al paso, gracias a Dios fugitivo, del piano eléctrico por el cuadro de nuestras costumbres. Dice la Natalia de Campo de armiño52: «Enterarse de si la Celi no ha vendido todavía el autopiano, y cuánto quiere de él. Es magnífico. Lo mejor que tenía en la casa».

Y esta otra de Al natural53, del año 1903. Cuenta don Emeterio: «No será porque no la pusimos profesor y la compramos un piano. ¡Cosa buena! De esos de cola. Lo más caro. Pero no le tenía afición, y para qué iba a calentarse la cabeza... Ya ve usted. Ahora poco hemos comprado un aparato que se pone delante del piano y toca solo por la electricidad. ¡Cosa curiosa!

ANITA.-  ¿De veras? ¡Qué adelanto!».



Su interlocutor, en la misma actitud de deslumbramiento que el boticario de La verbena, resume así su pasmo: «Dentro de poco habrá máquinas para todo».

Análoga es la reacción en No quiero, no quiero 54, de 1928. Doña Manolita se queja del servicio doméstico -ya más adelante hablaremos de él con la atención que se merece- y sueña con que todo se pueda hacer por la electricidad.

«-Yo creo que no tardará en conseguirse; ya se ha adelantado muchísimo -afirma Alberto.

-Sí -replica doña Manolita-, ya hay aparatos para todo: para guisar, para barrer; los aparatos están muy bien, lo que no está tan bien es la electricidad. Aquí instalamos una estufa eléctrica, y cada noche que la encendíamos nos quedábamos a oscuras en toda la casa».

Y resume Alberto: «Sí, en España la electricidad aún es muy deficiente».

En El hijo de Polichinela55, 1927, funciona entre bastidores, naturalmente, un artefacto -así se le denomina- del que dice Julia: «¡Qué maravilla! ¡Qué limpieza y qué comodidad! Ha quedado el traje de Manuel como si viniera de la sastrería».

Observemos, ahora, cierto sistema de calefacción sobre el que conversan Lorenzo y la Duquesa en Abdicación 56, uno de sus últimos éxitos clamorosos. Helos aquí, suspensos ante un radiador:

«DUQUESA.-  ¡No sé cómo! Ya hemos probado. Das a una llave, y sale una corriente de aire frío; das a otra, y sale más calor...

LORENZO.-  Hay que dar a las dos alternativamente, con arreglo a la escala de graduación que tienes aquí. Mira: por cada dos grados de una llave, tres de la otra, y a la cuarta, uno a uno, y al final...

DUQUESA.-  Sí, hay que estudiar matemáticas para entenderlo.

LORENZO.-  No hay nada mejor. La última palabra en calefacción. Aquí todavía no se conoce. Estos son los primeros radiadores que han venido».






El gramófono

El gramófono aparece, también, en algunas comedias. «Esto sí que es un gramófono: da gloria de oírlo» -asegura la señá Inés en Los amigos del hombre57, mientras en la tienda suena la marcha de los granaderos de El desfile del amor58.

Y mucho antes, nada menos que en 1908, en El marido de su viuda59, cuenta Zurita: «¿Cómo dirá usted que amenizan ahora sus miércoles? Con un gramófono, amiga mía, con un gramófono; como en los tupinambas».

El don Paco de La losa de los sueños60 tiene otro en su casa, según nos cuenta, y esa es su única distracción en el aburrimiento provinciano.




El tren

Las alusiones al tren y a su velocidad no abundan, acaso porque la media de nuestros trenes no invita al pasmo. En De cerca61, 1909, dice tan sólo Bonifacio: «Irán ustedes tan aprisa como el tren». A lo que replica Luis, que va en automóvil: «Si no hubiera sido por esta detención..., en tres horas hubiéramos ido y vuelto». Y concluye Bonifacia: «El tren las echa sólo en ir allá y otras tres en venir pa acá... ¡Lo que inventan los hombres!».

Se habla, pues, del ferrocarril, pero no como vencedor, sino como vencido.




La máquina de escribir

No me ha salido al paso ninguna alusión a las máquinas de escribir, de las que don Jacinto -él trabajaba a mano y con lápiz- no se sirvió nunca. En La gata de Angora62, Silvia dice, refiriéndose a tercera persona: «Sí, trabaja en su despacho con los escribientes». Es el 31 de marzo de 1900. La figura de la secretaria, de la mecanógrafa, aún no ha hecho su leve, pero revolucionaria aparición en la vida española.

Si a las máquinas de escribir no, a las mecanógrafas sí se las alude posteriormente. En Caperucita asusta al lobo63, Ubaldo se lamenta de «lo que se va a encontrar el lunes en su despacho sin mecanógrafa». Y en Servir64, del año 1953, figura este malicioso diálogo:

«MAXIMINA.-  Ya sabe la señora que, cuando el señor está encerrado con la mecanógrafa, nos tiene dicho que no le molestemos para nada.

BEATRIZ.-  Además de la mecanógrafa, está con el taquígrafo o el amanuense.

MAXIMINA.-  Ya lo sé, señora.

