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Ir por lana...


- I -

Nutrida de carnes, sana de color, ancha de caderas, roma de nariz, alta de pecho, alegre de mirada y frisando en los veintidós, Fonsa, hija de un viejo matrimonio cargado de trabajo, de arrugas y privaciones, era quien se llevaba la palma entre todas las mozas de su lugar. Rondábanla por la noche y bailábanla a porfía los domingos en el corro los mozos más gallardos; poníanle arcos de flores a la ventana durante la velada de San Juan, y la hacían, en fin, objeto de cuantas manifestaciones es susceptible la rústica galantería montañesa.

Pero Fonsa no era feliz, a pesar de todo. Su único hermano había marchado a América poco tiempo hacía, y dos amigas y convecinas que servían en Santander, se habían presentado en el pueblo con vestido de merino de lana y botas de charol. Lo primero la tenía en constante esperanza de ser señora; lo segundo la hizo reparar más de lo conveniente en que ella aún vestía bayeta y percal, y que, descalza casi siempre, se pasaba lo más del año cavando la tierra y sufriendo la inclemencia del sol y del frío. Por eso se dijo una vez, a su modo, por supuesto: «Mi hermano me ha prometido hacerme una señora principal, pero mañana u otro día; y de aquí allá, ya hay lugar para morirse de hambre. Yo podía, para entretener mejor el tiempo, irme a servir a Santander, donde dicen mis compañeras que se divierten mucho y comen y se visten bien y trabajan poco».

Y a Fonsa empezó a quitarle el sueño el condenado gusanillo de la ambición, que está haciendo y ha hecho en la Montaña más estragos que el oidium, la epizootia y el cólera juntos.

Los padres de la ilusa muchacha, tan pobres de criterio como de bienes de fortuna, soñaban como ella en riquezas y señoríos, y miraban con repugnancia la escasa tierra que labraban, como si no fuese capaz de prestarles lo necesario para cubrir sus cortísimas necesidades; así fue que, al conocer las pretensiones de Fonsa, en lugar de darle un par de moquetes por atreverse a aspirar a la lana y al charol de sus amigas, sin saber antes cómo lo habían ganado, y a abandonar a los pobres viejos al rigor de los trabajos campestres, superiores a sus ya cansadas fuerzas, aceptaron el plan como una inspiración de Dios, aunque con la condición precisa, porque los viejos eran honrados a carta cabal, de que Fonsa había de entrar a servir en casa conocida y de prencipios, donde se mirara por ella con interés.

La aspirante a sirvienta propuso en seguida a sus padres la familia de cierta doña Remedios que pasaba los veranos en aquella aldea, bien para servir en su casa, bien para que le buscase otra de su confianza. Y tan racional pareció la idea de Fonsa a su padre, que en seguida fue éste a la taberna, compró un pliego de papel y se plantó en casa de un mozalbete que tenía en el barrio fama de gran pendolista.

-Vengo -le dijo-, al auto de que me escribas una carta para doña Remedios, la de Santander.

El mozalbete dejó el enorme mazo con que encambaba un rodal, entró en casa, volvió a salir con un tintero de cuerno en la mano, y, puesto de rodillas delante del poyo del portal, escribió sobre el papel que le dio el padre de Fonsa lo siguiente, que éste le dictó rascándose la cabeza:

«Señora doña Remedios:

Para servir a usté y de toda mi satisfación: sabrá usté primeramente cómo la mi muchacha y nusotros deseamos que la muchacha pase a servir a casa de usté, o a persona de la comenencia de usté, porque la muchacha, como usté sabe, es honra, y nusotros, vamos al decir, y perdone la franqueza, semos muy hombres de bien por mar y por tierra y por el reondel del orbe. Si usté tiene a bien que la muchacha sirva en casa de usté, o en casa de su comenencia de usté, avisará tan aina como ésta llegue a ojos de usté; y si, pinto el caso, no llegara, avisará tamién pa ver de ponerle otra al mesmo tenor.

Y con esto no canso más; quédese usté con Dios, y mandar con franqueza. La mujer güena, gracias a Dios.

Portada. La muchacha es docilota y sofría, está en güenas carnes y es avispá de por suyo; güen genial y mejor voluntá.

Y no cansando más por ahora, pa servir a usté y finezas a la señora familia, me repito. Y con esto tendrá usté el honor de saber que es su vasallo con respeto y servidumbre y fineza,

Celigonio Calostros».

El pendolista arañó la pared para sacar polvos, cubrió con ellos la carta y la cerró con pan mascado; púsola el sobrescrito, y dándosela al tío Celedonio, llevóla éste a la estafeta del lugar.

Ocho días después contestó doña Remedios diciendo que había encontrado una casa de su confianza, en la cual podía servir Fonsa.

Entonces llamó tío Celedonio a su hija, y la habló en estos términos: «A Santander vas a dir, probe sí, pero con muchísima honra. Si sé que te sales de la casa onde te meta doña Remedios, sin el aquél de su permiso, y si, pinto el caso, faltas al respeto a tus amos o levantas los ojos del suelo cuando te reprendan, malos lichones me jalen si no voy a la ciudá y te traigo a casa entre ceviles. Y si, llevá de malas compañías, faltas al temor de Dios y te das a picos pardos, Nuestra Señora de las Angustias te ampare, porque yo te descuartizo».

Oído con respeto este sermón, Fonsa arregló su pequeño equipaje, cerróle en un arca de pino, y con ella sobre la cabeza salió de su pueblo dos días después, acompañada de su madre.

La cual hizo solemne entrega de su hija a doña Remedios, quien, a su vez, entregó la muchacha a la familia a que había de servir.

Volvió a oír Fonsa de boca de su madre el mismo sermón que le echó en el pueblo su padre, y convencida la pobre vieja de que dejaba asegurado el porvenir de su hija, compró un rosco de vasallón y se volvió tranquila a comerle con su marido al amor de los tizones, y a continuar bregando con los terrones y las vacucas.




- II -

Empezó Fonsa su servicio rompiendo mucha vasija y empleando toda su escasa inteligencia en aprender su modesta, pero trascendental obligación.

Hacía los recados en un periquete, porque la asustaban el ruido y el movimiento de las calles, y en ninguna parte se hallaba tranquila más que en el rincón de la cocina. No quería salir los días de fiesta, porque «no se amañaba» con las diversiones de la ciudad; y recordando los bailes y los cantares de su lugar, se llevaba la tarde suspirando y hasta llorando, acurrucada en el balcón del comedor.

Pasaba la pena negra cada vez que iba a la fuente, porque le pasmaba el extenso semicírculo de criadas que, sentadas sobre sus respectivas herradas, esperaban la vez para coger. Aquellas mujeres hablaban a gritos, reñían casi siempre entre grotescos ademanes y contorsiones, y no era su más rara ocupación desollar la opinión de sus amos, sacando a relucir secretos sorprendidos a la familia, y no pocas invenciones calumniosas. Según aquel congreso de ingratas y desleales, todas sus amas eran roñosas, todos sus señores impertinentes, todos sus señoritos dulces y afables, y todas sus señoritas gazmoñas y fastidiosas. Hablaban el pejino, es decir, con el tonillo acentuado característico del pueblo bajo de Santander; y hasta la peor ataviada de todas ellas vestía casabeca, aunque muy sucia, y tenía el pelo en rodete. Fonsa, con el acento de su lugar, había dicho, aludiendo al botijo que tenía en la mano, que llevaba media hora esperando y que tuvía estaba vacíu. Estas expresiones valieron a la pobre muchacha una rechifla espantosa, haciéndole saber, para en adelante, algunas fregonas compasivas, que debió haber dicho «entodavía está vacido». También la advirtieron que el nombre de Fonsa era aldeano, y que en la ciudad se decía Eldifonsa. Todo esto, más la circunstancia de andar la sencilla moza con justillo y en mangas de camisa y gastar el pelo en moño, había hecho que la llamasen sus colegas de la fuente arlotona y ordinaria. Por supuesto que las cultas fregatrices eran, sin excepción, tan aldeanas como Fonsa; pero llevaban algún tiempo más que ella en la ciudad, y bien sabido es que no hay peor cuña que la de la misma madera.

Cuando la hija del pobre Celigonio Calostros se retiraba a casa con la herrada en la cabeza, al paso que bendecía a Dios porque, según las trazas, le había procurado para servir la única familia buena que había en Santander, suspiraba de pena al considerar todo lo que tenía que aprender para colocarse a la altura de sus correctoras de estilo.

Así se pasó algún tiempo.

Poco a poco la rolliza aldeana fue perdiendo la corteza que oscurecía el claro color natural de su cara; la esmerada y nutritiva alimentación que le daban en casa de sus amos redondeábala más y más cada día; se ajustaba con todas sus fuerzas la cintura y estudiaba con cuidado el modo de vestir de sus comprofesoras para cuando sus medios le permitiesen adquirir el anhelado traje de lana y las botas de charol. Sus dos paisanas le decían que estaba ya más vistosa que en la aldea, y que se iba afinando.

Un día, al volver de la fuente, se le acercó un joven chupando un puro de a cuarto y vestido con el traje de estos artesanos, es decir, heterogéneo en sus piezas, pero poco limpio.

-¿Necesita usted, prenda -dijo a Fonsa mirándola con terneza-, que la ayuden a llevar la herrada?

-¿Qué se le importa al demontres del?... -respondió la interpelada con acento y gesto más duros que los aros de su herrada.

-No se ofenda usted, buena moza, que lo pregunto con el corazón más tierno y la más fina voluntad.

-Que le digo que me deje en paz y no me prevoque... ¡Cuidao que tien que ver!

-Repito, joven, que no quiero faltarla a usted, porque sépase usted que no es ésta la primera vez que mis ojos se han quedado ciegos al ver los resplandores de ese cuerpecito tirano.

-Sí, sí; mucho de palique, y aticuenta que na.

-Este palique se prueba si se agradece.

-¡Bah, bah! Quítese day y no me consuma la pacencia, que tengo más cacer coir esas pampirolás del diañu. No ¡pus si una juera a hacer caso de to lo que la ladran a la oreja!...

-Me parece que cuando uno viene con honradez...

-¡Como no venga!

-¿Y por qué no, morena?

-Morena o no morena, Fonsa Calostros me llamo con toa la honra de la honría más relumbrante... y si me tomó el sol y no soy tan blanca como las de la ciudá, sallando maíces fue en la mies de mi lugar... ¡Esta si que me gusta!... ¡Pus pue que se le figure al birriagas de este hombre que yo tengo a menos el ser morena!

-Si algo he dicho que la ofenda, perdonar la falta, que de buena intención fue la palabra. Pero sepa usted, Alifonsa, que ahora que sé cómo usted se llama, siento que la miro con mucha mayor estimación.

-¡Otra que te vas! Como si fuera a pasarme el deo con esa compresación... ¡Ea, no se arrime tanto!

-No merece usted que se la quiera.

-Ni falta que me hace, pa que usté lo sepa.

-Es usted una ingrata.

-Y usté un lenguatón mal enseñao.

-Ya se arrepentirá usted algún día de haber recibido tan mal mis finezas.

-¡Ya me voy arrepintiendo! Pus si yo juera a creer... ¡Madre de mi corazón! Valiérame más un cólico cerrao que me llevara en un periquete. Güenos son los hombres de la ciudá, trapaceros y embusterones.

-En la ciudad hay de todo, Alifonsa; y aunque me esté mal el decirlo, soy un artesano honrado que sabe obsequiar finamente a una joven tan interesante como usted.

-De manera es que como una no debe, vamos al decir, corresponder al respetive de lo primero que la cantan...

-Por eso yo la pido a usted su correspondencia para cuando mis finos obsequios la prueben que no he querido engañarla.

-Eso ya es otra cosa... Velay. Ya espienzo yo ahora a cogerle un poco de ley, siquiera por el aquel de la formalidá.

-En cuanto a lo demás, aquí me tiene usted; y creo que, mejorando lo presente, no soy del todo mal personal.

-Tocante a eso, hijo del alma, no hay una mujer menos reparona que Lifonsa; y aunque fuera más feo de lo que es...

-No creo que lo soy tanto, Alifonsa.

-Vamos al decir, que es usté chumpao de cara, y tiene así un demontres de hocico de juriacagüevos; y dimpués es mal empernao de patas y malaspenas acanza a la talla... Pero, como yo digo cancia mí: sea el hombre honrao, que lo demás no vale dos anfileres.

-¿Es decir, no dándome por ofendido de la semelitura que acaba usted de hacer de mi personal, que usted corresponde a mis finezas?

-¡Ca! Entodavía no.

-Pero a lo menos no me negará usted su conversación cuando se la pida.

-Tocante a eso... puei que no... Y, mire, no me jeringue más, que pasucu a pasucu hemos allegao al portal de mi casa, y puei que la señora nos haiga echao ya el ojo.

-Entonces no canso más. ¿Y se puede saber en qué piso sirve usted?

-En el segundo.

-Pues ahora me retiro satisfecho... Por supuesto, con la condición de...

-¿Condición y tou, eh? Pus ándese con chunfleterías así, y verá si le echo encima toa el agua de la herrá y le hago dirse echando centellas.

-Vamos, no he dicho nada entonces. Quedar con Dios hasta... ¿hasta cuándo?

-Hasta que me dé a mí la gana.

-Corriente, y no hay que ofenderse, Alifonsa. Conque, a más ver.

Y tras esto se separaron Fonsa y su cortejante. Fonsa, bufando como una gata montés, subió las escaleras de su casa; su derretido galán siguió calle adelante, recorrió otras muchas y no se detuvo hasta que encontró al ciego de la bandurria. En Santander hay siempre un ciego que toca admirablemente este instrumento, y una mujer que le sirve de guía y le acompaña además con la guitarra.

-A las nueve en punto en la calle de San Francisco -dijo al ciego lacónicamente el mozo que le buscaba.

-No puede ser a las nueve: tengo una boda a esa hora.

-Pues a las ocho y media.

-Corriente. ¿Serenata o paseo?

-Serenata.

-¿Cómo se llama?

-Alifonsa.

-¿Doncella, zagala o cocinera?

-¿En qué piso?

-En el segundo.

-Está bien.

-Ahí va real y medio.

-No doy serenatas por menos de media peseta.

-No hace cuatro días la has dado por diez cuartos.

-Es que se ha subido el pan de entonces acá. Además, el nombre de aquélla era María.

-¿Y qué?

-Que casi todas las coplas las tengo arregladas a él por ser el más corriente; y las que no, se amañan en seguida diciendo Mariquita o Mariuca u otra cosa así. Créelo, es nombre muy socorrido. Al paso que Alifonsa... Vamos, te aseguro que tengo que hacer las coplas casi que de nuevo.

-Todo eso es pantomina y floreo para dorar la píldora; pero como yo no soy hombre que dejo de hacer una fineza por una insinificanza más o menos, ahí van los dos reales.

-Salú te dé Dios. ¿Y has de ir tú conmigo?

-Pues claro: enfrente de su portal te esperaré: allí me verá ésta.

-No hay necesidá de que te vea, porque yo, en cuanto doble la esquina, empiezo a echar el pasacalle, y ya me sentirás para decirme dónde han de ser los cantares. Conque vete descuidado.

-Pues adiós.

-Adiós.

Aquella misma noche, mientras Fonsa fregaba una cacerola, se dejó oír en la calle, al son de una bandurria bien tañida, este cantar entonado a dúo por las voces de un hombre y de una mujer:


«En ese piso segundo
vive la reina tirana
de un corazón que la adora
y estos cantares la manda».

Fonsa siguió fregando. Pero a este cantar siguió este otro:


«Alifonsa de mi vida,
prenda de mi corazón,
asómate a la ventana,
que debajo espero yo».

El cual cantar dio a entender a Fonsa que si la música no iba con ella, le faltaba muy poco. Otras dos copias, en las que entraba también el nombre de Alifonsa, persuadieron a ésta de que a nadie más que a ella se dirigía el obsequio. Entonces abrió el balcón de la cocina, se asomó a él y vio, a la luz de una cerilla que encendieron en la calle, la cara de su cortejante; y aunque esta nueva circunstancia no le dejaba la menor duda del objeto de la serenata, el siguiente cantar que se oyó abajo al asomarse ella al antepecho acabó de confirmarlo:


«Emperatriz de las Indias
quisiera nombrarla yo
a la hermosa cocinera
que se ha asomado al balcón».

Fuese que empezaban a hacer alguna mella en el pecho cerril de Fonsa las finezas de su adorador, o bien que la música por sí sola la fascinase, lo cierto es que la obsequiada mocetona se estuvo al balcón cerca de media hora escuchando la serenata.

Cuando se retiró de él, después de oír el último cantar, se encontró con que se le había resquemado la cena, con que lo había olido la señora y con que ésta la estaba llamando a gritos diez minutos hacía. Semejante falta fue la primera que cometió Fonsa en casa de sus amos, y también la primera que oyó en ella la dura reprensión que le echó la señora.

Aquella noche durmió muy mal entre los recuerdos de la serenata y los de la subsiguiente reprimenda: los primeros le sabían a miel; pero los segundos le hacían dar en la cama cada revolcón que temblaba la casa.




- III -

Pasó más tiempo.

Durante él habló Fonsa varias veces con su atento obsequiante, o mejor dicho, novio; perdió el miedo que le causaban antes la gente y el bullicio de la calle y las pejinas de la fuente; adquirió, por regalo de su señora, una casabeca, y por anticipo sobre su soldada, un vestido de percal rameado y unas botas de lienzo de color de tórtola con trencillas verdes; bailó cuatro tardes en el Reganche; adquirió algunas amigas íntimas entre aquellas mismas criadas veteranas que tanto respeto la infundían al principio, y se convenció de que, a pesar de sus remilgos y casabecas, eran tan bestias como ella; aprendió en su escuela a reírse a gritos sin saber de qué, y a estarse una hora, con la herrada llena sobre la cabeza, diciendo tonterías a otra que tal en medio de la acera; fue tres veces tarde a casa, y llevó por estas tres faltas graves tres sermones en tiple de la señora; volvió a ésta tres respuestas nada reverentes, y por la última de ellas fue conminada con la pena de ser puesta de patitas en la calle si reincidía en semejante falta; habló con sus amigas de este asunto, y quedó convencida de que su ama era gruñona, y además roñosa, porque le trancaba los garbanzos, el azúcar y el chocolate; se atrevió a buscar dos veces casa sin el consentimiento de su familia; se permitió algunas burlas de las aldeanas que llegaban a servir a la ciudad en las mismas condiciones en que había llegado ella poco antes; trocó su aire antiguo de marcha, rígido y empinado como el mango de una escoba, por un exagerado contoneo, soltó el moño tradicional de su recia cabellera para reemplazarle por el moderno rodete, y fijó bien en la memoria las palabras abuja, endimpués, bujero, cudiado, sastinfecho, bolpe, juegar y otras por el estilo del lenguaje fino fregonil, y algunas muletillas de igual procedencia, como ¡Ya baja! ¡A la vuelta lo venden tinto! ¡Cómo no, morena!... Soy de Orozco y no te conozco, las cuales encajaba a cada momento, pegasen o no pegasen; y con todos estos adelantos se creyó completamente cepillada y pulida, pero no satisfecha, porque aún no tenía lo que más ambicionaba en la tierra: botas de charol y vestido de merino de lana.

Llegó en esto el día del Santo patrono de su pueblo, y obtuvo permiso de su ama para ir a pasar la fiesta con su familia. Presentóse entre sus antiguas relaciones con aire de taco y, como el jándalo famoso del rastrillo, alardeó de haber olvidado hasta el nombre de los más comunes aperos de labranza, como si hiciera siglos que los había perdido de vista; chilló como una perra apedreada cada vez que tuvo que saltar un charco, y aparentó, brincando con muchos dengues de morrillo en morrillo, no saber andar ya por las callejas; se compadeció de los enfelices que tenían que pasar la vida destripando terrones y comiendo borona; se desdeñó de bailar el periquín en la romería, pretextando que ya no sabía más que al punteao de la ciudad; reprendió a cuantas personas la llamaban Fonsa, advirtiéndoles que debían decir Eldifonsa; llamó a su vez Celipas y Enestasias a las llamadas Lipas y Tanasias, y volvió a salir de su pueblo a las treinta y seis horas de haber entrado en él, dejando medio duro a su padre y asegurando a las amigas de quienes se dignó despedirse que le repuznaba la ordinariez de la aldea.

Otra vez en Santander, continuó progresando en la escuela fregonil y adquiriendo cada día una nueva amistad en fuentes y plazuelas, haciéndose más y más susceptible a las reprensiones de su ama y dándole a cada hora un nuevo motivo de enojo.

Entre tanto, no llevaba más que siete meses de servicio, y el saldo de su cuenta no le alcanzaba para comprar el vestido de merino y las botas de charol que la traían a mal traer, especialmente desde que frecuentaba el trato de una moza que se distinguía entre todas las de su categoría por la variedad de sus trajes y por la frecuencia con que cambiaba de amos.

La tal moza había mostrado siempre una decidida inclinación hacia Fonsa, y no sosegó hasta que se hizo su inseparable compañera de plazas, fuentes y paseos. Ella se tomaba la molestia de arreglar el prendido y los cuatro trapos del vestido de la sencilla cocinera, cada vez que salían juntas; ella le corregía el estilo, así en el decir como en el andar; ella le procuraba las disculpas que había de dar en casa cuando suponía que habían de reñirla por su tardanza; ella le prometía colocaciones a porrillo para cuando se decidiera a enviar enhoramala a su ama; ella, en fin, se mostraba tan cariñosa y tan placentera y servicial con Fonsa, que ésta concluyó por quererla de todas veras y por seguirla a todas partes como una borrega.

