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Tomás de Iriarte, un ilustrado ejemplar

Emilio Martínez Mata

Jesús Pérez Magallón (coaut.)






ArribaAbajo1. Un ilustrado ejemplar

Lo que sería la trayectoria vital, intelectual y artística de Tomás de Iriarte1 estuvo determinada, de un modo muy especial, por la de su tío Juan de Iriarte (1702-1771). En efecto, fue éste quien, tras salir del Puerto de la Cruz, Tenerife, para ir a estudiar a París e instalarse después en Madrid, lograría abrir un camino que tres de sus sobrinos -Bernardo, Domingo y Tomás- sabrían seguir y aprovechar. La figura del tío, pues, requiere algún espacio, no sólo por su significación en la vida de Tomás, sino por su presencia explícita en Los literatos. Juan de Iriarte abandonó su tierra natal para ir a París a estudiar, llegando a frecuentar el famoso colegio de jesuitas Louis le Grand, donde difícilmente pudo ser condiscípulo de Voltaire, como afirma Cotarelo [1897, 2], ya que había abandonado dicho colegio varios años antes. Aparte de dominar el francés y el inglés -con una visita a Londres-, ahí desarrollaría su afición por las letras antiguas y particularmente latinas, iniciándose en la composición poética en latín, que no abandonará nunca a lo largo de su vida. A su regreso se aposenta en Madrid y, tal vez por sus contactos con los jesuitas, logra que el padre Clarke, jesuita también y confesor del rey, le nombre bibliotecario de la Real Biblioteca. En esa institución -creada en 1712 por Felipe V a instancias de Macanaz y el padre Robinet- se encuentran algunos de los más destacados intelectuales novatores e ilustrados de la capital: Juan de Ferreras, uno de los fundadores de la Real Academia, y Blas Antonio Nasarre, entre otros. Juan de Iriarte se integra sin problemas a la vida de Madrid y pronto se encarga de la educación de los hijos del duque de Alba y del de Béjar. Como intelectual bien acogido en su medio, en el que se desenvuelve sin conflictos ni enfrentamientos, va tejiendo la red de amistades y contactos que consolidan su posición y alfombrarán el camino de sus sobrinos.

Otro intelectual de provincias, Gregorio Mayans, llega a Madrid en 1733, procedente de Oliva, para incorporarse como bibliotecario real, aunque con la promesa -que no se cumplirá- de ser nombrado más adelante secretario de cartas latinas del rey. Un grupo de conocidos y amigos lo recibe con aprecio y respeto, pero Mayans no logra lo que sí había conseguido Iriarte, es decir, la integración en el medio cortesano. El regreso de Mayans a Oliva en 1739 constata su incapacidad para asimilarse a un medio en el que tal vez esperaba ingenuamente que se reconocieran y premiaran su saber y sus esfuerzos por la cultura española.

Mientras tanto, Juan de Iriarte prosigue con éxito su vida madrileña; participa en el Diario de los Literatos con algunos artículos críticos, en particular se encarga de reseñar las obras de Jacinto Segura -con quien entabla una polémica en la que el arma esencial de Iriarte será la ironía, anticipando así las que implicarán a su sobrino-, Salvador José Mañer y La poética de Luzán. En 1742 es nombrado oficial traductor de la Secretaría de Estado; cinco años después es hecho socio numerario de la Real Academia y, en 1752, de la Academia de Bellas Artes de San Fernando. A Iriarte se le encarga la confección de un diccionario latino-español, empresa en la que cuenta con José Joaquín Lorga, catedrático de Valencia, y con su sobrino Bernardo, aunque no adelanta demasiado y sus materiales se le transfieren a Juan de Santander. Su vida social en Madrid es la de una persona que cuenta con las relaciones apropiadas para no temer por su carrera. Tras la muerte de Nasarre (1750), la tertulia que éste reunía se traslada a la que ahora organiza Montiano, fundador y director perpetuo de la Real Academia de la Historia, socio de la de la Lengua y secretario de Gracia y Justicia. En esa tertulia -a la que Juan de Iriarte acude con sus sobrinos conforme éstos van incorporándose a la corte- se reúnen, además, Luzán, Ignacio de Hermosilla, Antonio Pisón, Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores, Felipe de Castro y Eugenio Llaguno y Amírola. Asimismo, asiste en ocasiones a la tertulia que tiene en su celda fray Martín Sarmiento.

Hacia 1764, y después de haber sido acogidos en Madrid, en casa de Juan de Iriarte, sus hermanos mayores -Domingo y Bernardo-, Tomás se traslada también a la capital. Bajo la dirección de su tío lleva a cabo su formación cultural e intelectual. Como escribe Cotarelo y Mori: «Niños aún, fueron llegando a su lado varios de sus sobrinos, a quienes, primero con instrucción esmerada, y después con importantes destinos que para ellos obtuvo, puso en camino de alcanzar posición social y literaria envidiables» [1897, 20]. La instrucción esmerada a que alude Cotarelo se concretaría, en el caso de Tomás, en una cuidadosa atención al estudio de la lengua latina -que el sobrino había iniciado en Tenerife con su hermano fray Juan Tomás, dominico-, en un control general sobre el curso de sus estudios -historia, geografía, filosofía, física, aritmética y geometría, con algunos roces y discrepancias- y, sobre todo, tanto en la frecuentación de los literatos y amigos de su tío como en la disposición de la rica y bien abastecida biblioteca que aquél había formado. Así, el aprendizaje de lenguas modernas -francés, inglés, italiano y algo de alemán- complementa el de las clásicas. El interés por la música, que también había iniciado en su tierra natal, se desarrolla en Madrid: el violín y la viola, en ocasiones el órgano, serán los instrumentos que practicará con frecuencia. La preferencia por el arte poética se le reveló desde muy pronto, y a ésta consagraría lo mejor y mayor de su vida. Según comenta Carlos Pignatelli, amigo de Tomás, éste había terminado su comedia Hacer que hacemos «antes de cumplir dieciocho años» [1916, 223]. En su ilustrada formación sólo parece haber faltado el grand tour por Europa que los hijos de la nobleza solían realizar antes de aposentarse en su país. Tal vez por eso su personaje don Eugenio, en La señorita malcriada, puede rebatirle al falso marqués de Fontecalda que «enseña el ver muchos libros / más que el ver muchas posadas» (vv. 1055-1056). Su instalación social se inicia con el puesto de oficial traductor de la Secretaría de Estado, en el que sustituye a su tío tras fallecer éste en 1771, y se consolida con el de archivero del Consejo Supremo de la Guerra (1776), lo que representa ingresos anuales de 24.000 reales. En 1772 se le encarga la redacción del Mercurio Histórico y Político, labor que desempeña durante un año. La subida de Floridablanca -adversario de Aranda- favorece a su familia y a él mismo; así, hacia 1781 el ministro le solicita el Plan de una Academia de Ciencias y Bellas Letras; y en 1782 -mientras anda absorbido por su traducción de la Eneida- vuelve para reclamarle esta vez que componga unas Lecciones instructivas sobre la historia y geografía (publicadas póstumamente en 1849), que deberían utilizarse como libro de texto para los niños de las escuelas.

La vida de Iriarte en el Madrid del último tercio de siglo es la de un caballero ilustrado que ha absorbido perfectamente los valores ideológicos y las nuevas formas sociales que caracterizan a los de su clase. Cultiva la esgrima, el baile, los flirteos galantes; asiste a los toros y a otros espectáculos que menciona detalladamente en la Epístola III, versión -salvando las distancias- del Beatus illle horaciano. En la mansión familiar, además de la biblioteca heredada del tío y aumentada por los tres hermanos, se reúne una ambiciosa colección de pintura; en ese espacio privado, que debía de proporcionar una grata sensación de comodidad económica y placer estético, ofrece en ocasiones academias de armonía, es decir, sesiones particulares de música. Y, aparte de paseos y otras salidas al exterior, se entretiene en frecuentar a sus amistades, ámbito de conversabilidad y otras satisfacciones: el marqués de Manca, la duquesa de Villahermosa y sus hermanos, Carlos y Juan Pignatelli, la condesa-duquesa de Benavente y duquesa de Osuna -coleccionista de pintura y compradora de manuscritos de Haydn-. La música es uno de los entretenimientos que le une a ellos, tocando en privado música de cámara, con Iriarte al violín o la viola. Al calor de esas relaciones compone su poema pedagógico La música (1779) -discutido en parte con la duquesa de Villahermosa-, al igual que en 1790, desde su retiro en Sanlúcar de Barrameda para recuperarse de los ataques de gota que le asaltan desde los veintiocho años y le llevarán a la tumba, escribe para la condesa-duquesa de Benavente la comedia El don de gentes y el fin de fiesta Donde menos se piensa salta la liebre. Sus actividades, públicas y privadas, están regidas por una estética del buen gusto que, sin caer en la desmesura y superficialidad de los petimetres, se adelanta a los decadentes del fin de siècle decimonónico.

Impregnado de esa nueva ética secular que es la amistad, en el círculo de sus íntimos muestra sus rasgos de philosophe, entre los que un abierto anticlericalismo se acompaña de una mirada irónica e incluso burlesca hacia la religión católica. Siguiendo los hábitos de su tío, frecuentó a comienzos de los años 70 la que sería emblemática tertulia de la Fonda de San Sebastián, donde se reunían, entre otros, Nicolás Fernández de Moratín, Cadalso, Cerda y Rico, López de Ayala, Vicente de los Ríos, Napoli-Signorelli o Juan Bautista Conti; y donde sin duda se forjó su buena amistad con Cadalso, marco intelectual y afectivo en que concibe y publica Los literatos en cuaresma (1773). La correspondencia entre éste e Iriarte muestra con claridad hasta qué punto comparten ambos un esprit fort que hacia el exterior sólo se enseña limitadamente. Coincidiendo con la caída de Aranda, el Santo Oficio -que tuvo que transigir con la expulsión de los jesuitas, pero sin dejar de tratar de recuperar su propio poder- reactiva su labor hacia los años 1773-1774, como ha señalado Martínez Mata2, y se inician los procesos a Bernardo y Tomás de Iriarte (1774, 1776), así como a Pablo de Olavide (detenido en 1776)3. No resulta demasiado sorprendente que, casi un año después de la sentencia inquisitorial contra Olavide (1778), Tomás de Iriarte se vea ante el Santo Oficio -que ningún gobierno ilustrado se atrevió a suprimir-, y el 2 de agosto de 1779, tras considerar probado que el acusado había leído libros prohibidos sin licencia y cometido delitos de proposiciones, sea condenado a que «abjure de levi, sea absuelto ad cautelam, gravemente reprehendido, advertido y conminado, [y] haga unos ejercicios espirituales por el tiempo de 15 días», así como a otras actividades piadosas, como confesar y comulgar las tres pascuas, ayunar todos los viernes, rezar parte del rosario todos los sábados y un credo los domingos durante dos años o leer cada día media hora la Guía de pecadores de fray Luis de Granada4. No hay evidencia documental ni de que cumpliera esa condena ni de que, en caso de cumplirla, modificara grandemente sus convicciones. A pesar de la naturaleza meramente espiritual de la pena, el proceso a los Iriarte constituía una seria advertencia -como lo había sido, y en mayor grado, el proceso a Olavide-, cuya consecuencia inevitable fue el reforzamiento de la autocensura del grupo de ilustrados de la tertulia de la Fonda de San Sebastián5. Según Cotarelo [1897, 305-306], el que le negaran a Tomás una plaza como archivero en el Consejo de Estado es prueba de que los Iriarte habían perdido hacia 1786 el favor de Floridablanca, aunque es una afirmación poco documentada.

Una vez que su carrera se enfoca hacia las letras, la poesía no le abandonará en ningún momento, componiendo regularmente y atreviéndose a practicar el poema didáctico con La música. Planea participar en el concurso académico de 1777 sin llegar a hacerlo, pero sí se presenta al de 1779 sobre el tema de una égloga en alabanza de la felicidad del campo, en el que obtiene un accésit, mientras el premio recae en Meléndez Valdés. Por otra parte, su compromiso con las actividades reformistas es total. Entre 1769 y 1772, y en el marco de la reforma teatral acometida por Aranda, Tomás acompaña a su hermano Bernardo. Este se encarga de arreglar comedias del Siglo de Oro para los teatros de los Reales Sitios, y ahora Tomás lleva a cabo diversas traducciones para los mismos escenarios: Destouches, Voltaire, Gresset, Champfort y Moliere hablan en el castellano de Iriarte; traduce a Horacio y Virgilio, y hacia el final de su vida volverá a traducir, esta vez El nuevo Robinson (1789) de Campe. Mas esa actividad no impedirá la más fundamental: su escritura dramática, aportación mucho más duradera y significativa a la constitución del teatro neoclásico, es decir, del teatro moderno. Como bien ha argumentado Sebold [1978, 39], la producción teatral de Iriarte se realiza en tres fases: una primera en la que redacta los borradores completos de sus obras y que se sitúa hacia los comienzos de la década de 1770 -después de la publicación de su primera comedia, Hacer que hacemos-; una segunda revisión hacia 1783; y una última previa a la representación y/o publicación de cada uno de los textos. El señorito mimado aparecería impresa en 1787; La señorita malcriada, al año siguiente; y El don de gentes, terminada en 1790, no se editaría hasta 1805, como parte de su Colección de obras en prosa y en verso.

