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Acto segundo

La misma decoración del acto anterior. Es de día.

Escena primera

MANELICH, sentado; NURI, haciendo la zamarra que empezó en el acto anterior.

     MANELICH.- (Muy abatido.) ¿Cómo no viniste ayer tarde, Nuri?

     NURI.- Pues hombre..., los pavos tuvieron la culpa; ya le dije que me mandaron sacarlos por la mañanita y por la tarde. Pero como hoy pica mucho el sol, los volví a meter en el corral; y yo, a ver a Manelich.

     MANELICH.- Te lo agradezco, Nuri.

     NURI.- Pues mira, buenas angustias paso. (Se levanta y va a mirar hacia la puerta izquierda.)

     MANELICH.- ¿Y por qué esas angustias?

     NURI.- Porque tengo miedo de que venga la Marta. ¡Me da pena esto! Verás, hombre, verás; antes me quería mucho la Marta; siempre me estaba besando, y decía que quería ser igual que yo. Pues desde que os casasteis me tiene una rabia que me come con los ojos. ¡Yo, no! ¡Ahí tienes! Yo no le tengo rabia; y no le tengo rabia, porque sé que te quiere mucho.

     MANELICH.- ¿A mí?

     NURI.- ¡Claro,! (MANELICH se levanta y se pasea.) ¿Qué tienes?

     MANELICH.- Nada. (Vuelve a sentarse.)

     NURI.- Digo yo que me tiene rabia, porque tiene rabia a todos los de mi casa. Figúrate que ha llamado al Mosén, y yo no sé lo que le ha dicho; y el Mosén -que es el mayordomo- ha ido a mi casa amenazando a todos y les ha dicho que no vinieran más al molino a murmurar. Que al molino no tenían que venir sino los que trajeran trigo para moler.

     MANELICH.- ¿A murmurar dices que venían?

     NURI.- Eso dijo el Mosén.

     MANELICH.- ¿Y tú sabes qué murmuraciones eran ésas?

     NURI.- No sé; los de casa siempre están lo mismo: nada, que les gusta hablar de todo el mundo.

     MANELICH.- ¡Qué buena chica eres, Nuri!

     NURI.- (Poniéndose muy contenta y riendo.) ¡Mira tú quién lo dice! (Pausa.) Ya hace diez días que estáis casados, ¿verdad?

     MANELICH.- Sí diez días.

     NURI.- ¿Sabes lo que estoy pensando?

     MANELICH.- ¿Y qué dicen de mí tus hermanas?

     NURI.- Pues pensaba en hacerte una zamarra en cuanto acabe ésta, pero no ha de ser de este color, sino azul y con unos vivos encarnados. ¡Y vaya si te sentará bien!

     MANELICH.- No me hagas la zamarra, Nuri. Yo te lo agradezco. Pero no me hagas la zamarra.

     NURI.- (Con extrañeza.) ¡Hombre! ¿Por qué?

     MANELICH.- Porque para cuando tú acabes la zamarra, ¡Dios sabe dónde!... Ea, pues, nada...; pero no, me hagas la zamarra.

     NURI.- (Levantándose.) Pues me enfado y me voy.

     MANELICH.(Haciéndola sentar) No te vayas, Nuri.

     NURI.- Bueno, me quedo; pero entoavía estoy enfadada.

     MANELICH.- (Levantándose y yendo a echarse de bruces sobre la mesa, o tomando otra posición en armonía con su naturaleza tosca. Aparte.) ¡Aquella luz que pasó por detrás de la colina, la llevaba un hombre! Y lo que yo necesito es saber quién era aquel hombre; le mato, y me voy allá arriba.

     NURI.- ¡Manelich!, que yo todavía estoy enfadada.

     MANELICH.- Sí, Nuri, sí; pobrecilla,

     NURI.- Tú tienes tristeza, Manelich.

     MANELICH.- No.

     NURI.- Y yo sé por qué. Porque te han casado con una mujer muy rabiosa.

     MANELICH.- ¿Dice la gente que es rabiosa la Marta?

     NURI.- No se: todos hablan y hablan, y no paran nunca. ¿Y sabes por qué te quiero yo tanto? Primero, porque me cuentes aquellos cuentos de lobos y de brujas que me dan tanto miedo y que son tan bonitos. Y además, porque oigo que la gente dice: «¡Pobre Manelich! ¡Pobre Manelich!» Conque yo dije, también: «¡Pobre Manelich!» Pues voy a hacerle una zamarra.

     MANELICH.- ¡Pobre Manelich! ¿Conque todos lo sabían? ¿Y qué más? ¿Qué más?

     NURI.- Pues oye: ayer, al salir de misa, había un corro en que hablaban de ti, y yo pasé haciendome la distraída.

     MANELICH.- ¿Y que decían?

     NURI.- «¡Pobre Manelich!» Como siempre.

     MANELICH.- ¡Cuando querrá Dios que vuelva el amo pa contárselo todo! ¡Pero nada, se fue a la ciudad, y no vuelve!

     NURI.- ¿Crees tú que el mundo es tan malo como dicen, Manelich?

     MANELICH.- El de la tierra baja me parece que sí. El de la montaña no lo era, no. Puede ser que no lo fuera, porque como allá arriba no había hombres..., por eso.

     NURI.- ¡Pobre Manelich!

     MANELICH.- (Con rabia.) ¿Tú también?

     NURI.- ¡Es que te tengo mucha lástima! Oye, Manelich, ¿no tienes ningún hermano?

     MANELICH.- No. Soy yo solo; y tan fuera de mí quisiera estar, que me parece que me sobro.

     NURI.- ¡Pues me da pena! ¡Quisiera que tuvieras un hermano menor, así, de mi tamaño!

     MANELICH.¡Pobre, Nuri!



Escena II

MANELICH y NURI. MARTA, que viene del interior

     NURI.- ¡La Marta! ¡Me escapo!

     MANELICH.- ¡No te muevas!

