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Acto tercero

Salón en casa de los SEREBRIAKOV. Tres puertas: una a la derecha, otra a la izquierda y la tercera en el centro. Es de día.



Escena primera

VOINITZKII, SONIA, sentada, y ELENA ANDREEVNA, dando vueltas por el escenario en actitud pensativa.

     VOINITZKII. -El profesor ha manifestado el deseo de que nos reunamos aquí todos, en este salón, hoy a la una. (Consultando el reloj.) Ya es menos cuarto... ¡Quiere revelar algo al mundo!

     ELENA ANDREEVNA. -Se tratará, seguramente, de algún asunto.

     VOINITZKII. -¡Él no tiene asuntos! ¡Se limita a escribir tonterías, a gruñir, a estar celoso, y pare usted de contar!

     SONIA. -(En tono de reproche.) ¡Tío!...

     VOINITZKII. -¡Bueno, bueno..., perdón! (Señalando a ELENA ANDREEVNA.) ¡Admiradla! ¡Anda, y la pereza la hace tambalearse!... ¡Qué simpático..., qué simpático resulta!

     ELENA ANDREEVNA. -¡El día entero se lo pasa usted zumba que te zumba!... ¿Cómo no se harta? (Con tristeza.) ¡Me muero de aburrimiento!... ¡No sé qué hacer!

     SONIA. -(Encogiéndose de hombros.) ¿Es que no hay cosas que en ocuparse? ¡Todo es cuestión de que quieras hacerlas!...

     ELENA ANDREEVNA. -¿Qué por ejemplo?

     SONIA. -Ocuparte de la casa, enseñar a niños, asistir enfermos y una porción de cosas más... Cuando tú y papá no estabais aquí, tío Vania y yo íbamos en persona al mercado a vender la harina.

     ELENA ANDREEVNA. -Eso yo no sé hacerlo y, además, no es interesante. Sólo en las novelas idealistas se enseña a los niños y se asiste a los «mujiks»... ¿Cómo yo..., así, sin más ni más, voy a ir a cuidar y a enseñar a nadie?

     SONIA. -Pues yo, en cambio, lo que no comprendo es no ir y no enseñar... Tú espera, que ya adquirirás la costumbre. (Abrazándola.) ¡No te aburras, querida! (Riendo.) ¡Te aburres y no sabes qué hacer de tu persona..., y el caso es que el aburrimiento, como la ociosidad, son contagiosos!... Mira, tampoco el tío Vania hace más que seguirte como una sombra, y, en cuanto a mí..., abandono mis asuntos y corro aquí a charlar contigo. ¡Qué perezosa me he vuelto!... El doctor Mijail Lvovich, rara vez venía antes a vernos -una vez al mes, a lo sumo-, y su visita era difícil de conseguir; pero ahora..., ha dejado a un lado sus bosques y su medicina, y viene todos los días. Seguro que eres una bruja.

     VOINITZKII. -¿Por qué languidece así? (En tono vivo.) ¡Querida mía!... ¡Preciosa!... ¡Sea buena!... ¡Por sus venas fluye sangre de ondina! ¡Séalo de verdad!... ¡Permítase la libertad, aunque sólo sea una vez en la vida! ¡Enamórese hasta el cuello de algún Neptuno y tírese de cabeza al remolino para poder dejarnos al «Herr» profesor y a todos nosotros con la boca abierta!

     ELENA ANDREEVNA. -(Con ira.) ¡Déjeme en paz!... ¡Resulta cruel! (Se dispone a salir.)

     VOINITZKII. -(Cerrándole el paso.) ¡Bueno, bueno!... ¡Perdóneme, alegría de mi vida! ¡Le pido perdón! (Besándole la mano.) ¡Paz!

     ELENA ANDREEVNA. -¡Debería usted reconocer que incluso a un ángel se le acabaría la paciencia!

     VOINITZKII. -En signo de paz y concordia, voy a traerle un ramo de rosas. ¡Lo preparé esta mañana para usted!... ¡Rosas de otoño!... ¡Maravillosas, tristes rosas!... (Sale.)

     SONIA. -¡Rosas de otoño!... ¡Maravillosas, tristes rosas! (Ambas fijan la vista en la ventana.)

     ELENA ANDREEVNA. -¡Ya estamos en septiembre! ¡Veremos cómo pasamos aquí el invierno! (Pausa.) ¿Dónde está el doctor?

     SONIA. -En el cuarto de tío Vania. Escribiendo algo... Me alegro de que tío Vania se haya marchado... Tengo que hablar contigo.

     ELENA ANDREEVNA. -¿De qué?

     SONIA. -¿De qué?... (Acercándose a ella y reclinando la cabeza sobre su pecho.)