BEATRIZ.-  Es que lo has dicho de un modo... Encerrado con la mecanógrafa... Que cualquiera que te oyera, Dios sabe lo que podría creerse. Así se propalan luego las historias».



Muchos años antes, en 1924, Lecciones de buen amor65 ha tenido por protagonista a una deliciosa y sentimental secretaria.



Naturalmente que, de todos los inventos, aquellos dos, cardinales, a los que es indispensable seguir la pista son, de un lado, el automóvil, y del otro, el cine.




El ocaso del coche de caballos

El coche de caballos se bate dramáticamente en retirada, a lo largo de su teatro, como en la vida misma.

De dar por buenas las opiniones de los duques de Gente conocida66, diríamos que nunca, ni aun en su época de esplendor, ha sido este muy grande. Oigámosles:

«DUQUE.-  ¡Tú creerás que es muy divertido presentarse en paseo guiando ese par de Rocinantes!

DUQUESA.-  ¡Un tronco magnífico, que costó en París treinta y dos mil francos!

DUQUE.-  Sí, cuando los cambios estaban bajos. Bonita figura hacen ahora subiendo la cuesta de la calle de Alcalá. ¡La irrisión de la gente!

DUQUESA.-  No parece sino que en Madrid hay tantos caballos de lujo. Cuenta: dos o tres cuadras bien presentadas. El Retiro no es el Bois ni Hyde Park.

DUQUE.-  Eso sí. ¡Hay en Madrid cada tronco de caballos blancos, que fueron tordos, envejecidos al calor de la familia! Pero no es razón para que no tengamos un caballo presentable. Es una vergüenza, mamá».



Sea cual haya sido su boato, no puede dudarse de su declinación. Aquel prodigioso sainetero que fue don Carlos Arniches, atinó a expresar esa crisis en una frase divertida puesta en labios del cochero de un «simón», que decía sentenciosamente: «Nunca como cuando estás en tu punto, te das cuenta de que te has pasao».

La orden de enganchar o desenganchar, esa orden absolutamente anacrónica hoy, que nadie da nunca, se escucha en las primeras comedias de Benavente. «¿Qué ha mandado desenganchar? -pregunta Flora en Lo cursi67- ¿Está enferma?».

«Luis -dice el Juan Manuel de La Farándula68-, di que enganchen los coches». Y añade la Marquesa: «Pero no guíe usted a la vuelta. Voy en vilo cuando coge usted las riendas. Va usted echando chispas».

Y en El primo Román69: «Por fin van a engancharme el cochecillo». «Señor -contesta el mozo-, se ha roto una rueda del coche». «¡Por vida...! Pues ensilla el caballo». Y de nuevo, la Marquesa de La Farándula precisa: «Están enganchando los coches. Dos coches, porque hemos venido muy apretados, y a la vuelta hemos decidido no ir todos juntos».

Ya en Campo de armiño70, que es de 1916, el panorama ha cambiado. Natalia pregunta: «¿Está abajo el auto?» Y Dorotea le contesta: «Sí, señorita. Desde las once, como dijo la señorita».

Y en Los amigos del hombre71, el señor Andrés comunica: «Se habrá ido en el auto del marquesito a la Cuesta de las Perdices, o al Ideal Rosales, o a Molinero».

En Todos somos unos72, del año 1907, la hostilidad al automóvil, si bien localizada en los profesionales del coche, cuaja en este -diálogo impagable. Dice Isidoro: «Hay que desengañarse; donde esté un buen tren con su buen tronco de caballos y unas buenas manos pa presentarlo, que se quiten los automóviles». «Así es» -asiente Romualdo-. «Di que es una moda -prosigue Isidoro-, como todo, que en cuanto la tenga todo el mundo les cansará a los señores y tendrán que inventar otra cosa». Romualdo: «Así es». Isidoro: «Pero un tren de lujo será siempre un lujo verdá... Porque... ¿quiés tú decirme cómo van a presentarme un automóvil a la gran Domón, y a ver dónde hay nada igual a una gran Domón pa presentarse en público una señora de la grandeza un día que quiera presentarse?».

He aquí cómo hablan los dos personajes en otro momento de la misma obra:

«ISIDORO.-  Pues toos los días queriendo venir, que te diga esta; pero que no s'arreglao hasta hoy por no tener coche; porque el mail es mucho coche, y en un landó no íbamos a venir, y el faetón ha estao en el taller y hasta hoy no le hemos tenido disponible.

ROMUALDO.-  ¿Y cómo es que este año no has salido fuera?

ISIDORO.-  Este año no se han llevao más que los otós.

ROMUALDO.-  ¿Y qué es eso?

ISIDORO.-  Los automóviles; en Francia los llaman así.

ROMUALDO.-  Ahora, con eso del automóvil, pa vosotros menos trabajo.

ISIDORO.-  ¡A ver!

ROMUALDO.-  Si no acaban con nosotros».



Y la femenina voz de Vicenta, que encarna la previsión y la sabiduría, cierra el diálogo con este clarividente consejo: «Es lo que yo digo, que habrá que ir aprendiendo a sofer, por si es caso».