     MARTA.- (Aparte.) ¡Siempre está la Nuri con él! Si sufriera tan de veras por mí, no le gustaría hablar con nadie! (Se acerca al hogar, aviva el fuego y arregla la olla como para preparar la comida.) Este fuego no se enciende hoy. Parece que lo hace adrede. ¿De qué estarán hablando? ¡Ni me hace caso! Y ¿para qué había de hacerme caso? Yo no quiero que hable con la Nuri. Pero, ¿quién soy yo para mandar en él? ¡Qué martirio! ¡Virgen de los Angeles! (Haciendo un movimiento desesperado se va por la puerta de la izquierda.)

     NURI.- Ya se marchó. Bien calladitos hemos estado los dos.

     MANELICH.- ¿Por qué callabas tú?

     NURI.- Porque estaba contando puntos. ¿Y tú?

     MANELICH.- Porque estaba contando días.

     NURI.- ¿Quieres tú mucho a Marta?

     MANELICH.- ¡Más que a nadie! ¡Más que a nada en el mundo la quiero! Vamos, que no sé decírtelo. Yo me pienso que le tenía cariño desde antes de conocerla. Mira, Nuri; la primera vez que la vi en la Cabreriza estuve por decirla: «¡Vamos, mujer, que bien te has hecho desear; ya era hora de que viniera la Marta!» ¡Ves tú qué cosas! ¡Bah! ¡Si yo te lo contara todo!

     NURI.- Cuenta, cuenta, Manelich, que me gusta mucho oírte.

     MANELICH.- Si supieras tú cuantas veces desde arriba, desde los picachos, miraba yo la tierra baja, buscando algo en ella... El sol lo alumbra todo,

cerros y llanos, hasta el fin de lo que se ve. Y yo cavilando: «¿Hacia dónde, estará por todas esas tierra mi mujer?» Pues ¿a que no aciertas cómo me las componía para saber hacia dónde estaba? ¡A que no! ¿A que no lo aciertas?

     NURI.- No lo sé, no. A ver cómo.

     MANELICH.- Pues ponía una piedra en la honda, daba tres vueltas con los ojos cerrados, tiraba la piedra con mucha fuerza, sin saber hacia qué parte; los abría de pronto para mirar dónde caía..., y por allá..., por donde había caído... había de estar mi mujer, que ya se estaría criando y que iría creciendo como un brazado de flores, para mí, para mí solo.

     NURI.- ¿Y hacia dónde caía?

     MANELICH.- Hacia la tierra baja, nunca hacia la montaña. De la tierra baja vino Marta. ¡Mira tú que me dan ganas de llorar!

     NURI.- Vaya, hombre, no llores, que me haces llorar también. Pero a ti, ¿quién te manda tirar piedras a ciegas? ¿Y si hubiera pasado alguien por la montaña y le hubiera alcanzado el pedrusco?

     MANELICH.- ¡No le alcanzó a nadie, que me alcanzó a mí en mitad del pecho!

     NURI.- ¿Pero por qué son esas penas?

     MANELICH.- ¡Porque yo sé lo que sé! Yo seré un simple... y un ciego para las cosas del mundo; pero a veces los ciegos ven. Un ciego, y muy ciego, iba allá a la Cabreriza algunas veces porque yo le daba leche de mis cabras; ¡pues cuando le cogía la tempestad y se encendía un relámpago, se tapaba el ciego los ojos con las manos; conque yo digo que, aunque era ciego, el resplandor del relámpago se le metía y le hacia ver. Pues yo soy como el ciego de la Cabreriza, y tanto se ha inflamado la nube, que se han incendiado los ojos y la he visto.

     MARTA.- (Volviendo del cuarto interior. Aparte.) (Todavía están aquí los dos.) Nuri, Nuri.

     NURI.- ¡La Marta! Ten el pañuelo, ten, que no vea que lloras. (A MANELICH.)

     MANELICH.- (Sin tomarlo.) ¡Si no lloro!

     MARTA.- Oye, Nuri. No quiero verte aquí más, ¿oyes? No quiero que vuelvas.

     NURI.- ¿No ves tú, Manelich? ¿No ves que me echa la Marta?

     MARTA.- No es que te eche, mujer, sino que no sé lo que tengo. Cuando me hablan parece que me están dando golpes dentro de la cabeza. (Se va hacia el fuego y se sienta.)

     NURI.- Ten, Manelich. (Dándole la cestita con el ovillo y la zamarra.) Voy a aventar el fuego, porque la pobre Marta no puede. (Acercándose a Marta.) Dame el aventador.

     MARTA.- No.

     NURI.- Dámelo, mujer, que tú tienes ya poca fuerza; como que vas para vieja. (Bromeando.)

     MARTA.- (Fuera de sí.) Vete, vete; digo que te vayas.

     NURI.- Pero mujer, ¿por qué?

     MARTA.- Porque no quiero verte.

     NURI.- (Enojada.) Pues no me marcho hasta que me lo mande Manelich. Él es el marido y él manda.

     MARTA.- ¡Es verdad! ¡La manda! (Sentandose abatida.)

     MANELICH.- Mira, Nuri, haz lo que Marta te mande. Te ha echado, pues te vas. Marta está en su casa.

     MARTA.- No, Manelich; eso, no.

     MANELICH.- (A NURI.) Toma todo esto, y vete; pobrecilla. (Dándole el cesto y la zamarra.)

     MARTA.- Nuri, quédate. Ahora no quiero que te vayas.

     NURI.- (Llorando.) Pues; ahora me voy.

     MANELICH.- No llores, Nuri. Yo te acompañaré.

     MARTA.- No; eso, no. Quiero que te quedes aquí.

     MANELICH.-¿Yo? ¿Que me quede yo? ¿Para qué?

     MARTA.- ¡Es verdad! Haz lo que quieras.

     NURI.- (A MANELICH.) Se queda llorando.

