Tomás de Iriarte, un ilustrado ejemplar
Emilio Martínez Mata
Jesús Pérez Magallón (coaut.)
Lo que sería la trayectoria vital, intelectual y artística de Tomás de Iriarte1 estuvo determinada, de un modo muy especial, por la de su tío Juan de Iriarte (1702-1771). En efecto, fue éste quien, tras salir del Puerto de la Cruz, Tenerife, para ir a estudiar a París e instalarse después en Madrid, lograría abrir un camino que tres de sus sobrinos -Bernardo, Domingo y Tomás- sabrían seguir y aprovechar. La figura del tío, pues, requiere algún espacio, no sólo por su significación en la vida de Tomás, sino por su presencia explícita en Los literatos. Juan de Iriarte abandonó su tierra natal para ir a París a estudiar, llegando a frecuentar el famoso colegio de jesuitas Louis le Grand, donde difícilmente pudo ser condiscípulo de Voltaire, como afirma Cotarelo [1897, 2], ya que había abandonado dicho colegio varios años antes. Aparte de dominar el francés y el inglés -con una visita a Londres-, ahí desarrollaría su afición por las letras antiguas y particularmente latinas, iniciándose en la composición poética en latín, que no abandonará nunca a lo largo de su vida. A su regreso se aposenta en Madrid y, tal vez por sus contactos con los jesuitas, logra que el padre Clarke, jesuita también y confesor del rey, le nombre bibliotecario de la Real Biblioteca. En esa institución -creada en 1712 por Felipe V a instancias de Macanaz y el padre Robinet- se encuentran algunos de los más destacados intelectuales novatores e ilustrados de la capital: Juan de Ferreras, uno de los fundadores de la Real Academia, y Blas Antonio Nasarre, entre otros. Juan de Iriarte se integra sin problemas a la vida de Madrid y pronto se encarga de la educación de los hijos del duque de Alba y del de Béjar. Como intelectual bien acogido en su medio, en el que se desenvuelve sin conflictos ni enfrentamientos, va tejiendo la red de amistades y contactos que consolidan su posición y alfombrarán el camino de sus sobrinos.
Otro intelectual de provincias, Gregorio Mayans, llega a Madrid en 1733, procedente de Oliva, para incorporarse como bibliotecario real, aunque con la promesa -que no se cumplirá- de ser nombrado más adelante secretario de cartas latinas del rey. Un grupo de conocidos y amigos lo recibe con aprecio y respeto, pero Mayans no logra lo que sí había conseguido Iriarte, es decir, la integración en el medio cortesano. El regreso de Mayans a Oliva en 1739 constata su incapacidad para asimilarse a un medio en el que tal vez esperaba ingenuamente que se reconocieran y premiaran su saber y sus esfuerzos por la cultura española.
Mientras tanto, Juan de Iriarte prosigue con éxito su vida madrileña; participa en el Diario de los Literatos con algunos artículos críticos, en particular se encarga de reseñar las obras de Jacinto Segura -con quien entabla una polémica en la que el arma esencial de Iriarte será la ironía, anticipando así las que implicarán a su sobrino-, Salvador José Mañer y La poética de Luzán. En 1742 es nombrado oficial traductor de la Secretaría de Estado; cinco años después es hecho socio numerario de la Real Academia y, en 1752, de la Academia de Bellas Artes de San Fernando. A Iriarte se le encarga la confección de un diccionario latino-español, empresa en la que cuenta con José Joaquín Lorga, catedrático de Valencia, y con su sobrino Bernardo, aunque no adelanta demasiado y sus materiales se le transfieren a Juan de Santander. Su vida social en Madrid es la de una persona que cuenta con las relaciones apropiadas para no temer por su carrera. Tras la muerte de Nasarre (1750), la tertulia que éste reunía se traslada a la que ahora organiza Montiano, fundador y director perpetuo de la Real Academia de la Historia, socio de la de la Lengua y secretario de Gracia y Justicia. En esa tertulia -a la que Juan de Iriarte acude con sus sobrinos conforme éstos van incorporándose a la corte- se reúnen, además, Luzán, Ignacio de Hermosilla, Antonio Pisón, Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores, Felipe de Castro y Eugenio Llaguno y Amírola. Asimismo, asiste en ocasiones a la tertulia que tiene en su celda fray Martín Sarmiento.
Hacia 1764, y
después de haber sido acogidos en Madrid, en casa de Juan de
Iriarte, sus hermanos mayores -Domingo y Bernardo-, Tomás se
traslada también a la capital. Bajo la dirección de
su tío lleva a cabo su formación cultural e
intelectual. Como escribe Cotarelo y Mori: «Niños aún, fueron llegando a su
lado varios de sus sobrinos, a quienes, primero con
instrucción esmerada, y después con importantes
destinos que para ellos obtuvo, puso en camino de alcanzar
posición social y literaria envidiables»
[1897,
20]. La instrucción esmerada a que alude Cotarelo se
concretaría, en el caso de Tomás, en una cuidadosa
atención al estudio de la lengua latina -que el sobrino
había iniciado en Tenerife con su hermano fray Juan
Tomás, dominico-, en un control general sobre el curso de
sus estudios -historia, geografía, filosofía,
física, aritmética y geometría, con algunos
roces y discrepancias- y, sobre todo, tanto en la
frecuentación de los literatos y amigos de su tío
como en la disposición de la rica y bien abastecida
biblioteca que aquél había formado. Así, el
aprendizaje de lenguas modernas -francés, inglés,
italiano y algo de alemán- complementa el de las
clásicas. El interés por la música, que
también había iniciado en su tierra natal, se
desarrolla en Madrid: el violín y la viola, en ocasiones el
órgano, serán los instrumentos que practicará
con frecuencia. La preferencia por el arte poética se le
reveló desde muy pronto, y a ésta consagraría
lo mejor y mayor de su vida. Según comenta Carlos
Pignatelli, amigo de Tomás, éste había
terminado su comedia Hacer que hacemos «antes de cumplir dieciocho años»
[1916, 223]. En su ilustrada formación sólo parece
haber faltado el grand tour por Europa que los hijos de la nobleza
solían realizar antes de aposentarse en su país. Tal
vez por eso su personaje don Eugenio, en La señorita
malcriada, puede rebatirle al falso marqués de
Fontecalda que «enseña el ver
muchos libros / más que el ver muchas posadas»
(vv. 1055-1056). Su instalación
social se inicia con el puesto de oficial traductor de la
Secretaría de Estado, en el que sustituye a su tío
tras fallecer éste en 1771, y se consolida con el de
archivero del Consejo Supremo de la Guerra (1776), lo que
representa ingresos anuales de 24.000 reales. En 1772 se le encarga
la redacción del Mercurio Histórico y
Político, labor que desempeña durante un
año. La subida de Floridablanca -adversario de Aranda-
favorece a su familia y a él mismo; así, hacia 1781
el ministro le solicita el Plan de una Academia de Ciencias y
Bellas Letras; y en 1782 -mientras anda absorbido por su
traducción de la Eneida- vuelve para reclamarle
esta vez que componga unas Lecciones instructivas sobre la
historia y geografía (publicadas póstumamente en
1849), que deberían utilizarse como libro de texto para los
niños de las escuelas.
La vida de Iriarte en el Madrid del último tercio de siglo es la de un caballero ilustrado que ha absorbido perfectamente los valores ideológicos y las nuevas formas sociales que caracterizan a los de su clase. Cultiva la esgrima, el baile, los flirteos galantes; asiste a los toros y a otros espectáculos que menciona detalladamente en la Epístola III, versión -salvando las distancias- del Beatus illle horaciano. En la mansión familiar, además de la biblioteca heredada del tío y aumentada por los tres hermanos, se reúne una ambiciosa colección de pintura; en ese espacio privado, que debía de proporcionar una grata sensación de comodidad económica y placer estético, ofrece en ocasiones academias de armonía, es decir, sesiones particulares de música. Y, aparte de paseos y otras salidas al exterior, se entretiene en frecuentar a sus amistades, ámbito de conversabilidad y otras satisfacciones: el marqués de Manca, la duquesa de Villahermosa y sus hermanos, Carlos y Juan Pignatelli, la condesa-duquesa de Benavente y duquesa de Osuna -coleccionista de pintura y compradora de manuscritos de Haydn-. La música es uno de los entretenimientos que le une a ellos, tocando en privado música de cámara, con Iriarte al violín o la viola. Al calor de esas relaciones compone su poema pedagógico La música (1779) -discutido en parte con la duquesa de Villahermosa-, al igual que en 1790, desde su retiro en Sanlúcar de Barrameda para recuperarse de los ataques de gota que le asaltan desde los veintiocho años y le llevarán a la tumba, escribe para la condesa-duquesa de Benavente la comedia El don de gentes y el fin de fiesta Donde menos se piensa salta la liebre. Sus actividades, públicas y privadas, están regidas por una estética del buen gusto que, sin caer en la desmesura y superficialidad de los petimetres, se adelanta a los decadentes del fin de siècle decimonónico.
Impregnado de esa
nueva ética secular que es la amistad, en el círculo
de sus íntimos muestra sus rasgos de philosophe, entre los que un
abierto anticlericalismo se acompaña de una mirada
irónica e incluso burlesca hacia la religión
católica. Siguiendo los hábitos de su tío,
frecuentó a comienzos de los años 70 la que
sería emblemática tertulia de la Fonda de San
Sebastián, donde se reunían, entre otros,
Nicolás Fernández de Moratín, Cadalso, Cerda y
Rico, López de Ayala, Vicente de los Ríos,
Napoli-Signorelli o Juan Bautista Conti; y donde sin duda se
forjó su buena amistad con Cadalso, marco intelectual y
afectivo en que concibe y publica Los literatos en
cuaresma (1773). La correspondencia entre éste e
Iriarte muestra con claridad hasta qué punto comparten ambos
un esprit fort
que hacia el exterior sólo se enseña limitadamente.
Coincidiendo con la caída de Aranda, el Santo Oficio -que
tuvo que transigir con la expulsión de los jesuitas, pero
sin dejar de tratar de recuperar su propio poder- reactiva su labor
hacia los años 1773-1774, como ha señalado
Martínez Mata2,
y se inician los procesos a Bernardo y Tomás de Iriarte
(1774, 1776), así como a Pablo de Olavide (detenido en
1776)3.
No resulta demasiado sorprendente que, casi un año
después de la sentencia inquisitorial contra Olavide (1778),
Tomás de Iriarte se vea ante el Santo Oficio -que
ningún gobierno ilustrado se atrevió a suprimir-, y
el 2 de agosto de 1779, tras considerar probado que el acusado
había leído libros prohibidos sin licencia y cometido
delitos de proposiciones, sea condenado a que «abjure de levi, sea absuelto ad cautelam, gravemente reprehendido,
advertido y conminado, [y] haga unos ejercicios espirituales por el
tiempo de 15 días»
, así como a otras
actividades piadosas, como confesar y comulgar las tres pascuas,
ayunar todos los viernes, rezar parte del rosario todos los
sábados y un credo los domingos durante dos años o
leer cada día media hora la Guía de
pecadores de fray Luis de Granada4.
No hay evidencia documental ni de que cumpliera esa condena ni de
que, en caso de cumplirla, modificara grandemente sus convicciones.
A pesar de la naturaleza meramente espiritual de la pena, el
proceso a los Iriarte constituía una seria advertencia -como
lo había sido, y en mayor grado, el proceso a Olavide-, cuya
consecuencia inevitable fue el reforzamiento de la autocensura del
grupo de ilustrados de la tertulia de la Fonda de San
Sebastián5.
Según Cotarelo [1897, 305-306], el que le negaran a
Tomás una plaza como archivero en el Consejo de Estado es
prueba de que los Iriarte habían perdido hacia 1786 el favor
de Floridablanca, aunque es una afirmación poco
documentada.
Una vez que su carrera se enfoca hacia las letras, la poesía no le abandonará en ningún momento, componiendo regularmente y atreviéndose a practicar el poema didáctico con La música. Planea participar en el concurso académico de 1777 sin llegar a hacerlo, pero sí se presenta al de 1779 sobre el tema de una égloga en alabanza de la felicidad del campo, en el que obtiene un accésit, mientras el premio recae en Meléndez Valdés. Por otra parte, su compromiso con las actividades reformistas es total. Entre 1769 y 1772, y en el marco de la reforma teatral acometida por Aranda, Tomás acompaña a su hermano Bernardo. Este se encarga de arreglar comedias del Siglo de Oro para los teatros de los Reales Sitios, y ahora Tomás lleva a cabo diversas traducciones para los mismos escenarios: Destouches, Voltaire, Gresset, Champfort y Moliere hablan en el castellano de Iriarte; traduce a Horacio y Virgilio, y hacia el final de su vida volverá a traducir, esta vez El nuevo Robinson (1789) de Campe. Mas esa actividad no impedirá la más fundamental: su escritura dramática, aportación mucho más duradera y significativa a la constitución del teatro neoclásico, es decir, del teatro moderno. Como bien ha argumentado Sebold [1978, 39], la producción teatral de Iriarte se realiza en tres fases: una primera en la que redacta los borradores completos de sus obras y que se sitúa hacia los comienzos de la década de 1770 -después de la publicación de su primera comedia, Hacer que hacemos-; una segunda revisión hacia 1783; y una última previa a la representación y/o publicación de cada uno de los textos. El señorito mimado aparecería impresa en 1787; La señorita malcriada, al año siguiente; y El don de gentes, terminada en 1790, no se editaría hasta 1805, como parte de su Colección de obras en prosa y en verso.
A esas comedias, que constituyen, junto a Lapetimetra, de Nicolás Fernández de Moratín, El delincuente honrado, de Jovellanos, y Los menestrales, de Trigueros, el mayor avance en el nuevo teatro hasta la entrada en escena de Leandro Fernández de Moratín, Iriarte añadiría otros textos que reflejan su implicación en la reforma práctica del teatro. En efecto, frente a los sainetes dominantes -de Ramón de la Cruz en Madrid y de González del Castillo en Sevilla-, Iriarte va a ensayar dos vías alternativas diferentes: por un lado, escribirá un sainete -en realidad, una comedia encapsulada en un acto- titulado La librería (en la década de los 80); y más tarde -también como posible sustitución del sainete que copia la realidad, pero no la somete al escrutinio ideológico y estético que los neoclásicos preconizan, o sea, el sainete «populachero»-, ensayará con Guzmán el Bueno el melólogo o «escena trágica unipersonal», soliloquio en el que el acompañamiento musical adquiere gran importancia. De esa manera da forma Iriarte a la propuesta de Montiano en 1753 de abandonar los entremeses para llenar los entreactos con pequeñas piezas musicales. Iriarte une la música a la declamación en esa síntesis que tanto éxito tendría en años posteriores y en la que destacaría María Rosa Gálvez de Cabrera.