Terminemos este epígrafe con la descripción en Noches de verano73, de Ramón, uno de sus personajes: «Ramón, cuarenta y seis años, cochero, con honores de jefe, de las caballerizas del Duque de Cerinola. Tipo canonical, grueso, rubicundo, patillas cortas y rapadas, a lo jockey. Viste traje de americana, género y hechura ingleses; gran sombrero cordobés, blanco, con cinta y ribete negros; alfiler de corbata, una esmeralda rodeada de brillantes; cadena de reloj, de oro, con dobles eslabones y medallón con áncora de brillantes; sortija con solitario. Veamos a su esposa, Patrocinio. Cuarenta y dos años, haciéndole juego perfectamente, como pareja de figuras en venta. Bien alimentada, bien vestida, bien alhajada...»

Estos son los cocheros. No hay duques hoy a quienes pueda pintárseles, en conciencia, tan suntuariamente como a los cocheros de esos duques de antaño.




El automóvil

El automóvil es invencible. Poco a poco va eliminando la tracción de sangre, no ya en la carretera, sino en los paseos. Desaparecen, uno tras otro, los trenes de las grandes casas; los hijos de los cocheros se hacen mecánicos, las cocheras se convierten en garajes; la tufarada de las cuadras se suprime, venturosamente, del olfato ciudadano; los caballos de tiro empiezan a perder su cotización y aun su mercado, y el automóvil gana sus bazas día tras día y se apunta en la lista de los grandes servidores del hombre.

Aún es el coche en Todos somos unos74, obsequio rumboso para la mujer amada. Isidoro sospecha que ciertas relaciones no se han roto porque aún no hace quince días recibió una carta encargándole «de buscar un caballo pa limonera». Poco más tarde, los regalos serán distintos.

En 1907 se estrena Los ojos de los muertos75. Gabriel dice «Viene en automóvil desde Madrid y se detuvo en la fonda de la estación para almorzar, sin duda, temiendo molestarnos». Es una referencia casi rutinaria, exenta de heroísmo, al viaje en automóvil por carretera. El automóvil transita ya a esas alturas a la largo del teatro benaventino como por su propia casa. Cinco años antes, ha titulado una de sus obras. El automóvil, en efecto, se representa por primera vez en el teatro de la Comedia, el 19 de diciembre de 1902. Gira esta comedia, un tanto «vodevilesca», en torno al automóvil, como es fácil suponerlo, y está cuajada de referencias a la nueva máquina y escrita casi en un tono reverencial para ella. Hilario nos informa de las ventajas prácticas y sociales que trae consigo poseerla76: «Y también yo tenía ganas de un automóvil... Es una cosa distinguida ir por ahí sin que se le ponga a uno nada por delante... Y pobre del que se ponga... Un automóvil y un título, aunque sea romano... Pero eso es más cara que un automóvil».

Todo lo que el automóvil produce, de temor por una parte, de deslumbramiento por otra, se desprende de sus diálogos. Véase este entre María Luisa y Federico77

«MARÍA LUISA.-  ¿Qué regalo dirás que piensa hacerme ahora?

FEDERICO.-  ¡Qué sé yo!

MARÍA LUISA.-  Un automóvil.

FEDERICO.-  ¿Un automóvil? Ya vea la intención... Para impedir nuestra boda.

MARÍA LUISA.-  ¿Por qué?

FEDERICO.-  Porque nos matamos antes».



¿Habría alguien en nuestros días que atribuyese intención análoga a un regalo así?

He aquí cómo se arreglaban las bellas de la época para afrontar las velocidades desenfrenadas del automóvil. Dice Margarita: «¿No lo ves? Haciendo un poco de toilette. No íbamos a presentarnos de brujas con los guardapolvos y las antiparras».

Y añade en otro momento: «¿Pensabas tú llevar sombrero y andar en automóvil?». Y le responde Musette: «¿Pero tú crees que lo llevo por gusto? Y el automóvil... Cada vez que subo, si me valiera, iría dando gritos como una loca. ¡Vaya una diversión!».

Y, por último, Enrique nos brinda esta noticia: «Corren en automóvil; por estas playas. Un automóvil magnífico; es el acontecimiento de este verano».

Todo el mundo especulativo y técnico que acompaña al automóvil se transparenta en algunas alusiones muy precisas.

Hilario dice: «Ha sido una ganga, una verdadera ganga. Un automóvil de sesenta mil francos por quince mil pesetas. Y haciéndole un favor, porque el Marqués, esta noche; por tres mil pesetas estaba dispuesto a todo».

En El collar de estrellas 78 se oye esta conversación:

«DON FÉLIX.-  Vamos de expedición.

DON JOSÉ.-  ¿En auto?

DON FÉLIX.-  Un cuarenta.



(Porque entonces se habla del número de caballos del automóvil y es corriente pavonearse de ellos. Ahora, ante una Hacienda más resabiada, menos ingenua y sorprendida que la de aquella época, lo habitual es ocultarlos.)

DON JOSÉ.-  Sí; lo conozco.

DON FÉLIX.-  ¿Conoce usted los dos? Porque tengo dos, y acaso usted no conozca más que uno.

DON JOSÉ.-  No sé si habré visto los dos. Si son lo mismo...