     ELENA ANDREEVNA. -¡Vaya, vaya!... (Alisándole el cabello.) ¡Vaya!...

     SONIA. -¡Soy fea!

     ELENA ANDREEVNA. -Tienes un pelo precioso.

     SONIA. -¡No!... (Volviendo la cabeza para mirarse en el espejo.) Cuando una mujer es fea, se le dicen esas cosas: «Tiene usted un pelo precioso»... «Tiene usted unos ojos preciosos»... ¡Hace ya seis años que le quiero!... ¡Le quiero más que a mi padre!... ¡En todo momento oigo su voz, siento la presión de su mano, y si miro a la puerta, me quedo suspensa, pues se me figura que va a entrar!... ¿Ves?... ¡Siempre acudo a ti para hablar de él!... ¡Ahora viene todos los días, pero no me mira..., no me ve! ¡Qué sufrimiento!... ¡No tengo esperanza alguna!... ¡No!... ¡No!... (Con acento desesperado.) ¡Dios mío!... ¡Dame fuerzas!... ¡Me he pasado toda la noche rezando!... A veces me acerco a él, le hablo, le miro a los ojos... ¡Ya no tengo orgullo ni dominio sobre mí misma!... ¡Ayer, no pudiendo resistir más, confesé a tío Vania que le quiero!... ¡Todos los criados saben que le quiero!... ¡Todos lo saben!

     ELENA ANDREEVNA. -¿Y él?

     SONIA. -No. Él ni siquiera se fija en mí.

     ELENA ANDREEVNA. -(Pensativa.) Es un hombre raro... ¿Sabes una cosa?... Vas a permitirme que yo le hable. Lo haré con mucho tiento..., valiéndome de insinuaciones... (Pausa.) En serio: ¿hasta cuándo vamos a vivir, si no, en la ignorancia de esto?... ¡Permítelo! (SONIA hace con la cabeza un signo de asentimiento.) ¡Magnífico, entonces! Si él te quiere o no te quiere, no será tan difícil de averiguar... No te preocupes, palomita... Indagaré con mucha precaución, y ni siquiera se dará cuenta. Lo único que tenemos que saber es si es «sí» o si es «no»... (Pausa.) Y si es «no», no tiene que volver por aquí. (SONIA vuelve a asentir con la cabeza.) ¡No viéndole es más fácil!... Lo que no vamos a hacer es dejar el asunto para más tarde. Se lo preguntaremos ahora mismo... Parece ser que tiene intención de enseñarme unos planos delineados por él, conque ve y dile que quiero verle.

     SONIA. -(Presa de fuerte agitación.) ¿Me contarás toda la verdad?

     ELENA ANDREEVNA. -¡Claro que sí! Entiendo que la verdad -sea cual sea- nunca es tan temible como la incertidumbre... ¡Confía en mí, palomita!

     SONIA. -¡Sí, sí...! ¡Le diré que quieres ver sus planos!... (Se dirige a la puerta; pero, antes de entrar, se detiene un momento.) ¡No!... ¡Mejor es la incertidumbre!... ¡Siempre queda al menos la esperanza!...

     ELENA ANDREEVNA. -¿Qué te pasa?

     SONIA. -Nada. (Sale.)

     ELENA ANDREEVNA. -(Sola.) No hay cosa peor que conocer un secreto ajeno, y no poder servir de ayuda. (Pensativa.) Él no la quiere, eso está claro...; pero ¿por qué no habría de casarse con ella, después de todo?... Es fea; pero para un médico rural y de sus años, sería una mujer maravillosa... ¡Es inteligente y tan buena, además..., tan pura!... No, no es esto lo que... (Pausa.) ¡Comprendo a esta pobre chiquilla!... ¡En medio de este atroz aburrimiento, viendo vagar a su alrededor, en lugar de personas, a unas manchas grises; sin oír más que vulgaridades, ni hacer más que comer, beber, dormir...! ¡La aparición de un hombre como él, distinto a los demás, guapo, interesante, atractivo, es igual a cuando de la oscuridad surge una luna clara!... ¡Sucumbir al encanto de un hombre así!... ¡Olvidarse!... Parece enteramente que yo también estoy un poco prendada de él... Sí..., me aburro sin su compañía, y ahora sonrío recordándole... Tío Vania dice que por mis venas corre sangre de ondina... «¡Permítase obrar con libertad, aunque sólo sea una vez en la vida!»... Pues ¿qué?... ¡Tal vez tenga que hacerlo así!... ¡Volar lejos de aquí, libre como el pájaro, alejándome de todos vosotros!... ¡De vuestros rostros soñolientos, de vuestra charla!... ¡Olvidando vuestra existencia en el mundo!... Pero ¡soy cobarde, tímida!... ¡La conciencia me atormentaría!... ¡Adivino por que él viene aquí todos los días, y ya me siento culpable!... ¡Estoy dispuesta a caer de rodillas ante Sonia, a pedirle perdón y a llorar!...