En una ocasión se hallaban juntas en la Plaza de la Verdura. Fonsa miraba y admiraba, como de costumbre, el vistoso traje de su amiga, y ésta se dejaba admirar hasta con delectación y como si se propusiera excitar la envidia de aquélla.

-¡Cómo mil diaños te las amañas tú -dijo de pronto Fonsa- para echarte todos estos amenículos? Yo estoy agorra que agorra, y he espenzao tamién, por consejo vuestro, a ordeñar la compra, y así y todo no me acanza la ganancia pa mercar un par de medias.

-Pues ya te he dicho otras veces -contestó la interpelada que yo he dado siempre con buenos amos.

-¡Buenos amos!... ¡y has parao un mes en la casa que más!

-Eso no quita... Y luego dispués, yo te diré... me tocó la lotería.

-¡La lotería!... Entonces voy a echar yo.

-Es que puede que a ti no te toque, y entonces pierdes lo que eches.

-Y ¿por qué echestes tú?

-Porque... porque sabía que me iba a tocar.

-Y ¿cómo lo sabías?

-Porque me lo dijo la adivina.

-¡Madre de Dios!... ¡la adivina!... Si yo me atreviera...

-Y ¿por qué no te has de atrever?

-Porque dicen que es pecao.

-¿Quién lo dice?

-El señor cura de mi pueblo... y además el Catecismo, que bien claro lo canta: «el que usa de chapucerías o cosas pertiniciosas».

-¡Otra! pero ése será el Catecismo de tu pueblo; aquí no rige.

-¿Pus qué rige aquí?

-El Obispo; y el diablo me lleve si le he oído una palabra contra las adivinas.

-Entonces, ¿yo puedo ir a que me echen las cartas?

-Claro que sí. ¿Crees en la adivina?

-Como en los Avangelios. ¡Y buenas ganas que se me han pasao de ir a verla desde que estoy en Santander!

-Pues, hija, ahora tienes güena preporción.

-¿Ahora mesmo?

-No hay incominiente.

-Pus andando se va.




- IV -

Fonsa, temblando de emoción, se puso a las órdenes de su amiga y salió con ella de la plaza; tomaron por la calle de la Lealtad, y, torciendo por otras callejuelas, entraron en un portal oscuro, angosto y lóbrego, del que arrancaba una escalera carcomida y tortuosa. Subieron una docena de peldaños y se detuvieron delante de una puerta tan miserable como la escalera. Llamó la amiga de Fonsa y salió a abrir un ser que no me atrevo a calificar de mujer porque no se ofenda el «bello sexo». Era una mole de carne mugrienta y asquerosa, mal cubierta con algunos trapos tan sucios como la carne; arrastraba en los hinchados pies unos soletos, y tenía, en lo que llamaremos cara, dos a manera de ojos ribeteados de sangre; una, como nariz, atascada de rapé, y alrededor de una abertura, que pudiera ser la boca, sucia y profunda, como el foso de una letrina, crecían rígidas y dispersas algunas cerdas grises.

-¡Entray, buenas mozas! -dijo con voz de trueno a las recién llegadas.

Y éstas siguieron al extraño ser por una especie de caverna donde se respiraba una atmósfera que debía parecerse mucho a la de las guaridas de las fieras.

A Fonsa le temblaban las piernas y le palpitaba el corazón. Lo que estaba viendo no se parecía en nada a cuanto ella se había imaginado sobre los hechiceros de las coplas y las viejas de los cuentos que sabía. Por eso, si hasta entonces había creído en el poder de las adivinas, desde aquel momento las suponía capaces de competir con el mismo demonio.

La vieja se detuvo en un sitio donde la habitación era un poco más ancha y menos oscura. No había allí más muebles que un banquillo cojo de madera de pino y una mesa de la misma clase, sobre la cual se sostenía, adherido a sus propias lágrimas, un cabo de vela de sebo. En un rincón de la misma pieza había un jergón sucio y desgarrado. El suelo y las paredes estaban cubiertos de roña, lamparones y telarañas.

Fonsa no podía orientarse en aquel antro asqueroso, ni siquiera darse cuenta de los objetos que la rodeaban. Por eso no se fijó en que su amiga habló muy callandito algunas palabras con la vieja.

Ésta, cuando hubo oído a su discreta interlocutora y después de mirar a Fonsa con un gesto que la hizo estremecer, llevó la diestra mano a su enorme seno, extrajo de él un papel sucio y arrugado, un mendrugo de pan tan sucio como el papel, y una baraja mucho más asquerosa que el pan y el envoltorio. Tomó de éste entre el índice y el pulgar una buena porción de rapé que sorbieron con avidez sus narices, llevó a la boca el mendrugo y puso la baraja sobre la mesa.

-¿A quién echo las cartas? -preguntó.

-A ésta -contestó, señalando a Fonsa, su amiga.

-Corta -dijo la adivina presentando la baraja.

Fonsa, temblando como un azogado, hizo de la baraja dos montones.

-Se me figura que voy a decirte algo bueno, moza -murmuró la mujerona reuniendo la baraja-. Y cuidado que lo que yo digo se cumple como el Evangelio; y aquí está tu amiga que no me dejará mentirosa. ¿Eh?

-No, señora, no; ya le he dicho que todo se me cumplió al respetive de lo prometido.

-Es que yo no soy como esas embaucadoras de tres al cuarto, que andan por la plaza engañando a las inocentes con una mala baraja sin virtud. Yo puedo decir con vanidad y con orgullo que heredé estas cartas de una adivina que las compró a costa de su alma, en una noche de truenos, a un espíritu que se le metió por la chimenea.

Fonsa, al oír esto, pensó que la tragaba la tierra; cerró los ojos, y admiró aquel monstruo que tales armas usaba.

-Y ahora que sabes -añadió la adivina-, lo que puedo, guárdate muy bien de no poner en planta mis consejos, pues no te perdonaría Dios si los desecharas.

Tras esto, y cuando conoció que Fonsa estaba completamente fascinada y aturdida y dispuesta a dudar, antes que de su poder, de la misericordia de Dios, comenzó a tender las cartas en la mesa y a hacer sobre ellas, a medida que iban saliendo de la baraja, comentarios de este jaez:

-Oros arriba, bastos abajo: ni bueno ni malo. Oros, más oros; copas boca abajo: tú tienes deseos. Rey de copas: de lo que no está a tus alcances. Oros otra vez, el as: dinero te hace falta. Otro rey con túnica: vestido apeteces. Espadas ahora: por la guerra. No, que salen bastos, por la aldea: trabajos en ella; no te convienen. Más oros todavía: tendrás el vestido. Más oros, la sota... y muchas galas y primores. El caballo detrás: un caballero se prendará de ti que te llenará de riquezas. Sota de copas: una mujer barrunta, morena de color. Bastos atravesados: sin fuerza ni poder. Más oros: la fortuna te persigue. Cinco y cuatro nueve, y siete diez y seis, y trece de los lados veintinueve... y ahora la sota de bastos: joven será y con un bastón. Más oros: rico otra vez.

Y así prosiguió hasta que se acabó la baraja. Volvió en seguida a reunirla y tornó a desparramarla acompañándose con la propia jerga, y así continuó hasta tres veces.

Fonsa estaba aplanada de sorpresa, de terror y de gozo, todo junto. Pero aún se aplanó más cuando la adivina le hizo el resumen de sus investigaciones cabalísticas en estos términos.

-Un caballero bien parecido y muy principal se prendará de ti, y esto te lo hará saber a la hora menos pensada por medio de una mujer morena con un lunar en el carrillo izquierdo, una verruga debajo de la nariz y vestida de oscuro, con un pañuelo a la cabeza. El caballero hará tu suerte si no te niegas a nada de lo que te ordene ni de lo que disponga la mujer que ha de hablarte de su parte. Tendrás por de pronto el vestido de merino y las botas de charol que deseas, y estarás muy poco tiempo sirviendo, porque tú has nacido para mayores puestos. No dirás nada de todo esto a tu familia, ni a tus amos, ni a nadie, mientras no empiece a cumplírsete. Apurre ocho cuartos y vete, bendita de Dios, que algún día me darás las gracias.

Con mano trémula sacó Fonsa de la faltriquera las monedas que le pedía la adivina; y no digo ocho cuartos, ocho mil la hubiera dado si los hubiera tenido a su disposición. ¡Por cuatro monedas viles de cobre una fortuna!

Hecho el pago de los ocho cuartos, salieron de la zahurda las dos amigas, acompañándolas hasta la puerta la especie de fiera que la habitaba.

Fonsa, cuando a la calle salió, no vio la luz del sol, ni la gente que encontraba, ni el camino que seguía: toda su poca razón estaba ocupada en desmenuzar las risueñas promesas que acababa de hacerle la adivina.

Así volvieron a la Plaza de la Verdura, donde la amiga de Fonsa hizo una seña muy expresiva a cierta mujer que se hallaba vagando, como sin objeto determinado, entre las banastas de frutas y repollos.

La mujer se acercó en seguida a las dos muchachas, y Fonsa al verla dio un respingo. Había encontrado en ella todas las señas que la adivina le había dado de la persona que debía anunciarle su felicidad.

-¿A dónde va lo bueno? -dijo la recién llegada a las dos amigas.

-Pues aquí voy con Eldifonsa -respondió la mentora de ésta recalcando mucho el nombre.

-¿Eldifonsa has dicho?

-Sí, señora: Eldifonsa, una muchacha que vino de la aldea pocos meses hace...

-¿Y que sirve en casa de...?

-Doña Liboria, que vive en la calle de San Francisco...

-¡La misma, hija! Vea usted si la suerte lo dispone bien. Pues tengo que hablar contigo una cosa de mucha importancia, Eldifonsa... ¡Y vaya si tienes todas las señas que me han dado!

-Entonces las dejo a ustedes solas para que hablen más a satisfacción -dijo la pícara fregona disponiéndose a marcharse-. Mira, Eldifonsa -añadió-, la señora es de toda mi confianza, y lo que ella te diga ha de ser para tu provecho. Conque quédate con Dios, y usted lo pase bien, doña Rosaura.

Y se fue la muy pícara.

Fonsa se quedó con la llamada doña Rosaura, sin saber lo que le pasaba. Tantas coincidencias juntas eran para dar al traste con otra razón menos dormida que la suya.

-Tengo que hablarte de parte de un caballero que te estima -dijo de sopetón doña Rosaura.

Oír esto y caérsele a Fonsa la cesta que llevaba al brazo, fue todo uno.

-¿Conque de parte de un caballero... que me estima? -tartamudeó al cabo la inocente borrega, pellizcándose las uñas.

-Cabal -insistió doña Rosaura, estudiando minuciosamente los efectos del aturdimiento de su víctima.

-Y güeno, ¿y qué? -añadió ésta deseando saber algo más.

-Pos, hija de Dios, bien claro está: cuando pasan rábanos... y la ocasión dicen que es calva. El caballero desea verte; principal, ya es bien principal, y por lo que hace a campechano, no hay nada que pedirle; y según las trazas, está muy prendado de ti... Posupuesto, hija mía, que yo en este asunto no soy más que una amiga de buen aquél que se presta a servir a un amigo a quien se deben favores. «Que Fulana me gusta y no puedo hablarla en la calle por el bien parecer»; que veo yo a Fulana y la digo de parte de esa persona que esto, que lo otro y lo de más allá, como ya has oído... Y velay lo que pasa... Conque tú dirás.

-Y a usted, ¿qué le paece? -preguntó Fonsa con voz insegura, después de meditar un rato, durante el cual recorrió muchas veces con los dedos los tres lados sueltos de su delantal.

-¿Que qué me paece a mí? -respondió la supuesta embajadora, penetrando con su mirada hasta el último rincón de la flaca mollera de la sirvienta-. Pues a mí me paece, hablándote sin rodeos, que debes aprovechar la ocasión que se te presenta de salir de miserias. ¡Vaya! ¡pues no faltaba más! Una moza tan bizarra como tú, vestida todavía con cuatro pispajos, cuando las más enfelices de las de tu clase gastan lana y charol y paecen unas señoras prencipales.

¡Lana! ¡Charol! Pronunciar estas palabras junto a las orejas de Fonsa, era soplar el fuego, empujar el cuerpo que rueda al abismo.

-Pero ¿sabe usted si ese caballero, vamos al decir, desea hacer mi suerte sólo por el aquel del beneficio? -objetó la moza luchando con sus últimos escrúpulos.

-Eso no se pregunta -replicó doña Rosaura, afectando resentimiento-... Pero ¿de qué tierra vienes tú, mujer, que todavía te paras en esos inconvenientes? ¡Ave María, qué poco conoces el mundo!

-¡Ay, doña Rosaura, que dicen que está perdío!

-Cuatro gazmoñas que desean echarse a perder, y ni así se acuerda nadie de ellas.

-Con too y con eso; ¡si tuviera yo aquí a mi padre para pedirle consejo!...

-¡Líbrete Dios de ello! -exclamó la consejera con una viveza como si hubiera pisado lumbre-. A los padres siempre les ciega el cariño que tienen a los hijos, y por el afán de apartarlos del mal, los privan del bien muy a menudo. Desengáñate, Eldifonsa: si quieres aprovechar la ganga que se te ofrece, no solamente no has de decir una palabra sobre el asunto a tu familia ni a tus amos, y has de guardar el secreto hasta en sueños, sino que has de obedecer ciegamente, en todo lo que te ordene, a la persona que te busca.

Esta última condición, por ser la misma que le impuso la adivina, acabó de aturdir a Fonsa. Creyó a puño cerrado que se hallaba bajo una influencia sobrenatural, y dando al traste con su último reparo, entregóse a discreción a la voluntad de doña Rosaura.

Ésta, que no quería perder tiempo, se apresuró a preguntarla:

-¿Cuándo te toca salir?

-Yo salgo todos los días de fiesta por la tarde, hasta el anochecer.

-Mejor sería hasta un poco después de anochecido; pero, en fin... Hoy es sábado; espérame mañana por la tarde a las cuatro en este mismo sitio, vestida con la mejor ropa que tengas.

-¿A dónde vamos a dir?

-Aonde yo te lleve. Y te vuelvo a advertir que te dejes manejar de mí y del caballero, si no quieres que se lo lleve todo la trampa; y ni en sueños se te escape nada de lo que aquí hemos hablado; y mucho cuidao también con no darte por conocida mía cuando vayas con alguno, sobre todo con la señora.

-Entonces, hasta mañana... y mira que si faltas, contra ti harás.

-No faltaré, doña Rosaura.

-Ya me darás las gracias algún día.

-¡Dios lo quiera!

Y las dos mujeres se separaron.

Fonsa, hechas las compras que se le habían encargado, volvió a casa dos horas después de lo que debía, oyó por esta falta tempestades de su ama y estuvo a pique de ser despedida por algunas respuestas descaradas que devolvió. Pasó todo el día y la mayor parte de la noche preocupada y luchando con el recuerdo de los consejos de su padre, con el de los augurios de la adivina y con el de las proposiciones de doña Rosaura. A veces temía algo que no veía claro, y medio se decidía a no asistir; pero las raras coincidencias de la víspera, aquellas promesas de fortuna hechas por la monstruosa vieja y puestas por la otra mujer a dos dedos de la realidad, no eran para desechadas sin levantar antes por lo menos la punta del velo misterioso. Durmióse, pues, en estas reflexiones, y amaneció el día siguiente, llegó la una de la tarde, comieron sus amos a las dos y media, fregó la vasija, vistióse lo mejor que pudo a las tres, y a las cuatro en punto se hallaba en la Plaza de la Verdura saludando a doña Rosaura, a cuyo lado marchó en seguida por la calle de Atarazanas adelante, y llegaron a la Cuesta del Hospital... y se eclipsaron en una de sus afluentes callejuelas.




- V -

Aquí hay un paréntesis de algunas horas. Fonsa no vuelve a presentarse en escena, en la escena que nos es lícito contemplar, hasta muy entrada la noche. Entonces se la vio, a la escasa luz de los faroles, caminar calle abajo hecha una exhalación, tomar por el Arco de la Reina, entrar por Puerta-la-Sierra en la calle de San Francisco y llegar al portal de su casa. Gruñendo como una jabalina, recibió de su ama la advertencia de que al día siguiente sería despedida, supuesto que sus faltas, lejos de corregirse, iban haciéndose más graves cada vez; dirigióse rápida a su alcoba; rompió un cristal de la puerta al cerrarla con furia; cambió su traje de gala por el de diario; fue a la cocina y se empeñó en avivar el fuego del hogar vertiendo agua sobre los tizones, y sazonó las alubias con azúcar y echó media libra de pimentón en la compota. Al conocer tanta torpeza, se tiró de los pelos, lloró de coraje y maldijo en sus adentros a la adivina, a doña Rosaura y a la pícara que se las había dado a conocer. Porque es de advertir que Fonsa, a pesar de su roma inteligencia, había empezado a sospechar que era la víctima de una infame combinación preparada contra ella; siendo lo peor del lance que ya no podía retroceder, porque en ciertas situaciones, como al borde de un abismo, el primer paso decide la caída, y Fonsa acababa de darle corriendo ciega tras la confirmación de las risueñas profecías.

En vano buscó más tarde un poco de tranquilidad entre las dulzuras del sueño; este caballerito sólo dispensa sus favores a los muy felices o a los muy perdidos, y Fonsa, aunque no pertenecía al grupo de los segundos, estaba aquella noche muy lejos de ser de los primeros. Así es que se la pasó en claro, batallando sin cesar con sus recuerdos y, sobre todo, con el de los pobres viejos que en tanto tenían su acrisolada honradez. Y tal la carcomía y la impresionaba éste, que llegó a ponerse febril. Entonces se te presentó la cara del tío Celigonio más avinagrada y más contraída que nunca; vio la mano del viejo campesino levantarse, armada de un palo de acebo, y hasta sintió sobre sus costillas la impresión de un furibundo garrotazo. Aparecíansele también en su delirio la casa de la adivina, y su amiga, y un millar de barajas dispersas, y un señor que la echaba onzas y más onzas sobre el delantal, y el delantal se llenaba de ellas, y caían después por el suelo y nunca acababan de caer, y veía culebras que se convertían en vacas y subían por la Cuesta del Hospital detrás de doña Rosaura, que iba vestida de escajos y tenía cabeza de raposa y cola de lagarto; después asomaba un señor por una bocacalle, daba un silbido, se espantaban las vacas y la corneaban a ella, que salía de un portal muy largo, muy largo, muy largo, con vestido de merino de lana y botas de charol; después se quería levantar, y venía su padre con un garrote lleno de nudos y la molía las costillas; luego pasaba la adivina sorbiendo tabaco y royendo un mendrugo, y se comía a su padre de un bocado, y le daba un beso a ella, y de aquel beso salían barajas, barajas, barajas y muchísimas botas de charol que recogía en la falda del vestido; después se ponía a probárselas encima del campanario de su lugar, bajo el cual estaba su rendido novio echándola una copla al son de la bandurria y llorando al mismo tiempo a moco tendido. En esto arreció el viento, zarandeó el campanario y la despidió por los aires. Vuela, vuela, vuela y cae, cae, cae, parecióle haber estado bajando más de tres días, al cabo de los cuales llegó al suelo... y volvió en sí. Restregóse los ojos, vio la luz del crepúsculo de la mañana, orientóse por completo, suspiró con la más negra pena y se levantó.

No bien hubo desempeñado las primeras faenas de su cargo y se desayunó, le puso la señora la cuenta en la mano y la plantó en la escalera. Lloró entonces Fonsa muchas lágrimas, y las lloró con el corazón; pero se abstuvo de implorar misericordia, porque reconoció todas sus culpas y se penetró de que su ama no había de creer en su arrepentimiento.

Una vez en la calle, y puesto que, por entonces, no tenían remedio sus pesares, se dedicó a recorrer tiendas, y compró el suspirado vestido, las anheladas botas y aun algunas prendas más, y todavía le quedó dinero sobrante. En la mañana del día anterior no le hubiera sido posible adquirir ni siquiera el vestido con el saldo de su cuenta. Convengamos en que los pronósticos de la adivina no fueron del todo descabellados.

Con sus nuevas galas en la arquilla, que llevaba consigo, se encaminó a la Plaza de la Verdura, centro obligado de esta clase de gente. Allí encontró, al llegar, a doña Rosaura. Requemósele un poco la sangre a su vista, y aun quiso decirle cuatro frescas; pero tales trazas se dio la caritativa mediadora, que acabó Fonsa por mostrársele muy reconocida... y por aceptar su casa para vivir mientras no hallase colocación.

Entre tanto supo doña Remedios que su recomendada había sido despedida, y avisó inmediatamente a tío Celedonio para que le sirviera de gobierno, añadiéndole que Fonsa no se le había presentado aún a participarla el suceso, lo cual no le daba muy buena espina.

Mientras llegó la carta a la aldea, y lo supo tío Celedonio, y la sacó de la estafeta, y halló quien se la leyera, y le lavó su mujer la camisa fina, y secó ésta, se pasaron ocho días, al cabo de los cuales entró el pobre aldeano en Santander, resuelto a llevarse a su hija a machacar terrones si las disculpas que le diera no le satisfacían completamente.

Dos días antes había sido colocada Fonsa en una casa que le proporcionó su amiga, aquella buena pieza que la llevó a ver a la adivina. Allí la encontró su padre; y aunque le repitió doña Remedios que no la había visto desde que fue despedida y que no le gustaban las noticias que de su comportamiento le había dado la familia a que acababa de servir, como los nuevos amos no le dijeron nada malo de su hija, y como ésta, entre protestas, lágrimas y disculpas, le entregó enterito el saldo de su cuenta, tío Celedonio se dio por muy satisfecho y se volvió a la aldea, creyendo de todo corazón que Fonsa estaba en grande y que nada tenía que temer por ella. Quedóse, pues, otra vez en Santander la temeraria muchachona, libre de la tutela de doña Remedios y descuidada, por entonces, en cuanto a sospechas y recelos de su familia.

