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ArribaAbajoVenecia

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Escribir sobre Venecia, insistir sobre Venecia... ¿todavía? Bien se pudiera, para nosotros, sobre todo, con un poco del montón estético ruskiniano, con Molmenti, con los mil de la bibliografía veneciana, hacer, al uso del fácil literaturismo, una labor de pintorescos retazos, como del viejo traje de Arlequín, desecho de los últimos carnavales... No en mis días. Uno podría aparecer de repente que me dijese: «Eso es de Ruskin», o u «es de Molmenti». Os doy mejor lo mío, mis impresiones, mis instantáneas intelectuales, a toda luz, para que todos las comprendan y las vean. Esto me atrae desde hace ya tiempo las simpatías de las excelentes personas que gustan de la claridad y de la sencillez...

Así, pues, guardo mi flauta y mi violín, que me habrían servido para ejecutar vagas rapsodias en esta ocasión, y digo simplemente que estoy en Venecia,   —172→   de nuevo, y que, desde la misma ventana del hotel Bellevue, por donde me asomaba hace cuatro años, veo la misma joya bizantina de San Marcos, las palomas, la plaza, con el Campanile de menos, y los ingleses eternos, que van a visitar la iglesia, el palacio, y a dar de comer a las palomas... La primera vez me enamoré de Venecia con locura: hoy, creo que estoy siempre enamorado de ella, pero haría un matrimonio de conveniencia... No porque la juzgue muerta, como Maurice Barrés, porque Anadiómena no muere, sino por las malas frecuentaciones y relaciones que ha tenido; no por su decadencia, sino por su profanación. Profanación del peor vicio cosmopolita que viene a flotar en góndola, para dar color local a sus caprichos; del ridículo literario de todas partes, que escoge como decoración de insensatez estos lugares divinizados por la poesía y consagrados por la historia; del dinero anglosajón y alemán que vulgariza los palacios y las costumbres, del turismo carneril que invade con sus tropillas todo rincón de meditaciones, todo recinto de arte, todo santuario de recuerdo. Esto se ha convertido, ¡oh, desgracia!, en la ciudad de los Snobs, en Snobópolis. Y es el peor snobismo existente el que aquí se   —173→   da cita. ¿Sabéis que podéis encontrar en el Danieli aristocracia adventicia, falsa y pentapolitana? Chiflados de todas partes vienen a querer convertirse en ruiseñores y a creer que hacen brillar la renovación de grandes nombres. Periodistas ricos y novelistas de París, de Londres, de otras partes, vienen a vivir dos meses de novela pseudosentimental que les dé para ponerla en una serie de artículos, en un volumen... Pintores de rezagado romanticismo enfermos, o de ultrahisterismo rematados, ainda mais llenos de ideas morbosas, llegan a proyectar telas y a realizar escándalos de que los Esclavones sonríen y la Piazzetta se conmueve, aun... Tal novelista bulevardero, busca aquí temas o decorado, para sus escenas, para su literatura asfaltita. Y las siete lámparas de la Arquitectura no se apagan, y las Piedras de Venecia siguen impasibles.

...Piedras de Venecia, ¿quién diría vuestros encantos, vuestros misterios, vuestros maravillosos secretos, vuestras floraciones de idea y de arte? Muchos lo han dicho -y el mejor, y el último, ese inexcusable D'Annunzio... Y he aquí que D'Annunzio, se me asemeja a esa prodigiosa Venecia... ¿Raro? No sé. Vamos a ver.

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«Venecia, la poética, la soberbiamente dulce, la celeste Venecia» -decía yo a un amigo mío, compañero de viaje, mientras la góndola nos conducía en esas aguas soñolientas cuyo paludismo se mezcla a tanta reminiscencia intelectual... Y me esforcé en hacer todo lo posible para presentarle, en cortas frases, una monografía veneciana, una imagen pequeña como en un pequeño espejo, de la soberana y magnífica república, del poderío antiguo, de la maravilla de sus grandezas comerciales y políticas, de su vida artísticamente real y práctica, y cruel y terrible y poética y sangrienta. Le cincelé en poca prosa un Puente de los Suspiros... Le hice ver el Canalazzo, casi en verso, con estrofa por palacio... Le diluí, con mi mejor manera, la dulzura de amar y el ardor de amor, en ese ambiente. Le hice sentir a Giorgione, y adorar el Ticiano, a su manera. Vio de oro, de mármol y de sol amable la ciudad de silencio, de amor y de crepúsculo. Saqué mi violín... En esto llegó, en otra góndola, un agente de una casa de cristalería y muebles... Fuimos a los almacenes. Vimos muchas cosas de todas clases y hubo que comprar. Había una Venus de mármol, cristales finísimos y pacotilla... Recordé un cuento de Julio Piquet, a   —175→   propósito de un lindo vaso. Hubo que hacer sumas... Hablamos en inglés... El agente hacía señas al vendedor, para su comisión... Afuera brillaba un bello sol sobre el gran canal... Eso es D'Annunzio... ¿y qué?... Eso es nuestro tiempo. Eso es nuestra vida actual. Eso es: pompa y oropel, brillo y negocio...

...La negra góndola va por el agua negra y mal oliente. Relucen sus adornos dorados. Va entre las viejas puertas, las paredes viejas y las rejas de las famosas prisiones. El gondolero no deja de enseñarme su lección de historia hasta que le pido silencio. Va la negra góndola. Sale al gran canal. La tarde es literaria. El sol va adorablemente dorando con oro violeta las aguas, y con oro rojo pálido la cúpula de San Giorgio... La luz, el paisaje, la armonía suprema natural, el horizonte «histórico», el aire melificado por siglos de besos de amor, los poetas que por aquí pasaron, los duxes, los conquistadores... ¡Qué hermoso escenario para veinte años vírgenes y una lira! Yo tengo casi el doble, y sin palma; y el instrumento apolíneo creo que se me quedó en Buenos Aires...

Llego al Lido en momentos en que puedo presenciar un lamentable espectáculo. Don Carlos de   —176→   Borbón y su esposa Doña Berta de Rohan, bajan a tierra, de su barquilla a vapor, o a gasolina, una especie de automóvil marítimo. Hace años os he hablado, con respeto y simpatía, de ese rey en el destierro... Hoy le veo y me parece que no le ha limado el tiempo. Su Doña Berta -«¡Rohan soy!»- es la misma. El aspecto del monarca in partibus es el mismo, y su humor que se transparenta por sus maneras, pintado admirablemente por Luis Bonafoux, debe ser el mismo. Y César, el perro, de que hablé también hace ya tiempo, sigue siempre al lado del amo, símbolo de la carlista fidelidad:

Conozco la mayor parte de las repúblicas nuestras, con sus extrañas políticas movidas desde los palacios presidenciales y casas de distintos colores, y llego a este propósito a recordar la ocurrencia que en una revista francesa expresó un chispeante escritor argentino, Luis B. Tamini: Los pueblos latinoamericanos unidos en un gran imperio, o reino, y proclamado y coronado señor, Don Carlos de Borbón! La broma da que pensar, sobre todo, si se han leído los versos en que un poeta y diplomático del Perú, el distinguido Señor Chocano, dice con su épica trompa:

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Ve a Porfirio I: si él es fuerte y es grande,
grande y fuerte es su pueblo. Y él nos da la lección.
Quien le diga tirano, ya sabrá que en América
los rieles que se clavan son los grilletes de hoy.



Yo no sé lo que dirán de eso mejicanos poco entusiastas por los rieles del presidente Díaz, como el escritor Ciro Ceballos. Mas volviendo a Don Carlos, no me uniría yo a la proclamación que inicia Tamini, desde que le he visto salir de su lanchita a vapor en las playas de ese Lido por donde vaga el recuerdo de Byron. Le he visto, con su esposa, ella muy elegante, muy parisiense, él muy sportmant, muy inglés, con su sombrerito de paja y doblado el ruedo de los pantalones, como es de uso entre la correcta gente británica: Hasta allí todo va perfectamente. Mas ¿esa banderita española que parte los corazones, en la popa de la lanchita automóvil? ¿Y esos marineros, vestidos como comparsas de zarzuela patriótica, con cintas amarillas y rojas en vestidos y sombreros?... ¡Oh, Daudet, oh, Voltaire!