Como hombre de su
tiempo, Iriarte no quedó exento de ser objeto y parte de
algunas polémicas. Tras publicar su traducción de
Horacio, El arte poética de Horacio traducida en verso
castellano (1777), López de Sedaño no
vaciló en criticarla en el tomo IX del Parnaso
español, del que era colector solitario desde el
abandono de Cerda y Rico. Ello dio motivo a que Iriarte respondiera
con su obra Donde las dan las toman (1778). Pero la
polémica más grave y furibunda la desencadenaron sus
Reflexiones sobre la égloga intitulada
«Batilo»; que circularon manuscritas y no
serían publicadas hasta 1805. Es el momento en que entra en
el escenario público un joven extremeño que estudia
Derecho. Juan Pablo Forner responde a las Reflexiones con
su Cotejo de las dos églogas que ha premiado la Real
Academia de la Lengua6.
La aparición de las Fábulas literarias de
Iriarte (1782) con una puntillosa indicación reclamando su
originalidad frente a las primeras fábulas, las de
Samaniego, que tomaban sus asuntos de fabulistas anteriores
(«ésta es la primera
colección de fábulas enteramente originales que se ha
publicado en castellano»
), provoca la reacción de
su amigo y admirador. Samaniego participa sin duda en unas
anónimas Observaciones sobre las fábulas
literarias originales de Tomás de Iriarte (1782), causa
de la ruptura definitiva, alimentada por las comparaciones que se
hacían en los ambientes literarios reconociendo más
arte en las de Tomás y más gracia y naturalidad en
las de Samaniego7.
El mismo año sale otro folleto forneriano: El asno
erudito, fábula original (1782), al que Iriarte
responde con Para casos tales, suelen tener los maestros
oficiales (1782). De inmediato Forner escribe Los
gramáticos, historia chinesca (inédita hasta
1970), en la que los ataques no se limitan a Tomás, sino que
abarcan a toda su familia. El silencio prudente del canario no
borró ni las heridas abiertas ni la agresividad de su
contrincante. Iriarte encontró en Forner una conciencia
crítica, viva, punzante e indesmayable, que le
acompañaría hasta el final de sus días.
Los estudiosos han subrayado el encarnizamiento con que Forner censuró a los Iriarte; alguno ha llegado incluso a sugerir la existencia de una enfermedad psicológica -una psicosis por envidia patológica a los triunfadores-. François López, sin embargo, rastreó con suma agudeza las razones familiares, intelectuales e ideológicas que motivaron el particular odio forneriano contra los Iriarte8. Es importante, además, recordar que el espíritu polémico y las polémicas públicas -en las que, pese a participar en ocasiones varios individuos, siempre suele destacar por su tenacidad alguno de ellos surgen vigorosamente en España durante el tiempo de los novatores (hacia 1675), época en la que diferentes asuntos de orden científico, historiográfico, lingüístico o filosófico -por no incluir los enfrentamientos ideológicos asociados, a fines de siglo y comienzo del siguiente, al cambio de dinastía y la Guerra de Sucesión- desencadenan debates apasionados, con multitud de publicaciones de mayor o menor extensión que tienden a configurar la existencia de dos campos habitualmente bien demarcados. Juan de Iriarte, en su colaboración con el Diario de los Literatos, participaría, como se ha visto, en varias polémicas que le enfrentaron a Segura, Mañer o Luzán. Por tanto, la actitud de Forner hay que situarla en un contexto en el que la publicación de folletos o voluminosos libros para rebatir, matizar o atacar lo dicho o hecho por alguien forma parte esencial de la vida intelectual de la época. Y ese contexto se explica, a su vez, por dos factores concomitantes: por un lado, el reforzamiento de la conciencia sobre el poder crítico individual -amparado por el uso libre de la razón y la capacidad de observación y experimentación-; por el otro, el desarrollo de las publicaciones periódicas y la cada vez mayor accesibilidad a los medios materiales de edición y publicación. De todos modos, su insaciable agresividad hacia los Iriarte -que el propio Forner no satisfaría nunca plenamente- funcionaría hasta el final como una amenaza latente a la salud física y espiritual de Tomás.
El día 17 de septiembre de 1791, en Madrid, desaparecía de entre los vivos Tomás de Iriarte. Antes de cumplir los cuarenta y un años, soltero como su tío, se extinguía uno de los ilustrados y neoclásicos más brillantes y representativos de la época.
Habitualmente se
han relacionado Los eruditos a la violeta de Cadalso y
Los literatos en cuaresma de Iriarte, puesto que el mismo
Cadalso encabeza así una carta que le escribe a Iriarte en
mayo de 1773: «El autor de Los
eruditos a la violeta saluda al autor de Los literatos en
cuaresma»
9.
Ya Cotarelo mencionaba que la obra de Cadalso «quizá inspiró»
[1897,
106] la de Iriarte. Y aunque presentan algunos parentescos, muy
profundas diferencias las separan. Como bien afirma el citado
Cotarelo, la de Iriarte «difiere de ella en el fondo»
[1897,106]. Lo que a la vista inmediatamente las relaciona es lo
que podríamos llamar el marco «ficticio» en que
se desarrolla la narración y la división de
ésta. En Iriarte, un don Bonifacio que reúne
regularmente una tertulia en su mansión propone que durante
los seis domingos de cuaresma se lleven a cabo seis sermones laicos
dedicados a seis ámbitos distintos -el papel de la
murmuración contra las novedades y su influencia en la
modernización de las letras, la educación de los
niños, el teatro, el arte poética, la crítica
y las relaciones entre los sexos- y pronunciados por seis
individuos de los que frecuentan la tertulia, aunque asumiendo cada
uno de ellos la personalidad y vestuario de seis destacados
literatos de la historia universal: Teofrasto, Cicerón,
Cervantes, Boileau, Pope y Tasso.
El marco ficticio de la tertulia responde, sin embargo, a una práctica social frecuente en la época. Sebold llamó la atención sobre la academia de Azcoitia que organizaban en esa localidad guipuzcoana los individuos que después pondrían en pie la Sociedad Vascongada de Amigos del País y el Real Seminario Patriótico de Vergara10. El conde de Peñaflorida había organizado las reuniones según el día de la semana:
Las noches de los lunes se habla solamente de matemáticas, los martes de física, miércoles se leía historia y traducciones de los académicos tertulianos, los jueves una música pequeña o un concierto bastante bien ordenado, los viernes geografía, sábado conversación sobre los asuntos del tiempo, domingo música11. |
El análisis satírico de Rubín de Celis12, ambientado en la tertulia que se reúne en casa de un don Santos Celis -claro seudónimo del autor-, muestra a las claras que el intertexto fundamental de Iriarte, lo mismo que el de Cadalso, más allá de todas las intertextualidades literarias, es una práctica social característica de la época: las academias, tertulias y otras reuniones típicas del momento. Se enmarca así, lo mismo que la obra de Iriarte -que se quiere «fidedigna relación» (pág. 108) de lo que ocurre en la tertulia de don Bonifacio-, en un tipo de literatura que, con muy diferentes registros, convierte esa nueva forma de sociabilidad en asunto de creación, como prueba, entre otros escritos, el Testamento político del filósofo Marcelo, de Rubín de Celis, aunque publicado bajo el seudónimo de Ramón Estrada Pariente y Valdés13.
En la obra de
Cadalso, la ironía se construye como el instrumento
más acerado de crítica hacia esos personajes que
tilda de violetos y que, en suma, no son sino sujetos que
pretenden desenvolverse adecuadamente en ciertos ambientes, por
medio de unos instrumentos que, aunque no les sirvan para divulgar
conocimientos, sí enriquecen su conversabilidad; desde la
óptica autorial, sin embargo, se trata de un conjunto de
ignorantes recubiertos con un ligero barniz de noticias
superficiales e incoherentes, pero, sobre todo, con una pose ante
los demás que tiende a superar externamente la íntima
inseguridad mediante el control de gestos y mecanismos que la
ocultan y la convierten en su contrario. La estrategia que sigue
Iriarte en Los literatos no recurre a la ironía en
ningún momento, ni siquiera cuando en el cierre asegura don
Bonifacio que «el público tiene
mucho que agradecer a los sujetos que dan en sus casas bailes,
representaciones, músicas u otros pasatiempos»
(pág. 195), puesto que
esa idea, que podría parecer irónica, se fundamenta
en la certeza de que incluso esos individuos serán objeto de
murmuración y censura. En su caso, pues, toda la
narración está formulada en un tono rigurosamente
serio, y la relación entre el yo que relata -uno de los
tertulianos- y las posturas del anfitrión de la tertulia no
deja resquicios por los que suponer una actitud irónica o
paródica. En otras palabras, asume explícitamente la
postura que subyace a la voz autorial en el texto cadalsiano: la
del nuevo intelectual convencido de la superioridad de su discurso
ideológico. Añadamos que el recurso a los disfraces,
aparte de retomar la teatralidad propia de las academias
poéticas -de ahí que, al igual que las
representaciones teatrales, los sermones sean vistos como un
espectáculo o una diversión, cuya novedad «tenía suspensos los ánimos y las
lenguas»
(pág.
109) de los asistentes-, se excusa por tratarse de
jóvenes que quieren aparentar mayor edad para «dar mayor autoridad»
(pág. 103) a sus sermones, idea a la
que volvería Iriarte en carta a Francisco de la Concha y
Miera, argumentando que las críticas de López de
Sedaño a su traducción de Horacio se deben a
considerarlo demasiado joven (Cotarelo, 1897, 457), y en su
fábula «El pollo y los dos gallos».
Lo que pretenden
los contertulios que se reúnen en casa de don Bonifacio se
plantea en dos frentes concomitantes: por un lado, profundizar en
el proceso de secularización de la sociedad; por el otro,
poner en marcha un programa de reforma de la cultura nacional. En
el primer sentido, se pone de manifiesto lo que apuntábamos
más arriba al hablar de Iriarte como philosophe. Cotarelo, al
referir el proceso inquisitorial en que se vio envuelto, afirma
junto a algunos lugares comunes- que era Iriarte «si no enteramente irreligioso, algo volteriano o
enciclopedista, como quizás en mayor grado lo eran sus
hermanos»
[1897, 306]. ¿Volteriano Iriarte? El
calificativo de volteriano es, por desgracia, uno de los
que Menéndez Pelayo repartió con frecuencia a todo
aquel que en el siglo XVII mostraba el menor signo de
«heterodoxia», idea asociada a una definición
estrecha, intolerante y excluyente de la «ortodoxia».
Lo cierto es que la actitud irartiana -y cadalsiana, por
ceñirnos a ellos- hacia la iglesia, el catolicismo y sus
más chuscas manifestaciones era, desde luego, zumbona y
distante. En una Epístola en verso escrita para Cadalso,
Iriarte se ceba en esos frailes que «poseen todo el reino de los cielos / y dos
terceras partes del de España»
(en Cotarelo, 1897,
307), escribiendo en otro lugar: «Fraile,
hermano significa; / monje, vale solitario; mas
ellos ni viven solos, ni se tratan como
hermanos»
(en Cotarelo, 1897, 307)14.
En la
correspondencia conservada entre ambos -más reducida la de
Iriarte- la «irreverencia» con que se comentan aspectos
esenciales de la religiosidad católica -y otras cosas- es
constante: Cadalso no duda en pedirle a Iriarte que vaya a buscar a
su tío Juan -muerto hacía un par de años- por
los espacios paganos en que pudiera encontrarse, situando en alguno
de ellos a «los verdugos alquilados para
matar a sus hermanos, digo, los guerreros
insignes»
15
y en otro, obviamente más próximo a los Campos
Elíseos, a Séneca, Marcial, Cervantes, Garcilaso,
fray Luis de León y don Juan de Marte. La respuesta de
Tomás sigue la lógica iniciada por su amigo, aunque
renuncia a emprender por falta de ánimo «el viaje al otro mundo»
(en Cotarelo,
1897, 448); sin embargo, comenta con ironía que llega a
sarcasmo el volumen de elogios al padre Sarmiento recién
publicado por sus hermanos benitos. En particular, la
oración del padre Avalle es objeto de burlas inmisericordes,
así como un par de epitafios «muy
gerundios»
[1897, 449]. La posible publicación de
un libro parecido en memoria del padre Flórez lo previene
para escribirle «un cesto de
despropósitos que le aturdan»
[1897, 450]. Para
Cadalso, eso es prueba de la ignorancia, pedantería e
«ignominia de nuestro país y
siglo»
16.
Es más, en otra carta alude a la pobrecita alma de Iriarte,
«que estará sabe Dios
cómo»
pidiéndole que sus hermanos lo
corrijan «y le vuelvan a poner en el
camino de la salvación, del cual se ha apartado
sobradamente»
17.
La religión forma parte del particular código
paródico en que redactan sus cartas, y Cadalso se dirige a
él en una como «Reverendísimo Padre
Provincial»
18
y la firma como «fray Rotundo de la
Panza»
19,
burlándose de las nociones de gracia eficiente y suficiente
o de la idea del demonio, y aconsejándole en el mismo tono
que dedique su poesía a «asuntos
místicos, eremíticos, ascéticos, claustrales,
dogmáticos, evangélicos, monacales, edificantes,
apostólicos»
20.
La forma concreta en que se organiza el texto de Iriarte es la de una introducción y una serie de sermones. Es obvio que -explícita e intencionalmente- el autor no aplica la voz en el sentido dominante en su sociedad, es decir, con sus connotaciones religiosas. Por el contrario, lo que contemplamos es el esfuerzo por restaurar el significado latino de la palabra, mediante la re-secularización de esa forma poético-oratoria. Para entenderlo habría que remitirse a la crítica global contra la oratoria sagrada que constituye el Fray Gerundio de Campazas del padre Isla y que Mayans había articulado de una manera más rigurosamente académica en El orador cristiano (1733). Ahora bien, en último término la asunción del vocablo sermón por parte de un ilustrado laico revela mucho sobre el sentido que le confiere a su labor pública. No es aquí, desde luego, el único lugar en que esa postura cobra forma. También lo hace en sus comedias; en El señorito mimado, por ejemplo, la voz sermón -y su constelación semántica- se utiliza o se aplica sistemáticamente a aquellos personajes que en un momento determinado van a expresar una opinión o un conjunto de opiniones que tienen un sentido crítico y, en mayor o menor medida, responden a la ideología ilustrada y del autor.