Durante los seis días que vivió con doña Rosaura consiguió ésta hacerla transigir con muchos escrúpulos. Fonsa comprendió al fin qué género de prosperidad era el que le habían dispuesto entre la adivina y sus agentes, y no deliró, como la noche de marras, al conocer tan triste verdad; en una palabra, Fonsa no aceptó su situación sin cierto disgusto, pero se resignó a ella. Doña Rosaura quiso más aún y obró en consecuencia.

No llevaba la inexperta muchacha quince días de servicios en casa de sus nuevos amos, cuando su amiguita le dijo:

-Es preciso, Eldifonsa, que cambies de clase; ya tienes ropas como la más peripuesta y estás afinada que pasmas; tienes que dejar de ser cocinera y tratar de ser doncella.

-¡A güen tiempo te acuerdas! -respondió Fonsa con una sinceridad admirable.

-Nunca es tarde para eso, chica.

-Vaya un arte de doncella que tengo yo, que ni sé planchar, ni recibir como se debe a las señoras, ni amañarse con toas esas zarandajas del oficio.

-Todo eso se aprende en tres días. Y por de pronto, vas a dejar de ir al Reganche los domingos y te vas a venir conmigo al Relajo, para que empieces a tratar gentes de mundo.

-¡Al Relajo! ¡Pero si en mi vida he bailao por lo fino!

-Ya te enseñarán allí mismo.

El Relajo, El Crimen, La Chaqueta al hombro, El Infierno, etc., son otros tantos salones de baile que han gozado, y aún gozan muchos de ellos, gran boga en Santander entre las fregonas más desastradas y los aficionados a este género desastroso. Cómo en esos salones se baila y cómo se conduce en ellos la concurrencia, lo dicen bien gráficamente los títulos de las mismas sociedades.

Fonsa entró un domingo con su amiga en el Relajo; y se aturdió por de pronto al ver aquella multitud de personas que giraban, aullando como bestias, en brazos unas de otras, al son de una murga estridente y bajo una atmósfera de tabaco y aceite de candil. Poco a poco se fue orientando; y como era frescachona y rolliza, cosas bastante raras en aquel agosto nauseabundo, pronto se halló solicitada por un sinnúmero de caballeros que aspiraban a la honra de bailarla. Quiso eximirse diciendo que no sabía bailar; pero lo puso peor así: todos se brindaron a enseñarla. Una chica que no sabe bailar es una ganga en semejantes salones: primero, porque revela cierta inocencia de costumbres muy envidiable; y segundo, porque enseñarla a bailar es lo mismo que estar autorizado para estrujarla, resobarla y exprimirla. Fonsa cayó en manos, mejor dicho, en brazos de un maestro que había sido en Madrid estudiante de medicina catorce años seguidos sin haber llegado jamás a bachiller. Después bailó con un corneta de la guarnición, y, por último, con un corista del teatro, a quien le faltaban la campanilla y media nariz.

-¿Qué tal? -le preguntó la amiga al salir del baile.

-¡Manífico, chica! -respondió Fonsa-. Al escomenzar me dio algo de vergüenza; pero en seguida la perdí toa... Mucho rempujón y muchísimo pellizco me han dao, eso sí; pero también te aseguro que me he divertío de lo güeno... Y que al mesmo tiempo he aprendío el valseo y las habaneras ¡vaya!... ¡Y bien que me gustan! ¡Güena deferiencia va de esto al Reganche!... Vendremos todos los domingos, ¿eh?

La amiga, como era de esperar, aplaudió tan buenos propósitos.

Para abreviar: Fonsa perseveró tanto en ellos, que antes de tres semanas fue despedida de la casa en que servía, y en vano trató de entrar en otras en calidad de doncella. Su vida agitada la impedía cumplir con sus deberes domésticos, y encontraba insoportable la sujeción y mezquino el sueldo que ésta le proporcionaba. Declaróse, pues, libre, y se instaló en casa de doña Rosaura. No aspiraba ésta a otra cosa.

Así vivió dos meses, entregada de lleno a las emociones del baile y a otras aún de peor calidad; hízose popular en los salones del Relajo, del Crimen y del Infierno, y continuó progresando en esta senda, hasta que no tuvo el diablo por dónde desecharla.

Supo tío Celedonio algo de lo que pasaba: vino a Santander, obligóla a irse con él al pueblo, la arrimó allí un par de palizas de padre y muy señor mío, y la hizo trabajar en las más rudas faenas de la labranza. Pero Fonsa no era ya capaz de soportarlas, y un día, muy tempranito: hizo un lío con su mejor ropa y desapareció de la aldea. Buscáronla sus padres con el ahínco que ustedes pueden imaginarse, pero todo fue en vano: Fonsa no volvió a aparecer para los pobres viejos, que se murieron algún tiempo después rogando a Dios por ella.

¿Adónde había ido? ¿Cuál fue su paradero?

No contándose segura en Santander, adonde volvió cuando se escapó de casa, largóse a Madrid con el doble objeto de continuar su carrera en mayor escala y vivir más a cubierto de la persecución de su familia. Entregóse en la corte a todo género de licencias; perdió muy pronto las pocas gracias que debía a la naturaleza; y hambrienta, casi desnuda y enferma, cayó una noche de enero sobre un montón de basura en un rincón de una plazuela, y allí se recogió al amanecer su rígido cadáver.






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Al amor de los tizones

Porque hace música, y literatura, y política, y sorbe tes dansants y chocolates bulliciosos, y juega al encarté... y a la banca en los salones, piensa la gente del «gran mundo» que ella sola sabe sacar partido de las largas noches del invierno. Llenas están las columnas de la prensa periódica de almibaradas revistas y hasta de poemas garapiñados que me lo hacen creer así. Pero la gente susodicha y sus melifluos infatigables salmistas se equivocan de medio a medio, como voy a demostrarlo con hechos, que son argumentos sin vuelta ni revés; y con hechos que no han de proceder de la vida y milagros de la benemérita clase media que, por horror innato a su propia medianía, vive en perpetuo remedo aristocrático; ni tampoco de los anales de los sabañonudos gremios horteril, especiero y consortes, rebaño que ya viste frac, toma sorbete y baila con guantes los domingos, y forcejea y suda por eclipsar el brillo social de la clase media. Para que el éxito de mi tarea sea más completo, he de buscar los hechos prometidos en una esfera mucho más distante, en grado descendente, de la en que reside la encopetada jerarquía que, por no saber en qué dar, da con frecuencia en vestirse de estación, y de nube, y de astro... y de no sé cuántas cosas más; he de buscarlos, repito, entre los más sencillos aldeanos del más apartado rincón de la Montaña, contando, por supuesto, con que sabrán otorgarme su indulgencia aquellos señores del buen tono por el crimen de lesa etiqueta que cometo al oponerles, siquiera por un instante, un parangón tan grosero, tan inculto, tan cerril.

Y hecha esta importante salvedad, dejo al arbitrio del más escrupuloso lector la elección del pueblo... ¿Ese? Corriente.

Treinta casas tiene; se divide en tres barrios, y en cada uno de ellos hay un acabado modelo de lo que yo necesito: una hila.

Fijémonos en cualquiera de las tres, a la casualidad: en la del tío Selmo Lombío.

Selmo, o Anselmo Lombío, es un pobre labrador que a duras penas cosecha maíz para todo el año; por consiguiente, no es siquiera lo que se llama un hombre acomodado. Pero no ha conocido jamás el mal humor, no tiene vicios ni cosa que se le parezca, ni, lo que siente mucho, hijos que le pidan pan, no obstante llevar más de treinta años unido en legítimo matrimonio a tía Ramona Maizales, cuyo carácter parece cortado por el mismo patrón que el suyo.

Ambos profesan y predican, con más fe cada día, la máxima de que «la gente humana ha nacido para la comunicancia y parcialidad»; y por ende no transigen con que el pobre, rendido por el trabajo cotidiano, se limite, por único consuelo, a tumbarse a roncar sobre una mala cama a la hora en que se albergan las gallinas. Y en prueba de que no hablan sólo por el aquél de abrir la boca, no bien se coge el maíz, y se siega el pelo de la toñá (la yerba de otoño), y se derrotan las mieses, y comienzan los pelados bardales a llorar gota a gota por las mañanas el rocío de la noche, ya los tienen ustedes brindando con su cocina a todo convecino que quiera favorecerla con su presencia.

Y la gente del barrio, que se guarda muy bien de desairar el brindis, acude solícita a ella, y hasta la hace de moda entre la rústica sociedad.

Estarán ustedes cansados de leer en la grave prensa periódica de España párrafos como el siguiente:

«Magnífica estuvo, como todas las anteriores, la recepción que tuvo lugar anoche en los espléndidos salones de la encantadora marquesa del Rábano o de la Coliflor, viéndose aquéllos poblados de cuanto más bello, elegante y distinguido encierra la buena sociedad de...».

Y esto lo dice el periodista porque presume, o sabe, o quiere hacer creer que concurrieron a los salones espléndidos de la encantadora marquesa del Rábano o de la Colifor, la seductora baronesa de la Ortiga, la adorable condesa del Pámpano, las hechiceras señoritas de Azafrán, la interesante viuda de Mogol, el opulento banquero Potosí, el ilustre diplomático vizconde del Tornasol, el mimado poeta Aljófar, el lisonjero folletinista que lo cuenta, Jarabe, y el artista sublime más en boga en el regio coliseo, si de Madrid se trata.

Pues bien, pregunten ustedes por las hilas de tío Selmo en el pueblo en que éste vive, y le dirán sus convecinos, uno a uno, o a coro si se prefiere:

-¡Maníficas! ¡de lo mejor!

Lo cual equivale, allí donde no hay prensa ni revisteros de salones, al reproducido suelto de los periódicos del «gran mundo».

Porque a la cocina de tío Selmo concurren, infaliblemente cada noche y todas las del invierno, amén de otros eventuales, los siguientes personajes:

Tanasio Mirojos. Maduro de edad, largo de talla y no muy limpio de porte, mediano labrador, pero gran carretero. Gusta mucho de «estar al tanto» de lo que pasa por el mundo, y es un almacén de cuentos y romances.

Pólito Redondo. Cuadrado de espaldas, angosto de frente, recio de pelo y barba, cetrino de color y duro de entendimiento. Amaña, es decir, resume todo lo que oye a los demás para comprender algo de ello; pero al cabo se queda siempre en ayunas, porque tiene peores amañaduras que entendederas.

Lencio, Cencio, Delencio, Endilencio, o como ustedes quieran, pues por todo responde menos por Indalecio, como le nombró en la pila su padrino. Tiene escasos cuarenta y cinco años, y no fuma, ni vota, ni se enfada nunca; su fuerte es la elocuencia; y como también es erúdito, resuelve de plano cuantas dudas científicas, históricas, ortográficas y etimológicas se le consultan. Pone la pluma como un maestro de escuela, y no hay cuenta que se le resista, desde las de medio-partir y partir por entero, hasta las de cuartos-reales y compañías inclusive.

Gorio Tejares. Ex-soldado del ejército, ha corrido muchas tierras, y no se la deja pegar de ningún listo. Trató con intimidad, durante el servicio, a todos los generales por quienes se le pregunta. O'Donnell le convidaba a café y copa tres veces a la semana, y pasando un día con su regimiento por la Plaza de Palacio, la Reina, que estaba en el balcón, le echó los galones de sargento. Pudo haber llegado a capitán, pero le tiraba mucho el pueblo, y no quiso reengancharse.

El Polido. Corto de estatura, flaco y torcido de piernas y chupado de jeta, mal vestido y peor alimentado. Su manía es hacer creer a los demás, siempre y a todas horas, que acaba de comer y que revienta de harto.

Tío Ginojo. Más antiguo en el mundo que las viruelas, sordo de un oído, torpe del otro y sin pizca de memoria: se duerme en cuanto se sienta.

Silguero. Mozo presumido y seductor irresistible, bailarín consumado y, sobre todo, gran entonador de Kiries, Glorias y Credos en misa mayor; habilidad que constituye su mayor orgullo y le ha valido el honroso mote, mal pronunciado, de Jilguero, con que se le conoce.

Tía Cimiana. Mujer de Tanasio: «tiene gloria en las manos» para cortar sayas y jubones, y es por eso la única costudera del pueblo.

Sabel. Moza robusta y potente, ancha de encuentros y caderas, alegre de ojos y suelta de lengua.

Chiscona. Digna pareja de Pólito, y no hay que más que decir de ella.

Clavellina. La antítesis de Sabel, pequeñita, sonrosada, muy compuesta y algo parada.

Mari-Juana. Mujer de seis pies de talla, flaca y curtida, es una notabilidad para salar tocino y curar de la palotilla a las chicas pálidas.

Y la Rijiosa. Apreciable mitad del Polido, con un genio de doscientos mil demonios, pero con una gracia especial para sembrar a chorco y empozar lino.

Es decir, lo más escogido de la buena sociedad del barrio.

Las mujeres van a la hila provistas de rueca y mocío de estopa o madeja de cerro. Por una excepción, que se comprende bien, tía Cimiana suele llevar obra de aguja y tijera, según se encuentre de atareada. Los hombres no llevan nada, o, cuando más, un taco de madera para una llavija, o un haz de mimbres retorcidos para peales.

Para colocar a todos los tertuliantes, hay en la cocina del tío Selmo tres grandes bancos de roble, muy ahumados, que, con el largo poyo de la pared, forman un espacioso rectángulo, dentro del cual queda la lumbre, en llar bajo, o sea, en el santo suelo.

No hay, como ustedes pueden comprender, lacayo que vaya anunciando a las personas que llegan. Allí se cuela todo el mundo como Pedro por su casa. De todos modos, sería ociosa aquella ceremonia, pues mucho antes de que el tertuliante se anuncie a sí propio en la cocina con el saludo obligado de «Dios sea aquí», «el Señor nos acompañe» u otro del mismo laudable género, se ha dado a conocer perfectamente. Tío Ginojo, por ejemplo, porque se le oye dar en la calleja una en los morrillos y ciento en las pozas con sus almadreñas; el Polido, porque las que calza, no teniendo clavos y siendo muy viejas y desiguales entre sí, suenan a madera rota; Pólito, que las gasta con tarugos, porque cuando pisa con ellos, sus golpes parecen de mazo de encambar; Silguero, por las tiranas que entona; Mari Juana, por los golpes de tos «que la ajuegan»; Gorio, por las dianas que silba, etc., etc.

Que las mujeres van a hilar a casa de tío Selmo, debe haberse presumido desde el mismo instante en que yo dije que llevan rueca y lino.

Con este dato, adivine el perspicaz lector por qué se llaman hilas y no soirées ni recepciones las tertulias montañesas del género y calidad de la que yo voy a describir.

Y cuenta que al hacerlo me cabe la persuasión de que en ello rindo un tributo que, en buena justicia, se debe a las rancias costumbres de mi tierra. Siglos, acaso, hace ya que en ella están siempre abiertas centenares de cocinas a la mayor recreación del vecindario. En ellas vienen exhibiéndose millares de bellezas vigorosas, de ingenios peregrinos, de tipos y escenas que hubieran envidiado, para su gloria, los pinceles de Goya y de Theniers; y no obstante, no han logrado una pluma que los ensalce y los sahume, o siquiera los reviste a la faz del público, hoy que en el gran mundo no se come una mala raja de salchichón, ni se hace una cabriola, ni se suelta un vocablo ingenioso, sin que las cien trompas de la fama cuenten, enaltezcan y sublimen el suceso desde el folletín de los periódicos más en boga, y le lleven en alas de éstos hasta el último confín de la tierra.

De lamentar es, por otra parte, que la falta de esas plumas privilegiadas haya de repararse con la mía, indigna por tosca y mal tajada, de empresa tan difícil; pero si la buena intención es algo, a la que me guía me amparo por excusa, y en ella confío para que los apreciados tertuliantes de tío Selmo Lombío me dispensen su más amplia y cordial indulgencia al encontrar sus retratos en las humildes páginas de este libro.

Nada más grato para tía Ramona, nada que más la recree, que ver llegar al último de sus tertuliantes y contemplarlos en seguida a todos llenando los tres bancos de la cocina.

Para solemnizar debidamente momentos tan placenteros, toma del rincón de la leña la mejor mata de escajo, y la arroja sobre el montón de gruesos tizones que empiezan a quemarse en el llar. La vacilante escasa llama prende las secas apiñadas espinas de la mata, y bien pronto una columna de fuego sube chisporroteando hasta más arriba del sarzo del desván, iluminando los rostros de la hila sobre el fondo negro lustroso de las ahumadas paredes, con una luz que entusiasmara a Rembrandt, si dado le fuera resucitar para contemplarla.

Con esta salva se inaugura cada noche la tertulia. Las mujeres aprovechan la lumbrada para preparar las ruecas; los hombres sus velortos, navajas y tacos de madera.

Tío Ginojo, que ocupa siempre uno de los ángulos del poyo, con el fin de tener cerca los pies de la jornia, o cenicero, al sentir la primera bofetada de la llama, saca las manos de los respectivos bolsillos, mete una brasa en la pipa, le tira tres chupadas que suenan como tres pistoletazos... y vuelve a su estupor crónico.

No es raro que la sesión comience por un rosario, a cuyo final se pida por cada uno de los muertos del pueblo, que recuerde la memoria de Cencio, que reza delante.

De todas maneras, es seguro que a la media hora de constituida la hila, toma, salvas ligeras variantes, el siguiente rumbo:

-¡Uno de los buenos, tío Tanasio!

-¡Que nos haga de reír!

-De ladrones y encantos, que son más divertíos.

-De lo que él quiera, ¡condenius, pedigones!

-Si digieris de lo que yo sepa, digieris más verdá.

(Tanasio es hombre que gusta hacerse rogar en estos casos, pues cree que de otro modo desprestigia su ingenio).

-¡Hombre, pues no dice que!... ¡Si sabe usté más cuentos!

-Pero si tos vos los he contao ya.

-Menos los que le quedan en el magín.

-Marrecelo que delguno... Pero, en fin, veremos a ver si estrujando, estrujando, sale daque cosa.

Silencio profundo. Tanasio medita. Pólito se soba los dedos, se rasca la cabeza a dos manos, abre medio palmo de boca y clava sus ojazos verdes en el narrador. Cencio se dispone a resolver las numerosas dudas que del cuento puedan surgir. Silguero se contonea, cruza las piernas y se atusa el pelo mirando tierno a Clavellina. El ex-soldado se encara con Sabel. El Polido eructa como si le llegara la cena a la garganta. Las mujeres, hila que hila. Tío Ginojo se recuesta contra el poyo, bosteza y mete un pie en el montón de ceniza.

Al cabo de un rato dice Tanasio:

-Con que en el supuesto, vos contaré el cuento de Arranca-Pinos y Arranca-Peñas.

-Ya se contó anoche.

-Enestonces vos contaré el romance de don Argüeso.

-También se contó.

-El del Soldado.

-¿Cuál es ése?


-Estaba una señorita
sentadita en su balcón;
pasó por allí un soldado
de muy buena condición...

-Se contó antanoche.

-Cuando yo vos decía que toos vos los había contao... ¿Sabéis el cuento de Rosaura del Guante

-Está contao tamién.

-Pus, ojo, que allá va uno que nunca habéis oído.

Atención general.

-Amigos de Dios...

Una palabra, con permiso de Tanasio. Reproduzco íntegra su narración, porque el estilo de los cuentos populares de la Montaña tiene un sabor especialísimo de localidad que yo debo dar a conocer.

Oigan ustedes ahora a Tanasio.

-Amigos de Dios; éste era un pastor de tierra de gentiles; y siendo un pastor...

-¿Qué son gentiles? -pregunta Pólito.

-Pus gentiles -responde Tanasio algo apurado, mirando a Cencio-, gentiles, a mi modo de ver, deben ser, así como quien dice... ¿no es verdá, Cencio?... ¿A que Cencio lo sabe también?

Y Cencio, con aire de la más hinchada importancia, encaja sin pararse en barras la siguiente explicación:

-Gentiles es bien sabido que son unos vivientes que viven en islas acuáticas, y son gigantes muy robustos de fegura corporal... y no tienen iglesias ni tampoco señores curas, y se comen los unos a los otros, si a mano viene.

-¿Lo oyes, Pólito? Pus eso lo saben hasta los mozucos de la escuela.

-Pero como yo no la he tuvido, por eso lo pregunto. Ahora ya lo sé pa sinfinito.

-¿Y lo sabes bien?

-¡Ni aunque yo fuera tan torpe!... Pus me paez a mí que la cosa tien poco que estudiar. Los gentiles son unos seres corporales que viven en las iglesias y se comen gigantes acuáticos.

-¡Ave María Purísima!

-Qué, ¿no es eso?

-¡Sí, hombre, sí!

-Es que por las risas paecía que no... ¿Y qué es eso de acuático?, aunque sea mala pregunta. Digo yo que será cosa de carambelo o de azúcara.

-Acuático -responde el grave Endelencio- declina de los mares mayores... porque estas islas de los gentiles están entre aguas de los mares...

-Pus entonces, las islas serán a manera de barcas.

-Islas -añade el erudito un poco asustado ya por la extensión geográfica que van tomando las dudas- son unos lugares encultos y de mucho matorral; y tan aina las hay acuáticas, como de tierra firme; sólo que entonces se llaman islas Celepinas, porque están en Morería.