Llevo, en la obscura barca el libro en que Barrés, cultivando siempre su yo, realiza preciosas páginas de amable filosofía. Y me fijo en las que hablan de «las sombras que flotan sobre los ponientes   —178→   del Adriático». Es una la del sereno Goethe, otra la del sentimental Chateaubriand, otra la del borrascoso lord Byron, dos unidas, las de Musset y George Sand; otra la del pintor suicida, Leopoldo Robert; luego la de Taine, la de Gautier, la de Wagner. Pienso que esas sombras tienen mucha culpa, con los evocadores de ellas, de que la encantada ciudad pueda justamente ser denominada Snobópolis. Desde más de un honesto burgués atacado de mal de novela vivida, hasta los equívocos Aldesward, se acogen, quién al amparo de la sombra de Musset, quién a la de Wagner. Solamente a la del sesudo Taine sospecho que la dejan tranquila.

...¡Musset, George Sand! Acaba de publicarse la correspondencia de ese famoso par de románticos, y no por pura indiscreción del encargado de la publicación, o de las familias respectivas, sino por póstuma voluntad de aquella terrible señora, que pensó en el futuro, en que la humanidad del porvenir tendría interés en saber sus intimidades poco delicadas, y la estupenda situación del menage à trois sentimental y físico que sostuvieron su inaudito carácter y su extraordinario temperamento. Sand, Musset, Pagello... ¡Da pena leer esas cartas, pena por el pobre Musset, jovencito, soñador, alcoholizado,   —179→   y en manos de semejante literata! La literatura les unió, y Pagello, que no entendía de literaturas, aparece allí como el más interesante bruto. Él es el único que está en la vida. A los dos curiosos amantes, apenas el velo de oro de la gloria alcanza a librarlos del ridículo. Ellos mismos fueron snobs avant la lettre.

Oigo, por la noche, en el silencio de los canales, bajo el taciturno cielo, como eco de cantos. Vuelvo a la góndola y me dirijo hacia en donde, en una gran barca adornada de farolillos de colores, suenan violines y flautas y guitarras. Allí, una graciosa muchacha, acompañada por los instrumentos, canta sus canciones. La barca está rodeada de góndolas, y todos los que han llegado atraídos por la armonía, escuchan. Hay allí seguramente espíritus de pasión, almas de ideas; y hay allí, seguramente, de los cosmopolitas de Snobópolis. Hay quienes, silenciosos, sueñan su sueño, y quienes se engañan así mismos, en una aventura de farsa, en una comedia amorosa, artística o literaria. De todas maneras, es este aún uno de los lugares de la tierra en donde, los enamorados del amor o de sus visiones, pueden encontrar un refugio, a despecho de los profanos invasores. Aunque se quiera, no   —180→   puede haber un automóvil. No hay más que el de Don Carlos sobre las aguas... Se puede también apartar por momentos, mejor que en ninguna parte, la dolorosa realidad cotidiana. «El único medio eficaz de soportar la vida, es olvidar la vida» dice el ya citado M. Taine. Aquí se puede gozar de ese olvido, pues Venecia, todavía, a pesar de los judíos de las fábricas de vidrios, a pesar de los clientes del café Florián, a pesar de los estetas de larga cabellera, es un país de sueño y de ilusión, un reino florido de versos y de melodías. Y la belleza de las mujeres venecianas, consagrada en rimas y en cuadros magistrales, con sus gloriosas cabezas que Ticiano amaba, está allí, indestructible, atractiva, demandando la ofrenda del canto y el tributo del amor. Amor que inspiran, no terribles y estrepitosas Pentesileas de letras, como la ilustre jamona del lírico de Las Noches, sino prodigios de gracia y de decoro juveniles, primaverales, como aquella divina y casi impúber condesa que adoró a Byron, la Guiccioli, cuyo nombre vibra en la noche del tiempo como un trino de italiano ruiseñor.



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ArribaAbajoFlorencia

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Una vuelta por la Cascine, una recorrida al Lungarno, un saludo a Miguel Ángel, una reverencia a Dante, y después de subir por la puerta Romana a respirar el dulce aire en que se recrea la vegetación florida que rodea al amable San Miniato, descender por este suelo que hollaron los pies de Beatriz, hacia la ciudad. Luego, pasar por las venerables construcciones de dominó, detenerse un rato en el Gambrinus, e ir en seguida a un restaurant, en donde no se coma a la francesa, y en donde se balancee en su armazón de niquel el grande y panzudo frasco de purísimo vino toscano. Es un buen programa para turista que va de prisa. Si sois artistas, esta ciudad es para largas permanencias, para venir a pintar un gran cuadro, vivir una bella vida, escribir un gran libro..., aunque fuese uno más en la inmensa bibliografía inspirada por la vieja urbe florida de los lirios y de las rosas.

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Por la noche he ido al teatro en que cantan la Paccini y Bonci. Aquí no se exige el traje de etiqueta. Es algo así como si se diese a entender que lo que en otras partes es función extraordinaria y singular divertimiento, aquí es espectáculo natural y propio. Se está en casa de la ópera, de confianza.

Magnífica orquesta, concurrencia, en donde brillan, hermosísimos ojos de luz negra, o de ardientes resplandores azules; copiosas cabelleras de heroínas d'annunzianas, y un ambiente de comunicativa alegría. Y son los viejos Puritani, los que se cantan. Gloria a la música antigua, a la melodiosa ópera romántica, a los maestros que nos deleitan sin fatigarnos mucho el cerebro con el «vapor del arte». Las músicas nuevas y sabias son para la cabeza; las que encantaron a nuestros abuelos son para el corazón. Feliz quien puede todavía gustar de esos goces de antaño, y salir del teatro con la imaginación fresca, el alma alada, como respirando un recién cortado bouquet de ilusiones, y, como en el encanto de pasados recuerdos, o en la esperanza de amor aún, tarareando una romanza que aún no han alcanzado a ajar los callejeros organillos.

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PEQUEÑA ÓPERA LÍRICA

Por la mañana, después de leer los versos de un poeta joven y ardoroso, R. Blanco Fombona, he tenido una singular soñación, de esta manera...: «En cuanto a la persona del autor de esta "Pequeña ópera lírica" diré que es un antiguo conocimiento mío. Lo vi la primera vez en casa del cardenal de Ferrara, en Roma, y allí nos presentó en términos amables y corteses, messer Gabriel Cesano. Juntos visitamos frecuentemente en sus horas laboriosas al insigne Benvenuto Cellini, a quien solíamos acompañar, algún tiempo después en la ciudad de Florencia, cuando salía de paseo y aventura, durante cuatro días que allí permaneció. Benvenuto lo tenía en estima y cariño, porque mostraba un gentil hablar, una gallarda figura y un ímpetu brillante para cosas de placer y pendencia, además de sus relaciones con las musas, docto en finas ritmas, finas dagas y finas palabras. Desrazonábamos a la luz de la luna, a las orillas del Arno. Él tenía a veces súbitos arranques de intransigencia y ponía yo como escudo paciencia fuerte, para no acabar tanto intelecto de amor, en choque y sangre. Mi mayor edad me   —186→   daba más tranquilos argumentos. Las discusiones eran sobre Cristo Nuestro Señor, sobre el poder de Venus, sobre el mérito de un salero de oro. Me solía repetir sentencias de graves pensadores y exámetros de sensuales poetas. Fraternizábamos en Epicuro, pero yo creyendo siempre en Jesús santo, y él no. Me repetía con frecuencia un apotegma del sesudo y honesto Marco Aurelio: "En general, el vicio no daña al mundo, y en particular, no daña sino a aquel que no puede abandonarlo cuando quiere". Tenía las más suaves y amables maneras y las más inesperadas y agresivas sonrisas. Una noche, en una hostería, apaleó a un mozo, se armó camorra, sacó la espada, llegó la justicia, yo me escurrí. Sus frecuentaciones eran de todas guisas. El mismo día en que me presentó a un grande de España, le vi hablar con gentes equívocas. "La vida es eso", contestaba a mi extrañeza. Era gran partidario de los Médicis y amaba sobre todo a Lorenzo, porque era poeta y se apellidaba el Magnífico. Apenas había comenzado a vivir verdaderamente, y ya quería escribir el diario de su vida. Era injusto, porque la juventud es pasión y la pasión no es justicia. Yo le observaba con nuestro gran Benvenuto: "Tutti gli uomini d'ogni sorte,   —187→   che hanno fatto qualche cosa che sia virtuosa, o si veramente che le virtù somiglie, doverieno, essendo veritieri e da bene, di lor propria mano descrivere la loro vita: ma non si doverrebe cominciare una tal bella impresa, prima che p assato l'età de quarant'anni". Partió a Flandes; llegó a París y fue favorecido por el rey Francisco. Tuvo una riña con La Primatice a causa del Cellini, e hirió gravemente a un mal enemigo, por lo cual fue a prisión. Seguía siempre el cultivo de su individuo, y el de los versos, y el de su fresca y valiente vida. Concluía una carta suya que recibí en Florencia, con una cita de Séneca... "et in isto vitæ habitu compone placide, non molliter". Tan pronto oía rumor de guerra en cualquier parte, quería volar, buscaba el caballo que relincha en Job. Amador de gozo, había sido desde la infancia sabedor de sufrimiento; y en su fragante primavera, miraba a todos lados azorado, cual si sospechase que iban de pronto a salir cabezas de lobos de entre las rosas. Desconfiaba de la más dulce amistad, pues en el corazón de cada próximo bien podía haber un nido de perfidias. Gustaba largamente del buen vino de España, del excelente acero, de la carne en flor. Se exaltaba con facilidad, mas de la violencia   —188→   pasaba en un instante a la blandura. Un día, con messer Luigi Alamanni, que era alegre y razonable, por una cuestión de arte, casi llega a la ofensa. Guardaba en su estancia hermosas armas, ricas sedas, libros de poemas, camafeos de diosas y figuras itifálicas. Dejé de verlo por la ausencia. Luego, no supe más de él. Un nuestro amigo romano me dijo estar en conocimiento de que habiendo partido a un país lejano y entrado en guerras, se había hecho coronar rey. Otro me refirió que lo habían matado. Otro que se había metido fraile.

