Tonalidades entremesiles en el teatro palaciego de Calderón
Marcella Trambaioli
Al ser nombrado dramaturgo oficial de la monarquía habsbúrgica, Calderón se encuentra con una fórmula teatral cortesana cristalizada que prescinde casi completamente del desarrollo de la comedia nueva. Sin embargo, su teatro palaciego, es decir el rutilante espectáculo, síntesis de todas las artes, que acompaña los principales festejos y acontecimientos oficiales de la corte española durante medio siglo, tiene muy poco que compartir con la antigua comedia áulica. De los cambios y transformaciones que el gran dramaturgo aporta a esta tipología teatral, me voy a fijar brevemente sólo en la utilización dramática de la risa.
Para empezar, es preciso recordar que en el contexto palaciego serio el modo de la risa1 es muy peculiar, es decir, la vis cómica entra a condición de mantenerse dentro de los estrictos límites consentidos por las leyes del decoro. Y esto vale en las artes, en las letras y en el galateo, tal como enseña el Cortegiano de Baltasar Castiglione. En la escena palaciega el agresivo y burdo mundo al revés de la risa carnavalesca normalmente no entra -aparte en los festejos rituales organizados para el propio Carnaval- pero sí cabe la risa festiva e ingeniosa que no degenera nunca en lo grosero y en lo escatológico2. Las églogas de Juan del Encina, fórmula perfecta de la diversión cortesana quinientista, admiten, en efecto, sólo la risa ingenua del rústico ambiente pastoril. Sucesivamente, a pesar de la afirmación de la comedia nueva que, entre otras cosas, va excluyendo poco a poco el mundo risible del bobo para dejar cabida a la comicidad ingeniosa del gracioso3, el teatro cortesano consolida y mantiene un tipo de teatralidad muy peculiar que parece ignorar voluntariamente las características e innovaciones de la fórmula lopista, de manera específica, la relevancia que en ella asume la intriga o, más sencillamente el elemento cómico. El mismo Lope de Vega que, sin alcanzar nunca el puesto codiciado de dramaturgo palaciego, tiene que escribir varias obras por encargo de la corte, casi no se atreve a echar mano de sus habituales resortes lúdicos. Para brindar algún ejemplo, El vellocino de oro, pieza representada en Aranjuez en 1622, no contiene ningún elemento paródico o ridículo ya que, siendo recitada por las Meninas, no deja espacio ni para la figura del donaire ni para ninguna intervención chocarrera4. En La selva sin amor, primera ópera española representada ante los reyes en 1927, tampoco hay episodios risibles5. En el segundo acto de Adonis y Venus, que, según parece, fue igualmente compuesta para alguna fiesta de palacio6, se puede aislar un paréntesis ameno pero no realmente lúdico; se trata del juego verbal rico de agudezas de un grupo de niños muy especiales, puesto que se trata nada menos que de Cupido, Narciso, Jacinto y Ganimedes7. En la escena siguiente entra el rústico Frondoso que tampoco sale al tablado para hacer realmente reír. Resulta, por lo tanto, patente que Lope, al componer para el Palacio, se mantiene fiel a la tradición de la comedia áulica, la cual, en cambio, deja sólo algunas huellas en su fórmula teatral madura8.
Al contrario, Calderón, en la continua experimentación que le consiente armonizar su dramaturgia con los inventos de los escenógrafos italianos, no tiene ningún reparo en recurrir con generosidad a la risa en sus fiestas palaciegas de tema mitológico. Más bien, con respecto a su teatro anterior, otorga incluso mayor relevancia al elemento cómico.
Si es cierto que, según opina Chevalier, la comedia barroca evoluciona hacia una depuración lingüística que excluye progresivamente la agudeza verbal9, disminuyendo por consiguiente la fuerza corrosiva de la risa10, curiosamente, o quizás por la ley del contrapunto, a esta efectiva debilitación del chiste verbal (dictas) corresponde, por una parte, el aumento de la duración de las intervenciones lúdicas y, por otra, el aumento de los recursos escénicos de la risa, aprovechando la importancia que los hechos (res) adquieren en las fiestas espectaculares11.
Al mismo tiempo se da, por parte de Calderón, una revitalización de algunos rasgos de la teatralidad cortesana anterior, importantes para evaluar los cambios que el autor introduce en la elaboración de la dimensión lúdica de sus obras palaciegas. In primis, gracias al tema o escenario campestre de muchas de sus fiestas teatrales vuelve a pisar las tablas la figura del bobo o pastor rústico del teatro quinientista que se caracteriza por su ingenuidad y por el habla popular con que trastrueca los nombres cultos de la mitología. Los graciosos de La púrpura de la rosa, El golfo de las Sirenas y La estatua de Prometeo, para brindar algún ejemplo, entran de derecho en esta categoría. Otro elemento de la comedia cortesana que el dramaturgo vuelve a utilizar es la escena o cuadro de espectacularidad autónoma12. Efectivamente, en ocasiones, Calderón inserta en sus fiestas teatrales largos y divertidos episodios cómicos que presentan cierta autonomía dramática.