     ASTROV. -(Entrando con un cartograma en la mano,) Buenos días. (Le estrecha la mano.) ¿Quería usted ver mis dibujos?

     ELENA ANDREEVNA. -Ayer me prometió enseñarme el trabajo que estaba haciendo. ¿Dispone de tiempo libre?

     ASTROV. -¡Oh, ciertamente! (Extendiendo sobre la mesa el cartograma y fijándolo con chinches.) ¿Dónde nació usted?

     ELENA ANDREEVNA. -(Ayudándole.) En Petersburgo.

     ASTROV. -¿Y dónde hizo sus estudios?

     ELENA ANDREEVNA. -En el Conservatorio.

     ASTROV. -Esto quizá no sea interesante para usted.

     ELENA ANDREEVNA. -¿Por qué?... Verdad que no conozco mucho el campo, pero he leído tanto sobre él...

     ASTROV. -En esta casa tengo instalada mi mesa, en la habitación de Iván Petrovich. Cuando estoy muy cansado..., embotado..., lo dejo todo y corro aquí, donde me entretengo con esto alguna que otra hora. Mientras Iván Petrovich y Sonia hacen chasquear el «ábaco», yo me siento a su lado, ante mi mesa, y me pongo a embadurnar... El grillo canta y me encuentro muy agradablemente, muy tranquilo... ¡Sólo que este gusto no puedo dármelo a menudo!... ¡A lo sumo, una vez al mes! (Mostrándole el cartograma.) Ahora, mire esto. Es el cuadro que presentaba nuestra región hace cincuenta años... El color verde -en oscuro y claro- representa el bosque y viene a cubrir la mitad de la superficie... Aquí, por este verde donde hay una red roja, había arces, cabras..., y, en fin..., la fauna y la llora. Este lago estaba lleno de cisnes, gansos, patos, y había aves como dicen los viejos para tomar y dejar. Volaban de las aldeas y las a aldehuelas; de toda una serie de pequeñas granjas, ermitorios, molinos hidráulicos... Había mucho ganado astado, como también caballos. Eso lo indica el azul celeste. En este cantón, por ejemplo, donde el color se intensifica, abundaban las yeguadas: tres caballos por casa. (Pausa.) Ahora, mire más abajo. Esto es lo que existía hace veinticinco años. Aquí, el bosque cubre solamente una tercera parte de la superficie. Ya no quedan cabras, pero sí arces. Como ve, los colores verde y azul cielo van palideciendo, y así, etcétera... Pasemos ahora a la tercera parte: al cuadro que presenta nuestra región en la actualidad. El color verde ya no es una cosa unida, sino que, por aquí y por allá, presenta algunas manchas, y los arces, los cisnes y los gallos han desaparecido... De las pequeñas granjas, ermitorios, molinos, no queda ni rastro. El cuadro, por tanto, presenta, en general, una paulatina pero real degeneración, a la que faltarán seguramente unos diez o quince años para ser completa. Me dirá usted que esto es influencia de la cultura, ya que la vieja vida ha de ceder el sitio a la nueva. Lo comprendo, sí..., pero sólo en el caso de que, en lugar de estos bosques exterminados, existieran carreteras, ferrocarriles... Si hubiera fábricas, escuelas... Si la gente estuviera más sana, fuera más rica y más inteligente... Pero aquí no ocurre nada parecido. En la región siguen subsistiendo los mismos pantanos, los mismos mosquitos... Sigue habiendo la misma falta de caminos y hay, como antes, pobreza, tifus, difteria, incendios... Se trata, pues, de un caso de degeneración causado por una lucha por la existencia superior a las fuerzas. Degeneración por inercia, por ignorancia, por inconsciencia... El hombre enfermo, hambriento y con frío, para salvar los restos de su vida, para salvar a sus hijos, se ase instintivamente a cuanto puede ayudarle a calmar el hambre, a calentarse, y lo destruye todo sin pensar en el día de mañana... Ya ha sido destruida casi la totalidad, y en su lugar aún no se ha creado nada. (Con frialdad.) Leo en su cara que esto no le interesa.

     ELENA ANDREEVNA. -¡Es que entiendo tan poco de ello!...

     ASTROV. -No hay nada que entender. Lo que pasa es que, sencillamente, no es interesante.

     ELENA ANDREEVNA. -Si he de serle franca, le diré que tengo el pensamiento tan ocupado con otra cosa... Perdóneme..., pero he de someterle a un pequeño interrogatorio... Me siento tan azorada, que no sé cómo empezar...

