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ArribaAbajo Centenario del nacimiento de Roberto Arlt


ArribaAbajo Centenario de Roberto Arlt76

Rodolfo Modern


Nadie puede poner en duda que, conforme a los estatutos que rigen las obligaciones de esta Academia de Letras, el cuidado del lenguaje, su propiedad y decoro son algunos de los postulados que gobiernan su funcionamiento. ¿Qué hacer, entonces, con un escritor que salta por encima de las reglas aceptadas, en su urgencia por decir cosas que le parece deben ser forzosamente expresadas? ¿Habría que silenciar sus textos, en pugna con los presupuestos académicos? Ocurre, sin embargo, que Roberto Arlt se yergue por derecho propio, a pesar de ciertas imperfecciones idiomáticas -por llamarlas de alguna manera- como uno de los autores argentinos mayores de la primera mitad del siglo veinte, y que su existencia como tal no puede ser soslayada, y mucho menos su vigencia, en virtud del vigor, la originalidad y la imaginación que impregnan sus textos. Este es el sentido que creo debemos dar a las palabras que siguen   —126→   para la justa celebración del centenario del nacimiento de Roberto Arlt.

A cien años de este nacimiento Arlt no es, como Banchs o Borges o Cortázar, entre nosotros, un escritor unánimemente aceptado. Arlt continúa dividiendo las aguas de la crítica, los juicios de los escritores y la respuesta del público lector. Quizás porque se trata en su caso de un cuerpo extraño en la tradición corriente de la literatura argentina. No hay atrás antepasados prestigiosos con muchas décadas de arraigo social, político o económico; no hay atrás estudios sólidos, sistemáticamente desarrollados. Hay sí una cultura literaria formada por el abigarramiento de retazos, nutrida por los sucesos del día, que percibe y devuelve con rara sagacidad periodística, como también por autores de muy disímil jerarquía. Hay autodidactismo y una orgullosa voluntad de superación. Así le dice en una carta a la hermana Lila:

He llorado hasta por las calles al pensar en el desastre que era mi vida cuando todos los acontecimientos exteriores solo debían proporcionarme felicidad, orgullo, alegría. Soy el mejor escritor de mi generación y el más desgraciado. Quizá por eso seré el mejor escritor.



Dentro de las oleadas inmigratorias que fueron poblando la Argentina a partir de 1880, el matrimonio Arlt, que arribó al filo del siglo, no halló un espacio que pudiera considerar como propio. Al padre, Carlos Arlt, oriundo de Posen, ciudad de la entonces Prusia Oriental, su hijo no le debió sino una aversión proverbial y un sentimiento de humillación constante, que trasvasó a algunos de sus mayores personajes. Para ello no necesitaba a Dostoievski, aunque lo utilizó profusamente. Los Arlt no se sintieron nunca   —127→   incorporados ni guardaron gratitud al país que los acogió y donde nacieron Roberto y su hermana Lila.

De la familia, en especial del padre, un extranjero sin éxito que jamás pudo atravesar las barreras de la clase media baja, nada podía esperar. Su niñez solitaria de chico de barrio humilde, sin contactos ni estímulos elevados, fue llenada, según es notorio, por lecturas de folletines y novelas baratas, tanto españolas como francesas, espantosamente traducidas, además. Le falta gusto, el que refinará con la práctica literaria, y le sobra inventiva, una inventiva que brota de su insaciable curiosidad por develar los movimientos de un alma compleja y atormentada.

Se inicia con la composición de cuentos, y sin mayor saber profesional, ingresa como redactor de asuntos policiales al diario Crítica, en plena década de los años 20, donde muchos de sus colegas de redacción, Borges y Nalé Roxlo entre otros, brillarán con fulgor propio. Durante un año fugaz, en 1925, oficia de secretario privado de Ricardo Güiraldes, pero su protector muere muy poco después. A comienzos de los años 30, al fundarse el matutino El Mundo, Alberto Gerchunoff lo invita a colaborar en ese medio. Sus Aguafuertes porteñas, de las que se publican más de mil, y donde bucea en las múltiples costumbres y modalidades de sus conciudadanos, como también en los rincones de una ciudad que rastrea minuciosamente, son saboreados por millares de lectores. Percibe las cosas, los hombres, los tics de la urbe con agudeza, hondura y agilidad de palabra y de espíritu. A raíz de un viaje a España, en particular a Galicia, y de otro a Marruecos, que le es encomendado por el diario, difunde más aguafuertes. Allí su inteligencia se hace más comprensiva y hasta profética. Ya es una figura discutida por el peculiar lenguaje empleado en su creación artística, pero al mismo tiempo, es alguien que cuenta. Y   —128→   que, en las contrarias posiciones que ostentan desde mediados de los 20 los escritores afines a Martín Fierro o a Claridad, sin abjurar de amistades personales que mantiene en ambos bandos, se abstiene de adherir expresamente tanto al grupo de Florida como al de Boedo. Aunque, en rigor, sus simpatías políticas y sociales lo llevan a acercarse a las tesis sustentadas por Elías Castelnuovo, Roberto Mariani o Leónidas Barletta.

