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ArribaAbajoContrastes

1825 1845
TIPOS PERDIDOS TIPOS HALLADOS
El religioso. El periodista.
El consejero de Castilla. El contratista.
El lechuguino. El juntero.
El cofrade. Los artistas.
El alcalde de barrio. El elector.
El poeta bucólico. El autor de bucólica.


ArribaAbajoEl religioso

El representante más genuino de nuestra antigua sociedad era el Fraile. Salido de todas las clases del pueblo; elevado a una altura superior por la religión y por el estudio; constituido por los cuantiosos bienes de la Iglesia en una verdadera independencia; abiertas a su virtud, a su saber o a su intriga todas las puertas de la grandeza humana; dominando, en fin, por su carácter religioso y por su experiencia, todos los corazones, todas las conciencias privadas, venía a ser el núcleo de nuestra vitalidad, el espejo donde corrían a reflejarse nuestras necesidades y nuestros deseos.

Un infeliz artesano, un mísero labrador a quien la Providencia había regalado dilatada prole, destinaba al claustro una parte de ella, confiando en que desde allí el hijo o hijos religiosos servirían de amparo a sus hermanos y parientes; un joven estudioso, un anciano desengañado del mundo, hallaban siempre abiertas aquellas puertas providenciales, que les brindaban el reposo y la independencia necesarios para entregarse a sus profundos estudios o a la práctica tranquila de la virtud; y desgraciadamente también, un ambicioso, un intrigante o un haragán aprovechaban ésta, como todas las instituciones humanas, para escalar a su sombra las distinciones sociales, para engañar con una falsa virtud o para vegetar en la indolencia y el descuido.

De estas excepciones se aprovechó la malicia humana para socavar y combatir con sus armas el edificio claustral; de estas flaquezas hicieron causa común el siglo pasado y el presente para echar por tierra la sociedad monástica, y hasta para negar los méritos relevantes que en todos tiempos puede alegar en su abono.

Con efecto, y sin salir de nuestra España, ¿qué clase, por distinguida que sea, puede contar en sus filas un Jiménez de Cisneros y un Mendoza? ¿Un Luis de León y un Domingo de Guzmán? ¿Un Mariana y un Tirso de Molina? ¿Un Granada, un Isla, un Sarmiento y un Feijoo? -¿Dónde, más que en los claustros, supo elevarse la virtud a la altura de los ángeles, la política y el consejo a la esfera del trono, el estudio y la ciencia a un término sobrehumano? -Piadosos anacoretas, separados del comercio social, habitaban muchos en yermos impracticables, para entregarse allí silenciosamente a la contemplación y a la penitencia. Colocados otros en las ciudades y en el centro bullicioso de la sociedad, estudiaban y acogían sus necesidades, brillaban en el consejo por la prudencia, en el púlpito por la palabra, en la república literaria por obras inmortales, que son todavía nuestro más preciado blasón.

Además de la influencia pública que les daba su alto ministerio y su representación en la sociedad, y que llegaba a veces a elevar a un humilde franciscano a la grandeza de España, a la púrpura cardenalicia o a la tiara pontifical, habían sabido granjear con su talento (no siempre, es verdad, bien dirigido) la confianza de la familia, la conciencia privada, el respeto universal. -Un pobre fraile, sin más atavíos que su hábito modesto y uniforme, sin más recomendaciones que su carácter, sin más riquezas que su independencia, entraba en los palacios de los príncipes, era escuchado con deferencia por los superiores, con amor por sus iguales, con veneración por el pueblo infeliz. -Asistiendo a las glorias y a las desdichas íntimas de la familia, le veía desde su cuna el recién nacido, recibían su bendición nupcial los jóvenes esposos, le contemplaba el moribundo a su lado en el lecho del dolor. El mendigo recibía de sus manos alimento, el infante enseñanza, y el desgraciado y el poderoso consejo y oración.

El abuso, tal vez, de esta confianza, de esta intimidad, solía empañar el brillo de tan hermoso cuadro, y llegó en ocasiones a ser causa de discordias entre las familias, de intrigas palaciegas, y de cálculos reprobados de un mísero interés. Pero ¿de qué no abusa la humana flaqueza? y en cambio de estos desdichados episodios, ¿no pudieran oponerse tantas reconciliaciones familiares, tantos pleitos cortados, tantas relaciones nacidas o dirigidas por la influencia monacal?

El Religioso, en fin, tiempo es de repetirlo, tiempo es de hacer justicia a una clase benemérita, que la marcha del siglo borró de nuestra sociedad; no era, como se ha repetido, un ser egoísta e indolente, entregado a sus goces materiales y a su estúpida inacción. -Para uno que se encontraba de este temple había por lo menos otro dedicado al estudio, a la virtud y a la penitencia. -No todos pretendían los favores cortesanos; muchísimos, los más, se hallaban contentos en su independiente medianía, y prestaban desde el silencio del claustro el apoyo de sus luces a la sociedad. -No penetraban todos en el seno de las familias para corromper sus costumbres, sino más generalmente para dirigirlas o moderarlas. -Creer lo demás es dar asenso a los cuentos ridículos del siglo pasado o a los dramas venenosos del actual. -Si pasaron los frailes, débese a la fatalidad anexa a todas las cosas humanas, a las nuevas ideas políticas o a los cálculos económicos, más bien que a sus faltas y extravíos.




ArribaAbajoEl periodista

La civilización moderna nos ha regalado en cambio este nuevo tipo que oponer por su influencia al trazado en las líneas anteriores. -El actual no presenta para su recomendación títulos añejos, glorias históricas, timbres ni blasones. Su existencia data sólo, entre nosotros, de una docena escasa de años; su investidura es voluntaria; sus armas no son otras que una resma de papel y una pluma bien cortada. -Y sin embargo, en tan escaso tiempo, con tan modesto carácter y con armas de tan dudoso temple, el periodista es una potencia, que quita y pone leyes, que levanta los pueblos a su antojo, que varía en un punto la organización social. -¿Qué enigma es éste de la moderna sociedad, que se deja conducir por el primer advenedizo; que tiembla y se conmueve hasta los cimientos a la simple opinión de un hombre osado; que confía sus poderes a un imberbe mancebo, para representarla, dirigirla, trastornarla y tornarla a levantar?

Surge en cualquiera de nuestras provincias un mancebo despierto y audaz que disputa con sus camaradas por cualquier motivo; que habla con desenfado de cualquier asunto; que emprende todas las carreras, y ninguna concluye; que critica todos los libros sin abrir uno jamás. -Este muchacho, por supuesto, es un grande hombre; un genio no comprendido, colosal, piramidal, hiperbólico. -Su padre, que no sabe a qué dedicarle, le dice que trata de ponerle a Ministro, y que luego, luego parta a la corte, donde no podrá menos de hacer fortuna con su desenfado y su carácter marcial. -El muchacho, que así lo comprende, monta en la diligencia peninsular, arriba felizmente orillas del Manzanares, se hace presentar en los cafés de la calle del Príncipe y en las tiendas de la de la Montera, en el Ateneo y en el Casino; lee cuatro coplas sombrías en el Liceo; comunica sus planes a los camaradas, y logra entrar de redactor supernumerario de un periódico. -A los pocos días tiende el paño y explica, allá a su modo, la teología política; trata y decide las cuestiones palpitantes; anatomiza a los hombres del poder; conmueve las masas; forma la opinión; es representante del pueblo; hace su profesión de fe, y profesa, al fin, en una intendencia o una embajada, en un gobierno político o en un sillón ministerial. -Llegado a este último término, hace lo que todos: recibe la autorización de la media firma; cobra su sueldo; presenta nueva planta de la Secretaría; coloca en ella a sus parientes y paniaguados; expide circulares; firma destituciones; da audiencias; asiste a la ópera con aire preocupado; toma posiciones académicas, se hace retratar de grande uniforme por López o Madrazo, y se coloca, naturalmente, en la Galería pintoresca de los personajes célebres del siglo. -A los seis meses o menos de representación, cae entre los silbidos del patio, y queda reducido a su antigua luneta. -Vuelve a enristrar la pluma; vuelve a oponerse al poder; vuelve a hablar de la «atmósfera mefítica de los palacios, de la filantropía de sus sentimientos, de sus ideas humanitarias y seráficas»; hasta que otra oleada de la tempestad política torna a colocarle en las nubes. -Truena de nuevo allí; vuelven a silbarle, y tórnase a escribir... «¡Oh almas grandes, para quienes los silbidos son arrullos y las maldiciones alabanzas!»




ArribaAbajoEl consejero de Castilla

En los tiempos añejos y mal sonantes en que no se había inventado el periodista magnate ni las reputaciones fosfóricas, necesitábanse largos años para sentarse un hombre en sillón aterciopelado, dilatada carrera para regir la vara de la justicia, y un pulso tembloroso para llegar a firmar con don. -El joven estudiante que salía pertrechado de fórmulas y argumentos de las célebres aulas Complutenses o Salmantinas, tomaba el camino de la corte, modestamente atravesado en un macho, y daba fondo en una de las posadas de la Gallega o del Dragón. -Desde allí flechaba su anteojo hacia la sociedad en que aspiraba a brillar; hacía uso de sus recomendaciones y de sus prendas personales; frecuentaba antesalas; asistía a conferencias; escuchaba sermones; hacía la partida del tresillo a la señora esposa del camarista, a la vieja azafata o al vetusto covachuelo; y a dos por tres entablaba una controversia lógica sobre los pases de Pepe-Hillo o las entradas del Mediator.

Por premio de todos estos servicios, y en galardón de sus reconocidos méritos (impresos por Sancha en ampulosa relación), acertaba a pillar un primer lugar en la consulta para la vara de Móstoles o de Alcorcón; y si por dicha había acertado a captarse la benevolencia de alguna sobrina pasada del camarista o de una hermana fiambre del covachuelo, entonces la vara que le ponían era mejor. -Servía sus seis años, y con otros dos o tres de pretensión, ascendía a segundas; luego a terceras, de corregidor de Málaga o alcalde mayor de Alcaraz. -Aquí ya tenía la edad competente para pasado por agua, y acababa de encanecer en la audiencia del Cuzco o en el gobierno de Mechoacán. -Regresando luego a la Península, entraba, por premio de sus dilatados servicios, en el Consejo de las Indias o en el de las Órdenes, y de allí ascendía, por último, al Supremo de Castilla, a la Cámara y al favor Real.

Esto nunca llegaba hasta bien sonados los setenta; pero como la vida entonces era más bonancible, aunque no tan dramática, el Consejero conservaba aún en sus altos años su modesta capacidad, su semblante sonrosado, su prosopopeya y coranvobis. -Habitaba por lo regular un antiguo caserón de las calles del Sacramento o de Segovia, en cuyos interminables salones yacían arrumbados los sitiales de terciopelo, los armarios chinescos, los cuadros de cacerías, los altares y relicarios de cristal. -Las señoras y las niñas hacían novenas y vestían imágenes en las monjas del Sacramento; los hijos andaban de colegiales en la Escuela Pía; los pajes y las criadas se hablaban a hurtadillas hasta llegar a matrimoniar.

El anciano magistrado madrugaba al alba, y hacía llamar al paje de bolsa para extender las consultas o extractar los apuntamientos; a las ocho recibía las esquelas y visitas de los pretendientes y litigantes; tomaba su chocolate, subía en el coche verdinegro, y a placer de sus provectas mulas se llegaba a misa a Santa María. -Entraba luego al Consejo, y escuchaba en sala de Gobierno los privilegios de feria, los permisos de caza, las emancipaciones de menores, las censuras de obras literarias, el precio, calidad y peso del pan. -Pasaba después a la de Justicia, a escuchar pleitos de tenutas, despojos y moratorias. -Asistía luego en pleno a los arduos negocios en que se interesaba la tranquilidad del Estado; pasaba los viernes a palacio a consulta personal con S. M., y regresaba, en fin, a la Cámara a proponer obispos y magistrados, expedir cédulas y dirimir las contiendas del patrimonio Real.

De vuelta a su casa, comía a las dos en punto; y levantados los manteles, echaba su siesta hasta las cinco, en que era de cajón el ir a San Felipe o a la Merced a buscar al R. Maestro Prudencio o al Excmo. P. General, para llevarlos consigo a paseo la vuelta del Retiro o a las alturas de Chamartín. -Allí se dejaba el coche, que les seguía a distancia respetuosa, y se hacía un ratito de ejercicio, amenizado con sendos polvos de exquisito sevillano. -Hablábase allí del rey y del presidente, del ministro y del provincial; se comentaba la última consulta o la próxima promoción; se leían recomendaciones de pretendientes, y hasta se entablaban los primeros tratos para la boda de la hija del Camarista con el sobrino del Padre general.