El
propósito de secularizar la voz sermón es
formulado sin ambages por el dueño de la casa donde se
reúne la tertulia: «parece
descuido bien extraño que habiendo púlpitos para
exhortar a la una [la virtud], no haya predicadores que nos
alienten a la otra [la ciencia]»
(pág. 101), calificando después
su proyecto de «púlpito
profano»
(pág.
103), y argumentando más adelante don Severo contra quienes
los censuran «como si el nombre de
sermón tuviese en sí algo de
sagrado»
(pág.
154). En efecto, el programa que propone don Bonifacio no es otro
que dedicar los domingos de cuaresma a dar y escuchar seis sermones
dedicados a «asuntos de
erudición»
(pág. 101). La predicación, por
tanto, no debe limitarse a los temas religiosos o de fe -en
realidad, al hablar de la virtud es legítimo preguntarse si
Iriarte piensa efectivamente en su significación religiosa o
en el sentido que los ilustrados conceden al concepto
virtud, y que ha sido ya despojado de su dimensión
eclesiástica para secularizarlo-, sino que debe ampliarse a
los diferentes ámbitos que constituyen (o deben constituir)
la educación de personas cultas y civilizadas.
Horacianamente, tales sermones laicos serán una «recreación honesta, provechosa y de buena
invención»
(pág. 101), en la que «lo dulce de los atractivos de la retórica
templase lo amargo de las verdades y desengaños
críticos»
(pág. 101). Con sutileza, la
superioridad de la oratoria laica que propone queda puesta
de relieve al asegurar que estos sermones tendrán «mayor utilidad del prójimo»
(pág. 102) que los
realizados por los religiosos.
Por otra parte,
cada sermón de los que deben pronunciar los jóvenes
elegidos para ello tiene que exponer, asumiendo la personalidad,
actitudes y lenguaje que adoptarían las figuras
históricas que representan si vivieran en la época
presente del texto, su percepción de la situación en
diversos ámbitos culturales, así como las medidas que
deben tomarse para salir de dicha situación. A diferencia de
Cadalso, que incluye en el programa de la academia asuntos que
sólo presentan una utilidad en cuanto servirían para
enriquecer los recursos conversables de sus alumnos, don Bonifacio
propone; temas que vienen a resumir los núcleos esenciales
de la reflexión ilustrada sobre la cultura nacional. Se
inicia con la discusión sobre «cómo perjudica el adelantamiento de las
letras y de todo lo útil la oposición de los
murmuradores a todo lo nuevo»
, es decir, la trascendencia
de estar abierto a las novedades para el adelantamiento de las
letras -y, por extensión, del país-, y,
particularmente, sobre el papel retardatario y antiprogresista de
los murmuradores que se oponen a ellas; prosigue con uno de los
elementos programáticos de la Ilustración y de todos
aquellos movimientos intelectuales que en España han tratado
de ampliar las bases sociales del progreso y la
civilización: la educación de los niños; el
siguiente aspecto a desarrollar es el teatro, seguido del arte
poética, cuya finalidad social es un factor clave en la
visión de la reforma cultural e ideológica de los
ilustrados; continúa con la función que la
crítica -y sus parcialidades- debe ocupar en una sociedad
moderna, para concluir con un replanteamiento -que constata las
modificaciones sufridas a lo largo del siglo, y acentuadas en sus
últimos decenios- de las relaciones entre los sexos, ya que,
ante las desdichas del linaje humano, «el
único remedio de ellas es la sociedad, el trato y la decente
I buena armonía entre ambos sexos»
, aunque don
Bonifacio iba a abordar, según confiesa, «ciertos abusos introducidos en el punto
más esencial del trato, que es el amor»
(pág. 158).
Sin embargo,
sólo se llegan a pronunciar dos de los seis sermones
previstos, y el dedicado al teatro es finalmente leído en
privado entre los habituales de la tertulia. Por tanto, pese al
sensato proyecto de don Bonifacio y la aceptación de los
contertulios, que asumen su responsabilidad individual como buenos
ciudadanos al preparar sus respectivos sermones, Los
literatos no llega a poder exponer globalmente ni una
crítica de los diversos espacios de cultura ni el programa
de reforma que se deduciría de ella. Después de los
dos primeros sermones, es decir, transcurridos los dos primeros
domingos de cuaresma, los rumores han alcanzado tal
dimensión que el martes que sigue al segundo se reúne
«la tertulia nocturna»
(pág. 151)
-reunión que terminará a las once de la noche con la
conclusión del texto-. Los que debían ser los
siguientes predicadores alegan excusas para no dar su sermón
y, con franqueza, varios participantes relatan las diferentes
habladurías que han escuchado en distintos lugares de la
ciudad. La decisión final es tomada con rapidez y
unanimidad: «conviene desistir del
proyecto»
(pág.
152). Es más, para don Bonifacio esa experiencia «nos servirá de escarmiento para no
emprender proyecto útil que pueda llegar a ser
público»
(pág. 157). Resulta difícil,
por tanto, coincidir con Cox cuando afirma que Los
literatos es «indirectly a goad to prod them [the
Neoclassicists] to achieve more»
[1972,
113]. Por el contrario, es, tras la constatación de la
impotencia, la dejación de las responsabilidades civiles y
su desplazamiento a la corona. La culpa, según el propio
texto, recae en los murmuradores -y ya volveremos a ellos-, que han
conseguido lo que el primer sermón denunciaba: obstaculizar
las novedades, la primera de las cuales es el mismo
concepto de los sermones laicos, es decir, un programa de reforma
que aspira a consolidar y profundizar en las bases de la
modernidad. Lo que constatamos, por tanto, como lectores de la obra
irartiana no es otra cosa que el fracaso de ese proyecto de
reforma. Y no el fracaso de cualquier proyecto, pues no se trata de
una empresa individual al estilo de los arbitristas del XVII, sino
que aquí ese proyecto surge al calor de las actividades de
la sociedad civil, epitomizada en la tertulia de don Bonifacio.
Frente al fracaso
que constituye la propuesta reformadora de dicha tertulia, y que
es, como se ha dicho, la de la sociedad civil, la única
alternativa que parece quedar, y que expresa con cierta amargura el
anfitrión y, por tanto, la perspectiva autorial, es la
intervención del monarca, o sea, el ejercicio efectivo del
despotismo ilustrado. Tal desenlace se va anticipando mediante
diferentes opiniones tejidas con sutileza. Así, don Severo,
al hablar de las novedades introducidas por el gobierno de Carlos
III, no deja de poner énfasis en que las puso en
ejecución «el supremo brazo del
monarca»
(pág.
114), o subraya que «fue un rey quien la
ejecutó»
(pág. 116), cerrando su sermón
con la propuesta que constituye la única salida tras el
cierre: «Dejemos, pues, este cuidado a la
actividad y. gobierno de los que tienen a su cargo el bien
dé la república; y nosotros contentémonos pon
emplear nuestros alcances en servicio de ella, procurando trabajar,
no destruir lo que otros edifican»
(pág. 127). También en este
sentido es necesario remontarse al tiempo de los novatores, pues
-aunque en el campo del teatro la necesidad de la reforma apoyada
por la autoridad está formulada por Cervantes en el
Quijote- ya desde Cabriada, Zapata, Bances Candamo o
Manuel Martí, seguidos por Mayans, Luzán, Clavijo,
Graef y tantos otros, se apunta hacia el monarca como la
única instancia de autoridad que puede -y debe- promover y
respaldar con su poder las reformas que novatores e ilustrados
preconizan.
Sánchez Agesta puso de relieve hace años cómo para los ilustrados los dos resortes clave en la reforma del país los constituían la pedagogía y la acción real21. La argumentación ilustrada se basa en el interés que el mismo rey -en cuanto preocupado por el bien de sus súbditos- debe tener por que dichas reformas se lleven a cabo. A partir de cierto momento, el ejemplo de Luis XIV se convertirá en un elemento afectivo-demagógico en tal; argumentación. Si el despotismo ilustrado requiere la obediencia de los súbditos es porque se trata dé obedecer a un tipo de monarca y de autoridad que parece justificar plenamente -desde la perspectiva monárquica, y reformista de los neoclásicos- esa obediencia. Kant afrontaría la dicotomía ilustrada entre espíritu crítico y obediencia, reservando el primero al ámbito privado, proponiendo la segunda para el público y justificando esta última en función de la racionalidad de la conducta y la política reales. La justificación final, por tanto, será la identificación de la autoridad real con una racionalidad universal y compasiva que será la visión dominante entre los ilustrados del sentido de la monarquía. El rey, encarnación de racionalidad y compasión, no puede dejar de reconocer lo racional del programa de reforma y, en su amor; por el prójimo, debe verse empujado a ponerlo en práctica. Frente al poder terrenal de las órdenes religiosas y la Iglesia en general, así como ante la desidia de la aristocracia y la fuerza de una opinión pública que sigue anclada en supersticiones vulgares -pese a los esfuerzos de casi un siglo por desterrarlas-, a los ilustrados sólo les queda volverse al rey, a la vez que le ofrecen a cambio su función como grupo de apoyo ideológico, teórico y político de la corona.
Uno de los
aspectos en que con mayor radicalidad se modifica el modo de vivir
y de experimentar la cultura desde fines del siglo XVI es, como
acabamos de ver, la aparición de las tertulias. Sin embargo,
éstas no son más que uno de los signos que revelan
los profundos cambios que tienen lugar a partir de la crisis del
Barroco. Probablemente la manera en que se concibe y se estimula un
nuevo modo de vivir las relaciones con los demás, es decir,
la sociabilidad, constituye la modificación más
radical en la instalación del individuo en el mundo concreto
que le rodea. Pese a los intentos de Gracián por promover
una cierta sociabilidad que apunta hacia las nuevas formas que
eclosionarán a finales del XVII y se expandirán
durante todo el XVIII, las propuestas del jesuita acaban
estableciendo sus propios límites al encuadrarse en un
programa que favorece el acomodo individual y su éxito
personal en el agresivo y hostil mundo en que se mueve. La nueva
sociabilidad que se inaugura textualmente con El hombre
práctico (1686) se basa en una jerarquía de
valores que ha desplazado la preeminencia de la actitud individual
en el mundo para dejar paso a una percepción en la que -las
relaciones sociales se justifican tanto por una nueva ética
de los vínculos interpersonales- la amistad como por la
dimensión pública y social que tienen que tener las
actividades del individuo, expresada inmejorablemente por Cadalso
en ese epitafio que Ben-Beley desea para su tumba: «Aquí yace Ben-Beley, que fue buen hijo,
buen padre, buen esposo, buen amigo, buen
ciudadano»
22.
A pesar de que la
amistad ha ocupado desde siempre un lugar señalado en la
reflexión de filósofos, humanistas y poetas, la nueva
posición que se le otorga en las relaciones privadas durante
la Ilustración es el resultado de una serie de factores
confluyentes: la cada vez mayor importancia que la sensibilidad y
la compasión tienen en la construcción de una
personalidad modélica; las nuevas formas de sociabilidad, en
donde la conversabilidad es elemento crucial y, para ella, el
compartir información, preocupaciones y actitudes ante el
mundo; la capacidad autónoma del individuo y, por tanto, su
libertad para juzgar y opinar sobre las circunstancias que le
rodean; por último, la ética secular, en
expresión de Sánchez Blanco23,
que, liberando privada e ideológicamente al sujeto de la
posición hegemónica que ocupaba la Iglesia, le empuja
necesariamente a un nuevo tipo de relación con sus
semejantes. La significación de la conversación y la
conversabilidad en el nuevo modelo humano se formula en 1686 en
El hombre práctico24;
Feijoo, en «Impunidad de la mentira», en el tomo VI del
Teatro critico universal (1734), escribe: «El comercio; más precioso que hay entre
los hombres es el de las almas; éste se hace por medio de la
conversación en que recíprocamente se comunican los
géneros mentales de las tres
potencias»
25,
por lo que la mentira es un ataque contra «la sociedad hurriana, la cosa más dulce
que hay en la vida»
26.
Jovellanos, en su Memoria para el arreglo de la policía
de los espectáculos y diversiones públicas
propone «el establecimiento de
cafés o casas públicas de conversación y
diversión cotidiana»
27
como uno de los medios para ocupar la ociosidad de las clases
pudientes. Para los ilustrados, la amistad se convertirá en
una auténtica mística que fomentarán y
exaltarán en todos los niveles de la cultura de la
época, ya que se convertirá en fuente de placeres -y
también de dolores- incomparables. En carta a Cadalso,
Iriarte empieza diciendo: «Amigo y ...
Por aquí se suelen empezar muchas cartas mintiendo; pero yo
llamo amigo a un hombre de ingenio, de pasta filosófica y de
buen corazón»
(en Cotarelo, 1897, 447),
confesándole sin rubor que la alegría que siente por
su salud, la euforia con que recibe sus cartas, el dolor por la
distancia, la complacencia de contestarle, todo ello es «porque se me ha antojado que Vm. es mi amigo, y
quiero llamárselo para hacerlo rabiar»
[1897,
448]. Más tarde, en 1779, Cadalso inserta en medio de su
carta a Iriarte un expresivo: «Gracias,
amigo del alma»
28.
La amistad no es sólo un tema literario, sino una profunda
experiencia vital. I
En la literatura, Anselmo y Torcuato, de El delincuente honrado, constituyen una de esas parejas de amigos unidos por vínculos tan profundos que parecen ejemplificar lo que en las Noches lúgubres de Cadalso se menciona como una de las más bellas utopías en las relaciones humanas. En efecto, en la Noche Primera Tediato exclama:
¡Amigos! ¡Amistad! Esa virtud sola haría feliz a todo el género humano. Desdichados son los hombres desde el día que la desterraron, o que ella los abandonó. Su falta es el origen de todas las turbulencias de la sociedad29. |
La ausencia de la amistad se explica por la distinción entre amistad aparente y amistad verdadera, lo que matiza en carta a Iglesias de la Casa30. En la obra -y en la vida- de Cadalso la amistad adquiere una extraordinaria dimensión por sus elevadas consideraciones éticas y sociales31. En Jovellanos la amistad sigue ocupando un espacio central en las relaciones humanas, y la conducta recíproca de Torcuato y Anselmo lo atestigua a la perfección. Como valor de trascendencia social la amistad es esencial en la organización dramática de El señorito mimado.