Lo mismo queda enterado Pólito de lo que son islas que quedó de lo que eran gentiles; pero como no es cosa de pasar la noche en semejantes explicaciones, se da la duda por aclarada y continúa Tanasio:

-Siendo un pastor de tierra de gentiles, este pastor diz que conocía toda herba del campo y con ellas curaba que tenía que ver. Le dolía a usté salva la parte: le untaba él con la herba del caso, y sanaba usté; que el otro tenía un lubieso: pues, señor, ahí va la herba, y fuera con él al minuto; que el de más allá perecía de tercianas: dábale la herba respetive, y largo las tercianas. De modo y manera es que too el mundo se valía del pastor pa las melicinas, motivao a lo que los cerujuanos y los boticarios de veinte leguas a la redonda no le podían ver. Pus, señor, sépanse ustedes que este pastor no bajaba al pueblo más que los domingos; y como era buen mozo y manífico bailador, dispués del rosario se iba al corro; y diéndose al corro, no le gustaba jugar a la brisca ni a los bolos; y no gustándole, se pasaba la tarde baila que te baila con una misma moza, respetive a lo que tomáronse los dos mucha ley y conviniéronse en que, malas penas entrara él en quintas, se habían de casar si no le tocaba soldao. Bueno. Amigos de Dios, évate que una tarde estaba el mi pastor en la sierra toca que toca el caracol, tumbao debajo de una cajiga; encárase con él un caminante de lo más bien portao que podía verse, como que llevaba sombrero fino, bastón de puño de oro, levita y cadena de reló. Apárase de pronto el caminante, y dícele de esta manera al pastor: «Oiga usté, buen amigo, ¿me dirá usté por casualidá onde para un pastor que dicen que anda por estos lugares y que cura too mal que se le presente?». «Está uste hablando con él, buen caminante», dícele el pastor. Y oyéndolo el otro, salta y le dice: «¿Quiere usté venirse conmigo y ganará too lo que pida». «Si no es muy lejos, ya estamos andando». «A los palacios del rey». «¿Quién está malo allí». «Una hija mía que quiero como a las telas del corazón: dos años lleva en la cama, toos los mejores médicos la han auxiliao, más de tres mil reales van gastaos con ellos, y la muchacha a peor, a peor, a peor. Díjome una adivina que usté sólo me la podía curar, y por buscarle a usté vengo corriendo tierras». «Y usté, ¿quién es?», saltó entonces el pastor. «El rey de los gentiles», arrespondió el caminante muy aquello. Amigos, el pastor que tal oye, vio su suerte hecha y se risolvió a seguir al rey con el aquel de ganar, por lo menos, seis mil reales pa librarse del servicio, caso que le tocara quinto. En éstas y en otras, ayudóle el rey a recoger el ganao pa acabar primero, y fuéronse andando, andando, y al cabo de los tres días llegaron a los palacios; y llegando a los palacios, fuéronse a ver a la enferma, que diz que paecía un sol, de maja que era, en aquella cama de plata con colcha sobre-dorá. No hizo el pastor más que echarla una ojeá, y sin tocarla ni cosa anguna, dijo: «La moza tien esto y lo otro: se le dará tal herba así y de la otra manera, y a los quince días estará tan rebusta como endenantes». A too esto, al buen pastor se le hospedó en un cuarto alhajao de lo bueno, se le echó un vestido de arriba abajo, como el de un señor prencipal, y se le puso a qué quieres boca, con su puchero de garbanzos con carne del día, su vino de la Nava, de lo mejor, y el azucarillo y el bizcocho tiraos, como el otro que dice, por el suelo. Con estos regalos el pastor, que ya era majo de por suyo, hízose un pasmo de buen mozo; y como entraba tan a menudo en el cuarto de la hija del rey, prendóse ella perdidamente de él. Tanto, que a los ocho días ya le orillaba los pañuelos del bolsillo y le espulgaba. Pus, amigos de Dios, la hija del rey, con éstas y con las otras, a mejor, a mejor y a mejor... como que a los doce días ya salía a tomar el sol a un balcón de cristales que daba a la huerta del palacio. Y saliendo un día al balcón, dice la muchacha al rey: «Padre, yo estoy prendada del que me ha curado, y si usté es gustoso, me casaría con él». Y dícela el rey (que era bueno y parcialote de suyo), que no tendrá en ello inconveniente; pero con la condición de que no se hará el casamiento mientres que la muchacha no quede sana como un coral; y si, pinto el caso, ella falliciese de resultas de la enfermedá, por recaída, el pastor perecería en la horca. Pus, amigos de Dios, como el pastor estaba bien seguro de las melecinas que daba, firmó el compromiso delante de escribano, sin alcordarse ni pizca de la probe moza que estaba en su lugar esperándole como el agua de mayo. No era esta muchacha sabedora del caso; pero una bruja que era vecina suya, llámala y cuéntaselo todo; con lo que la probe se desafligió como una Magalena. Atento a ello, dícele la condená de la bruja que en su mano tendrá la venganza si la apeticiese; y va y la da un alfilerón y una feguruca a modo de santuco de cera, y la dice: «Onde tú pinches con este anfilerón en la fegura, le dolerá a la hija del rey; pero ten mucho cuidao, porque si le pincharas el corazón, la otra moriría».

Pus, amigo de Dios, que la moza, deseosa de atrasar el casorio, espienza a pinchar de acá y a pinchar de allá a la fegura, y cátate que al mesmo tiempo espienza la hija del rey «¡ay! que me duele aquí, ¡ay! que me duele en el otro lao», hasta que volvió a caer en cama. El pastor se volvía loco buscando herbas por los praos y no atinaba con el aquél de la recaída. Y no atinando, pasaron así más de dos meses; y pasando más de dos meses, viendo la moza del pueblo que el pastor no llegaba, alteriósele el pulso con las penas, y al ir a pinchar la fegura un poquitín, fuésele la mano y llegó al corazón con el alfiler... En el auto fallició la hija del rey. Y falliciendo la hija del rey, en el mesmo día que se la dio tierra se ahorcó al pastor enfrente de la casa del Ayuntamiento. Corrió la voz del caso, y sabiéndolo la moza fue a los palacios del rey a pedir josticia contra la bruja; y pidiéndola, salieron ceviles por toas partes, cogieron a la pícara y la quemaron juntamente con la fegura de cera; y quemándolas a las dos, se convirtieron en una bandá de enemigos malos que ajuyeron agoliendo a azufre y asolando los campos por onde iban, con el viento y la llama que llevaban consigo mesmos. A too esto, como el rey no tenía más hija que la defunta, cogió mucha ley a la muchacha aflegida que le pidió josticia; y cogiéndola ley, llevóla a los palacios, y más alante se casó con ella. Siendo la muchacha reina de gentiles, llamó a toos sus parientes y los hizo unos señores, y al que menos de los vecinos de su pueblo le dio cuarenta carros de tierra y una pareja de güeis, y le pagó las contrebuciones por dos años; y siendo ella crestiana y de suyo lista y despabilá, convirtió a toos los gentiles al cabo de los tiempos... y colorín colorao.

-De manera es -dice Pólito-, que too se refiere a un rey que ahorca a la hija, porque un pastor se prenda de una bruja que le curó a él con herba del campo.

-Justo -se le contesta para acabar primero.

-La historia -objeta Gorio Tejares-, es de suyo manífica; pero creerán ustedes que eso de prendarse una hija de un rey de un mozo seglar, quiero decir, paisano, es panoja de diez libras; pues es cosa muy corriente, y si el mozo es melitar, tanto mejor. Yo, en las tierras que he corrido, he tenido ocasión de verlo; y si hubiera sido, como otros, tentado de la cubicia o de la vanidá, pudiera haber sacado del uniforme, no diré que una princesa, pero una infanta... en fin, ¡mucho!

Concluida la tanda de cuentos, porque Tanasio cuenta varios, entra la de adivinillas. Éstas las propone siempre el erudito Cencio. Oiganle ustedes.

-Una cosa cosina que Dios adivina: Anda, anda y nunca llega a Miranda.

Tío Ginojo se perece por las adivinillas. Espabílase un poco al oír la primera, frótase los ojos y pregunta:

-¿Cómo has dicho, Cencio?

-«Anda, anda y nunca llega a Miranda».

-Hombre, muy arrevesao es... Si dijeras, apara, apara... podría ser, pinto el caso... pero eso de anda, anda...

-Anda, anda -repite Pólito dándose puñetazos en la cabeza- ¿Qué mil demonios podrá ser?... ¡Un güey!

-No estás tú mal güey -dice Cencio.

-Anda, anda -canturrea Gorio...- el batallón de cazadores de Chiclana.

-¡Echa!

-Anda, anda... -suspira el Polido-, será... Vamos, con esta jartura que tengo ni veo el ite de las cosas. Cuatro güevos, dos torrendos y media vara de longaniza me he triscao para cenar...

-Anda, anda -murmura Tanasio-. Hombre, aunque sea mala pregunta, ello ¿es cosa de comer?

-No.

-¿Es animal u persona humana?

-Es semoviente de por sí mesmo y finca imponible en contrebución terrentorial -contesta Cencio con su aire habitual de importancia.

-Apara, apara... y luego allega a la villa -refunfuña el desmemoriado tío Ginojo.

-No, señor: es «anda, anda y nunca llega a Miranda».

-¿Y qué sabe uno onde está Miranda?

-Tiene razón -dice Sabel-. Si fuera la villa lo conoceríamos mejor, y podría ser...

-El mercao -añade Mari-Juana.

-O la deligencia -dice Chiscona.

-He dicho que es semoviente de por sí mesmo y finca imponible en contrebución territorial -repite Cencio.

-Pus me doy -exclama tío Ginojo.

-Y yo. Y yo. Y yo -añaden otros varios.

-Pus yo no -dice Pólito, dándose un tremendo puñetazo en la rodilla- ¿Cómo espienza?

-Por mo -contesta Cencio.

-Mo, mo, mo... -repite tío Ginojo-. Si fuera ma, ma, ma, sería, pinto el caso... pero mo, mo, muy arrevesao es.

-Mo, mo, mo -se canturrea por todos los rincones.

-¡El marrano! -grita Pólito como si hubiera resuelto la dificultad.

-He dicho que empieza por mo.

-Pus por lo mesmo.

-¿Y marrano declina mo en primera instancia, animal?

-Pus si no, no sé lo que es...

-Vaya, vos lo pondré más claro: moli, moli, moli...

Dos voces:

-Molinero.

-Cerca andáis.

Toda la hila a coro:

-¡Molino!... ¡El molino!

-¡Hombre! ¡qué gracia!

-Pus no me satisface -protesta Pólito-, porque al molino se llega en cuatro zancás, y tú has dicho que nunca se llega a Miranda.

-¡Virgen, qué caráiter de riflisión que tiene este hombre! He dicho: «Anda, anda y nunca llega a Miranda». ¿No está el molino rueda que rueda todo el santo día de Dios sin moverse de su sitio?

-Sí que lo está.

-Pues ahí tienes cómo no puede llegar a Miranda ni a denguna parte.

-¡Vaya una cencia que tien la adivinilla! -gruñe tío Ginojo- ¡Y pa eso le despiertan a uno!

-¿No decía usté que era tan arrevesá?

-Como tú la ponías, sí.

-Pos si lo estipulara claro desde su descomienzo, buena habilidad sería dar con el ite.

-¡Taday!¡Chapucerías que no valen un anfiler!

Dice tío Ginojo, hunde la segunda pierna en la jornía y vuelve a dormitar.

Otras dos o tres adivinillas más vuelven a poner a prueba el ingenio de los tertuliantes; pero no se resuelve ninguna sin que Cencio diga la mitad del nombre de la cosa en problema.

No falta allí su párrafo de discreteo, que suelen provocar Gorio y Sabel, especialmente mientras el primero tiene el huso para que la segunda devane lo que lleva hilado, o Silguero y Clavellina en igual o parecida ocasión.

Por ejemplo:

-Muy gordo hilas, Sabel.

-Pa quien es mi padre basta mi madre.

-Mucho te abajas.

-No es porque tú me alevantes.

-¡No fuera malo!

-Pa que te lijaras...

-Buena bizma conozco yo que me sanara en un contao...

-Esa bizma no tiene tanta vertú.

-Más de la que tú piensas.

-¡Cómo no!...

-¡Juy, quién fuera capitán de ese regimiento!

-Este regimiento se gubierna él solo tan guapamente.

-Pero la soledá es muy triste.

-Más vale solo que mal acompañao.

-Se estima la fineza.

-No apretes el huso, que se va a cascar el hilo.

-Es que me hace cosquillas en la palma de la mano.

-Muy fino tienes el pellejo.

-Más que el corazón, que a puro desaire de una que yo sé, se va pusiendo más recio que el cuero de una mochila.

-¡Jesús, qué antusiasmo!

-¡Calla, ingratona!

-¡Taday, trapacerón!

-¡Olé, rrracataplán!

(Risotada general.)

También se paga su tributo a las modas. Un cintajo en el pelo de Sabel, un fruncido nuevo en las mangas del jubón de Clavellina, que al punto llaman la atención de tía Cimiana, bastan y sobran para excitar el entusiasmo artístico de la rústica modista.

-Vaya, que el diañu seis las mozas de ahora. Ca día vos ponéis un amenículo nuevo. De modo y manera que una se despistoja para cortar bien un vestido, y al cabo le salen a usté con que le falta esto o le falta lo otro, y de que no está al estilo, y que torna y que vira. ¡María, hija! Endenantes daba gusto: sabía usté que la mejor gala de una moza era la saya de baeta y el jugón de alepín respulgao de pana. De dos tirones amañaba usté los paños de la saya, hilvanaba usté los plegues, la ponía sobre el jergón, y mejor debajo de un colchón si la cama le tenía, dormía usté tres o cuatro veces encima, y la sacaba usté que daba gloria verla puesta, de cómo caían aquellos plegues. Pero ¡ya te quiero un cuento hoy! ¡El Señor me valga! Ya too el mundo quier el vestío, y tan aina angosto de manga como ancho, tan aina con floriqueteo por las muñecas, como con trencillas por abajo. ¡Como que no pierdo romería ni mercao por el aquél de ver lo que se usa y poder estar al tanto del estilo pa servir a estas chapuceras presomías!... Y entovía rejonfuñan... porque, las condenas de ellas, ca una quier una cosa diferente y trae un antojo destinto... Malos demónchicos vos lleven nunca ni no... que si no fuera porque, aunque me esté mal el decirlo, sé cumplir con mi obligación, muchas veces había de pensar que se me había olvidao coger las tiseras en la mano. Dimpués de too, si habiesis ganao algo en el cambio, juera too por Dios; pero el Señor no mampare si no paicéis sandifesios con los mingorondangos de abora. ¡Josús, hijas, quién vos vio con aquellos rutajos de endenantes tan asentaos al cuerpo y tan plegaos, y quien vos vei con esos etelajes de señoras mal acomparás, que si vos los coge una barda en da que calleja, vos deja esnugas en un periquete... ¡Si vos digo que tien que ver!

Se hace asimismo tal cual excursión por el campo de la política, y entonces lleva la batuta Tanasio.

Tanasio, como carretero, está frecuentemente en Santander, donde tiene por íntimos amigos a dos coraceros, o descargadores de carros, que le enteran, a su modo, de los sucesos más notables de que ellos tienen noticia. Además, mientras está en un escritorio aguardando que le den una guía o le paguen otra, no pierde ripio de cuanto allí se habla, si es de política. De esta manera, con datos adquiridos tan a retazos y en fuentes tan heterogéneas, forma el curioso carretero los argumentos de sus narraciones políticas, que son la delicia de tío Selmo, del Polido y de Gorio.

-Y ¿qué se sabe de por esos mundos, Tanasio? -pregunta el primero aprovechando uno de los pocos instantes de silencio en que queda la hila.

-Pus por la presente -dice el interpelado-, mucho paez que hay regüelto al respeuto de guerras.

-¿Cacia onde? -interpela el Polido.

-Ello hacia extranjería debe ser, según se corre.

-Y ¿a qué mano cae eso, si se puei saber?

Aquí es de rigor que entre Cencio.

-Extranjería es por tierra de Francia, y también de rusios y de purcios.

-Y ¿qué se pide?

-Pus too ello -continúa Tanasio-, paez ser que resulta de piques entre los reyes.

-¿A respeuto de qué?

-De sus mases y sus menos, por si lo de acá es mío u no lo es, o si quiero esto u lo otro. Paez que el francés ha ofrecío combate y los otros no han querío entrar.

-Y ¿quién son los otros?

-Pus los de Ingalaterra por un lao, y por el otro los ensalzaos11, que quieren cerrar toas las iglesias.

-¡El Señor nos libre de ello, amén! -exclaman, santiguándose, las mujeres.

-Toma, como que diz que el Papa Santo de Roma ha tenío que salir un día al balcón a echar un pedrique a una porrá de herejes que ya estaban apedreándole los cristales del palacio.

-¡María Santísima!

-¡Mucho hereje, mucho, paez que hay por ese mundo!

-¿Y al auto de qué ha pedío combate el francés?

-Pus al auto de lo que vos he dicho.

-Pero ¿contra quién va?

-Contra los ensalzaos.

-Yo pensé -dice el Polido-, que el francés era hereje.

-Lo fue en sus prencipios -observa Cencio-; pero se convirtió.

-El Señor le ampare -dice Mari-Juana.

-Amén -añaden las demás mujeres.

-Pus bueno -continúa Tanasio-; ahora resulta de que como los ensalzaos no quieren entrar, nusotros los españoles paez que estamos abocaos a juzgarlos pa que entren, porque resulta que el francés es poderoso, y el caso es echarle allá los ensalzaos pa que dé cuenta de toos. Por otra parte, diz que estos ensalzaos tienen hasta reyes de herejes que sacan la cara por ellos, y a mi modo de ver el francés se va a ver mal con tantos, y puei que tengamos que darle ayuda. Por eso vos decía que al respeuto de guerras hay por la presente mucho regüelto.

-Y ¿qué le costará al probe labrador too ese laberiento?

-Pus aticuenta que algunos cuartos más de los que hoy paga.

-¿Pero no sacarán soldaos cada mes?

-Se cree que no, porque de eso, como ya toa la tropa en España es de cristinos, tenemos sobrao pa hacer frente a toa la extranjería del orbe tirraquio. Toma, pus por eso naide se mete en el mundo con nusotros... salvo los de Morería, que bien caro les costó hace poco.

-¿Que si les costó? ¡María Santísima! -salta Gorio, que guarda como una reliquia la cruz de San Fernando que ganó en los campamentos de Tetuán-. Figúrese usté...

-Mira, Gorio -le interrumpe tío Selmo-, nos lo has contao más de treinta veces y hemos llorao más de seis oyéndolo; pero ya lo sabemos de memoria.

-Quiere decirse que soniche, ¿no es verdá? Vamos, que cierre el pico.

-Por esta noche, sí.

-Pus sacabó la historia.

-Ello resulta de que no sacarán por ahora más soldaos, ¿noverdá, Tanasio? -pregunta una de las mujeres.

-Vos digo que no hay ningún cuidao.

-Pus mientras no lleven de casa a los hijos de su madre, y los males se remedien con dinero, vengan males a porrillo y salú nos dé Dios, que, al cabo, de probes no hemos de salir.

A veces se juega entre los más aficionados dos cuartos a la baraja, a tres juegos hechos a la brisca o a la flor de cuarenta. Entonces de cada real que se cruza se deja en fondo un cuarto para pagar la ballena que consume el candil con que se alumbra la hila.

En noches de días festivos, por aquello de que no se puede hilar y de que «donde va la soga que vaya el caldero», se echa un ligero reparto entre los contertulios y se consume en la hila una azumbre de lo tinto, que equivale a dos en sangría, como ha de estar para que lo prueben Sabel y Clavellina, en cuyo obsequio se bautiza y dulcifica siempre el vino.

Y con éstos u otros lances por el estilo y tal cual prefacio que entona Silguero a ruegos de la tertulia, se disuelve ésta todas las noches antes de las once, yéndose cada concurrente en paz y en gracia de Dios a su casa, bendiciendo al primero a quien se le ocurrió la manera de pasar tantas, tan baratas y tan agradables horas al amor de los tizones... uno de los cuales se lleva siempre tío Ginojo, porque dice que, manejándole como él sabe manejarle, no hay lobo que pare en dos leguas a la redonda.

Conque, imparcialísimos lectores, me parece que después de lo que ustedes han visto y han oído en casa de tío Selmo Lombío, no podrán menos de concederme que si haciendo literatura, y música, y política, y galanteos, y chismografía, y sorbiendo y jugando es como mejor se utilizan las largas noches del invierno, a este propósito las hilas de la Montaña no tienen nada que aprender de las soirées del «gran mundo», ni que envidiarles... si no es la pluma de ámbar y batista con que las cantan los Pedro Fernández de la prensa aristocrática.




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Un tipo más

Corría el mes de noviembre: hacía poco más de una hora que había amanecido, y llovía a cántaros. Excusado creo decir que aún me hallaba yo en la cama, tan abrigadito y campante, gozando de ese dulce sopor que está a dos dedos del sueno y a otros tantos del desvelo, pero que, sin embargo, dista millares de leguas de los dolores, amarguras y contrariedades de la vida; estado feliz de inocente abandono en que la imaginación camina menos que una carreta cuesta arriba, y no procura más luz que la estrictamente necesaria para que la perezosa razón comprenda la bienaventuranza envidiable que disfrutan en esta tierra escabrosa los tontos de la cabeza. Punto y seguido. Abrieron de pronto la puerta de mi cuarto, y avisáronme la llegada de una persona que deseaba hablarme con mucha urgencia.