     ASTROV. -¿A un interrogatorio?

     ELENA ANDREEVNA. -A un interrogatorio, sí... Sólo que bastante inocente. Sentémonos. (Ambos se sientan.) Se trata de un joven personaje. Hablaremos como hablan las personas honradas, como amigos, sin rodeos. Hablaremos y olvidaremos después lo que hemos hablado.

     ASTROV. -De acuerdo.

     ELENA ANDREEVNA. -Se trata de mi hijastra Sonia. ¿Le agrada?

     ASTROV. -Sí. Siento gran estimación por ella.

     ELENA ANDREEVNA. -¿Y como mujer..., le gusta?

     ASTROV. -(Sin contestar inmediatamente.) No.

     ELENA ANDREEVNA. -Dos o tres palabras más, y hemos terminado: ¿no ha reparado usted en nada?

     ASTROV. -En nada.

     ELENA ANDREEVNA. -(Cogiéndole una mano.) No la quiere usted. Lo leo en sus ojos. Ella sufre... Compréndalo, y deje de venir por aquí.

     ASTROV. -Mis años pasaron ya... Además, no tengo tiempo. (Encogiéndose de hombros.) ¿Qué tiempo es el mío? (Parece azorado.)

     ELENA ANDREEVNA. -¡Ah, qué desagradable conversación!... Estoy tan agitada como si hubiera llevado sobre los hombros una carga de mil «puds»... Bueno... Gracias a Dios, ya hemos terminado. ¡Olvidémoslo todo -como si no hubiéramos hablado- y márchese!... Es usted un hombre inteligente, y comprenderá... (Pausa.) ¡Hasta me he puesto toda colorada!

     ASTROV. -Si hace unos dos meses me hubiera dicho eso..., quizá lo hubiera pensado, pero ahora... (Encogiéndose de hombros.) ¡Claro que, si ella sufre..., entonces!... Lo único que no comprendo es esto: ¿qué necesidad tenía usted de interrogarme? (Mirándola a los ojos amenazándola con el dedo.) ¡Es usted taimada!

     ELENA ANDREEVNA. -¿Qué quiere decir con eso?

     ASTROV. -(Riendo.) ¡Taimada!... Supongamos que, en efecto, Sonia sufre, cosa que estoy dispuesto a admitir. ¿Qué objeto tiene su interrogatorio? (Impidiéndole hablar y avivando el tono.) ¡No ponga cara de asombro! ¡Usted sabe muy bien por qué vengo aquí todos los días! ¡Por qué y para quién vengo, es algo que conoce usted perfectamente!... ¡Rapiñadora querida..., no me mire de ese modo! ¡Soy gorrión viejo!

     ELENA ANDREEVNA. -(Asombrada.) ¿Rapiñadora?... ¡No comprendo en absoluto!

     ASTROV. -¡Lindo beso! ¡Necesita víctimas!... ¡Heme ya aquí hace un mes sin trabajar, habiéndolo abandonado todo!... ¡Eso le gusta a usted sobremanera!... Pero bien... Estoy vencido... Es cosa que sabía de antemano, sin necesidad de interrogatorio. (Cruzando los brazos sobre el pecho y bajando la cabeza.) Me rindo. ¡Tome! ¡Cómame!

     ELENA ANDREEVNA. -¿Se ha vuelto usted loco?

     ASTROV. -(Entre dientes, riendo.) Es tímida.

     ELENA ANDREEVNA. -¡Oh!... ¡Sepa que soy mejor y estoy más alta de lo que usted me cree! ¡Se lo juro! (Intenta marcharse.)

     ASTROV. -(Cerrándole el paso.) Hoy mismo me marcharé. No volveré a frecuentar esta casa, pero... (Cogiéndole una mano y, mirando a su alrededor.) ¿Dónde nos veremos?... Conteste pronto: ¿dónde?... Puede entrar alguien. (Apasionadamente.) ¡Es usted maravillosa! ¡Un beso! ¡Tan solo besar su cabello perfumado!

     ELENA ANDREEVNA. -Le juro...

     ASTROV. -(Sin dejarla hablar.) ¿Para qué jurar? ¡No se debe jurar!... ¡No hacen falta tampoco las palabras superfluas!... ¡Oh, qué linda es usted! ¡Qué manos las suyas! (Se las besa.)

     ELENA ANDREEVNA. -¡Basta ya!... ¡Márchese! (Retirando sus manos.) ¡No sabe lo que dice!