     MANELICH.- No lo creas. ¡Pues si estamos más contentos los dos!... ¡Siempre riendo, y siempre juntos! ¡Mira, mira que fuerte ríe! (Marta solloza con mucha fuerza.) ¡Y yo lo mismo! Siempre juntos, siempre juntos. Anda, Nuri; anda pa delante. (Se ríe sarcásticamente, y sale él y NURI.)



Escena III

MARTA, llorando

     ¡Dice que siempre juntos! Y lo que él espera es que vuelva Sebastián pa contárselo todo y marcharse. ¡Ojalá que no viniese nunca Sebastián, que se quedase siempre allá en el pueblo ese mal hombre ¡Qué malo, qué retemalo es!... Nunca le quiso, pero ahora le odio con toda mi alma. Si no volviera más.... ¡Quién sabe! Puede que Manelich me perdonase, porque es muy bueno, y bien se ve que me quiere mucho. Pues qué, ¿se figura que yo no le oigo todas las noches cuando viene a echarse y a llorar a la puerta de mi cuarto? Pero no sé... no sé... Ya no me dice nada. Me deja hacer todo lo que yo quiero. No, yo no quiero que esté con la Nuri; con ella, no. Ahora mismo me voy a casa de esas mujerotas. Veremos, veremos. (Dice todo esto muy agitada, muy nerviosa, entre lágrimas y gritos rabiosos, y se dirige hacia la puerta.)



Escena IV

MARTA y TOMÁS, que le cierra el paso

     TOMÁS.- ¿Adonde vas, Marta?

     MARTA.- Pues no lo sé. Mira, yo no voy a ninguna parte.

     TOMÁS.- Desde la ermita he visto salir a Manelich. Por eso vengo, porque sé que no está. Con él no quiero encontrarme. Está el pobre más desesperado

     MARTA.- ¿Por qué?

     TOMÁS.- ¡Vaya una pregunta! ¿Pues no tiene el pobre ojos para ver que todo el mundo se ríe de él?

     MARTA.- La gente es muy mala.

     TOMÁS.- Muy mala. Y ahora quiero que tú me digas qué le contesto yo cuando me pregunte por qué hice que te casaras con él.

     MARTA.- Pues... ¿yo qué sé?

     TOMÁS.- Y más todavía. ¿Qué le contesto cuando me pregunte quién es el hombre... el hombre... ¿comprendes?... el hombre que le está afrentando ante todo el mundo?

     MARTA.- ¿Y yo qué sé? ¡Si yo no sé nada! ¡Si a mí no se me ocurre nada! (Esconde la cara entre las manos.)

     TOMÁS.- Pues se ha dejado decir Manelich, y ya corre por el pueblo, que antes de dejarte y marcharse a la Cabreriza quiere saber quién es el hombre, para matarlo.

     MARTA.- (Con satisfacción que no puede contener.) ¿Ha dicho que lo mataría? ¿Lo ha dicho de veras? Sebastián también es mucho hombre. ¡Y como es el amo!... Yo creo que Manelich no se atreve.

     TOMÁS.- Pues Manelich lo ha dicho. Y lo que te dije antes: que después de despedirse de Sebastián, porque de Sebastián no sospecha nada, y después de matar al hombre, te deja para siempre abandonada y se vuelve a la Cabreriza.

     MARTA.- Para eso último no necesita mucho valor.

     TOMÁS.- Pues yo le he dicho que hace bien. Que te deje, que te deje para siempre, ¿lo entiendes? Y antes hoy que mañana, ¿lo entiendes? Que quien hace lo que tú has hecho, más merecía.

     MARTA.- ¿No ha tenido usted nunca una hija?

     TOMÁS.- ¡Una hija! Sí que la tuve. Y se me murió cuando era todavía muy chiquitita, y cuando veo lo que es el mundo, y cuando te veo a ti, digo: ¡Bien muerta está! ¡Que así Dios me la tenga en su santa gloria!

     MARTA.- (Acercándose a él y con acento sombrío.) ¿Y si usted se hubiera muerto antes que ella? ¿Y si ella hubiera crecido, crecido siempre sola? ¿Y si hubiera tropezado con Sebastián?

     TOMÁS.- (Tapándose los oídos.) ¡Maldita mil veces, maldita, no digas eso, que tú eres quien ha perdido a Sebastián!

     MARTA.- (Rompiendo a llorar.) ¿Que yo le he perdido? ¿Que fui yo? ¡Ay, Dios mío, que no tiene usted entrañas! ¡Ay, madre mía, que no puedo más... no puedo más! ¡Dios mío, llévame de una vez!

     TOMÁS.- ¡Pues toma, llora de verdad!

     MARTA.- ¡Todos contra mí! ¡Contra mí! ¡Porque me ven tan sola en el mundo, por eso, que hasta ahora no sabía lo sola que estaba!

     TOMÁS.- Vamos, no llores, que yo soy muy tonto y tengo muy tiernos los ojos; y aunque no lo mereces..., vamos, que me pondré a llorar también.

     MARTA.- (Con nuevo arranque.) Ea, yo quiero contárselo todo a usted, todo, y verá usted quién ha perdido a quién.

     TOMÁS.- (Lloriqueando.) Pues no quiero oírte, porque me voy a creer todo lo que me cuentes, y todo va a ser mentira.

     MARTA.- ¿Mentira? Oigame usted, y ya veremos si es mentira o no.

     TOMÁS.- También es empeño. Ea, cuenta; pero acaba pronto.

     MARTA.- (Enjugándose las lágrimas con resolución.) Oiga usted: dicen por ahí, para afrentarme, que yo nunca he tenido padres; que yo he nacido de la tierra, como los sapos que se crían en las charcas.

     TOMÁS.- ¿Ves tú? Eso si que no lo he creído nunca. ¡Así Dios me castigue!