...Hoy, en una mañana ardorosa de las calendas de mayo, del año de 1904, en la ciudad de Florencia, he escrito las líneas anteriores, que he leído varias veces con meditación y cuidado. ¿Lo que contienen, es una creación de la fantasía, o bien un fijo recuerdo de una pasada realidad, o la concentración de un sueño?... Pasemos. Pasemos... Un poco de barata sabiduría alcánica no haría mal; o un poco de teosofía hindú y de H. P. B. No me interesan esas proezas. El que tenga ojos que vea. ¡Para los demás todo es inútil!

El Arno está allí, no lejos de donde escribo. Acabo de ver una vez más el palacio viejo, el Perseo,   —189→   los sátiros que rodean al Biancone... Estoy saturado de italianidad y de forentinismo... Doy a Dios gracias por los aislamientos intelectuales que me procura, y por lo lejos que estoy de tantas otras gentes... Y gusto los versos de este poeta hispanoamericano, que es asimismo tan de Italia, tan del Renacimiento, aunque sea muy de hoy y tenga sangre española, y haya nacido en Caracas y habite en París. "Pequeña ópera lírica"... ¿qué me importa cómo se llame el instrumento si suena bien y seduce la armonía? El instrumento suena ya cómo una mandolina de Venecia, ya como una melancólica guitarra americana, o bien como una lira de arte nuevo. Mas, quien lo toca, tenedlo por seguro, es un hombre; un hombre que dice la verdad de su sentimiento y de su pensamiento, a veces lo más personalmente posible, a veces pagando el natural tributo al momento intelectual por que pasa la joven poesía castellana de ambos continentes. Ha pasado ya la primera tentativa de Querubín, Don Juan se afirma, sin que pueda evitar, un instante u otro, un acceso de sentimentalismo, pues tiene pupilas que contemplan el crepúsculo y oídos que oyen la revelación de un son de flauta; Un donjuanismo a veces pensativo, a   —190→   veces precioso, a veces felino... Como de su don Juan gato. Él dirá el encanto de las piedras preciosas, madrigalizará arcaicamente, pagará lo que debe a la literatura. Mas, cuando dice: Vida, es de verdad, y parece que se desnudase, que se pusiese en pleno sol en el orgullo de su animalidad, con el ímpetu de hacer cosas fuertes y naturales, primitivas, que manifiestan energía, músculo y voluntad. Y así contradice al espíritu de decadencia un soplo de humanismo. El cansancio, la tristeza urbana, la enfermedad de las lecturas, el residuo de las varias filosofías apuradas, dan paso a un soplo sano, a un aire germinal, a un aliento agrario.


...Me dan ganas
de beber leche, de domar un potro,
de atravesar un río...



Esto está ajeno a las parodias de corrupción estética que infestan algunos de nuestros rincones literarios, verlenianismo por fuerza, sibilinismo de importación, "porque así se hace ahora", cosas que a muchos parecen nuevas, y que ya son, en verdad, muy viejas. Hombre enérgico, de acción, la poesía le va bien, como el laurel a la frente, la banderola a la lanza y el penacho al casco. ¿Por   —191→   te habías de dejar contagiar, ¡oh, amigo de Benvenuto y de Lorenzo!, por el rebajamiento de las aspiraciones, por la humillación ante su propia conciencia, por las petites saletées del literaturismo industrial que privan en las bajas regiones de la mentalidad parisiense, o mejor dicho, bulevardera? Si caes, tanto peor para ti, y rompe, antes, tus relaciones epistolares con la primavera, y encógete de hombros ante los pañuelos blancos que dicen adiós. He leído estos versos con el placer que se experimenta siempre a la influencia de la juventud, con todos sus, bellos excesos, exuberancias e irreflexiones. Tal fosco aspecto de ateísmo, tal contagio de superhombría germánica, tal ligereza de expresión, no van con mis pensares y mis gustos. Lo que sí va, es el amor a la Belleza en general, y a la femenina belleza en particular, y la continua tendencia a la vida, a la dominación de la vida, con sus países de ensueño y sus realidades armoniosas, productoras, floreales, genésicas. Va ese gran placer del sensitivo que toca los nervios del mundo y los siente vibrar al unísono con sus nervios; va el culto del beso y del verso, y la savia pagana y la locura sensual de todo panida.

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El grupo de rimas es corto. Siete canas tiene la siringa, y de cada una de ellas fluirá una rítmica voz.

No alargaré esta disertación sobre la breve ópera en que se canta un alma. Sería fabricar un baúl para un collar de perlas o hacer una casa para un ruiseñor».

ITALOTERAPIA

El mejor sistema de curación para la fatiga de los inmensos capitales, para el hastío del tumulto, para la pereza cerebral, para la desolante neurastenia que os hace ver tan sólo el lado débil y oscuro de vuestra vida: este sol, estas gentes, estos recuerdos, esta poesía, estas piedras viejas.




 
 
FIN
 
 


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ArribaAbajoDe tierras solares a tierras de bruma

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ArribaAbajoWaterloo

Cuando descendí del tren, un carruaje me condujo a recorrer el campo de batalla. Hacía un bello día primaveral. La vasta campiña verde se extendía bañada de sol fresco, de luz dulce. Y fue primero el gran recuerdo de Hugo, narrando la formidable caída del dueño del águila, y a los sonoros clarines líricos y a las terribles trompetas épicas apareció todo lo que el arte ha creado por obra del más tempestuoso derrumbamiento de gloria y de soberbia que hayan visto los siglos. Y entonces me convencía de que en realidad no puede ya fácilmente concebirse otro Napoleón que el Napoleón idealizado de la leyenda, el de los versos de Heine, el de los cuadros lívidos de Henri de Groux. Los lugares de peregrinación y de turismo, la realidad de las reliquias conservadas en las colecciones que se exhiben, todo contribuye a afirmar mayormente   —196→   el carácter extrahumano de la acción que tuvo entre los hombres el semidiós, cuyas cenizas están bajo la cúpula de los Inválidos: (Semidiós..., cenizas, cenizas de semidiós..., ¡mísero planeta!) El gran león conmemorativo se alza sobre su alto pedestal; los monumentos dicen en letras borrosas nombres de guerreros; la Ferme Papelotte alza su torrecilla sobre las blancas paredes; Hougomont aún mantiene ruinoso el tremendo capítulo de Los miserables, las ruinas de la capilla, el Cristo de pies quemados, el pozo, todo es la ilustración patente del magnífico trozo de historia que cambió la suerte del mundo. Aun tal tronco de árbol, contemporáneo de la sangrienta función, se yergue, destrozado y mordido por la curiosidad o la piedad, o la admiración de estrictos visitantes. La Belle Alliance, blanca y vieja, junto a la verde alameda, da su testimonio como una abuela. En el cuartel general de Wellington hay un café y se vende leche fresca. En el castillo anciano, bajo un galpón, está el carretón y los barriles tomados en Waterloo. Y en un hotel inglés, en que hay un bar, se exhiben huesos, balas desenterradas, apolilladas casacas, petits-chapeaux, autógrafos de Blucher, Wellington y otros jefes, números del Times que dieron cuenta de la   —197→   batalla, sables franceses, holandeses, ingleses, hierros viejos, memorias viejas. Una vieja inglesa hace el boniment, da la explicación, vende tarjetas postales... Después, uno se toma, al lado, un bock, o un whisky-and-soda, entre ingleses, que no faltan, pensando en la leyenda del Águila, en el inmenso Napoleón, semidiós en cenizas.