Al anochecer era natural regresar al convento, donde en armonioso triunvirato se consumía el jicarón de rico chocolate de Torroba con sendos bollos de los Padres de Jesús; y vuelto a casa el Magistrado, después de otra horita de audiencia o de despacho, se rezaba el rosario en familia, y se entablaba un tresillo, a ochavo el tanto, con el secretario de la Cámara y la viuda del relator, hasta que dadas las diez, cada cual tomaba el sombrero y dejaba a su Ilustrísima descansar.




ArribaAbajoEl contratista

-Háganse Vds. a un lado y dejen pasar a ese brillante cabriolé. -¿Quién viene dentro? ¿Es agente de cambios o médico homeópata? ¿La bolsa o la vida? -¡Eh!... ¡A un lado, hombre! -¡Dios le perdone! que nos ha llenado de lodo hasta el sombrero.

El reluciente carruaje sigue su rápida carrera, sin dársele un ardite de los pedestres, y llegando delante de una suntuosa casa de moderna construcción, el jockey se apea y va a dar el brazo, para descender, a un personaje de mediana edad, elegantemente vestido de negro, bota charolada, guante pajizo y condecoración de brillantes en el pecho. -Sube apresuradamente la escalera, sin reparar en las varias personas que esperan su llegada; atraviesa las salas, donde al resguardo de verjas de madera cubiertas con cortinillas verdes, están trabajando los numerosos dependientes; no hace alto en el ruido armonioso de las talegas de pesos, vaciadas de golpe por el cajero, y se encierra en su gabinete a calcular a sus solas cuánto le producirá el último corte de cuentas ministerial.

El agente de bolsa entra a la sazón a proponerle la venta de algunos millones de créditos: el oficial del ministerio le viene a pedir a nombre de S. E. otros millones en metálico: contesta al ministro con el dinero, al agente con las libranzas; realiza el papel; el Gobierno no le cumplirá el trato; pero él ganará un millón.

El dependiente le trae a firmar una contrata; el habilitado viene a cobrar la anterior; el cosechero coloca en depósito sus frutos; el provisionista carga con ellos; el escribano le lee una escritura de adquisición de una propiedad, el comisario la hipoteca que hace de ella para la contrata; el cajero le da cuenta del arqueo; y el groom le entrega un billete perfumado de la prima donna, o el cartel de los toros que le remite el primer espada.

A todos contesta y en todo está. -Recibe con franqueza a los amigos que le pagaban el café antes de ser contratista, con galantería a la cómica que le pide una recomendación para el director, y con altivez al ministro que viene a proponerle otro negocio y a comer con él. -Pasa luego a dirigir personalmente el arreglo del jardín o las colgaduras del salón; sale al Prado a dar en ojos a la rancia nobleza con su magnífico landó; va luego al teatro a decidir magistralmente sobre el mérito de las piezas, y después al Casino a trazar nuevas combinaciones ministeriales, en que suele figurar él.

Todavía no se ha decidido a abrir sus salones a la sociedad; pero ya se decidirá. -Y la sociedad, ansiosa, acudirá a festejar al dichoso del día; y la pluto-cracia triunfará de la aristo-cracia, y de los rancios pergaminos los billetes de banco y los talegos de arpillera. -«Dineros son calidad.»




ArribaAbajoEl lechuguino

Este era un tipo inocente del antiguo, que existió siempre, aunque con distintos nombres, de pisarerdes, currutacos, petimetres, elegantes y tónicos. -Su edad frisaba en el quinto lustro; su diosa era la moda; su teatro, el Prado y la sociedad. -Su cuerpo estaba a las órdenes del sastre; su alma, en la forma del talle o en el lazo del corbatín. -¡Qué le importaban a él las intrigas palaciegas, los lauros populares, la gloria literaria, cuando acertaba a poner la moda de los carriks a la inglesa o de las botas a la bombé! ¡cuando se veía interpelado por sus amigos sobre las faldas del frac o sobre los pliegues del pantalón!

¡Existencia llena de beatitud y de goces inefables, risueña, florida, primaveril! ¡Y no como ahora nuestros amargos e imberbes mancebos, abortos de ambición y desnudos de ilusiones, marchitos en agraz, carcomidos por la duda o dominados por la dorada realidad! -¡Dichosos aquéllos, que, más filósofos o más naturales, se dejaban mecer blandamente por las auras bonancibles de su edad primera; estudiaban los aforismos del sastre Ortet; adoraban la sombra de una beldad, y seguían los pasos de una modista; danzaban al compás de los de Beluzi, y tomaban a pechos las glorias de la Cortessi o los triunfos de Montresor!

¡Qué tiempos aquellos para las muchachas pizpiretas, en que el Lechuguino bailaba la gabota de Vestris, y no se sentaba hasta haber rendido seis parejas en las vueltas rápidas del vals! -¡Qué tiempos aquellos en que se contentaba con una mirada furtiva, y contestaba a ella con cien paseos nocturnos y mil billetes con orlas de flecha y corazones!... ¿Qué te has hecho, Cupido rapazuelo (que tanto un día nos diste que hacer), y no aciertas hoy al pecho de nuestros jóvenes mancebos, los escépticos, los amargos, los displicentes, a quien nadie seduce, que en nada creen, que de nada forman ilusión?

¡Oh Lechuguino! ¡Oh tipo fresco y lleno de verdor! ¿Dónde te escondes? ¡Oh muchachas disponibles! Rogad a Dios que vuelva, con sus botas de campana y sus enormes corbatas, sus pecheras rizadas y sus guantes de algodón. Rogad que vuelva, con sus floridas ilusiones y su escasa ilustración, con sus idilios y sus ovillejos, y sin barbas, sin periódicos, sin escepticismo y sin instinto gubernamental.




ArribaAbajoEl juntero

Este tipo es provincial, moderno, popular y socorrido. -Abraza indistintamente todas las clases, comprende todas las edades; pero lo regular es hallarle entre la juventud y la edad provecta, entre la escasez y la ausencia completa de fortuna. -Militares retirados, periodistas sin suscritores, médicos sin enfermos, abogados sin pleitos, proyectistas y cesantes del pronunciamiento anterior: he aquí los miembros disponibles de toda junta futura, los representantes natos de toda bullanga ulterior.

Su residencia ordinaria es el café más desastrado de la ciudad, y allí irá a buscarlos la masa popular cuando sienta su levadura, de allí los arrancará, cual a otro Cincinato del arado, para sentarlos en la silla curul y confiarles las riendas de aquella sociedad que se desboca.

El Juntero, que así lo había previsto, o por decir mejor, que así lo había preparado, luego que llega a entrar con aquella investidura en la Casa consistorial, saca del bolsillo la proclama estereotípica, en que habla de los derechos del hombre y del carro del despotismo, de la espada de la ley y de las cadenas de la opresión; a cuya eufónica algarabía responde el gutural clamoreo de los que hacen de pueblo, con los usados vivas y el consabido entusiasmo imposible de describir. -Y nuestro Juntero, padre de la patria, lo primero que hace es suprimir las autoridades, y declararse él y sus compañeros autoridad omnímoda, independiente, irresponsable, heroica y liberal. -Se repican las campanas, se interceptan los correos, se arma a los pobres, se encarcela a los ricos, se persigue a éstos, se despacha a aquéllos (todo con el mayor orden), se canta el Te Deum, y se pasea la Junta en coche simón.

A los cuatro días empiezan a venir felicitaciones de las otras juntas comarcanas; subsidios voluntarios de los que van recogiendo por fuerza las partidas volantes; adhesiones espontáneas bajo pena de la vida de los concejos y hombres buenos del distrito, y por último, reconocimiento y apoteosis del nuevo Gobierno en la capital.

El Juntero entonces, hombre de orden, cambia su plaza de vocal por la de intendente o jefe político, y se resigna a ser gobierno el que tanto chilló contra aquella calamidad.




ArribaAbajoEl cofrade

Las cofradías religiosas eran en lo antiguo lo que las sociedades políticas y literarias en lo moderno. -Reuníanse en ellas los hombres bajo los auspicios de un santo, como en las políticas suelen reunirse hoy bajo las banderas de un santón; -discutían allí sobre las fiestas religiosas e indulgencias, y se disputaban los cargos sacramentales con el mismo fervor con que en las de hoy se crean las reputaciones, se entablan los certámenes y se hace la oposición; -y finalmente, hasta en muchas de ellas y con reglamentos sabios y filantrópicos se atendía al socorro de los cofrades necesitados, como en los mutuos auxilios trazados hoy por las Sociedades aseguradoras. -El estudio, pues, de aquellos religiosos institutos no es, por lo tanto, una cosa indiferente, y los grandes servicios que prestaron a la civilización no merecen por cierto el desdén del filósofo; y si el tiempo y la relajación de las costumbres causaron en ellos, como en toda cosa humana, ciertos abusos, no por eso hemos de negar su grande y benéfica influencia para extender el espíritu de asociación y el instinto de caridad.

Pero, dejando a un lado (por no ser hoy de nuestro propósito) la parte filosófica y sublime de estas asociaciones, y limitados a trazar el tipo especial del individuo cofrade (que por ampliación abusiva se apellida generalmente el Sacramental), hallarémosle en el cancel de la iglesia donde se celebra la función del Santo patrono, sentado tras una mesa cubierta de damasco encarnado, sobre la cual se ven varios atadillos de ordenanzas, sumarios, cartas de hermandad y listas, estampas del Santo y escapularios benditos, y una bandeja de plata para recibir las limosnas de cobre.

El Sacramental es hombre como de medio siglo, pequeño, rollizo y sonrosado: su traje es serio, o como él dice, de militar negro; zapato de oreja, pantalón holgado y sin trabas, y en los días de solemnidad calzón corto con charreteras, casaca de moda en 1812, chaleco de paño de seda, y corbata blanca con lazo de rosetón. -Su profesión en el siglo es la de escribano o alguacil, comadrón o menestral. -El celo que le anima por la hermandad le hace muchas veces descuidar sus lucrativas ocupaciones por entregarse a la asistencia a juntas, preparativos de la fiesta, procesiones y sufragios. -En aquéllas el Cofrade autorizado lleva el pendón o el estandarte, no con escaso trabajo para sostenerle contra el ímpetu del viento, que al paso que le sacude y bambolea, levanta también y encrespa los cuatro mechones de pelo traídos con sumo cuidado desde la nuca para encubrir la falta superior. -En las juntas su voz es decisiva para todos los negocios arduos, y muy luego se ve condecorado con las sucesivas investiduras de vice-secretario, secretario, contador, tesorero, consiliario y vice-hermano mayor. (El hermano mayor suele ser un príncipe o magnate que no sabe que existe tal cofradía.)

No satisfecho nuestro cofrade-modelo con todos estos trabajos, con traer la bolsa de la demanda, con repartir las velas y adornar con flores el altar, se entrega con ardor a la propaganda, y trata de catequizar, para entrar en la hermandad, a todo prójimo que encuentra al paso, haciéndole una pintura bíblica de la beatitud que le espera en cuanto se asiente en los libros matrices y pague la limosna de costumbre. -Y como esto de irse un hombre al cielo por tan poco dinero no es cosa de echar en saco roto, no hay necesidad de decir que el sacramental hace próvida cosecha.

Ni es (por desgracia) sólo el ardor espiritual el que suele andar en ello; también el pícaro interés mundano acierta a veces a salir al paso, que tal es y puede llamarse el deseo de buscar relaciones y figurar, aunque en los humildes bancos de una cofradía, y el instinto provincial para auxiliarse mutuamente; porque conviene saber que muchas de aquéllas son formadas exclusivamente por Gallegos o Castellanos, Aragoneses o Navarros, los cuales, a la sombra de Santiago o Santo Toribio, Nuestra Señora del Pilar o San Fermín, tratan de buscar entre los cofrades litigios, si son abogados; enfermos, si son médicos y obras de su oficio, si honrados menestrales. -Además de esto, la cofradía suele tener algunos fondillos de que disponer; algunos créditos que percibir; algunas casas que administrar; y sin perjuicio de entrar a la parte en las indulgencias, no hay tampoco inconveniente en cobrar el tanto por ciento de comisión, o vivir de balde en la casa sacramental.