     MARTA.- Yo he tenido una madre que era ciega, y no he tenido a nadie más; pero madre sí he tenido. Y ella y yo pedíamos limosna allá abajo, en la ciudad. Yo me acuerdo que nos sentábamos en la grada de una iglesia que tenía una puerta que no se acababa nunca de alta que era. Pues allí pedíamos. ¿Desde cuándo?¡Y quién lo sabe! Creo que desde antes de nacer yo ya mendigábamos. A mi madre la había visto siempre con la mano extendida en el portal de la iglesia. Y hasta de noche, durmiendo, extendía la mano, lo cual que me daba mucho miedo. Un día ya no fuimos las dos olas a pedir, porque a nuestro lado se había sentado un hombre que yo me figuré que tampoco veía. Yo pensaba entonces que todos los pobres eran ciegos. ¡Como que yo era muy chiquitina y no conocía nada del mundo! Aquel hombre, que tenía la cara roja y la barba blanca, acabó viviendo con mi madre. Unas veces se pegaban y otras veces reían los dos, muy contentos; pero a mí aquel hombre, ni me pegó nunca, ni me hizo una caricia, ni me dijo una palabra. Pasaron años, y un día mi madre no se levantó para ir a la Iglesia, y a los pies de su cama se puso a llorar el hombre aquel de la cara roja y de la barba blanca ¡Y cómo me chocó! Yo pensé que los ciegos no lloraban; que como no tenían ojos para ver, tampoco tenían ojos para llorar.

     TOMÁS.- ¿Y murió tu madre?

     MARTA.- Sí, murió. Y aquel hombre no podía consolarse de la muerte de mi madre, de mi pobre madre, que se quedó con los ojos más empañados que nunca y, muerta y todo, con la mano derecha extendida. ¡No parecía sino que iba también a pedir algo al otro mundo!

     TOMÁS.- ¡Pobre chica! Ya decía yo que me harías de hacer llorar! Sigue, Marta, sigue.

     MARTA.- Pues, mire usted aquel hombre me llevó consigo, y no sé cómo fue, que, al separarnos de la fosa en que habían echado a mi madre, yo le deje sin pensarlo: «¿Y qué hacemos, padre?» Y él, llorando mucho, me dijo: «Ven conmigo, hija.»

     TOMÁS.- Vamos, acaba pronto tu historia.

     MARTA.- No falta mucho: que cuando se va por el camino por donde va todo el mundo, se puede ir despacio; pero cuando se cae en un barranco, se cae deprisa. Volvimos a nuestra vida, a las gradas de la iglesia a pedir limosna, y yo iba creciendo y haciendome mocita. Conque un día le dije: «Padre, ¿y si trabajásemos?»Y él me dijo que le parecía bien, que buscaría trabajo para los dos; pero seguíamos pidiendo, hasta que supimos que iban buscando a los pobres para recogerlos, y entonces nos escapamos..., y corriendo muchas tierras llegamos por fin a estas llanuras, donde nos cogió un nublado muy negro y un aguacero, con lo cual nos guarecimos en la masía de Sebastián. Estaba mucha gente y el amo; me hicieron que bailase y que cantase, y el amo... me dijo, que era muy graciosa... Nos recogió.... nos dio este molino.... venía todos los días... y me regalaba mucho..., y cuando huía de él se ponía furioso..., y me decía que yo no era nadie..., que no era sino como los sapitos que se crían en las charcas después de la lluvia..., y a fuerza de amenazas y halagos, golpes y abandono, llegué a lo que soy casi sin saberlo.

     TOMÁS.- ¡Pobre chica! ¡Ah! Sebastián, no tiene perdón de Dios.

     MARTA.- ¿Y que había de hacer? ¿Huir? ¡No podía! ¿Matarme? Es pecado; y además, ¡la muerte da tanto miedo, y yo tenía tan pocos años! ¡Señor, se nace para vivir, no para morirse enseguida! Soy mala, pero no lo soy del todo, porque me pesa mucho el serlo, y quisiera ser buena, que hubiera un alma caritativa que me ayudase a serlo. No se enfade usted... ¡Yo quisiera que Manelich me ayudase! Mire usted: fui a casarme arrastrada por la fuerza, y Manelich me daba repugnancia y asco, porque me pensé que se había vendido. Y con todo, a pesar de la pena y del asco, cuando salimos casados, me decía yo, sin querer decirmelo, así, con unos dejos de consuelo, «que aquel hombre era, ya por bien o por mal, mi marido; que era mío por ley de Dios; mío, y de nadie más...» ¡Triste de mí, que no había tenido nada que fuese mío en la tierra!

     TOMÁS.- ¿Y si vuelve Sebastián al molino? ¿Y si vuelves a ser cobarde?

     MARTA.- ¡No! ¡No! ¡Que no vuelva!

     TOMÁS.- Pero, ¿y si vuelve?

     MARTA.- ¡Ahora tengo a Manelich!... ¡Tiene que defenderme!... ¡Es su obligación!... Si no, es más malo que yo y más cobarde!...

     TOMÁS.- Pero si te desprecia... ¡Si no te quiere!...

     MARTA.- ¡Sí me quiere!... ¡Aunque me desprecie, me quiere!... Y yo.... yo le quiero..., ¡le quiero!... ¡Ea!... ¡Le quiero!... Por mala que sea una persona, puede querer, ¡esto no hay quien me lo niegue! Y yo no he sabido lo que es cariño en el mundo hasta que he tenido a Manelich a mi lado.

     TOMÁS.- ¿Y si se lo dijeses todo a Manelich?

     MARTA.- ¿Y cómo se dicen estas cosas?

     TOMÁS.- Como me las has dicho a mí.

     MARTA.- A usted es distinto. Pero a él... a él... no sé... no puedo... se me pega la lengua al paladar... Y así nos estamos horas y horas, sin decirnos palabra, ¡que no hay angustia mayor!

     TOMÁS.- ¡Pobre mujer! ¡Vaya que tienes desgracia!

     MARTA.- Ayúdeme usted como si fuera su hi...