Y he ahí que al dejar el vasto campo en el Mont-Saint-Jean, en donde tanta sangre se derramó por el Cabito, por el Pelón, por uno de los más tremendos azotes de Dios, cae sobre la tierra, harta de osamentas, la clara bondad de los azules cielos. Vacas rojas, manchadas de blanco, pacen sobre la felpa ondulada de la llanura. Un campesino ara. Suena a lo lejos un mugido. Un pájaro pasa sobre mi cabeza, como una flecha. Tranquilidad. Mayo. Paz.




ArribaAbajoPor el Rhin

Adiós, Colonia, que aprendí a amar en Heine, y que me eres grata por tu catedral portentosa, por el agua que inventó Farina y por mi amigo Johan Fasthenrath, que traduce a los poetas españoles y ha llevado al zorrillesco Don Juan Tenorio a hablar en el idioma del Doctor Fausto. Te saludo por las   —198→   once mil vírgenes que desembarcaron en tu suelo, guiadas por la divina Úrsula; por Conrado de Hochsteden, tu Arzobispo; por el arquitecto de tu fábrica sagrada, que entró en tratos con el diablo antes que el amante de Margarita; por el bravo obispo Engelbert de Falkembourg y por Hermann Gryn, cuyas armas aún he podido contemplar esculpidas en tu rathaus. Llevo de ti la visión de tus puentes de barcas, del domo labrado que erige al firmamento sus oraciones de piedra, armoniosa y severa iglesia, hermana gótica de las maravillas de Burgos, de París, de las antiguas basílicas de las ciudades que antaño sabían orar católicamente; el magnífico esplendor moderno, de tus construcciones, de tus paseos entrevistos y de una emperatriz Augusta, marmórea y serena, sentada sobre su blanco pedestal ante un plantío casi heraldizado de tulipanes multicolores.

¡El Rhin! Y siempre la vasta sombra hugueana por todas partes... Y la sombra de otro coloso, Wagner, y las armoniosas baladas de tantos poetas. Permitid que, por primera vez, cite versos a propósito, de un poeta que me es íntimamente personal y querido:

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      [...]; la celeste
Gretchen; claro de luna; el aria, el nido
del ruiseñor; y en una roca agreste,
la luz de nieve que del cielo llega
y baña a una hermosura que suspira
la queja vaga que a la noche entrega
Loreley en la lengua de la lira.
Y sobre el agua azul el caballero
Lohengrin; y su cisne, cual si fuese
un cincelado témpano viajero,
con su cuello enarcado en forma de S.
Y del divino Enrique Heine un canto
a la orilla del Rhin; y del divino
Wolfang la larga cabellera, el manto:
y de la uva teutona el blanco vino.



El vaporcito, flamante y elegante, sale por el río, hacia Maguncia. Miro a un lado la campaña verde, y a otro la fila de grises edificios comerciales y marítimos. Hay una que otra chimenea que lanza su humo. Se oye el rumor de la ciudad, y a lo lejos el agudo clamor de una sirena. Y antes de las últimas villas y chalets que señalan el término de población, alcanzo a divisar una especie de gigantesco guerrero, rey de piedra, o monumental burgrave que aparece como una evocación de la pasada feudalidad teutónica.

Y comienza el desfile de castillos, de esos castillos de cuento y de grabado que han deleitado nuestra infancia en páginas de dorados libros, en   —200→   antiguos almanaques o en ornamentados keepsakes. Y sobre las torres arruinadas, o sobre las restauradas almenas, pasa el vuelo de las tradiciones legendarias.

Y es el pasado recóndito, la prodigiosa Edad Media «enorme y delicada», o los nombres de ayer, resplandecientes de gloria y sonoros de armonía. He aquí ya Bonn, que, más altas que su castillo de Poppelsdorf, levanta dos banderas de gloria: Arndt, Beethoven. He aquí las siete montañas a un lado, y a otro el derruido Godesberg; y una vasta procesión de poéticas resurrecciones empieza. ¿Son cincuenta nombres? ¿Son cien nombres? ¿Son mil? Son un mundo de creaciones de la historia, de la fantasía popular y de la celeste potencia de los maestros de la lira y del arpa. Y sucede que, a menudo, mientras vais pensando en una brumosa soñación, o mirando con los ojos de vuestra mente las figuras de luz de luna, nacidas de la melodía de los poemas, pasa de pronto ante vuestros carnales ojos, por la cultivada ribera, a perderse en la negrura de un túnel, una locomotora, que arrastra su cauda de vagones. Cuando Hugo vino todavía no había ferrocarriles en estas regiones que sintieron antaño el paso de los dragones y   —201→   de los gigantes. El maestro recogió muchos ecos de las sagas rhenanas, y los repitió y aprisionó en la prosa suya, hecha como con las mismas rocas duras de los montes y de los cimientos indestructibles de los castillos señoriales. Pero las leyendas son innumerables y vencen al paso de los siglos. Su gran enemigo, el progreso, apenas las toca y transforma. Lo que es estudio folklórico para los eruditos, vive y palpita siempre en la imaginación y en el corazón populares -y en el santuario de los incontaminados poetas.

...Gryn, el matador de leones, pasa. Surgen entre las viejas piedras, en las leyendas ciudadanas, testas de fieros arzobispos, o de duros y severos burgomaestres. Soberbios bandidos son amados, antes que Hernani, por deliciosas y delicadas castellanas. Entre huestes semejantes a perros rabiosos, florecen dulces rubias que melifican el espanto de las torturas y carnicerías. Caballeros que parten en peregrinación a Palestina, son salvados de las desgracias por el Señor, a quien elevan capillas votivas. El milagro florece como en Jacobo de Voragine; hay dragones como en las vidas de los santos, y gigantes como en las Mil y una Noches, y aparecidos como en los cuentos del pueblo.

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Mujeres ideales, de ojos azules, son lirios de felicidad y rosas de consagración. Bárbaros velludos como osos y feroces como tigres, se mueren de amor por las blancas y finas adoradas. Princesas de lánguidos cuellos cantan romanzas acompañándose con el arpa, ante reyes paternales, de largas barbas y ojos pensativos. Peregrinos tocan a las puertas de los castillos en noches tempestuosas. Los alquimistas hacen el oro en sus nocturnas tareas. Los templarios combaten, o emplazan, en la hoguera, a sus verdugos, ante el tribunal de Dios. Los cuernos de caza hacen resonar los bosques y los rudos cazadores persiguen en caballos como huracanes, ciervos y jabalíes. Lorelay, envuelta en gasa lunar, melodiosa, amorosa, peligrosa, la mujer, la ilusión, la sirena, se sienta en su roca.