     ASTROV. -¡Dígame..., dígame dónde nos encontraremos mañana! (Le rodea el talle con el brazo.) ¡Es inevitable! ¡Tenemos que vernos! (La besa en el preciso momento en que VOINITZKII, que entra con un ramo de rosas en la mano, se detiene ante la puerta.)

     ELENA ANDREEVNA. -(Sin advertir la presencia de VOINITZKII.) ¡Tenga piedad! ¡Déjeme! (Reclinando la cabeza sobre el pecho de ASTROV.) ¡No!... (Intenta marcharse.)

     ASTROV. -(Reteniéndola.) ¿Vendrás mañana al campo forestal, sobre las dos?... ¿Sí?... ¿Vendrás?

     ELENA ANDREEVNA. -(Reparando en VOINITZKII.) ¡Suélteme! (Presa de fuerte turbación, se dirige a la ventana.) ¡Oh, qué terrible!

     VOINITZKII. -(Tras depositar el ramo sobre una silla y pasándose nerviosamente el pañuelo por la cara y el cuello.) No importa... No... No importa...

     ASTROV. -(Tratando de hablar en tono natural.) ¡Estimado Iván Petrovich!... ¡El tiempo hoy está bastante hermoso!... ¡Por la mañana había un cielo gris..., como si fuera a llover..., pero ahora ha salido el sol! ¡Dicho sea con franqueza: el otoño es una estación maravillosa, y su sementera, bastante buena! (Enrollando el cartograma, en forma de tubo.) ¡Sólo que los días son más cortos!... (Sale.)

     ELENA ANDREEVNA. -(Avanzando rápidamente hacia VOINITZKII.) ¡Empleará usted toda su influencia para que mi marido y yo nos marchemos de aquí hoy mismo! ¿Lo oye? ¡Hoy mismo!

     VOINITZKII. -(Enjugándose el rostro.) ¿Qué?... ¡Ah, sí!... Bien... ¡«Helène»! ¡Lo he visto todo!... ¡Todo!

     ELENA ANDREEVNA. -(Nerviosa.) ¿Lo oye? ¡Es preciso que me marche hoy mismo!



Escena II

Entran SEREBRIAKOV, SONIA, TELEGUIN y MARINA.

     TELEGUIN. -Yo tampoco, excelencia, me encuentro del todo bien... Ya hace dos días que estoy algo pachucho... La cabeza...

     SEREBRIAKOV. -¿Dónde están los demás?... ¡No me gusta esta casa! ¡Es un laberinto! ¡Con veintiséis enormes habitaciones, cuando la gente se desparrama por ellas, no hay manera de encontrar a nadie! (Oprimiendo el timbre con el dedo.) ¡Ruegue a María Vasilievna y a Elena Andreevna que vengan aquí!

     ELENA ANDREEVNA. -Yo estoy aquí ya.

     SEREBRIAKOV. -Tengan la bondad, señores, de sentarse.

     SONIA. -(Acercándose, impaciente, a ELENA ANDREEVNA.) ¿Qué dijo?...

     ELENA ANDREEVNA. -Después.

     SONIA. -¿Estás temblando?... ¿Estás excitada?... (Escudriñándole el rostro.) ¡Comprendo!... Dijo que no volvería más por aquí..., ¿verdad?... (Pausa.) ¡Dime! ¿Verdad que es eso? (ELENA ANDREEVNA hace con la cabeza un signo afirmativo.)

     SEREBRIAKOV. -(A TELEGUIN.) ¡Todavía con la enfermedad puede uno reconciliarse, pero lo que no puedo soportar es el régimen de la vida en el campo! ¡Tengo la impresión de haber caído de otro planeta!... ¡Siéntense, señores! ¡Se lo ruego! (SONIA, sin oírle, permanece de pie, con la cabeza tristemente bajada.) ¡Sonia! (Pausa.) ¿No me oyes? (A MARINA.) ¡Tú también, ama, siéntate! (Ésta, sentándose, empieza a hacer calceta.) ¡Se lo ruego, señores! ¡Sean todo oídos!

     VOINITZKII. -(Nervioso.) Tal vez no sea necesaria mi presencia... ¿Puedo marcharme?

     SEREBRIAKOV. -No. Tu presencia es todavía más necesaria que la de los demás.

     VOINITZKII. -¿Qué desea usted?

     SEREBRIAKOV. -¿Usted?... ¿Estás enfadado? (Pausa.) Si en algo soy culpable contigo, perdóname, por favor...

     VOINITZKII. -¡Deja ese tono y vamos al grano! ¿Qué necesitas?



Escena III

Entra MARÍA VASILIEVNA.