     TOMÁS.- ¡Dilo, tonta! ¡Como si fueses mi hija! ¡Si que te ayudaré! ¡Tú eres buena!... ¡Lo has sido siempre!... ¡Ea! ¡Lo digo! ¡Y aunque no lo hubieses sido, sólo con querer serlo, ya lo eres casi del todo! ¡Pobrecilla!... ¡Dame un abrazo!

     MARTA.- ¡Señor Tomás! ¡Usted sí qui es compasivo, usted si que me da consuelo! (Le abraza.)

     TOMÁS.- ¿Quién viene?

     MARTA.- ¡Ah!... ¡Las vecinas!... ¡Las Perdigonas!... ¡No quiero verlas!... Echelas... Echelas... ¿Volverá usted?

     TOMÁS.- ¡Sí que volveré!... Adiós, ¡y ánimo! ¡Qué demonio... todo se arreglará!...

     MARTA.- Adiós... Adiós... Que no me vean esas mujeres. (Vase.)



Escena V

TOMAS, PEPA y ANTONIA; después, JOSÉ, NANDO y PELUCA

     PEPA.- ¡Mira, mira! ¡Si está aquí Tomás! (Desde la puerta.)

     ANTONIA.- (Desde la puerta.) Pero, ¿qué tiene el ermitaño? ¡Tiene los ojos encendidos!

     TOMÁS.- Es del humo. La pobre Marta no lograba encender el hogar.

     PEPA.- Vamos a entrar. Antonia, que ahora no nos pueden echar. Verá usted: dijo el Mosén que nadie se acercase al molino que no trajera trigo para molerlo; que en orden del amo.

     TOMÁS.- Pues entonces, ya os podéis marchar antes que os echen.

     NANDO.- (Desde fuera.) ¡Ya estamos aquí!

     PEPA.- (Riendo.) Entrad, entrad vosotros.

     JOSÉ.- (Entrando con medio saco de trigo.) Traemos trigo para molerlo.

     NANDO.- (Entrando con Pe1uca) Ya estamos aquí, y traemos lo que tenemos que traer. Traemos trigo. Y venimos al molino porque tenemos trigo.

     PELUCA.- Y el molino está para moler trigo.

     JOSÉ.- ¡Y vaya si nos ha costado trabajo encontrar ese poco de trigo!

     PELUCA.- Yo lo saqué de casa, que lo guardábamos para la siembra.

     JOSÉ.- Pues ya estamos aquí.

     PELUCA.- Pero, ¿no salen Manelich o la Marta a por eso? (Se refiere al trigo.)

     JOSÉ.- Oiga usted, Tomás, que usted lo sabrá: ¿En qué ha quedado esto de la boda?

     PEPA.- Usted sabrá algo. Diga, Tomás, diga.

     TODOS.- Cuente, cuente.

     TOMÁS.- Pues yo os lo diré; diré lo que sepa.

     TODOS.- ¡Sí! ¡Sí!

     TOMÁS.- Pero que no nos oigan. (Tomás dice esto bajito y con tono burlón; pero todos lo creen corren a mirar por las puertas si alguien escucha, y vuelven a agruparse a su alrededor.)

     PEPA.- Ya puede usted empezar.

     ANTONIA.- Y no se deje nada.

     JOSÉ.- Todo, todo. En estos casos, todo.

     TOMÁS.- Pues, señor; una vez riñeron San Miguel y el diablo; porque el diablo decía que todas las mujeres eran charlatanas y chismosas, y decía San Miguel que alguna habría que no lo fuese. Conque San Miguel se fue por el mundo buscando una mujer que no fuera charlatana, que no fuera chismosa y que no fuera enredadora.

     PEPA.- ¡Mira con lo que sale!

     ANTONIA.- ¡Vaya con el hombre!

     JOSÉ.- No importa; acabe, a ver en qué para eso.

     TOMÁS.- Pues San Miguel ya estaba cansado de tanto andar por el mundo sin encontrar la mujer que buscaba, y se echó al pie de unos setos vivos de madreselva, y al otro lado había unas mujeres que mirando a San Miguel por entre los setos, se pusieron a decir quo era un borracho, porque tenía la cara muy encarnada, y que era un ladrón, que lo que llevaba puesto era robado, porque era el vestido de San Miguel, que, sin duda, lo había robado en la iglesia. Pero entre las mujeres había una viejecita que no dijo nada malo de él, sino que le miraba y sonreía con mucha dulzura. Pues aquella noche, cuando la pobrecita vieja estaba durmiendo en su cama, va San Miguel y la coge, y envolviéndola el cuerpo en la sábana, y tapándole los mechones de canas de la cabeza con sus alas de Arcángel bien encorvadas, va a las puertas del infierno y se pone a llamar al demonio, gritando: «Demonio de todos los demonios, sal aquí, que te traigo la única mujer que no murmura» Sale

el diablo muy sofocado del calor que había dentro, y se echa a reír, y va y dice: «¡Toma, como que es sorda y es muda de nacimiento!» Conque ya lo sabéis. Eso, es lo único que yo he oído contar por ahí. (Vase TOMÁS y se quedan todos murmurando.)

     ANTONIA.- ¡Vaya una gracia!

     PEPA.- ¡Más le valía a él no haber hecho lo que ha hecho!

     ANTONIA.- Nosotras no hemos hecho ningún mal, y él ha hecho mucho mal a ese pobre chico.

     JOSÉ.- ¡Bien se ha reído de vosotras!

     NANDO.- ¡Bien se ha reído!

     PELUCA.- ¡Pues yo también me he reído! ¡Mira tú que San Miguel tapándole a la vieja la cabeza con las alas!... ¡Buena figura harían los dos!

     ANTONIA.- Callaos, que ya viene Manelich,

     JOSÉ.- Sí, a callarnos. (Todos se callan.)



Escena VI

DICHOS. MANELICH entra sin verlos y se sienta junto a la mesa

     MANELICH.- ¡Yo no espero ni un día más! Hoy vuelve el amo, cumplo con él, y después a la montaña!... ¡A la montaña, a morirse de pena y de rabia!