Ustedes, caballeros lectores, que estarán hartos de devorar multitud de artículos empezados con párrafos semejantes al anterior; artículos cuyos protagonistas-autores es de rigor que se tuteen, en los episodios que refieren, con un Sandoval, con un Montellano, con un Monteverde, o siquiera con un Arturo, Eduardo o Alfredo a secas; artículos dados a luz en ilustrados Semanarios, o en la sección de Variedades de tal cual papelón madrileño, por la péñola almibarada de algún revistero aristócrata; ustedes, pacientísimos prójimos, que, de fijo, estarán avezados a ese género de literatura bizarra, esperarán que yo les diga, en vista del comienzo de este croquis, que la voz que me dio el recado era la de mi ayuda de cámara, al cual mandé, después de llamarle borrico y de ofrecerle un puntapié, que corriese los cortinajes de mi balcón para que entrase la luz del día; que en seguida me envolví el cuerpo en una cómoda bata, forrada de pieles de marta, y los pies en un par de pantuflas morunas que no se oían al hollar la espesa alfombra del suelo; que me arrellané en una muelle butaca delante de los troncos que ya chisporroteaban en la chimenea; que encendí un aromático habano, precisamente de la Vuelta de Abajo, y que, por último, después de encasquetarme en la cabeza un gorro griego... o tudesco, de finísima felpa, dije al susodicho mi criado: «Que pase esa persona», es decir, esa dama incógnita, ese vizconde elegante, ese matachín de moda, ese bandido generoso o ese marido agraviado... Pues no, señores, no hubo nada de eso, al parecer tan común en la vida episódico- literaria de nuestros revisteros del día... porque, aunque a ustedes no les importe un rábano la noticia, han de saber que yo no tengo ayuda de cámara, ni gasto bata forrada ni sin forrar, ni pantuflas morunas, ni gorro persa; ni en mi cuarto de dormir hay pesados cortinajes, ni alfombra espesa, ni vegueros a granel; ni allí han entrado jamás damas misteriosas, ni vizcondes elegantes, ni bandidos de ninguna clase, ni matachines, ni maridos agraviados... por mí.

He aquí, lisa, llana y prosaicamente, lo que sucedió:

Oído el recado, que fue transmitido por una modestísima fregona, abrí desde la cama la desnuda vidriera del balcón; vestíme con lo primero que hallé a mano, como hago todos los días; encendí un pitillo de Astrea, y salí al encuentro del personaje anunciado, al cual conocí en cuanto le eché la vista encima.

Era un hombre de mediana estatura, moreno, mejor dicho, ahumado, de pequeña cabeza, con los ojos hundidos y muy brillantes bajo unas cejas espesísimas y grises, separadas por una nariz afilada y seca, de una boca rasgada y prominente. Llegábale el ancho almidonado cuello de su camisa hasta rasparle las orejas por la altura de los oídos; vestía pantalón de color de castaña con abultadas rodilleras, chaquetón azul oscuro sobre chaleco de pana de cuadros muy alegres, y capa parda sobre el chaquetón; calzaba medias caseras de mezclilla y zapatos fuertes de becerro; ceñía al pie izquierdo una roñosa espuela; asía con la mano del mismo lado la corva empuñadura de cuerno de un enorme paraguas de percal verde con contera de metal amarillo, y tenía en la derecha el sombrero de copa alta, que acababa de quitarse de la cabeza. El paraguas chorreaba; el sombrero, negro-parduzco, estaba erizado como si tiritase de frío; la extremidad inferior de la capa, parte de las medias y los zapatos, estaban salpicados de lodo y empapados en agua, y la cabeza cubierta por unas greñas muy alborotadas, que se iban en vicio por las sienes y la frente abajo, como se van por una pared vieja y descuidada las bardas y los helechos. La edad de este hombre se perdía entre los laberintos de su cara; pero yo sé que tenía cincuenta años, porque le conocía mucho. Era vecino de un pueblo cercano, había sido su padre colono de mi abuelo y me dispensaba, tiempo hacía, la no envidiable honra de venir a consultar conmigo todos los negocios que tenía en Santander, y los tenía cada semana. Llamábanle en el pueblo las mujerucas de buena fe tío Sildo; los hombres leídos y escribidos, don Beregildo; pero él, sin hacer más caso de las unas que de los otros, se firmaba siempre Hermenegildo Trapisonda, y firmaba la pura verdad.

Saludámonos de la manera más cortés y volvimos a mi cuarto.

Don Hermenegildo comenzó por dejar el paraguas a la puerta para que el chorro que despedía se largase por el corredor adelante, y el sombrero encima de una silla; luego recogió los pliegues de la capa sobre los muslos y se sentó, dejando ver las flacas pantorrillas hasta cerca de las ligas por debajo de las perneras, que no pecaban de cumplidas; y después de pasarse ambas manos por las greñas para domarlas un poco, miróme de hito en hito, haciendo un horrible gesto, especie de sonrisa con la cual mostró en todos sus detalles las enormes paletas de su rancia dentadura.

Yo me había sentado en otra silla enfrente de él, y le contemplaba con curiosidad, esperando que me explicase el motivo de su tan apremiante visita. Mas viendo que no comenzaba a hablar y que no cesaba de mirarme y de sonreír,

-Usted dirá, señor don Hermenegildo -exclamé al cabo para obligarle a entrar en materia.

-Voy allá -me respondió con su voz ronquilla y desagradable-. ¿Pero ha visto usted qué tiempo más infernal tenemos? Je, je, je. Desde las cuatro de la mañana, hora en que salí de casa, hasta que he llegado a la de usted, no ha cesado un minuto de llover. Yo pica que pica a la jaca, y el agua cae que caerás.

-¿Por qué no esperó usted a que escampara?

-¡Esperar!... Aunque hubieran caído capuchinos de bronce... ruedas de molino, no dejo yo el viaje... ¡Pues no faltaba más! ¡Jo, jo, jo! Yo soy así. Conque vamos al caso. Yo tenía que venir a Santander a resultas de tres expidientes que andan por acá a punto de resolución, y, a la verdá, lo dejaba, lo dejaba por aquello de que «no por mucho madrugar amanece más temprano», cuando, amigo de Dios, ocúrreme ayer, ¡paño!, ese disgusto sin más acá ni más allá, que, vamos, fue como si me plantaran un rejón en seco en metá de la nuca. «Esto no puede quedar así», me dije yo al instante, y aquí tiene que arder Troya, o pierdo yo hasta el nombre que tengo. Pero, ¿por dónde la tomo?, torné yo a decir. ¿Me voy al juez de primera instancia y echo a presidio a ese tunante? Esto, si bien desagravia a la ley, no me satisface la corajina, y yo necesito satisfacer la que me ahoga... y mucho más. Por otra parte, el recurso del pleito siempre me queda libre... Y dale que le das a la cabeza; torna de aquí y vira de allá, resuélvome a sacar a ese hombre a la vergüenza pública, sin perjuicio de encausarle en el día de mañana. ¿Y cómo le saco? Pues, señor, discurre y más discurre otra vez, y cátate que se me pone usté en la mollera y me digo. Ese muchacho es de por suyo dado al impreso, y tiene mucha inclinación a la letra de molde: él va a ser el que me ayude en esta obra de caridad.. Porque, ¡sí señor!, una obra de caridad es, y de las más grandes, abichornar en público a ciertos hombres y sacarles las colores a la cara... Conque... ¡jo... jo... jo...! aquí me tiene usté.

Y esto dicho, don Hermenegildo puso los brazos en jarras, irguió su cabecita, abrió cuanto pudo sus ojuelos de rámila, que lanzaban un fulgor irresistible, y volvió a dejar al descubierto los peñascales de su dentadura amarillenta.

Como ustedes pueden figurarse, no quedé de lo más enterado, con la relación hecha por el hijo del colono de mi abuelo, del verdadero motivo de su visita, aunque por lo del rejón y lo de mi afición al impreso y a las letras de molde, y, sobre todo, por los antecedentes que yo tenía del personaje, supuse desde luego que se trataba de uno de los infinitos líos que eran la comidilla de tío Sildo, entre cuyas marañas trataba este peine de enredarme a mí. Roguéle que me explicara más clara y precisamente su pretensión, y continuó de esta manera:

-Usté sabe muy bien que mi padre fue un pobre rentero del difunto abuelo de usté (que esté en gloria). Como yo no disfrutaba de otros bienes que de los cuatro terrones que machacaba a medias con el amo, y como, a la verdad, no me tiraba mucho la afición a bregar con el campo, tan aina como aprendí la escuela lo mejor que pude, marchéme a Andalucía. Bueno. Pues, señor, estuve por allá ocho años pudriéndome la sangre detrás de un mostrador, y al cabo de ellos volvíme a la tierra con ocho onzas ahorradas y alguna experiencia del mundo, que no hay oro con qué pagarla. Cuando llegué al pueblo habíase muerto el maestro, y propusiéronme que ensenara yo la escuela por un tanto, mientras se buscaba la persona que la había de regentar. Dio también la casualidad de que por entonces cayera enfermo, para no sanar nunca, el secretario del ayuntamiento, y me tiene usté a mí asistiendo en su lugar a todos los actos en que se necesitaba una buena pluma y un regular dictado; comenencias que, aunque me esté mal el decirlo, reunía yo mejor que el más pintado. Como el hombre guardador y hacendoso en todas ocasiones encuentra medios de mejorar su pobreza, sin dejar de ser maestro ni secretario interino, híceme rematante de arbitrios, amén de dos mayordomías que apandé: una del señor conde de la Lechuga, para lo respetive a las posesiones que tiene en la provincia, y otra de las Ánimas benditas, que en aquel entonces tenían en el pueblo un par de fincas morrocotudas. Ya con este pie de fortuna pude picar también en otras especulaciones, con lo cual llegué, como quien dice, a echar raíces en el pueblo, y cátame alcalde de la noche a la mañana... ¡Ay, amigo de Dios! ¡Nunca yo lo hubiera sido! ¡Qué tremolinas, qué laberientos!... Cuando yo cogí la vara, estaba el ayuntamiento que daba lástima. El depositario se había comido hasta los clavos de la caja; se echaban contribuciones cada mes y recargos cada semana; había un anticipo cada quince días, y con todo y con eso se adeudaban al médico dos trimestres, estaba la casa-escuela sin ventanas y sin atriles, y se debían tres puertos, que los vecinos habían pagado, como siempre, adelantados. Traté, según era regular, de poner allí un poco de orden, y empecé por acusar las cuarenta al depositario. Este y otros actos de justicia me valieron tres palizas y la tirria y mala voluntad de una docena de facinerosos, encubridores de tantas maldades. Cinco años viví haciéndoles toda la guerra que pude y bregando con todo género de desazones; y con todo y con ello, para que al cabo de ese tiempo dejara yo la vara, fue preciso que medio pueblo me la arrancara poco menos que a mordiscos y a puntapiés... Porque, créalo usté, el hombre toma tanta más ley a una cosa cuanto más se la disputan.

-Pero, don Hermenegildo -le interrumpí-, si la administración que precedió a la de usted fue tan mala como ha dicho, no comprendo por qué el pueblo, que debía estar a matar con ella, le despidió a usted, a usted, que quiso ponerla en orden, a mordiscos y a puntapiés.

-Porque... porque... eso consiste en que los aldeanos son así -me respondió don Hermenegildo un tanto contrariado por haber dicho quizá más de lo que debiera-. Cuanto mejor los trata usté -continuó-, menos se lo agradecen. Además, que a esos vecinos que más guerra me hicieron, los compraron los contrarios, y por eso dieron en decir que mi administración había sido más atroz que todas las anteriores. ¡Ya ve usté qué barbaridad!

-Efectivamente -repuse en el mismo tono que si lo creyera-. Pero noto que hasta ahora no me ha dicho usted nada que me indique lo que yo tengo que hacer en el asunto que le trae aquí.

-Voy allá de contado. Desde aquella ocasión, el depositario, tres regidores, el pedáneo de mi barrio, cuatro mandones que comían con ellos la sangre del lugar, y la porrá de vecinos que se les fueron detrás como burros balleneros, no me han dejado un minuto de sosiego. Fortuna que a mí nunca me han faltado buenos arrimos acá y allá, que si no, Dios sabe lo que hubiera sucedido; porque ha de saber usté que la tirria que me tomaron cuando yo cogí la vara, ha venido hasta hoy creciendo como la espuma.

-Eso es de cajón entre semejante canalla, don Hermenegildo. Pero vamos al caso.

-El caso es que conmigo, en el curso de tanto tiempo, se han hecho herejías... Hoy una paliza al entrar en una calleja; mañana me encontraba al volver a casa con que me habían echado abajo el horno del corral; otro día me amanecían en la cuadra dos vacas con el rabo cortado al rape; otra vez se le daba espita a una cuarterola de vino en la bodega, sin saberse cómo ni por quién; si se corría por el pueblo que una res se había desgraciado en el monte, no había que preguntar de quién era, porque de fijo era mía; y ¡qué se yo cuántas iniquidades a este respetive se han cometido contra mí! Pues bueno: todas ellas las he sufrido, como aquel que dice, con serenidad, y siempre me he conformado con lo que la justicia ha podido hacer, que no ha sido mucho, en reparación de mis agravios... Pero la última, la última partida que se me ha jugado, la última, ¡paño!, la última ha podido más que yo y me ha descuajaringado sin poderlo remediar. Figúrese usté, y perdone, que ayer, al ir a concejo, me encuentro con todo el vecindario reunido junto a la puerta, leyendo un papel que había amanecido pegado a ella, y dando cada risotada que metía miedo. Acércome poco a poco a leerle yo también, entérome de lo que decía y, ¡paño!, no faltó un tris para que me cayera allí mesmo redondo de coraje y del rézpede que me entró. En seguida, codeando a la gente y echando lumbre hasta por los dientes, arrójome sobre el papel... y aquí está entero para que usté lo vea.

Al decir esto don Hermenegildo, convulso y descompuesto, echó mano al bolsillo interior de su chaquetón, sacó de él una enorme cartera de badana amarilla amarrada con un hiladillo azul, y después de revolver muchos papeles que había en ella, tomó uno muy arrugado y me lo entregó.

-¡Lea usté! -me dijo, temblándole la voz y centelleándole los ojuelos.

Abrí yo el papel, que era del tamaño de medio pliego y tenía rotas las cuatro puntas por donde había estado pegado, y leí en él lo siguiente, escrito con muy mala letra y con la ortografía que copio:




Décima nueba y debertida


    Cuando a la Pelindongona
la Hecharon los abangelios
Salió gomitando azufre
Trapisonda de Su cuerpo.
Anbre trujo el harrastrao
y se zampó por amuerzo
la Braña del Sel de abajo
que era rriqueza del pueblo.
    Quema-casas jue dempues
tamien por trapisondero
y a las ánimas Benditas
llegó a dejarlas en cueros.
    Salgamos en portision
Becinos de este lugar,
con la cruz y con el pendon
y conjuremos a ese bribon
dijiendo Quirielison
       Cristelison
    ¡¡Viva la Costitucion!!

-Ya ve usté que eso es una infamia -gritó don Hermenegildo cuando yo hube concluido de leer el pasquín, que por cierto no carecía de sal y pimienta.

-Sí, señor -le respondí-; pero es una infamia literaria. Si alguno tiene derecho a demandar de injuria al autor, es la literatura nacional.

-¡Cómo qué! -repuso don Hermenegildo enfurecido-. ¿No ve usté cómo se me trata en ese papel?

-Sí que lo veo; y por lo mismo, soy de opinión de que no debe usted enfadarse por ello.

-¡Que no debo enfadarme, y se me llama bribón, y quemacasas... y aticuenta que ladrón!... ¡Paño!, hombre, por el amor de Dios, ¡que esto ya es mucho!

-Sí; pero se lo llaman a usted de cierta manera...

-Ya, pero me lo llaman.

-¿Y qué? Quien, como usted dice, ha recibido palizas y todo género de agravios de esa misma gente sin perder su calma habitual, no debe sulfurarse por un pasquín más o menos.

-Será todo lo que a usté le dé la gana; pero la verdad es que este golpe me ha desplomado más que ninguno, y que necesito hacer lo que nunca he hecho.

En ese caso, ¿qué es lo que usted quiere? diez por uno.

-¿Sabe usted quién es el autor de la... décima?

-Sí, señor: el depositario; conozco su letra. Además, no hay en el pueblo otro más que él que sepa escribir de manera que caiga en copla.

-Bueno. ¿Y qué va usted a decir en la contestación?

-¿Qué voy a decir? Verbo en gracia: «El muy desalmao que ha ofendido mi hombría de bien... ecetra, haría muy bien en callarse si conoce la vergüenza. Sepa todo el orbe de la tierra que la sanijuela del sudor del pobre es él... ecetra. Y si no, que diga a dónde fueron los ocho mil reales de que se hizo cargo por la corta de maderas concedida en el monte del lugar al señor conde de la Lechuga, y cuyos ocho mil reales entregué yo mismo al ayuntamiento. Ítem: que la obra pía del hospital de que él es patrono, renta ochocientos ducados, y no hay nunca en aquella casa para dar una taza de caldo a un enfermo. Ítem: que se han comido entre él y el alcalde que me antecedió y dos que me han seguido después, tres anticipos, cuatro recargos, dos puertos y la capilla de San Roque con todos sus ornamentos. Ítem: que por el aquél de que estaban rejendías, desritieron entre él y el susodicho alcalde antecesor las campanas de la iglesia, cobraron a los vecinos el valor de otras nuevas, y hoy es el día en que se toca a misa con un esquilón por no haber campanas; pues el hombre infame que me ha querido injuriar es el causante de este fraude... ecetra...». Todo esto, y mucho más que yo iré apuntando, según usté vaya escribiendo, quiero yo que se ponga en toda regla y que salga de contado en letras de molde en los diarios de esta ciudad. En seguida compro una porrá de impresos y doy uno a cada vecino y planto otro en cada esquina del pueblo.

-¡Caramba, don Hermenegildo! Repare usted que la empresa es delicada, porque son muy graves los cargos que usted quiere hacer.

-Yo lo firmo treinta veces si es preciso.

-Puede costarle a usted muy cara esa firma.

-Tengo recursos para pleitear diez años seguidos; y aunque me quede sin camisa, no me dará maldita la pena con tal de que yo ponga a ese bribón las peras al cuarto.

-Y yo lo creo. Mas, por de pronto, vayámonos con calma, que ha de serle a usted muy conveniente. Dice usted que puede acusar al depositario de todas esas iniquidades que me acaba de enumerar.

-Sí, señor, y de otras muchas.

-Concedido. Pero repare usted que no es ése el mejor medio de dejar sin valor los gravísimos cargos que a usted se le hacen en este papel: los delitos del prójimo no justifican los nuestros. Así, pues, antes de lanzarnos a contestar al depositario, veamos el fundamento que puedan tener sus imputaciones; en la inteligencia de que cuanto más inocente sea usted, tanta mayor fuerza tendrán los cargos que haga a su enemigo.

-¿Será usted capaz de dudar que todo ese papel es un manojo de imposturas, y que yo soy tan hombre de bien como el que más?

-Yo no dudo nada, don Hermenegildo; pero gusto de ver las cuestiones claras.

-Pues también yo, ya que me apura; y por lo mismo no tengo inconveniente en dar a usté cuantas explicaciones me pida sobre el particular.

-Así me gusta, y vamos al examen... Pero procedamos con orden. El primer cargo que a usted se le hace en el pasquín es haberse almorzado la braña del Sel de Abajo... ¿Qué hay de esto?

-Pues la cosa más sencilla del mundo. Cuando yo fui alcalde noté que en un bardal muy espeso que había a la bajada del monte se enredaban algunas ovejas de las que se arrimaban a pacer la yerba que había entre la maleza. Dos de ellas que se quedaron allí sin que el pastor las viera, perecieron por la noche comidas por el lobo. La gente de la aldea, como usté sabe, es de por suyo dejadona y abandonada; así es que, por más que yo decía «tener cuidado con las ovejas, que anda listo el lobo», los pobres animales se enredaban todos los días y quedaban a pique de fenecer. Viendo yo esto, y con ánimo de hacer un beneficio al pueblo, voy ¿y qué hago?, cierro el bardal dentro de un vallado, y todo ello sin más retribución que la propiedad de lo cercado.

-Pero más sencillo era haber cortado el bardal, don Hermenegildo.

-Verdad es; pero ese remedio tenía el inconveniente de que mañana u otro día el bardal volvería a crecer.

-En efecto: es usted hombre previsor.

-Por lo demás, a mí me hubiera tenido más cuenta rozarle, pues crea usté que yo salí perdiendo al comprarle por el vallado que le puse.

-Según fuera el bardal, don Hermenegildo.

-Pues hágase usté cuenta que como dos veces este cuarto.

-Entonces no era una gran cosa.

-Sí, pero cuente usté que cerré con el bardal toda la llanura en que estaba, y que esta llanura, que es lo que se llama el Sel de Abajo, pasa de ochenta carros de tierra.

-¡Ya!

-Conque ya ve usté que el vallado que rodea todo ese terreno tiene que valer mucho más que el bardal.

-Naturalmente, señor don Hermenegildo. Y diga usted: ¿ese terreno era de común aprovechamiento?

-Sí, señor.

-¿Y usted le cerró sin cumplir antes los requisitos legales?

-Nada, nada: un sencillo acuerdo del ayuntamiento, y al sol. Y desengáñese usté: todo el que quiera hacer un bien a un pueblo, tiene que hacerle así: los expedientes se eternizan en la tramitación y nunca se despachan como es debido.