A esas comedias, que constituyen, junto a Lapetimetra, de Nicolás Fernández de Moratín, El delincuente honrado, de Jovellanos, y Los menestrales, de Trigueros, el mayor avance en el nuevo teatro hasta la entrada en escena de Leandro Fernández de Moratín, Iriarte añadiría otros textos que reflejan su implicación en la reforma práctica del teatro. En efecto, frente a los sainetes dominantes -de Ramón de la Cruz en Madrid y de González del Castillo en Sevilla-, Iriarte va a ensayar dos vías alternativas diferentes: por un lado, escribirá un sainete -en realidad, una comedia encapsulada en un acto- titulado La librería (en la década de los 80); y más tarde -también como posible sustitución del sainete que copia la realidad, pero no la somete al escrutinio ideológico y estético que los neoclásicos preconizan, o sea, el sainete «populachero»-, ensayará con Guzmán el Bueno el melólogo o «escena trágica unipersonal», soliloquio en el que el acompañamiento musical adquiere gran importancia. De esa manera da forma Iriarte a la propuesta de Montiano en 1753 de abandonar los entremeses para llenar los entreactos con pequeñas piezas musicales. Iriarte une la música a la declamación en esa síntesis que tanto éxito tendría en años posteriores y en la que destacaría María Rosa Gálvez de Cabrera.

Como hombre de su tiempo, Iriarte no quedó exento de ser objeto y parte de algunas polémicas. Tras publicar su traducción de Horacio, El arte poética de Horacio traducida en verso castellano (1777), López de Sedaño no vaciló en criticarla en el tomo IX del Parnaso español, del que era colector solitario desde el abandono de Cerda y Rico. Ello dio motivo a que Iriarte respondiera con su obra Donde las dan las toman (1778). Pero la polémica más grave y furibunda la desencadenaron sus Reflexiones sobre la égloga intitulada «Batilo»; que circularon manuscritas y no serían publicadas hasta 1805. Es el momento en que entra en el escenario público un joven extremeño que estudia Derecho. Juan Pablo Forner responde a las Reflexiones con su Cotejo de las dos églogas que ha premiado la Real Academia de la Lengua6. La aparición de las Fábulas literarias de Iriarte (1782) con una puntillosa indicación reclamando su originalidad frente a las primeras fábulas, las de Samaniego, que tomaban sus asuntos de fabulistas anteriores («ésta es la primera colección de fábulas enteramente originales que se ha publicado en castellano»), provoca la reacción de su amigo y admirador. Samaniego participa sin duda en unas anónimas Observaciones sobre las fábulas literarias originales de Tomás de Iriarte (1782), causa de la ruptura definitiva, alimentada por las comparaciones que se hacían en los ambientes literarios reconociendo más arte en las de Tomás y más gracia y naturalidad en las de Samaniego7. El mismo año sale otro folleto forneriano: El asno erudito, fábula original (1782), al que Iriarte responde con Para casos tales, suelen tener los maestros oficiales (1782). De inmediato Forner escribe Los gramáticos, historia chinesca (inédita hasta 1970), en la que los ataques no se limitan a Tomás, sino que abarcan a toda su familia. El silencio prudente del canario no borró ni las heridas abiertas ni la agresividad de su contrincante. Iriarte encontró en Forner una conciencia crítica, viva, punzante e indesmayable, que le acompañaría hasta el final de sus días.

Los estudiosos han subrayado el encarnizamiento con que Forner censuró a los Iriarte; alguno ha llegado incluso a sugerir la existencia de una enfermedad psicológica -una psicosis por envidia patológica a los triunfadores-. François López, sin embargo, rastreó con suma agudeza las razones familiares, intelectuales e ideológicas que motivaron el particular odio forneriano contra los Iriarte8. Es importante, además, recordar que el espíritu polémico y las polémicas públicas -en las que, pese a participar en ocasiones varios individuos, siempre suele destacar por su tenacidad alguno de ellos surgen vigorosamente en España durante el tiempo de los novatores (hacia 1675), época en la que diferentes asuntos de orden científico, historiográfico, lingüístico o filosófico -por no incluir los enfrentamientos ideológicos asociados, a fines de siglo y comienzo del siguiente, al cambio de dinastía y la Guerra de Sucesión- desencadenan debates apasionados, con multitud de publicaciones de mayor o menor extensión que tienden a configurar la existencia de dos campos habitualmente bien demarcados. Juan de Iriarte, en su colaboración con el Diario de los Literatos, participaría, como se ha visto, en varias polémicas que le enfrentaron a Segura, Mañer o Luzán. Por tanto, la actitud de Forner hay que situarla en un contexto en el que la publicación de folletos o voluminosos libros para rebatir, matizar o atacar lo dicho o hecho por alguien forma parte esencial de la vida intelectual de la época. Y ese contexto se explica, a su vez, por dos factores concomitantes: por un lado, el reforzamiento de la conciencia sobre el poder crítico individual -amparado por el uso libre de la razón y la capacidad de observación y experimentación-; por el otro, el desarrollo de las publicaciones periódicas y la cada vez mayor accesibilidad a los medios materiales de edición y publicación. De todos modos, su insaciable agresividad hacia los Iriarte -que el propio Forner no satisfaría nunca plenamente- funcionaría hasta el final como una amenaza latente a la salud física y espiritual de Tomás.

El día 17 de septiembre de 1791, en Madrid, desaparecía de entre los vivos Tomás de Iriarte. Antes de cumplir los cuarenta y un años, soltero como su tío, se extinguía uno de los ilustrados y neoclásicos más brillantes y representativos de la época.




ArribaAbajo2. El fracaso de la sociedad civil

Habitualmente se han relacionado Los eruditos a la violeta de Cadalso y Los literatos en cuaresma de Iriarte, puesto que el mismo Cadalso encabeza así una carta que le escribe a Iriarte en mayo de 1773: «El autor de Los eruditos a la violeta saluda al autor de Los literatos en cuaresma»9. Ya Cotarelo mencionaba que la obra de Cadalso «quizá inspiró» [1897, 106] la de Iriarte. Y aunque presentan algunos parentescos, muy profundas diferencias las separan. Como bien afirma el citado Cotarelo, la de Iriarte «difiere de ella en el fondo» [1897,106]. Lo que a la vista inmediatamente las relaciona es lo que podríamos llamar el marco «ficticio» en que se desarrolla la narración y la división de ésta. En Iriarte, un don Bonifacio que reúne regularmente una tertulia en su mansión propone que durante los seis domingos de cuaresma se lleven a cabo seis sermones laicos dedicados a seis ámbitos distintos -el papel de la murmuración contra las novedades y su influencia en la modernización de las letras, la educación de los niños, el teatro, el arte poética, la crítica y las relaciones entre los sexos- y pronunciados por seis individuos de los que frecuentan la tertulia, aunque asumiendo cada uno de ellos la personalidad y vestuario de seis destacados literatos de la historia universal: Teofrasto, Cicerón, Cervantes, Boileau, Pope y Tasso.

El marco ficticio de la tertulia responde, sin embargo, a una práctica social frecuente en la época. Sebold llamó la atención sobre la academia de Azcoitia que organizaban en esa localidad guipuzcoana los individuos que después pondrían en pie la Sociedad Vascongada de Amigos del País y el Real Seminario Patriótico de Vergara10. El conde de Peñaflorida había organizado las reuniones según el día de la semana:

Las noches de los lunes se habla solamente de matemáticas, los martes de física, miércoles se leía historia y traducciones de los académicos tertulianos, los jueves una música pequeña o un concierto bastante bien ordenado, los viernes geografía, sábado conversación sobre los asuntos del tiempo, domingo música11.



El análisis satírico de Rubín de Celis12, ambientado en la tertulia que se reúne en casa de un don Santos Celis -claro seudónimo del autor-, muestra a las claras que el intertexto fundamental de Iriarte, lo mismo que el de Cadalso, más allá de todas las intertextualidades literarias, es una práctica social característica de la época: las academias, tertulias y otras reuniones típicas del momento. Se enmarca así, lo mismo que la obra de Iriarte -que se quiere «fidedigna relación» (pág. 108) de lo que ocurre en la tertulia de don Bonifacio-, en un tipo de literatura que, con muy diferentes registros, convierte esa nueva forma de sociabilidad en asunto de creación, como prueba, entre otros escritos, el Testamento político del filósofo Marcelo, de Rubín de Celis, aunque publicado bajo el seudónimo de Ramón Estrada Pariente y Valdés13.

En la obra de Cadalso, la ironía se construye como el instrumento más acerado de crítica hacia esos personajes que tilda de violetos y que, en suma, no son sino sujetos que pretenden desenvolverse adecuadamente en ciertos ambientes, por medio de unos instrumentos que, aunque no les sirvan para divulgar conocimientos, sí enriquecen su conversabilidad; desde la óptica autorial, sin embargo, se trata de un conjunto de ignorantes recubiertos con un ligero barniz de noticias superficiales e incoherentes, pero, sobre todo, con una pose ante los demás que tiende a superar externamente la íntima inseguridad mediante el control de gestos y mecanismos que la ocultan y la convierten en su contrario. La estrategia que sigue Iriarte en Los literatos no recurre a la ironía en ningún momento, ni siquiera cuando en el cierre asegura don Bonifacio que «el público tiene mucho que agradecer a los sujetos que dan en sus casas bailes, representaciones, músicas u otros pasatiempos» (pág. 195), puesto que esa idea, que podría parecer irónica, se fundamenta en la certeza de que incluso esos individuos serán objeto de murmuración y censura. En su caso, pues, toda la narración está formulada en un tono rigurosamente serio, y la relación entre el yo que relata -uno de los tertulianos- y las posturas del anfitrión de la tertulia no deja resquicios por los que suponer una actitud irónica o paródica. En otras palabras, asume explícitamente la postura que subyace a la voz autorial en el texto cadalsiano: la del nuevo intelectual convencido de la superioridad de su discurso ideológico. Añadamos que el recurso a los disfraces, aparte de retomar la teatralidad propia de las academias poéticas -de ahí que, al igual que las representaciones teatrales, los sermones sean vistos como un espectáculo o una diversión, cuya novedad «tenía suspensos los ánimos y las lenguas» (pág. 109) de los asistentes-, se excusa por tratarse de jóvenes que quieren aparentar mayor edad para «dar mayor autoridad» (pág. 103) a sus sermones, idea a la que volvería Iriarte en carta a Francisco de la Concha y Miera, argumentando que las críticas de López de Sedaño a su traducción de Horacio se deben a considerarlo demasiado joven (Cotarelo, 1897, 457), y en su fábula «El pollo y los dos gallos».

Lo que pretenden los contertulios que se reúnen en casa de don Bonifacio se plantea en dos frentes concomitantes: por un lado, profundizar en el proceso de secularización de la sociedad; por el otro, poner en marcha un programa de reforma de la cultura nacional. En el primer sentido, se pone de manifiesto lo que apuntábamos más arriba al hablar de Iriarte como philosophe. Cotarelo, al referir el proceso inquisitorial en que se vio envuelto, afirma junto a algunos lugares comunes- que era Iriarte «si no enteramente irreligioso, algo volteriano o enciclopedista, como quizás en mayor grado lo eran sus hermanos» [1897, 306]. ¿Volteriano Iriarte? El calificativo de volteriano es, por desgracia, uno de los que Menéndez Pelayo repartió con frecuencia a todo aquel que en el siglo XVII mostraba el menor signo de «heterodoxia», idea asociada a una definición estrecha, intolerante y excluyente de la «ortodoxia». Lo cierto es que la actitud irartiana -y cadalsiana, por ceñirnos a ellos- hacia la iglesia, el catolicismo y sus más chuscas manifestaciones era, desde luego, zumbona y distante. En una Epístola en verso escrita para Cadalso, Iriarte se ceba en esos frailes que «poseen todo el reino de los cielos / y dos terceras partes del de España» (en Cotarelo, 1897, 307), escribiendo en otro lugar: «Fraile, hermano significa; / monje, vale solitario; mas ellos ni viven solos, ni se tratan como hermanos» (en Cotarelo, 1897, 307)14.

En la correspondencia conservada entre ambos -más reducida la de Iriarte- la «irreverencia» con que se comentan aspectos esenciales de la religiosidad católica -y otras cosas- es constante: Cadalso no duda en pedirle a Iriarte que vaya a buscar a su tío Juan -muerto hacía un par de años- por los espacios paganos en que pudiera encontrarse, situando en alguno de ellos a «los verdugos alquilados para matar a sus hermanos, digo, los guerreros insignes»15 y en otro, obviamente más próximo a los Campos Elíseos, a Séneca, Marcial, Cervantes, Garcilaso, fray Luis de León y don Juan de Marte. La respuesta de Tomás sigue la lógica iniciada por su amigo, aunque renuncia a emprender por falta de ánimo «el viaje al otro mundo» (en Cotarelo, 1897, 448); sin embargo, comenta con ironía que llega a sarcasmo el volumen de elogios al padre Sarmiento recién publicado por sus hermanos benitos. En particular, la oración del padre Avalle es objeto de burlas inmisericordes, así como un par de epitafios «muy gerundios» [1897, 449]. La posible publicación de un libro parecido en memoria del padre Flórez lo previene para escribirle «un cesto de despropósitos que le aturdan» [1897, 450]. Para Cadalso, eso es prueba de la ignorancia, pedantería e «ignominia de nuestro país y siglo»16. Es más, en otra carta alude a la pobrecita alma de Iriarte, «que estará sabe Dios cómo» pidiéndole que sus hermanos lo corrijan «y le vuelvan a poner en el camino de la salvación, del cual se ha apartado sobradamente»17. La religión forma parte del particular código paródico en que redactan sus cartas, y Cadalso se dirige a él en una como «Reverendísimo Padre Provincial»18 y la firma como «fray Rotundo de la Panza»19, burlándose de las nociones de gracia eficiente y suficiente o de la idea del demonio, y aconsejándole en el mismo tono que dedique su poesía a «asuntos místicos, eremíticos, ascéticos, claustrales, dogmáticos, evangélicos, monacales, edificantes, apostólicos»20.