DON FÉLIX.-  Uno encarnado y otro verde.

DON JOSÉ.-  ¡Ya! Para que se vea que son dos.

DON FÉLIX.-  Con uno solo no se puede estar. A lo mejor hay una avería... Además, tengo otros dos pequeños.

DON JOSÉ.-  ¡Ya crecerán».



Aún la distinción entre uno y otro coche se hace por colores y no por marcas. En Los nuevos yernos79; año 1925, hemos adelantado mucho. Emilín habla ya con la precisión del entendido:

«Verá usted -dice-: Celeste quiere comprarme mi Citroën. Ya lo hemos hablado. Se lo doy en muy buenas condiciones. Está flamante y es un buen coche».

Y en otro pasaje: «Luego compré este Citroën por menos dinero, pero ya me he cansado; ahora quiero un Cadillac. A Celeste le gusta el Citroën para callejear; para eso es práctico».

El avance, pues, es ya considerable.

Pienso, sin embargo, que el máximo valor documental por lo que al automóvil se refiere, corresponde, en la obra benaventina, a una comedieta en un acto que se titula De cerca, y que se estrena el año 1909.

Su tema es muy sencillo: la avería de un automóvil pone en contacto dos mundos distintos: uno, el de los ocupantes del automóvil; otro, el de los pobres campesinos de un pueblo castellano en donde se detienen mientras la reparan. Inicialmente, los lugareños respiran hostilidad; los ocupantes del automóvil, desdén. Al final, todo es distinto. La breve relación humana que unos minutos les liga, parece sellar la paz, por tiempo indefinido, entre unos y otros. Prueba sobrada de la frialdad de la acogida nos la da esta conversación entre el chófer y Justa80: «Diga usted, buena mujer -pregunta el chófer-, ¿podrán entrar a descansar aquí unos señores que vienen en automóvil? Se nos ha descompuesto -no dice el qué; hoy, probablemente, se detallaría si el delco o el carburador o la batería-, y mientras lo arreglo, y como hace tanto calor, porque no esperen en medio de la carretera...

JUSTA.-  ¿Le ha pasado alguna avería?

CHÓFER.-  Nada. Se arregla pronto».



(Nueva oportunidad desaprovechada de especificar de qué se trata, aunque sólo sea por pura exuberancia profesional.)

Y comenta Justa con acritud: «¡Lástima... pa las que ustedes hacen!...».

Así se entiende bien que Luisa comente poco más tarde: «Nos ha dicho el chófer... (Y, por si no la entendiese, aclara:), el criado..., que no nos quieren ustedes muy bien a los automovilistas...».

Los automovilistas aparecen aquí dibujados como casta o grupo social, contra la que se proyectan el rencor y la enemiga de Justa y sus gentes. Y no por ese mecanismo de resentimiento que sitúa al desheredado frente al rico, sino al débil e inerme frente al poderoso. El automovilista es el monstruo que recorre los caminos amenazando la integridad de los viandantes y cobrándose en gallinas, aún inexpertas, sus dividendos de estragos y víctimas. Ellos son los que están día y noche expuestos a tan fieros males y los que reaccionan como enemigos. Pero, repito, la fusión de los dos sectores se opera en estos pocos minutos de convivencia, y la despedida es casi idílica. Justa les grita: «¡Con Dios! ¡Con Dios!». (Y hay una acotación que dice así: «Se oye dentro el ruido de la bocina». De la bocina, sí; no del claxon, que es invención más tardía; una de aquellas enormes bocinas de pera, graves y porcinas, que resanaban autoritariamente en nuestras calles bajo la percusión de las manos enguantadas de un chófer de mostacho akaiserado, gafas y gorra de visera.) Es una despedida, como se advierte, cordial, casi emocionada.

«CATALINO.-  Ya salen arreando.

¡Pero no corren como antes!... -observa, seguramente sin motiva alguno, Anselmo».



Y continúa JUSTA: «¡Qué buenos señores!». Para que corrobore ANSELMO: «¡Sí que paecen muy buenos!».

La paz, sí, está firmada. Y esta frase final lo certifica

«-Y tú escucha bien -dice JUSTA- cuando pase algún automóvil, ¡cuidado con que vuelvas a tirar piedras!».

*  *  *

Otros inventos a cuya germinación y arraigo asiste Benavente son: la radio, de una parte, y de la otra, el cine y el avión.




Radios y aviones

Las alusiones a la radio son muy leves. Yo he registrado una intrascendente en La melodía del jazz-band81, otra en El pan comido en la mano82 y otra en Los amigos del hombre83, comedia del año 1930, protestada, por cierto, furiosamente , «rara avis», la noche de su estreno en el Avenida. He aquí lo que dice Doña Guillerma: «Es mucha distracción, sobre tóo para por las noches, y hasta una economía, porque con la radio, que también tenemos un aparato muy bueno, y con esto (es un gramófono), no se acuerda una del teatro».