Antorchas llameantes brillan entre los peñascos. San Clemente libra a la suave Ina, de la furia del río y de los bandidos. Uta, muere abrazada a su amante Reichenstein, en un suicidio amoroso que ha de ser, corriendo los tiempos, un común faits divers. El arzobispo Hatto, a quien la historia alaba y la leyenda vitupera, muere, por castigo de Dios, a causa de su mal corazón, comido por los ratones.   —203→   El conde Eppo encuentra en una montaña a una bella joven robada por un gigante; y, con ayuda de la Santísima Trinidad, salva a la dama y echa al monstruo en un precipicio en donde muere despedazado. La enorme persona de Carlo Magno aparece aquí, allá. Su hija Emma, casada contra su voluntad, va a habitar con su esposo Egimardo, en el campo: luego el emperador, ante ellos, un día que los encuentra por casualidad, y los reconoce, felices, les perdona y les lleva a su palacio. El mismo César sale, en coche, en excursiones, con el bandido Elbegart, que es un bandido cuerdo y valiente. Condes violentos y caprichosos son vencidos en sus mansiones feudales por la unión de los comerciantes de las ciudades coligadas. El caballero de Stanferberg se enamora de una ondina y es correspondido; luego es infiel a su juramento de amor y es castigado por la cólera de las ondas vengadoras. Una sirena discreta y hacendosa, va a hilar en la rueca, a la casa de un joven que se apasiona por ella. Una noche la sigue, la ve entrar en las aguas del Rhin, y muere al lanzarse tras ella en los cristales del río. Los espíritus salen de las tumbas a amonestar a los caballeros demasiado tunantes. Lobos furiosos castigan a   —204→   las profetisas que, enamoradas de los hombres, pierden su castidad y su don pitónico. Bodegas ocultas guardan un vino de dioses que inútilmente es buscado en los campos misteriosos. El diablo, Satanás en persona, sale de sus abismos y entra en tratos con las personas que andan en apuros y dificultades, y las saca de ellos, a trueque del alma y de la salvación eterna. Pero Nuestra Señora suele aparecer a tiempo con su poder, y manda a los infiernos al perverso demonio. Un joven pintor ve de noche renovarse en Oppenmeins, entre esqueletos, una batalla entre suecos y españoles, de la guerra de Treinta años. Una diestra caballería conduce a la dama que la monta y a la que se quiere casar por fuerza, a la mansión de su amante. Y cien y cien más páginas, de sangre y de bruma, de luz pálida o de resplandores rojos, hasta llegar a esa Maguncia famosa en que nació el hombre que después de Lucifer ha hecho mayor competencia al Creador: Gutenberg.

Desfile de castillos, desfile de leyendas, revuelo de poesía y de encanto lírico, en este viaje de horas, por el río sereno, eternamente perfumado por el vino pálido que dan las viñas de sus orillas. Y canta Adelaida von Stolterfoth: «Del polvo de la   —205→   ruina nace en el Rhin una vida más bella. Giran los espíritus que por tanto tiempo han descansado en las tumbas: resuenan las canciones con extraños saludos que yo debo repetir suavemente en mis canciones y en mis ensueños. Cuando veo volar al pájaro en las alturas del azul del aire; cuando veo deslizarse los barcos en la lejanía de las brumas grises, me parece que dice palabras el pájaro al hender los espacios, y otras palabras escucho al rápido paso de la embarcación». Y yo también, peregrino de arte, de americanas tierras, hecho al sol y al canto de la vida latina, he puesto el oído atento a esas palabras de las aves y de las barcas germánicas, y de esa bruma he visto surgir la eterna gracia de las almas aladas, la virtud de la sagrada poesía, a la cual no vencerán ni los odios humanos, ni las sequedades de los intereses modernos, ni la mediocridad de las chatas cabezas de los regeneradores igualitarios. Pues la soberanía del espíritu se basa en lo que está más allá del bien y del mal, más allá de nuestro planeta mismo y de nuestros conceptos de verdad y de mentira: en lo infinito, en lo absoluto.



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ArribaAbajoFrancfort S. M.

Francfort, ciudad seca, triste, honrada, judía. A pesar del abuso del art nouveau que la invade como a todas las ciudades alemanas, a pesar de sus tranvías eléctricos y de los palacios modernos de sus banqueros, tiene un aire de antigüedad, un olor de vejez y un sello imborrable de ghetto y de judengasse. Por algo hacen detener el carruaje cuando, al pasar por la calle Boerne, os señalan una casita vieillotte, de estampa, blanca, con su fachada terminada en punta, sus ventanas con cortinillas de encaje, sus dos rejas de hierro en la parte baja. Es la casa-madre, la cuna del poder de los Rothschild. Allí vivió y allí manejó sus primeros millones el viejo rex Judeorum, tronco de los barones de hoy. La sequedad y la tristeza de esta ciudad de finanzas apenas es alegrada aquí, allá, por la figura de mármol o de bronce de un pensador, de un poeta. Aquí Schiller, allá Goethe, más allá Lessing. Pasan tipos de Shylock, o hermosas Rebecas, por las calles en donde se alzan los muros de la sinagoga. La restaurada catedral se ve como extraña en esta tierra de circuncisos. En el día, se siente el hervor de los negocios, la agitación de los rapaces mercaderes   —207→   de oro. De noche, no hay lugar más triste. A las diez, ya los teatros están cerrados. A las diez y media, nadie anda por las calles. Tanto como el catolicismo, el arte parece estar aquí en dominio apeno. Apenas se sabe aquí que existe un museo Goethe, en donde, junto con documentos iconográficos, se guardan objetos y manuscritos del gran alemán. El verdadero santuario de Francfort del Mein, es la casita de verjas de hierro y de las cortinillas blancas: la casa de los viejos Rothschild.

La sombra del Emperador de la banca, del César israelita, se ve, por los ojos de nuestra adoración mammónica contemporánea, más grande que la del remoto y casi ignorado Gunther Schwarzburg, y aun que la del fabuloso Carlomagno, cuya estatua se alza en el rojo y viejo puente sobre el río moroso que divide la población.




ArribaAbajoHamburgo o el reino de los cisnes

Huysmans ha sido injusto con Hamburgo, y su duro humor se ha expresado en párrafos acres. Es que Durtal no fue a visitar el paraíso de los cisnes, y M. Folantín comió mal a dos marcos cincuenta. Hamburgo es alegre, casi con alegría latina, en cuanto cabe en un centro sajón. Hamburgo   —208→   es la ciudad trabajadora, negociante, independiente, con su estricto senado, sus fábricas, sus canales, sus grandes hoteles, sus almacenes copiosos, y es también la ciudad que se divierte, se embellece, coquetea con el extranjero, tiene un su San Pauli que se parece a Montmartre como la cerveza al champaña, cafés al aire libre, a la orilla del Alster animado de yates, y a donde se va en vaporcitos, y en donde, los domingos, garridas muchachas flirtan al son de la música. Tiene un gran barrio lujoso que algunos llaman la Judea, porque poderosos semitas gozan en magníficas villas y cottages de la felicidad que da el dinero. Huysmans habla, feroz, de caraqueños que encontró en este emporio comercial. Yo no he encontrado a ningún compatriota de Bolívar, aunque no es raro oír hablar español, pues son muchos los hispanoamericanos residentes, y los hamburgueses que se han venido a establecer con sus familias criollas, después de hacer fortuna en las lejanas tierras calientes. Las arquitecturas distintas surgen entre los verdores de los jardines o al lado de las ordenadas alamedas.

Helkendorf, fresco y florido, tiene rincones deliciosos de descanso, de amor y de ensueño, pues no es imposible ejercer esa delicada función de soñar   —209→   en una ciudad en donde los habitantes, por muy prácticos que sean, tienen un poético paraje formado por un remanso del río, en el cual paraje una cantidad numerosa de cisnes es mantenida por el erario público. Estos poetas no tienen otra ocupación más que consagrarse a la belleza, ser blancos -hay algunos negros- y deslizarse gallardamente, con la dignidad que les dejó como herencia Júpiter. Ellos cumplen exactamente con sus obligaciones, y además de la pitanza que les ofrecen sus guardianes, el público los gratifica con migas de pan. El remanso es cristalino, la ribera florida; las tardes de oro llueven gracia mágica sobre ese divino espectáculo, que pondría meditabundo al doctor Tribulat Bonhomet. Y los líricos habitantes de esos cristales que multiplican sus olímpicos aspectos, gozan de la más dulce beatitud en la capital de los falsificadores y mercaderes teutónicos. Aunque, en verdad, no he dejado de sentirme un poco inquieto cuando, comiendo en compañía de un mi conocido, exportador semita, me ha dicho, con una manera de satisfacción glotona, que el cisne, como el ganso, bien preparado, es, ¡ay!, muy sabroso.