     ANTONIA.- (Acercandose a él e imitándole a media voz.) ¡Hup; la cabrota!

     MANELICH.- (Volviéndose.) ¿Quién está ahí?

     JOSÉ.- Buenos días, Manelich. Buenos días.

     MANELICH.- ¿Qué queréis?

     PELUCA.- ¿Hay agua para moler?

     MANELICH.- ¿Agua? Sí. Agua, sobra. Ya podéis arrimar el trigo a la muela. (El PELUCA lleva el trigo al cobertizo, y luego vuelve.)

     ANTONIA.- Mala cara tienes hoy, Manelich.

     MANELICH.- ¿Mala cara? La de siempre.

     JOSÉ.- Es que no se encuentra desde que dejó de guardar sus cabras.

     PEPA.- Pues ahora tiene a Marta.

     ANTONIA.- Pero Marta no necesita que la guarden; se guarda ella sola. (Se ríen todos con disimulo.)

     MANELICH.- ¿Por qué os reís, y por qué os escondéis para reíros?

     ANTONIA.- ¡Si no nos reímos!

     PEPA.- Si no nos reímos, Manelich. (Dicen esto sin poder contener la risa.)

     MANELICH.- Sí que os reís, y que os ponéis encendidas, y no de vergüenza, que no la habéis tenido nunca.

     JOSÉ.- (Adelantándose con mucha furia.) ¿A mis hermanas le dices tú eso? (Se queda en actitud de provocarle.)

     MANELICH.- Sí, a tus hermanas se lo digo. ¿Qué hay con eso?

     JOSÉ.- (Volviendo la espalda con mucha calma y mucha dignidad.) ¡Que no me lo dirías a mí!

     PELUCA.- Eso, eso.

     MANELICH.- (Furioso.) ¡Mal rayo me parta! ¡Que habléis claro, o a todos os hago pedazos!

     NANDO.- ¡Manelich! (Todos retroceden.)

     PEPA.- Está loco.

     ANTONIA.- Lo que tú quieres saber se lo preguntas al Morrucho.

     PELUCA.- Eso; al Morrucho.

     MANELICH.- ¿Al Morrucho dices?

     PEPA.- Eso, eso decimos.

     PEPA.- Y si no se lo preguntas a la Marta, que ahí la tienes.



Escena VII

DICHOS y MARTA

     MARTA.- ¿Qué buscáis aquí?

     JOSÉ.- Traíamos trigo a moler.

     MARTA.- La muela está allá afuera.

     PEPA.- Como no teníamos prisa..., esperábamos aquí.

     MARTA.- Pues esperáis; ahí fuera, que aquí no tenéis nada que hacer. (Se van murmurando frases sueltas y volviendo, la cabeza con curiosidad. Las frases pueden ser éstas: «Ahora, ahora va a ser... Está como loco... Mal lo va a pasar la Marta... Mejor..., que lo pague.» Salen todos.)

     MANELICH.- (Sentado junto a la mesa y aparte.) El Morrucho..., han dicho el Morrucho; de modo que aquel hombre era el Morrucho.

     MARTA.- Y ahora a comer.(Amarga va a ser la comida. ¡Pobre Manelich! ¡Da, pena, verle!)

     MANELICH.- (¡El Morrucho! Aquella noche debí entrar y degollarle a él y después a ella.)



Escena VIII

MARTA y MANELICH

     MANELICH.- (¡A ella! (Pausa.) ¡Toma! ¡Es que por eso me buscaron a mí y me casaron con la Marta! ¡Porque creían que yo no había de revolverme contra ellos! (Pausa. Sentándose.) ¡Pero si es que entonces no pensaba yo en nada malo! ¡Ahora, sí!... ¡Ahora, sí!... (Todo esto bajo.)

     MARTA.- (¿Cómo haría yo para que este hombre hablase? ¿Cómo? ¡Yo no quiero verle siempre callado y despreciándome! ¡Que me castigue, que me arrastre por el suelo! ¡Que me, trate como a cosa suya!) (Todo esto bajo.) ¡Manelich! (Llamando en voz alta, pero dulce.)

     MANELICH.- (Como si no la hubiese oído.) ¡Oyéndola, cómo engaña! ¡Parece una niña!

     MARTA.- ¡Manelich! (Él se levanta.) Mira, ya está la comida.

     MANELICH.- ¡Ah, sí! ¡La comida!¡La comida! (Toma el cuchillo y empieza a cortar pan. Marta ha ido al hogar.) (No debe costar mucho degollar a un hombre. ¡Y a ella... menos! (Encontrándose con la mirada de Marta que vuelve a la mesa.) ¡Si no me mirara!... ¡Ah!) (Arrojando el cuchillo con rabia y tristeza.)

     MARTA.- Ponte tú, Manelich. (Se sirve él; después ella.)

     MANELICH.- (¡Quién tuviera hambre, mucha hambre, como allá arriba! Pero no hay bocado que no se me atragante.)

     MARTA.- ¡Ay, Dios mío, ayúdame!

     MANELICH.- (Mirándola.) (¡Que le ayude Dios!) (Va a hablar y se detiene.)

     MARTA.- ¿Qué? Dilo. ¿Qué ibas a decir?

     MANELICH.- (Apartándola.) ¡Nada! ¡Nada!

     MARTA.- Habla de una vez en tu vida. yo te lo pido por...

     MANELICH.- (Con ironía,) ¿Por quién me lo pides?

     MARTA.- Por...

     MANELICH.- Por... ¿él?¿Por quién? (Esperando a que ella hable.) (¡Qué asco me da esta mujer!) (Levantándose.) ¡Ea, fuera! Yo me vuelvo a mis montañas.

     MARTA.- ¡No, Manelich, no! ¡Escúchame y perdóname!

     MANELICH.- ¿Que te perdone? ¡Así te confunda Dios! Habla! Di, ¿qué le había hecho yo? ¿Por qué habías de engañarme a mí? ¿Por qué?