Ha sido pobre, ha luchado por sobrevivir, su exclusiva fuente de ingresos es la práctica periodística, y no abdicará de convicciones amasadas en las experiencias de la juventud. Según testimonio de su hija Mirta, lee a Berceo, a Bernal Díaz, a Quevedo, la Biblia y a Dostoievski, principalmente. Y ya en la época de las elaboraciones teatrales, absorberá la enseñanza de autores de moda como Pirandello y O’Neill, una verdadera ruptura con las pautas naturalistas y realistas que dominaban el teatro argentino de su época. Esta época es la de Alvear, Yrigoyen, la dictadura de Uriburu, las presidencias de Justo, Ortiz y Castillo. Tiempos de bonanza económica, es cierto, pero también de conflictos sociales que asoman amenazadoramente, y de resquebrajamientos políticos que se expondrán muy poco después de su prematuro fallecimiento.

Arlt, desde muy joven, se siente escritor. Debe aprender mucho debido a su deficiente formación literaria. Pero ¿cómo convertirse en escritor sino intentándolo una y otra vez? Y a pesar de sus pocos años emprende la tarea. Lleva muchas cosas adentro, conoce bien la clase social en que el destino lo ha ubicado y lo llena de angustia el papel que le ha sido asignado al hombre, y al Hombre con mayúscula. También a la mujer. Escribe novelas que se publican a partir de 1926, y que son El juguete rabioso, de ese año, Los siete locos, de 1929, su continuación Los lanzallamas, de   —129→   1931 y la última, El amor brujo, de 1932, y compila sus cuentos bajo los títulos de El jorobadito, de 1933, y El criador de gorilas, de 1941.

A partir de 1932, por iniciativa de Leónidas Barletta, que funda el ya legendario Teatro del Pueblo, cuyo escenario pionero se levanta en Corrientes al 400, da a conocer sucesivamente, en un enfrentamiento temático con las preocupaciones, lenguaje y estilo del teatro comercial, Trescientos millones en 1932, Prueba de amor en 1933, Saverio el cruel y El fabricante de fantasmas, ambas en 1936, La isla desierta en 1937, África en 1938, La fiesta del hierro en 1940, y póstumamente El desierto entra en la ciudad, pieza estrenada en el Teatro Regina en 1952.

Un documento que contiene datos autobiográficos y una contundente declaración de principios de estética literaria aparece en calidad de prólogo en Los lanzallamas, título que le fue sugerido por Carlos Alberto Leumann, con el que reemplazó el original de Los monstruos.

En ese prólogo ya famoso el autor estampa las siguientes palabras:

Estoy contento de haber tenido la voluntad de trabajar, en condiciones bastantes desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana.

Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel, en un cuarto infernal. Dios o el diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.

Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo.

Se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera no tendría dificultad en citar a numerosa gente que   —130→   escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia.



Tal lo sustancial de este texto que se ha hecho legendario entre los seguidores del autor.

Arlt no quiere a sus personajes, por obsesivos, por ambiguos. Una civilización crudamente capitalista los oprime. Rebosantes de unos sueños que los desgajan de la realidad, existen en situación de marginados, plenos de locura existencial y de una deformación emocional que a veces el aspecto físico traduce (la Coja, el Jorobadito, la Ciega). Sus actos, sus palabras, los exponen, los definen a veces en pocos trazos. En primer lugar, su alter ego Remo Augusto Erdosain. O la mayoría de sus héroes teatrales, que también se suicidan o son asesinados. Las evocaciones líricas del paisaje o de la naturaleza, o la descripción de la ciudad y sus alrededores en las novelas, donde las alusiones, principalmente las de carácter cromático, revelan la finura y sensibilidad de una parte de su percepción estética, contrastan con el uso de un vocabulario o una sintaxis españoles que suelen sonar a nuestros oídos como cursis o estrafalarios, cuando no directamente cómicos. Como desangrándose y regenerándose en cada palabra, está la presencia aplastante de la imaginación febril del autor de un universo que no llega a alcanzar o respetar el uso de un lenguaje más o menos correcto, con sus vacilaciones en la aplicación del pronombre personal de la segunda persona del singular, o mediante la inserción de verbos, sustantivos o adjetivos, que si bien reconocen un origen hispánico, resultan chocantes en nuestros medios literarios. Y en lo referente a modismos porteños, recuérdese el memorable, pero en este caso bien argentino, «Rajá, turrito, rajá», que le espeta el farmacéutico y místico Ergueta a Erdosain.