-Estamos conformes. ¿Y le dejaron a usted gozar en paz la posesión de ese cercado?

-¡En paz! ¡Buenas y gordas! En cuanto dejé la vara le denunciaron a la Administración de Propiedades, y fue al pueblo un investigador y... ¡qué se yo cuánto ajo me revolvieron! Por aquel entonces no tenía yo, aunque bien relacionado, los arrimos que tengo hoy; así es que el expediente siguió su curso natural, sin que me sirvieran un rábano, para inutilizarle, más de veinte instancias que hice en apoyo de mi derecho.

-¿De modo que al fin le despojaron a usted del cierro?

-¡Quia!, no, señor... en España nunca se acaba la tramitación de un expediente. Informes por acá; dictamen por allá; consulta por el otro lado... Gracias a esto, pasóse una eternidad sin que recayera fallo alguno definitivo; olvidáronse hasta mis enemigos del asunto, y durmióse al cabo en otras ofecinas. Más que por dormido, por muerto lo daba yo, cuando, amigo, tres meses hace vuélvese a revolver el potaje, y cátate que se pide que se me despoje de la finca. Por fortuna mía no me encontraron esta vez tan desprevenido como la anterior; y por si acaso no me servía, en apoyo de mi derecho, el tiempo que llevaba en posesión de la finca y el tenerla cultivada como un jardín, voy y escribo a Su Excelencia una carta que echaba lumbres, exigiéndole protección contra el atropello que quería cometerse contra mi propiedad... Aquí está la contestación que tuve pocos días después: la traigo en la cartera para restregarle con ella los hocicos, si no anda derecho, a algún empleado de la Administración, adonde voy a ir en cuanto salga de aquí, con el aquél de dejar el asunto arreglado para sinfinito. Vela usté... ¿Dónde mil diablos la he puesto yo? ¡Como tengo tanto papelorio en la cartera!... Aquí está... No, pues no es esto... ¡Toma! ¡je, je, je...! Si es la copia del auto del juez de primera instancia. ¡Pues también tiene que ver este negocio! Es un pleito que sigo hace más de dos años con un convecino. ¿No se empeña el condenado en que he ido metiendo poco a poco en su prado los hisos de uno mío que linda con él, y que le llevo yo apandada la mitad de la finca? Fortuna que no parece la escritura de propiedad y que han sobrado testigos que declaren en mí favor, que si no, me lleva el indino medio prado entre las uñas... Pero, señor, ¿dónde se ha escondido esa carta?... ¡Ajajá! Vela aquí, y con su canto sobredorado. Téngala usté.

-Pero ¿es de Su Excelencia el...?

-Del mismo. Pues qué, ¿sólo ustedes se han de cartear con la gentona? ¡Jojojó!

Y lleno de asombro yo, que apenas he saludado de lejos a un usía, de que aquel tipo extravagante se tratase con un Excelencia, leí los siguientes párrafos en la carta que ya tenía en la mano:

«Difícil, muy difícil, era el asunto que usted me recomendó. Según los antecedentes que pedí, se halla usted completamente al descubierto por haber prescindido de todas las prescripciones legales. No obstante, he dado las órdenes necesarias a fin de que la Administración no pretenda molestarle de nuevo; y en cuanto al investigador, se guardará muy bien de volver a denunciar el cercado. Gócele usted, amigo mío, en paz y en gracia de Dios, sin escrúpulos ni recelos.

¿Y cómo va eso? ¿Está lista su gente? No olvide usted que se aproxima el día de la batalla y que el enemigo es aguerrido y temible».

La firma era de Su Excelencia, y el sobre dirigido al mismísimo don Hermenegildo Trapisonda. Yo estaba pasmado. ¿Qué podía haber de común entre dos tan heterogéneos personajes? ¿Qué batalla y qué enemigos eran aquéllos que se mencionaban en la carta?

Expliqué mis dudas a don Hermenegildo, y me contestó con aire de cómica y hasta grotesca importancia:

-Pues todo depende en las elecciones.

-¡Ah, ya! Conque porque es usted elector. No había caído en la cuenta. Mas, así y todo, paréceme que por un voto más o menos...

-¡Un voto!... No está usté mal voto: treinta votos, señor mío, son los que tengo disponibles. Ya ve usté que este número, en un distrito como el mío, que tiene tan poquísimos votantes...

-Comprendo, comprendo... Pero ocúrreseme que cuando caiga esta situación y vengan los otros, perderá usted todo cuanto ahora consiga.

-¡Ya está usté fresco! Cuando vengan los otros me paso a ellos con mis veinte votos y me tiene usté tan campante como ahora.

-De manera que en el distrito nadie le puede toser a usted.

-Sí, señor: cualquiera de mi bando que amenace a Su Excelencia con ponerse enfrente de mí con veintiún votos.

-¿Y si sus veinte votos se le desertan a usted en la hora crítica?

-Es imposible: estamos todos ligados por una cadena de compromisos de muchísima importancia: hay elector de los míos que va a presidio en cuanto yo diga media palabra.

-¿Y sería usted capaz de decirla?

-En cuanto él sea capaz de faltarme.

-¿Sin remordimiento de conciencia?

-¡Qué conciencia ni qué...! Pues si en elecciones (como en las últimas me decía el candidato mío) se fuera uno a doler de la conciencia por una atrocidad más o menos, ya podía cerrarse para eneterno el Congreso de los Diputados. Desengáñese usté: los delitos, por gordos que sean, son pecados veniales cuando se cometen electoralmente. ¡Cuánto podría yo contarle a este propósito! Personas bien estruidas, bien portadas y bien buenas conozco yo, y usté quizás también, que han hecho cosas en días de elecciones que al haberlas hecho en tiempos corrientes les hubieran valido un grillete, obrando en buena justicia.

-¿Y por qué no se ha obrado así con ellos?

-Porque era en época de elecciones.

-Es verdad; y ya usted me ha dicho que entonces los delitos no pasan de pecados veniales.

-¡Que me place esa jurisprudencia! Y mientras los pueblos duermen bajo su amparo tranquilos y felices, continuemos nosotros examinando la cuestión del cierro. Conque siga usted.

-Pues nada más tengo que añadir. Usté debe haberse convencido de que el cierro es mío, y muy mío, por las razones expuestas.

-Sí, señor, y, sobre todo, por la de Su Excelencia; conque sigamos adelante. Segundo cargo del pasquín: «Quema-casas». ¿Por qué le llaman a usted «quema-casas»?

-¡Esa sí que es impostura gorda! -respondió don Hermenegildo revolviéndose en su asiento y haciendo los más exagerados extremos de indignación-. Escuche usté y perdone. Las últimas elecciones fueron en mi distrito de lo más reñido que se ha visto. Por de pronto, por amaños de los contrarios, se habían excluido de la lista cuatro electores de los nuestros, y se habían metido, por añadidura, dos de los suyos con recibos falsos. Gracias a los manejos míos y a los del candidato nuestro, que en esto de elecciones se mete por el ojo de una llave, tumbamos a los dos intrusos y volvimos a meter en lista a tres de los cuatro excluidos. Pues, señor, con este voto de menos que otros años, la cosa estaba, la verdá, muy apurada, y yo no pensaba más que en la manera de inutilizarles siquiera un voto, para dar al traste con sus amaños. Busca de aquí, tira de allí, malógranse todas las zancadillas que eché con aquel objeto, y llega en esto el día gordo. Con mi último plan en la cabeza, échome a la calle, cójoles un votante que me debía a mí algunos favores, y viendo que se hacía sordo a mis amenazas y a todo cuanto le proponía, resuélvome a llevarle a mi casa por el aquél de que habláramos más a gusto; accede el hombre por complacerme, aunque protestando que no le haría cambiar de opinión, so pena de que le abonase un pico de tres mil reales en el acto, pico que él tenía que satisfacer a fin de mes por unas fincas compradas a plazos, y para cuyo gasto no estaba yo autorizado por el candidato, por lo cual le dije que votara conmigo y que después hablaríamos, a lo que me respondió que a él no se la daba ningún guaja, porque en punto a elecciones sabía tanto como el Gobierno...; digo que accedió el hombre a irse conmigo a mi casa, y contando con el buen saque que tiene, voy y planto entre los dos un barril de vino de la Nava que yo tenía en la bodega... «Ahora», dije yo para mí, «o revientas o te emborrachas, porque el vino es de la mejor calidad, y tú nunca has hecho al blanco una descortesía». Pues, señor, tira que tira y habla que habla, llevábamos ya el barril bebido hasta la mitad, cuando el hombre, más sereno que estoy yo ahora, dice que se acerca la hora de votar y que me deja... y me dejó el condenado. Quedéme yo solo renegando de mi poca habilidad, y pasóse, sin más novedad, como una hora. Al cabo de ella entraba yo en la Casa-concejo, precisamente al lado de mi hombre, cuando llega un vecino suyo gritando y diciéndole que se le estaba quemando la casa.

-¿Al vecino o al elector?

-Al elector.

-Y ¿era verdad que se quemaba, o era una bromita de usted?

-Bromita, ¿eh? Ardía tan de veras como estamos aquí los dos.

La cabecita de don Hermenegildo me pareció en este instante, sobresaliendo por encima de los acartonados cuellos de su camisa, la de una hiena asomada a la rendija de su madriguera. Aquellos ojuelos fosforescentes, aquella boca enarcada y colmilluda, después de los relatos que acababa de oír, no se prestaban a otra comparación más, consoladora. Seguí, no obstante, disimulando mi disgusto, y continuó don Hermenegildo:

-Como el hombre estaba escamado por lo de la convidada, vuélvese de pronto a mí, díceme que yo soy quien ha pegado fuego a su casa con la mira de que él no vaya a votar, y, ¡paño!, me sacude tal guantada, que me hizo dar tres vueltas alreador. Amigo, la gente que me quiere mal y que lo oyó, da en decir lo mismo que él... Y fortuna que la verdad siempre triunfa y no se me pudo probar el hecho, que si no, me cuesta cara la calumnia de mi vecino.

-De manera que, al cabo, conseguiría usted su objeto: el pobre hombre se largaría en el acto a apagar su casa...

-¡Ca! Primero votó.

-¡Demonio!

-Lo que usté oye: votó, y en seguida se fue; pero ya era tarde, porque el fuego había tomado cuerpo, y la casa ardió hasta los cimientos.

-Por supuesto que usted iría a ayudarle inmediatamente.

-Le diré a usté: yo hubiera ido con mil amores; pero no podía separarme mucho de la mesa, porque la elección iba muy reñida; y en el mismo caso se hallaron la mayor parte de los vecinos, unos por votantes y otros por inclinación a éstos... ¡toma!, y hasta cuatro guardias, que en cuanto oyeron lo del incendio quisieron ir a apagarle, tuvieron que quedarse al pie, como quien dice, de la mesa, mandados por el alcalde para la conservación del orden. ¿No ve usté que en estas cosas electorales, en cuanto falta el orden y se meten a barullo, se lo lleva todo la trampa? Así es que lo único que yo hice fue buscar testigos de la injuria que había recibido y reclamar en el acto contra el injuriante. Y caro que le salió, por cierto; pues amén de estar a la sombra mucho tiempo, acabó de arruinarse con las costas de justicia.

-Pero ¿y la jurisprudencia aquella de que son pecados veniales los delitos cuando se cometen electoralmente?... Porque el agravio le recibía usted de boca y mano de un votante y en el acto de ir a votar.

-Todo eso es verdad; pero como nosotros ganamos la elección... y luego el candidato lo tomó tan a pecho... ¡Vaya!, como que dijo que la ofensa que a mí se me había hecho era como si se la hubieran hecho a él... Andandito... No, y ello es la verdad que ese señor me aprecia a mí mucho.

-¿De manera que si la elección se pierde, usted se queda con la guantada, y quizá el pobre votante hubiera hallado medio de indemnizarse de los daños que le causó el fuego?

-No le diré a usté que no. Por lo demás, y volviendo a lo que nos interesa, el incendio, aunque creo que no necesito decírselo a usté, fue pura casualidad, sin que tuviera yo más parte en él que en lo de Troya.

-Por supuesto, don Hermenegildo; ¿cómo he de creer yo otra cosa?

-Pues al mismo tenor sucede con lo de las Ánimas benditas, sobre si las dejé o no las dejé en cueros.

-Efectivamente -dije repasando el pasquín-, ése es otro cargo que se le hace a usted aquí.

-Tan calumnioso como todos los demás; y a la prueba me remito. Como le dije a usté hace rato, yo fui mayordomo de las Ánimas, y lo fui seis años. Las dos fincas que tenían en el pueblo, que eran un prado y un molino de dos ruedas, venían a producir, bien administradas, mil y doscientos reales, cantidad que había que invertir en misas y sufragios. Dio la casualidad de que en cuanto yo tomé la mayordomía vino un turbión y se llevó parte de la presa del molino y rompió el eje de una rueda. Procedí, como era natural, a reparar las averías, y subió la cuenta de gastos a cuatro mil reales. Consiguientemente, en cerca de cuatro años no se cantó un responso ni se dijo una misa por las Ánimas en la iglesia del pueblo. Los que me quieren mal tomaron de aquí pie, y dieron en decir que si no se hacían sufragios era porque yo me guardaba el dinero. Enseñé entonces las cuentas, que arrojaban la cantidad que he dicho, y al verlas mis enemigos, empiezan a vociferar que todo ha sido un amaño con el contratista de la obra, porque la obra no podía costar arriba de quinientos reales, supuesto que la presa no había perdido tres carros de piedra, y el eje había quedado servible y podía volverse a colocar. Por aquí se dieron a murmurar; llevé a juicio a unos cuantos; salieron condenados en costas, y a mí me amparó la ley contra toda responsabilidad; pero, ¡paño!, no ha sido posible hacer callar a todos los que me ladran por detrás, como el bribón del depositario. Y ahí tiene usté explicado todo el aquél del negocio: de manera que se ve, tan claro como el sol, que cuanto se dice en ese papel es una pura calumnia.

Yo supongo que el lector, siguiendo en el diálogo a don Hermenegildo, habrá ido formándose una idea del carácter de éste; mas si así no fuera y esperase mi voto para decidirse... quédese bendito de Dios en su incertidumbre, porque estoy resuelto a no sacarle de ella; y en mi propósito de limitarme a consignar hechos, añado a los conocidos que, al oír las últimas palabras de mi visitante, estuve tentado a plantarle en la escalera sin más explicaciones; pero, reflexionando un momento, opté por hacerlo de otra manera menos violenta, si me era posible.

-Y bien -dije por decir algo, en un tono que nada tenía de suave.

-Pues nada -me respondió don Hermenegildo, frunciendo los ojuelos y enseñando más mandíbula y más dentadura que nunca-; lo que falta es, ahora que debe usted estar bien convencido de mi inocencia, poner mano a la obra y emperejilarme en el acto la contestación; pero recia y sangrienta... y sin miedo, ¡paño! que yo firmo.

-¿Conque ahora mismo?

-Pues ¿por qué he madrugado yo tanto? Además, que para usté es eso como beberse un vaso de agua.

-Vuelvo a repetirle a usted que no le tiene cuenta meterse en semejante empresa.

-¡Cómo! ¿después de haber oído mis explicaciones me dice usté eso?

-Precisamente porque las he oído...

-¿Es decir, que usté cree que el depositario tiene razón para tratarme así?

-No creo tal, porque nunca la hay bastante para obrar en público como él ha obrado con usted.

-Pues entonces...

-En plata, don Hermenegildo: no le complazco a usted, entre otras razones que debieron haberle evitado a usted la madrugada y el remojón de hoy, porque usted y el depositario tienen, a mi juicio, muy poco que echarse en cara, y a entrambos les conviene mucho callarse la boca si quieren morir en sus propios hogares en paz y en gracia de Dios.

Al oírme hablar así, la carita de don Hermenegildo tomó súbitamente un color amarillo verdoso, sus ojuelos rechispearon en sus oscuras órbitas, tembláronle los enormes labios y crugieron sus dientes. Llevóse luego con coraje ambas manos a la cabeza, atusó dos veces las greñas y se puso en pie, exclamando al mismo tiempo, con una voz muy parecida al silbido de la culebra:

-Conque, según eso, ¿usté cree que tan buena es Juana como su ama?

-Cabalito -le respondí, levantándome yo también.

-Pues en ese caso... conste que se desoye la voz de un hombre de bien que pide amparo contra un infame; ¡porque yo soy muy hombre de bien!

-¡Y conste que lo soy tanto como el primero!

-Enhorabuena.

-¡Y conste que usté me ha faltado!

-Corriente; pero conste también, por conclusión, que usted me está sobrando hace mucho tiempo. -Y le señalé la puerta.

-Ya lo veo -replicó don Hermenegildo ensayando, sin éxito, un tono de conmoción-. Deme usté ese papel -añadió alargando la mano.

-Ahí va el papel -dije entregándole el pasquín que aún tenía yo entre las mías.

-¡Y decir a Dios que ha de haber hombre que se niegue a dar en público al autor de estas picardías todo lo que se merece!

-Sobre ese punto, vaya usted tranquilo: no faltará quien a él y a usted les haga justicia en esa forma.

-Por de pronto, yo buscaré quien me sirva en lo que usté no ha querido servirme.

-Y en todo caso, cuente usted con Su Excelencia.

-Ya se ve que sí; que por fortuna mía y de la nación, todavía puede mucho.

-Así va ello.

-Usté lo pase bien.

-Vaya usted con Dios.

Y don Hermenegildo, echándome una mirada torcida y rencorosa, calóse con mano trémula el sombrero, cogió el paraguas, arregló, o más bien desarregló la capa sobre los hombros, y salió por el corredor como un cohete, arrastrando la espuela y con una pernera del pantalón encogida sobre la pantorrilla. En cuanto llegó a la escalera cerré yo la puerta y pedí a Dios, de todo corazón, que conservase para siempre en el hijo del colono de mi abuelo el coraje que hacia mí te animaba al despedirse, para que aquella su visita fuera la última que me hiciera.




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Pasa-calle

Dame tu brazo, lector, o toma el mío si lo prefieres, y vámonos a matar dos horas que me sobran, brujuleando por las calles de la Muy Noble, Leal y Decidida ciudad; que todos estos títulos ostenta en su ejecutoria la perínclita capital de la Montaña, desde don Fernando el Santo hasta Echevarría el faccioso, o, si lo quieres más digerible, desde la toma de Sevilla hasta la «batalla de Vargas». La noche, como de otoño, está serena y apacible; y si bien el gas de los faroles que acaban de encenderse apenas bastaría para hacer visible la oscuridad, como, si mal no recuerdo, dijo en parecido caso, el discretísimo y ameno Curioso Parlante, para no darnos de testarazos contra las esquinas tendremos a nuestra disposición los plateados rayos de la luna que, como una enorme criba roja, llega en este instante, entre nubes de púrpura y naranja, sobre los viejos paredones de la solitaria venta de Pedreña.

Partimos de la calle de la Compañía, que es donde la casualidad nos ha reunido, y cediendo a un impulso natural en todo el que tiene un reló en frente, alzas la vista y la fijas en la transparente esfera iluminada del Consistorio. Por supuesto que tú sabes que es el Consistorio ese humildísimo edificio, porque yo te lo digo, pues ni de los cuatro arcos sobre que descansan sus dos pisos no muy cumplidos, ni de la solana del primero, ni de los cuatro balconcillos del segundo, ni aun de los mismos tres dorados escudos de armas que ostenta la fachada, ni de ser ésta de labrada sillería, se puede deducir tan alta jerarquía, dado el lustre que debemos suponer en un Municipio de una capital de la significación mercantil de Santander. Pero el hecho es que eso es el Consistorio, o el Principal, como aquí se dice, y que no hay más en el pueblo para albergue de la Excma. Corporación... y de sus beneméritas gigantillas. Se me olvidaba advertirte que para las grandes solemnidades oficiales y para el día del Corpus, hay unas colgaduras de seda con los colores nacionales para cubrir las balaustradas de los balcones, y unas estrellitas y un sol de luces de gas, entre cuyos rayos se exhiben, como si friéndose estuvieran, las cabezas de los Mártires patronos, la nave de mi insigne paisano Bonifaz, el Guadalquivir, la cadena rota por aquélla y la Torre del Oro, que son las figuras simbólicas del escudo de armas de esta ciudad. No te advierto, porque ya lo supondrás, que este esplendoroso ornamento no sale más que por la noche, ni que, entonces, colocado en la mencionada solana del primer piso, se llama iluminación.

Algunos rayos de ella nos vendrían bien ahora para examinar las cataduras de la gente que se vislumbra bajo los arcos; pero yo supliré esa falta con mi práctica en el terreno, diciéndote, desde luego, que los que están sentados en los poyos del soportal son señores que han venido a menos, comadres que no se conforman con la sentencia dada contra ellas en otros tantos juicios celebrados arriba por la tarde, y ciudadanos sin profesión ni rentas conocidas que, fumando, tosiendo, suspirando, maldiciendo o meditando, esperan la hora de ir a acostarse... los que de ellos tienen cama. Los que peroran y se agitan de pie junto al ángulo que mira a la plaza, o sea, el único ángulo saliente del edificio, pues éste no tiene más que dos fachadas, son jovenzuelos con tuina de faldas y mangas cortas, señales evidentes de que se hallan en esa edad en que se muda de voz y se crece a pulgada por día, razón por la que no hay entonces ropa que siente bien más de media semana. También fuman, y, por el olor, más anís que tabaco. Son humanistas, alumnos del Instituto, y apostaría las orejas a que tienen los bolsillos atestados de tronchos y pelotillas. ¿No lo dije? Ya le arrimaron un tronchazo al pobre aldeano que va hacia la calle del Peso.