La amistad entre
varones, valor social que cobra dimensiones nuevas en el siglo
XVIII, ha permitido sugerentes interpretaciones
homoeróticas. Pero Iriarte aborda también la amistad
entre personas de diferente sexo, lo que demuestra que no se trata
solamente de una ética restringida al género
masculino, y el sermón que debía pronunciarse el
sexto domingo en Los literatos lo acredita. Así
ocurre en La señorita malcriada, donde las
relaciones entre don Eugenio y doña Clara se presentan como
la posibilidad y necesidad social y humana de ampliar el mundo de
comunicación y conversabilidad entre ambos sexos. No
sólo la dama acepta, por intercesión de don Eugenio,
restablecer los vínculos con su hermano, sino que lo estima
y valora humanamente, tanto como a verdadero amigo! de su hermano
cuanto como ser individual autónomo: «Yo estimo a usted por su juicio, / por su
honradez consumada»
(vv.
1207-1208)32.
Y si la amistad
es, como forma de sociabilidad, un elemento esencial en la
visión del mundo y de las relaciones humanas entre los
ilustrados, otras formas nuevas de mantener y fomentar esas
relaciones proliferan en la centuria ilustrada. Antes
veíamos que las tertulias, que a fines del siglo XVII fueron
los núcleos no institucionales en que se desarrolló
la nueva cultura de la modernidad, esas agrupaciones de amigos que
comparten ideas e intereses -o discrepan en discusión franca
y amistosa-, prosiguen a lo largo de la centuria dieciochesca. Es
más, lo que antes solía llevarse a cabo en las casas
de algunos de los tertulianos, ahora se extiende y amplía:
habrá tertulias en cafés, botillerías,
librerías -recuérdese el sainete irartiano titulado
La librería-, boticas y, cómo no, mansiones
particulares. Sin embargo, a lo largo del siglo la idea misma de
tertulia albergará una nueva significación que
será objeto de las críticas ilustradas. En efecto, ya
no se trata de reunirse para conversar sobre temas de
interés cultural mientras se toma un refresco, un chocolate
o unas frutas confitadas, sino que cualquier reunión social
tiende a recibir ese nombre y, por tanto, habrá que
distinguirlas. Así, Iriarte alude en El señorito
mimado al ámbito espacial en el que don Mariano se
corrompe por el contacto con gentes de otra clase social y
costumbres «insanas»
. La
razón esencial que explica su «descarrío»
es la mala
educación (o falta de ella), lo que le abre las puertas a
una vida «liebre»
que le
permite acceder a nuevos espacios: «las
insignes / aulas de Cupido y Baco, / cafés, mesas de trucos,
/ nobles garitos, fandangos / de candil, y otras tertulias /
perfumadas de cigarro»
(vv.
323-328). El sentido peyorativo de la palabra tertulia
aquí habla por sí mismo. Y todavía más
cáustico había sido Ramón de la Cruz en
Las tertulias de Madrid (1770), donde se ponen al
descubierto las motivaciones sórdidas por las que acuden los
personajes a una tertulia madrileña. La voz
tertulia, por tanto, va incorporando progresivamente
significaciones que contradicen su positiva importancia para los
ilustrados.
Por otra parte,
las tertulias para conversar y compartir siguen existiendo tanto en
la vida privada como en la literaria, y basta ver las alusiones de
don Pedro en La comedia nueva o del propio Iriarte en
otros lugares, Los literatos entre ellos. Perfectamente
representativo de los nuevos espacios de relación social -y
de la pervivencia de los antiguos- es la descripción que
hace de sus costumbres don Gonzalo en La señorita
malcriada. En efecto, aparte de asistir a comedias,
predicadores, óperas, gigantes, volatines o sombras chinas,
el rico ocioso tiene silla en el Prado -lugar de paseos, encuentros
y charlas-, «esquina arrendada»
(v. 228) en la Puerta del Sol, donde
circulan todos los chismorreos de la capital; frecuenta tertulias,
fiestas de campo, academias, juegos de cartas, bailes y saraos,
además de recurrir cuando lo precisa a las prostitutas
madrileñas. El carácter del personaje no permite
suponer todas esas actividades como algo positivo para la voz
autorial -aunque son los mismos entretenimientos de ilustrados como
Cadalso, Iriarte o Moratín-, pero éstas revelan la
ampliación que los ámbitos públicos de
relación han sufrido desde el siglo anterior. Frente a la
imagen que perciben y tal vez inventan los viajeros extranjeros que
visitan España durante el siglo XVII, y que representa a los
españoles como seres reacios a abrir sus puertas al
extraño, nacional o extranjero, reuniéndose
escasamente en sus propias casas y recurriendo al espacio
público por antonomasia, la calle o la plaza, para
encontrarse y conversar o para escuchar los chismes que circulan
por la ciudad, desde fines del XVII y a lo largo de todo el XVIII,
en un proceso que no hará más que ampliarse durante
los siglos siguientes, los salones de los hogares se abren a las
visitas -se recibe- y se multiplican los lugares públicos
cerrados en que la gente se junta para conversar y llenar juntos su
tiempo de ocio. Cadalso nos da un precioso ejemplo del cambio en la
sociabilidad al explicar «el torbellino
de visitas diarias»
(de un modo parecido a como lo
había hecho Montesquieu33)
y la facilidad con que se recibía en las casas, incluso a un
musulmán como Gazel34.
La sociabilidad aparece en los ilustrados como una cualidad
positiva, una virtud moral que el individuo debe
cultivar35.
La
perduración de las reuniones académicas de
poesía y literatura, con su amplia gama de actividades,
así como la posición que adoptan ante ellas, la
atestiguan Iriarte y Cadalso en su correspondencia, lo que,
además, acredita que arribos tuvieron experiencias del mismo
orden a lo largo de su vida, pues las tertulias que frecuentaron -y
la de la Fonda de San Sebastián es ejemplar en eso- no
desdeñaban la lectura y discusión de los poemas
presentados por sus contertulios, lo mismo que otro tipo de debates
y diversiones. De modo muy representativo, Cadalso le escribe a
Iriarte desde Salamanca en 1774 parodiando las actas de una
academia celebrada en plena Semana Santa. Así, el viernes
santo un académico propuso averiguar «qué conexión
físico-anatómica-armónica tiene la voz humana
con los testículos, o sea, partes
pudendas»
36,
el sábado hubo banquete y gritos de ¡evohé!, es
decir, signo de borrachera; el domingo, perorata sobre la
confesión con obvias alusiones sexuales; el lunes, salida a
la ópera, con nuevas sugerencias eróticas, ya que un
miembro de la academia «notó
cierta sensación a la primera cabriola abierta que hizo una
bailarina famosa por las piernas y muslos que naturaleza le ha
dado»
; el martes, se escucha un sermón famoso en
el que tras el exordio «roncaban
pasmosamente todos y cada uno»
37;
por último, se presenta una anacreóntica de autor
desconocido. Para concluir la carta, y en el tono iconoclasta que
le caracteriza, Cadalso anuncia que va a coleccionar sus cartas
familiares y le pide a Iriarte las que conserve, «si no se ha limpiado el culo con
ellas»
38.
La tertulia
«seria» que reúne en su casa el protagonista de
Los literatos -don Bonifacio contrapone los tertulianos a
los demás, es decir, a quienes aprovechan el Carnaval para
divertirse- presenta, por tanto, los mismos rasgos que otras muy
anteriores. En primer lugar, no sólo asisten «algunos sujetos verdaderamente instruidos y
juiciosos»
(pág. 100), sino que también la
frecuentan «ciertos aprendices de
literatura y maestros de pedantería»
(pág. 100); de ahí que a
propuesta del anfitrión sean «los
inteligentes»
(pág. 108) quienes aprueben el plan.
Es, por tanto, una congregación heterogénea y abierta
-como las que a fines del XVII reunían a novatores junto a
tradicionalistas, o como la Academia del Buen Gusto, en que se
juntaban neoclásicos y eclécticos-, en la que sin
duda opiniones divergentes se enfrentan y, junto a actitudes
claramente ilustradas, aparecen otras de muy distinto signo. El
narrador no deja de señalar que allí se encuentra
«algún afectado
escolástico»
(pág. 102), lo mismo que hay gente
moza junto a personas graves, individualizando a un estudiante
asiduo y señalando que una señora «con honores de erudita asistía a la
tertulia»
(pág.
158). Por otra parte, la tertulia parece ser cosmopolita.
Así, a la proposición del dueño responden
«mezclados los vivas
españoles con los Víctores latinos y
los bravos italianos»
(pág. 102). La presencia, pues, de
españoles e italianos es probable (en la tertulia de la
Fonda de San Sebastián participaban italianos como Pizzi,
Signorelli, Conti, Bernascone); el origen de quienes exclaman en
latín puede resultar más dudoso, aludiendo al
escolástico antes mencionado. Mas el cosmopolitismo de la
tertulia no termina ahí, ya que la propuesta del
dueño consiste en que los «predicadores»
laicos se disfracen
-como en el teatro- con «los trajes de
seis varones eruditos de seis distintas naciones»
(pág. 103), donde se
mezclan autores antiguos -griegos y latinos-, renacentistas, del
propio siglo, italianos, ingleses y españoles.
Cosmopolitismo y patriotismo -binomio caracterizador de ilustrados
y neoclásicos- quedan perfectamente representados en la
simple selección de figuras de autoridad para dictar os
sermones. A pesar del fracaso del proyecto iniciado, el
espíritu sociable y amistoso de la tertulia no se destruye.
Don Bonifacio cierra el texto afirmando: «Mi casa, mi mesa, mis libros y mis papeles son
siempre de mis amigos. Aunque se nos ha frustrado el proyecto de
los sermones, la tertulia subsiste. En ella procuraremos todos
instruirnos y trabajar»
(pág. 195), reafirmando el
carácter útil y serio de la misma.
Ahora bien, un
problema que plantea el plan que propone don Bonifacio en Los
literatos se refiere al público al que se destinan los
sermones. ¿Están concebidos efectivamente para los
miembros de la tertulia? Si ésa fuera la intención,
no haría más que confirmar que «los inteligentes»
, es decir, los
verdaderos ilustrados que a ella asisten, se proponen convencer a
los demás tertulianos de los componentes esenciales del
discurso ideológico que en los sermones tratan de articular;
mas si el sermón sobre la murmuración se destina a
los contertulios, ¿quiere decir que es desde dentro de la
propia tertulia desde donde se sabotea el proyecto que ella misma
pone en marcha? ¿O tiene como destinatario a un
público que está más allá de las
paredes en que se junta la tertulia? Todavía más
reveladoras son las notas que don Silverio tiene para su
sermón sobre el teatro, pues inscribe claros signos que
apuntan en otra dirección: «Me
explicaré con ejemplos de bulto, hablando solamente con
los nada instruidos, pues cualquier sujeto de mediana lectura
se agraviaría (y con razón) de que intentase yo
imponerle ahora en reglas tan sabidas e indubitables»
(págs. 170-171; la
cursiva es nuestra). ¿Es imaginable que en la tertulia
participen sujetos «nada
instruidos»
?
En otras palabras,
los sermones laicos que se originan en esa reunión abierta y
heterogénea parecen dirigirse a un público que no
está; en la tertulia, sino en la calle -y que no hay
que confundir con el bajo pueblo, sino con la idea de
vulgo tal y como la conciben Cervantes, Gutiérrez
de los Ríos o Feijoo-. Por eso el narrador clarifica que el
primer sermón atrajo, aparte de a todos los contertulios, a
un «gran número de
oyentes»
(pág.
109), de modo que «apenas
cabía[n] en el espacioso salón»
(pág. 109), y más
tarde la voz se esparce por todo Madrid, lo que amplía
aún más el auditorio. Pero es don Bonifacio quien
escribe los boletines de invitación, y eso quiere decir que
se trata de personas que de uno u otro modo son conocidas -directa
o indirectamente- del anfitrión. De esa manera, el que
podría ser verdadero destinatario de los sermones aparece
incluido en el ámbito privado de la tertulia. La
relación entre voz autorial, personajes y público
destinatario es, sin embargo, todavía más ambigua. En
el caso de don Severo, que habla de la murmuración, concluye
su sermón interrogando: «Pero
¿a quién acudo a exponer hoy mis anhelos y mis ideas?
¿A vosotros que, aunque sin duda las aprobáis, no
sois los que las habéis de promover?»
(pág. 126). El
destinatario de sus propuestas, por tanto, no parece ser ni la
tertulia ni el público de la calle, sino las instancias
efectivas del poder público. Cuando menos, por tanto, se
vislumbra un cuádruple destinatario que refleja la
dimensión sociable y social del proyecto: los miembros de la
tertulia completa, el público que asiste atraído por
la ¡novedad, los gobernantes y, obviamente, el lector.
Ya hemos señalado cómo Los literatos textualizan el fracaso de la sociedad civil en los planes de reforma cultural. Ello sucede después de que uno de los contertulios haya dado su sermón sobre la murmuración y la tertulia nocturna haya discutido acerca de los rumores que circulan por la ciudad respecto a lo que se hace en casa de don Bonifacio. Lo que se constata en el texto es precisamente el poder abrumador que la murmuración y la envidia detentan en la sociedad española desde la óptica de Iriarte. En efecto, murmuración y envidia llevan al fracaso la empresa que pretenden acometer los contertulios. Ahora bien, ¿por qué les atribuye Iriarte tanto poder? Y, más importante todavía, ¿es que murmuración y envidia son para él los rasgos caracterizadores de la identidad nacional? Pero ¿a qué identidad se refiere?
La
murmuración, obviamente, no es algo nuevo del siglo XVIII.