Por último, el bello ideal del Cofrade es pensar que cuando fallezca asistirán a su entierro quince o veinte estandartes; le vestirán diez o doce mortajas, y rellenarán su caja con una resma de bulas y ordenanzas, con cuyo seguro pasaporte confía que pasarán allá arriba sus travesurillas mundanas y su mística especulación.




ArribaAbajoLos artistas

La palabra Artista es el tirano del siglo actual. -En lo antiguo había pintores, escultores, arquitectos, comediantes y aficionados. -Hoy sólo hay Artistas; y en esta calificación entran indiferentemente desde el pincel de Apeles hasta el puchero en cinto; desde el cincel de Fidias, hasta las alcarrazas de Andújar; desde el coturno trágico hasta la cuerda del acróbata; desde el compás de Vitrubio hasta el cuezo del albañil.

El que enciende las candilejas en el teatro, Artista; el motilón que echa tinta en los moldes, Artista también; el que inventó las cerillas fosfóricas, distinguido Artista; el que toca la gaita o el que vende aleluyas, Artistas populares; el herrador de mi calle, Artista veterinario; el barbero de la esquina, Artista didascálico; el que saluda a Esquivel o quita el tiempo a Villaamil, Artista de entusiasmo; el que lee el Laberinto o el Semanario, los socios del Liceo o del Instituto, los que asisten a los toros o al teatro, los que forman corro alrededor de la murga, Artistas de afición; el perro que baila, el caballo que caracolea, el asno que entona su romanza... Artistas, Artistas de escuela.

Entre tanto, como todo el mundo es Artista, los Artistas no tienen que comer, o se comen unos a otros. -El clero y la nobleza, que antes les sostenían, están ahora muy ocupados en buscar dónde sostenerse. -La grandeza metálica de los Fúcares modernos está por las artes de movimiento; protegen la polka y la tauromaquia, las diligencias y los barcos de vapor. En sus flamantes salones no quieren estatuas, sino buenas mozas; sus libros son el Libro mayor y el Libro diario; sus conciertos, el ruido del aurífero metal. -Cuando más, y para satisfacer su amor propio, se hacen retratar por el pintor, como se hacen vestir por el sastre, de cuerpo entero, y todo lo más elegante posible, cuidando de que el marco sea magnífico y de relumbrón. -Para amenizar los salones, basta con las estampas del Telémaco o las vistas de la Suiza.

El Artista, entre tanto, desdeñado por la fortuna, camina a la inmortalidad por la vía del hospital, y se sube a una buhardilla con pretexto de buscar luces. Allí se encierra mano a mano con su independencia, y se declara hombre superior y genio elevado; descuida los atavíos de su persona por hacer frente a las preocupaciones vulgares, y ostentando su excentricidad y porte exótico e inverosímil, se deja crecer indiscretamente barbas y melenas, únicos bienes raíces de que puede disponer. -Desdeña la crítica periodística por incompetente; la autoridad del maestro por añeja; los consejos de los inteligentes por parciales y enemigos; y con una filosofía estoica, responde a la adversidad con el sarcasmo, a la fortuna con el más altivo desdén. -Por último, cuando se permite una invasión en el campo de la política, adopta las ideas más exageradas, y es partidario de las instituciones democráticas, que han acabado con las clases que antes le sostenían, y sustituido las artes liberales por otras, también artes y liberales también.




ArribaAbajoEl alcalde de barrio

Todavía humean las cenizas de este tipo recientemente sepultado por la novísima ley de Ayuntamientos; todavía resuenan sus glorias en nuestros oídos; todavía aparece a nuestra memoria con su presencia clásica y dictatorial.

Parécenos aún estar viendo al honrado vidriero o al diligente comadrón, que revestido por obra y gracia (no sabremos decir de quién) con aquella autoridad local, inmediata, tangible, que iba aneja al bastón de caña con las armas de la Villa, se recogía en los primeros momentos en el retrete de su imaginación para ver el modo de corresponder dignamente al reclamo de sus comitentes y no defraudar las esperanzas del país, que le confiaba los destinos de un barrio entero.

Su primera diligencia era desdeñar por humildes e incongruentes sus antiguas mecánicas faenas; habilitar para despacho la trastienda o el entresuelo; tomar, respecto a los mancebos y oficiales, una actitud de estatua ecuestre, y ver de improvisar una alocución en que diese a conocer a la familia todo el peso de su autoridad. -Recogíase en seguida en un rincón de la trastienda para recordar a sus solas algunos rasgos medio olvidados de pluma, y satisfecho de su idoneidad para la firma, abría luego la audiencia y escuchaba a las partes, cuyas causas solían reducirse a tales cuales bofetadas o puntapiés recibidos y datados en cuenta corriente, a tal indiscreta incursión en el bolsillo del prójimo, o a cual permuta del marido por el amante, de la mujer ajena por la propia mujer.

El alcalde, severo y cejijunto y con cara de juez, les echaba una seria reprimenda, recordando su deber a ellos, que se disculpaban con no tener con qué pagar, y recomendando los buenos principios a quien no conocía otros que pepitoria de Leoanés o pimientos en vinagre. -Últimamente les apercibía con otra amonestación en caso de reincidencia, amén de dos ducados de multa impuestos a nombre de la ley, y que cuidaba de exigirles el alguacil, que hacía de ley.

No sólo era la trastienda el tribunal de esta benéfica autoridad. -Por las noches y ratos desocupados se entregaba a la justicia ambulante; rondaba callejuelas y encrucijadas; detenía el ratero en su rápida carrera; protegía al bello sexo contra un inhumano garrote; echaba su bastón en la balanza del tocino; conducía a su manso la oveja perdidiza; y si era acabada la pendencia, la hacía volver a empezar por tener el consuelo de interponer y hacer brillar su autoridad en todos aquellos episodios que bajo el título de Ocurrencias amenizan la última página del Diario de Madrid.

Otro de los cuidados, y el más importante acaso, de su cometido, era el formar los padrones del vecindario de su distrito, y aquí era donde había que admirar la inteligencia y exactitud del Alcalde vidriero o comadrón, aplicados a la estadística. -Armado con sus antiparras circulares, su bastón de caña y su tintero de cuerno, y seguido siempre del inseparable ministril, iba tocando casa por casa y preguntando en cada una: -«¿Hay novedad desde el año pasado?»; -y respondiéndole que no, continuaba copiando en las casillas los nombres del padrón anterior, sin alteración de edades ni de estados. -Los apellidos recibían en su pluma terminaciones bárbaras, que harían sudar al etimologista más perspicaz: las profesiones siempre eran las mismas: -v. gr. -«Fulano, herrador; Zutana, su mujer, ídem; Mengana, su abuela, ídem», etc. -Preguntaba luego en la parroquia (queriéndola echar de culto) si había habido defunciones, y el sacristán le contestaba que de funciones sólo había en todo el año la de San Roque, con lo cual el Alcalde le borraba, por muerto, de la matrícula. -En el cuarto bajo afiliaba a madre Claudia y a sus educandas bajo el genérico nombre de artistas; -para él todos los vecinos de las buhardillas eran agentes de negocios; todos los escribientes, escritores públicos; todos propietarios los que tenían veinte y cuatro horas diarias de que disponer.

Llegaban luego las elecciones, y aparecían en las listas los difuntos y los no-nacidos, los niños de pecho y los mozos de cordel. -Un año daba el padrón del barrio tres mil almas, y al año siguiente diez y seis mil; en aquél todos eran varones, y en éste llevaban las hembras la mayoría; en cuanto a la material colocación de los nombres, ocurría muchas veces que el elector que encontraba el suyo en una lista tenía que ir a buscar su apellido al otro barrio.

No era menos de admirar el celo e inteligencia del Alcalde en la expedición de pasaportes, cuando a primera hora de la mañana, sentado en su silla de Vitoria tras de la mesilla cubierta de bayeta verde, calados los anteojos, el gorro de algodón o la gorrilla de cuartel, el cigarro en la boca y la pluma tras la oreja, aparecía ocupado en atar y desatar (muchas veces del revés) padrones y registros, mientras iban entrando los postulantes, desde la criada que mudaba de amo, hasta el elegante que salía a viajar.

-Buenos días, señor Alcalde. (El Alcalde no daba respuesta.)

-Yo soy Engracia de Dios, que he servido de doncella a don Crisanto, el droguero de la esquina, y paso a casa de doña Paula la Corredora, viuda del corredor.

(El Alcalde echa una mirada indiscreta a la doncella y no le parece del todo mal.)

-¿Y cómo es que ha abandonado V. al señor don Crisanto, niña? (La muchacha se pone colorada y se arregla el brial.) -Ya ve V., porque... (El Alcalde interrumpe su respuesta y dicta el padrón.) «Engracia de... Tal; que deja al amo que servía, por razón de estado», etc.

El elegante que espera el pasaporte hace largo rato busca dónde sentarse; pero el Alcalde, previendo este desacato, ha suprimido las sillas. -Llégale en fin su turno, y el Alcalde le pide un fiador con casa abierta.

-¡Un fiador, un fiador! (responde el caballero), ¡a mí, don Magnífico Pabón, conde del Empíreo, que paso de intendente a Filipinas!...

-Más que sea V. (replica el Alcalde) el mismísimo Preste Juan. Aquí no hay más que la ley; la ley...

Por fortuna acierta a entrar a la sazón el zapatero de viejo que trabaja en el portal de don Magnífico tras de un biombo (que no puede ser casa más abierta), y aquél, conociendo lo arduo del caso, le propone si quiere ser su fiador. El zapatero contesta que sí, pero no sabe cómo él, que viene a responder de un duro tomado al fiado, puede...

-No importa (replica el Alcalde); la ley es ley, y usted tiene casa abierta; conque puede V. ser fiador. Extienda V. el documento, secretario, yo dictaré. -«Pasaporte para el interior. Concedo pasaporte, etc. (lo impreso) a don Fulano de Tal, barón de Illescas, que pasa a las islas Filipinas en la Habana; va de intendente a negocios propios: sale en posta, vía recta, y con obligación de presentarse diariamente a las autoridades de los pueblos donde pernocte... Señas personales: Cara redonda, ojos ídem, boca ídem, pelo ídem. Va sin enmienda. Valga por un mes.»




ArribaAbajoEl elector

El interminable y desatentado giro de nuestra máquina política ha privado de la vara (o sea bastón) de barrio a nuestros tenderos y hombres buenos; pero en cambio quedan aún a todo honrado ciudadano una porción de derechos imprescriptibles, con los cuales puede, en caso necesario, engalanarse y darse a luz.

En primer lugar tiene el derecho de pagar las contribuciones ordinarias de frutos civiles, paja y utensilios, cultos y clero, puertas, alcabalas, etc., amén de las extraordinarias que juzguen conveniente imponer los que de ellas hayan de vivir. -Tiene la libertad de pensar que le gobiernan mal, siempre que no se propase a decirlo, y mucho menos a quererlo remediar. -Puede, si gusta, hacer uso de su soberanía, llevando a la urna electoral una papeleta impresa que le circulan de orden superior. -Está en el lleno de sus prerrogativas cuando hace centinela a la puerta de un ministerio o acompaña a una procesión, uniformado a su costa con el traje nacional. -Da muestra de su aptitud legal y representa la opinión del país cuando, abandonando su taller o su mostrador, va a escuchar como jurado la acusación y defensa de un artículo de periódico, que para el fiscal es subversivo, y para él es griego. -Y ejerce, en fin, una envidiable magistratura cuando emplea su influjo y diligencia para que el uno sea alcalde, el otro regidor, éste oficial de su compañía, aquél jefe de su escuadrón.

Por último, el bello ideal del Elector es cuando a fuerza de su valimiento y conexiones llega a trepar hasta el rango de electo; cuando a impulsos de la popularidad que disfruta en su casa o en su calle, consigue trocar un año la vara de Burgos por el bastón concejil; el peso de los garbanzos por la balanza de Astrea; el banquillo de su trastienda por el banco municipal. -Entonces es cuando reconoce lo bueno de un orden de cosas en donde uno es cosa; lo excelente de una administración en que uno propio administra; lo admirable de un teatro en que uno hace de galán.