Las alusiones al avión tampoco abundan mucho. Alguna metafórica. Así, en La losa de los sueños84 dice Félix: «Pues yo, con alas o en aeroplano, he de volar y volaré. (Habla simbólicamente.)» Y le contesta Pepe: «Yo también volaría; pero alas no tengo, y el aeroplano, como tú dices, cuesta mucho dinero».

Otra, de análoga factura, en Divorcio de almas85: «Tu marido sabe del mundo la que sabría si hubiera viajado siempre en avión sin tomar tierra nunca».

He aquí una referencia, como simple medio de transporte, en Hijos, padres de sus padres86, de 1954: «Lo ha hecho traer por avión de los Estados Unidos». Y otra, en Servir87, un poco derrotista: «Mi mujer había salido ilesa, con ligeras lesiones, de un accidente de aviación, de Roma a Nápoles, Sólo un piloto y ella se salvaron, y un gato siamés que acompañaba a una señora inglesa. Un verdadero milagro». Beatriz: -«Ya puede creerse... Escapar con vida de un accidente de aviación...»




El cine

Las alusiones al cine son, en cambio, múltiples y variadísimas. Una de las primeras es de El marido de su viuda88. Por ir referida, de modo concreto, al cine, no ya mudo, sino sin letreros, o sea a la primitiva era del cine, tiene un valor casi arqueológico. Dice Casalonga: -«Una novela, una verdadera novela... Figúrate que hasta he andado por esos pueblos explicando las vistas -aún se las llama así- de un cine... Y a conoces mi facilidad de palabra... En las cintas dramáticas tenía un éxito...».

De ahí a la frase de Ofelia en La duquesa gitana89, de 1932: «El film será ciento por ciento hablado naturalmente», media un mundo.

El cine como aventura es aludido en Los nuevos yernos90. Paulina dice de un personaje: «El está dispuesto a trabajar; pero no se le ocurren más que fantasías, lo novelesco, la aventura de marcharse a América, -dedicarse al cinematógrafo, poner un cabaret...»

Y en La melodía del jazz-band91, en 1931, Fulgencio, al referirse a alguien del que le informan que está haciendo películas, comenta: «Es lo que hacen ahora todos los señoritos tronados».

El cine, como modus vivendi, si bien en sus estratos inferiores, asoma en De pequeñas causas92, del año 1908. Allí Emilia se queja a su interlocutor con estas palabras: «Desde que eres ministro, ¿qué te he pedido? Que recomendaras al novio de mi doncella para Orden público y a una hermana de mi peinadora para que la contrataran en un cinematógrafo de un diputado...»

El cine, como reformador en las costumbres, nos brinda esta perla en El pan comido en la mano93: «Hasta luego, Adelina», dice Pepe besándole en la mano. De lo que protesta Julio: «¿En la mano? Vaya. Eso era antes, en el teatro; ahora tiene que ser como en el cine».

El cine, como fuente de enriquecimiento, pasa, aunque caricaturizado, por este radio de que se da cuenta en La duquesa gitana94. He aquí lo que ofrece: «Gran casa cinematográfica Estados Unidos, trato estrella film: 100.000 dólares anticipo, gastos, viajes, 10.000 dólares semanales, garantizadas siete semanas, opción nuevos fans, 20.000 dólares, viajes familia sin niños, caso hubiera alguno, niños, desmerecen estrellas, marido tolerado».

El cine, como referencia de un mundo legendario y libre: «De los astros de la pantalla, ¿cuántos están solteros, cuántos casados y cuántos divorciados y cuántas veces?» (Servir, 1953)95.

El cine, como suministrador de vocablos y giros a la conversación usual

«ROSA MARÍA.-  Pero tendría que estar de espaldas, y él es el más interesante...

LELI.-  Los demás somos los extras».



El cine, como inversión de tiempo, sale a nuestro paso en La losa de los sueños96. Dispone Pepe: «Vosotros, en el café; nosotros, en el cine. -¡Hay que vivir!».

¡Y en Memorias de un madrileño97, he aquí cómo Gonzalo cuadricula el día: «Almorzaremos a las tres y media; a las seis, merendarán como si tal cosa; comerán de diez a once; luego querrán que las lleve al cine...»

El cine, como sueño dorado, como rey absoluto de las imaginaciones juveniles, se presenta un instante en No juguéis con esas cosas98. Habla García: «Las niñas..., Cecilia y Paulinita, tontas de caerse, cada una por su estilo; la una, comunista, ¿qué te parece?; la otra, ni eso; la otra no piensa más que en el cine y en sus estrellas...»

Y así lo reconoce la Condesa de ¡No quiero, no quiero!99: «Esto del cine -afirma- trae locos a los muchachos y a las muchachas; entre el cine y el foot-ball, no piensan en otra cosa».

(La palabra «fútbol», hoy castellanizada, aparece escrita, por cierto, con arreglo a la más pura ortografía británica.)

Por último, la Carlota de Tú, una vez, y el diablo, diez100, identificándose con el formulario de la censura al uso, dice de sí misma «Soy como algunas películas: tolerada para adultos y no apta para menores».