Por el contrario, y sólo por limitarnos en el tiempo, uno de
los elementos que aparecen reiteradamente en el teatro
clásico barroco, y que se integra en la organización
del enredo dramático, es la difusión de opiniones o
comentarios -no contrastados- que unos personajes emiten sobre
otros. Lo que se ve, se lee y/o se oye es origen de
interpretaciones y, en último término, opiniones que
se autorizan por su sola transmisión. De ahí la
prudencia con que debe hablarse, porque «las paredes oyen»
, como
Alarcón titula una de sus comedias. Maravall, en sus
estudios dedicados al Barroco, llama la atención sobre la
importancia que va adquiriendo «el tema
de la opinión»
39
a lo largo de la época. Saavedra Fajardo llegaría a
afirmar que la opinión era la única base en la que
sustentar el poder, idea que reitera Lancina al escribir que
«la opinión mueve el
mundo»
40.
Mas una cosa es la percepción que desde el poder se tiene de
la opinión y de cómo modificarla -sobre todo, desde
la perspectiva de una monarquía absoluta- y otra muy
diferente el modo concreto en que esa opinión llega a
articularse. En efecto, desde las Cartas de Almansa y
Mendoza -apología de la corona y del conde-duque de
Olivares- hasta Barrionuevo y sus Avisos -que para
Maravall constituyen un periodismo «de
oposición»
41-,
va cobrando forma una opinión individual que, mediante su
difusión escrita, tiende a reflejar -e influir en- la de sus
lectores y posibles oyentes. La multiplicación de
murmuración y crítica en el XVII, aun aceptando que
se incrementa con relación a épocas anteriores, no
significa, pese a lo que mantiene Maravall, que se esté
configurando un movimiento «revolucionario» de
oposición a la monarquía.
Considerar el
nuevo papel de las opiniones como «una
corriente peligrosa»
que «podía inspirar un amenazador movimiento
de protesta»
42
es una extrapolación que al autor le sirve para justificar
su muy discutible premisa mayor: la cultura del Barroco como un
conjunto de mecanismos ideológicos de propaganda para el
control e integración de las masas. Es cierto que se va
configurando un mercado para la noticia, pero no se pueden asimilar
los escritos individuales que se dedican central o colateralmente
al comentario de la actualidad con las publicaciones
periódicas, verdaderos órganos de articulación
de la opinión pública que se empiezan a publicar en
Europa a lo largo del siglo XVII. Y los primeros intentos de poner
en el mercado una prensa periódica que informe -y
«deforme»- los aborda en España Francisco Fabro
Bremundan, cliente político de don Juan José de
Austria, iniciando un proceso que se intensificará en las
décadas siguientes y, sobre todo, a lo largo del XVIII. Las
habladurías y murmuraciones pueden acabar
desempeñando un papel fundamental en la configuración
de la opinión pública, pero sólo alcanzan
cierta incidencia en la vida colectiva cuando se concentran en
aspectos de la gestión gubernamental.
El mismo Maravall cita a Lope y a Alarcón para subrayar la importancia que la opinión tiene en la época, aunque confundiendo lo que llamaríamos la opinión pública -que comienza a articularse- con la fama personal, que no es sino otra formulación del honor o la reputación. A este nivel privado, las habladurías tienen una función esencial en la sociedad barroca, en particular por el modo e intensidad con que afecta la idea misma del honor. Por otra parte, la murmuración, que Maravall vincula a la sociedad masiva, es decir, a un desarrollo urbano en el que prolifera la sensación de anonimato, se multiplican las relaciones contractuales y progresa la despersonalización de las relaciones humanas, tiene eficacia en cuanto el marco en que tiene lugar no es precisamente una sociedad de masas. La centuria ilustrada modifica sustancialmente, como veremos, el enfoque con que se contempla el honor. En algunas ocasiones, incluso, en el teatro barroco se logra modificar radicalmente la posición de poder que ocupa un personaje mediante la murmuración. Basten un par de ejemplos. En El duque de Viseo, de Lope, don Egas manipula consciente e intencionadamente las habladurías para que el rey don Juan decida la muerte de los duques de Guimaraes y de Viseo. Aparte de reflexionar sobre los riesgos, límites y peligrosos deslizamientos del poder monárquico, la murmuración funciona teatralmente como un factor que puede determinar la fortuna del personaje, es decir, su destino. Algo parecido, pero con otro desenlace, plantea Calderón en Saber del mal y del bien, donde la posición del conde y valido del rey Alfonso VII va a trastornarse dramáticamente por culpa de los rumores que sobre él hacen circular en el ambiente palaciego Íñigo y Ordoño. Lo mismo que provoca la caída del valido favorece el ascenso del noble caballero portugués Álvaro de Viseo, y será la integridad de éste lo que permitirá la restauración de la posición del conde. Con dos tratamientos diferentes, la influencia de los rumores se pone de relieve en la dramaturgia barroca. Sin otorgarle a las habladurías la misma capacidad de influir en las instancias del poder monárquico, durante el siglo XVIII las murmuraciones siguen teniendo una función privada con trascendencia colectiva que el teatro recoge y analiza frecuentemente.
Andar en lenguas de la gente es una circunstancia que no afecta el honor a la manera en que éste funciona en el Barroco, pero que sí tiene un sentido obviamente peyorativo que los ilustrados incorporan a su visión de la sociedad y de las vías de su reforma. Ser objeto de chismes es un signo que desborda los límites de lo privado para dar dimensión pública a algún aspecto de la personalidad o conducta que se percibe desde la óptica del autor como rasgo que caracteriza un comportamiento rechazable, y que debe ser «tratado», sea por medio de la corrección reeducadora o del alejamiento definitivo de la colectividad. La murmuración, los chismes y chismorreos, las habladurías sobre uno son, en sí y por sí mismas, un elemento que refleja la impropiedad de una conducta, y, por tanto, la identificación de una personalidad «descentrada», marginal y, en último término, merecedora de la expulsión social. Así, por ejemplo, frente al orgullo de Jerónima en Lapetimetra, de Nicolás Fernández de Moratín, por el calificativo con que todo Madrid la conoce, María, igual que su tío don Rodrigo, lo tiene por un baldón:
|
Si Jerónima
vive por y para el espacio público, para el exterior, por lo
que la moda y todos sus acarreos son para ella lo esencial de su
vida, María, por el contrario, está orgullosa de
encargarse de las labores caseras y tiene perfectamente integrados
los valores que deben caracterizar a la mujer de bien: «Que la que ha de ser mujer / de todo debe
saber, / del estrado y del fogón»
44.
Estrado y fogón son espacios exclusivamente caseros
-«femeninos»-, dentro del ámbito privado. De ese
modo se contrapone binariamente una conducta volcada al exterior y
que anda en lenguas de la gente con otra que acepta las
constricciones sociales y se ajusta al modelo ilustrado de
mujer.
En su
indagación sobre las acciones y amistades de Mariano, en
El señorito mimado, don Cristóbal entra en
contacto con el mundo (marginal) que frecuenta y que es
parcialmente culpable de su degradación. Pero lo más
grave no es la conducta en sí, sino que su fama ha
traspasado los límites de lo privado para alcanzar
notoriedad pública: todo Madrid piensa que es un
calavera, otra voz con la que se aludirá a las
conductas socialmente reprobables y a la que Mor de Fuentes
dará forma en El calavera (1800), donde, como
delincuente irrecuperable, el personaje que encarna el
título huye y -se supone- será detenido y encarcelado
en Barcelona. Larra volverá a esa figura en dos
artículos de 1835, en los que se analizan con corrosiva y
profunda ironía los diversos tipos del mismo. Si el Mariano
irartiano es un ejemplo del modelo negativo de conducta masculina,
Leandro Fernández de Moratín recoge algunos de sus
rasgos para construir el personaje de don Claudio en La
mojigata, a quien su propio criado se refiere como «un loco»
. Las reservas que siente don
Luis para concluir el matrimonio de su hija tienen que ver, en
último término, con la conducta de Claudio. Este es
un mala cabeza, trasnochador y jugador. Pero toda su personalidad
«descentrada»
se resume en el
hecho de que tiene fama de calavera en Toledo. Esa idea
que transmite la voz pública se concreta en un
comportamiento ajeno a las formas corteses que los ilustrados
preconizan en su teatro. La murmuración que lo ha convertido
en un calavera se ve complementada por la ausencia de maneras
sociales que lo acaban retratando como un ser antisocial, por lo
que su destierro final y la necesaria reeducación resultan
el corolario lógico de haber andado en lenguas de la
gente.
Directamente
enfrentada a la murmuración, y tal vez como una de las
dimensiones más utópicas de la cosmovisión
ilustrada, se encuentra la creencia, según Cadalso, en la
posibilidad de tener «la lengua
unísona con el corazón»
45,
es decir, de que la palabra sea instrumento que refleje los
verdaderos sentimientos del individuo. La imagen no es más
que eso, porque en realidad la convicción ilustrada en la
veracidad humana va más allá de los afectos
personales para abarcar todas las manifestaciones de la actividad
del individuo, expresión de una nueva ética que
exige, por encima de todo, la confianza en el prójimo. En
último término, es la noción de hermandad
universal la que está en el tablero. Claro que esa
noción es mucho más selectiva de lo que parece dar a
entender. La hermandad es «universal» entre los
miembros de aquellos círculos intelectuales y sociales que
pueden disfrutar del comercio de almas que permite mostrar y
fomentar dicha hermandad; en otras palabras, es una hermosa
cobertura para una visión elitista y burguesa del individuo
y su relación con el mundo. La veracidad como norma
ética que guía la conducta del personaje ilustrado
está en el centro de la de don Cristóbal en El
señorito mimado. Por eso, ante las acusaciones de su
cuñada de que está hablando en contra de su Mariano,
la respuesta es toda una declaración de principios: «Yo siempre hablo / en favor de la
verdad»
(vv. 620-621). La
integridad moral que tal actitud refleja se pone de relieve en
particular porque ser veraz en esas circunstancias implica perder
la excelente ocasión de un matrimonio ventajoso.
En Los
literatos la murmuración -que es la negación
frontal de la veracidad ilustrada- es conceptualizada como una
pasión que depende del amor propio, pero que, a diferencia
de la que como «desahogo de mal
intencionados corazones»
(pág. 111) se ceba en la fama de los
individuos -y a la que antes nos referíamos-, aquí
«se opone a todo lo útil, a todo
lo nuevo»
(pág.
110). Frente a la dimensión individual de la
murmuración privada, esta nueva versión «perjudica directamente al bien de una
nación entera»
(pág. 111), ya que el murmurador
-ocioso que pretende opinión de inteligente mediante la
censura superficial de los esfuerzos ajenos- difunde sus
habladurías en los nuevos espacios de sociabilidad y en toda
concurrencia pública. Don Severo inserta excursivamente una
defensa lúcida de la crítica -que no debe confundirse
con la sátira- como parte de una sociedad autoexigente y que
fomenta el progreso en todos los campos, aunque estableciendo
diferentes modos de ejercerla según la utilidad del objeto.
Es el tema que hubiera abordado don Justo en su sermón,
censurando a aquellos que se dejan llevar por una admiración
excesiva sea hacia los antiguos o hacia los modernos -retomando la
famosa querelle des
anciens et modernes que en Francia tuvo lugar a fines del
XVII-, sea hacia lo francés o en su contra, negándose
a reconocer lo que han progresado. Propone, por tanto, un programa
de traducción de las obras excelentes que han producido y,
tras poner de relieve la ligereza con que algunos franceses
censuran a las demás naciones sin el apropiado conocimiento,
su propuesta se resume en que «alabemos
las cosas útiles que hay en los países extranjeros y
sintamos que el nuestro no las tenga iguales o mejores»
(pág. 163). Puesto que el
criterio esencial es el progreso nacional, cualquier patrioterismo
xenófobo, lo mismo que toda
«extranjerización» acrítica, está
fuera de Iriarte.
Del «vulgo de los críticos»
(pág. 114), es decir, de
los murmuradores que, por su «ansia de
aplausos»
(pág.
121), censuran sin fundamento, afirma don Severo que hay que
separar a los sujetos instruidos que con su crítica «procuran el bien de la nación y piensan
sólida y útilmente»
(pág. 115). La murmuración,
concepto absolutamente separado de la «verdadera»
crítica, emana directamente de la envidia, «enemiga del talento, aliada de la malignidad,
que se opone en nuestros días a la perfección de las
artes inventadas y al descubrimiento de las desconocidas»
(pág. 113),
asociándose a la idiotez y la ignorancia; de ahí que
sugiera la composición de una Historia de la
ignorancia en que se recojan todas las posturas que redundan
«en desdoro de toda esta gran
nación»
(pág. 114), con lo que invierte
anticipadamente los términos de las apologías a favor
del mérito de España que brotarán más
tarde como reacción al artículo «Espagne» de Masson de
Morvilliers. La defensa de las novedades que -como la adolescencia-
dejan de serlo con el tiempo, se ejemplifica con la limpieza urbana
el correo marítimo o la expulsión de los jesuitas, es
decir, con medidas políticas recientes que son, por encima
de todo, útiles y beneficiosas para la nación que los
ilustrados aspiran a construir, a la vez que adelanta la necesidad
de la reforma teatral y propone una política cultural que
facilite la publicación de las obras que la crítica
sólida muestre merecer, poniendo de manifiesto el papel que
como «mercancía»
tienen
los libros al equiparar su abastecimiento a las bibliotecas con el
de víveres al mercado. Los murmuradores a los que se ataca
sin piedad en el texto irartiano son «enemigos juramentados de toda idea de
adelantamiento»
(pág. 119), o sea, adversarios
abiertos del progreso -concepto que, al margen de su posible
cuantificación estadística, responde a unos intereses
de clase que los ilustrados asumen y formulan-. Contra esa actitud,
don Severo hace un elogio de la emulación, pues «el respeto que profesamos a los que han dado
pruebas de saber más que nosotros debe ser el incentivo de
nuestro amor a la ciencia y el más firme apoyo de nuestra
buena opinión en la república literaria»
(pág. 120). La apertura a
las aportaciones de los demás -sin constricciones de tiempo,
patria o religión- es la base de una emulación
productiva y, por tanto, una de las vías por las que la
nación debe progresar.
