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ArribaAbajo Lengua y periodismo: el diario y el lector

Jorge Calvetti


Juan Bautista Alberdi afirmó con verdad hace más de un siglo y medio que «la lengua de un pueblo es el reflejo de su historia, gobierno, clima, costumbres y carácter» y agregaba: «Trescientos años de una observación experimental deberían convencernos de que el castellano argentino no será jamás el castellano español. Nosotros preferimos el mal lenguaje del pueblo y hablaremos con más gusto el castellano informe de Buenos Aires que no el más culto castellano de Madrid...».

Hice esta evocación porque el tema «Lengua y periodismo» nos enfrenta con una realidad que tiene dos protagonistas: el diario y el lector. De un lado está el hombre que escribe su nota y del otro la expectativa de un ser ávido de hechos, que quiere informarse, que quiere saber qué ha pasado, cómo, cuándo, dónde, por medio de la palabra escrita. ¡Oh, el frenesí de la novedad!

García Márquez en una reciente reunión con periodistas dijo que «...la suerte de un artículo se juega en los primeros   —88→   párrafos. Allí debemos agarrar al lector de modo tal que se fagocite lo que sigue y no pueda desprenderse de su lectura...».

No es fácil captar la voluble, versátil, liviana atención de alguien que pasa sobre las noticias como si patinara sobre la vida. El periodista sabe que las palabras que escribe y se leerán al día siguiente exhibirán el estigma de la premura, sabe que escribe para todos y para nadie, pero debe satisfacer las necesidades primarias de conocimiento del público. Por eso la vida de la sociedad se ve reflejada cotidianamente en el diario que es -como se ha dicho- la historia de las últimas veinticuatro horas.

Don Ramón Pérez de Ayala dijo palabras certeras al respecto: «El diario es un microcosmos. Encierra al púlpito y la escena, el foro, el mercado y el estadio. No hay orden de actividad humana que le esté excluida. Hoy en día no hay literato que no tenga algo de periodista y no hay periodista que no tenga algo de literato. Hay una solidaridad ideal de todo el mundo y el punto de reunión donde comunican noticias, sentimientos, opiniones y juicios, es el diario...».

Al iniciar esta charla recordé las palabras de Alberdi. Vuelvo a ellas con voluntad de síntesis: el hombre es su expresión. El modo de ser de un pueblo se conoce por sus diversos modos de expresarse.

Buffon, en su célebre discurso de incorporación a la Academia Francesa, dijo (estas son sus verdaderas palabras): «El estilo es todo el hombre...».

Decir «El estilo es el hombre» es una simplificación.

Y es así. Uno de los más valiosos pensadores de la España de este siglo -y a quien no se recuerda en la medida de sus merecimientos-, don Eduardo Nicol, definió mejor aún estos conceptos. «La expresión -afirmó- no es sino la presencia del alma en el cuerpo».

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Voy a leer trozos de una crónica taurina que se publicó en El País, en la edición del 15 de este mes de abril, a la que considero suficientemente expresiva al respecto:

Joaquín Vidal, Madrid. Juan Mora resultó lesionado nada más saltar a la arena en el primer toro. Lo saludó Mora a la verónica, con modos pintureros, abrochó la media y, al retirarse corriendo hacia atrás, tropezó con el capote y cayó. Nada más verlo en el suelo el toro se le arrancó rápido, tiró la cabezada con intención de coger, y aunque el derrote no caló, al pasarle por encima le pisó el pecho. Juan Mora quedó fuera de combate. El pezuñazo le dejó conmocionado y las asistencias lo trasladaron a la enfermería de donde no volvió a salir.



Después de esta lectura sabemos que existe una jerga, un lenguaje especial, especializado, que se cultiva hoy -y habrá otros- en el ámbito de nuestro idioma.