Guiado por el celo hacia el servicio público (hablamos del público de su bando pues el otro no es prójimo), trabaja día y noche con asiduidad; asiste a comisiones, registra expedientes; presenta proyectos; sostiene polémicas; dirige obras públicas y comidas patrióticas; y en uso de su derecho, descuida sus propios negocios y se arruina por dirigir los de los demás. -Verdad es que llegado aquel caso se toma también la libertad de no pagar, por la sencilla razón de no tener con qué; y a la demanda de sus acreedores responde heroicamente, cual el otro ilustre romano: «Hoy hace un año que me pronuncié y salvé a la patria; vamos al Capitolio a dar gracias a los dioses.» -Y cogen y se van a la taberna a echar medio chico.




ArribaAbajoEl poeta bucólico

He aquí otra raza antidiluviana, que los futuros geólogos hallarán en el estado fósil bajo las capas o superposiciones de nuestra tierra vegetal. -He aquí otro de los tipos inocentes y de buen comer que la marcha corretona del siglo ha hecho desaparecer de la escena, con sus dulces caramillos, sus florestas y arroyuelos, sus zagalas retozonas y sus pastores peripatéticos, sus fieles Melampos y su cayado patriarcal.

Hoy día, si uno se echa a discurrir por esos prados adelante, en vez de tiernos coloquios y flautiles conciertos, está a pique de asistir a un entierro de algún poeta suicida, o a un desafío a pistola entre dos filósofos, o a una imprecación al diablo hecha por una mujer fea y superior. -El olor del tomillo se ha cambiado por el de la pólvora; las églogas coreadas por los responsos y nocturnos, y el amor cieguezuelo por el ojo anatómico del doctor Gall. -Ya no hay ovejas que asistan al cantar sabroso

«de pacer olvidadas escuchando»;

hoy sólo figuran búhos agoreros que en cavernoso lamento y profundo alarido interrogan a la muerte sobre su fatídico porvenir. -Ya no hay chozas pajizas, quesos sabrosos, ni leche regalada: sólo se ven en el campo del dolor espinas y abrojos, sepulcros entreabiertos, gusanos y podredumbre. Los mansos arroyuelos trocáronse en profundos torrentes; las floridas vegas en riscos escarpados; las sombrías florestas en desiertos arenales.

Yo, si va a decir la verdad (y con el permiso del auditorio), no veo esto ni aquello por más que me echo a mirar; lo cual me convence más y más de mi prosaica, material y nimia inteligencia. -Y he aquí sin duda la razón por que no he tropezado aún con zagalas ni con ángeles; los Salicios y Nemorosos he tenido siempre la desgracia de verlos bajo la forma de Blases y Toribios, y su dulce lamentar más me ha parecido graznido de pato que Música celestial; -así como tampoco veo la sociedad de maldición que los modernos vates, sino un mundo muy divertido, como que no conozco otro mejor: ni en la mujer hermosa me echo a adivinar su mísero esqueleto; antes bien me complazco en contemplar su belleza, muy propia para lo que el Señor la crió. -Los arroyos y torrentes no me murmuran ni me lamentan, antes bien me refrescan y me hacen dormir la siesta: -el cementerio me parece cosa muy santa y muy buena; pero no pienso entrar en él hasta que me lleven; y en cuanto a los puñales y venenos, los dejo a los herreros y boticarios.

Mas si por alguno de aquellos extremos me hubiese tomado el diablo (dado caso de que yo fuera un genio), escogía, a no dudarlo, el de la zamarra pastoril, y desde ahora para entonces renunciaba a los goces de la sanguinosa daga o del buido puñal. -Porque aquéllos (los zamarros) eran hombres de buen humor, que así entonaban un epitalamio como bailaban un zapateado; que así disertaban en una academia como improvisaban una bomba en un regalado festín. -Ni se tenían por hombres providenciales, enormes, ni pretendían, a lo que creo, ser la única expresión de la sociedad; y lo eran sin embargo, con su poesía rosada, sus honrados conceptos y su mantecosa moral. -Para ellos el ser poeta era lo mismo que hacer coplas, y de ningún modo pensaban que esto era una misión, sino un intríngulis; y el que tenía vena (que así se decía) o le soplaba la musa (que así se pensaba) tenía carta blanca para salir por esas calles adelante disparando redondillas y ovillejos, epigramas y acertijos a todo trapo, viniesen o no a pelo; los cuales, corriendo luego de boca en boca, acababan por dar al coplero repentista una fama colosal.

Esta reputación, en verdad, a nada conducía, o le conducía, cuando más, derechito al hospital de Toledo; pero mientras andaba suelto era el hombre más feliz de la tierra, viendo impresas en el Diario sus improvisaciones y ensueños, oyendo cantar sus gozos a las colegialas de Loreto o a los niños de la doctrina, y guiando él mismo el coro báquico en el banquete de un grande de España. -Una plaza en la contaduría de éste, una buhardilla en las nubes, un banquillo en la librería, o un tablero de damas en el café, bastaban a llenar sus deseos y a amenizar su existencia: el término de aquéllos era un beneficio simple o la administración de un hospital. Hasta que, ya en edad avanzada, se retiraba del mundo, renegaba de su lira, y se abrazaba con el hábito franciscano o la sotanilla del hermano Obregón.




ArribaAbajoEl autor de bucólica

Ahora, en los tiempos positivos que alcanzamos, el ingenio está sujeto a tarifa; Apolo y las musas se rigen por un arancel. -No hay eruditos que consuman su vida en averiguar fechas o en interpretar viejos cronicones; pero en cambio tenemos amplia cosecha de genios improvisados, desde la edad de diez a la de veinte abriles; amén de algunos genios de pecho que hacen concebir las más lisonjeras esperanzas. -En los principios de su carrera el ingenio espontáneo derrama a manos llenas y sin el más mínimo interés los torrentes de su sabiduría; pero andando más los tiempos y luego que reconoce la necesidad práctica de ganar su vida, la razón corta los vuelos al albedrío, la materia sube a las ancas del espíritu, y el cálculo matemático entra a disputar el campo a la noble inspiración.

Nuestro autor entonces abre tienda de talento o pone bufete de ingenio, y abraza la carrera de las bellas letras como el comerciante la de las buenas, y el abogado la de las malas. -Echa el ojo en el vasto campo de la literatura a aquella especialidad que más le conviene o de que espera tener mayor despacho, y ya se dedica a vender a la menuda trozos líricos y composiciones fugitivas al sol, a la luna, a las estrellas y demás novedades; ya se declara filósofo contemplativo y pintor de las costumbres sociales; ora se emplea en trazar la historia que puede pasar por novela, ora se complace en escribir novelas que pican en historia; los unos se encargan del surtido por mayor de narraciones, episodios, cuentos y traducciones para los periódicos; los otros (y son los más) disparan al teatro su erizada batería de dramas venenosos, tragedias líricas, comedias, loas y entremeses.

La literatura mercantil se desarrolla, en fin, entre nosotros, y estamos ya muy lejos de aquellos tiempos en que se decía que


    «sólo la poesía es buena
hecha a moco de candil.»

Hoy nuestros vates necesitan para sus doradas inspiraciones tintero de plata y bujías de esperma, papel satinado y mullido sofá.

Hasta ahora, es verdad, la importancia metálica de esta profesión no ha llegado en España al alto grado que alcanza en los mercados extranjeros, y solamente el ramo teatral es el que ofrece ventajas a los que se dedican a cultivarle. -He aquí la causa por que abundan los poetas dramáticos y escasean los historiadores y prosistas: -la solución del enigma está en que para las comedias hay empresarios y para los libros no; que aquéllas se cotizan al contado como papel de nueva creación, y éstos entran en la categoría de deuda diferida y sin interés.

Todo lo que no sea, por lo tanto, hacer comedias, es lo mismo que no hacer nada: para la gloria, porque nadie lo lee: para el bolsillo, porque nadie lo compra. -El autor dramático recibe a lo menos su contingente mitad en laureles y mitad en pesos duros: el escritor de libros tiene que consolarse con apelar al juicio y aplauso de la posteridad. -Verdad es que los libros que hoy corren no llegarán a ella, o sólo llegarán bajo la forma de cucuruchos.

Por lo demás, siempre es un consuelo tener una puerta abierta por donde entrar a lucir el ingenio; y cuando esta puerta es ancha y espaciosa como la Puerta Otomana, tanto mejor; porque conviene saber que para ser hoy día escritor dramático no se necesita gran dosis de invención ni de filosofía, de observación ni de estilo. -Se agarra una historia, y cuando en ella no se encuentra cuadro dramático, se suple lo que falta, se cuelga un crimen al más pintado, y que chille el muerto; -se dialoga un folletín o se disuelve en coplas un fragmento, y que rabien y bostecen los vivos; -se cuentan en quintillas y romances una conversación de paseo, unos amores de entresuelo, y hágote comedia de costumbres; -se pilla un carácter a Moreto, una situación a Rojas y un enredo a Tirso, se rellena el hueco con el competente ripio, cosecha de casa, y allá va un drama filosófico o caballeresco. -Últimamente (y es lo más socorrido) se traduce un drama de Buchardi o una piececita de Scribe, se la esquila, trastrueca y muda el nombre, como hacen los gitanos con las caballerías hurtadas, y hágote acomodo y arreglo a la escena española. -Por lo demás, objeto ni intención moral o política Dios los dé. -¿Qué ha querido probar el autor con esta comedia? (preguntaba yo a un amigo al salir del teatro.) -Yo le diré a V. (me contestó), ha querido probar que se pueden ganar cien doblones con una sandez, y lo peor es que lo ha conseguido.

Por fortuna, entre el destemplado clamoreo de este tutti dramático descuellan hasta una media docena de voces verdaderamente sonoras y apacibles, que hacen olvidar el dicho coro infernal.

Epílogo

No concluiríamos nunca si hubiéramos de trazar uno por uno todos los tipos antiguos de nuestra sociedad, contraponiéndolos a los nacidos nuevamente por las alteraciones del siglo. -El hombre en el fondo siempre es el mismo, aunque con distintos disfraces en la forma; -El cortesano, que antes adulaba a los reyes, sirve hoy y adula a la plebe bajo el nombre de tribuno; -el devoto se ha convertido en humanitario; -el vago y calavera en faccioso y patriota; -el historiador en hombre de historia; -el mayorazgo en pretendiente, -y el chispero y la manola en ciudadanos libres y pueblo soberano. -Andarán los tiempos, mudaranse las horas, y todos estos tipos, hoy flamantes, pasarán, como los otros, a ser añejos y retrógrados, y nuestros nietos nos pagarán con sendas carcajadas las pullas y chanzonetas que hoy regalamos a nuestros abuelos... ¿Quién reirá el último?

El Curioso Parlante.






ArribaAbajoTengo lo que me basta

«Le peu qu'on travaille c'est pour parvenir à ne rien faire; ne rien faire est ici le bonheur.»


Dupati.                


Todos los autores que han tratado de nuestra España han pretendido pintar a su manera el carácter nacional. Conviniendo casi todos, por lo regular, en nuestra poca afición al trabajo, cada cual ha motivado esta circunstancia en diferente causa. Unos, por ejemplo, dijeron que era debida a la influencia de un clima ardiente y voluptuoso; otros, a la falta de estímulo y galardón; cuál la achacó a orgulloso desdén; cuál a invencible pereza.

También yo he solido participar alternativamente de tan distintas opiniones; pero reflexionándolas bien y combinadas en mi imaginación aquellas causas, me inclino a creer que las que llamamos tales no son sino efectos, y que este vicio de nuestro carácter consiste en que no participamos de otro vicio mayor, que es el de la ambición, sin cuyo poderoso estímulo todos los tratados morales ni las leyes civiles son y serán insuficientes para hacer al hombre transigir con la obligación de trabajar constantemente.

Ahora bien; ¿por qué esta falta de ambición en los españoles, cualidad excepcional que les distingue entre todos los pueblos de la moderna Europa? -¿Será acaso nacida de virtud ascética, que imponga un rígido freno a los desmandados deseos del corazón? ¿Será por filosofía práctica y sincero desengaño de las ilusiones del mundo? ¿Será, en fin, por hallarse todos constituidos en tan feliz situación, que nada tengan que envidiar, nada que trabajar para conseguir?

Reflexionemos, pues, y echaremos de ver que hay algo de todo; algo de virtud de filosofía y de bienestar. -Me explicaré.

Hay algo de virtud; porque virtud es aquella dignidad del alma, que otros llamarán arrogancia, que nos hace repugnante la idea de cometer una bajeza; aquel sentimiento de amor propio que nos inclina a amar la independencia, y nos traba la lengua si intentamos dirigir expresiones de lisonja y sumisión a otro ser que miramos como igual; aquel invencible tedio con que solemos mirar toda ocupación en que creemos ver rebajada la dignidad del hombre, toda sujeción que llegue a comprometer su preciada libertad.