La
murmuración, en consecuencia, no se manifiesta tanto como
algo que describe una conducta errada, sino como la
expresión de una postura ideológica que, manipulando
la desinformación, o la deformación de la
información, se plantea un objetivo claramente
político-cultural, cual es desbaratar los proyectos
reformistas y laicos que se proponen en la tertulia. La
dimensión privada de la habladuría se junta
aquí -pese a no recurrir a la prensa periódica- con
su dimensión pública, y tal vez precisamente porque
no se trata todavía del anonimato de una sociedad masiva. En
efecto, los rumores afectan a los contertulios a nivel individual,
ya que el proyecto «nos ha hecho
ridículos para siempre en el pueblo»
(pág. 153), asegura don Justo, y don
Bonifacio justifica la renuncia a proseguir «porque yo también tengo mi
crédito que perder»
(pág. 156). Álvarez Barrientos
ha escrito que la murmuración -causa del fracaso en Los
literatos- es «lo exterior a esa
clase de tertulia, lo superficial, el público buscado por
los eruditos ligeros -más al día de los gustos- y los
periodistas»
46,
contraponiendo la vocación esencialmente pública y
abierta de los violetos a la privada y aislada de las
tertulias serias. Esa visión parece dejar de lado que entre
los contertulios se encuentra, sí, gente muy seria y formal,
pero también, como se ha visto, otro tipo de público.
La murmuración destructora no se atribuye sin
ambigüedad en el texto. Al concluir don Severo su
sermón, el estudiante repentista improvisa: «pero son / tus declamaciones vanas; / pues ya
alguno tendrá ganas / de hallar, sin salir de aquí, /
con quien murmurar de ti, / de tu sermón y tus
canas»
(pág.
128), a lo que el narrador añade: «no faltó quien reparase que hubo en la
sala hasta cuatro personas que mudaron de color y se sonrieron de
malísima gana»
(págs. 128 y 129).
Ahora bien,
¿son miembros de la tertulia «completa» o parte
del público que ha acudido por primera vez y, por tanto,
ajenos al ámbito tertuliano? En el texto no hay ninguna
indicación clara en ningún sentido. Más
adelante el narrador asegura que «no se
ignoraba que las gentes desocupadas del pueblo procuraban
ridiculizarla lo mejor que sabían»
(pág. 129), mas ¿permite eso
afirmar que son sólo esos ociosos quienes encarnan en el
texto la murmuración que acaba con el proyecto? El que se
diga que se agregaron «a los
censuradores de la otra vez unos cuantos más»
(pág. 130) no clarifica
de quiénes se trata. Conforme avanza la narración
aparecen una dama superficial que sólo sabe elogiar el
atuendo de don Patricio y un grupo de señoras y caballeros
que aplauden su sermón «por dar a
conocer que lo habían entendido»
(pág. 151), sin que se especifique si
eran contertulios o no. Pero lo más importante es que los
murmuradores representan en el texto una ética radicalmente
opuesta a la que sustenta el anfitrión y su círculo
más cercano. Las acusaciones que se vierten contra «los nuevos predicadores»
(pág. 168) y los
ámbitos sociales que las emiten son muy variados.
Así, «en cierto paraje»
(pág. 153) don Justo
recoge la opinión de que la mansión de don Bonifacio
«se ha vuelto casa de locos»
(pág. 153), se critican
los atuendos, el sermón de Teofrasto se reduce a «kaka»
(pág. 153) y, en último
término, como diversión novedosa «ni se baila, ni se come, ni se puede meter
ruido»
(pág.
153). Unos ociosos que pasean por el claustro de un convento
critican «que una cosa tan sagrada como
los sermones se ridiculizase y profanase en casas
particulares»
(pág. 154), añadiendo otros lo
inconveniente de que «para un
entretenimiento mundano se hayan escogido los días de la
cuaresma»
(página 154), representando así
diferentes medios sociales y culturales. En la medida en que la
murmuración se erige como obstáculo para la
difusión de las novedades necesarias para la
modernización -de las letras, pero también de la
nación en su conjunto-, es obvio que se establece una
asociación consciente entre ambos elementos. No es casual,
sino de una sutileza extremada, que don Severo aluda a los
murmuradores que desprestigian toda novedad útil difundiendo
su crítica banal «en las
bibliotecas, en los teatros, en los mismos templos»
(pág. 111). Con esas
alusiones, es evidente que no se refiere a los eruditos a la
violeta, sino a unos sectores sociales mucho más peligrosos
por su tradicionalismo ciego y acrítico. Es mas, en la
defensa de las novedades introducidas por el gobierno de Carlos
III, y en particular al hablar de la expulsión de los
jesuitas, don Severo expresa su apoyo a tales medidas: «Esto digo yo y esto dicen los verdaderos
patriotas»
(pág. 117), en tanto sus adversarios,
«preocupados de opiniones en que sola la
antigüedad suple por la solidez»
(pág. 117), se oponen llamando
«irreligión al celo, injusticia
al buen orden, persecución a la reforma»
(pág. 118).
Por esa
razón puede abordársela pregunta que
formulábamos al principio: ¿a qué
visión de la identidad nacional responde el papel que se
otorga a la murmuración y la envidia? Juan Pablo Fusi ha
afirmado que «el reformismo ilustrado
articuló la nación
española»
47,
aunque no analiza ni las características de la identidad
nacional que configura él discurso ilustrado ni el proceso
de confrontación con otras versiones culturales de la misma
identidad. Si para la cosmovisión ilustrada la apertura a
las novedades acompaña a una epistemología
experimental, racionalista y sensista, y en su percepción
del individuo éste debe reunir sensibilidad y
razón crítica, sociabilidad, cosmopolitismo
y patriotismo, conversabilidad, amistad y veracidad, puede
deducirse que, a esa manera de entender cómo es el
español -o, más bien, debe ser-, se contrapone la que
vendrían a encarnar «los
murmuradores»
. La murmuración se manifiesta en su
abierta oposición a las novedades y la emulación
cosmopolita y abierta; pero tras aquélla se barruntan el
escolasticismo y el galenismo -con su cerrazón ante la
experimentación y la razón-, la ortodoxia
católica sin fisuras, el Santo Oficio, la defensa del teatro
barroco -que más tarde se formularía como el esencial
«romanticismo» del español- y la poesía
gongorina. Y la prueba más palpable de ese enfrentamiento la
recoge el mismo texto al comentar uno de los circunstantes que uno
de los rumores que circulan es que en casa de don Bonifacio se
intenta «desacreditar a toda la
nación»
(pág. 155) y que el anfitrión
«era un mal patriota»
(pág. 156),
acusación que para don Justo se convierte en «el epíteto de mal
español»
(pág. 162). El problema, pues, no se
sitúa en si se contraponen viejos a jóvenes, aunque
ya hemos visto que en Los literatos los jóvenes son
miembros de la tertulia y los encargados de los sermones, sino que
la contraposición enfrenta a los ilustrados, que conciben el
ser nacional de una manera abierta y progresista -concepto
determinado por el momento histórico y los intereses de
clase que representan-, con los tradicionalistas, que se oponen por
todos los medios a su alcance a la reforma que requiere,
según los ilustrados, la nación para avanzar y
profundizar en su modernización, es decir, en un proceso de
«re-construcción» de la identidad nacional.
Subliminalmente, el choque contrapone una concepción
esencialista de dicha identidad -somos lo que somos y siempre lo
seremos- a una visión que admite, de hecho, que la identidad
es una construcción cultural y, por tanto, algo que se puede
modificar mediante la utilización de todos los mecanismos de
influencia que la sociedad -civil y política- tiene a su
disposición.
El último sermón que se pronuncia en la tertulia abierta al público es el que tiene que ver con la educación. Desde luego, no es casual que este sermón se pronuncie después del que trata de la murmuración, ni que sea el último. Ambos factores hacen plausible suponer que para Iriarte, como para tantos ilustrados -erasmistas antes, krausistas después-, la educación es el único instrumento por el que se puede intentar modificar la situación cultural del país, es decir, modernizarlo, noción que no es neutra, sino que está marcada por una dinámica histórica precisa; en ese momento, en el sentido de ajustar el sistema educativo a las exigencias de una burguesía que plantea necesidades y aspiraciones crecientes. Pero no es sólo eso. Porque si tenemos en consideración que la murmuración y la envidia son los factores identitarios que explican el fracaso de la sociedad civil en sus empeños de reforma, la educación deberá incidir en la modificación de esos factores. No obstante, y a pesar de ciertas afirmaciones explícitas, el caso ejemplar que ha elegido Iriarte para ilustrar la importancia de la educación lleva paradójicamente a su implicación, como se ha visto, en uno de los enfrentamientos más sonados del siglo, el que opuso a Juan de Iriarte, su tío, con Gregorio Mayans a propósito de las gramáticas latinas que ambos escribieron.
La reforma
educativa que proponen los ilustrados abarca una amplia gama de
significaciones. En primer término, se trata de un amplio
programa de educación general de la población
-particularmente, del público que puede leer, aunque la
lectura en voz alta sigue funcionando en determinados
círculos- y que se resume en la palabra
desengañar. El proceso educador que acometen los
novatores e ilustrados parte de un concepto de engaño
radicalmente opuesto al dominante durante el Barroco. En la famosa
Carta filosófica, médico-química,
Juan de Cabriada escribe: «Que es
lastimosa y aun vergonzosa cosa que, como si fuéramos
indios, hayamos de ser los últimos en recibir las noticias y
luces públicas que ya están esparcidas por Europa. Y
asimismo, que hombres a quienes tocaba saber esto se ofendan con la
advertencia y se enconen con el
desengaño»
48.
Aquí el concepto de desengaño está
unido a las noticias y luces públicas, es decir, a
la difusión de la ciencia y, por tanto, a la
desaparición de supersticiones y errores vulgares. Si
añadimos que la verdad científica es inseparable de
una epistemología basada en los sentidos, la experiencia y
la razón, queda claramente definido él nuevo sentido
de la voz. Años después escribiría Feijoo:
«Tan lejos voy de comunicar especies
perniciosas al público, que mi designio en esta obra es
desengañarle de muchas que, por estar admitidas como
verdaderas, le son perjudiciales, y no sería razón,
cuando puede ser universal el provecho, que no alcanzare a todos el
desengaño»
49,
y el mismo Iriarte utiliza en Los literatos la
expresión «desengaño
moderno»
(pág.
136).
Si el
engaño y su corolario el desengaño caracterizan al
Barroco, el error y la lucha intelectual por desterrarlo
serán una de las características centrales del
movimiento novator e ilustrado en su preocupación educadora.
No se trata de considerar como engaño lo que nos indican los
sentidos, sino que el error será aquello que niegan nuestros
sentidos ayudados por la razón, pues ambos son y
serán los jueces últimos para valorar la verdad o
mentira de lo que percibimos. El error tiene, por tanto, una
dimensión social o colectiva, ya que lo que se pretende es
fomentar un espíritu crítico necesario, al fin y al
cabo, para acometer las adaptaciones que debe efectuar el
país. Y, para ello, la minoría asume la
responsabilidad de liberar a los demás de ese engaño,
educándolos en «la verdad». Todo el proceso
engaño-desengaño (o error-ilustración) se
desarrolla a nivel grupal, no individual, pues se tratará de
acometer intencionada y colectivamente la empresa de eliminar el
error en quienes están sometidos a él.
Sánchez-Blanco ha sintetizado expresivamente: «El desengaño deja de ser vivencia clave,
porque en lugar del engaño inicial (la confianza en la
verdad dogmática o en los sentidos) parte ya de la
desconfianza y de la ignorancia. El término de la actividad
intelectual no es el famoso desengaño, sino la
búsqueda de un consenso basado en la experiencia y en las
matemáticas»
50.
El desengañar de novatores e ilustrados consiste en un
proceso complejo que abarca el desarrollo científico, la
crítica de toda forma anquilosada de pensamiento y la
educación de las capas sociales que tienen la
responsabilidad del progreso nacional.
Don Patricio, en
Los literatos, plantea su sermón para acertar en
«la elección de un sistema
útil y permanente que les facilite [a los niños] la
entrada a las retiradas estancias de la sabiduría»
(pág. 131), pero sin
proponer minuciosamente un método para la instrucción
de la niñez. Los obstáculos que señala en la
educación infantil abarcan la tendencia rutinaria de los
padres, el recurso al castigo físico -en lugar de otros
métodos más atractivos para estimular el aprendizaje-
y el orden en que se establece el progreso en los estudios, del que
están ausentes la retórica, la geografía o la
historia. Esas carencias hacen que los niños acaben siendo
incapaces de expresarse adecuadamente y ridículos en sus
equivocaciones históricas o geográficas. Mas es de
notar que Iriarte no está hablando de los niños
«pobres»
, sino de la
educación que reciben los poderosos, «pues aquellos que debieran ser norma para los
inferiores no son siempre modelos perfectos para propuestos a la
imitación pública»
(pág. 144), aludiendo al
desconocimiento histórico de «sujetos condecorados, sujetos de lucimiento y
que debieran ser superiores a la plebe en la instrucción
como lo son en la riqueza»
(pág. 143); la falta de cultura de los
aristócratas explica, además, su poco interés
en proteger a los artistas y escritores. La fe en la capacidad
reformadora de la educación se afirma con vehemencia:
«los hombres podemos ser todo lo que la
educación quiere que seamos»
(pág. 145), e Iriarte añade dos
elementos fundamentales en la percepción ilustrada de la
educación: que los maestros «han
de ser sujetos alentados de celo nacional»
(pág. 145) y que a los autores de
buenos libros destinados a la instrucción pública
debe el estado «tanto como a los
conquistadores que le han engrandecido o a los legisladores que le
gobernaron»
(pág. 146), retomando una
metáfora que Bacon -y Feijoo- utilizó para comparar a
los científicos con los descubridores y conquistadores del
Nuevo Mundo.
En el discurso de don Patricio destaca el espacio que se concede no sólo al aprendizaje de la latinidad, sino al texto escrito por don Juan de Iriarte, al que ya nos hemos referido más arriba.