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Pero Arlt es un maestro del grotesco, tanto en la narrativa como en la elaboración teatral, y sus personajes, a pesar del descreimiento, el cinismo, el aburrimiento o la vaciedad con que viven sus existencias, intentan, con todo, aferrarse a la vida a través de las invenciones de un amor falseado de entrada por las normas de una burguesía estereotipada, llena de falsedades o de hipocresía, de ensoñaciones utópicas, donde la crueldad o el sadismo abundan para crear el futuro de una hipotética realidad feliz y de una vaga esperanza de que ocurra «algo» elevado y espiritual capaz de arrancar al ser humano del fango en que se percibe implacablemente atrapado. Y, como peregrinos vacilantes y torturados, los protagonistas de la saga arltiana emprenden su viaje en busca de un Grial seguramente profano, aferrados a un bastón que se hunde en medio de las arenas movedizas del desierto integrado por ellos mismos y su entorno.

La galería de sus personajes es rica y facetada en facetas variadas. Allí están su primer héroe, Silvio Astier, tan autobiográfico; los personajes de Los siete locos y Los lanzallamas, donde aparte de Erdosain desfilan el farmacéutico y converso Ergueta; Barsut; el Astrólogo, otra de las memorables creaciones arltianas, con su hambre de poder y sus extravagantes y mortíferos proyectos; Bromberg, el hombre que vio a la partera; Haffner, el Rufián Melancólico; Hipólita, la Coja, ex sirvienta y prostituta, seres bien perfilados y al margen de lo que puede considerarse una conducta normal. Son voces y criaturas enfrentados a un sistema y a una civilización que los ha sometido a la pérdida de sus impulsos y deseos más sanos, y que los precipita al crimen, a la estafa, al engaño, como una suprema manifestación de libertad. Allí figura también el caviloso ingeniero Estanislao Balder, prisionero de un amor ilegítimo,   —132→   sometido a la duda constante acerca de la virginidad de su amada, otro de los tópicos dominantes de la sociedad burguesa de entonces, y que se convierte en objeto de los ataques del autor, para cuyos personajes el sexo es sucio y, aunque necesario, degradante. Algo similar ocurre en su pieza teatral La prueba de amor.

Imágenes acuñadas con energía se entrecruzan con expresiones ramplonas. Soluciones imposibles, utopías y sueños fantásticos, contrastes estrepitosos y exageraciones desmesuradas, actos gratuitos, resentimientos y ansias de venganza que llevan a la ilusoria restauración de una justicia que no es de este mundo, de todo este material denso y abigarrado se nutre su obra. En los pliegues de su escritura crispada se muestran así las tensiones de existencias insatisfechas, mal vividas, rubricadas por el fracaso.

Y están también los marginales de su teatro, en los que se operan conversiones maravillosas por obra de agentes externos, y que concluyen de un modo catastrófico. Y en donde los rasgos simbólicos y expresionistas se mezclan en dosis variables. Así, tanto Saverio como Pedro o César, los oficinistas de La isla desierta, resultan, al cabo, funestamente burlados y escarnecidos. Es que las bromas o los sueños son en los monigotes dramáticos de Arlt una trampa mortal.

Las dos vertientes fundamentales de las que brota la obra de Arlt son la novela y el teatro. Pero, por muy diferentes que sean las técnicas allí empleadas, hay elementos comunes que las hermanan. Y que parten de una situación psicológica, social y económica que genera, también en el lector o en el espectador, una incomodidad básica, un malestar intenso, prácticamente visceral, ante las confluencias y choques de dos mundos, el de afuera y el de adentro. Arlt vive como pocos escritores entre nosotros esa circunstancia,   —133→   e intenta transfigurarla mediante los recursos de la literatura, la única forma de acción a su alcance. No tanto para que cese, factor que escapa a sus posibilidades, sino para dar testimonio, aunque su palabra sea débil frente a las conmociones con que esas realidades lo sacuden. Así, se ubica en las antípodas de los artistas que diseñan un horizonte donde todo termina por reconciliarse de acuerdo con ideales de belleza, armonía y serenidad suma.