Hay algo de filosofía; porque filosofía es la moderación de los deseos y la tranquilidad del ánimo; la reducción de nuestras necesidades al menor término posible; el desprecio de los falsos oropeles, y la uniformidad sistemática, en fin, de nuestro pálido existir.

Hay algo de bienestar; porque bienestar es el hallarnos acostumbrados a la frugalidad y aun a la miseria; comer con alegría el pan moreno; vivir contentos en una mezquina habitación; envolver nuestra descuidada persona en una parda capa, y recibir sentados largas horas el gratuito beneficio de la presencia del sol.

En sociedades más avanzadas o más codiciosas, los hombres se agitan continuamente para llegar a aumentar la serie de sus goces, que muy luego convierten en otras tantas necesidades. -Cuál riega con copioso sudor una tierra ingrata, para obligarla a producir variados frutos con que haga más regalada su existencia; -cuál modifica y combina las invenciones de las artes, para cautivar la atención de un público exigente y caprichoso; -hay quien mira blanquear prematuramente sus cabellos a impulsos de largas vigilias, de constantes estudios, para producir una obra que asegure su inmortalidad; -hay, en fin, quien sueña con la idea de fijar la atención del país, dominar sus destinos e imponer el sello de su nombre a la época en que vive.

Ninguno allí está satisfecho con lo presente; todos aspiran a más grande porvenir; el labrador, el artesano, el comerciante, el escritor, el político; todos se sienten aguijonear por una necesidad dominadora, por un instinto irresistible hacia un más allá que extienda el círculo de sus satisfacciones, que les haga dejar atrás a los que marchan a su nivel.

Y de esta agitación, y de este movimiento, y de estos vicios, considerados tales a los ojos de la severa filosofía, vienen a resultar, sin embargo, grandes adelantamientos, y tal vez la riqueza y la prosperidad de una nación. -A la ambición de los individuos suele deberse la fertilidad y abundancia de los frutos de su suelo, la actividad del comercio, las ingeniosas combinaciones de la industria fabril; el lujo, que arranca de la tierra los metales preciosos, hace mover las ponderosas ruedas a impulsos del vapor; la vanidad, que crea las distinciones y los palacios, suele dar vida y alimentar a las bellas artes, y transformar en parques deliciosos los temerosos yermos y los incultos matorrales; y el amor propio y el orgullo, que presidieron a las tareas del sabio, son capaces de producir las obras inmortales que eternizan su memoria.

Quitad, pues, a una sociedad entera este orgullo, este amor propio, esta ambición, este lujo, esta vanidad; inspiradla el desprecio de los placeres mundanos, la moderación y el contento con las más exiguas necesidades; vereisla convertirse muy luego en un cuerpo raquítico y apocado, en un silencioso yermo, en que sólo alcance a percibirse de vez en cuando el saludo fatal de los discípulos de San Bruno: «¡Que morir tenemos!»

No permita el cielo que yo, español por cuatro costados, y amante de mi patria como el que más, trate de exagerar hasta este punto su indiferente apatía, ni desconozca los agigantados pasos con que camina ya por la senda de los útiles progresos; -pero baste para mi propósito sentar que esta indiferencia existe, y existe aún bastante generalizada para que los extranjeros, interesados fiscales de nuestras acciones, continúen mirándonos con el mismo lente desdeñoso que hasta aquí. -A ellos responderá la España moderna con mil acciones generosas, con mil virtudes positivas, que prueban sus esfuerzos para luchar contra dos siglos de constante adversidad; -responderán las orillas de nuestros mares, las escarpadas cumbres de nuestras montañas, no ya descuidadas ni exentas del peso del arado, ni de la planta del labrador; -responderá nuestra industria renaciente, cerrando cada día la puerta a un nuevo artículo de los que antes nos abastecía el extranjero; -responderán, en fin, algunos hombres verdaderamente sabios, a par que modestos, que sin ambición y sin estímulo trabajan con ahínco para contribuir a la pública felicidad.

Sin embargo, como las leyes y otras causas poderosas formaron las costumbres generales, y estas costumbres no son cosa que pueda variarse en un solo día, reconozcamos como distintivo todavía bastante característico de las nuestras aquella apatía o pereza de que hablábamos al principio; y ya nacida de influencia del clima, ya de consecuencia de las leyes, ya de virtud filosófica, ya de refinado egoísmo, combatida sea por las armas del raciocinio, por las del ridículo, si aquéllas no fueren suficientes, y persigamos con todas nuestras fuerzas esta exagerada moderación de deseos, este «Tengo lo que me basta», que impide a la mayoría de los españoles trabajar constantemente en mejorar su suerte, en acrecer su fortuna, y prepararse un porvenir más halagüeño.

¡Tengo lo que me basta! esto dice el mísero labrador, que en toda su vida ha querido escuchar los consejos de la ciencia, que le dicen que variando sus frutos podría doblar su precio; podría habitar una casa más cómoda; podría abandonar por otro nuevo el vestido que heredó de sus padres; podría entregarse el día festivo a un halagüeño recreo; podría resistir con confianza a una mala cosecha, una tormenta, una enfermedad u otra cualquiera desgracia.

¡Tengo lo que me basta! exclama el descuidado jornalero, que cuenta sus necesidades por el valor de su soldada; que mira en sus callosas manos la única garantía de su existencia; sin querer recurrir a su cabeza a buscar los medios de hacerlas valer más; que reduce todos sus placeres a la ominosa taberna, y mira el término de sus esperanzas en las salas de un hospital.

¡Tengo lo que me basta! prorrumpe también el atareado doméstico, que regalado con las sobras de la mesa de su señor, hace gustoso cesión de su albedrío, y desoye la voz de su razón, que le grita que por sí propio pudiera acaso proporcionarse una situación independiente y feliz.

¡Tengo lo que me basta! replica el mezquino mercader no bien ha dado a su comercio alguna clientela, que le asegura una existencia medianamente cómoda; por eso no cambia sus géneros por otros nuevos, por eso no da mayor vuelo a sus especulaciones; por eso, en fin, no contribuye como pudiera a la riqueza y civilización del país.

¡Tengo lo que me basta! repite el autor a quien sus obras o sus malos pecados proporcionaron un empleíllo o una herencia regular; y por esto renuncia a la gloria de su nombre, y por esto cesa de estudiar y de instruir a sus semejantes; y deja colgada su péñola, y se envuelve y ofusca en la concha de su egoísmo.

¡Tengo lo que me basta! claman en coro el elocuente abogado, el famoso médico, a quienes el trabajo de algunos años o una boda ventajosa aseguraron una módica renta, una pequeña propiedad; y renuncian por ella a su futura fama, a sus progresivos adelantos, y dejan abandonados a sus clientes, y miran a sus enfermos morir a manos de la ignorancia.

¡Tengo lo que me basta! prorrumpen el artista, el poeta, que vieron al pueblo entusiasmado aplaudir sus producciones. Y se duermen al lisonjero ruido de los aplausos, y dejan marchitar sus laureles por no acudir a renovarlos alguna vez.

¡Tengo lo que me basta! decía, en fin, don Modesto Sobrado, antiguo compañero de mis mocedades, tipo verdadero de la moderación y desdeñosa indolencia del hidalgo castellano.

Nacido y criado en una miserable aldea de tierra de Burgos, hubiera trascurrido el resto de sus días tan unido a su país natal como los robustos y frondosos robles que adornaban su término, sin cuidarse de saber si el mundo se extendía o no más allá de donde alcanzaba su vista.

Una modesta casa de labranza que contaba heredar de sus padres, y en que se habían sucedido cuatro generaciones anteriores; unas viñas y tierras de pan llevar, un caballejo y cuatro perros para la caza, y los domingos y fiestas de guardar una barra para ejercitar las fuerzas y una bandurria descordada con que llevar el compás a las mozas del pueblo cuando se juntaban a bailar. -Tales eran las circunstancias de nuestro mozo, y tan satisfechas hallábanse con ellas todas sus necesidades, que no hubiera podido comprender al que le hubiese hablado de otras mayores; tanto más, cuanto ya sus padres, calculando anticipadamente los primeros deseos de la naturaleza, habíanle preparado objeto conveniente y contratado de antemano su futuro matrimonio con una prima suya de edad proporcionada y de la misma clase y vecindad.

Quiso, empero, la mala suerte que, no bien cumplidos por Modesto los diez y ocho años, y cuando ya el señor cura de la aldea tomaba conocimiento del consanguíneo y solicitaba del provisor la correspondiente licencia para celebrar in facie Ecclesiae aquella pacífica unión; -quiso el diablo, vuelvo a decir, que la publicación de una quinta viniese a interrumpir tan santos proyectos y a sembrar la consternación en aquellos corazones, que se amaban necesariamente, porque no podían figurarse que pudiesen hacer nada mejor.

En vano los padres respectivos de ambos consortes emplearon su influjo con el señor Alcalde para darle a conocer la próxima y sagrada obligación en que estaban; en vano hicieron un viaje a la ciudad para consultar con el abogado don Pedancio, e interponer ante la Comisión de agravios la correspondiente excepción; -no hubo remedio; -el abogado cobró sus derechos; la Comisión hizo su agravio, y su merced el Alcalde satisfizo a la pública opinión de los otros tres mozos sorteables del pueblo, incluyendo en el cántaro el nombre de Modesto, quien, como era consiguiente, y por ser el que más falta hacía en su casa, sacó la bola negra; aunque malas lenguas contaron entonces que más que a su sino lo debió al signo del escribano.

Ya tenemos a nuestro joven burgalés medido y filiado; ya los físicos han reconocido su persona y declarado solemnemente que es muy a propósito para hacerse matar; ya los camaradas han colocado en su sombrero un pedazo de grana con una aleluya, retrato de la majestad reinante; ya, en fin, el sargento de reclutas lo arranca de sus hogares, y ríe de buena fe al observar la desesperación de los padres, el llanto de la muchacha y el embarazo y tristura del galán.

Mirémosle, pues, cambiar repentinamente su vida apacible y tranquila por el bullicioso movimiento del cuartel; mirémosle aprender con rudos trabajos los ejercicios bélicos, y trasladarse después a las guarniciones y campos de batalla. -En todos puntos cumplió sus deberes como valiente y como honrado, y sus buenas cualidades le hicieron desde luego tan buen lugar en la opinión de sus jefes, que pasando sucesivamente por todos los grados inferiores, llegó a merecer en pocos años ver premiados sus servicios con el grado de capitán.

A medida que la suerte le colocaba en mayor altura, hacíanse más y más patentes su valor e inteligencia, y ya todos los jefes veían un digno sucesor en el capitán Sobrado, tratándole con aquella consideración que el mérito superior sabe granjearse, aunque se halle encubierto bajo las insignias de un subalterno.

Mas la extremada moderación de su carácter vino a interrumpir tan brillantes esperanzas, inspirándole un tedio invencible por la agitación de la carrera militar, despertando sus ideas de reposo y subyugando su imaginación con el vehemente deseo de regresar a su país natal.

-«Ea bien (decía contristado en sus frecuentes soliloquios), ya soy capitán; ya conozco lo que valen los agitados deseos de la gloria, el envidiado oropel de los honores militares... ¿A qué engolfarme más y más en este mar proceloso en busca de una felicidad que tal vez me dejo a la espalda, o a riesgo de una bala que me atraviese el pecho, o de una injusticia que me envenene el corazón? -Alto allá, osados deseos; dejad de aguijonear mi dormida ambición; soy joven y honrado; he dado ya pruebas de mi valor; mi patria me agradece y cuidará de mi sostén; mi casa me espera y... Tengo lo que me basta; dejemos el resto a los que vienen detrás.»

Y con asombro de sus jefes y con gran sentimiento de sus subordinados, este brillante adalid, en quien reposaba más de una esperanza, solicitó y obtuvo su retiro y tomó tranquilamente la vuelta de su aldea.

Ocho años eran pasados desde que había salido de ella en servicio de la patria, y en ellos, como era de suponer, habían acaecido grandes mudanzas en el pueblo y en su familia. -Sus ancianos padres habían muerto ya; sus amigos también habían desaparecido casi todos; su futura y ya pretérita esposa, lo era de presente de otro hidalguete de las cercanías, y de su escasa fortuna, en fin, apenas quedaba sombra ya.