Al concretar
Iriarte el problema de la educación en la
Gramática latina, y a pesar ¡del
énfasis que pone en la instrucción de los
niños, está remitiendo a dos niveles educativos
diferentes. Por un lado, a la enseñanza que se
llamaría primaria y secundaria; por el otro, a la
educación universitaria, ya que la aspiración de
dicha Gramática es servir como texto a ambos
niveles. En el primer sentido, no existía en España
-como en la mayor parte de Europa ningún sistema general que
permitiera la educación de la infancia. Así, al
margen de los preceptores e instructores privados -que sólo
las familias adineradas podían permitirse-, existían
las escuelas vinculadas a la Iglesia y las órdenes
religiosas. Algunas, como los colegios de los jesuitas,
acogían a los hijos de la nobleza e hidalguía que no
recurrían a maestros particulares. Mayans, que se
inició en el Colegio Cordelles, de los jesuitas de
Barcelona, da fe del bajo nivel y mala latinidad que en él
se impartía. Los Seminarios de Nobles, regidos por la
Compañía de Jesús y abiertos exclusivamente a
los nobles, prestan, como bien señala Sarrailh, más
atención a «la buena
educación y los modales pulcros»
51
que al contenido educativo, aunque en éste se incluyen -al
parecer puntualmente- las matemáticas y la física
experimental. Tras la expulsión de los jesuitas, y pese a
las presiones de dominicos y agustinos -ansiosos por sustituir a
los expulsados-, la Real Orden de 5 de octubre de 1767 pone el
énfasis en que sólo «los
maestros y preceptores seglares»
52
pueden restaurar la enseñanza primaria y secundaria, idea
que asume Iriarte, como hemos visto.
Además de la reforma de los Seminarios de Nobles, se fundan en Madrid y en 1770 los Reales Estudios de San Isidro, donde a las bellas letras y lenguas como el griego, el hebreo y el árabe, se añaden las matemáticas, la física experimental y el derecho natural y de gentes. Recuérdese que Iriarte escribiría, por orden de Floridablanca, unas Lecciones instructivas sobre la historia y geografía destinadas a la enseñanza primaria. Sin embargo, habrá que esperar hasta 1791 para que Meléndez Valdés exprese en público la radical exigencia de una enseñanza nacional uniforme, imprescindible para el fomento de la riqueza del país, anticipándosela la propuesta de Cabarrús, formulada en la segunda de sus Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública (1792), de una enseñanza general, laica, política y gratuita para toda la población, idea que comparte Jovellanos y que defiende hasta el final de su vida.
En cuanto a la
situación de las universidades y su profesorado,
también Mayans tiene una temprana experiencia, tanto en
Valencia como en Salamanca, que le sirve de base para una denuncia
corrosiva: textos desfasados, abandono de las ciencias modernas y
de las matemáticas en especial -realidad que confirma Torres
Villarroel en su Vida-, perpetuación de la
escolástica y el galenismo, profesores incompetentes,
enfrentamientos constantes entre las diferentes corrientes que
representan las distintas órdenes religiosas, colegios
mayores que funcionan como una red clasista que controla los
niveles más elevados de la vida pública. Las
constataciones del atraso de las universidades españolas
proliferan -recuérdese la que hace Cadalso en Cartas
marruecas, anticipada por estas palabras que le escribe a
Iriarte desde Salamanca: «doctísima universidad donde no se
enseña matemáticas, ni física,
anatomía, historia natural, derecho de gentes, lenguas
orientales, ni otras frioleras»
53;
mientras Iriarte comprobará en la biblioteca del colegio
mayor de Alcalá que de 17.000 libros «apenas habrá 50 de los publicados en
este siglo»
(en Cotarelo, 1897, 468), la situación
aún es peor en la de la universidad-. La educación
es, pues, uno de los lemas centrales de los ilustrados. Pero no
será sólo la reforma educativa, sino el problema
general de la instrucción del país y, muy en
especial, de la juventud, pues en ella reside la única
esperanza real de recuperar el pasado esplendor y acomodarse a una
situación radicalmente nueva.
En el hilo conductor que une el humanismo erasmista con la Ilustración -y que se prolongará en las propuestas teóricas y prácticas del krausismo y la Institución Libre de Enseñanza-, la labor pedagógica de Mayans abarca, junto al magisterio personal y epistolar que ejerce desde Oliva, la enseñanza universitaria directa, la publicación de textos esenciales para un nuevo enfoque en la educación y la participación en los planes de reforma de Carlos III. Antes de que por iniciativa de Roda y Aranda se redacten diversos planes de reforma universitaria a fines de la década de 1760, Luis de Verney, el Barbadiño, había publicado su Verdadero método de estudiar (1746, traducido en 1760), en el que, a los ataques contra la situación universitaria portuguesa -tan parecida a la española-, se añade un programa radical de reforma y un proyecto concreto de reconfiguración de sus estudios. La obra -que impacta al público- tiene muy variadas repercusiones entre todos los que consideran urgente y necesaria esa reforma.
Los gobernantes
españoles aguardarán, sin embargo, a la
expulsión de los jesuitas para plantearla
públicamente. Anticipándose a las medidas
gubernamentales, Olavide, aconsejado por Trigueros, dota de un
nuevo plan de estudios a la Universidad de Sevilla que el Consejo
Supremo aprueba en 1769. Al año siguiente se piden
proposiciones a las diferentes universidades para acometer la
reforma, que se irá poniendo en práctica, con
restricciones, limitaciones y lentitud, en años sucesivos.
Asimismo, se afronta la reforma de los colegios mayores
-denunciados reiteradamente por Mayans-, de los que Pérez
Bayer informa para que en 1771 se redacten decretos que sólo
se publicarán definitivamente en 1777. Por otra parte, las
Sociedades Económicas asumen su parte en la reforma efectiva
de la enseñanza, desplazando a un segundo plano la cultura
general y poniendo el acento en la instrucción
especializada, es decir, en la formación profesional. La
Sociedad Vascongada incluye, en 1775, secciones de comercio,
química, mineralogía, metalurgia, arquitectura
pública, agronomía y política, enfoque que se
continúa con las actividades del Real Seminario
Patriótico, inaugurado en 1776. El mismo acercamiento a la
enseñanza superior sirve de base a Jovellanos para la
creación de su Instituto de Gijón, aprobado en 1792 e
inaugurado en 1794, con estudios de náutica y
mineralogía, junto a matemáticas, dibujo,
francés e inglés. Cabarrús, tal vez ante los
obstáculos para poner en práctica la reforma, clama:
«Ciérrense aquellas
universidades, cloacas de la humanidad, y que sólo han
exhalado sobre ella la corrupción y el
error»
54,
proponiendo la desaparición de las universidades y su
sustitución por centros especializados en diferentes campos
del saber útil, con un número de plazas determinado
por la demanda nacional, sin constricciones de riqueza o clase, y
abiertos a la vida social que les rodea. Las necesidades de la
burguesía en el dominio de la educación superior se
articulan así con perfecta coherencia. No obstante, los
limitados avances que tienen lugar en la universidad pública
inducen al gobierno de Godoy a volver en 1806 a solicitar informes
de las universidades para llevar a cabo una nueva reforma, que se
plasma en una Real Ordenanza de 12 de julio de 1807, pero que la
invasión francesa cierra provisionalmente. Igual que fracasa
el proyecto renovador de la tertulia de don Bonifacio, la reforma
de la universidad pública seguirá siendo un problema
pendiente.
A pesar de que los
sermones que deben pronunciarse terminan con el dedicado a la
educación, el responsable de hablar sobre el teatro, don
Silverio, deja leer su texto, si bien ya no delante del
público que había acudido los dos primeros domingos.
Es fácil suponer que los motivos que han llevado a Iriarte a
incluir ese sermón -aunque bajo la forma de
«Apuntamientos y observaciones sueltas para el sermón
de Miguel de Cervantes sobre asuntos de teatro»- remiten a la
situación de la dramaturgia española del momento
así como a su personal implicación como
traductor en los planes de reforma del teatro bajo el
gobierno de Aranda. De ahí la doble importancia que en
Los literatos se concede ala traducción; por un
lado, como; componente de una labor de modernización
cultural -humanística y científica-, abierta a los
adelantamientos que otros países han llevado a cabo; por el
otro, como una técnica que debe imponer sus propios
criterios a la hora de ejecutarse y que formula en la idea de
connaturalizarse con el autor que se traduce, es decir,
identificarse con él -en sus ideas, sentimientos y
opiniones- para verterlo en otra lengua «con igual concisión, energía y
fluidez»
(pág.
193).
Como se ha dicho más arriba, en 1770 publica Iriarte, bajo el seudónimo de Tirso Ymareta, claro anagrama de su propio nombre, la comedia Hacer que hacemos. En el Prólogo que antepone al texto de la obra expresa ya, aunque muy apretadamente, una concepción teórico-dramática que demuestra sus profundas convicciones neoclásicas, y más o menos de la misma época debe de ser la «Carta sobre Moratín y D. Ramón de la Cruz» que Cotarelo incluye en sus Apéndices [1897, 433-447], en la que sus ideas se plasman en un texto de crítica dramática. El Prólogo manifiesta diversos elementos característicos del discurso neoclásico. Por una parte, una valoración somera del teatro aureosecular; por otra, una visión corrosiva del teatro comercial hegemónico en su tiempo; por último, una percepción lúcida sobre su propia comedia y las características por las que se la debe juzgar -y, por extensión, del concepto neoclásico de comedia-, incluyendo la función del público como juez definitivo de la misma.
En el primer
aspecto, Iriarte adopta la misma postura dual que la mayoría
de los neoclásicos, es decir, que el teatro barroco
enseña «la concurrencia de los
primores con los defectos»
(pág. 3), siendo aquélla una
época marcada por la «prodigiosa
fecundidad de ingenios [...] poco ceñidos a las reglas del
arte cómico, aunque no ignorante de ellas»
(pág. 3). Mucho se ha
dicho sobre el presunto «menosprecio»
de los
neoclásicos hacia el teatro del Siglo de Oro,
basándose en hechos como los ataques contra los autos
sacramentales -cuya decadencia se inicia, de hecho, a fines del
siglo anterior- o las comedias de santos. Pero, dejando de lado el
sentido no sólo teatral sino también espiritual que
tienen sus censuras a esas formas dramáticas, hay en dicha
percepción del Neoclasicismo una visión sesgada y
deformadora de lo que efectivamente argumentaron los
neoclásicos y, sobre todo, una marginación consciente
del lenguaje impuesto por la situación militante en que se
hallan, y que el informe de Bernardo de Iriarte al conde de Aranda
sobre el teatro barroco ejemplifica a la perfección. Entre
otras razones, porque el verdadero enemigo al que quieren derrotar
los neoclásicos son los poetastros contemporáneos,
«la turba que provee nuestros teatros
hoy día»
55,
en palabras de Urquijo, es decir, los Valladares, Zavala o
Cornelia. Desde Luzán hasta Gómez Hermosilla o Enciso
Castrillón, pasando por Montiano, Nicolás
Fernández de Moratín, Sebastián y Latre,
Arteaga o Leandro Fernández de Moratín, lo que se
presenta es una lectura crítica pero siempre admirativa de
los hallazgos y realizaciones de los autores barrocos. Es
más, todo el teatro neoclásico no es sino una
reapropiación del teatro anterior, trasladada a las nuevas
condiciones ideológicas y sociológicas de la
época y «contaminada» -en el sentido
poético- con la práctica de otras dramaturgias
europeas.
El teatro
comercial dominante se recorta a los ojos de Iriarte como plagado
de comedias irregulares, «destituidas de
buen ejemplo moral y capaz de disculpar y, en cierto modo,
autorizar públicamente la indecencia con documentos que la
fomenten y la propaguen»
(pág. 4); tal irregularidad
se concreta en «la serie confusa y trama
a veces inverosímil de lances puramente amorosos; el estilo
sublime de los versos, propio de la poesía lírica y
ajeno de la cómica, y las ocurrencias intempestivas de un
gracioso, que es la única persona de carácter
señalado que suele introducirse en la mayor parte de
nuestras comedias»
(págs. 4-5), donde resume la
confusión de géneros y estilos, la inverosimilitud,
la ausencia de imitación, la ruptura de la ilusión
dramática y de las unidades. Lo que subyace al concepto de
teatro que así se construye es la incapacidad para
distinguir entre las formas teatrales (comedia o tragedia) y las
narrativas (épica o novela). Es ese tipo de dramaturgia la
que le hace explicarle a Enrique Ramos en su correspondencia las
razones por las que no asiste al teatro:
(en Cotarelo, 1897, 467) |
En la «Carta
sobre Moratín» -lo mismo que repetirá en
Los literatos- considera que Ramón de la Cruz, al
igual que la mayor parte del teatro barroco y del teatro comercial
de la época, no vacila en mostrar en el escenario «aquellas flaquezas que, o no deben sacarse al
teatro, o si se sacan han de pintarse con colores honestos y
castigarlos»
[1897, 445] (maridos consentidores, mujeres
descuidadas por afectos ilegítimos, hijas desobedientes y
soberbias, amores no correspondientes a su clase, madres
celestinescas, majos y majas desvergonzados y mal hablados), de
modo que en sus sainetes -lo mismo que en las tonadillas- «queda, por lo común, el vicio aún
más exaltado de lo que en la vida humana lo está
realmente»
[1897, 445]. Puesto que, como afirma don
Severo en Los literatos, el teatro «no sólo contribuye al recreo y la
enseñanza pública, sino que sirve principalmente para
que por él se conozca el grado de cultura a que ha llegado
una nación»
(pág. 118), lo que se exige es
«una severa y juiciosa
enmienda»
(pág.
118), es decir, una profunda reforma que muchos todavía
rechazan pero que ya ha empezado a dar los primeros pasos. El
objetivo es llegar a tener «el teatro
más arreglado, el más decente, el más
deleitable e instructivo»
(pág. 118), y con un optimismo
desbordante supone que el futuro sabrá reconocer «desde qué época ha de empezar a
contar los progresos del arte de la
representación»
(pág. 118). Las diferencias de puntos
de vista -recuérdense las numerosas y cíclicas
polémicas sobre el teatro que se dan en el XVIII-, que, como
en otros aspectos, reflejan modos enfrentados de concebir la
identidad nacional, explican que don Silverio considere que no hay
ningún sermón «tan delicado» como el
suyo, ya que «los dictámenes y
los partidos son muchos en punto de teatro, y, de cualquier modo
que uno se expliqué, no puede menos de hacerse odioso sin
poderlo remediar humanamente»
(págs. 151-152).
En
contraposición a ese modelo, es decir, al del teatro barroco
tanto como al comercial dominante y a los sainetes populacheros,
Triarte contempla en el Prólogo su propio drama (así
lo califica él) como «ajustado,
por lo menos, a las reglas y dirigido a reprehender, con la
decencia característica de la escuela del teatro, un vicio
determinado»
(pág. 4), unas reglas o preceptos
«no inventados por nadie, sino
prescritos por la naturaleza, de quien el poeta debe copiar
siempre»
(pág.