La forma concreta en que se organiza el texto de Iriarte es la de una introducción y una serie de sermones. Es obvio que -explícita e intencionalmente- el autor no aplica la voz en el sentido dominante en su sociedad, es decir, con sus connotaciones religiosas. Por el contrario, lo que contemplamos es el esfuerzo por restaurar el significado latino de la palabra, mediante la re-secularización de esa forma poético-oratoria. Para entenderlo habría que remitirse a la crítica global contra la oratoria sagrada que constituye el Fray Gerundio de Campazas del padre Isla y que Mayans había articulado de una manera más rigurosamente académica en El orador cristiano (1733). Ahora bien, en último término la asunción del vocablo sermón por parte de un ilustrado laico revela mucho sobre el sentido que le confiere a su labor pública. No es aquí, desde luego, el único lugar en que esa postura cobra forma. También lo hace en sus comedias; en El señorito mimado, por ejemplo, la voz sermón -y su constelación semántica- se utiliza o se aplica sistemáticamente a aquellos personajes que en un momento determinado van a expresar una opinión o un conjunto de opiniones que tienen un sentido crítico y, en mayor o menor medida, responden a la ideología ilustrada y del autor.

El propósito de secularizar la voz sermón es formulado sin ambages por el dueño de la casa donde se reúne la tertulia: «parece descuido bien extraño que habiendo púlpitos para exhortar a la una [la virtud], no haya predicadores que nos alienten a la otra [la ciencia]» (pág. 101), calificando después su proyecto de «púlpito profano» (pág. 103), y argumentando más adelante don Severo contra quienes los censuran «como si el nombre de sermón tuviese en sí algo de sagrado» (pág. 154). En efecto, el programa que propone don Bonifacio no es otro que dedicar los domingos de cuaresma a dar y escuchar seis sermones dedicados a «asuntos de erudición» (pág. 101). La predicación, por tanto, no debe limitarse a los temas religiosos o de fe -en realidad, al hablar de la virtud es legítimo preguntarse si Iriarte piensa efectivamente en su significación religiosa o en el sentido que los ilustrados conceden al concepto virtud, y que ha sido ya despojado de su dimensión eclesiástica para secularizarlo-, sino que debe ampliarse a los diferentes ámbitos que constituyen (o deben constituir) la educación de personas cultas y civilizadas. Horacianamente, tales sermones laicos serán una «recreación honesta, provechosa y de buena invención» (pág. 101), en la que «lo dulce de los atractivos de la retórica templase lo amargo de las verdades y desengaños críticos» (pág. 101). Con sutileza, la superioridad de la oratoria laica que propone queda puesta de relieve al asegurar que estos sermones tendrán «mayor utilidad del prójimo» (pág. 102) que los realizados por los religiosos.

Por otra parte, cada sermón de los que deben pronunciar los jóvenes elegidos para ello tiene que exponer, asumiendo la personalidad, actitudes y lenguaje que adoptarían las figuras históricas que representan si vivieran en la época presente del texto, su percepción de la situación en diversos ámbitos culturales, así como las medidas que deben tomarse para salir de dicha situación. A diferencia de Cadalso, que incluye en el programa de la academia asuntos que sólo presentan una utilidad en cuanto servirían para enriquecer los recursos conversables de sus alumnos, don Bonifacio propone; temas que vienen a resumir los núcleos esenciales de la reflexión ilustrada sobre la cultura nacional. Se inicia con la discusión sobre «cómo perjudica el adelantamiento de las letras y de todo lo útil la oposición de los murmuradores a todo lo nuevo», es decir, la trascendencia de estar abierto a las novedades para el adelantamiento de las letras -y, por extensión, del país-, y, particularmente, sobre el papel retardatario y antiprogresista de los murmuradores que se oponen a ellas; prosigue con uno de los elementos programáticos de la Ilustración y de todos aquellos movimientos intelectuales que en España han tratado de ampliar las bases sociales del progreso y la civilización: la educación de los niños; el siguiente aspecto a desarrollar es el teatro, seguido del arte poética, cuya finalidad social es un factor clave en la visión de la reforma cultural e ideológica de los ilustrados; continúa con la función que la crítica -y sus parcialidades- debe ocupar en una sociedad moderna, para concluir con un replanteamiento -que constata las modificaciones sufridas a lo largo del siglo, y acentuadas en sus últimos decenios- de las relaciones entre los sexos, ya que, ante las desdichas del linaje humano, «el único remedio de ellas es la sociedad, el trato y la decente I buena armonía entre ambos sexos», aunque don Bonifacio iba a abordar, según confiesa, «ciertos abusos introducidos en el punto más esencial del trato, que es el amor» (pág. 158).

Sin embargo, sólo se llegan a pronunciar dos de los seis sermones previstos, y el dedicado al teatro es finalmente leído en privado entre los habituales de la tertulia. Por tanto, pese al sensato proyecto de don Bonifacio y la aceptación de los contertulios, que asumen su responsabilidad individual como buenos ciudadanos al preparar sus respectivos sermones, Los literatos no llega a poder exponer globalmente ni una crítica de los diversos espacios de cultura ni el programa de reforma que se deduciría de ella. Después de los dos primeros sermones, es decir, transcurridos los dos primeros domingos de cuaresma, los rumores han alcanzado tal dimensión que el martes que sigue al segundo se reúne «la tertulia nocturna» (pág. 151) -reunión que terminará a las once de la noche con la conclusión del texto-. Los que debían ser los siguientes predicadores alegan excusas para no dar su sermón y, con franqueza, varios participantes relatan las diferentes habladurías que han escuchado en distintos lugares de la ciudad. La decisión final es tomada con rapidez y unanimidad: «conviene desistir del proyecto» (pág. 152). Es más, para don Bonifacio esa experiencia «nos servirá de escarmiento para no emprender proyecto útil que pueda llegar a ser público» (pág. 157). Resulta difícil, por tanto, coincidir con Cox cuando afirma que Los literatos es «indirectly a goad to prod them [the Neoclassicists] to achieve more» [1972, 113]. Por el contrario, es, tras la constatación de la impotencia, la dejación de las responsabilidades civiles y su desplazamiento a la corona. La culpa, según el propio texto, recae en los murmuradores -y ya volveremos a ellos-, que han conseguido lo que el primer sermón denunciaba: obstaculizar las novedades, la primera de las cuales es el mismo concepto de los sermones laicos, es decir, un programa de reforma que aspira a consolidar y profundizar en las bases de la modernidad. Lo que constatamos, por tanto, como lectores de la obra irartiana no es otra cosa que el fracaso de ese proyecto de reforma. Y no el fracaso de cualquier proyecto, pues no se trata de una empresa individual al estilo de los arbitristas del XVII, sino que aquí ese proyecto surge al calor de las actividades de la sociedad civil, epitomizada en la tertulia de don Bonifacio.

Frente al fracaso que constituye la propuesta reformadora de dicha tertulia, y que es, como se ha dicho, la de la sociedad civil, la única alternativa que parece quedar, y que expresa con cierta amargura el anfitrión y, por tanto, la perspectiva autorial, es la intervención del monarca, o sea, el ejercicio efectivo del despotismo ilustrado. Tal desenlace se va anticipando mediante diferentes opiniones tejidas con sutileza. Así, don Severo, al hablar de las novedades introducidas por el gobierno de Carlos III, no deja de poner énfasis en que las puso en ejecución «el supremo brazo del monarca» (pág. 114), o subraya que «fue un rey quien la ejecutó» (pág. 116), cerrando su sermón con la propuesta que constituye la única salida tras el cierre: «Dejemos, pues, este cuidado a la actividad y. gobierno de los que tienen a su cargo el bien dé la república; y nosotros contentémonos pon emplear nuestros alcances en servicio de ella, procurando trabajar, no destruir lo que otros edifican» (pág. 127). También en este sentido es necesario remontarse al tiempo de los novatores, pues -aunque en el campo del teatro la necesidad de la reforma apoyada por la autoridad está formulada por Cervantes en el Quijote- ya desde Cabriada, Zapata, Bances Candamo o Manuel Martí, seguidos por Mayans, Luzán, Clavijo, Graef y tantos otros, se apunta hacia el monarca como la única instancia de autoridad que puede -y debe- promover y respaldar con su poder las reformas que novatores e ilustrados preconizan.

Sánchez Agesta puso de relieve hace años cómo para los ilustrados los dos resortes clave en la reforma del país los constituían la pedagogía y la acción real21. La argumentación ilustrada se basa en el interés que el mismo rey -en cuanto preocupado por el bien de sus súbditos- debe tener por que dichas reformas se lleven a cabo. A partir de cierto momento, el ejemplo de Luis XIV se convertirá en un elemento afectivo-demagógico en tal; argumentación. Si el despotismo ilustrado requiere la obediencia de los súbditos es porque se trata dé obedecer a un tipo de monarca y de autoridad que parece justificar plenamente -desde la perspectiva monárquica, y reformista de los neoclásicos- esa obediencia. Kant afrontaría la dicotomía ilustrada entre espíritu crítico y obediencia, reservando el primero al ámbito privado, proponiendo la segunda para el público y justificando esta última en función de la racionalidad de la conducta y la política reales. La justificación final, por tanto, será la identificación de la autoridad real con una racionalidad universal y compasiva que será la visión dominante entre los ilustrados del sentido de la monarquía. El rey, encarnación de racionalidad y compasión, no puede dejar de reconocer lo racional del programa de reforma y, en su amor; por el prójimo, debe verse empujado a ponerlo en práctica. Frente al poder terrenal de las órdenes religiosas y la Iglesia en general, así como ante la desidia de la aristocracia y la fuerza de una opinión pública que sigue anclada en supersticiones vulgares -pese a los esfuerzos de casi un siglo por desterrarlas-, a los ilustrados sólo les queda volverse al rey, a la vez que le ofrecen a cambio su función como grupo de apoyo ideológico, teórico y político de la corona.




ArribaAbajo3. Sociabilidad, Ilustración y Neoclasicismo

Uno de los aspectos en que con mayor radicalidad se modifica el modo de vivir y de experimentar la cultura desde fines del siglo XVI es, como acabamos de ver, la aparición de las tertulias. Sin embargo, éstas no son más que uno de los signos que revelan los profundos cambios que tienen lugar a partir de la crisis del Barroco. Probablemente la manera en que se concibe y se estimula un nuevo modo de vivir las relaciones con los demás, es decir, la sociabilidad, constituye la modificación más radical en la instalación del individuo en el mundo concreto que le rodea. Pese a los intentos de Gracián por promover una cierta sociabilidad que apunta hacia las nuevas formas que eclosionarán a finales del XVII y se expandirán durante todo el XVIII, las propuestas del jesuita acaban estableciendo sus propios límites al encuadrarse en un programa que favorece el acomodo individual y su éxito personal en el agresivo y hostil mundo en que se mueve. La nueva sociabilidad que se inaugura textualmente con El hombre práctico (1686) se basa en una jerarquía de valores que ha desplazado la preeminencia de la actitud individual en el mundo para dejar paso a una percepción en la que -las relaciones sociales se justifican tanto por una nueva ética de los vínculos interpersonales- la amistad como por la dimensión pública y social que tienen que tener las actividades del individuo, expresada inmejorablemente por Cadalso en ese epitafio que Ben-Beley desea para su tumba: «Aquí yace Ben-Beley, que fue buen hijo, buen padre, buen esposo, buen amigo, buen ciudadano»22.

A pesar de que la amistad ha ocupado desde siempre un lugar señalado en la reflexión de filósofos, humanistas y poetas, la nueva posición que se le otorga en las relaciones privadas durante la Ilustración es el resultado de una serie de factores confluyentes: la cada vez mayor importancia que la sensibilidad y la compasión tienen en la construcción de una personalidad modélica; las nuevas formas de sociabilidad, en donde la conversabilidad es elemento crucial y, para ella, el compartir información, preocupaciones y actitudes ante el mundo; la capacidad autónoma del individuo y, por tanto, su libertad para juzgar y opinar sobre las circunstancias que le rodean; por último, la ética secular, en expresión de Sánchez Blanco23, que, liberando privada e ideológicamente al sujeto de la posición hegemónica que ocupaba la Iglesia, le empuja necesariamente a un nuevo tipo de relación con sus semejantes. La significación de la conversación y la conversabilidad en el nuevo modelo humano se formula en 1686 en El hombre práctico24; Feijoo, en «Impunidad de la mentira», en el tomo VI del Teatro critico universal (1734), escribe: «El comercio; más precioso que hay entre los hombres es el de las almas; éste se hace por medio de la conversación en que recíprocamente se comunican los géneros mentales de las tres potencias»25, por lo que la mentira es un ataque contra «la sociedad hurriana, la cosa más dulce que hay en la vida»26. Jovellanos, en su Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas propone «el establecimiento de cafés o casas públicas de conversación y diversión cotidiana»27 como uno de los medios para ocupar la ociosidad de las clases pudientes. Para los ilustrados, la amistad se convertirá en una auténtica mística que fomentarán y exaltarán en todos los niveles de la cultura de la época, ya que se convertirá en fuente de placeres -y también de dolores- incomparables. En carta a Cadalso, Iriarte empieza diciendo: «Amigo y ... Por aquí se suelen empezar muchas cartas mintiendo; pero yo llamo amigo a un hombre de ingenio, de pasta filosófica y de buen corazón» (en Cotarelo, 1897, 447), confesándole sin rubor que la alegría que siente por su salud, la euforia con que recibe sus cartas, el dolor por la distancia, la complacencia de contestarle, todo ello es «porque se me ha antojado que Vm. es mi amigo, y quiero llamárselo para hacerlo rabiar» [1897, 448]. Más tarde, en 1779, Cadalso inserta en medio de su carta a Iriarte un expresivo: «Gracias, amigo del alma»28. La amistad no es sólo un tema literario, sino una profunda experiencia vital. I

En la literatura, Anselmo y Torcuato, de El delincuente honrado, constituyen una de esas parejas de amigos unidos por vínculos tan profundos que parecen ejemplificar lo que en las Noches lúgubres de Cadalso se menciona como una de las más bellas utopías en las relaciones humanas. En efecto, en la Noche Primera Tediato exclama:

¡Amigos! ¡Amistad! Esa virtud sola haría feliz a todo el género humano. Desdichados son los hombres desde el día que la desterraron, o que ella los abandonó. Su falta es el origen de todas las turbulencias de la sociedad29.



