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Todo es vestido: Coco Chanel

Margo Glantz





A Cocó Chanel se la conoce como la irregular, pues en verdad todo fue irregular en su vida, excepto quizá sus creaciones que han vestido el siglo XX, y lo siguen vistiendo a pesar de los viajes a la Luna y a Saturno, a pesar de Flash Gordon y sus atuendos interplanetarios.

Cocó Chanel se llamaba Gabrielle y nació en una provincia francesa indomable que se dejó romanizar a desgano y conquistó a sus conquistadores, obligándoles a consumir su famoso queso de gabales, ya desde entonces. Sí, en Los Cévennes. Se dice (para ser precisa diré que lo dice Edmonde Charles-Roux, autora de la biografía de la famosa modista), que «nadie en el transcurso de los siglos, ni los sarracenos, ni los ingleses del Príncipe Negro, ni la peste, perturbó estas soledades con excepción de algunos saqueadores y los lobos». Y algo de lobo tiene Gabrielle; primero, obviamente, por su ferocidad, luego, por su capacidad de esconderse y de jugar desde muy pronto al desdoblamiento que le permitió ser a la vez Caperucita y el lobo, o mejor, quizá también en ocasiones la abuelita.

«Como costurera evitó toda futilidad -insiste Charles Roux-, como jefe de empresa transgredíó todas las leyes del juego y abusó de sus derechos sin empacho alguno; como modelista halló satisfactorio dejarse plagiar. Esa mujer cuyos hallazgos se transformaban en oro y que contaba entre sus fieles a millonarias provenientes de América, Medio Oriente y Asia reivindicaban como única victoria la de que sus contraseñas fueran repetidas por la calle y las personas comunes».

Nueva rica despótica, ejerció su poder en todos los campos, excepto en el del amor, y por ello su vida parece una radionovela. Radionovela sin final feliz, o radionovela al estilo de Los ricos también lloran. Nueva rica y con todo puede trazar su genealogía desde 1792: su bisabuelo nació en Ponteils en ese año y más tarde fundó un café conocido en la región con el nombre profético de Chanel. Su prosperidad desaparece con la castaña, riqueza del lugar, y sus descendientes serán, si son hombres, vendedores ambulantes, aventureros, dejando, como los marinos, una mujer en cada puerto, a menos que la mujer no los siga -como la Adelita- por tierra y por mar. Albert Chanel es el padre de Gabrielle y su madre, Jeanne Devolle, da a luz en las tabernas donde vive su querido, y muchas veces tiene que insertar una cruz para atestiguar que no sabe leer ni escribir y que reconoce a su hija como tal. Sin embargo Gabrielle significa, en hebreo, fuerza y poder y la onomancia predice a quienes llevan ese nombre un brillo durable en el transcurso de la vida. La primera infancia de Gabrielle no es muy brillante: su madre es lavandera, cocinera, trotacaminos como su padre, quien vencido por fin por ese caminar perseverante y obstinado de la madre, legitima su matrimonio. Chanel es siempre una niña de feria y suele aparecer en brazos de su madre, asoleada, demacrada, con el vestido desgarrado. Albert se emplea en una fonda y manda llamar a su mujer porque necesita, según la usanza, una criada gratuita. Jeanne muere, a los 33 años de extenuación y sus hijos van al orfanatorio. De monjas, claro está, y de monjas que dejan huella, pero una huella diferente de la esperada: hacen de Chanel una mundana y le imprimen un aire monacal a sus vestidos, aire que se corrompe con cadenas, pulseras y collares. Chanel va luego con su tía y allí aprende a hacer sombreros.

El único destino de Chanel: ser costurera de pueblo, morir de tisis, o ser la irregular de un joven de provincia. Gabrielle elige lo segundo, y en sus ratos de ocio confecciona sombreros para sus amigas. El destino de Chanel está fijado: unos sombreros femeninos muy graciosos porque son copiados de los sombreros masculinos; un color definitivo y poco usado, el negro, antes color de luto y desde Chanel color que nunca pasa de moda, unos cuellos blancos, de colegiala, una corbata de lazadas, un tipo de tela suelta, al estilo de la que usan los hombres, sobre todo cuando se ponen de sport, cuando montan a caballo, y un corte de pelo, el pelo a la garçonne. Curiosamente, esta modificación del atuendo que anticipa el unisex libera a la mujer. La libera de las fajas, de las colas, del empaquetamiento, de la formalidad, en una palabra, les permite soltarse el pelo. Ese pelo suelto que rodaba como cascada por los hombros de las mujeres decimonónicas cuando se ponían en toilette de cama, se suelta ahora apenas hasta las orejas y la mujer estiliza su cuerpo y defiende su cintura sin esclavizarla.