Y a propósito de líricos cisnes, os he dicho que Hamburgo tiene un Montmartre que se llama San   —210→   Pauli... A mí me lo habían asegurado así, al menos. ¿Un Montmartre?... Para marineros. Con uno que otro café de nota, en que se puede comer halagado por la orquesta. Por lo demás, los teatritos son sórdidos, con chanteuses de deshecho, espesas mugidoras de romanzas, o flacas parcas que dicen en inglés o en alemán chillonas canciones. No hay un solo cabaret, un solo poeta melenudo o sin melena que evoque el recuerdo de Privas, de Rictus o de Montoya. En un gran salón de audiciones populares, da conciertos una banda militar. En la plaza, un guignol atrae al populo; los letreros de la luz eléctrica prometen maravillas, y en el interior, la diversión es mala y fastidiosa. Quedan los restaurantes, con las sopas dulces, las salchichas, los diversos bráten, y la excelente cerveza. M. de Folantin, por un lado, tuvo razón. Pero, ¡oh, Des Esseintes!, ¿y los cisnes?




ArribaAbajoBerlín

Al conocer Alemania, y sobre todo, Berlín, he creído comprender al emperador. Guillermo II, militar, creyente fervoroso, apasionado de arte, inquieto, viajero, abarcador, es el único cerebro de coronada testa en que hoy caben los antiguos   —211→   ideales de grandeza, de dominación y de dignidad cesárea que constituyeron, durante tanto tiempo, el poder y la fuerza del vigoroso feudalismo. Todos los monarcas de hoy, más o menos, con excepción quizá del autócrata de Rusia, merecen el paraguas de Luis Felipe. Guillermo II, compatriota de Lohengrin, vidente que ha previsto no hace mucho tiempo y anunciado a las naciones, por medio de un simbólico dibujo célebre, el despertamiento y la acometida de la raza amarilla contra la blanca Europa; Guillermo II, que, si no fuese el óbice pietista, quién sabe si llegaría hasta realizar la liga medioeval dominadora del mundo -el Papa y el Emperador;- Guillermo II, vive más allá del momento, inspirado en lo pasado, presintiendo lo porvenir, y amacizando el presente robusto de su país, con la rigurosa disciplina que lo militariza todo, príncipe de ideal sustentado por la realidad de la fuerza, creyente cuando ya casi no hay rey que crea ni en su propio derecho divino, respetuoso de la tradición eclesiástica romana, cuando la misma Francia cristianísima echa de su suelo a las congregaciones religiosas y está dominada por un gobierno que no desearía otra cosa que la completa ruptura del concordato y la separación absoluta   —212→   de la iglesia; Guillermo II, cuya actividad asombra, cuyo talento no hay quien no reconozca, cuyo carácter es de acero como su voluntad, está en su verdadero centro en este Berlín geométrico, alegre de otra alegría que la de París, hollado a cada momento por el paso de las tropas, con su Unter den Linden que extiende su verde avenida entre las casas lujosas, con su movimiento comercial y su circulación activa, y en donde, junto a las conmemoraciones de las armas, se levantan las conmemoraciones de las artes y de las ciencias. Y no en vano el divino Euforión surgió en esta tierra a la evocación del cisne de Weimar, pues en esta capital bárbara a cada paso se mira florecer la gracia helénica, y a en la composición de los artificiales paisajes, en las arquitecturas urbanas, en las construcciones monumentales. Yo no sabría alabar cierta protestante hipocresía general que se nota en la vida; pero, sí, la bella libertad del arte en sus mejores manifestaciones, una larga comprensión de la armonía, del desnudo, de la euritmia griega. Y esto se explica. Aquí, en tierra germánica, Goethe resucitó la olímpica persona de la homérica Helena, Lessing meditó sus dilucidaciones del Laoconte, Juan Pablo pensó; Heine, el ruiseñor,   —213→   se abrevó de agua castalia; Momsen construyó su edificio mental sobre las gloriosas ruinas de Roma.

La luz de la Helade alcanzó las brumas septentrionales. Allí en Charlotemburg, siguiendo el silencioso camino de copudas alamedas, al suave rozar de los pinos, entre los macizos de rosas, entre los plantíos de tulipanes, he llegado al severo y sencillo templete que sirve de lugar de reposo a los restos imperiales de los abuelos de Guillermo II. Un coloso marcial de larga y rubia barba me ha permitido la entrada. Y he tenido, en verdad, como la vaga sensación de un ensueño. A través de los vidrios de un color azul dulce y de cielo, la onda solar penetra maravillosamente, de manera que baña el recinto con su tenue y paradisíaco resplandor. Y a esa blanda y mágica luminosidad se ve alzarse la alta figura tristemente grave de un divino centinela, el arcángel Miguel, armado de su espada flamígera, y luego, he allí tres yacentes estatuas sobre tres mausoleos. Y en el fondo un Jesucristo de mosaico, que dice con su leyenda y con su expresión sabias y celestes palabras. Allí descansa en la paz de Dios Federico Guillermo II; allí descansa en la misericordia de Dios Guillermo   —214→   I, emperador de Alemania y rey de Prusia. Y he allí, a su lado, a la Dama porfirogénita que es semejante a una diosa. El artista no haría con más amor que el que ha puesto al hacer ese cuerpo admirable apenas cubierto por el lino fino de la túnica, el cuerpo de Diana o el cuerpo de Venus. ¿Es Diana, es Venus dormida? Diana no es, pues la maternidad se revela en esa flor en plena hermosura; no es Venus, pues antes bien que la tentadora gracia de la carne, se desprende de esa forma una dignidad casta y serena. Y la luz tamizada pone una caricia paradisíaca sobre esa realización pagana; y Miguel, apoyado en su arma flamígera, vela silencioso: una paz sepulcral llena el estrecho habitáculo de los príncipes de mármol; e iguales a los del último paria, en la sola y posible igualdad de la transformación eterna, quedan en sus criptas semejantes a santuarios, esos puñados de huesos de Hohenzollern.

Berlín: cuarteles, museos, estatuas, paseos con más estatuas, derroche de mármol como en la alameda de la Victoria, mármol para todos los Hohenstauffen, mármol para los Hohenzollern, y bronce y mármol para el gran Federico, para el gran Guillermo, para Moltke, para Bismarck; almacenes,   —215→   pasajes llenos de tiendas de bric-á-brac, pomposas cigarrerías, restaurantes de cervezas y restaurantes de vinos; grandes teatros y un music hall enorme. Y un aquarium que llamó la atención de Huysmans. Huysmans vio mucho, pero no lo vio todo, naturalmente. A mí me ha parecido entrar en un círculo del Dante, en el cual hubiera necesitado, como Virgilio, a mi amigo el doctor Holmberg. El aquarium es subterráneo, y no es solamente aquarium, pues se exhiben hasta loros y arañas y otros bichos pesadillescos, como ese horroroso ptatydactilus aegipcianus que está a la entrada, semejante a una rana estirada, y el zomurus giganteus, lagarto erizado como de púas de hierro. Más allá, la africana bitis gabónica, serpiente con la piel pintada art-nouveau, y el pithon feroz y el crótalo con su apéndice de cascabeles; el naja bungarus, venenosísimo y aterciopelado; iguanas crestadas, nudos de viboritas enredadas como macarrones, y grises, y flácidas; y luego la anaconda brasileña. Se desciende, y en un estanque, entre peñascos, hay focas y leones marinos; y a un lado, papagayos blancos; y después una gran pajarera, donde se oyen arrullos de paloma y cuchicheo de aves. A un lado, apenas separados por una barrera   —216→   baja y muy franqueable, los cocodrilos semejantes a troncos, a piedras. Y en seguida, la siboldia máxima japonesa, monstruoso y leproso lagarto. ¿Os atrae de nuevo la pajarera? Es que canta la gymnorhinia tibicen, igual a un cuervo que tuviese una blanca sobrepelliz y que tocase la flauta. Un hoyo lleno de agua: el cocodrilo negro de China, como un gran «garrobo». Y por fin, os atrae el verdadero aquarium, la fantástica vida submarina que tanto ha interesado al autor de A. Rebours. Es la inaudita flora del océano, los peces de sueños calenturientos, los aspectos de visión diabólica, o de locura. Veo en un fondo de arenas y de roca, naranjas que se mueven, crustáceos imprevistos, caprichos madrepóricos, semivivientes rábanos que se encogen, hipocampos y estrellas purpúreas. Erizos como pelotas de alfileres, entre lechugas de cristal verdemarino. Y grutas. Y un pecezote hinchado, inflado, junto al escorpión de mar. Hay una brocha que se mueve, una vejiga de manteca, plumones y espumas. Entreabiertas, grandes valvas que parecen abanicos, cactus y raquetas de lawn-tennis. Pagurus inverosímiles van arrastrando sus casas llenas de púas y protuberancias. Y la pluralidad de los peces, la variedad de   —217→   sus tipos, son desconcertantes. Y veis en todas sus faces monstruosas, hasta en las más increíbles, la reproducción de fisonomías humanas que habéis observado, desde las comunes hasta las deformes del raquitismo, de la idiotez, de la imbecilidad, de los casos crueles de los manicomios. Y hay formas y gestos que creeríais imaginarios y alucinatorios; y os convencéis que los pintores holandeses de ciertos cuadros demoníacos, y el mismo Rops y Odilon Redon, con sus fantasías monstruosas e ilusorias, no han creado nada, pues todo lo que la imaginación del hombre más torturado de visiones infernales pueda imaginar, existe en los secretos misteriosos y en los profundos laboratorios de la naturaleza. Seguís, y os encontráis con la murena que se envaina en un tubo como un espeso sable gris. Pequeños pulpos evolucionan entre el agua burbujeante. Inmóvil sobre la arena, está la negra raya chata, de pizarra terrosa, con su arpón largo. Y pasa despacioso el homard, enorme alacrán marino acorazado, que en vez del venenoso garfio, tiene una mariposa de terciopelo negro ornada de amarillo.