     SEREBRIAKOV. -Aquí tenemos también a «maman». Empiezo a hablar. (Pausa.) Les he invitado, señores, a venir aquí con el fin de comunicarles que viene el inspector... Pero, bueno... Dejemos a un lado las bromas; el asunto es serio. Les he reunido con el fin de solicitar su ayuda y consejo..., cosas ambas que, conocida su proverbial amabilidad, espero recibir. Soy hombre de ciencia, de libros... Y, por tanto, me mantuve siempre ajeno a la vida práctica. No me es posible, pues, prescindir de las indicaciones de gente ducha en la materia..., por lo que te ruego, Iván Petrovich, y ruego a ustedes, Ilia Ilich y «maman»... Es el caso que «manet omnis una nox»..., o sea, que todos dependemos de la providencia de Dios... Yo soy ya viejo y estoy enfermo..., por lo que considero llegada la hora de ordenar mis bienes en cuanto estos se relacionan con mi familia. No pienso en mí. Mi vida acabó ya, pero tengo una mujer joven y una hija. (Pausa.) Seguir viviendo en el campo es imposible. No estamos hechos para el campo. Ahora bien..., vivir en la ciudad, con los ingresos que produce esta finca, tampoco es posible. Suponiendo, por ejemplo, que vendiéramos el bosque, esta sería una de esas medidas extraordinarias que no pueden tomarse todos los años... Es preciso, por tanto, encontrar un medio que nos garantizara una cifra de renta fija más o menos segura. Así, pues, habiéndoseme ocurrido cuál podría ser uno de esos medios, tengo el honor de someterlo a su juicio... Pasando por alto los detalles, les explicaré mi idea en sus rasgos generales... Nuestra hacienda no rinde, por término medio, más del dos por ciento de renta. Propongo venderla... Si el dinero obtenido con su venta fuera invertido en papel del Estado, podríamos obtener de un cuatro a un cinco por ciento, e incluso creo que podría conseguirse algún «plus» de varios millones de rublos, que nos permitirían comprar una «dacha» en Finlandia.

     VOINITZKII. -¡Espera!... ¡Me parece que el oído me engaña! ¡Repite lo que has dicho!

     SEREBRIAKOV. -He dicho que se coloque el dinero en papel del Estado, y que con el «plus» restante se compre una «dacha» en Finlandia.

     VOINITZKII. -No hablamos ahora de Finlandia. Dijiste algo más.

     SEREBRIAKOV. -Propongo vender la hacienda.

     VOINITZKII. -¡Justo!... ¡Vender la hacienda!... ¡Magnífico! ¡Una idea maravillosa!... ¿Y dónde dispones que me meta yo con mi vieja madre y con Sonia?

     SEREBRIAKOV. -¡Eso ya se pensaría a su tiempo! ¡No puede hacerse todo de una vez!

     VOINITZKII. -¡Espera!... ¡Por lo visto, hasta ahora no he tenido ni una gota de sentido común!... ¡Hasta ahora he incurrido en la insensatez de pensar que esta hacienda pertenecía a Sonia!... ¡Mi difunto padre la compró para dársela como dote a mi hermana!... ¡Hasta ahora he sido tan ingenuo, que no entendía nada de leyes y pensaba que la hacienda, a la muerte de mi hermana, la heredaría Sonia!

     SEREBRIAKOV. -En efecto, la hacienda pertenece a Sonia. ¿Quién discute eso?... Sin el consentimiento de ella no me decidiré nunca a venderla... Además, si propongo hacerlo es por su propio bien.

     VOINITZKII. -¡Increíble! ¡Incleíble!... ¡O me he vuelto loco o..., o...!

     MARÍA VASILIEVNA. -«¡Jean!»... No lleves la contraria al profesor... Créeme, él sabe mejor lo que es bueno y lo que es malo.

     VOINITZKII. -¡No!... ¡Déme agua! (Bebe.) ¡Decid lo que queráis! ¡Lo que queráis!

     SEREBRIAKOV. -No comprendo por qué te excitas así... Yo no digo que mi proyecto sea el ideal; si todos lo encontraran mal, no pienso insistir. (Pausa.)

     TELEGUIN. -(Azorado.) Yo, excelencia..., tengo hacia la ciencia no sólo veneración, sino hasta un sentimiento como... de pariente... El hermano de la mujer de Grigorii Ilich -mi hermano- conoció a Konstantin Trofimovich Lakedemonov, el magistrado...

     VOINITZKII. -¡Espera, Vaflia!... ¡Estamos tratando de un asunto! ¡Espera!... ¡Después!... (A SEREBRIAKOV.) ¡Pregúntale a él! ¡Esta hacienda le fue comprada a tu tío!

     SEREBRIAKOV. -¡Ah! ¡Que tengo que preguntarle! ¿Para qué?...