La medicina

Es curioso seguir, igualmente, el rastro de los adelantos de la Medicina, las referencias a los emplastos y potingues de sus primeras obras, como únicas muestras de la farmacopea y saltar, desde la tila de Por las nubes101, del año 9, con la que se remedia el ataque de la señorita Luisa, y el jarabe que manda buscar Paquita, que está encima del aparador. («No vayas a darle otra cosa -le previene-, que no sería la primera vez»), a los antibióticos de las últimas; pero el temor a hacer nuestro estudio inacabable limita nuestras exploraciones.

Subrayemos, sin embargo, la distancia que media entre estas dos citas. Una, de Más fuerte que el amor102, del año 1906. Dice la Duquesa: «A mí, sólo hablarme de Sanatorio, me estremecía. En España, para los señores antiguos como yo, sobre todo, eso de Sanatorio nos suena todavía a hospital o a casa de locos», y esta otra de De muy buena familia103, en 1931: «¡Lo que se ha adelantado! Hoy no hay por qué tener miedo a las operaciones. ¿Y el Sanatorio? ¡Qué encanto! Todo tan limpio y tan alegre».




Los deportes

Otro mundo fragua casi por completo de 1894 a 1954: es el mundo de los deportes. Pero tampoco este alcanza reseña muy cumplida en el teatro benaventino. El fragor de ese mundo, al que la Prensa diaria dedica un porcentaje inusitado de su espacio, que mueve pasiones insospechadas, que pone en circulación millones y millones de pesetas, es apenas merecedor de unas cuantas frases.

En La noche iluminada104, dice uno de sus personajes: «Nos juramentamos para el partido de lawn-tennis de mañana. Mañana os derrotamos».

En Memorias de un madrileño105, Eladio cuenta «cómo iba con otros dos amigos discutiendo de boxe y de esto del cascán que han traído ahora; porque este amigo tiene pasión por todo lo que sea cultura física; a él no le hable usted más que de fútbol, de la boxe, de la grecorromana, y ahora se ha apasionado por el cascán, que él dice que es la llave...»

Pero hay, en cambio, una estampa muy expresiva, que nos indemniza de la parquedad de noticias que, sobre algo de tanta importancia como el deporte en la vida moderna, contiene el resto de su obra. Al levantarse el telón de No juguéis con esas cosas106, cierto personaje, según reza la acotación correspondiente, «aparece leyendo un periódico de deportes».

Un Azorín del año 2000, y ojalá se dé en las futuras letras españolas el venturoso azar de ver repetido un escritor de ese fuste, de ese singularísimo acento, podría reconstruir, con sólo dato tan somero, el panorama de la juventud española contemporánea.

*  *  *

El cine, los deportes, la radio, el gramófono... y tantas cosas más han nacido en esos sesenta años; pero hay otras que, por el contrario, han perecido en su transcurso. Una de ellas, el duelo.




El duelo

El duelo tuvo una gran importancia, coetáneamente a la vida de nuestros abuelos y aun de nuestros padres. Pese a la condenación de la Iglesia y a la condición esencialmente católica de nuestra sociedad y, sobre todo, de nuestra alta sociedad, en donde aquel se daba con mayor frecuencia, el duelo fue empleado mucho tiempo como el mejor dirimente de ciertas situaciones, de ciertos pleitos que la sangre, más o menos caudalosa y real vertida, dejaba resueltos.

No es difícil adivinar lo que de esa práctica, por fortuna eliminada de nuestras costumbres, opinaba Benavente si observamos lo que opinaban sus personajes. En tres obras encuentro alusiones al duelo. Son estas El marido de su viuda107, Despedida cruel108 y El automóvil109. En las tres, el duelo es tratado con visible ironía. He aquí este diálogo de El marido de su viuda:

«CASALONGA.-  ¿Vas a matarme?

FLORENCIO.-  Por mi parte pondré los medios... ¿Usted cree que esto puede quedar así? (Eso de «quedar así», la convicción de que con el duelo quedaba ya de otra manera, era el deus ex machina del duelo mismo.) Y si se niega usted a batirse, le llevaré a los Tribunales.

CASALONGA.-  Deja ese tono trágico. (Obsérvese el tuteo de Casalonga a Florencio, en contraste con el usted de Florencio a Casalonga.) ¿Un duelo? ¿Entre nosotros? ¿Y por qué? Porque la mujer de un amigo..., que hoy es tu mujer, se la pegaba contigo. ¡Si hubiera sido con otro!».



Casalonga, sin embargo, en la misma obra, decide batirse a su vez y nombra padrino a Florencio. He aquí el diálogo:

«CASALONGA.-   (A FLORENCIO.)  Te nombro mi padrino, y a usted también, mi querido amigo... ¿Cómo se llama usted?



Y replica VALDIVIESO: «Pero ¿van ustedes a hacerle caso? ¿Ustedes creen que yo voy a batirme con el primer desahogado que se presente? ¡Un padre de familia!».

Lo que en este trance se pone en solfa es, según se ve, la frívola habilitación como padrino del quídam más próximo, y la eximente, alegada por Valdivieso, de su calidad de padre de familia, para rehuir el encuentro.

En Despedida cruel, asegura Pepe: «Lo mismo me pasó un día que tuve un desafío. En mi vida he comido tanto.

CASILDA.-  ¿Antes del desafío?