Reflexionó entonces nuestro héroe, y casi se arrepintió de su resolución en haber dejado el servicio, donde tan prósperamente le sonreía la fortuna. -Consideró, sin embargo, que a los veinte y seis años, con buena salud, talento y experiencia de mundo, no estaba en el caso de desesperar de aquélla, por lo que haciendo un esfuerzo su natural repugnancia, arregló como pudo sus negocios (que muy poco tenían que arreglar), y se trasladó a la corte, donde por sus buenas relaciones y mejor suerte, pudo al fin obtener un modesto empleo en la administración de rentas de una ciudad subalterna.

En este destino, su entendimiento despejado y su exquisito celo le hicieron mostrar tal aptitud, que muy en breve logró verse ascendido a mayores empleos y propuesto como modelo a los demás empleados del ramo. -Pero en el punto y hora en que se halló colocado en una administración medianamente dotada, allí hizo alto a sus progresos, y descansando apaciblemente en su tranquila posesión, repetía a los que hablaban de futuros adelantamientos: -«¿Y por qué los he de procurar? Soy feliz; tengo lo que me basta; dejemos a los otros que trabajen para sí.»

Un empleo, sin embargo, ya sabe todo el mundo que no es un censo vitalicio, y que son, por consecuencia, harto falsos los cálculos que se pueden fundar en él; sobre todo cuando el que calcula no es intrigante y no está siempre dispuesto a dar asalto a la plaza superior y defender la brecha que la codicia y la envidia abren en la suya. -El empleado, pues, que se estaciona, esté seguro de caer, porque es cosa imposible conservar la inmovilidad en medio de la general agitación; y en tales casos el no ganar es perder, y el permanecer tranquilo equivale a quedarse atrás.

Nuestro don Modesto lo era demasiado para seguir tan agitado sistema; y parapetado (parecíale a él) suficientemente en la estricta observancia de su deber, no cuidaba de saber las mudanzas de gabinete; ni leía las declamaciones periodísticas; ni daba alguna vuelta por las antesalas de la corte; ni tenía esposa bella que recibiese visitas de los amigos y protectores.

Vese por lo dicho que nuestro hombre era más propio para los tiempos añejos y poco ilustrados, en que no se había llevado tan a cabo la perfectibilidad social; y déjase inferir que, a pesar de sus merecimientos, muy pronto había de ser condecorado con el título de cesante, y trasladado, como otros miles, al inmenso panteón.

Cuando esta calamidad llega a los cincuenta o sesenta de la edad no tiene cura, y acaba naturalmente con el individuo atacado; mas cuando (como aconteció en el presente caso) el accidente se manifiesta y acomete en la fuerza de la juventud, todavía la naturaleza halla medios de sacudir el ataque, y suele mostrarse más enérgica, como para desmentir la parálisis a que se quiso sujetarla.

Así ni más ni menos sucedió a nuestro joven ex-administrador; por lo que, en vez de trabajar de nuevo con sus jefes para solicitar una reparación de aquella injusticia, o tal vez tomar pretexto de ella para darse a luz como la víctima de un partido y órgano natural de otro, recurrió únicamente a sus propios medios; entabló un pequeño giro mercantil; hizo largos viajes por mar y por tierra para extender sus especulaciones, y llegó a conseguir, por fin, al cabo de algunos años, una posición regular, debida a la fama de su probidad e inteligencia.

En casos tales, cuando la señora fortuna gusta de sonreír a un genio laborioso y emprendedor, es lo natural que el favorecido mortal se deje arrastrar de la corriente, y crezcan con el suceso las alas de su ambición, sacrificando a ella su libertad, su reposo y su conciencia misma.

Esto es, sin duda, un extremo vituperable; -nuestro protagonista inclinaba, como hemos ya visto, al lado opuesto. -Establecido una vez con regularidad, y calculando prudencialmente cubiertas sus modestas necesidades, cesó de todo punto en sus trabajos; compró una casita de campo, y se retiró del bullicio de la ciudad; y dando las gracias a sus corresponsales, se despidió cortésmente de ellos para entregarse de buena fe a esta tranquilidad de vida, a este dolce far niente a que siempre había aspirado como el término posible de la humana felicidad.

Acaso parecerá increíble a mis lectores; pero este hombre, cuya existencia parecen varias diferentes, aunque sometidas a un mismo influjo, había sabido estudiar durante su larga carrera en el gran libro del mundo-libro abierto para todos, aunque muy pocos sean los que alcancen a leer en él; -y luego que se vio tranquilo y reposado en el interior de su estudio, tomó la pluma, escribió sencillamente y sin reflexión sus propias ideas; y cuando a empeño de varios amigos dejó salir a luz algunas de sus producciones, el general entusiasmo saludó al que de improviso y como contra su propia voluntad se colocaba desde luego entre los primeros escritores del país. -Pero en vano el público esperó algunos años a que nuevas publicaciones viniesen a justificar más y más su brillante aparición en el orbe literario; -el descuidado autor, constante en su sistema de indiferencia, escuchó aquellos elogios, recogió aquellos laureles, y colgándolos como trofeos a la cabecera de su lecho, se volvió del otro lado y dijo: «Tengo lo que me basta; no quiero ni debo trabajar más.»

Llegó, sin embargo, un día en que nuestro hombre hubo de reconocer que ni sus riquezas, ni sus laureles, ni su egoísmo, eran bastantes a llenar un vacío que empezó a sospechar en su corazón. -¿Y dónde dirán VV. que miró escrita esta verdad aquel filósofo práctico, aquel ser aislado e indiferente? -Pues fue nada más que en unos ojos negros, en un lindo talle, en una niña, en fin, de veinte abriles que la casualidad le puso delante.

Nuestro protagonista rayaba ya en los cuarenta y cinco, y aquella enorme desproporción de edades le inspiraba respeto. Además, habíale siempre tenido a las severas condiciones del matrimonio, y seguro como estaba de bastarse a sí propio, recelaba justamente de poder bastar a un capricho ajeno. -Sin embargo, yo no sé qué aguijón que se le había clavado en el alma, no sé qué hastío producido nuevamente hasta de su misma saciedad, pudo más que todas las misantrópicas reflexiones; y echando, como suele decirse, pecho a la mar, se resolvió en fin a dar su mano a aquella niña, sin cuya amable sonrisa no podía ya vivir.

Ligado una vez a ella con los sagrados vínculos conyugales, todo su conato se convirtió a inspirarla sus propias inclinaciones, lo cual no le parecía imposible en una niña casi sin ideas propias, y ajena de los caprichos y de la exigencia del mundo. -No obstante, pareciéndole no ser bastante amado de su esposa, quiso a fuerza de obsequios hacerla olvidar la diferencia de edades; y apresurándose a adivinar sus pensamientos para luego satisfacerlos, compró una casa en Madrid y se trasladó a vivir en ella. -Las necesidades nuevas crearon otras mayores; la comodidad trajo el lujo; la casa nueva trajo los muebles nuevos; la frecuencia de la sociedad ajena trajo la sociedad al hogar propio; con ella vinieron el lujo y las modas, los caprichos y la vanidad. -No paró aquí, sino que el amor, que había traído a la mujer, trajo al fin del primer año a una hermosa criatura, y al año siguiente otra, y otras dos al tercero; y con ellas vinieron las nodrizas pasiegas, y las enfermedades y los médicos; y luego los ayos y preceptores; más adelante, los novios de las niñas y las calaveradas de los muchachos; con lo cual don Modesto, llegado a la edad sexagenaria, reconoció al fin que no le bastaba lo que tenía, o que sólo tenía lo suficiente para ofrecer a Dios en desagravio de su indolencia.

Tarde era ya para que este hombre, que con un poco más de constancia hubiera podido llegar a ser un buen general, un gran funcionario, un poderoso comerciante o un distinguido literato, recuperase el tiempo perdido, cuando ya le faltaban las fuerzas y el hábito del trabajo. -Reconoció la imprudencia con que había confiado en el porvenir; vio claramente que no había tomado en cuenta la larga cadena de necesidades que el hombre va eslabonando durante su vida, y que no le es lícito desperdiciar un día solo sin que no haya después de lamentarle. -Por último, de su misma desgracia y de su triste y miserable fin dedujo él entonces y reproduzco yo aquí la consecuencia de lo imprudente que suele ser este «Tengo lo que me basta», que hace renunciar muchas veces a los hombres y a las naciones a su vitalidad e inteligencia, condenándoles a una voluntaria parálisis, y acaso, acaso, a su cierta e inevitable ruina.

(Junio de 1838)




ArribaAbajoEl espíritu de asociación

El siglo XIX corre que vuela, y eso que ya no es ningún rapaz que digamos, sino antes bien entrado en años, como que para la próxima venitura ha de contar, si no miente el calendario, sus cincuenta navidades debajo del peluquín; -pero él, siempre tieso y rozagante, como aquellos señores mal criados que empezaron a los doce años a hacer calaveradas, y que pretenden prolongar todavía su juventud, a despecho de las arrugas que vienen a sorprenderles sin haberse fijado en nada, ni sin poder llegar a decir: Esto me está bien.

Y aconteció, pues, con este señor siglo en sus primeros años lo que de ordinario acontece con todos los muchachos traviesos y vivarachos, que no bien se les ve inclinados a jugar con el tambor, luego al punto suelen calificarlos de futuros héroes; y si tal vez aciertan a aprender de memoria y a recitar con desparpajo una fábula de Iriarte, de contado son y quedan clasificados en el catálogo de los sabios verosímiles.

Lo mismo nuestro siglo en cuestión; en sus primeros hervores hubo quien, al verle quimerista y pendenciero, profetizó de él gigantescas empresas y asombrosas hazañas, y luego vimos que todo era puro ruido y nada más. -Así que más grandecito le miramos recitar coplas y manotear fuerte, le apellidamos el siglo de las luces y de la filosofía. -Aficionose después a las cosas sólidas, como los caminos de hierro y las monedas de oro, y luego le bautizamos de siglo material y amigo de la positividad. -Pero en seguida le dio por aplicarse al gas y a las cerillas fosfóricas, y héteme aquí a mi siglo calificado de inflamable, volátil y fantástico; siglo de la poesía craneoscópica y de las cartas de pega.

¿Quién, pues, no se ha dado de calabazadas por comprender y fijar el verdadero espíritu de este siglo proteo, indefinible, incomparable; tronera de niño, pausado de joven, y más entrado en años saltarín y brincador? -Muchas y muy buenas obras se han escrito para definirle; muchos y buenos pinceles se han empeñado en dibujarle; pero él a lo mejor hase tornado de espaldas al retratante, o ha dejado caer el tintero encima al atareado escritor.

Váyanle VV. con estos ejemplitos al margen a tomar la medida al tal nene; quiero decir, a ponerle apellido que bien le cuadre, y hacer colar por exclusivamente suya cualquiera de las infinitas cualidades que adornan a este autor de remedión, a este cómico de la legua. -No, sino llámenle negro al mancebo, y en aquel punto y hora dará una voltereta, y vereisle tornado en blanco como un armiño.

Pero nadie podrá negarme que hay siempre en toda época alguna o algunas cualidades más especiales que otras; sin que al reconocerlas hayamos por eso de creerlas exclusivas, ni echarlas, como quien dice, a reñir con las demás. Del mismo modo que en cada semblante humano se advierten una o más señales que le distinguen de otros; como por ejemplo, una verruga en la nariz, lo cual es suficiente para poder apellidar a su dueño el hombre de la verruga; sin que esto sea decir que aquel hombre sea todo verruga, sino es ya que la verruga existe en el hombre aquel.

Pues bien; entre estas cualidades fisionómicas (no la verruga) de nuestro siglo, coloco yo, y otros habían adivinado antes, la mancomunidad en las ideas y en las acciones de los hombres, o por hablar en términos más cultos, el espíritu de asociación.

Con efecto, por poco que observemos, veremos luego que ésta es la cualidad primordial, el humor dominante de nuestra época; y así como en otras se han refundido y representado, digámoslo así, en un solo hombre, ésta se multiplica y subdivide por millonésimas partes, átomos imperceptibles, entre todos los seres contemporáneos; de suerte que no parece sino que todos nacemos faltos de alguna cosa, y que nos buscamos e incorporamos por instinto, para formar entre todos un juicio completo o una verdadera y sólida voluntad.

De aquí tantas asociaciones políticas, científicas y literarias; de aquí tantas discusiones y controversias; tantas obras enciclopédicas; tantas compañías de seguros mutuos; tanta gloria por acciones; tanto matrimonio a partir gastos.