La ausencia de la amistad se explica por la distinción entre amistad aparente y amistad verdadera, lo que matiza en carta a Iglesias de la Casa30. En la obra -y en la vida- de Cadalso la amistad adquiere una extraordinaria dimensión por sus elevadas consideraciones éticas y sociales31. En Jovellanos la amistad sigue ocupando un espacio central en las relaciones humanas, y la conducta recíproca de Torcuato y Anselmo lo atestigua a la perfección. Como valor de trascendencia social la amistad es esencial en la organización dramática de El señorito mimado.

La amistad entre varones, valor social que cobra dimensiones nuevas en el siglo XVIII, ha permitido sugerentes interpretaciones homoeróticas. Pero Iriarte aborda también la amistad entre personas de diferente sexo, lo que demuestra que no se trata solamente de una ética restringida al género masculino, y el sermón que debía pronunciarse el sexto domingo en Los literatos lo acredita. Así ocurre en La señorita malcriada, donde las relaciones entre don Eugenio y doña Clara se presentan como la posibilidad y necesidad social y humana de ampliar el mundo de comunicación y conversabilidad entre ambos sexos. No sólo la dama acepta, por intercesión de don Eugenio, restablecer los vínculos con su hermano, sino que lo estima y valora humanamente, tanto como a verdadero amigo! de su hermano cuanto como ser individual autónomo: «Yo estimo a usted por su juicio, / por su honradez consumada» (vv. 1207-1208)32.

Y si la amistad es, como forma de sociabilidad, un elemento esencial en la visión del mundo y de las relaciones humanas entre los ilustrados, otras formas nuevas de mantener y fomentar esas relaciones proliferan en la centuria ilustrada. Antes veíamos que las tertulias, que a fines del siglo XVII fueron los núcleos no institucionales en que se desarrolló la nueva cultura de la modernidad, esas agrupaciones de amigos que comparten ideas e intereses -o discrepan en discusión franca y amistosa-, prosiguen a lo largo de la centuria dieciochesca. Es más, lo que antes solía llevarse a cabo en las casas de algunos de los tertulianos, ahora se extiende y amplía: habrá tertulias en cafés, botillerías, librerías -recuérdese el sainete irartiano titulado La librería-, boticas y, cómo no, mansiones particulares. Sin embargo, a lo largo del siglo la idea misma de tertulia albergará una nueva significación que será objeto de las críticas ilustradas. En efecto, ya no se trata de reunirse para conversar sobre temas de interés cultural mientras se toma un refresco, un chocolate o unas frutas confitadas, sino que cualquier reunión social tiende a recibir ese nombre y, por tanto, habrá que distinguirlas. Así, Iriarte alude en El señorito mimado al ámbito espacial en el que don Mariano se corrompe por el contacto con gentes de otra clase social y costumbres «insanas». La razón esencial que explica su «descarrío» es la mala educación (o falta de ella), lo que le abre las puertas a una vida «liebre» que le permite acceder a nuevos espacios: «las insignes / aulas de Cupido y Baco, / cafés, mesas de trucos, / nobles garitos, fandangos / de candil, y otras tertulias / perfumadas de cigarro» (vv. 323-328). El sentido peyorativo de la palabra tertulia aquí habla por sí mismo. Y todavía más cáustico había sido Ramón de la Cruz en Las tertulias de Madrid (1770), donde se ponen al descubierto las motivaciones sórdidas por las que acuden los personajes a una tertulia madrileña. La voz tertulia, por tanto, va incorporando progresivamente significaciones que contradicen su positiva importancia para los ilustrados.

Por otra parte, las tertulias para conversar y compartir siguen existiendo tanto en la vida privada como en la literaria, y basta ver las alusiones de don Pedro en La comedia nueva o del propio Iriarte en otros lugares, Los literatos entre ellos. Perfectamente representativo de los nuevos espacios de relación social -y de la pervivencia de los antiguos- es la descripción que hace de sus costumbres don Gonzalo en La señorita malcriada. En efecto, aparte de asistir a comedias, predicadores, óperas, gigantes, volatines o sombras chinas, el rico ocioso tiene silla en el Prado -lugar de paseos, encuentros y charlas-, «esquina arrendada» (v. 228) en la Puerta del Sol, donde circulan todos los chismorreos de la capital; frecuenta tertulias, fiestas de campo, academias, juegos de cartas, bailes y saraos, además de recurrir cuando lo precisa a las prostitutas madrileñas. El carácter del personaje no permite suponer todas esas actividades como algo positivo para la voz autorial -aunque son los mismos entretenimientos de ilustrados como Cadalso, Iriarte o Moratín-, pero éstas revelan la ampliación que los ámbitos públicos de relación han sufrido desde el siglo anterior. Frente a la imagen que perciben y tal vez inventan los viajeros extranjeros que visitan España durante el siglo XVII, y que representa a los españoles como seres reacios a abrir sus puertas al extraño, nacional o extranjero, reuniéndose escasamente en sus propias casas y recurriendo al espacio público por antonomasia, la calle o la plaza, para encontrarse y conversar o para escuchar los chismes que circulan por la ciudad, desde fines del XVII y a lo largo de todo el XVIII, en un proceso que no hará más que ampliarse durante los siglos siguientes, los salones de los hogares se abren a las visitas -se recibe- y se multiplican los lugares públicos cerrados en que la gente se junta para conversar y llenar juntos su tiempo de ocio. Cadalso nos da un precioso ejemplo del cambio en la sociabilidad al explicar «el torbellino de visitas diarias» (de un modo parecido a como lo había hecho Montesquieu33) y la facilidad con que se recibía en las casas, incluso a un musulmán como Gazel34. La sociabilidad aparece en los ilustrados como una cualidad positiva, una virtud moral que el individuo debe cultivar35.

La perduración de las reuniones académicas de poesía y literatura, con su amplia gama de actividades, así como la posición que adoptan ante ellas, la atestiguan Iriarte y Cadalso en su correspondencia, lo que, además, acredita que arribos tuvieron experiencias del mismo orden a lo largo de su vida, pues las tertulias que frecuentaron -y la de la Fonda de San Sebastián es ejemplar en eso- no desdeñaban la lectura y discusión de los poemas presentados por sus contertulios, lo mismo que otro tipo de debates y diversiones. De modo muy representativo, Cadalso le escribe a Iriarte desde Salamanca en 1774 parodiando las actas de una academia celebrada en plena Semana Santa. Así, el viernes santo un académico propuso averiguar «qué conexión físico-anatómica-armónica tiene la voz humana con los testículos, o sea, partes pudendas»36, el sábado hubo banquete y gritos de ¡evohé!, es decir, signo de borrachera; el domingo, perorata sobre la confesión con obvias alusiones sexuales; el lunes, salida a la ópera, con nuevas sugerencias eróticas, ya que un miembro de la academia «notó cierta sensación a la primera cabriola abierta que hizo una bailarina famosa por las piernas y muslos que naturaleza le ha dado»; el martes, se escucha un sermón famoso en el que tras el exordio «roncaban pasmosamente todos y cada uno»37; por último, se presenta una anacreóntica de autor desconocido. Para concluir la carta, y en el tono iconoclasta que le caracteriza, Cadalso anuncia que va a coleccionar sus cartas familiares y le pide a Iriarte las que conserve, «si no se ha limpiado el culo con ellas»38.

La tertulia «seria» que reúne en su casa el protagonista de Los literatos -don Bonifacio contrapone los tertulianos a los demás, es decir, a quienes aprovechan el Carnaval para divertirse- presenta, por tanto, los mismos rasgos que otras muy anteriores. En primer lugar, no sólo asisten «algunos sujetos verdaderamente instruidos y juiciosos» (pág. 100), sino que también la frecuentan «ciertos aprendices de literatura y maestros de pedantería» (pág. 100); de ahí que a propuesta del anfitrión sean «los inteligentes» (pág. 108) quienes aprueben el plan. Es, por tanto, una congregación heterogénea y abierta -como las que a fines del XVII reunían a novatores junto a tradicionalistas, o como la Academia del Buen Gusto, en que se juntaban neoclásicos y eclécticos-, en la que sin duda opiniones divergentes se enfrentan y, junto a actitudes claramente ilustradas, aparecen otras de muy distinto signo. El narrador no deja de señalar que allí se encuentra «algún afectado escolástico» (pág. 102), lo mismo que hay gente moza junto a personas graves, individualizando a un estudiante asiduo y señalando que una señora «con honores de erudita asistía a la tertulia» (pág. 158). Por otra parte, la tertulia parece ser cosmopolita. Así, a la proposición del dueño responden «mezclados los vivas españoles con los Víctores latinos y los bravos italianos» (pág. 102). La presencia, pues, de españoles e italianos es probable (en la tertulia de la Fonda de San Sebastián participaban italianos como Pizzi, Signorelli, Conti, Bernascone); el origen de quienes exclaman en latín puede resultar más dudoso, aludiendo al escolástico antes mencionado. Mas el cosmopolitismo de la tertulia no termina ahí, ya que la propuesta del dueño consiste en que los «predicadores» laicos se disfracen -como en el teatro- con «los trajes de seis varones eruditos de seis distintas naciones» (pág. 103), donde se mezclan autores antiguos -griegos y latinos-, renacentistas, del propio siglo, italianos, ingleses y españoles. Cosmopolitismo y patriotismo -binomio caracterizador de ilustrados y neoclásicos- quedan perfectamente representados en la simple selección de figuras de autoridad para dictar os sermones. A pesar del fracaso del proyecto iniciado, el espíritu sociable y amistoso de la tertulia no se destruye. Don Bonifacio cierra el texto afirmando: «Mi casa, mi mesa, mis libros y mis papeles son siempre de mis amigos. Aunque se nos ha frustrado el proyecto de los sermones, la tertulia subsiste. En ella procuraremos todos instruirnos y trabajar» (pág. 195), reafirmando el carácter útil y serio de la misma.

Ahora bien, un problema que plantea el plan que propone don Bonifacio en Los literatos se refiere al público al que se destinan los sermones. ¿Están concebidos efectivamente para los miembros de la tertulia? Si ésa fuera la intención, no haría más que confirmar que «los inteligentes», es decir, los verdaderos ilustrados que a ella asisten, se proponen convencer a los demás tertulianos de los componentes esenciales del discurso ideológico que en los sermones tratan de articular; mas si el sermón sobre la murmuración se destina a los contertulios, ¿quiere decir que es desde dentro de la propia tertulia desde donde se sabotea el proyecto que ella misma pone en marcha? ¿O tiene como destinatario a un público que está más allá de las paredes en que se junta la tertulia? Todavía más reveladoras son las notas que don Silverio tiene para su sermón sobre el teatro, pues inscribe claros signos que apuntan en otra dirección: «Me explicaré con ejemplos de bulto, hablando solamente con los nada instruidos, pues cualquier sujeto de mediana lectura se agraviaría (y con razón) de que intentase yo imponerle ahora en reglas tan sabidas e indubitables» (págs. 170-171; la cursiva es nuestra). ¿Es imaginable que en la tertulia participen sujetos «nada instruidos»?

En otras palabras, los sermones laicos que se originan en esa reunión abierta y heterogénea parecen dirigirse a un público que no está; en la tertulia, sino en la calle -y que no hay que confundir con el bajo pueblo, sino con la idea de vulgo tal y como la conciben Cervantes, Gutiérrez de los Ríos o Feijoo-. Por eso el narrador clarifica que el primer sermón atrajo, aparte de a todos los contertulios, a un «gran número de oyentes» (pág. 109), de modo que «apenas cabía[n] en el espacioso salón» (pág. 109), y más tarde la voz se esparce por todo Madrid, lo que amplía aún más el auditorio. Pero es don Bonifacio quien escribe los boletines de invitación, y eso quiere decir que se trata de personas que de uno u otro modo son conocidas -directa o indirectamente- del anfitrión. De esa manera, el que podría ser verdadero destinatario de los sermones aparece incluido en el ámbito privado de la tertulia. La relación entre voz autorial, personajes y público destinatario es, sin embargo, todavía más ambigua. En el caso de don Severo, que habla de la murmuración, concluye su sermón interrogando: «Pero ¿a quién acudo a exponer hoy mis anhelos y mis ideas? ¿A vosotros que, aunque sin duda las aprobáis, no sois los que las habéis de promover?» (pág. 126). El destinatario de sus propuestas, por tanto, no parece ser ni la tertulia ni el público de la calle, sino las instancias efectivas del poder público. Cuando menos, por tanto, se vislumbra un cuádruple destinatario que refleja la dimensión sociable y social del proyecto: los miembros de la tertulia completa, el público que asiste atraído por la ¡novedad, los gobernantes y, obviamente, el lector.




ArribaAbajo4. Murmuración y envidia, ¿la identidad nacional?

Ya hemos señalado cómo Los literatos textualizan el fracaso de la sociedad civil en los planes de reforma cultural. Ello sucede después de que uno de los contertulios haya dado su sermón sobre la murmuración y la tertulia nocturna haya discutido acerca de los rumores que circulan por la ciudad respecto a lo que se hace en casa de don Bonifacio. Lo que se constata en el texto es precisamente el poder abrumador que la murmuración y la envidia detentan en la sociedad española desde la óptica de Iriarte. En efecto, murmuración y envidia llevan al fracaso la empresa que pretenden acometer los contertulios. Ahora bien, ¿por qué les atribuye Iriarte tanto poder? Y, más importante todavía, ¿es que murmuración y envidia son para él los rasgos caracterizadores de la identidad nacional? Pero ¿a qué identidad se refiere?