PEPE.-  No, después; pero todavía estaba emocionado».



En El automóvil, venero por diversas razones de tantas citas sabrosas en este trabajo, hablan así Hilario y Federico:

«HILARIO.-  Sé que tuviste un lance con él.

FEDERICO.-  Sí, un duelo a sable; le abrí la cabeza: desde entonces somos íntimos amigos.

HILARIO.-  Ya sé que el duelo fue...

FEDERICO.-  Por una tontería...

HILARIO.-  Por cuestión de honor.

FEDERICO.-  Yo me permití apreciar la conducta de un íntimo amigo suyo...

HILARIO.-  Esa es muy digno..., ¡el culto a la amistad!

FEDERICO.-  Sí, un íntimo amigo suyo. Él tenía entonces relaciones con la mujer de este amigo, y, claro está, le molestó que yo hablara mal de él».



Tenía que desaparecer, pronto o tarde, una institución que tan poco respeto inspiraba y en la que hacían sus impactos la mordacidad de los unos y las diatribas de los otros. Hoy, en 1955, el duelo se nos antoja anacrónico y vacuo. Los lances entre caballeros han pasado a la historia. Nos parece muy bien. Menos nos agrada que su eclipse haya provocado el de la esgrima, noble y bellísimo deporte, ciertamente acreedor a mejor fortuna.

Después de examinado cuanto nace y cuanto muere a lo largo de la vida literaria de Benavente, estudiemos lo que evoluciona: el lenguaje, las costumbres, la moral...




El lenguaje

Cada época saca a flote y sepulta palabras con arreglo a caprichos imprevisibles, más que a leyes. Los diccionarios están llenos de arcaísmos, muchas veces injustos, y de neologismos, muchas veces innecesarios. No hay quien sea capaz de ponerle puertas al campo, y aquellos que lo intentan, harto hacen con definir en ocasiones, con absolver y condenar en otras, los zig-zag de una lengua llamada, como el mar, a eterno movimiento, siempre en trance de formación, siempre en peligro de traicionarse a sí misma, aunque obedezca, sin aparentarlo, a una norma de secreta fidelidad, que es la que la preserva tanto de morir como de desfigurarse.

Cuando don Francisco de Quevedo decide burlarse del léxico de Góngora, y dice que todo aquel que quiera presumir de culto «la jeri -aprenderá- gonza siguiente», ensarta, a continuación, unas decenas de palabras que él tacha de pedantes, gran número de las cuales aparecen hoy, sin embargo, incorporadas al vocabulario medio.

Ese fenómeno volverá a reproducirse indefinidamente. Benavente fue un escritor que no presumió nunca de estilista, que escribió con una facilidad enorme y que no corrigió apenas; que escribió teatro, por añadidura, rama esta literaria en la que la orfebrería no suele ser ni indispensable ni valorada en exceso. Su obra puede ser toda ella transitada de arriba abajo y de derecha a izquierda sin que tropecemos con una sola voz esotérica. Entre el idioma benaventino y el de Gabriel Miró o el de Valle Inclán, por no parangonarle sino con coetáneos suyos desaparecidos ya, media un abismo de distancia. La fabulosa riqueza del que aquellos emplean, en nada recuerda la parvedad del benaventino. Claro que, en el diálogo, esa exuberancia verbal hubiese sido inadecuada y aun contraproducente. Nuestro dramaturgo, la verdad sea dicha, dispuso del vocabulario que le hizo falta y lo manejó con fluidez, con sencillez y con gracia.

Esa conciencia, sin embargo, del valor variable de las palabras, de sus repentinas ascensiones y de sus súbitos eclipses, se registra en alguno de sus diálogos.

He aquí este de Abdicación110, del que es eje la palabra «estraperlo», la palabra más simbólica de las surgidas en estos tiempos, que desterró la expresión «mercado negro», inmediato precedente suyo.

Véase cómo discuten Aurelia y la Duquesa, la primera, de las jóvenes promociones; la segunda, de la vieja guardia.

«DUQUESA.-  ¿Qué traes ahí?

AURELIA.-  Tabaco rubio: tres cartones.

DUQUESA.-  ¿Estraperlos?

AURELIA.-  No, ¡qué disparate! «Mangados».

DUQUESA.-  ¡Cómo hablan estas chicas!...

AURELIA.-  Como hablaríais vosotras en vuestro tiempo. Con otras palabras; pero, total, lo mismo. ¿Cómo decíais vosotras cuando algo no os había costado nada? Que era de «guagua», o algo por el estilo.

DUQUESA.-  Que nos lo habían regalado; un obsequio...

AURELIA.-  ¡Huy, obsequio! ¡Qué finura! ¡Y cuando casi hay que andar a golpes para conseguirlo!».



«Sicalipsis» es otro de los vocablos de la época. Nacida de la confusión, por cierto empresario de pocas letras; con apocalipsis, ha sido dotada de un significado muy preciso y es sinónima de pornografía o de obscenidad. Benavente, en uno de sus artículos, titulado «La mejor obra»111, recogido en Pan y Letras, dice, a través de cierta actriz: «El público ya no quiere más que sicalipsis».