Estamos en la Plaza de la Constitución, vulgo Plaza Vieja, y notarás que no pasa de ser un trozo de calle un poco más ancha que sus demás contemporáneas de Santander. Sin embargo, cuando yo era niño me parecía inconmensurable este espacio. Cuatro casas nuevas, un bazar de modas, un café vistoso, una botica de lujo y algunos otros establecimientos restaurados a la moderna, le han quitado el antiguo carácter que la hacía hasta venerable a los ojos de todo buen santanderino. Muy pocos años ha, en esta tienda de la esquina, donde se vendían estampas del Hijo Pródigo y liga de pescar pajaritos, pudiera yo haberte hecho admirar, cuidadosamente trenzada sobre el cuello de su anciano dueño, la única coleta que quedaba en España (sin contar las de los toreros). Un poco más abajo fabricaba, empapelaba y vendía los mejores caramelos de limón que yo he saboreado, doña Marcelina, más conocida por la Siete-muelas, aunque yo hubiera jurado que no tenía una sola. En aquella otra esquina vendía géneros finos doña Juana Barco, cuyo lorito, por charlatán, era en Santander tan popular como su tienda. Aquí la clásica librería de don Severo Otero, con su sempiterna tertulia de señores mayores. Enfrente la Expendición de bulas y el célebre estanco... y otros muchos establecimientos y tipos acá y allá que vieron pasar años y generaciones sin dar un brochazo de pintura a los marcos de sus puertas, ni hacer la menor alteración en sus hábitos. Para conmemorar la acción de Vargas en tiempo de la Milicia que feneció el 43, se alzaba en este mismo sitio, en la noche de 3 de noviembre, un templete de tablas de cabretón, sobre el cual se colocaba una estatua, representando no sé si la Victoria o la Fama, a la que llamaba el pueblo la vieja de Vargas, creyendo a ojos cerrados que aquélla era una imagen de la buena mujer que, según pública opinión, se apareció a los nacionales que iban a Vargas a batir la facción, indicándoles el punto en que ésta se hallaba, por dónde se la podía atacar, etc., etc... noticias a las cuales, según las mismas fuentes, se debió el éxito de la expedición. Aquella noche, tras un día de revistas, desfiles y gigantillas, había en torno al templete música y cohetes, ruedas, suspiros, correos, carretillas y cuanto daba de sí el arte pirotécnico, creyéndose en el colmo de la felicidad el que para disfrutar de la fiesta hallaba un hueco en un balcón de las inmediaciones. Echar a la plaza o ir a la plaza se llamaba en las escuelas desafiarse dos o más muchachos a escribir mejor plana, y comprometerse a pasar por el fallo que dieran dos señores de los tres a quienes se consultase al mediodía entre los que paseaban aquí: si el desafío era entre chicos de dos escuelas rivales, el suceso hacía ruido en el pueblo, y ponía en gravísimo apuro a los jueces, que se palpaban mucho y hasta se asesoraban de los amigos antes de fallar. ¡Vaya si tomaban el lance por todo lo serio! Te diré, para tu satisfacción, que en estas lides en que como competidor entré más de dos veces, jamás gané los dos cuartos que valía la apuesta. Desde este segundo piso al de la casa de enfrente se ataba, antes de misa de nueve en los días festivos de invierno, una cuerda, de cuyo centro pendía un lienzo de vara en cuadro, anunciando las funciones de tarde y noche en el teatro; pero no con grandes letreros ni finchados elogios, sino con un par de cuadros al temple, en los cuales se representaban, con colores rabiosos, las escenas más notables de los dos indispensables dramas. De tarde en tarde se iza hoy también ese cartel, pero rara vez con láminas y nunca con éxito: apenas contemplan la operación de elevarle los transeúntes de Cueto, ni le leen los chicos de la escuela de balde; y no exagero si te digo que antaño aguardaban su exhibición con visible deleite, con íntima satisfacción, hasta los hombres más a la moda, los elegantes que vistieron en Santander los primeros gabanes blancos y calzaron las primeras botas de charol con caña de tafilete encarnado... Pero observo, pacientísimo lector, que me salgo del terreno de nuestro objeto, evocando estas memorias que a ti no te importan un bledo. Perdóname generoso este descuido. Cuando aún cree distinguir mi vista en lontananza los hombres y las cosas que se van, después de haber pasado entre ellos los mejores años de mi vida, no es dado a mi corazón negarles un cariñoso adiós de despedida. ¿Ves estos individuos que con paso igual y mesurado recorren la plaza, de abajo arriba y de arriba abajo, y siempre en una misma línea, como péndolas de reló? Pues me son entrañablemente simpáticos, precisamente por ser lo único que nos resta de la antigua Plaza Vieja. Verdad es que parte de ellos no son los mismos hombres de entonces; pero son otros con los propios gustos e idénticas inclinaciones, y tanto monta. Aquí los hallarás todas las noches hasta las nueve y media, paseando sobre los mismos adoquines o las mismas losas, sin que se dé el caso de que un aficionado al arroyo se intruse en la acera, ni de que pase a la de la izquierda el que está habituado a la de la derecha. Repara un poco sus trajes, y los hallarás en evidente desacuerdo con la moda actual; y aun acercándonos más, podrías ver sobre las perneras de los pantalones de más de un paseante, no viejo, la marca de la caña de la media bota que calzan, en su profundo amor a los usos del 45 e inmediatos. Y supuesto que esta curiosidad típica es la única que te puedo enseñar aquí, doblemos la esquina y entremos en la calle de San Francisco, que es, salvas las diferencias que supondrás, como si en Madrid te llevara a la Carrera de San Jerónimo, o en París al boulevard de los Italianos.

Estas seis que vienen, al parecer, mujeres, envueltos sus talles en menguados chales y sus cabezas en flotantes pañuelos de seda cruda, a manera de capucha, son las hembras de dos familias modestas que viven en una misma escalera, y que después de cenar se han reunido para dar el ordinario nocturno paseo callejero que ahora comienzan. Todas las noches que no llueve hacen lo propio. El objeto principal de su paseo es examinar, desde afuera, los escaparates de las tiendas: si hallan un género de imitación muy barato, no para comprarlo, sino para saber que le hay, por si acaso, señalan la noche con piedra blanca; y la señalan con dos piedras si al pasar de tienda a tienda descubren algún gatuperio, notable por los actores, entre la oscuridad de algún portal indiscreto; y, en fin, la marcan con tres piedras si topan una serenata. A la misma comunión pertenecen estas otras tapadas que se cruzan con ellas, y a la propia las que están detenidas a nuestro lado. De todas ellas y otras semejantes se compone la mayor parte del pacientísimo público que en las noches de baile campestre acude a olerle desde los nuevos jardines de la calle de Vargas. Medio punto más arriba en el pentagrama social están colocadas las que vienen por la izquierda; y lo digo porque, en vez del foulard, llevan nube arrollada a la cabeza, y sobre los hombros una cosa que quiere imitar, en forma y colorido, a los abrigos de las grandes damas... No me engañaban mis presunciones: son las de doña Calixta, de quienes en otra ocasión te hablé largamente, y dos de sus amigas íntimas. Por el aire que traen se deja conocer que no van de brujuleo: si hubieran salido con este fin, ya estarían alborotando las tiendas y corrillos que dejan atrás; y no yendo de brujuleo, ni habiendo música en la plaza, ni paseo en la Alameda, ni baile de campo, necesariamente van de reunión... cursi, por supuesto. Estas cuatro que cruzan rápidas, envueltas en ricos capuchones, pisando recio, hablando mucho y oliendo a jazmín y a eliotropo, ya pican más alto. Aunque aparentan no cuidarse del vulgo, te advierto que no le pierden de vista y que le conocen muy al pormenor: también se perecen por los descubrimientos del género tenebroso y, sobre todo, por las tiendas; sólo que no se limitan en ellas a contemplar o a revolver géneros, sino que los compran, o cuando menos, comprometen para comprarlos otro día a la luz del sol. Tampoco desdeñan las serenatas si las hallan al paso. Si esta noche hubiera recepción en alguna casa de lustre, no las verías en la calle: si estaban invitadas, porque lo estaban; y si no, por no darlo a entender con su presencia entre los desechados. Aunque poco práctico en el pueblo, no dejarás de traslucir por la pinta del asunto que ocupa a esta pareja que se acerca a nosotros por la derecha. Ella, joven, suelta de movimientos, vestida de percal y sin más adorno ni abrigo en la cabeza que una cabellera negra y abundante, graciosamente peinada; él con la cara oculta entre las alas del sombrero muy caídas y el cuello del gabán muy levantado; ella hablando recio y él casi por señas... Ya están junto a nosotros, y hasta se les puede oír...

-¡Hijo, lleva usté un paso que...! ¡María Santísima! ¡Aparémonos un poco polamor de Dios!

Y pues que se paran, escuchémosles.

-¡Se empeña usted en traerme por lo más concurrido!...

-¡No, que no! ¡Pues podíamos haber ido por los Perineos! ¿Le paece?

-Pero sin ir por los Pirineos hay otras calles...

-Lo que usté quiere son tapujos, y causalmente me gusta a mí llevar la cara muy descubierta por todo el pueblo en estos ratos en que deja una la costura y ha ganado con ella muy honradamente su por qué.

-¡Si no es eso, Cipriana!

-Pues en el Tersícore bien amartelado se ponía y no tenía a menos el ajuntarse a mí. Bien que sería porque no le vería entonces nenguna señorona de la ristecracia... ¿Es, quizaes, anguna de esas de marmota que van por ahí la que le hace encultarse?

-No ha de ser usted pesada, Cipriana... y sigamos andando.

-Te veo, inglés... ¡Cómo no!... ¡Ay, cristiano! ahora que arreparo: mire qué canafeos tan devinos tiene aquí Miguel.

-¿Qué Miguel?

-¡Otra sí qué! ¿qué Miguel ha de ser? Trabanco.

-¡Ah, ya!

-Y deben ser de última, porque anoche le he visto otros iguales en la comedia a la señora de Barreduras, por mal mote, que todo lo trae de Francia... ¡Bien precioso es todo lo que hay en la vidrera! ¿Pues el vidro? Mayor es que una sábana. ¡Y cómo repompa el gas en todas las alhajas!... Padecen de puro brillante... ¡y como que lo serán!

-Conque ¿seguimos o no?

-¡Eh, cristiano, no tenga prisa, que no le piden nada de esto! Déjenle a una satisfacer tan siquiera la vista... Mire, ahí va la Gervasia con el hijo de Pelagatos, que es bien riquísimo... ¡Y bien despacio que van! ¿Quiere que les llame?... ¡Ay, qué chico ese! ¡cuánto más parcialote y manejable es que usté!

-¡Para él estaba!

-Ahí va tamién la Sidora... ¿Sabe quién es el que la acompaña? Pues es un melitar de tropa, abocao a capitán. ¡Y cómo la estima el venturao!

-¿Quiere usted que los sigamos?

-Lo que usté quiere ya lo sé yo... pero por no oírle siquiera, ya estamos diendo... ¡Hija, qué hombre!... ¡para la primera le aguardo!

-¿Por qué?

-En el Tersícore se lo diré de misas.

Y se van, lector... y nosotros nos iremos también, no detrás de la pareja que ya habrás conocido a tu gusto, sino a continuar nuestras exploraciones calle abajo, supuesto que en este sitio no veríamos ya más que repetidos ejemplares de los modelos que por él has visto pasar.

Esta mocetona en mangas de camisa, con los brazos cruzados sobre el estómago y una herrada sostenida encima de su cabeza por un prodigioso esfuerzo de equilibrio, es una cocinera que viene de la fuente: no tardará en echar un cantar... Ahí le tienes, y a toda voz:


«Si quieres que a güena vaiga
y me güelva la color,
dame más sastifaciones
y menos combresación».

Según canta al uso puro de su pueblo, debe hacer muy pocos días que ha llegado a la ciudad la cantadora. Me fundo en que los cantares de las pejinas, o de las que quieren aparentar que lo son, tienen otro carácter, así en el tono como en la letra... Y me remito al ejemplo de esta otra fámula del botijo, pelo enmarañado a la moda y chaquetilla encarnada, que también viene cantando. Oigámosla cuando repita. Ahora:


«A los mares prefundos
van mis sospiros,
sospiritos del alma,
probes sospiros:
que un marinero
con los ojos en glárimas,
muy retrecheros,
me dijo un día:
serenita priciosa,
tú me dechizas».

Notarás que su voz, aunque recia, es menos desagradable que la de su colega, su música más melodiosa, y en cuanto a la copia, un tanto más ingeniosa.

Y ya que de música tratamos, no desperdiciemos la que se oye en la inmediata callejuela. Son los trovadores el ciego de la bandurria y su mujer, que le acompaña con una guitarra: hay a su lado un mozo chupando un puro, y en la acera de enfrente media docena de curiosos como nosotros. Tenemos que convenir en que el ciego hace primores con su instrumento. Ahora canta a dúo con su mujer:


«Asómate a esa ventana,
asómate a ese balcón,
Menegilda de mi vida,
cara de luna y de sol».

Aquella cabeza que se asoma a aquella ventana que se abre pertenece a un cuerpo que se muere por el mozo del puro; y si no, mírale cómo le saluda con la mano y se contonea y se sonríe, tan lleno de vanidad como si aquella música y aquellos cantares que ha alquilado por real y medio fueran legítimos partos de su habilidad y de su ingenio.

¿Riña tenemos también? ¡Bah!, no correrá la sangre. Es en la taberna de al lado, entre dos aficionados al aguardiente. Míralos a la luz del velón cómo gesticulan y manotean, al paso que juran y gritan. óyelos un momento:

-¿A que no me lo vuelves a decir?

-Pus ahora te digo que no sólo en ti, sino que en tu padre y en tu madre, y en toa tu perra casta.

-¿Tú?

-¡Yo, Yo!

-¡Ni tú ni cuatro mil como tú, lenguatón!

-Te digo que yo, y me sobro pa ello.

-¡Si no ha nacío tovía el que sea auto pa tanto!

-Que te digo que yo solo me sobro.

-¿Y serás capaz de sostenerlo?

-Cuando quieras.

-¿A que no me lo dices en la calle?

-¡Por vida de toas mis entrañas!... Vamos a la calle y verás si yo no soy más hombre que el mundo entero ahí y en tous laus.

Ya tenemos la comedia junto a nosotros: verás qué desenlace.

-Ya me lo estás dijiendo aquí.

-Pos aquí tarrepito que en ti y en toa tu arrastrá prisapia, ¡baldragazas!

-¡Ajuera too el mundo!... ¡A ver, repite... repite... hombre!

-Que te digo que en ti y en tu padre y en tu madre y en tos tus cinco sentíos.

-¿Tú?

-Yo.

-¿Tú?

-¡Yo, sí, yo! ¿lo quieres más claro?

-Pus ahora lo vamos a ver: ya lo estás hiciendo... ¡Vamos!

-¡Hombre!...

-Y mujer... Así se prueban los valientes... ¿A ver cómo lo haces?

-Vamos... no matientes la pacencia, porque si matientas la pacencia, me paece a mí que esa cara recondená...

-¿Qué? vamos a ver... ¿qué harías tú a esta cara que no le debe na a la del mesmo rey?

-¡Si no juera más que golvértela al revés!

-Cuidiao la mano, mucho cuidiao con ella; porque si matocas ni tan siquiera el pelo de la ropa...

-¿Qué lo carías entonces, eh?... vamos a ver, ¿carías?

-¿Qués lo caría? ¡Ajuera too el mundo! ¿Qués lo caría? ¡Pus atoca y verás!

-Pus prevócame tú.

-Que matoques te digo.

-Que te digo que me prevoques.

-¡A ver si matocas!

-¡A ver si me prevocas tú!

-¡A ver, hombre!

-¡Vamos a ver!

En vista de lo visto, podemos retirarnos nosotros en la ciega confianza de que el asunto no pasará a vías de hecho; y sírvate de gobierno que si en este pueblo se cumpliera todo lo que se promete en el capítulo de amenazas, apenas quedarían hoy en pie los gigantes chopos de la Alameda y la casa del Pasiego.

Conste así en honra y prez de mis pacíficos paisanos, por más que sean disputadores incansables. De mil pendencias entre ellos, en noventa suenan bofetadas y en diez sale la navaja a relucir. De éstas, en cinco se envaina el arma sin haberla usado; en cuatro se hace sangre con ella, y en una se hiere de gravedad; y cuando el juzgado se presenta a recoger lo que queda sobre el campo, resulta casi siempre que el agresor es forastero. No podrás negarme que esta estadística es consoladora, si se compara con las de otras provincias en que, sin duda porque se vocea menos, se desbarrigan los hombres por un quítame esas pajas.

Y andando, andando, hemos venido a dar enfrente de la cuesta de Garmendia, o del Cordelero. Tomémosla a pechos. Ciertamente que nuestros abuelos debían tenerlos muy robustos, o estaban muy atrasaos en materia de rasantes, cuando convertían en calle un precipicio como éste, sin más preparativos que construir en él dos filas de casas y cubrir el suelo con una capa de morrillos desiguales. Tápate ahora las orejas, porque estas mujeres que bajan la cuesta braceando y cerniendo las faldas con el exagerado contoneo de sus caderas, van a echar un cantar, o faltarán a la costumbre, y tú no debes oírle: ahí le tienes. Me alegro que hayas sido sordo por este instante, pues si la música de la canción te hubiera sacado chispas de los oídos, la moral de la copia te hubiera achicharrado la vergüenza... Y repara que bien fructifica lo malo cuando se siembra a tiempo, en este rapaz que apenas tendrá siete años; ¿a que no me dejaba a mí publicar, sin correctivo, el Código Penal, y haría bien, la copla que él ha entonado a toda voz impunemente? Y eso que yo no ofendería más que a algunos cuantos lectores, al paso que los nocturnos cantares callejeros escandalizan a todo un pueblo. Hemos llegado a la cúspide: descansemos un instante, y en el ínterin, mira qué buen efecto hacen allá abajo las luces de la calle del Correo, y enfrente, en lontananza, la negra línea de árboles del paseo del Alta.

Este edificio oscuro, jiboso y carcomido que hallamos al doblar la esquina, es la cárcel: nada tengo que decirte de ella, porque eres hombre honrado; sin embargo, apostaría una oreja a que te infunde a ti más horror que a los reos que la habitan o a los pícaros que la merecen. Verdad es que sin éste, al parecer contrasentido, no habría delitos sobre la tierra; y el ser en ella hombres de bien, como tú y yo, no tendría mérito alguno.

Ni el hospital, ni el cementerio, a los cuales nos conduciría esta calzada de la derecha, tendrán a la hora presente el menor atractivo para nuestra curiosidad, que seguramente no va buscando ayes de agonía ni blandones funerarios. Echemos por la izquierda, y cátanos de patitas en la calle Alta, venerable resto de la primitiva Santander; desvencijado, vacilante y hediondo albergue de los mareantes del Cabildo de Arriba, sempiterno rival del Cabildo de Abajo, o sea, de los mareantes de la calle de la Mar.

La ebullición civilizadora del centro ha lanzado hasta aquí algunas lavas que a duras penas han logrado ingerirse y arraigarse, en forma de casas nuevas, entre este laberinto de balcones ruinosos, de aleros retorcidos, de jarcia, de aparejos y de pestilentes residuos de parrocha. Para que te formes una idea de cómo se vive en estos carcomidos palomares, puedes asomarte a la puerta de uno de ellos.» Ese grupo que ves en el fondo, especie de caverna alumbrada por mortecino candil, es una familia que se dispone a descansar de las rudas faenas de todo el día, quizá sobre el duro suelo del miserable recinto, o, a todo tirar, sobre una semidesnuda cama el matrimonio, y sobre un montón de redes los demás. Por esta derrengada escalera se sube al primer piso, en el cual vivirán por lo menos dos familias, y continuará la escalera hasta el segundo, y allí se cobijarán sabe Dios cuántos individuos; y se ramificará hacia arriba y hacia la derecha y hacia la izquierda, y en todos los pisos hasta el quinto, y en todos los cabretes y rincones y en las buhardillas y hasta en los balcones, habitarán pescadores oprimidos, sin luz, sin aire... y sin penas, felizmente, pues a tenerlas, producidas por la idea de su condición, no las sufrieran vivos muchas horas.

Y en prueba de que en este barrio no padece el ánimo gran cosa, repara con atención el cuadro que presenta la calle, la bulla que en él reina. En aquel portal cantan dos sardineras; canta en el balcón de allá un pescador; canta también en el de al lado un muchachuelo; conversa alegremente una familia desde aquella buhardilla con la que vive en la de enfrente; y aunque riñen acá dos mocetonas y se arañan otras tres en medio del arroyo, y en la taberna disputan dos pescadores, y gime un rapaz en la bodega, ni la riña, ni los arañazos, ni los juramentos, ni los gemidos, reconocen por causa la menor pena: para reñir, arañarse y llorar en estos sitios, basta un poco de terquedad contrariada y sobra un exceso de alegría. Dentro de una hora quedará todo esto en silencio; a las tres de la mañana recorrerá la calle el avisador gritando: «¡apuya!», y se levantarán los pescadores y se harán a la mar sobre sus lanchas, a robarle, con frecuente riesgo de sus vidas, el sabroso pez que tú puedes comer al mediodía, y que, de fijo, comerás, sin parar mientes en los ímprobos trabajos que ha costado llevarle hasta la plaza donde tu cocinera le adquiere regateándole cuarto a cuarto. Y así todo el año, excepto tres días, desde la víspera de San Pedro, patrono del Cabildo, hasta el subsiguiente inclusive. Entonces se alquila el tamborilero de la ciudad, se lanza todo el barrio a la calle, corre por ella el vino, entóldanla gallardetes y banderas, se encienden hogueras por la noche, tiembla el suelo con los bailes, llenan el espacio cantares y cohetes, se come en las tabernas, se duerme allí donde el sueño acomete, y si no se echa por la ventana la casa, es porque nadie se acuerda de entrar en la suya mientras duran las fiestas. ¡Bendita sea la Providencia Divina!... ¡Zambomba!, algo te ha llovido encima del sombrero... ¿A ver?... Las tripas de una sardina; pero no te extrañe el suceso, pues como estarán desbandullando muchas en el balcón de encima y son raros en esta calle intrusos como nosotros, estas buenas gentes arrojan a ella las inmundicias sin escrúpulo ni reparo... Para huir de éste y otros inconvenientes no más aseados, conviene que salgamos de aquí cuanto más antes.