En Arlt todo es disonancia, contraste, oposición, exasperación, rasgos a veces configurados según la forma de un humor sarcástico y terrible, como si concibiera sus creaciones con los labios apretados y los dientes rechinantes, como si estuviera consumido por una rabia a la que la escritura, y sólo la escritura, puede dar cauce y, en el mejor de los casos, salida. Sus piezas, narrativas o dramáticas, son revelaciones de un tormento real, auténtico, desprovisto de cosmética. Los personajes novelísticos, los principales (Silvio Astier, Remo Erdosain) se exponen como auténticos crucificados en los alambres de púas de las injusticias y la crueldad humana. Allí están y luchan para desembarazarse del estigma hasta perder las fuerzas, como agonistas que son. Pero el combate existencial resulta inútil. La miseria moral, los sinuosos caminos del destino sellarán una suerte que, como criaturas humanas, no merecen. Por eso, en Arlt subyace o de él se desprende una ironía tremenda que yugula la esperanza de un mundo mejor, o esa fe que inconscientemente busca y se le niega. Por eso también su obra es intensamente autobiográfica en lo anímico, hasta el borde del impudor casi. ¿Quién es, si no, Astier, quién es si no Remo Erdosain? En ellos se contempla, con ellos hunde el bisturí implacable de su arte, absolutamente original entre nosotros. Sociedad, Estado, instituciones, ideales e ideas dominantes, hombres, mujeres se   —134→   muestran con una mueca espantosa, no del todo inverosímil en el fondo.

Arlt exhibe el desmoronamiento de los seres doloridos que ha creado, organismos a quienes su misma marginalidad separa más que vincula. No hay en Arlt amistades hondas o amores que merezcan ese nombre. Cuando se genera un equilibrio este resulta inestable, y al cabo todo el edificio se derrumba. Por tal motivo las utopías del Astrólogo son simplemente descabelladas, y los sueños, cualquiera sea su nivel, de Erdosain, una nube oscura que termina por descargarse en el trayecto a través de un sendero sin luz.

Por una parte, la polaridad narrativa-teatro supone la aplicación de técnicas diversas. Por la otra, de ambos géneros se desprende la concepción de un universo de atmósfera casi irrespirable, donde los personajes debaten sus conflictos, dudas, torpezas e ilusiones en medio de un mundo decididamente hostil. Esos personajes se ciernen, en los diversos espacios novelísticos o dramáticos ofrecidos, como marionetas no manipuladas por la gracia, que buscan afanosamente y no encuentran, sino por demonios implacables que no les dan tregua. Los climas de agresión y desamparo son constantes y los instantes de tregua nada más que eso, hasta el próximo choque o la próxima caída. Victimarios ocasionales, víctimas siempre, se debaten entre la duda y la soledad, los ensueños y las ilusiones sin sustancia. Y si existen algunas alusiones locales, las acciones y omisiones recaen sobre seres que podrían ser de aquí o de cualquier otra sociedad de rasgos similares, practicantes de una indiferencia casi permanente o de una ayuda ocasional, como por ejemplo cuando el Rufián Melancólico paga el importe del delito de Erdosain.

De todo este clima brotan traiciones, delaciones, estafas y crímenes mayores, como una respuesta a una sociedad   —135→   dominada por el interés, la codicia, la ambición desmedida, la vana frivolidad, en reemplazo de cualquier sentimiento de solidaridad para con los demás. Monomaníacos delirantes, los personajes arltianos ambulan sin rumbo en pos de una felicidad de bajo precio que no se les brinda.

La única reacción válida, entonces, se enmarca en una actitud de subversión contra las instituciones y los valores establecidos, llámense Estado, Sociedad o Familia. De allí a la revolución hay un paso que, por supuesto, tampoco tienen las agallas o el ánimo de emprender. ¿Qué otra cosa, si no, son los proyectos, entre fascistas y comunistas, del Astrólogo, o su propuesta de instalar prostíbulos a lo largo y a lo ancho del país, para minar los pilares que sostienen los edificios consagrados? La fibra del héroe les está negada. Débiles, frágiles, son presa fácil de una sociedad ciega y sorda a los clamores que nacen de las violaciones a la ley suprema que debería regir en las relaciones entre los hombres. Y que detrás estén Dostoievski o el expresionismo de Georg Kaiser, con sus situaciones y ocurrencias incómodas, poco importará en una valoración crítica de su obra, que permanecerá como un hito insoslayable en el panorama de nuestras letras.

Roberto Arlt nació en Buenos Aires en abril de 1900 y murió en la misma ciudad en julio de 1942.

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