Ignoramos qué vida, si larga o corta, le espera a esa palabra, todavía extramuros de la sanción oficial, pero la colocamos al nivel de estraperlo, porque su vigencia popular ha sido considerable.

De 1894 a 1954, la Bolsa del idioma registra el descenso del usted y el alza del tú. En las comedias de Benavente, algunos criados hablan a sus amos de vuecencia.

Oigamos a alguno de esos criados inefables. Por ejemplo, el de Los nuevos yernos112, de 1925.

«No, señor marqués: no hay nadie todavía. El señor creo que ha ido a casa de vuecencia, a buscar a vuecencia».

En El automóvil113, otro marqués del inagotable Gotha benaventino, siguiendo la más insolente de todas las costumbres admitidas en ciertos sectores sociales, la de peor estilo, tutea a su criado.

«MARQUÉS.-  ¿Y de dónde dices que te conozco?

CARRILLO.-  ¡Oh, señor marqués! De muchos sitios.

MARQUÉS.-  Sí; puede, puede.

CARRILLO.-  Del Casino; después, de casa de una amiga de vuecencia... Yo estaba allí de mozo de comedor. Vuecencia comía allí algunas veces».



El Baltasar de Campo de armiño114, al «retírese usted» de Irene, responde ceremoniosamente: «A las órdenes de vuecencia». Cuando en Abdicación 115, Buenaventura le da a la duquesa el mismo tratamiento -Abdicación se estrenó en 1948-, este ayuda a reconstruir, más que nada, la atmósfera, ficticia en la que, ajena al paso del tiempo, intenta ser la duquesa una especie de fantasmal superviviente de una época muerta ya.

El vuecencia acaba, pues; el tú, avanza de modo incontenible. Aún se recogen en las primeras obras benaventinas conversaciones amorosas de «usted». Así, en Gente conocida116, pregunta el duque de Garellano: «¿Viene usted?» Y le contesta Angelita: «Señor duque de Garellano: la declaración de amor que me hizo usted antes, equivale para mí al insulto que hubiera usted dirigido a un hombre».

Y en La gata de Angora117, de 1900, nos brinda una muestra muy expresiva del uso del usted, en este caso concreto, entreverado del tú. He aquí cómo hablan Aurelio y Silvia:

«AURELIO.-   (Al verla, levantándose rápidamente.)  ¡Tú!... ¡Usted!...

SILVIA.-  ¿No ha recibido usted una carta mía?

AURELIO.-  ¿Una carta? No... Tal vez... Sí, estará aquí. Se me pasan los días sin ver las cartas que recibo. . ¡He esperado una tanto tiempo! No; no será la que yo esperaba.

SILVIA.-  No la lea usted. Yo le diré...».



En La losa de los sueños118, Rosina trata de usted a su enamorado Cipriano. (Sería oportuno, también, pensar un poco sobre la alteración del valor eufónico y convencional de ciertos nombres propios con el paso del tiempo.) Pero la apología del tú sale a la superficie en otras obras.

Así, en Hijos, padres de sus padres119, de 1954:

«ELOÍSA.-  Le he dicho a usted que no le permito que me tutee.

PABLO.-  Mal hecho. Los griegos se tuteaban todos. El usted es antigramatical. Se presta a anfibologías y a discordancias».



La María Antonia de Campo de armiño120 vacila: «Debemos llamarnos de tú, ¿verdad?».

Y le responde Gerardo, con una cortedad encantadora: «No me atrevo». A lo que replica María Antonia: «El usted es una cursilería entre... Porque somos parientes». (Adviértase que Gerardo es un niño de pocos años.)

El duque de la misma obra se excusa de usar el tú: «-Perdona -dice-, tengo la costumbre de tutear a todo el mundo. El usted, sólo me parece propio para enfadarme. Vejeces, rarezas».

Y en realidad, vejeces no son. Muy al contrario, son los jóvenes los que -entonces, en 1916, menos que ahora- avanzan imponiendo su ley, desterrando el usted, acercándose desde el primer instante, o en el simple conocimiento o en la amistad, con el tú a modo de estandarte. En alguna ocasión he comentado, con cierta nostalgia, la desaparición de esa invisible frontera que delimitaba una y otra zona y que puntuaba, por así decirlo, los grados de la estimación o de la intimidad recíprocas. Pero nada hay que hacer en contra de corriente que tanta fuerza lleva y que tan ardidos valedores tiene.

¿Es necesario decir que esa amputación de ceremonial afecta también a los saludos, a las despedidas y al resto de la vida de relación? ¿Quién hoy, como el Urrutia de Gente conocida 121, ofrece a nadie el brazo para llevar a las damas a tomar un refresco? Pues las tres a quienes, midiendo con exceso sus posibilidades físicas, se lo brinda, aceptan unánimemente. Dice el ejemplar: «LAS TRES.-Muchas gracias».

«A los pies de ustedes» se despide el Alberto de ¡No quiero, no quiero!122. Y doña Manolita le responde: «Beso a usted la mano». Pienso que el paso de los años ha desteñido esta vieja y clásica fórmula de despedida.



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