Los españoles lo saben, son conscientes de ello. No me extrañó, por eso, leer una nota bibliográfica titulada: «La verdadera voz estremecida de Silvia Plath» que firma el señor Rodríguez Rivero y que apareció también en el diario El País. Dice el crítico nombrado refiriéndose a obras de la excelente poetisa norteamericana: «Sus libros de poemas, especialmente Ariel (póstumo) de 1965 y su notable novela La campana de cristal (1963), ambos traducidos a lenguas españolas como casi todas sus obras», etc., etc., etc.

Tengo experiencias personales acerca de lo expuesto. Mi querido amigo y maestro Carlos Mastronardi trabajó varios años en el diario El Diario, fundado por don Manuel Láinez. Vocero de la causa republicana, fue un órgano de prensa que tuvo su momento de esplendor. En su sala   —90→   de redacción conocí y traté a un crítico de teatro que tenía nombre de almanaque (se llamaba Julio Marzo) y al doctor Rafael Escarrá. Ambos eran doctores en filosofía, hombres afables, dignos del mayor aprecio, respetados por todos.

Marzo se desempeñaba en la sección «Espectáculos». Su estilo era frondoso, abundaba en epítetos que hablaban de sus reacciones emocionales pero que no permitían el paso del juicio analítico. Tal vez por eso fue trasladado a la administración del diario. En cambio Escarrá -más cauto y moderado- trabajó siempre en el archivo, consciente de que le resultaba imposible apearse de su Rocinante idiomático.

Es razonable: seres tan diferentes, trasplantados, no podían hablar -y menos escribir- en el idioma de los argentinos.

Conviene recordar que uno de los más grandes talentos de nuestro país -el ilustre polígrafo don Juan María Gutiérrez- rechazó hacia 1875 el diploma que lo acreditaba como miembro correspondiente de la Real Academia Española. Considero un deber decir dos palabras al respecto porque creo que siempre será oportuno tratar de esclarecer y de situar en sus justos términos un tema tan controvertido. Constituiría un grave error juzgarlo fuera de su contexto histórico, o como un «dicho al pasar» del crítico, a quien Menéndez y Pelayo consideraba «el más completo hombre de letras que hasta fines del siglo pasado produjo el nuevo continente».

Gutiérrez insistió siempre en que el español «era y seguirá siendo la lengua de los argentinos». Tenía sentido su rechazo si se piensa que algunos de los ideales que lo inspiraron pudieron ser el de afirmar la soberanía espiritual de un pueblo joven y la independencia cultural de estos pueblos; el reconocimiento de los aportes de la inmigración   —91→   y de los neologismos que ella o sus propias necesidades iban formando, además de la tácita defensa de una cultura que había concretado ya obras definitivas como Facundo y Recuerdos de provincia y la memorable hazaña verbal de José Hernández que en El gaucho Martín Fierro (1872) fijó la prosodia, el modo elocutivo del ser argentino.

Desde aquel episodio ha pasado más de un siglo. Ha pasado el tiempo, la vida, y ya sabemos lo que es el tiempo: vicisitudes, caducidad, cambio, en fin, historia.

«La labor del minuto y el prodigio del año» han transformado tanto la realidad, que hoy nuestro idioma debe ser defendido y cuidado en todos los frentes: ha sido suficientemente expresivo el ejemplo de la crónica taurina que he leído y otra que admitiría pensar que el caos se acerca más y más. Hace poco se ha dicho y escrito: «El toro insufló una cornada grave al matador», frase que hizo sonreír con tristeza a don Fernando Lázaro Carreter, ex Director de la Real Academia Española.

Venturosamente, el Día del Idioma que celebramos encuentra a la Real Academia Española entregada a su magno magisterio, consagrada y respetada en su ser de autoridad rectora en todo el mundo hispanohablante.

No podemos dejar de pensar que todos cuantos luchamos en contra de Babel defendemos el bien más alto que el Creador dio a la criatura humana: la palabra.

Jorge Calvetti