     VOINITZKII. -¡En aquel tiempo la hacienda se compró en noventa y cinco mil rublos, de los cuales mi padre pagó solamente setenta mil, quedando, por tanto, con una deuda de veinticinco mil!... ¡Ahora escuchen!... ¡Esta hacienda no hubiera podido comprarse si yo no hubiera renunciado a mi parte de herencia en favor de mi hermana, a la que quería mucho!... ¡Por si fuera poco, durante diez años trabajé como un buey hasta conseguir pagar toda la deuda!

     SEREBRIAKOV. -Lamento haber entablado esta conversación.

     VOINITZKII. -¡Si ahora la hacienda está limpia de deudas y va bien, es gracias solamente a mi esfuerzo personal..., y he aquí que, de pronto, cuando soy viejo, pretenden echarme de ella!

     SEREBRIAKOV. -No comprendo adónde vas a parar.

     VOINITZKII. -¡He dirigido esta hacienda durante veinticinco años, enviándote dinero como el más concienzudo administrador, y por todo ello, ni una sola vez durante ese tiempo me has dado las gracias! ¡Siempre -lo mismo ahora que en mi juventud- el sueldo que he recibido de ti no ha pasado de quinientos rublos anuales! ¡Mísera suma que nunca pensaste en aumentar ni en un rublo!

     SEREBRIAKOV. -Pero ¿cómo podía yo saber eso, Iván Petrovich? ¡No soy hombre práctico y no entiendo, por tanto, de nada! ¡Tú mismo podías habértelo subido cuanto quisieras!

     VOINITZKII. -¿Por qué no robé? ¿Por qué no me desprecian todos ustedes por no haberlo hecho?... ¡Hubiera sido justo, y ahora no sería yo pobre!

     MARÍA VASILIEVNA. -(En tono severo.) «¡Jean!»

     TELEGUIN. -(Nervioso.) ¡Vania! ¡Amigo mío!... ¡No hay que...! ¡No hay que...! ¡Estoy temblando! ¿Por qué alterar la buena armonía? (Besándole.) ¡No hay que...!

     VOINITZKII. -¡Durante veinticinco años, con mi padre viví entre cuatro paredes como un topo!... ¡Todos nuestros pensamientos y sentimientos eran para ti solo! ¡De día hablábamos de ti, de tus trabajos!... ¡Nos enorgullecíamos de ti, pronunciábamos tu nombre con veneración, y perdíamos las noches con la lectura de esos libros y revistas que ahora tan profundamente desprecio!

     TELEGUIN. -¡Vania! ¡No hay que...! ¡No puedo!

     SEREBRIAKOV. -(Con ira.) ¡No entiendo! ¿Qué es lo que quieres?

     VOINITZKII. -¡Eras para nosotros un ser superior y nos sabíamos tus artículos de memoria!... Pero ¡ahora se han abierto mis ojos!... ¡Todo lo veo!... ¡Escribes sobre arte y no entiendes una palabra! ¡Todos tus trabajos, que tan amados me eran, no valen ni un «grosch»! ¡Nos engañábamos!

     SEREBRIAKOV. -¡Señores! ¡Llévenselo de una vez de aquí! ¡Yo me voy!

     ELENA ANDREEVNA. -¡Iván Petrovich! ¡Le exijo que se calle! ¿Me oye?

     VOINITZKII. -¡No me callaré! (Cerrando el paso a SEREBRIAKOV.) ¡Espera!... ¡No he terminado todavía! ¡Tú fuiste el que malogró mi vida! ¡No he vivido! ¡No he vivido!... ¡Por tu culpa perdí mis mejores años! ¡Eres mi peor enemigo!

     TELEGUIN. -¡No puedo! ¡No puedo!... ¡Me marcho! (Sale, preso de fuerte agitación.)

     SEREBRIAKOV. -¿Qué quieres de mí? ¿Qué derecho, qué derecho tienes para hablarme de ese modo?... ¡Lo que eres es una nulidad! ¡Si la hacienda es tuya, quédate con ella! ¡No la necesito!

     ELENA ANDREEVNA. -¡Ahora mismo me marcho de este infierno!... (Con un grito.) ¡No puedo resistir más!

     VOINITZKII. -¡Mi vida está deshecha! ¡Tengo talento, inteligencia, valor!... ¡Si hubiera vivido normalmente, de mí pudiera haber salido un Dostoievski, un Schopenhauer!... ¡No sé lo que digo!... ¡Me vuelvo loco! ¡Estoy desesperado!... ¡Madrecita!...

     MARÍA VASILIEVNA. -(En tono severo.) ¡Obedece a Alexander!

     SONIA. -(Arrodillándose ante el ama y estrechándose contra ella.) ¡Amita!... ¡Amita!...