Ya estamos en plena civilización otra vez, y a fe que no lo deducirás del cantar que de entonar acaba ese mozalbete de blusa... ¿Te va chocando tanta música popular? Esperaba que me lo dijeras. Pues has de saber que aquí se canta toda la noche... y todo el día. Canta la fregona al ir a la fuente y en el fregadero, y canta el peón cuando trabaja y cuando deja de trabajar, y el aprendiz de zapatero cuando va de «entrega», y el vago que se cansa de serlo, y el motil o grumetillo que vuelve a bordo, y el oficial de sastre y todos los jornaleros de todos los géneros y categorías en cuanto se echan a la calle... y no te incluyo en esta música, que es de pura afición, a los artistas de profesión, como los indígenas ciegos de vihuela, y los de gaita y lazarillo con panderetas, exóticos, de la provincia, que en ciertos días de la semana, como el sábado, aturden la población. Y si de ella sales ahora, oirás cantar al carretero en el camino real, y al mozo que ronda la casa de su moza, y al sacristán que va a tocar a las oraciones, y al enterrador que abre una fosa... y a todo bicho viviente; que aquí, como en ninguna parte, se evidencia la admitida opinión de que los montañeses de todo el mundo son bullangueros y danzarines de suyo.

¿Por qué te sobresaltas? ¿Crees que el ruido que se oye procede de algún escuadrón de demonios que se ha escapado del infierno con todos sus chismes de freír y de tostar? Pues es lisa y llanamente una cencerrada que se está dando en la calle contigua a algún viudo que se ha casado hoy en ella. Acerquémonos y verás... Calderas, bocinas, cencerros, campanillas, regaderas... de todo lo más acre, estridente y ruidoso en materia de sonidos hay en esta infernal orquesta... Ahora cesa la instrumentación y comienzan las voces solas.



Una.

¿Quién se casa?

Coro.

Melitón el de la calva.

Una.

¿Con quién?

Otra.

Con Mariquita la cancaneada.

Coro.

Pues siga la cencerrada.

¡Y dale que le das!... Y aquel pillete que asoma por la esquina con un almirez, se une al grupo; y esa vecina que vuelve de la fuente con un calderón lleno sobre la cabeza, al ver lo que pasa derrama el agua en el suelo, mete en el cántaro unos morrillos y ¡zurra que es tarde! Silba un granuja, grazna un remendón, relincha un carretero, aúllan por simpatía los perros vagabundos, lánzase a los novios de acá un chiste, de allá una grosería y del otro lado una indecencia, y sin duda porque la boda es de pro, confúndense en este pastel horripilante la burda chaqueta y el elegante gabán, la camisa remendada y los guantes de cabritilla, el luengo ropaje del sexo débil y la estirada librea del que peina barbas y hace las constituciones y los bandos de orden y buen gobierno; que en ciertas ocasiones y para determinados actos, la humanidad no gasta remilgos ni para mientes en grados de alcurnia ni de posición social: sola se exhibe con sus tendencias ingénitas, con sus resabios esenciales, y ni la calidad ni el corte del vestido le imponen deber alguno: entonces es nieta de Caín y nada más. Ya sabes, por el apóstrofe coreado que oíste, que el novio se llama Melitón y que es calvo, y que se llama la novia María y es cancaneada o marcada de viruelas. Pues del mismo modo te irán diciendo poco a poco cuántos años tienen, y qué caudal, y por qué se casaron, y una multitud de cosas más, ciertas unas e inventadas otras, pero capaces todas de hacer enrojecerse de vergüenza a los sillares de un cuartel. Jamás he podido comprender yo el derecho en que se funda esta brutal costumbre tan arraigada aquí aún y tan popular en toda España in illo tempore. Y lo mismo que yo debía pensar de las cencerradas un señor muy conocido en Santander, cuando quiso disolver a tiros, desde el balcón, una que le estaban dando; pero no la disolvió, porque, ¡pásmate!, se llamó barbaridad al justísimo desahogo de mi anciano amigo (q. e. p. d.), y eso que desde abajo le estaban poniendo, siendo él el tipo de la honradez, como un trapo sucio; lo cual prueba que sobre el derecho natural, y sobre el sentido común, y sobre el sagrado de la familia, y sobre todo lo más santo y respetable, está la tiranía de la costumbre, por estúpida, por indigna que ella sea de la fama que lleva el siglo en que aún impera y nosotros alcanzamos. ¡Ah, pues las cencerradas, a pesar de lo que estás viendo, son aquí tortas y pan pintado! Yo te puedo citar pueblos de esta provincia en los cuales, pocos años hace, aún era costumbre admitida sorprender a los novios en el lecho, colocarlos amarrados y desnudos sobre un carro cuyas ruedas se desencambaban exprofeso y sufriendo las angustias de este bárbaro martirio, bajarlos al galope por las cuestas más rápidas y desiguales de las inmediaciones, entre la algazara del bromista vecindario; y por fin y término de la broma, darles un baño, aunque fuese en el rigor del invierno, en el río más próximo, o en el mar, si no estaba a más de una legua del pueblo... Te aseguro que en punto a cencerradas se han hecho primores en este país; y sin salir de Santander te pudiera citar tres muy célebres... En fin, hombre, yo he visto aquí una cencerrada ¡de caballería! Sí, señor: a caballo, formados en escuadrón y con trajes históricos, iban los directores y principales ejecutantes de la sinfonía. ¿Quieres más?... Pero observo que te sobra con lo que estás viendo y que deseas alejarte de aquí; y como a mí me sucede lo propio, nos vamos con nuestras meditaciones a otra parte.

El mercado de Atarazanas. Bajo esta gótica o morisca socarreña en que durante el día se venden frutas, harina y otros excesos al pormenor, vendrán a reunirse muy pronto, con los farolillos encendidos, que colocarán en fila junto a los respectivos chuzos, los serenos que a la primera campanada de las diez se dispersarán por la ciudad a cumplir su canora y nocturna obligación.

Pasamos por debajo del puente que, si mal no recuerdo, también se llama de Vargas, en conmemoración de la susodicha batalla, y me complazco en poder ofrecerte un espectáculo que te ha de borrar la desagradable impresión que conservas del de la cencerrada que aún se oye desde aquí. Y cuenta que no aludo al flamante pedestal que se alza en el centro de esta también nueva plaza, construida sobre la antigua dársena, esperando pacientísimo la estatua que nunca acaba de fundirse, de nuestro heroico paisano don Pedro Velarde, y a la cual ha de servir de base: refiérome al espectáculo que nos ofrece la naturaleza en este momento, y en el que, según observo, te has fijado ya; espectáculo frecuentísimo en Santander en las noches de otoño. Mas, para que le aprecies en toda su magnificencia, hemos de colocarnos sobre aquel negro promontorio de enfrente, que es el famoso paredón del Muelle de las Naos.

Ya estamos en el verdadero punto de vista. Tiende la tuya en derredor y dime si has admirado muchos cuadros más bellos que éste. La luna en toda su plenitud, sin una sola nube que empañe su claridad, reflejándose en el verdoso cristal de la bahía, produce sobre ella una ancha faja de luz inquieta y fosforescente que, naciendo en la angosta embocadura de San Martín, viene a perderse entre el bosque flotante de naves, que cerca de nosotros parecen dormitar, como si reponiendo estuvieran sus bríos para lanzarse mañana a luchar de nuevo con las tempestades del embravecido Océano. Como barreras de este líquido inmenso espejo, allá la negra mole de Cabarga, el gracioso pico de Solares, los cerros ondulantes del Puntal, Pedreña, Guarnizo y Muriedas, y más lejos las elevadas crestas del Asón y del Escudo limitando el horizonte; acá la larga fila de monumentales edificios iluminados por la pálida luz del astro y mirándose en las tranquilas aguas que lamen los pulidos sillares del muelle, y las colinas de Molnedo hasta el breve promontorio sobre el cual alza su joroba el desmantelado castillo de San Martín, como un inválido inútil centinela del puerto. Óyese el canto melancólico del remero, y el ruido lejano del mar, y el acompasado martilleo del molinete, y el susurro de las aguas; y como complemento de este panorama sublime y animado, mira una diadema de nubes de oro y escarlata sobre el azul purísimo del cielo, pugnando inútilmente por ceñir más de cerca el disco luminoso de la luna...

Yo no he visto las noches del Bósforo, ni las de Nápoles, ni otras cien noches más que los poetas melenudos y los touristas de hoy han hecho célebres en teatros, libros y salones; pero sí he observado que en todos y cada uno de esos cuadros fantásticos y encantadores entran, como elementos componentes, los que ahora estamos admirando: la luna plateada, la barquilla o la góndola surcando la tranquila superficie de las aguas, los reflejos, los tornasoles y hasta torrentes de luz juguetona, las montañas, la brisa, los palacios... De donde yo deduzco que en Venecia, en Nápoles o en Constantinopla podrá haber noches poéticas hasta donde tú quieras, pero no más que las de Santander.

Ni un alma en la Ribera, y es natural: siendo el centro, durante el día, de la ebullición mercantil, de noche es el sitio que más reposo necesita... Sin duda por eso vienen a turbarle esos cantadores que asoman por la esquina de la Aduana... Ocho nada más...


    «Los de Santander
no van a Madrid,
porque se le ha roto
el ferrocarril.
    Rio, rio,
rio-ja, ja, ja, ja;
los de la calle Alta
me la han de pagar».

Te prevengo para tu satisfacción que hace más de un año no privan aquí entre la gente del pueblo más que ese cantar tal como le has oído, y otro que no le va en zaga, así por la letra como por la música, que no tardarán en echar estos mismos trovadores... Ahí le tienes:



Una voz.

    «Ayer mañana fui a bordo
y le dije al capitán:

Coro.

    Que toma la vizcainita
que toma la vizcainá»-

Tiene este cantar sobre el anterior la desdichada ventaja de que no se le oye el fin, pues preguntando la voz primera y respondiendo el coro siempre con el mismo estribillo, llega la tarea de los cantadores mucho más allá que la resignación de los que se ven en la angustiosa necesidad de oírlos.

Te llamó antes la atención lo mucho que aquí se canta de noche, y ahora caes en la cuenta de que las coplas que vas oyendo, cuando no pican de indecentes, pecan de bárbaras y chocarreras, y me preguntas en qué consiste esto. Yo no lo sé, amigo mío; pero es lo cierto que autores de mucha y muy merecida fama aseguran que el pueblo es un gran poeta. Y suelen decir en apoyo de su temerario aserto: «¿De dónde proceden, si no, esas tiernas baladas, esos cantares sentidos que andan en boca del pueblo, y aunque bajo unas formas sencillas y desaliñadas, encierran bellos y poéticos pensamientos?». Muchas ganas se me han pasado algunas veces de contestar a estos señores lo que, aquí donde nadie nos oye, te voy a decir en confianza. ¿De dónde proceden, preguntáis (les hubiera yo dicho), esos cantares tan bellos que se oyen (muy de tarde en tarde, por cierto) en boca de los sencillos trovadores de las calles y de los bosques? De vosotros, señores míos, de vosotros o de otros poetas como vosotros, que los han creado tan bellos en la forma como en el pensamiento; el pueblo los ha hallado después, los ha traducido a su lenguaje tosco y vicioso, les ha aplicado el aire que, en su sentir, mejor les cuadraba, y se los ha cantado en seguida. De modo que, en mi humilde opinión, lo único que deben esos ligeros fragmentos de bella poesía al pueblo que los manosea, es el favor de encontrarse mutilados y contrahechos a lo mejor de la vida, cuando nacieron perfectos.

Y no es posible otra cosa. Désele a ese «gran poeta» que, por ende, debe sentir las bellezas del arte en todas sus manifestaciones; désele, repito, un hermoso mármol del mismo Fidias, y suponiendo que le quiera recibir por descolorido y ordinario, se verá cómo no tarda en colgar un cascabel del cuello de la estatua, en ponerla una cofia en la cabeza y un ramillete de siempre-vivas en la mano, cuando no un refajo sobre las caderas, o en pintarle las mejillas de almazarrón y de verde las pantorrillas; y no por escarnio, no, señores, sino porque cree sencillamente que así está más maja. Millones de hechos como éste prueban con toda evidencia que el pueblo, es decir, la masa indocta, no solamente no es capaz de crear nada bello, pero ni aun de conservarlo... ni siquiera de distinguirlo. Y cuenta que éstas mis observaciones, que yo extendiera mucho más si la ocasión lo exigiese, son hijas de un detenido estudio de este pueblo, que no solamente es el que más canta de España y el que, proporcionalmente, más emigra a América y a Andalucía, y a multitud de puertos del mundo, y por tanto, el que más ve y oye y puede comparar, sino el que, como instruido, figura el primero en la estadística12; es decir, que en materia de cantares y de cantares pulidos, no debe tener en España otro pueblo que le eche la pata. Pues ya has oído cómo canta. ¡Figúrate cómo cantarán los demás! Y basta de música por ahora.

No me negarás que es de gran efecto la perspectiva que en este momento presenta el Muelle contemplado desde aquí en dirección a Molnedo: hasta la soledad que en él reina contribuye a hacer el cuadro más fantástico. Repara en esta especie de ovillo humano que yace sobre el santo suelo en el hueco de esa puerta cerrada: son chicuelos de la calaña de Cafetera, de aquel raquero de quien te hablé en las Escenas, que duermen, enroscados como anguilas en banasta y sirviéndose mutuamente de colchón, almohada y cobertura, mientras llegan del mar las lanchas a que pertenecen y que han de custodiar luego hasta el amanecer en esta dársena. Lo más sorprendente es que, lo mismo que ahora, se les halla durmiendo en este sitio y en igual forma en las noches crudas de enero; y raya en lo admirable el ver cómo al despertar se ponen a cantar, o se pegan de trompadas, tan contentos, holgados y retozones como si salieran de un lecho de plumas y damascos. Pero ahora se me ocurre que quizá no les fuera dado a estos infelices encontrar el sueño entre tanta comodidad y tanto abrigo. La Providencia suele disponer éstos y otros aún más raros contrasentidos en bien de los desgraciados.

Nos aproximamos al Suizo, y aunque cerráramos los ojos, nos lo dieran a conocer las bofetadas que nos sacuden en las narices los aromas de la baja-mar. Echemos, pues, por detrás del Muelle, y por de pronto, cedamos la acera a esta parranda de cítaras y guitarras. Los que componen la comparsa son marineros, probablemente valencianos, que matan así, y parándose en tal cual taberna, sus ahorros y el tiempo que les sobra en el puerto.

Estos dos viejísimos edificios que se alzan con dificultad a los extremos de este solar, son lo único que resta de la antiquísima calle de la Mar, rival, como ya te dije, de su contemporánea y hasta comprofesora, la calle Alta. Por tanto, los mareantes del Cabildo de Abajo han tenido que diseminarse por las inmediaciones de sus derrumbadas viviendas. En esta sucia y oscura calle en que ahora entramos se albergan muchos; y si es que no los hueles desde aquí, mira, como testimonios irrecusables, las redes y las sereñas secándose en los balcones, y las bullangueras tertulias en las aceras. A propósito de bulla, vamos a ver cuál es la causa de la que se oye en la calle inmediata. Tamboril, castañuelas, panderetas, cantares y baile alrededor de una hoguera. No siendo hoy día ni víspera de los Santos Mártires, patronos del Cabildo, ni fiesta ordinaria de precepto, necesariamente ha de ser esto una boda. Preguntémoslo. Efectivamente: aquel marinero de rostro cobrizo y de pelo crespo, y la moza que con él baila, son los novios, según me informan. ¿Ves con qué agilidad se zarandean todos? Pues estremécete: esta mañana se casaron los protagonistas en la parroquia, al amanecer; pasó el cortejo a casa de la novia, y se desayunó; se echó a la calle, y saltando y cantando al son del tamboril, recorrió toda la ciudad; comió y bebió largo y tendido, también en casa de la novia, y bailó después en la sala; tornó a lanzarse a la calle; andúvolas casi todas a la vez; echó las cuatro en una taberna; bailó en ella durante una hora; salió de allí brincando y gritando... y ahí le tienes aún, a las nueve y media de la noche, rematándola entre saltos y cabriolas, como si no los hubiera probado durante el día. Esta es la costumbre aquí en tales lances entre la gente del pueblo, y es bien seguro que estos novios no habrán faltado a ella. Repara cómo, al son de la fiesta, se piropean esta mujer desde la calle y aquel hombre desde la ventana.

¡Cristo, cómo se ponen! Y por las señas, es un matrimonio.

-Sube a recogerte, ¡bribonaza!

-No me da la gana, ¡borrachón! Aquí me tengo de estar, que lo que tú quieres es acabar conmigo.

-¡Sube acá, pícara, o bajo yo!

-¡Con la josticia he de hacerte yo abajar, arrastrao!

-Pos yo no te he de dejar a la santimperie... Toma la cama.

¡Cataplum!... Un jergón a la calle... Y ahora el catre.

-Pero, diga usted, buena mujer, ¿qué es lo que pasa ahí?

-¡Ay, señor!, ¿qué tiene que pasar? Ese venturao, que es de suyo un enfelizote y güeno como el pan; pero es dao a la mosolina, y en cuanto se prohibe, se le tristorna el cerebro y no se puede con él. A la probe mujer la pegao endenantes una soba que la doblao; y ahora, porque no asube, la echao la cama por la ventana. Pos el otro día, porque no quería la enfeliz sobir a cenar goliéndose una paliza, dijo él que la iba a abajar la cena; y tan aina lo dijo, despenzó a tirar por la ventana toos los cacharros de la cocina. Y mire usté, señor, ¡quién lo pensara cuando una los vio, como quien dice, ayer, como los vi el día que se casaron los esgraciaos, triscar y bailar, lo mesmo que éstos que está usté viendo ahora a la vera nuestra!

Ya lo oyes, lector; y por cierto que la noticia me ahorra a mí una observación que iba a hacerte, a propósito de los héroes de la fiesta que alumbra esa hoguera.

Estamos en la calle del Arcillero, la que lleva la palma a todas las de Santander en materia de parrandas, pendencias y toda clase de ruidos incómodos, especialmente en noches de verbena, carnaval o víspera de alguna fiesta popular: en estos casos ya sabe el señor Morfeo que no tiene que acudir a estas vecindades. En este instante reina en ellas alguna tranquilidad, lo cual consiste en que se han ido recogiendo en los casuchos que ves a la derecha, el enjambre de comadres, sardineras, raqueros y otros análogos personajes que pululaban poco ha en balcones, tabernas, aceras y portales. Algunos pasos más y nos hallaremos en el punto de donde partimos para hacer la exploración, que podemos dar por terminada en la calle de la Compañía.

Nadie en ella... nadie en la plaza... nadie en las calles inmediatas: algún transeúnte, a lo más, que se dirige aceleradamente a su casa. No te extrañe tanta quietud: en el reló del Principal han sonado ya las diez, y esta hora es una especie de escoba que recoge, como por encanto, de las calles de Santander, a todo bicho viviente, menos a los perros... y a los cantadores parrandistas, que ninguna noche se callan por completo hasta que el alba asoma; retíranse los polizontes de su retén del Principal (y aprovecho esta ocasión de presentártelos, ya que no has podido conocerlos ni en la cencerrada, ni en la cuesta del Cordelero, ni en otros varios sitios que hemos recorrido y en los que debiéramos haberlos hallado) y aparecen los serenos... a cantar también, la hora, que es el papel que les está reservado y retribuido en esta pajarera donde todo es música y gorjeos, ni más ni menos que si en ella fueran cosa inusitada el sueño y el reposo, o el llanto y los pesares.

Y a Dios te queda, lector... Más antes de separarnos y por si no volvemos a vernos, escucha la postrera observación, la última palabra, como si dijéramos:

Con lo que has visto y oído durante nuestro paseo, puedes formarte una idea de lo que es la fisonomía general de este pueblo a la luz de la luna: no quiero que me digas ahora si la encuentras parecida a la de otros de España que te son muy conocidos, o si la juzgas digna de estudio por su originalidad; pero seguro estoy de que con estos datos nocturnos, más los que ya posees, tomados por mí del natural, así de este modelo como de la provincia entera, a la luz del sol y hasta a la de los humildes tizones, tienes cuanto necesitas para poder saludar al pueblo de la Montaña en sus diversas zonas y jerarquías como a persona conocida; de lo cual me felicito, pues juzgándote leal, confío en que harás justicia a mis paisanos, concediendo sin rebozo que si en sus costumbres hay mucho que reprender entre algo que aplaudir, hay, en cambio, muy poco que castigar. ¡Dichosos los pueblos de quienes, en los tiempos que corremos, se pueda decir otro tanto!





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