     MARTA.- ¡Porque yo no era nadie! ¡Porque no sabía más que obedecer! Yo no te conocía, ni tan siquiera te había mirado. Yo nu supe en jamás lo que era un cariño de verdad.

     MANELICH.- Pues entonces, ¿por qué te has casado conmigo y no con aquel hombre? (Muy rabioso.) ¡Dilo!, que no lo sé y me consumo y por empeñarme en saberlo voy a volverme loco! (Corriendo hacia ella.) ¡Vamos, dilo! ¿Por qué? ¿Por qué? Responde.

     MARTA.- ¡No, Manelich, no puedo decirlo, que me aborrecerías más de lo que me aborreces!

     MANELICH.- ¡Aborrecerte! ¡Matarte es lo que yo tenía que hacer!

     MARTA.- ¡Ah! ¡Matarme, sí! ¡Si es lo que yo quiero!

     MANELICH.- ¡No, no! ¡Más vale que me vaya, que me vaya para siempre!

     MARTA.- (Rabiosa y deseando impedir que se marche.) ¡Es que, no te atreves a hablarme; no, no te atreves! ¡Es que tienes miedo, me tienes miedo, cobarde! ¡Miedo! ¡Miedo! (Va detrás de él, desesperada.)

     MANELICH.- (Parándose.) ¿Qué? ¿Que yo tengo miedo? (Al pararse él, ella cambia de tono y se echa a llorar.)

     MARTA.- ¡Insúltame, Manelich! ¡Pégame! ¡Pero no te vayas! (Queriendo abrazarle las rodillas.)

     MANELICH.- ¡Aparta! ¡Suéltame! ¡Si todo esto es un charco de miserias! ¡Revuélcate en él! (Desprendiéndose de ella y dirigiéndose hacia la puerta. Ella cae, apoyándose con los brazos en el suelo.)

     MARTA.- (Dice lo que sigue para detenerle, rabiosa, riendo y llorando al mismo tiempo.) ¡Así, me dejas con el hombre que quiero! ¡Por él, por él te he engañado a ti, y tú ni tienes aliento para castigarme! (Ella va hacia él andando de rodillas. MANELICH se detiene.) (No se va, no.) (Cambiando de tono, con súplicas amorosas.) ¡Manelich! (Él ha dudado, pero vuelve a irse. Ella vuelve al tono de antes.) ¡Ah! ¡Y soy de otro! ¡Y tuya... no lo soy; no... no lo soy!

     MANELICH.- (Vuelve hacia ella, amenazándola con el puño.) ¡Calla! ¡Calla!

     MARTA.- (Satisfecha de que se encolerice y no se vaya.) ¡Y te he engañado, y estoy muy contenta de haberte engañado! ¡Mira, me río de ti! ¡Como todo el mundo! ¡Oye, oye cómo me río! (Riendo como una loca.) ¡Sí, sí! ¡Ahora mismo estoy esperando que venga el otro! (Él corre hacia la mesa y coge el cuchillo.)

     MANELICH.- Y ahora mismo te mato.

     MARTA.- (Sujetándole el brazo izquierdo.) ¡Ca! No me matas. ¡Y yo te engaño! ¡Te engaño! Entodavía te engaño. (Ríe convulsivamente.) ¿A que no me matas? ¿A que no?

     MANELICH.- No. No quiero. ¡No puedo!

     MARTA.- (Al ver que se separa de ella.) ¡Ah, cobarde! ¡Bien se ve que te has vendido, por dinero! (Agarrados los dos y como luchando, resulta herida la MARTA.)

     MANELICH.- ¡Maldita!

     MARTA.- (Satisfecha.) ¡Ah! Por fin.

     MANELICH.- (Arroja el cuchillo con espanto.) ¿Qué es lo que he hecho, Dios mío?

MARTA.- ¡Sangre! ¡Sangre mía! Y tú has sido, tú. (Se apoya en la mesa para no caer. Ríe frenéticamente.) ¡Qué alegría, Virgen Santísima! ¡Qué alegría! Ven aquí. Aquí has de dar el golpe. (Señalando el pecho.)

     MANELICH.- (Apartándose con terror y llorando cae en una silla.) ¡No, no! Dejame.

     MARTA.- ¡Pero si es que no puedo vivir de este modo! ¡Si es que, he sido contigo la mujer más mala de este mundo! ¡Si no puedo deshacer lo que hice! ¡Esta vida... esta vida pasada! Que tampoco puedo deshacerla, porque no hay fuerzas que las deshagan! ¡Ven... ven!... Que mientras pensaba en vivir no tuve ánimos para decirte lo que he hecho y lo que he consentido; pero ahora que me vas a matar, ahora sí te lo digo. (Se ha ido apoderando poco a poco del corazón de MANELICH. Él esta sentado en una silla baja; ella de rodillas en el suelo, casi en los brazos de MANELICH.)

     MANELICH.- (Que ha procurado interrumpirla.) Pues dímelo.

     MARTA.- A mí me han tratado como a una piedra suelta de una carretera, que la da con el pie para que ruede. ¡Mátame, mátame!

     MANELICH.- ¡Si yo no puedo matar! ¡Marta, no puedo! Porque te quiero, y te quería,... desde allá arriba. Yo era un puñado de nieve de la que hay en los picachos, y me derretía mirándote. Y cuando, hace pocos días, bajaba de la montaña para casarme contigo, bajaba a saltos, como baja el agua de las cimas hasta dar en el agua del mar, que dicen que es amarga. Que lo sea. Yo te quiero, no sé porqué. Será porque me has engañado o porque he sentido el calor de tu sangre. Porque te he respirado a toda tú, y te he respirado todo yo. Yo no quiero más que besarte, morderte, tan hondo, que la mordedura te llegue hasta el alma. ¡Y apretarte en mis brazos con afán tan rabioso, que la vida se confunda con la muerte! Como hombre y fiera. ¡Hombre y fiera, todo junto,! ¡Y contigo y contra ti, y contra todos los de la tierra! (Mira hacia la cortina, como recordando de la luz, y se la lleva hacia la parte opuesta.) Ahora que vengan a quitármela. ¡Que prueben, que prueben!