«Cuatro ojos ven más que dos», dice un refrán. -Refranes hay para todo, y también hay otro que dice: -A menos bultos más claridad.» -Si lo que han de ver los cuatro ojos es una cosa sola, y en un punto fijo, claro es que los cuatro verán la misma cosa que los dos. -Ejemplo: -Reúnan ustedes muchos sabios en una junta, y sumen luego las cantidades de sabiduría... ¿Cuánto me dan ustedes si sacan menos que la que solía tener un sabio solo?

«-Dispare V. una bala a ese buque, señor sargento.

-El buque no está a tiro, mi general.

-Pues dispare V. toda la batería.»

No es esto decir que el espíritu de asociación no tenga, y mucho, de bueno; no, señores: esto lo que quiere decir es que la asociación suele a veces estar reñida con el espíritu; por lo demás, ¿quién niega que es susceptible de mil aplicaciones a cual más importante? -Por ejemplo:

Llega en estos afortunados tiempos a cumplir catorce abriles un mancebo... ¿A qué se ha de aplicar? ¿Ha de ir a llenarse las manos de callos para aprender un oficio mecánico con que ganar su subsistencia...? ¿Atestará su caletre de infolios para adquirir una profesión honrosa...? ¿O viajará, y revolverá mares y tierra en busca e investigación de la verdad?

Nada menos que eso. -Reúnese con otros compañeros, todos de su edad, y declárase, como ellos, sabio y literato. (Esto es ya de cajón, y literato en el lenguaje moderno quiere decir que conoce las letras, o sea el alfabeto; la poesía es una planta natural de suyo, que crece con las barbas.)

Reunidos en comandita, traducen entre seis o siete una comedia en un acto, o disuelven sus ideas en un periódico por tomas semanales, o bien cortan trozos y páginas enteras de acá y acullá, y lo zurcen y planchan de nuevo en su laboratorio, y hágote original. -Y los que no están de servicio, fórmanse en comisión de aplausos, y repiten en coro las glorias del compañero, y chillan y rabian, predicando su entusiasmo al pobre público, que en todo había pensado menos en sospechar que tenía un genio más a quien adorar; y le mira y remira, y abre tanta boca, y dice como sorprendido: -«¡Vean ustedes, quién lo había de decir! ¡y le teníamos por un fatuo!» -He aquí el espíritu de asociación útilmente aplicado al ingenio.

Sueña un pobre tendero que su vara se ha convertido en la de Moisés, que hacía saltar torrentes de gracia de las duras peñas; mira a su paisano y antiguo compañero manejando grandes capitales y dando la cara a formidables empresas. Hay, sin embargo, una diferencia, y es que el tal paisano es efectivamente poderoso, mientras que nuestro hombre, no tiene más capital que su activa imaginación... No importa... ¿Quién dijo miedo? -Asóciase para explotar aquélla con un tonto (que nunca faltan para bien de la humanidad), y a dos por tres da con él en tierra, y luego con otros y otros, y salta por encima de todos, y se va elevando, elevando, hasta que de asociación en asociación, para en asociarse con un banquero, y luego con un ejército, y después con un gobierno, y alza y baja los fondos del Estado, y hace y deshace paces y guerras, y forma oposiciones, y levanta ministerios, y... vayan ustedes a decirle al tal que el espiritu de asociación no es cosa buena.

¡Pobre viuda! tú contabas con el día treinta del mes, y hace muchos ya que los meses en España no tienen treinta; llamaste a la tesorería, y la tesorería te respondió en hueco; hasta el perro guardador dejó de ladrar por falta de motivo; no tienes más remedio, pobre viuda, que arrimar tu lumbre a la de tu vecino el cesante, o traerte a tu celda al exclaustrado, o rezar con las monjas por vuestros difuntos bienes, y aplicar a la puchera el espíritu del siglo, el espiritu de asociación.

Otra de las más ingeniosas aplicaciones de esta sociabilidad es la que suelen hacer los inquilinos con sus caseros, declarándose dueños in partibus de la finca alquilada y usufructuarios in integrum de su propiedad.

Las damas de gran tono suelen celebrar también esta especie de contrato social con los mercaderes de la calle del Carmen, pagándoles en sonrisas y amabilidad las blondas y rasos con que aquéllos cuidan de proveerlas.

Los elegantes rigoristas tienen por asociado al sastre, y abierto permanentemente en su libro el registro de la sociedad; y los parásitos y aduladores de pandilla se asocian a los poderosos, poniendo en fondo común sus loores y simpatías, mientras que por la contraria se ofrecen los palcos abonados, las doradas carretelas y las salsas del cocinero.

Pero el adelantamiento más positivo, lo que califica de grande al espíritu de asociación de nuestro siglo, es su aplicación al matrimonio; a este doble contrato de nuestra santa madre Iglesia, ya convertido en triple por la moderna filosofía.

Con efecto, desde que todos los galanes se han vuelto barbas, ya no hay drama posible; -desde que los poetas modernos han renegado de la mitología, huyeron de su imaginación todas las deidades imaginarias, y en la mujer no miran más que un mueble de uso común, y en el amor nada más que un sentimiento de orgullo o de comodidad. -En vez de pintarle niño y alado, hácenle marchar barbudo y con pies de plomo; quitáronle la venda de los ojos, y aplicaron a ellos el catalejo de la investigación y del cálculo; arrancáronle de las manos el arco y las flechas, y pusiéronle en su lugar un bolsillo y una pistola.

Vayan ustedes con anacreónticas y cartas en vitela a estos señores amargos, que a los veinte años tienen ya carcomida la existencia; que no hallan posible el amor sin el ribetito del crimen, o por lo menos sin peligro de muerte; que entienden, por otro lado, que los sentidos pueden marchar muy bien sin el auxilio del corazón, y que el suyo, en fin, vale mucha plata para entregarle a dos por tres.

Váyanles ustedes, digo, señoras doncellas, con las indirectas que antes eran de uso común entre vosotras de... ¡Qué malo es V....! ¿Quién le creyera...? ¿Lo dice V. de veras...? Dígalo V. a mamá... A ellos, que no reconocen intimaciones ni proclamas, ni hijos ni padres posibles, ni categorías ni fórmulas; que empiezan por apear el tratamiento a la persona a quien se dignan dirigirse, y por llamarla mujer a secas, como en otro tiempo decían los patriarcas de la ley antigua a la primera moza garrida que encontraban espigando en el desierto: «Mujer, vente conmigo, y partirás mi tienda y mi lecho», y ellas cogían el cántaro bajo del brazo, y echaban a andar tras ellos a partir lo arriba dicho.

Pero ellos (los nuestros) ni siquiera hacen caso de vosotras, espigaderas virginales, que salís a espigar en el campo de la sociedad; y si os dicen por acaso que les sigáis, cuenta que no es la tienda lo que quieren con vosotras repartir.

Pero no; en vano sois sus sombras; en vano os les presentáis a todas horas y bajo las formas más fantásticas y análogas a su indefinible voluntad; en vano seguís sus gustos, sus inspiraciones, sus manías; en vano remedáis sus acciones y apostura; -y si ellos dejan crecer sus cabellos hasta la espalda, vosotras los dejáis colgar hasta la cintura; y si ellos procuran triangulizar su frente, vosotras seguís en la vuestra la misma geométrica proporción; -en vano palidecéis como ellos; en vano sonreís amargamente; en vano cantáis llorando, y bostezáis en el baile, y en vano quisierais morir para parecerles mejor. -Ellos ni os reparan siquiera, porque su corazón... ¡oh! su corazón está lanzado en las etéreas e insondables ilusiones de un fatídico porvenir, y ni han observado vuestras lágrimas, ni vuestras ardientes ojeadas, ni vuestras gracias seductoras, ni vuestro traje sentimental.

Pero al fin son hombres, y al través de esta fantástica existencia tienen sus horas de positivismo; horas en que la materia se rebela contra el espíritu, y lo deja como quien dice arrinconado y sin poder chistar; y en estas horas y en estos días (o sean noches) en que la flaca humanidad llama a la puerta, es cuando recuerdan que les falta una cosa. -¿Qué cosa es ésta? -La mujer. -Y échase por esos salones a buscar las mujeres del prójimo, con una seguridad que no parecen sino hermanos de la Mesta que dan suelta al ganado en cualquier prado concejil.

Porque pensar que estos señores escépticos han de dudar de que las doncellas no les convienen, es pensar en lo excusado; y las razones son claras; -1.ª, porque las doncellas se pagan mucho de esto del corazón, y el suyo ya queda expresado que es inenajenable; 2.ª, porque ellas (las muchachas), si se las da un pie, luego piden la mano, y ya queda dicho arriba que su mano está armada para estos casos de un agudo puñal; 3.ª, porque una soltera es una mujer completa, y a ellos para su objeto les basta con un fragmento; porque aquéllas, en fin, aspiran a un lazo terrible y duradero, y ellos no a otra cosa que a un desenlace pronto y feliz.

Por estas razones y otras muchas que yo me sé, igualmente materiales y tangibles, dijeron y dicen para su capote: -¿Mujer? -La del prójimo. -Uno... dos... tres... trinidad perfecta. -¡Ah del espíritu del siglo! -Y aparecióseles el espíritu de asociación.

Y el marido desde entonces tuvo un esclavo más a quien mandar, y la mujer un dueño más a quien servir.

Aquél dijo: -«Quiero ser ministro», y su siervo se constituyó en adulador. -«Quiero ser diputado», y su cliente se convirtió en candidatura ambulante. -«Quiero ser periodista», y el amigo colaboró con él la pública opinión. -«Quiero ser poeta», y el amante se obligó a entusiasmar al patio. -«Quiero ser tonto», y el tercero en concordia fue tonto como él. -«Quiero ser pobre», y el protector se encargó de pagar al casero.

En cambio de todos estos servicios, por premio de tantos sinsabores, el vice-marido pudo contar... ¡ahí que no es nada!... ¡con media mujer!... -¡Y qué mujer!... ¿Y habrá todavía quien se ría de los maridos?

No hay, pues, que extrañarse de que en el estado actual de nuestras costumbres, el matrimonio, sagrado vínculo que en tiempos atrasados confundía en uno dos corazones, se haya convertido en un triángulo equilátero, y que sean homogéneos el marido y el amante. -Ambos tienen a la mujer, ambos la engañan, ambos la desprecian. -El ídolo dorado se derritió, y quedó el barro tosco y material: lo que antes exigía justa adoración, es ya, por su culpa, objeto de burla y menosprecio.

Tal sin duda es el raciocinio de muchos maridos, y tal era también el que formaba respecto a su esposa el joven don...

Pero respetemos la memoria de un desgraciado, y hagamos gracia a nuestros lectores del ejemplo práctico; basta por hoy haberles impuesto en la teoría del espíritu del siglo el espíritu de asociación.

(Diciembre de 1839)




ArribaAbajoEl fastidioso

La pluma tiembla en la mano del escritor al ir a trazar en imperfectas líneas el bosquejo de uno de los caracteres más indefinibles, más extraños, y sin embargo, más comunes de nuestra mísera humanidad. -Con efecto, ¿cuál de mis lectores al escuchar aquel epíteto no siente ver delante de sí aquella fantástica procesión de seres enojosos y antipáticos que pueblan el mundo, y que parecen expresamente concebidos para no dejarnos aficionar demasiado a sus glorias perecederas? -La pluma, vuelvo a decir, tiembla en la mano del escritor al ir a atacar de frente aquellos seres terribles y numerosos, aquella fantástica pesadilla del sueño que llamamos vida, y aprovechando un corto instante que le dejan en paz, cierra su puerta con dobles guardas, y todavía dominado por el recuerdo de su visión, esgrime su péñola, prepara su paleta, y en desahogo de su tormento, ensaya a trazar así el espíritu y la forma de sus verdugos.

El fastidioso es un ser casi humano, mitad hombre y mitad piedra berroqueña, con la pesadez del dromerario, la actividad de la pulga y la perseverancia del mosquito: se alimenta, como la sanguijuela, de la sangre humana que consume: se adhiere, como la ostra a la roca, al infeliz sobre quien pesa su fatalidad: tiene la locuacidad monótona e irreflexiva del papagayo, la impasibilidad del jumento y el importuno halago de un perro casero.

Su vida generalmente es larga, y goza de sus facultades hasta sus últimos momentos; rara vez pierde el uso de sus miembros y sentidos, aunque suele a veces quedarse algún tanto sordo, lo cual, lejos de contrariarle, le sirve más bien para no aguardar respuesta y hablar constantemente.