La murmuración, obviamente, no es algo nuevo del siglo XVIII. Por el contrario, y sólo por limitarnos en el tiempo, uno de los elementos que aparecen reiteradamente en el teatro clásico barroco, y que se integra en la organización del enredo dramático, es la difusión de opiniones o comentarios -no contrastados- que unos personajes emiten sobre otros. Lo que se ve, se lee y/o se oye es origen de interpretaciones y, en último término, opiniones que se autorizan por su sola transmisión. De ahí la prudencia con que debe hablarse, porque «las paredes oyen», como Alarcón titula una de sus comedias. Maravall, en sus estudios dedicados al Barroco, llama la atención sobre la importancia que va adquiriendo «el tema de la opinión»39 a lo largo de la época. Saavedra Fajardo llegaría a afirmar que la opinión era la única base en la que sustentar el poder, idea que reitera Lancina al escribir que «la opinión mueve el mundo»40. Mas una cosa es la percepción que desde el poder se tiene de la opinión y de cómo modificarla -sobre todo, desde la perspectiva de una monarquía absoluta- y otra muy diferente el modo concreto en que esa opinión llega a articularse. En efecto, desde las Cartas de Almansa y Mendoza -apología de la corona y del conde-duque de Olivares- hasta Barrionuevo y sus Avisos -que para Maravall constituyen un periodismo «de oposición»41-, va cobrando forma una opinión individual que, mediante su difusión escrita, tiende a reflejar -e influir en- la de sus lectores y posibles oyentes. La multiplicación de murmuración y crítica en el XVII, aun aceptando que se incrementa con relación a épocas anteriores, no significa, pese a lo que mantiene Maravall, que se esté configurando un movimiento «revolucionario» de oposición a la monarquía.

Considerar el nuevo papel de las opiniones como «una corriente peligrosa» que «podía inspirar un amenazador movimiento de protesta»42 es una extrapolación que al autor le sirve para justificar su muy discutible premisa mayor: la cultura del Barroco como un conjunto de mecanismos ideológicos de propaganda para el control e integración de las masas. Es cierto que se va configurando un mercado para la noticia, pero no se pueden asimilar los escritos individuales que se dedican central o colateralmente al comentario de la actualidad con las publicaciones periódicas, verdaderos órganos de articulación de la opinión pública que se empiezan a publicar en Europa a lo largo del siglo XVII. Y los primeros intentos de poner en el mercado una prensa periódica que informe -y «deforme»- los aborda en España Francisco Fabro Bremundan, cliente político de don Juan José de Austria, iniciando un proceso que se intensificará en las décadas siguientes y, sobre todo, a lo largo del XVIII. Las habladurías y murmuraciones pueden acabar desempeñando un papel fundamental en la configuración de la opinión pública, pero sólo alcanzan cierta incidencia en la vida colectiva cuando se concentran en aspectos de la gestión gubernamental.

El mismo Maravall cita a Lope y a Alarcón para subrayar la importancia que la opinión tiene en la época, aunque confundiendo lo que llamaríamos la opinión pública -que comienza a articularse- con la fama personal, que no es sino otra formulación del honor o la reputación. A este nivel privado, las habladurías tienen una función esencial en la sociedad barroca, en particular por el modo e intensidad con que afecta la idea misma del honor. Por otra parte, la murmuración, que Maravall vincula a la sociedad masiva, es decir, a un desarrollo urbano en el que prolifera la sensación de anonimato, se multiplican las relaciones contractuales y progresa la despersonalización de las relaciones humanas, tiene eficacia en cuanto el marco en que tiene lugar no es precisamente una sociedad de masas. La centuria ilustrada modifica sustancialmente, como veremos, el enfoque con que se contempla el honor. En algunas ocasiones, incluso, en el teatro barroco se logra modificar radicalmente la posición de poder que ocupa un personaje mediante la murmuración. Basten un par de ejemplos. En El duque de Viseo, de Lope, don Egas manipula consciente e intencionadamente las habladurías para que el rey don Juan decida la muerte de los duques de Guimaraes y de Viseo. Aparte de reflexionar sobre los riesgos, límites y peligrosos deslizamientos del poder monárquico, la murmuración funciona teatralmente como un factor que puede determinar la fortuna del personaje, es decir, su destino. Algo parecido, pero con otro desenlace, plantea Calderón en Saber del mal y del bien, donde la posición del conde y valido del rey Alfonso VII va a trastornarse dramáticamente por culpa de los rumores que sobre él hacen circular en el ambiente palaciego Íñigo y Ordoño. Lo mismo que provoca la caída del valido favorece el ascenso del noble caballero portugués Álvaro de Viseo, y será la integridad de éste lo que permitirá la restauración de la posición del conde. Con dos tratamientos diferentes, la influencia de los rumores se pone de relieve en la dramaturgia barroca. Sin otorgarle a las habladurías la misma capacidad de influir en las instancias del poder monárquico, durante el siglo XVIII las murmuraciones siguen teniendo una función privada con trascendencia colectiva que el teatro recoge y analiza frecuentemente.

Andar en lenguas de la gente es una circunstancia que no afecta el honor a la manera en que éste funciona en el Barroco, pero que sí tiene un sentido obviamente peyorativo que los ilustrados incorporan a su visión de la sociedad y de las vías de su reforma. Ser objeto de chismes es un signo que desborda los límites de lo privado para dar dimensión pública a algún aspecto de la personalidad o conducta que se percibe desde la óptica del autor como rasgo que caracteriza un comportamiento rechazable, y que debe ser «tratado», sea por medio de la corrección reeducadora o del alejamiento definitivo de la colectividad. La murmuración, los chismes y chismorreos, las habladurías sobre uno son, en sí y por sí mismas, un elemento que refleja la impropiedad de una conducta, y, por tanto, la identificación de una personalidad «descentrada», marginal y, en último término, merecedora de la expulsión social. Así, por ejemplo, frente al orgullo de Jerónima en Lapetimetra, de Nicolás Fernández de Moratín, por el calificativo con que todo Madrid la conoce, María, igual que su tío don Rodrigo, lo tiene por un baldón:


¿No te corres, prima mía,
de que te traigan en lenguas,
llamándote todo el mundo
a una voz la petimetra?
Y es lo peor que tú juzgas
que es honra para ti inmensa
lo que tuvieran por nada
las locas maravilleras43.



Si Jerónima vive por y para el espacio público, para el exterior, por lo que la moda y todos sus acarreos son para ella lo esencial de su vida, María, por el contrario, está orgullosa de encargarse de las labores caseras y tiene perfectamente integrados los valores que deben caracterizar a la mujer de bien: «Que la que ha de ser mujer / de todo debe saber, / del estrado y del fogón»44. Estrado y fogón son espacios exclusivamente caseros -«femeninos»-, dentro del ámbito privado. De ese modo se contrapone binariamente una conducta volcada al exterior y que anda en lenguas de la gente con otra que acepta las constricciones sociales y se ajusta al modelo ilustrado de mujer.

En su indagación sobre las acciones y amistades de Mariano, en El señorito mimado, don Cristóbal entra en contacto con el mundo (marginal) que frecuenta y que es parcialmente culpable de su degradación. Pero lo más grave no es la conducta en sí, sino que su fama ha traspasado los límites de lo privado para alcanzar notoriedad pública: todo Madrid piensa que es un calavera, otra voz con la que se aludirá a las conductas socialmente reprobables y a la que Mor de Fuentes dará forma en El calavera (1800), donde, como delincuente irrecuperable, el personaje que encarna el título huye y -se supone- será detenido y encarcelado en Barcelona. Larra volverá a esa figura en dos artículos de 1835, en los que se analizan con corrosiva y profunda ironía los diversos tipos del mismo. Si el Mariano irartiano es un ejemplo del modelo negativo de conducta masculina, Leandro Fernández de Moratín recoge algunos de sus rasgos para construir el personaje de don Claudio en La mojigata, a quien su propio criado se refiere como «un loco». Las reservas que siente don Luis para concluir el matrimonio de su hija tienen que ver, en último término, con la conducta de Claudio. Este es un mala cabeza, trasnochador y jugador. Pero toda su personalidad «descentrada» se resume en el hecho de que tiene fama de calavera en Toledo. Esa idea que transmite la voz pública se concreta en un comportamiento ajeno a las formas corteses que los ilustrados preconizan en su teatro. La murmuración que lo ha convertido en un calavera se ve complementada por la ausencia de maneras sociales que lo acaban retratando como un ser antisocial, por lo que su destierro final y la necesaria reeducación resultan el corolario lógico de haber andado en lenguas de la gente.

Directamente enfrentada a la murmuración, y tal vez como una de las dimensiones más utópicas de la cosmovisión ilustrada, se encuentra la creencia, según Cadalso, en la posibilidad de tener «la lengua unísona con el corazón»45, es decir, de que la palabra sea instrumento que refleje los verdaderos sentimientos del individuo. La imagen no es más que eso, porque en realidad la convicción ilustrada en la veracidad humana va más allá de los afectos personales para abarcar todas las manifestaciones de la actividad del individuo, expresión de una nueva ética que exige, por encima de todo, la confianza en el prójimo. En último término, es la noción de hermandad universal la que está en el tablero. Claro que esa noción es mucho más selectiva de lo que parece dar a entender. La hermandad es «universal» entre los miembros de aquellos círculos intelectuales y sociales que pueden disfrutar del comercio de almas que permite mostrar y fomentar dicha hermandad; en otras palabras, es una hermosa cobertura para una visión elitista y burguesa del individuo y su relación con el mundo. La veracidad como norma ética que guía la conducta del personaje ilustrado está en el centro de la de don Cristóbal en El señorito mimado. Por eso, ante las acusaciones de su cuñada de que está hablando en contra de su Mariano, la respuesta es toda una declaración de principios: «Yo siempre hablo / en favor de la verdad» (vv. 620-621). La integridad moral que tal actitud refleja se pone de relieve en particular porque ser veraz en esas circunstancias implica perder la excelente ocasión de un matrimonio ventajoso.

En Los literatos la murmuración -que es la negación frontal de la veracidad ilustrada- es conceptualizada como una pasión que depende del amor propio, pero que, a diferencia de la que como «desahogo de mal intencionados corazones» (pág. 111) se ceba en la fama de los individuos -y a la que antes nos referíamos-, aquí «se opone a todo lo útil, a todo lo nuevo» (pág. 110). Frente a la dimensión individual de la murmuración privada, esta nueva versión «perjudica directamente al bien de una nación entera» (pág. 111), ya que el murmurador -ocioso que pretende opinión de inteligente mediante la censura superficial de los esfuerzos ajenos- difunde sus habladurías en los nuevos espacios de sociabilidad y en toda concurrencia pública. Don Severo inserta excursivamente una defensa lúcida de la crítica -que no debe confundirse con la sátira- como parte de una sociedad autoexigente y que fomenta el progreso en todos los campos, aunque estableciendo diferentes modos de ejercerla según la utilidad del objeto. Es el tema que hubiera abordado don Justo en su sermón, censurando a aquellos que se dejan llevar por una admiración excesiva sea hacia los antiguos o hacia los modernos -retomando la famosa querelle des anciens et modernes que en Francia tuvo lugar a fines del XVII-, sea hacia lo francés o en su contra, negándose a reconocer lo que han progresado. Propone, por tanto, un programa de traducción de las obras excelentes que han producido y, tras poner de relieve la ligereza con que algunos franceses censuran a las demás naciones sin el apropiado conocimiento, su propuesta se resume en que «alabemos las cosas útiles que hay en los países extranjeros y sintamos que el nuestro no las tenga iguales o mejores» (pág. 163). Puesto que el criterio esencial es el progreso nacional, cualquier patrioterismo xenófobo, lo mismo que toda «extranjerización» acrítica, está fuera de Iriarte.

Del «vulgo de los críticos» (pág. 114), es decir, de los murmuradores que, por su «ansia de aplausos» (pág. 121), censuran sin fundamento, afirma don Severo que hay que separar a los sujetos instruidos que con su crítica «procuran el bien de la nación y piensan sólida y útilmente» (pág. 115). La murmuración, concepto absolutamente separado de la «verdadera» crítica, emana directamente de la envidia, «enemiga del talento, aliada de la malignidad, que se opone en nuestros días a la perfección de las artes inventadas y al descubrimiento de las desconocidas» (pág. 113), asociándose a la idiotez y la ignorancia; de ahí que sugiera la composición de una Historia de la ignorancia en que se recojan todas las posturas que redundan «en desdoro de toda esta gran nación» (pág. 114), con lo que invierte anticipadamente los términos de las apologías a favor del mérito de España que brotarán más tarde como reacción al artículo «Espagne» de Masson de Morvilliers. La defensa de las novedades que -como la adolescencia- dejan de serlo con el tiempo, se ejemplifica con la limpieza urbana el correo marítimo o la expulsión de los jesuitas, es decir, con medidas políticas recientes que son, por encima de todo, útiles y beneficiosas para la nación que los ilustrados aspiran a construir, a la vez que adelanta la necesidad de la reforma teatral y propone una política cultural que facilite la publicación de las obras que la crítica sólida muestre merecer, poniendo de manifiesto el papel que como «mercancía» tienen los libros al equiparar su abastecimiento a las bibliotecas con el de víveres al mercado. Los murmuradores a los que se ataca sin piedad en el texto irartiano son «enemigos juramentados de toda idea de adelantamiento» (pág. 119), o sea, adversarios abiertos del progreso -concepto que, al margen de su posible cuantificación estadística, responde a unos intereses de clase que los ilustrados asumen y formulan-. Contra esa actitud, don Severo hace un elogio de la emulación, pues «el respeto que profesamos a los que han dado pruebas de saber más que nosotros debe ser el incentivo de nuestro amor a la ciencia y el más firme apoyo de nuestra buena opinión en la república literaria» (pág. 120). La apertura a las aportaciones de los demás -sin constricciones de tiempo, patria o religión- es la base de una emulación productiva y, por tanto, una de las vías por las que la nación debe progresar.