Berlín: ciudad que sabe la ordenanza, el latín, el griego, y también el plat-deustch; ciudad fuerte,   —218→   pecadora, pero pacata; elegante, pero dura; rica, banquera; de arte, pero con cierto mal gusto común; con mujeres lindas, pero que tienen unos pies aplastadores de ilusiones; ciudad de secretos escándalos y de corrección excesiva; ciudad en que se siente la influencia del cuartel junto a la de la universidad; ciudad, llena de cosas contradictorias, donde visitando un templo, os aborda un proxeneta que os promete el pecado, y en un bar, entre gentes pecadoras, se os aparece una mujer que os ofrece periódicos religiosos y os vende ¡imágenes de Cristo!




ArribaAbajoViena

Me habían dicho: «Es una hermana de París». Es una hermana de París que tiene los ojos más azules de tanto mirarse en el espejo del Danubio. Hay en la ciudad una alegría comunicativa, y si no la gracia impregnada de parisina, posee la elegancia, la gallardía de la seducción.

Para mí, Viena y vals eran dos ideas juntas en mi mente. Viena, vals, placer. Un gran torbellino de mujeres hermosas en brazos de magníficos danzadores, deslizándose en anchas salas lisas, mientras afuera pasaban sonoros carruajes, se alzaban   —219→   soberbios monumentos, bullía el mundo. Más o menos, he podido encontrar realizada esa imaginación, con mucho progreso además y mucho jardín atrayente, y mucho divertimiento, y mucha belleza femenina, y el centenario del padre del vals, Joseph Johan Strauss, que acaba de celebrarse. En su honor me he invitado a almorzar en el Volksgarten. En su honor y con una reverencia al poeta Grillparzer, cuyo monumento se alza no lejos de donde me sirven excelente rostbraten y una pilsen de oro pálido, que es como líquida seda helada, mientras la brava orquesta anima el suave aire con ritmos armoniosos y ondulantes. En este mismo jardín fue donde Strauss dirigió la suya. Aquí nació el vals, a cuyos compases se balanceó el orbe; el vals, halago de la melancolía, lengua del gozo, música de amor, creación de un músico minor, pero que adoptarían los más altos y mayores, como Weber, como Chopin, como el mismo poderoso Beethoven. ¿Qué Lanner, el amigo y rival, tuvo parte en el invento? Nadie se acuerda de Lanner, hoy, como no sea para hacer constar que tenia mucho menos talento que Strauss.

Juraría que no hay uno solo de los que lean estas líneas, que no haya tenido en su vida un momento   —220→   de animado placer, o de dulce tristeza, al mágico brotar de esa pequeña y cristalina cascada melodiosa que se llama El Danubio azu1... Yo le debo muy copiosa cosecha de recuerdos y de ensueños, ya lanzada por las orquestas, ejecutada en confidenciales pianos, o suspirada por errantes organillos; sobre todo por los organillos...

También como París, es este un país de arte, y en una avenida os encontraréis con un grande y pensativo Goethe, sentado en su sillón de bronce, o en una plazuela con un Mozart, joven y airosos o con Beethoven, o con Schiller; y en todas parte, un ambiente propicio al pensamiento. Y, sobre todo, un invisible soplo que incita al placer. En París hay más vicio que goce, aquí más goce que vicio. De todas maneras, aquí lanzó su último aliento el probo y sensato Marco Aurelio, que, entre sus mejores sentencias, ha dejado ésta, si poco purista, muy cuerda: «En general, el vicio no daña al mundo, y en particular, no daña sino a aquel que no puede abandonarlo cuando quiere».

Viena placentera, pero también Viena laboriosa, pensadora, política, sentimental, artística, guerrera, religiosa. Todo encontraréis a vuestro paso. Aquí su palacio imperial; su catedral, enorme vegetación   —221→   de piedra; más allá, Santa María Stiegen, vasto bouquet de ojivas y flechas, lo antiguo; y más allá, su teatro de la Ópera, con su peristilo coronado por dos caballeros de bronce, lo moderno; o el Hofburgtheater, serio y elegante, al cual se llega por entre dos filas de estatuas de mármol, que tienen por fondo verdores de árboles y macizos de flores; o la Rathaus imponente con su elevada torre central; o el palacio del Reichsrath, y el frontispicio del parlamento, todo griego; y ante este último, mientras a sus pies, entre simulacros marmóreos, se vierte el agua armoniosa de una ánfora, Palas Atenea, gigantesca, se apoya en su lanza de oro y tiene en la diestra la alada Victoria.

Dulces rincones amorosos, blandos retiros, labrados quioscos y curvos chorros de agua, en los jardines, en el Stadtpark, lleno de risas de niños; en Schwarzenberg, fácil a las citas y a los suspiros, o en el mismo Volksgarten, con su templo a Teseo, y sus alamedas, sus umbrías, sus tibios nidos, sus fragancias de parque y sus rumores de bosque. O allá, en el Prater, que si no vale el Bois parisiense, tiene especiales atractivos, en sus recodos de floresta y sus techumbres de hojas y su larguísima   —222→   avenida. Mas, nada como ese fastuoso e histórico Schönbrunn, donde recordáis a Versalles y a Le Nôtre, y al gran Napoleón, y al triste Aiglon, hijo del Águila. Flota un ambiente singular entre las bien ordenadas arquitecturas vegetales, entre los templetes de ramas y las verdes cúpulas y arcadas que forman los recortados tilos, las copas educadas y pomposas de los castaños. Las mitologías de las fuentes se bañan en la exhalación de vaporizadas perlas de su propia lluvia. Grata quietud invita a sentarse en los místicos bancos de los parterres, a meditar, a soñar, a imaginarse las bellas representaciones de la historia, mientras en su magnífica altura, la Gloriette destaca sobre el fondo celeste su pórtico soberbio, aún persistente decoración de más de una comedia y drama imperiales y reales.