La salud del fastidioso es excelente, y como diríamos en el lenguaje moderno, providencial; porque si enfermase, podrían sus desgraciados amigos disfrutar algunos instantes de desahogo, y no cumpliría así su misión sobre la tierra, que es apurar la paciencia del prójimo.

Por esta razón el fastidioso es gran madrugador, y emplea pocas horas en el adorno de su persona, para ocuparlas en seguir constantemente a sus victimas. -Es amigo de visitas extemporáneas, y no hay hora en el día ni en la noche asegurada contra su aparición. Pasea mucho, y viaja también en persecución de aquellos a quienes no puede hallar en casa; y si alguno, huyendo de su irresistible dominación, tuviera la ocurrencia de irse a esconder en las arenas del Desierto o en las heladas islas del Polo, esté seguro de que por el correo anterior había salido el fastidioso con el objeto de esperarle a su llegada.

Los caracteres amables y bondadosos son aquellos en que más frecuentemente hace presa, sin que esto sea decir que un genio regañón e indómito pueda bastar tampoco a alejarle, porque no hay ira posible ante un hombre quo a todo da la razón; que si sonreís, ríe a carcajadas; llora si suspiráis; si os quejáis de frío, corre a escarbar el brasero; os quita las motas del vestido; os deja la acera en la calle y os cubre con el paraguas cuando llueve; todo con el objeto de que sufráis su monótona y cansada relación. -El que pretenda conjurarle con su frialdad y despego, se equivoca; el fastidioso no entiende de indirectas; al desdén responde con cortesía; a la distracción, con perseverancia: si os pilla con el sombrero en la mano para salir de casa, dice que os acompañará, porque va casualmente por el mismo camino; si estáis en la cama, se sienta a la cabecera, y os asegura que él experimenta los mismos síntomas, aunque seáis mujer y estéis con los dolores de parto; -si le cerráis, en fin, vuestra puerta, vuelve por la ventana a deciros que dejó olvidado el bastón.

En la calle es inútil el caminar deprisa, porque él hallará medios de saliros al paso para deteneros en una encrucijada combatida de los vientos contrarios; allí os bloqueará entre el guardacantón de la esquina y un coche parado; os cogerá los botones del chaleco u os arreglará el lazo de la corbata, mientras que se informa cuidadosamente de la salud de vuestra mujer, de vuestros hijos, de vuestros amigos y del obispo que murió en la mar: -todo esto intermediado con sendos polvos de tabaco, que os ofrecerá, y que os hará tomar aun cuando no lo gastéis.

Otras veces, y en una concurrencia o diversión en que os halléis complacidos, sentados, tal vez, al lado de una mujer hermosa, os preguntará por la vuestra, si sois casado, u os llevará aparte con mucho misterio a un extremo de la sala para deciros en confianza que se ha publicado la Bula o que se murió Carlos III. -En política os recitará palabra por palabra el discurso que habéis leído en el Eco por la mañana. -En literatura hará en plena tertulia el análisis, o más bien disección, de la comedia que todos han visto, escena por escena; y si tal vez permite a los demás tomar la palabra, a cada una que pronuncien aplicará un cuento vulgar y sabido de todo el mundo, diciendo a cada paso: -«Se van ustedes a reír mucho», -sin reparar en que él es el único que se ríe.

Hombres son éstos dotados de una gran memoria, que retiene todos los sucesos públicos y privados de que han sido testigos, desde el motín de Esquilache hasta la coalición de los aguadores, complaciéndose en repetirlos con desastrosa prolijidad. -Su vista es perspicaz como la del lince, y jamás olvida las facciones de aquel a quien una vez ha fastidiado. Distínguele desde una legua, corre a él, le agarra del brazo, y a trueque de que le escuche una hora, le lleva a su casa o le convida a tomar café.

Pero el fastidioso que a más de fastidioso es desgraciado es el último término, el non plus ultra del fastidio. -Aunque os encuentre cuatro veces al día, todas cuatro os ha de encajar la historia lamentable de su desgracia desde que nacieron sus bisabuelos y los bisabuelos de su mujer. -Y ¡cuidado con que os oiga suspirar de impaciencia o de desesperación! -porque interpretando vuestros suspiros por signos de lástima o de interés, y creyendo que ha logrado enterneceros, redoblará sus esfuerzos y exclamaciones, sin considerar que vosotros, probablemente, hallaréis muy natural el que a hombre semejante le engañe su mujer, se le subleven los hijos y le abandonen los criados por no aguantarle.

El fastidioso feliz suele repetir con énfasis que «él no se fastidia nunca»; y es muy natural que así suceda, por la misma razón que la muerte no muere jamás.

Por lo demás -¡míseros mortales destinados a evitar el fastidio del fastidioso! -si una vez ha llegado a marcaros como sus víctimas, no hay poder en la tierra bastante a libertaros de su dominación -porque su omnipresencia es la de Dios, y su fatalidad la del destino. -Con la vista del águila os distinguirá entre mil, y con las alas del buitre os alcanzará en la carrera. Únicamente su muerte pondrá fin a vuestro tormento, y si él es tal que os haga llegársela a desear, pedidle a Dios que sea repentina, pues de lo contrario, estáis expuestos a experimentar su larga agonía, y morir de fastidio antes que él.

Pero colguemos, en fin, aquí la péñola, no sea que el lector venga a advertirme de que he trocado los frenos, y que el pintor se ha convertido en el modelo que intentó bosquejar.




ArribaAbajoUna mujer risueña

Supongan ustedes, señores lectores, unos ojos vivarachos, una dentadura blanca y tirada a cordel, una fisonomía abierta y expresiva, narices de respingo, dos manzanitas sonrosadas por mejillas, y un permanente hoyuelo formado por ellas a cada lado de la boca; un cuerpo naturalmente esbelto y bien cortado, aunque libre de corsé y ligaduras; una garganta blanca, y un si es o no es demasiado enemiga de lazos y cachemiras; un peinado, en fin, sencillo y clásicamente griego, recogido por exhuberante en sendos bucles al través de las orejas. -Tal es la mujer que yo me figuro en esta ocasión, y si ustedes no lo han por enojo, podrán, señores lectores, tener la bondad de figurársela conmigo.

El Señor al enviarla al mundo la dijo con tono reposado: -«Tú reirás», -y no lo había pronunciado, cuando ella lo contestó con una carcajada. -Lo mismo, ni más ni menos que los poetas del día, que cuando el numen se les aparece a los quince años y les anuncia que gemirán, ellos le responden ya con una docena de dramas a mil cuadros, como percal escocés, que habían compuesto aun antes de saber que serían poetas.

Pero volvamos a la niña en bosquejo, que, a no poderlo dudar, es el bello ideal de la humana felicidad. -Porque ustedes convendrán conmigo en que la perfectamente hermosa se vuelve con los años perfectamente fea; la coqueta parece entonces un diablo; la sensible, una codorniz; la elegante, una tarasca; sólo la mujer risueña parecerá entonces una mujer amable. -Por esto tiene entre las demás de su sexo pocas amigas, y no nace esto sólo de envidia, sino de temor; porque saben que las observa, se ríe de ellas y las hiere con las poderosas armas del ridículo. Esto seguramente no es nada recomendable; pero ¿qué quieren ustedes? Hay almas de este temple, y afortunadamente para ellas sólo pueden mirar las cosas por su aspecto risible y figurón.

La mujer que pinto es una de estas almas privilegiadas. -Si escucha, por ejemplo, la relación de una desafío por amores, se ríe del muerto y de quien le mató por tan poco motivo; para ella una de las situaciones más cómicas del mundo es la de un hombre que se pasa un bala entre oreja y oreja, o se quita la casaca para arrojarse de buena fe en las cenagosas aguas del Canal. -En el teatro no puede contener la carcajada cuando ve salir la copa de cartón o el puñal de hojalata; en los tribunales ríe que se las pela de los manoteos del abogado o de las narices torcidas del juez; en los debates políticos, de la impolítica de los oradores; y en la sociedad privada, ríe de la fama de muchos sabios, de la felicidad de muchos matrimonios, de la riqueza de muchos comerciantes, del valor y arrogancia de muchos héroes. -Todos a encomiarlos y ponerlos en los cuernos de la luna, y ella ríe que te reirás.

Muchos creen que tiene talento, porque habla de todo y mete mucho ruido con su alegría; pero, a decir verdad, no hace prueba de su ingenio sino para evitar las discusiones serias; y así cuando las ve venir desde una legua, empieza a conjurarlas con su sonrisa, y cuando llegan a encresparse y la piden su parecer, suelta la carcajada, y deja a sus contrincantes con tanta boca abierta, creyendo que han dicho un disparate.

Tiénenla las demás mujeres por coqueta y un poco más; pero es no conocerla; es no saber que su corazón es tan bailarín como sus ojos, y que sería imposible, por lo tanto, fijarle un solo momento con seriedad. -En vano su belleza y gracia picaresca trae a su retortero cien galanes más o menos sublimes, más o menos traducidos del francés; no bien los mira arquear las cejas, flechar los ojos lánguidos, doblar la rodilla y prepararse a hacer una declaración calderoniana, complácese la maldita en interrumpirles con una salida tan exótica como ésta: -«Dígame usted, Carlitos, ¿le gustan a V. los pimientos en vinagre?» -Y deja al pobre galán en una situación equívoca, y se pone de dos saltos en el balcón tarareando la mazurca de Oriente o el terceto del Elixir. -Lo he dicho ya: es demasiado tonta para hacer una tontería formal.

Verdad es que este carácter mofador la impidió encontrar lo que en el lenguaje común se llama una posición social; es decir, un marido a quien entregar su libertad. -Y no puede ser menos; porque todos los halla tan risibles, que acaban por ponerse serios y tocar retirada. Cual la parece demasiado formal para joven, cual demasiado calavera para señor mayor; danla en ojos las descuidadas barbas del romántico, y se ríe del clásico con su peinado bisogné; ridiculiza al uno porque se pone mal la corbata; al otro, porque se la pone demasiado bien, y al tercero, en fin, porque no se la pone de ninguna manera. -Desdeña a un médico porque lleva sortijas; a un militar, porque se pone pendientes; a un literato, porque gasta anteojos; a un abogado, porque le nombró a Cicerón. -No hubo forma de reducirla a aceptar a un progresista, porque era pretendiente, ni a un retrógrado, porque era cesante, ni a un estacionario porque era oidor; y hasta desechó a un hombre honrado porque se llamaba D. Lucas, diciendo que era imposible que quien tenía tal nombre pudiese entender de amores.

Pues, a pesar de estos caprichos, es una mujer necesaria en la sociedad, porque ella anima la conversación; es secretaria de todos los enredos amorosos; presidenta de todas las galops, y forma con las mamás y las tías la comisión extraordinaria de comidas a la Alameda y viajes a Carabanchel. -Los años pasan por ella, o por mejor decir, ella pasa por los años, sin que ni una ni otros se den por entendidos de ello; y con la misma gracia y buena fe con que se rió en distintas ocasiones de las funciones cívicas y de las procesiones del año santo, se ríe ahora de los sabios improvisados y de los héroes de ciento en boca.

Ya os veo venir, señores moralistas, ya os veo venir; sin duda que vais a decirme que es cosa reprensible una mujer que convierte un salón en una galería de caricaturas; que renuncia a aquella reserva que el decoro y la buena educación imponen a una joven; que se expone con esta indiscreción a las hablillas y a las sospechas... Alto ahí, señores míos; ya he dicho que nuestra heroína es buena; sólo que la ha dado por reír; y díganme ustedes de buena fe: ¿merece otra cosa este siglo del fósforo, de los programas y de la limonada de gas?

Ella, en fin, conjura con su sonrisa sempiterna, no sólo los años, sino los trastornos y miserias que con ellos vienen; conjura con su fría carcajada los ardientes juegos del amor; con su labio desdeñoso, las petulantes demasías del orgullo; con sus lindos hoyuelos, las envenenadoras armas de la envidia; con su amable locuacidad, la compaseada etiqueta del salón; con su ingeniosa sencillez, los proyectos más dobles para rendirla. -En todas partes está, y en ninguna se está cierto de encontrarla; a todos contesta, y con nadie sigue correspondencia; mira, en fin, a la sociedad como un objeto de diversión; a los hombres y mujeres como los muñecos que la divertían en su niñez; al amor como un juguete, y la tertulia y el Prado como una tienda de tiroleses.