La murmuración, en consecuencia, no se manifiesta tanto como algo que describe una conducta errada, sino como la expresión de una postura ideológica que, manipulando la desinformación, o la deformación de la información, se plantea un objetivo claramente político-cultural, cual es desbaratar los proyectos reformistas y laicos que se proponen en la tertulia. La dimensión privada de la habladuría se junta aquí -pese a no recurrir a la prensa periódica- con su dimensión pública, y tal vez precisamente porque no se trata todavía del anonimato de una sociedad masiva. En efecto, los rumores afectan a los contertulios a nivel individual, ya que el proyecto «nos ha hecho ridículos para siempre en el pueblo» (pág. 153), asegura don Justo, y don Bonifacio justifica la renuncia a proseguir «porque yo también tengo mi crédito que perder» (pág. 156). Álvarez Barrientos ha escrito que la murmuración -causa del fracaso en Los literatos- es «lo exterior a esa clase de tertulia, lo superficial, el público buscado por los eruditos ligeros -más al día de los gustos- y los periodistas»46, contraponiendo la vocación esencialmente pública y abierta de los violetos a la privada y aislada de las tertulias serias. Esa visión parece dejar de lado que entre los contertulios se encuentra, sí, gente muy seria y formal, pero también, como se ha visto, otro tipo de público. La murmuración destructora no se atribuye sin ambigüedad en el texto. Al concluir don Severo su sermón, el estudiante repentista improvisa: «pero son / tus declamaciones vanas; / pues ya alguno tendrá ganas / de hallar, sin salir de aquí, / con quien murmurar de ti, / de tu sermón y tus canas» (pág. 128), a lo que el narrador añade: «no faltó quien reparase que hubo en la sala hasta cuatro personas que mudaron de color y se sonrieron de malísima gana» (págs. 128 y 129).

Ahora bien, ¿son miembros de la tertulia «completa» o parte del público que ha acudido por primera vez y, por tanto, ajenos al ámbito tertuliano? En el texto no hay ninguna indicación clara en ningún sentido. Más adelante el narrador asegura que «no se ignoraba que las gentes desocupadas del pueblo procuraban ridiculizarla lo mejor que sabían» (pág. 129), mas ¿permite eso afirmar que son sólo esos ociosos quienes encarnan en el texto la murmuración que acaba con el proyecto? El que se diga que se agregaron «a los censuradores de la otra vez unos cuantos más» (pág. 130) no clarifica de quiénes se trata. Conforme avanza la narración aparecen una dama superficial que sólo sabe elogiar el atuendo de don Patricio y un grupo de señoras y caballeros que aplauden su sermón «por dar a conocer que lo habían entendido» (pág. 151), sin que se especifique si eran contertulios o no. Pero lo más importante es que los murmuradores representan en el texto una ética radicalmente opuesta a la que sustenta el anfitrión y su círculo más cercano. Las acusaciones que se vierten contra «los nuevos predicadores» (pág. 168) y los ámbitos sociales que las emiten son muy variados. Así, «en cierto paraje» (pág. 153) don Justo recoge la opinión de que la mansión de don Bonifacio «se ha vuelto casa de locos» (pág. 153), se critican los atuendos, el sermón de Teofrasto se reduce a «kaka» (pág. 153) y, en último término, como diversión novedosa «ni se baila, ni se come, ni se puede meter ruido» (pág. 153). Unos ociosos que pasean por el claustro de un convento critican «que una cosa tan sagrada como los sermones se ridiculizase y profanase en casas particulares» (pág. 154), añadiendo otros lo inconveniente de que «para un entretenimiento mundano se hayan escogido los días de la cuaresma» (página 154), representando así diferentes medios sociales y culturales. En la medida en que la murmuración se erige como obstáculo para la difusión de las novedades necesarias para la modernización -de las letras, pero también de la nación en su conjunto-, es obvio que se establece una asociación consciente entre ambos elementos. No es casual, sino de una sutileza extremada, que don Severo aluda a los murmuradores que desprestigian toda novedad útil difundiendo su crítica banal «en las bibliotecas, en los teatros, en los mismos templos» (pág. 111). Con esas alusiones, es evidente que no se refiere a los eruditos a la violeta, sino a unos sectores sociales mucho más peligrosos por su tradicionalismo ciego y acrítico. Es mas, en la defensa de las novedades introducidas por el gobierno de Carlos III, y en particular al hablar de la expulsión de los jesuitas, don Severo expresa su apoyo a tales medidas: «Esto digo yo y esto dicen los verdaderos patriotas» (pág. 117), en tanto sus adversarios, «preocupados de opiniones en que sola la antigüedad suple por la solidez» (pág. 117), se oponen llamando «irreligión al celo, injusticia al buen orden, persecución a la reforma» (pág. 118).

Por esa razón puede abordársela pregunta que formulábamos al principio: ¿a qué visión de la identidad nacional responde el papel que se otorga a la murmuración y la envidia? Juan Pablo Fusi ha afirmado que «el reformismo ilustrado articuló la nación española»47, aunque no analiza ni las características de la identidad nacional que configura él discurso ilustrado ni el proceso de confrontación con otras versiones culturales de la misma identidad. Si para la cosmovisión ilustrada la apertura a las novedades acompaña a una epistemología experimental, racionalista y sensista, y en su percepción del individuo éste debe reunir sensibilidad y razón crítica, sociabilidad, cosmopolitismo y patriotismo, conversabilidad, amistad y veracidad, puede deducirse que, a esa manera de entender cómo es el español -o, más bien, debe ser-, se contrapone la que vendrían a encarnar «los murmuradores». La murmuración se manifiesta en su abierta oposición a las novedades y la emulación cosmopolita y abierta; pero tras aquélla se barruntan el escolasticismo y el galenismo -con su cerrazón ante la experimentación y la razón-, la ortodoxia católica sin fisuras, el Santo Oficio, la defensa del teatro barroco -que más tarde se formularía como el esencial «romanticismo» del español- y la poesía gongorina. Y la prueba más palpable de ese enfrentamiento la recoge el mismo texto al comentar uno de los circunstantes que uno de los rumores que circulan es que en casa de don Bonifacio se intenta «desacreditar a toda la nación» (pág. 155) y que el anfitrión «era un mal patriota» (pág. 156), acusación que para don Justo se convierte en «el epíteto de mal español» (pág. 162). El problema, pues, no se sitúa en si se contraponen viejos a jóvenes, aunque ya hemos visto que en Los literatos los jóvenes son miembros de la tertulia y los encargados de los sermones, sino que la contraposición enfrenta a los ilustrados, que conciben el ser nacional de una manera abierta y progresista -concepto determinado por el momento histórico y los intereses de clase que representan-, con los tradicionalistas, que se oponen por todos los medios a su alcance a la reforma que requiere, según los ilustrados, la nación para avanzar y profundizar en su modernización, es decir, en un proceso de «re-construcción» de la identidad nacional. Subliminalmente, el choque contrapone una concepción esencialista de dicha identidad -somos lo que somos y siempre lo seremos- a una visión que admite, de hecho, que la identidad es una construcción cultural y, por tanto, algo que se puede modificar mediante la utilización de todos los mecanismos de influencia que la sociedad -civil y política- tiene a su disposición.




ArribaAbajo5. La educación: esperanza de futuro

El último sermón que se pronuncia en la tertulia abierta al público es el que tiene que ver con la educación. Desde luego, no es casual que este sermón se pronuncie después del que trata de la murmuración, ni que sea el último. Ambos factores hacen plausible suponer que para Iriarte, como para tantos ilustrados -erasmistas antes, krausistas después-, la educación es el único instrumento por el que se puede intentar modificar la situación cultural del país, es decir, modernizarlo, noción que no es neutra, sino que está marcada por una dinámica histórica precisa; en ese momento, en el sentido de ajustar el sistema educativo a las exigencias de una burguesía que plantea necesidades y aspiraciones crecientes. Pero no es sólo eso. Porque si tenemos en consideración que la murmuración y la envidia son los factores identitarios que explican el fracaso de la sociedad civil en sus empeños de reforma, la educación deberá incidir en la modificación de esos factores. No obstante, y a pesar de ciertas afirmaciones explícitas, el caso ejemplar que ha elegido Iriarte para ilustrar la importancia de la educación lleva paradójicamente a su implicación, como se ha visto, en uno de los enfrentamientos más sonados del siglo, el que opuso a Juan de Iriarte, su tío, con Gregorio Mayans a propósito de las gramáticas latinas que ambos escribieron.

La reforma educativa que proponen los ilustrados abarca una amplia gama de significaciones. En primer término, se trata de un amplio programa de educación general de la población -particularmente, del público que puede leer, aunque la lectura en voz alta sigue funcionando en determinados círculos- y que se resume en la palabra desengañar. El proceso educador que acometen los novatores e ilustrados parte de un concepto de engaño radicalmente opuesto al dominante durante el Barroco. En la famosa Carta filosófica, médico-química, Juan de Cabriada escribe: «Que es lastimosa y aun vergonzosa cosa que, como si fuéramos indios, hayamos de ser los últimos en recibir las noticias y luces públicas que ya están esparcidas por Europa. Y asimismo, que hombres a quienes tocaba saber esto se ofendan con la advertencia y se enconen con el desengaño»48. Aquí el concepto de desengaño está unido a las noticias y luces públicas, es decir, a la difusión de la ciencia y, por tanto, a la desaparición de supersticiones y errores vulgares. Si añadimos que la verdad científica es inseparable de una epistemología basada en los sentidos, la experiencia y la razón, queda claramente definido él nuevo sentido de la voz. Años después escribiría Feijoo: «Tan lejos voy de comunicar especies perniciosas al público, que mi designio en esta obra es desengañarle de muchas que, por estar admitidas como verdaderas, le son perjudiciales, y no sería razón, cuando puede ser universal el provecho, que no alcanzare a todos el desengaño»49, y el mismo Iriarte utiliza en Los literatos la expresión «desengaño moderno» (pág. 136).

Si el engaño y su corolario el desengaño caracterizan al Barroco, el error y la lucha intelectual por desterrarlo serán una de las características centrales del movimiento novator e ilustrado en su preocupación educadora. No se trata de considerar como engaño lo que nos indican los sentidos, sino que el error será aquello que niegan nuestros sentidos ayudados por la razón, pues ambos son y serán los jueces últimos para valorar la verdad o mentira de lo que percibimos. El error tiene, por tanto, una dimensión social o colectiva, ya que lo que se pretende es fomentar un espíritu crítico necesario, al fin y al cabo, para acometer las adaptaciones que debe efectuar el país. Y, para ello, la minoría asume la responsabilidad de liberar a los demás de ese engaño, educándolos en «la verdad». Todo el proceso engaño-desengaño (o error-ilustración) se desarrolla a nivel grupal, no individual, pues se tratará de acometer intencionada y colectivamente la empresa de eliminar el error en quienes están sometidos a él. Sánchez-Blanco ha sintetizado expresivamente: «El desengaño deja de ser vivencia clave, porque en lugar del engaño inicial (la confianza en la verdad dogmática o en los sentidos) parte ya de la desconfianza y de la ignorancia. El término de la actividad intelectual no es el famoso desengaño, sino la búsqueda de un consenso basado en la experiencia y en las matemáticas»50. El desengañar de novatores e ilustrados consiste en un proceso complejo que abarca el desarrollo científico, la crítica de toda forma anquilosada de pensamiento y la educación de las capas sociales que tienen la responsabilidad del progreso nacional.

Don Patricio, en Los literatos, plantea su sermón para acertar en «la elección de un sistema útil y permanente que les facilite [a los niños] la entrada a las retiradas estancias de la sabiduría» (pág. 131), pero sin proponer minuciosamente un método para la instrucción de la niñez. Los obstáculos que señala en la educación infantil abarcan la tendencia rutinaria de los padres, el recurso al castigo físico -en lugar de otros métodos más atractivos para estimular el aprendizaje- y el orden en que se establece el progreso en los estudios, del que están ausentes la retórica, la geografía o la historia. Esas carencias hacen que los niños acaben siendo incapaces de expresarse adecuadamente y ridículos en sus equivocaciones históricas o geográficas. Mas es de notar que Iriarte no está hablando de los niños «pobres», sino de la educación que reciben los poderosos, «pues aquellos que debieran ser norma para los inferiores no son siempre modelos perfectos para propuestos a la imitación pública» (pág. 144), aludiendo al desconocimiento histórico de «sujetos condecorados, sujetos de lucimiento y que debieran ser superiores a la plebe en la instrucción como lo son en la riqueza» (pág. 143); la falta de cultura de los aristócratas explica, además, su poco interés en proteger a los artistas y escritores. La fe en la capacidad reformadora de la educación se afirma con vehemencia: «los hombres podemos ser todo lo que la educación quiere que seamos» (pág. 145), e Iriarte añade dos elementos fundamentales en la percepción ilustrada de la educación: que los maestros «han de ser sujetos alentados de celo nacional» (pág. 145) y que a los autores de buenos libros destinados a la instrucción pública debe el estado «tanto como a los conquistadores que le han engrandecido o a los legisladores que le gobernaron» (pág. 146), retomando una metáfora que Bacon -y Feijoo- utilizó para comparar a los científicos con los descubridores y conquistadores del Nuevo Mundo.

En el discurso de don Patricio destaca el espacio que se concede no sólo al aprendizaje de la latinidad, sino al texto escrito por don Juan de Iriarte, al que ya nos hemos referido más arriba.

Al concretar Iriarte el problema de la educación en la Gramática latina, y a pesar ¡del énfasis que pone en la instrucción de los niños, está remitiendo a dos niveles educativos diferentes. Por un lado, a la enseñanza que se llamaría primaria y secundaria; por el otro, a la educación universitaria, ya que la aspiración de dicha Gramática es servir como texto a ambos niveles. En el primer sentido, no existía en España -como en la mayor parte de Europa ningún sistema general que permitiera la educación de la infancia. Así, al margen de los preceptores e instructores privados -que sólo las familias adineradas podían permitirse-, existían las escuelas vinculadas a la Iglesia y las órdenes religiosas. Algunas, como los colegios de los jesuitas, acogían a los hijos de la nobleza e hidalguía que no recurrían a maestros particulares. Mayans, que se inició en el Colegio Cordelles, de los jesuitas de Barcelona, da fe del bajo nivel y mala latinidad que en él se impartía. Los Seminarios de Nobles, regidos por la Compañía de Jesús y abiertos exclusivamente a los nobles, prestan, como bien señala Sarrailh, más atención a «la buena educación y los modales pulcros»51 que al contenido educativo, aunque en éste se incluyen -al parecer puntualmente- las matemáticas y la física experimental. Tras la expulsión de los jesuitas, y pese a las presiones de dominicos y agustinos -ansiosos por sustituir a los expulsados-, la Real Orden de 5 de octubre de 1767 pone el énfasis en que sólo «los maestros y preceptores seglares»52 pueden restaurar la enseñanza primaria y secundaria, idea que asume Iriarte, como hemos visto.