     VOINITZKII. -¡Madrecita!... ¿Qué debo hacer?... ¡No me lo diga! ¡Ya sé lo que tengo que hacer! (A SEREBRIAKOV.) ¡Te acordarás de mí! (Sale por la puerta del centro. MARÍA VASILIEVNA le sigue.)

     SEREBRIAKOV. -Pero ¡bueno!... ¿Qué es esto, en resumidas cuentas?... ¡Libradme de ese loco! ¡No puedo vivir bajo el mismo techo que él!... ¡Duerme ahí... (Señalando la puerta del centro.), casi a mi lado!... ¡Que se traslade a la aldea o al pabellón!... ¡Si no, yo seré el que se vaya allí, porque quedarme junto a él, en la misma casa, me es imposible!

     ELENA ANDREEVNA. -(A su marido.) ¡Hoy mismo nos marchamos de aquí!... ¡Es indispensable dar órdenes inmediatamente!

     SEREBRIAKOV. -¡Qué nulidad de hombre!

     SONIA. -(A su padre, siempre de rodillas, nerviosa y entre lágrimas.) ¡Hay que tener misericordia, papá! ¡Tío Vania y yo somos tan desgraciados! (Conteniendo su desesperación.) ¡Hay que tener misericordia!... ¡Acuérdate de cuando eras joven, y tío Vania y la abuela se pasaban las noches traduciendo para ti libros..., copiando papeles!... ¡Todas las noches! ¡Todas las noches!... ¡Tío Vania y yo hemos trabajado sin descanso, con temor a gastar en nosotros mismos una kopeika para poder mandártelo todo a ti!... ¡No hemos comido gratis nuestro pan!... ¡No es eso lo que quiero decir! ¡No es eso, pero tú tienes que comprender, papá! ¡Hay que tener misericordia!

     ELENA ANDREEVNA. -(Nerviosamente a su marido.) ¡Alexander!... ¡Por el amor de Dios!... ¡Ten una explicación con él! ¡Te lo suplico!

     SEREBRIAKOV. -Bien. Nos explicaremos... Sin culparle de nada ni enfadarme, coincidirán ustedes conmigo en que su comportamiento es por lo menos extraño... Pero, bueno..., voy a verle. (Sale por la puerta del centro.)

     ELENA ANDREEVNA. -¡Trátale con más blandura! ¡Cálmate! (Sale tras él.)

     SONIA. -(Estrechándose contra el ama.) ¡Amita!... ¡Amita!...

     MARINA. -¡Nada, nada..., nenita!... ¡Déjalos que cacareen como los gansos, que ya se callarán!

     SONIA. -¡Amita!

     MARINA. -(Acariciándole la cabeza.) ¡Tiemblas como si estuviera helando... Bueno, bueno, huerfanita... Dios es misericordioso... Voy a hacerte una infusión de tila o de frambuesa y se te pasará... ¡No te aflijas, huerfanita!... (Fijando con enojo la mirada en la puerta del centro.) ¡Vaya nerviosos que se han puesto los muy gansos! ¡A paseo con ellos! (Detrás del escenario suena un disparo, oyéndose después el grito lanzado por ELENA ANDREEVNA. SONIA se estremece.)

     SONIA. -¡Vaya!

     SEREBRIAKOV. -(Entrando corriendo y tambaleándose de susto.) ¡Sujetadlo!... ¡Sujetadlo!... ¡Se ha vuelto loco!



Escena IV

ELENA ANDREEVNA y VOINITZKII aparecen forcejeando en la puerta.

     ELENA ANDREEVNA. -(Luchando por arrebatarle la pistola.) ¡Entréguemela! ¡Entréguemela le digo!

     VOINITZKII. -¡Déjeme, «Helène»! ¡Déjeme! (Logrando soltarse de ella, entra precipitadamente y busca con los ojos a SEREBRIAKOV.) ¿Dónde está? ¡Ah! ¡Está aquí! (Apuntándole disparando.) ¡Pum!... (Pausa.) ¿No le he dado? ¿Me falló otra vez el tiro? (Con ira.) ¡Ah diablos! ¡Diablos!... (Golpea con la pistola sobre la mesa y se deja caer, agotado, en una silla. SEREBRIAKOV parece aturdido, y, ELENA ANDREEVNA, presa de un mareo, se apoya contra la pared.)

     ELENA ANDREEVNA. -¡Llévenme de aquí! ¡Llévenme!... ¡Mátenme, pero no puedo quedarme un instante más! ¡No puedo!

     VOINITZKII. -(Con desesperación.) ¡Oh! ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué estoy haciendo?...

     SONIA. -(En voz baja.) ¡Amita! ¡Amita!...

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