     MARTA.- ¡Dios! ¡no!

     MANELICH.- (Cogiéndola en sus brazos y queriendo besarla.) ¡Marta!

     MARTA.- ¡No!... ¡No!... (No consintiéndolo y huyendo de él.)

     MANELICH.- (Siguiéndola.) ¡Marta!

     MARTA.- (Con energía.) No. Perdonarme así, no. No quiero que me perdones de ese modo. (Pausa.) Tú me perdonas porque no lo sabes todo. Y yo quiero que lo sepas. Y lo has de saber por mí.

     MANELICH.- Sí. Saberlo todo: pero no aquí abajo, Marta. Que el cielo se ha enturbiado con estas miserias, ¡y Dios no te vería la cara cuando hablases!

     MARTA.- Pues allá arriba, y ahora mismo.

     MANELICH.- Pues vamos. Que allá se perdona todo y no se corrompe nada. Hasta los cuerpos se conservan en la nieve. ¡Conque mira tú las almas!

     MARTA.- Pues, vámonos, vámonos aprisa



Escena IX

DICHOS y MOSÉN; después, SEBASTIÁN

     MOSÉN.- (Entrando.) ¿Qué hay de nuevo?

     MARTA.- (Que iba a salir con MANELICH.) (¡Ah! Mosén ¡Dios mío!)

     MANELICH.- Pues a tiempo llegas. Mira, dile al amo que aquí le queda el molino, y que muchas gracias... y... nada más. Oye, y que me llevo lo mío. Vámonos, Marta.

     MOSÉN.- (Sin entenderlo.) Pero, ¿qué es lo que te llevas?

     MANELICH.- Bien claro lo he dicho: que me llevo a la Marta.

     MARTA.- Sí, sí.

     MOSÉN.- Todo eso se lo contáis al amo, que ya ha vuelto. (A MARTA.)

     MARTA.- ¡Dios mío! ¡Vámonos, Manelich!...

     SEBASTIÁN.- (Entra riendo.) Ya te encontré. Mira, Mosén; mira... ¡Pues no salía a recibirme! (Marta retrocede con horror.)

     MOSÉN.- (Riendo.) Claro.

     MARTA.- ¡Manelich, no te separes de mí!

     SEBASTIÁN.- Mira tú, Marta, ¡vengo más contento! ¿Sabes? Se arregló mi boda. Esta misma noche llega el padre, de mi novia. Ya puedes suponerte a lo que viene: a echar una mirada a todo esto. (A MOSÉN.) Pero, ¿qué tiene ésa? (por la MARTA.)

     MOSÉN.- (Riendo.) Pregúntaselo a ella.

     MANELICH.- Yo lo diré. Que me voy con la Marta.

     SEBASTIÁN.- (Corriendo a ella.) ¡Marta! ¿Qué dice éste... qué dice?... ¡Contéstame.... contéstame pronto! (Cogiéndola por un brazo.)

     MARTA.- Sí, que nos vamos.

     SEBASTIÁN.- Marta... Marta... ¡Rayo de Dios! (Sacudiéndola por un brazo.)

     MANELICH.- (Interponiéndose.) Señor amo... mire lo que hace... ¡Es la Marta!

     SEBASTIÁN.- (A MANELICH.) ¿Qué te has creído tú?... Yo mando en ella.

     MANELICH.- ¡Es mía! ¡Es mi mujer!

     SEBASTIÁN.- (Riendo con ironía.) ¿Tuya, tuya la Marta?

     MARTA.- Sí que lo soy.

     SEBASTIÁN.- ¡Marta!

     MARTA.- Se acabó todo. (Quieren salir MANELICH y la MARTA.)

     SEBASTIÁN.- Mosén... Llama gente... y que echen de aquí a ese hombre.



Escena X

MARTA, MANELICH, SEBASTIÁN, MOSÉN, PEPA, ANTONIA, JOSÉ, NANDO y PELUCA

     MANELICH.- ¿Y por qué me han de echar a mí?

     SEBASTIÁN.- Porque aquí soy yo el amo. Como siempre lo he sido. Tu amo... y el de todos... ¡Y de ella..., de ella!...

     MARTA.- No le escuches ¡Vámonos, Manelich!

     MANELICH.- Vámonos.

     SEBASTIÁN.- ¡Ah!... ¿Conque quieres llevártela?... ¡Toma, pillastre! (Le pega una bofetada.)

     MANELICH.- (Rabioso.) ¡Ah!... ¡A mí!

     MARTA.- ¡Manelich! (Con rabia.) ¿Y tú lo sufres?¿Y te dejas pegar?

     MANELICH.- (Llorando rabioso.) ¡Qué rabia..., qué rabia! ¡Si es el amo!

     MARTA.- ¡Ah!... ¡El amo!... Oye: ese, ese, ese que dices que es el amo es el que me perdió a mí, Manelich. El que me perdió.

     MANELICH.- ¡Sebastián... él! ¿Tú? ¡Ah, canalla, canalla, canalla! (Manelich se precipita furioso sobre Sebastián; pero antes de llegar a él le detienen los demás y a la fuerza le arrastran hacia la puerta.)

     MOSÉN.- (A los hombres.) ¡Quitárselo!

     JOSÉ.- (A los demás.) ¡Que lo va a matar!

     MANELICH.- ¡Quiero sangre..., sangre!... (Forcejeando para desprenderse.)

     SEBASTIÁN.¡No lo soltéis!

     MANELICH.¡Quiero su vida!... ¡Su vida! ¡La quiero!...

     SEBASTIÁN.- ¡Ella es mía, mía para siempre!

     MARTA.- ¡Manelich!

     MANELICH.- ¡Mientes, mientes!... Marta no es tuya... ¡Ah, cobarde! ¡Ya te encontraré yo, ya te encontraré!

(Telón.)

Fin del acto segundo

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