Además de la reforma de los Seminarios de Nobles, se fundan en Madrid y en 1770 los Reales Estudios de San Isidro, donde a las bellas letras y lenguas como el griego, el hebreo y el árabe, se añaden las matemáticas, la física experimental y el derecho natural y de gentes. Recuérdese que Iriarte escribiría, por orden de Floridablanca, unas Lecciones instructivas sobre la historia y geografía destinadas a la enseñanza primaria. Sin embargo, habrá que esperar hasta 1791 para que Meléndez Valdés exprese en público la radical exigencia de una enseñanza nacional uniforme, imprescindible para el fomento de la riqueza del país, anticipándosela la propuesta de Cabarrús, formulada en la segunda de sus Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública (1792), de una enseñanza general, laica, política y gratuita para toda la población, idea que comparte Jovellanos y que defiende hasta el final de su vida.

En cuanto a la situación de las universidades y su profesorado, también Mayans tiene una temprana experiencia, tanto en Valencia como en Salamanca, que le sirve de base para una denuncia corrosiva: textos desfasados, abandono de las ciencias modernas y de las matemáticas en especial -realidad que confirma Torres Villarroel en su Vida-, perpetuación de la escolástica y el galenismo, profesores incompetentes, enfrentamientos constantes entre las diferentes corrientes que representan las distintas órdenes religiosas, colegios mayores que funcionan como una red clasista que controla los niveles más elevados de la vida pública. Las constataciones del atraso de las universidades españolas proliferan -recuérdese la que hace Cadalso en Cartas marruecas, anticipada por estas palabras que le escribe a Iriarte desde Salamanca: «doctísima universidad donde no se enseña matemáticas, ni física, anatomía, historia natural, derecho de gentes, lenguas orientales, ni otras frioleras»53; mientras Iriarte comprobará en la biblioteca del colegio mayor de Alcalá que de 17.000 libros «apenas habrá 50 de los publicados en este siglo» (en Cotarelo, 1897, 468), la situación aún es peor en la de la universidad-. La educación es, pues, uno de los lemas centrales de los ilustrados. Pero no será sólo la reforma educativa, sino el problema general de la instrucción del país y, muy en especial, de la juventud, pues en ella reside la única esperanza real de recuperar el pasado esplendor y acomodarse a una situación radicalmente nueva.

En el hilo conductor que une el humanismo erasmista con la Ilustración -y que se prolongará en las propuestas teóricas y prácticas del krausismo y la Institución Libre de Enseñanza-, la labor pedagógica de Mayans abarca, junto al magisterio personal y epistolar que ejerce desde Oliva, la enseñanza universitaria directa, la publicación de textos esenciales para un nuevo enfoque en la educación y la participación en los planes de reforma de Carlos III. Antes de que por iniciativa de Roda y Aranda se redacten diversos planes de reforma universitaria a fines de la década de 1760, Luis de Verney, el Barbadiño, había publicado su Verdadero método de estudiar (1746, traducido en 1760), en el que, a los ataques contra la situación universitaria portuguesa -tan parecida a la española-, se añade un programa radical de reforma y un proyecto concreto de reconfiguración de sus estudios. La obra -que impacta al público- tiene muy variadas repercusiones entre todos los que consideran urgente y necesaria esa reforma.

Los gobernantes españoles aguardarán, sin embargo, a la expulsión de los jesuitas para plantearla públicamente. Anticipándose a las medidas gubernamentales, Olavide, aconsejado por Trigueros, dota de un nuevo plan de estudios a la Universidad de Sevilla que el Consejo Supremo aprueba en 1769. Al año siguiente se piden proposiciones a las diferentes universidades para acometer la reforma, que se irá poniendo en práctica, con restricciones, limitaciones y lentitud, en años sucesivos. Asimismo, se afronta la reforma de los colegios mayores -denunciados reiteradamente por Mayans-, de los que Pérez Bayer informa para que en 1771 se redacten decretos que sólo se publicarán definitivamente en 1777. Por otra parte, las Sociedades Económicas asumen su parte en la reforma efectiva de la enseñanza, desplazando a un segundo plano la cultura general y poniendo el acento en la instrucción especializada, es decir, en la formación profesional. La Sociedad Vascongada incluye, en 1775, secciones de comercio, química, mineralogía, metalurgia, arquitectura pública, agronomía y política, enfoque que se continúa con las actividades del Real Seminario Patriótico, inaugurado en 1776. El mismo acercamiento a la enseñanza superior sirve de base a Jovellanos para la creación de su Instituto de Gijón, aprobado en 1792 e inaugurado en 1794, con estudios de náutica y mineralogía, junto a matemáticas, dibujo, francés e inglés. Cabarrús, tal vez ante los obstáculos para poner en práctica la reforma, clama: «Ciérrense aquellas universidades, cloacas de la humanidad, y que sólo han exhalado sobre ella la corrupción y el error»54, proponiendo la desaparición de las universidades y su sustitución por centros especializados en diferentes campos del saber útil, con un número de plazas determinado por la demanda nacional, sin constricciones de riqueza o clase, y abiertos a la vida social que les rodea. Las necesidades de la burguesía en el dominio de la educación superior se articulan así con perfecta coherencia. No obstante, los limitados avances que tienen lugar en la universidad pública inducen al gobierno de Godoy a volver en 1806 a solicitar informes de las universidades para llevar a cabo una nueva reforma, que se plasma en una Real Ordenanza de 12 de julio de 1807, pero que la invasión francesa cierra provisionalmente. Igual que fracasa el proyecto renovador de la tertulia de don Bonifacio, la reforma de la universidad pública seguirá siendo un problema pendiente.




Arriba6. La problemática teatral

A pesar de que los sermones que deben pronunciarse terminan con el dedicado a la educación, el responsable de hablar sobre el teatro, don Silverio, deja leer su texto, si bien ya no delante del público que había acudido los dos primeros domingos. Es fácil suponer que los motivos que han llevado a Iriarte a incluir ese sermón -aunque bajo la forma de «Apuntamientos y observaciones sueltas para el sermón de Miguel de Cervantes sobre asuntos de teatro»- remiten a la situación de la dramaturgia española del momento así como a su personal implicación como traductor en los planes de reforma del teatro bajo el gobierno de Aranda. De ahí la doble importancia que en Los literatos se concede ala traducción; por un lado, como; componente de una labor de modernización cultural -humanística y científica-, abierta a los adelantamientos que otros países han llevado a cabo; por el otro, como una técnica que debe imponer sus propios criterios a la hora de ejecutarse y que formula en la idea de connaturalizarse con el autor que se traduce, es decir, identificarse con él -en sus ideas, sentimientos y opiniones- para verterlo en otra lengua «con igual concisión, energía y fluidez» (pág. 193).

Como se ha dicho más arriba, en 1770 publica Iriarte, bajo el seudónimo de Tirso Ymareta, claro anagrama de su propio nombre, la comedia Hacer que hacemos. En el Prólogo que antepone al texto de la obra expresa ya, aunque muy apretadamente, una concepción teórico-dramática que demuestra sus profundas convicciones neoclásicas, y más o menos de la misma época debe de ser la «Carta sobre Moratín y D. Ramón de la Cruz» que Cotarelo incluye en sus Apéndices [1897, 433-447], en la que sus ideas se plasman en un texto de crítica dramática. El Prólogo manifiesta diversos elementos característicos del discurso neoclásico. Por una parte, una valoración somera del teatro aureosecular; por otra, una visión corrosiva del teatro comercial hegemónico en su tiempo; por último, una percepción lúcida sobre su propia comedia y las características por las que se la debe juzgar -y, por extensión, del concepto neoclásico de comedia-, incluyendo la función del público como juez definitivo de la misma.

En el primer aspecto, Iriarte adopta la misma postura dual que la mayoría de los neoclásicos, es decir, que el teatro barroco enseña «la concurrencia de los primores con los defectos» (pág. 3), siendo aquélla una época marcada por la «prodigiosa fecundidad de ingenios [...] poco ceñidos a las reglas del arte cómico, aunque no ignorante de ellas» (pág. 3). Mucho se ha dicho sobre el presunto «menosprecio» de los neoclásicos hacia el teatro del Siglo de Oro, basándose en hechos como los ataques contra los autos sacramentales -cuya decadencia se inicia, de hecho, a fines del siglo anterior- o las comedias de santos. Pero, dejando de lado el sentido no sólo teatral sino también espiritual que tienen sus censuras a esas formas dramáticas, hay en dicha percepción del Neoclasicismo una visión sesgada y deformadora de lo que efectivamente argumentaron los neoclásicos y, sobre todo, una marginación consciente del lenguaje impuesto por la situación militante en que se hallan, y que el informe de Bernardo de Iriarte al conde de Aranda sobre el teatro barroco ejemplifica a la perfección. Entre otras razones, porque el verdadero enemigo al que quieren derrotar los neoclásicos son los poetastros contemporáneos, «la turba que provee nuestros teatros hoy día»55, en palabras de Urquijo, es decir, los Valladares, Zavala o Cornelia. Desde Luzán hasta Gómez Hermosilla o Enciso Castrillón, pasando por Montiano, Nicolás Fernández de Moratín, Sebastián y Latre, Arteaga o Leandro Fernández de Moratín, lo que se presenta es una lectura crítica pero siempre admirativa de los hallazgos y realizaciones de los autores barrocos. Es más, todo el teatro neoclásico no es sino una reapropiación del teatro anterior, trasladada a las nuevas condiciones ideológicas y sociológicas de la época y «contaminada» -en el sentido poético- con la práctica de otras dramaturgias europeas.

El teatro comercial dominante se recorta a los ojos de Iriarte como plagado de comedias irregulares, «destituidas de buen ejemplo moral y capaz de disculpar y, en cierto modo, autorizar públicamente la indecencia con documentos que la fomenten y la propaguen» (pág. 4); tal irregularidad se concreta en «la serie confusa y trama a veces inverosímil de lances puramente amorosos; el estilo sublime de los versos, propio de la poesía lírica y ajeno de la cómica, y las ocurrencias intempestivas de un gracioso, que es la única persona de carácter señalado que suele introducirse en la mayor parte de nuestras comedias» (págs. 4-5), donde resume la confusión de géneros y estilos, la inverosimilitud, la ausencia de imitación, la ruptura de la ilusión dramática y de las unidades. Lo que subyace al concepto de teatro que así se construye es la incapacidad para distinguir entre las formas teatrales (comedia o tragedia) y las narrativas (épica o novela). Es ese tipo de dramaturgia la que le hace explicarle a Enrique Ramos en su correspondencia las razones por las que no asiste al teatro:

Esta diversión me está rigurosamente prohibida por la religión de Horacio que profeso, y me sucede cabalmente aquello de aut dormitabo, aut ridebo, para lo cual no necesito ir a la luneta, con peligro de que se me accede la comida, pues uno y otro lo consigo sólo con oír referir algo de lo mucho bueno que se representa. Contado me divierte, y visto me indispone para muchos días, y esto no es bueno para la gota.


(en Cotarelo, 1897, 467)                


En la «Carta sobre Moratín» -lo mismo que repetirá en Los literatos- considera que Ramón de la Cruz, al igual que la mayor parte del teatro barroco y del teatro comercial de la época, no vacila en mostrar en el escenario «aquellas flaquezas que, o no deben sacarse al teatro, o si se sacan han de pintarse con colores honestos y castigarlos» [1897, 445] (maridos consentidores, mujeres descuidadas por afectos ilegítimos, hijas desobedientes y soberbias, amores no correspondientes a su clase, madres celestinescas, majos y majas desvergonzados y mal hablados), de modo que en sus sainetes -lo mismo que en las tonadillas- «queda, por lo común, el vicio aún más exaltado de lo que en la vida humana lo está realmente» [1897, 445]. Puesto que, como afirma don Severo en Los literatos, el teatro «no sólo contribuye al recreo y la enseñanza pública, sino que sirve principalmente para que por él se conozca el grado de cultura a que ha llegado una nación» (pág. 118), lo que se exige es «una severa y juiciosa enmienda» (pág. 118), es decir, una profunda reforma que muchos todavía rechazan pero que ya ha empezado a dar los primeros pasos. El objetivo es llegar a tener «el teatro más arreglado, el más decente, el más deleitable e instructivo» (pág. 118), y con un optimismo desbordante supone que el futuro sabrá reconocer «desde qué época ha de empezar a contar los progresos del arte de la representación» (pág. 118). Las diferencias de puntos de vista -recuérdense las numerosas y cíclicas polémicas sobre el teatro que se dan en el XVIII-, que, como en otros aspectos, reflejan modos enfrentados de concebir la identidad nacional, explican que don Silverio considere que no hay ningún sermón «tan delicado» como el suyo, ya que «los dictámenes y los partidos son muchos en punto de teatro, y, de cualquier modo que uno se expliqué, no puede menos de hacerse odioso sin poderlo remediar humanamente» (págs. 151-152).