ArribaAbajoLa tumba de los nuevos Átridas

Un capuchino de larga barba guía al grupo de visitantes -campesinos, forasteros e ingleses. Al bajar la escalera estrecha de la bóveda, el ruido de los pasos. Luego, el ruido de las llaves de su reverencia. Luego, silencio. Y el cicerone de capucha, comienza a decir su lección, recorriendo las tumbas   —223→   del lado derecho, los sarcófagos viejos, en donde reposan reales e imperiales huesos viejísimos, entre las cajas de metal gris labrado de esculturas macabras y simbólicas, tras duros rejas férreas. A mí no me interesan esos príncipes antiguos que tienen su página correspondiente en los anales austriacos; no me atrae Matías, ni Ana, ni José, ni Leopoldo, ni Carlos. Yo voy hacia la izquierda, en donde duermen los porfirogénitos malditos, las coronadas testas perseguidas por el destino, la familia misteriosa y fatídica de los Átridas modernos, esos Hapsburgos rubios o brunos, jóvenes o viejos, pero idénticos en el sufrimiento, en la desventura, en la tragedia. No me impresiona tanto el ataúd en que están los restos del duque de Reichstadt, ni el nombre de María Luisa, en la caja mortuoria, como los otros sarcófagos en que duermen su eterno sueño, Maximiliano, el emperador de la barba de oro, el del cerro de las Campanas; Elisabeth, la «emperatriz errante», que segó el anarquismo, y Rodolfo, el de la novela sangrienta. Aquí reposa, en la paz de la muerte, el que estaba destinado a ceñir la corona de los emperadores de Austria y de los reyes de Hungría. El capuchino explica rápida y precisamente, en alemán, la vida de cada uno de   —224→   los príncipes difuntos que reposan en el subterráneo; y el profundo silencio de los visitantes es tan solamente interrumpido por un vago rumor de palabras entredichas en voz baja, cuando se detiene el grupo ante el sepulcro del archiduque Rodolfo de Hapsburgo. Pequeña iglesia de los capuchinos, que encierra tanta desventura, los despojos de esa familia predestinada fatídicamente a ser azotada por la desgracia; tristes grandezas desaparecidas entre la locura y la sangre; seres de vidas extraordinarias que realizan las más lúgubres y dolorosas creaciones de los poetas del destino, de los dramaturgos del misterio.




ArribaAbajoLa Secesión

Cuando en 1900 vi en el Grand Palais la sección correspondiente a los secesionistas vieneses, mi entusiasmo fue vivo y justo. He ahí unos cuantos adoradores sinceros de la libertad del arte, buscadores de lo nuevo, de lo raro, según sus temperamentos, o intérpretes personales de las antiguas tradiciones artísticas, sin blague bulevardera, sin esteticismos montmartreses, sin los absurdos mamarrachos que, entre pocas obras de talento, exhiben unos cuantos desalmados, en el Salón de los   —225→   Indépendents parisienses. ¿Es que el ambiente es otro? ¿Es que en Viena la lucha por la vida y por la gloria es distinta? La verdad es que, en todos los esfuerzos de los artistas de la Secesión, noto una sinceridad y una noble independencia y una consagración a la idea y a la realización de la belleza, muy distantes de los extravagantes épateurs apurados de arribismo que abundan en la capital francesa.

En edificio propio construido y arreglado conforme con los gustos y pensares estéticos de los organizadores del museo, la obra de la Secesión se exhibe en la metrópoli austriaca como un testimonio innegable del tesón, de la energía y del talento de sus puros artistas. El museo es un museo «de excepción» como diría Vittorio Pica. Nada de lo que hay en él es vulgar ni común, y se manifiesta en todo un don de alta gracia y una voluntad de hermosura y una fuerza de pensamiento, que honran y elevan sobremanera a la luchadora mentalidad austriaca. Aquí se ve que no se busca asustar al burgués, sino más bien darle una nueva revelación de belleza. Aquí tienen nobles sacerdotes el ensueño y la vida misteriosa, y el pincel y el cincel dicen la profundidad de lo desconocido, lo arcano   —226→   de nuestras humanas existencias y el enigma que existe en toda cosa. Sintéticos o complicados, expresan sus meditaciones y sus visiones interiores, o en un extraño aparato simbólico hacen surgir un aspecto de la verdad posible, o hacen florecer de luz el alma, o cristalizan lo indeciso y lo recóndito. Y hay la franca expresión y el desdén de toda rutina. Aquí es el único museo del mundo en donde no solamente se ha destrozado la académica hoja de parra, sino que se ha tenido el valor de revelar lo más intimo, de no ocultar lo más oculto, a punto de que se os vienen a la memoria ciertas cuartetas memorables de Théophile Gautier. La leyenda tiene sus cultivadores. Veo cien cuadros que me atraen; no os diré los nombres de los autores, pues no están en las telas y no tengo tiempo para anotar un catálogo. Sí recordaré al potente Franz Metzner, el Rodin austriaco, el autor de ese poema soberbio de mármol que se llama La Tierra, y de admirables estudios decorativos y de bustos y de estatuas de una originalidad imponente y comprensiva. La Tierra, de Metzner, está expuesta en un saloncito especial, adornado tan solamente de expresivos telamones y de su sola, impresionante y elegante sencillez. Y la figura en   —227→   que se manifiestan la vida y el ritmo terrestres y la fuerza natural, está sobre su base como la majestad y misterio de un simulacro sagrado. Lo que la Secesión ha enviado a la Exposición de San Luis, atestigua el valor de sus pintores, decoradores, estatuarios, ceramistas, mueblistas. Ferdinand Andri envía sus figuras valientes, que renuevan algo del arcaico arte asirio; Metzner, sus soberbias creaciones plásticas, sus sintéticas expresiones de la persona humana; Klimt, sus cuadros simbólicos de factura extraordinaria y de significación honda, como El manzano de oro, La vida es un combate, La Jurisprudencia y La Filosofía, que tantas discusiones causó cuando se expuso en París en la última Exposición Universal.

Salgo de la Secesión encantado de encontrar un verdadero templo del arte en tiempos en que los templos del arte están en posesión de los mercaderes, de los insinceros, de los pacotillistas o de los histriones. Y saludo ese esfuerzo generoso, deseando que en nuestros países de arte naciente se junten las energías individuales de los puros, de los incontaminados, y procuren hacer algo semejante, lejos de la chatura de las escuelas de limitación y atrofia y de las modas vanas que   —228→   nada tienen que ver con la eternidad de la belleza.




ArribaBuda-Pest

... Buda-Pest: el Rey María Teresa; el Danubio azul; paprikahum, vino de Tokai...; y una vieja zarzuela que deleitó mis años infantiles, Los Madgyares, en la cual cantaba un coro:


Vamos señores
a la feria de Buda,
que hoy es el día
de vender y comprar.



Y los trajes vistosos de alamares y galones, y el leguito del convento:


Ego sum, ego sum
el leguito del convento
ego sum, además
campanero y sacristán...



Y me hechizó la ciudad bizarra, o más bien las dos ciudades gemelas unidas por los magníficos puentes, con su clima, sus flores, sus paseos, su barrio elegante y moderno en que casi todas las nuevas construcciones son art nouveau, o secesión, mansiones caprichosas de los magnates y propietarios de pingües pushtas y «economías». Es una delicia pasear por el kiralgi var, y sus palacios y   —229→   verdores, a orillas del agua azul del armonioso río. Hay edificios espléndidos como el magnífico parlamento, que se refleja en el Danubio, y sus plazas espaciosas, las calles y avenidas, y sobre todo, las más bellas mujeres del mundo, hacen mirar esta tierra como un terrenal paraíso. ¡Oh!, todos los países tienen lugares de gozo y bellas mujeres, pero la Ciudad del Amor y de la hermosura, creedme, es Budapest. Hay un lugar, en un suburbio de la ciudad de Pest, que se llama Os Buda Vara, jardín, paseo, feria nocturna, lleno de atracciones, teatritos, ventas diversas, castillos luminosos, flores, perfumes, músicas nacionales, trajes pintorescos; y allí he visto una colección de beldades que habrían dejado meditabundo y soñador al mismo rey Salomón que, como sabéis, era de gusto exquisito.

Un momento ha habido de duelo nacional, más que duelo ha sido una glorificación, una apoteosis: la muerte de Jokai. Impregnado del encanto de esta ciudad fascinadora, he asistido a los funerales de su poeta, de su novelista, de su pensador nacional. Pasaban los carros cargados de coronas por la gran calle Andrassy, en donde estaba la morada del escritor; el cortejo era solemne y fastuoso; representantes   —230→   del gobierno asistían a la ceremonia en que se honraba la memoria del viejo revolucionario; vistosos y pintorescos uniformes militares, universitarios, heráldicos, desfilaban en la severa procesión. Y en los balcones, adornados de colgaduras de duelo, se veía una muchedumbre de rostros divinos en que brillaban maravillosos ojos húngaros. Y ante ese esplendor y ese prodigio de belleza femenina, al pasar el carro de las más frescas coronas, de los estudiantes, compré a una florista un ramo de rosas, y, poeta desconocido de lejanas tierras, con el corazón palpitante, con un temor de emoción, arrojé yo también mi ofrenda al anciano Jokai.




 
 
FIN