5). En Los literatos retomará la
argumentación a que todos los neoclásicos recurren
-desde Luzán, Mayans y Sebastián y Latre- de que esos
preceptos consisten en «imitar la
naturaleza y los buenos modelos antiguos, y observar las reglas que
los maestros de las artes nos dejaron escritas (no guiados de
capricho particular suyo [...] sino de experiencia y
observación que habían hecho de lo que gustaba o
desagradaba)»
(pág. 163); es decir, leyes que
«están fundadas en la
razón natural»
(pág. 169) y que «no fueron inventadas, sino descubiertas; pues
la naturaleza las da en sí, y ni Aristóteles, ni
Horacio, ni Lope de Vega, ni Boileau, ni otro maestro alguno
hiciera más que exponer con método lo mismo que
aprobará cualquiera con entendimiento sano»
(pág. 170). Nótese
cómo, a pesar de las objeciones que los neoclásicos
ponen al teatro barroco, Iriarte no vacila en considerar el
Arte nuevo de Lope como una conceptualización de la
experiencia de un teatro determinado, al mismo nivel que la de
otros teorizadores más recurrentes en el siglo XVIII.
Aunque muy
colateralmente, Iriarte apunta una idea que es crucial en la
teoría teatral de los neoclásicos. Así, al
criticar la concepción dramática de los sainetes,
señala que el problema no es tanto la ruptura de las
unidades cuanto la de la ilusión, respecto a la cual Cruz
actúa como si en los sainetes -lo mismo que cualquier otra
forma teatral- «no fuese tan precisa como en todos y
más fácil de mantener» (Cotarelo, 1897, 446).
La significación que la ilusión tiene en la
teoría dramática neoclásica aparece
también en Los literatos al planificar los sermones
como una representación teatral, por lo que vestuario,
adornos, lógica interna de los discursos, decoro de los
personajes, todo se orienta a «conservar
[...] en nuestro púlpito profano una ilusión algo
semejante a la del teatro»
(pág. 103). En el discurso
teórico-dramático de los neoclásicos, como
decíamos, el arco de bóveda lo constituye la
noción de ilusión poético-dramática, y
lo es porque será el factor determinante que da
cohesión tanto a la idea de la imitación como a las
nuevas exigencias representacionales, sea en el uso de espacios y
decorados, sea en la técnica de actuación de los
actores. Los neoclásicos van a acudir a la idea de
ilusión para, atribuyéndole un sentido
absolutamente positivo, convertirla en la noción abstracta
esencial de su discurso. No se anula el papel de la
imaginación-fantasía; ésta se asocia a la
creación poética, como fuente de «lo raro, maravilloso, grande, extraordinario,
nuevo, inopinado e ingenioso de la materia y del artificio del
sujeto imitado»
56,
como escribe Luzán. Pero -y he aquí el cambio
sustantivo- la fantasía debe someterse al juicio.
A fines de siglo, sin embargo, Estala ataca frontalmente la posición axial de la ilusión dramática.
Para Estala, ha
sido la incomprensión de la naturaleza de la
imitación lo que ha dado origen a «aquella voz insensata y quimérica de la
ilusión»
57,
pues no se ha exigido de la imitación la semejanza de la
verdad, sino la verdad misma. Las artes establecen una «convención tácita»
con
el alma y los sentidos. Esa convención consiste, por parte
del público, en aceptar que el artista mostrará en
todo la mejor imitación posible según los materiales
con que trabaje; a cambio, promete y produce ciertos placeres. En
otras palabras, el placer estético no tiene nada que ver con
la ilusión, sino con la destreza del artista en imitar
bellamente. La noción de ilusión es tan negativa que
«aunque fuese posible la ilusión,
debía desterrarse del teatro, porque en tal hipótesis
no sería una diversión, sino un
tormento»
58.
No es la sensación de realidad lo que pone en movimiento
nuestros afectos, sino nuestra propia sensibilidad, y ésta
se conmueve involuntariamente, olvidando que la acción es
fingida. Al sustituir la función de la ilusión por la
idea de convención o pacto teatral entre público y
autores, o como escribe Estala, «que
para que haya teatro es preciso conceder varias licencias, las
cuales están establecidas por una tácita
convención entre el teatro y los
espectadores»
59,
la coherencia de todo el discurso teórico-dramático
neoclásico se tambalea.
Estala cree que el principio de imitación es suficiente para sostenerlo y trata de justificar algunos aspectos del mismo con argumentos que también trastabillan. Porque si el placer que causa la representación dramática es producto de una convención por la que el público es consciente de que lo que contempla es una imitación que no tiene sino una relación más o menos lejana con la realidad, las dudas que asaltan inmediatamente tienen que ver con los límites de esa convención. ¿Por qué la acción debe ser única? ¿Por qué el tiempo y el lugar deben ser restringidos? ¿Por qué imitar sólo Un tipo de acciones y no otras? ¿Por qué no aceptar la imitación tal y como la entienden Lope y Calderón? Si se destruye la idea de ilusión, no hay razón suficiente para justificar ninguno de esos límites, aunque obviamente Estala no se atreve o no es consciente de que ése es el paso siguiente. Leandro Fernández de Moratín respondería que esa convención sólo sirve para disculpar los defectos del arte, pero no los del poeta, respuesta que se mueve dentro de un círculo vicioso en el que la ilusión dramática sigue siendo esencial.
Frente a «los españoles sensatos»
(pág. 168) -en
términos de Iriarte- que aceptan esas reglas «por justas e indispensables»
(pág. 170) está
«aquella casta de gente»
(pág. 170) -los
insensatos- que no se ha parado a discurrir sobre las diferencias
entre los géneros narrativos y los dramáticos.
Describe don Silverio con minuciosidad pedagógica el
significado y función de las tres unidades de tiempo, lugar
y acción. Una confusión, sin embargo, ha dominado la
imagen común sobre el pensamiento literario en el XVIII y,
en general, sobre la teoría literaria de carácter
clasicista. Al reducir intencional, sesgada y degradadoramente ese
discurso teórico a la metonimia reglas se le ha
considerado bien un rígido código normativo, bien una
pobre reflexión que no trasciende las tres unidades. Sin
embargo, el concepto reglas del arte no es en absoluto
reducible a esas famosas unidades. Por el contrario, resume los
principios esenciales que vertebran el discurso clasicista sobre la
creación poética, y entre ellos se encuentran
nociones como la ilusión, el buen gusto, la
imitación, la verosimilitud o la función social de la
obra de arte. Baste recordar que Luzán dedica en su extensa
obra tan sólo un capítulo -el V de su libro III- a
las «tres unidades de acción, de
tiempo y de lugar»
, llegando en alguna ocasión a
utilizar la expresión «reglas y
observaciones»
, en la que se recoge el verdadero sentido
del concepto que tratamos y que Iriarte explica con
precisión. Si se presta atención, son
reducidísimas las ideas que pueden interpretarse como
«normas»
estrictas o
rígidas en el proceso práctico de la creación.
Al revés, como antes veíamos, se trata de principios
abstractos y globales que se articulan a partir de la experiencia
observada y racionalizada -una forma de manifestarse la
naturaleza- y que tienen como objetivo estructurar
discursivamente la práctica acumulada históricamente,
a la vez que en ella se inscribe como elemento primordial la
función social que los ilustrados le confieren a la
creación artística. No hay ninguna oposición
en el binomio naturaleza-arte, que Antonio Burriel convierte en un
trinomio donde el peso de la naturaleza es aún mayor:
naturaleza, arte y furor.
Valga mencionar
que Luzán insiste en que «de las
observaciones de la práctica nacieron los preceptos
teóricos y las reglas de las artes»
60,
y Burriel aclara que el arte está formado «de la observación de lo que
parecía más conforme a la razón y al
común gusto de las gentes, y después de eso se
formó de la lección y cotejo de los poetas y de la
observación de aquellos pasajes en que se mostraron
más ventajosos los unos que los
otros»
61.
Mas cuando los preceptos se reducen a las unidades, lo único
que se tiene es un mecanismo que ayuda a no cometer errores, pero
que tampoco garantiza la perfección de una obra; así,
en un «Fragmento de sátira» publicado por
Cotarelo, matiza Iriarte: «Algunos creen
haber hecho / cuantas habilidades /caben en un dramático /
con sólo observar las unidades. / Sin ellas no hay comedia
que lo sea; /pero con ellas hay comedias malas»
[1897,
517]. La misma idea la desarrolla en Los literatos al
sostener que las unidades «no bastan
para la perfección»
(pág. 175), sino que debe
añadirse:
(págs. 175-176) |
Hablando de
Hacer que hacemos en su Prólogo, asegura que sus
caracteres están «copiados de los
originales que se ven en la vida humana»
(pág. 5), hablan «con la verdad al corazón»
(pág. 5) y representan
«las costumbres [de la vida] con aquella
propiedad que requiere el teatro»
(pág. 5), está «escrita sin afectación de lenguaje, con
un enredo claro, en que se pinte y se haga sobresalir un
carácter seguido, sin más lances que los que basten a
manifestar el mismo enredo y carácter, y que concluya
premiando o dejando castigado al personaje principal de
ella»
(pág. 4),
resumiendo en ambos lugares una clara formulación
neoclásica de lo que debe ser la comedia. Iriarte muestra,
asimismo, una clara conciencia de la diferencia entre texto
literario y texto teatral, señalando la distancia que hay
entre una obra leída y la misma obra representada
adecuadamente. Alude a las formas de representación ancladas
entre las compañías españolas, y a ellas
volverá someramente en Los literatos,
señalando el necesario avance que los actores deben realizar
en su profesión, pues sin su habilidad «no hay poeta dramático que pueda parecer
bueno ni aun mediano»
(pág. 190), aspiración
neoclásica y reformista que llegará hasta casi
mediados del siglo XIX.
En consecuencia,
la nueva noción de ilusión dramática -frente a
la posición de la imaginación en el Barroco- integra
el papel del espíritu crítico y racional en una
función social del teatro que quiere ser instrumento de
«educación» y diversión. Problema de otra
índole lo constituye el proceso específico mediante
el cual se construye un público para una determinada oferta
dramática. Y éste es un problema que Iriarte aborda,
no tanto en su dimensión positiva cuanto en su faceta
negativa. Don Silverio anota que la razón última del
éxito -que la obra guste- no sólo depende de todos
los elementos relacionados con su concepción, sino que
«muy a menudo consiste en la calidad e
instrucción de las personas que componen el
auditorio»
(pág. 176). En la hipótesis de
disponer de una obra, perfecta y perfectamente
representada -según las nociones que el autor tiene por
tales-, su fracaso sólo puede deberse al público.
Don Silverio
repasa entonces los tipos que componen ese público en su
momento histórico. El caballero de la luneta
-acompañado de muchos que piensan como él- es
aficionado «a la poesía sublime y
lírica»
(pág. 178); entre la confusa multitud
del patio, el mozo de «la redecilla
azul»
(pág.
179) -un majo- sólo espera ver al gracioso; «el rústico de la chupa parda»
(pág. 180) viene de
Móstoles para divertirse con escotillones, tramoyas,
caídas y vuelos; la señora de la cazuela desea ver la
variedad y riqueza del vestuario; la otra dama aguarda contemplar
escenas de arte mágico -como en El convidado de
piedra o en Hamlet-; en la tertulia un caballero
viejo añora los autos sacramentales; en un aposento, otro
caballero ha presionado sin éxito para que se le diera el
papel a determinada comedianta; dos individuos disputan sobre si es
comedia traducida u original española; en otro aposento se
encuentra una dama aficionada «a
retruécanos, a juegos de vocablo»
(pág. 184). Ante esa
composición social y cultural del auditorio,
¿qué se puede hacer? Y ahí es donde Iriarte
guarda silencio. La alusión a los esfuerzos del gobierno por
mejorar las condiciones espaciales de representación y de
policía en los teatros es un paso adelante, lo mismo que sus
intentos por «introducir la
representación de composiciones arregladas»
(pág. 189). La esperanza
de que «la empresa quedará
recompensada»
(pág. 189) no es más que un
buen deseo, pero el problema fundamental del público no es
abordado por ningún lugar. Podemos suponer que hay una
respuesta bifronte: la educación de algunos sectores del
público y la modificación de su composición
social, alejando a quienes no «se
dejen»
educar. Pero eso nos llevaría lejos del
texto irartiano y nos acercaría a las medidas que
conducirían a la Junta de Reforma de los Teatros (1799).
Aunque en la
«Carta sobre Moratín y D. Ramón de la
Cruz» Iriarte considera que uno de los principios falsos del
autor de Hormesinda es el «suponer el teatro italiano más perfecto
que el francés»
(Cotarelo, 1897, 435), esa postura
no puede leerse en absoluto como señal de
afrancesamiento. Es más, don Justo en Los
literatos, al tiempo que propone un programa de traducciones,
formula su más completo rechazo de expresiones como «sermón a la francesa, comedia o
tragedia a la francesa»
(pág. 163). La imitación de la
naturaleza y de los buenos modelos -entendida en términos
abstractos- no tiene patria; la tiene su concreción, es
decir, el lenguaje, los giros y expresiones castizas, las
costumbres nacionales. Por eso, en su crítica a los sainetes
de Ramón de la Cruz uno de los puntos que destaca es el
desconocimiento de Cruz tanto de la lengua latina como de «las buenas poesías»
(Cotarelo,
1897, 444) escritas en castellano, es decir, las de Garcilaso, Lope
o Ercilla. De la misma manera, don Justo ataca la
proliferación de galicismos en sermones y comedias que se
quieren «a la española»
y que suenan demasiado «a la
francesa»
(pág.
164). Lo que manifiestan los autores que así actúan
es «unas veces la vanidad de mostrar que
saben un idioma extranjero; otras, la poca reflexión y la
pereza de leer los buenos libros castellanos»
(pág. 167) y, en
síntesis, la pobreza de su propio estilo. Don Silverio va
más allá al sostener que el teatro francés no
siempre ha tenido la calidad actual y que el proceso de mejorar el
teatro nacional se llevará a cabo «adoptando lo bueno de otras naciones, sin
desechar lo bueno de España»
(pág. 189). La fusión entre
cosmopolitismo y patriotismo se formula con la insistencia y
claridad con que lo harán todos los ilustrados
neoclásicos.