En contraposición a ese modelo, es decir, al del teatro barroco tanto como al comercial dominante y a los sainetes populacheros, Triarte contempla en el Prólogo su propio drama (así lo califica él) como «ajustado, por lo menos, a las reglas y dirigido a reprehender, con la decencia característica de la escuela del teatro, un vicio determinado» (pág. 4), unas reglas o preceptos «no inventados por nadie, sino prescritos por la naturaleza, de quien el poeta debe copiar siempre» (pág. 5). En Los literatos retomará la argumentación a que todos los neoclásicos recurren -desde Luzán, Mayans y Sebastián y Latre- de que esos preceptos consisten en «imitar la naturaleza y los buenos modelos antiguos, y observar las reglas que los maestros de las artes nos dejaron escritas (no guiados de capricho particular suyo [...] sino de experiencia y observación que habían hecho de lo que gustaba o desagradaba)» (pág. 163); es decir, leyes que «están fundadas en la razón natural» (pág. 169) y que «no fueron inventadas, sino descubiertas; pues la naturaleza las da en sí, y ni Aristóteles, ni Horacio, ni Lope de Vega, ni Boileau, ni otro maestro alguno hiciera más que exponer con método lo mismo que aprobará cualquiera con entendimiento sano» (pág. 170). Nótese cómo, a pesar de las objeciones que los neoclásicos ponen al teatro barroco, Iriarte no vacila en considerar el Arte nuevo de Lope como una conceptualización de la experiencia de un teatro determinado, al mismo nivel que la de otros teorizadores más recurrentes en el siglo XVIII.

Aunque muy colateralmente, Iriarte apunta una idea que es crucial en la teoría teatral de los neoclásicos. Así, al criticar la concepción dramática de los sainetes, señala que el problema no es tanto la ruptura de las unidades cuanto la de la ilusión, respecto a la cual Cruz actúa como si en los sainetes -lo mismo que cualquier otra forma teatral- «no fuese tan precisa como en todos y más fácil de mantener» (Cotarelo, 1897, 446). La significación que la ilusión tiene en la teoría dramática neoclásica aparece también en Los literatos al planificar los sermones como una representación teatral, por lo que vestuario, adornos, lógica interna de los discursos, decoro de los personajes, todo se orienta a «conservar [...] en nuestro púlpito profano una ilusión algo semejante a la del teatro» (pág. 103). En el discurso teórico-dramático de los neoclásicos, como decíamos, el arco de bóveda lo constituye la noción de ilusión poético-dramática, y lo es porque será el factor determinante que da cohesión tanto a la idea de la imitación como a las nuevas exigencias representacionales, sea en el uso de espacios y decorados, sea en la técnica de actuación de los actores. Los neoclásicos van a acudir a la idea de ilusión para, atribuyéndole un sentido absolutamente positivo, convertirla en la noción abstracta esencial de su discurso. No se anula el papel de la imaginación-fantasía; ésta se asocia a la creación poética, como fuente de «lo raro, maravilloso, grande, extraordinario, nuevo, inopinado e ingenioso de la materia y del artificio del sujeto imitado»56, como escribe Luzán. Pero -y he aquí el cambio sustantivo- la fantasía debe someterse al juicio.

A fines de siglo, sin embargo, Estala ataca frontalmente la posición axial de la ilusión dramática.

Para Estala, ha sido la incomprensión de la naturaleza de la imitación lo que ha dado origen a «aquella voz insensata y quimérica de la ilusión»57, pues no se ha exigido de la imitación la semejanza de la verdad, sino la verdad misma. Las artes establecen una «convención tácita» con el alma y los sentidos. Esa convención consiste, por parte del público, en aceptar que el artista mostrará en todo la mejor imitación posible según los materiales con que trabaje; a cambio, promete y produce ciertos placeres. En otras palabras, el placer estético no tiene nada que ver con la ilusión, sino con la destreza del artista en imitar bellamente. La noción de ilusión es tan negativa que «aunque fuese posible la ilusión, debía desterrarse del teatro, porque en tal hipótesis no sería una diversión, sino un tormento»58. No es la sensación de realidad lo que pone en movimiento nuestros afectos, sino nuestra propia sensibilidad, y ésta se conmueve involuntariamente, olvidando que la acción es fingida. Al sustituir la función de la ilusión por la idea de convención o pacto teatral entre público y autores, o como escribe Estala, «que para que haya teatro es preciso conceder varias licencias, las cuales están establecidas por una tácita convención entre el teatro y los espectadores»59, la coherencia de todo el discurso teórico-dramático neoclásico se tambalea.

Estala cree que el principio de imitación es suficiente para sostenerlo y trata de justificar algunos aspectos del mismo con argumentos que también trastabillan. Porque si el placer que causa la representación dramática es producto de una convención por la que el público es consciente de que lo que contempla es una imitación que no tiene sino una relación más o menos lejana con la realidad, las dudas que asaltan inmediatamente tienen que ver con los límites de esa convención. ¿Por qué la acción debe ser única? ¿Por qué el tiempo y el lugar deben ser restringidos? ¿Por qué imitar sólo Un tipo de acciones y no otras? ¿Por qué no aceptar la imitación tal y como la entienden Lope y Calderón? Si se destruye la idea de ilusión, no hay razón suficiente para justificar ninguno de esos límites, aunque obviamente Estala no se atreve o no es consciente de que ése es el paso siguiente. Leandro Fernández de Moratín respondería que esa convención sólo sirve para disculpar los defectos del arte, pero no los del poeta, respuesta que se mueve dentro de un círculo vicioso en el que la ilusión dramática sigue siendo esencial.

Frente a «los españoles sensatos» (pág. 168) -en términos de Iriarte- que aceptan esas reglas «por justas e indispensables» (pág. 170) está «aquella casta de gente» (pág. 170) -los insensatos- que no se ha parado a discurrir sobre las diferencias entre los géneros narrativos y los dramáticos. Describe don Silverio con minuciosidad pedagógica el significado y función de las tres unidades de tiempo, lugar y acción. Una confusión, sin embargo, ha dominado la imagen común sobre el pensamiento literario en el XVIII y, en general, sobre la teoría literaria de carácter clasicista. Al reducir intencional, sesgada y degradadoramente ese discurso teórico a la metonimia reglas se le ha considerado bien un rígido código normativo, bien una pobre reflexión que no trasciende las tres unidades. Sin embargo, el concepto reglas del arte no es en absoluto reducible a esas famosas unidades. Por el contrario, resume los principios esenciales que vertebran el discurso clasicista sobre la creación poética, y entre ellos se encuentran nociones como la ilusión, el buen gusto, la imitación, la verosimilitud o la función social de la obra de arte. Baste recordar que Luzán dedica en su extensa obra tan sólo un capítulo -el V de su libro III- a las «tres unidades de acción, de tiempo y de lugar», llegando en alguna ocasión a utilizar la expresión «reglas y observaciones», en la que se recoge el verdadero sentido del concepto que tratamos y que Iriarte explica con precisión. Si se presta atención, son reducidísimas las ideas que pueden interpretarse como «normas» estrictas o rígidas en el proceso práctico de la creación. Al revés, como antes veíamos, se trata de principios abstractos y globales que se articulan a partir de la experiencia observada y racionalizada -una forma de manifestarse la naturaleza- y que tienen como objetivo estructurar discursivamente la práctica acumulada históricamente, a la vez que en ella se inscribe como elemento primordial la función social que los ilustrados le confieren a la creación artística. No hay ninguna oposición en el binomio naturaleza-arte, que Antonio Burriel convierte en un trinomio donde el peso de la naturaleza es aún mayor: naturaleza, arte y furor.

Valga mencionar que Luzán insiste en que «de las observaciones de la práctica nacieron los preceptos teóricos y las reglas de las artes»60, y Burriel aclara que el arte está formado «de la observación de lo que parecía más conforme a la razón y al común gusto de las gentes, y después de eso se formó de la lección y cotejo de los poetas y de la observación de aquellos pasajes en que se mostraron más ventajosos los unos que los otros»61. Mas cuando los preceptos se reducen a las unidades, lo único que se tiene es un mecanismo que ayuda a no cometer errores, pero que tampoco garantiza la perfección de una obra; así, en un «Fragmento de sátira» publicado por Cotarelo, matiza Iriarte: «Algunos creen haber hecho / cuantas habilidades /caben en un dramático / con sólo observar las unidades. / Sin ellas no hay comedia que lo sea; /pero con ellas hay comedias malas» [1897, 517]. La misma idea la desarrolla en Los literatos al sostener que las unidades «no bastan para la perfección» (pág. 175), sino que debe añadirse:

... el artificio en la trama, la verosimilitud en los lances, la naturalidad en los pensamientos, la pureza en el estilo, la variedad en el diálogo, la vehemencia en los afectos, y generalmente cierta importancia (digámoslo así) en todo lo que se habla y obra, capaz de tener suspensos y conmovidos a los oyentes, que es lo que se llama interés y más propiamente empeño.


(págs. 175-176)                


Hablando de Hacer que hacemos en su Prólogo, asegura que sus caracteres están «copiados de los originales que se ven en la vida humana» (pág. 5), hablan «con la verdad al corazón» (pág. 5) y representan «las costumbres [de la vida] con aquella propiedad que requiere el teatro» (pág. 5), está «escrita sin afectación de lenguaje, con un enredo claro, en que se pinte y se haga sobresalir un carácter seguido, sin más lances que los que basten a manifestar el mismo enredo y carácter, y que concluya premiando o dejando castigado al personaje principal de ella» (pág. 4), resumiendo en ambos lugares una clara formulación neoclásica de lo que debe ser la comedia. Iriarte muestra, asimismo, una clara conciencia de la diferencia entre texto literario y texto teatral, señalando la distancia que hay entre una obra leída y la misma obra representada adecuadamente. Alude a las formas de representación ancladas entre las compañías españolas, y a ellas volverá someramente en Los literatos, señalando el necesario avance que los actores deben realizar en su profesión, pues sin su habilidad «no hay poeta dramático que pueda parecer bueno ni aun mediano» (pág. 190), aspiración neoclásica y reformista que llegará hasta casi mediados del siglo XIX.

En consecuencia, la nueva noción de ilusión dramática -frente a la posición de la imaginación en el Barroco- integra el papel del espíritu crítico y racional en una función social del teatro que quiere ser instrumento de «educación» y diversión. Problema de otra índole lo constituye el proceso específico mediante el cual se construye un público para una determinada oferta dramática. Y éste es un problema que Iriarte aborda, no tanto en su dimensión positiva cuanto en su faceta negativa. Don Silverio anota que la razón última del éxito -que la obra guste- no sólo depende de todos los elementos relacionados con su concepción, sino que «muy a menudo consiste en la calidad e instrucción de las personas que componen el auditorio» (pág. 176). En la hipótesis de disponer de una obra, perfecta y perfectamente representada -según las nociones que el autor tiene por tales-, su fracaso sólo puede deberse al público.

Don Silverio repasa entonces los tipos que componen ese público en su momento histórico. El caballero de la luneta -acompañado de muchos que piensan como él- es aficionado «a la poesía sublime y lírica» (pág. 178); entre la confusa multitud del patio, el mozo de «la redecilla azul» (pág. 179) -un majo- sólo espera ver al gracioso; «el rústico de la chupa parda» (pág. 180) viene de Móstoles para divertirse con escotillones, tramoyas, caídas y vuelos; la señora de la cazuela desea ver la variedad y riqueza del vestuario; la otra dama aguarda contemplar escenas de arte mágico -como en El convidado de piedra o en Hamlet-; en la tertulia un caballero viejo añora los autos sacramentales; en un aposento, otro caballero ha presionado sin éxito para que se le diera el papel a determinada comedianta; dos individuos disputan sobre si es comedia traducida u original española; en otro aposento se encuentra una dama aficionada «a retruécanos, a juegos de vocablo» (pág. 184). Ante esa composición social y cultural del auditorio, ¿qué se puede hacer? Y ahí es donde Iriarte guarda silencio. La alusión a los esfuerzos del gobierno por mejorar las condiciones espaciales de representación y de policía en los teatros es un paso adelante, lo mismo que sus intentos por «introducir la representación de composiciones arregladas» (pág. 189). La esperanza de que «la empresa quedará recompensada» (pág. 189) no es más que un buen deseo, pero el problema fundamental del público no es abordado por ningún lugar. Podemos suponer que hay una respuesta bifronte: la educación de algunos sectores del público y la modificación de su composición social, alejando a quienes no «se dejen» educar. Pero eso nos llevaría lejos del texto irartiano y nos acercaría a las medidas que conducirían a la Junta de Reforma de los Teatros (1799).

Aunque en la «Carta sobre Moratín y D. Ramón de la Cruz» Iriarte considera que uno de los principios falsos del autor de Hormesinda es el «suponer el teatro italiano más perfecto que el francés» (Cotarelo, 1897, 435), esa postura no puede leerse en absoluto como señal de afrancesamiento. Es más, don Justo en Los literatos, al tiempo que propone un programa de traducciones, formula su más completo rechazo de expresiones como «sermón a la francesa, comedia o tragedia a la francesa» (pág. 163). La imitación de la naturaleza y de los buenos modelos -entendida en términos abstractos- no tiene patria; la tiene su concreción, es decir, el lenguaje, los giros y expresiones castizas, las costumbres nacionales. Por eso, en su crítica a los sainetes de Ramón de la Cruz uno de los puntos que destaca es el desconocimiento de Cruz tanto de la lengua latina como de «las buenas poesías» (Cotarelo, 1897, 444) escritas en castellano, es decir, las de Garcilaso, Lope o Ercilla. De la misma manera, don Justo ataca la proliferación de galicismos en sermones y comedias que se quieren «a la española» y que suenan demasiado «a la francesa» (pág. 164). Lo que manifiestan los autores que así actúan es «unas veces la vanidad de mostrar que saben un idioma extranjero; otras, la poca reflexión y la pereza de leer los buenos libros castellanos» (pág. 167) y, en síntesis, la pobreza de su propio estilo. Don Silverio va más allá al sostener que el teatro francés no siempre ha tenido la calidad actual y que el proceso de mejorar el teatro nacional se llevará a cabo «adoptando lo bueno de otras naciones, sin desechar lo bueno de España» (pág. 189). La fusión entre cosmopolitismo y patriotismo se formula con la insistencia y claridad con que lo harán todos los ilustrados neoclásicos.





 
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