Chanel sigue su carrera irregular irritando, observando. Desea ser corista pero ella, que tiene una gran habilidad para la costura, habilidad aprendida con su tía Louise, posee una voz ronca, desafinada, ridícula. Su paso por el music hall sólo deja una secuela, la de su apodo Cocó. Cocó no canta pero su rítmico nombre define una nueva época y una nueva condición femenina. Quizá por ello Cocó amaba ser plagiada, ser rica, dueña de un emporio y vestir con todo a sus paisanas pobres, las ambulantes, las midinettes, las provincianas. Así la cocotte puede volverse sage. Esto es, la cortesana adquiere un perverso aire de inocencia estudiantil muy perseguido. El aire de inocencia es falso y la suntuosidad de cadenas y adornijos sobrepasa cualquier ingenuidad, aunque truchas jovencitas vestidas a la Chanel se acerquen a la Sévérine de La Bella de día de Buñuel.

Olvidaba decirlo. Cocó nace en 1884, en plena belle époque. Su primer amante, personaje con aire a la Proust, le presenta al hombre de su vida, Boy Capel, joven inglés. Hombre de su vida en el doble sentido del término, porque lo amó por sobre todas las cosas y porque fue él quien la convenció de abrir su casa de costura. Casa que habría de competir con el gigante de la época: Poiret. Chanel vence a Poiret porque es una mujer quien se decide a vestir a las mujeres y muchas advierten la ventaja. Con Boy Capel, Cocó empieza a ser Chanel, primero en Deauville, luego en París.

Muy pronto es célebre y rica y su historia se condimenta: acorta las faldas y vive con un príncipe ruso, Dimitri Pavlovich Romanov, y una polaca, Misia, cambia su estilo de vida. Luego aparecen Diaghilev Stravinski y Cocó se vuelve Mecenas. La poesía se inserta con Reverdy, de quien fue amante y amiga eterna. Picasso entra al panorama y quizá a sus paredes y la casa situada en el número 31 de la calle de Cambon en París se fija desde 1910 como centro de la moda. Cocteau la vuelve griega y ella diseña vestidos para su teatro: Artaud pasa a su lado cuando aún es el bello poeta, y Hollywood adopta sus modelos: Cocó es ya un nombre internacional, en ella puede verse ya la extensión del poder de la firma.

Siguen las modas, apenas variadas, siempre con la marca de Chanel en el hombro y pasan los amantes. Iribe, luego los grandes amigos, algunos grandes nombres, pre jet-set. También la mancha negra, el amor siniestro por un jefe de la Gestapo, Von D..., más conocido por su sobrenombre, Spatz, el gorrión. Spatz le vale a Gabrielle ser una desterrada y ni el perfume Chanel N.º 5 que vestía los cuerpos más desnudos pudo salvar a Cocó de su indignidad... durante un tiempo, porque París olvida como todos olvidamos (la memoria histórica es tan frágil como la virtud) y Cocó Chanel vuelve a reinar como La Dama de la Costura.

¡Pobre Chanel! Sus amores estuvieron siempre guiados por el afán de la regularidad. Siempre pensó que alguno de sus amantes se casaría con ella: primero Capel, luego aquel Duque de Westminster que usaba los zapatos sucios y mandaba planchar sus agujetas; más tarde Von D... Curioso destino el de esta mujer: haber liberado el cuerpo de las otras mujeres, haberles dado un paso ágil, una desnudez posible, un gozo de la piel, una elasticidad movimentada por las texturas de las telas y haber permanecido enganchada al coser tradicional del matrimonio, corset que por obra de su aguja ella desterró de las cinturas.





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