En resumidas cuentas, dentro de ese complejo hipertexto que es la representación cortesana calderoniana la risa adquiere, por un lado, mayor importancia estructural, puesto que informa largas escenas que separan los diversos núcleos escénicos rompiendo la tensión dramática. Por otro, dichos segmentos teatrales de marcado sabor entremesil -cuya función es a menudo fundamentalmente la de desencadenar la risa en el refinado auditorio- a veces, son tan largos y acabados en sí que parecen piezas breves independientes. Diríase que Calderón vuelve a redescubrir y disfrutar la antigua esencia del entremés que se generó efectivamente de la comedia para luego independizarse de la misma13. De manera específica, por la clara analogía temático-estructural que presentan con la pieza en que resultan engastados, estos episodios se podrían asimilar a la categoría del entremés burlesco o de repente, cuya función principal es la de exagerar, ridiculizándolos, los procedimientos habituales de los temas o géneros teatrales serios, en el caso concreto: la intriga de la fábula mitológica14.
Mirándolo bien, estos intermedios montados en las comedias presentan un núcleo de elementos comunes bien identificables que se repiten con variaciones y que casi llegan a constituir una tipología dramática sui generis. Sintetizando las indicaciones que Huerta Calvo expone a propósito del teatro breve, y de manera específica del entremés burlesco, los aspectos más sobresalientes de este género serían: las transformaciones maravillosas como uno de los motivos argumentales privilegiados; la burla como factor desencadenante de la acción; la tendencia a la animalización y cosificación del personaje objeto de la burla, de acuerdo con el concepto clásico de la turpitudo et deformitas; el enfrentamiento entre personajes y la sátira moral de tipos15. Para ejemplificar me voy a fijar, a continuación, en los largos paréntesis cómicos de tono entremesil, presentes en los textos teatrales de El mayor encanto, amor (1935), Fortunas de Andrómeda y Perseo (1953), El laurel de Apolo (1958), Celos, aun del aire, matan (1660), obras que se caracterizan por una dimensión cómica especialmente desarrollada16.
El tema de la metamorfosis burlesca del gracioso, víctima de la venganza de alguna divinidad, se encuentra ya en Adonis y Venus de Lope, pero, como he recordado anteriormente, el Fénix no aprovecha en absoluto las potencialidades lúdicas de estas circunstancias teatrales. El rústico de aquella pieza, Frondoso, castigado por el vengativo Apolo que había intentado engañar, se transforma sucesivamente en león, sierpe, toro y sátiro pero en ningún momento sale al tablado realmente disfrazado de estos bichos -lo cuenta únicamente a Venus-, ni se enfrenta así camuflado con ningún personaje17. Calderón, en cambio, sabe explotar todas las posibilidades escénicas y lingüísticas de esta situación ridícula para divertir al público y lo hace, con variaciones, en todas las fábulas mencionadas.
En la segunda y tercera jornada de El mayor encanto, amor, se pueden aislar dos núcleos cómicos muy largos que presentan ingredientes teatrales y temáticos muy similares a los señalados por Huerta Calvo. Los graciosos Clarín y Lebrón, en la escena preparatoria que precede el primero de los elaborados paréntesis lúdicos, hacen comentarios sobre la vida regalada que les concede Circe. Sin embargo, Clarín, que no tiene ninguna confianza en la buena fe de la maga, teme que, en cualquier momento, lo pueda transformar en alguna alimaña como suele hacer con los huéspedes más ingenuos, y se refiere a ella soltando una divertida lista de atributos ridículos que entra en la categoría de la «caricatura a base de apodos»18:
|
(p. 1522). |
La maga, por
supuesto, no deja de escuchar estos insultos y, para vengarse,
recurriendo a sus poderes mágicos, prepara un castigo
adecuado. Finge creer que Lebrón ha sido quien la
ofendió, y ofrece a Clarín un premio por su supuesta
fidelidad. El ingenuo gracioso, convencido de haberla
engañado con soltura, se encuentra, sin embargo, con que el
regalo prometido es muy distinto del que había esperado. En
el largo y ridículo paréntesis protagonizado por
Clarín y por los estrafalarios ayudantes de Circe, el
gracioso, siguiendo las maliciosas indicaciones de la hechicera,
llama tres veces a Brutamonte, con lo cual sale el gigante que
lleva este nombre acompañado por dos animales que
transportan un arca misteriosa. En lugar del tesoro codiciado, de
la caja salen una dueña y un enano encargados de complicarle
la vida al gracioso, al punto que éste, para deshacerse del
infausto regalo, lo deja de buena gana al camarada Lebrón.
Por la descontada ley del contrapunto cómico, el honesto
criado halla en el arca un verdadero tesoro de joyas preciosas,
mientras Clarín sólo se encuentra con la estrafalaria
pareja salida de un cuento caballeresco que, como si fueran
fantoches de un teatrito de guiñol o personajes de una pieza
breve, acaban la escena a porrazos, tal como reza la
acotación: «Aporréanse y
húndense»
(p. 1528)19.
El criado, cansado además de la incómoda
compañía del gigante20,
ruega a Circe que saque a todos de allí, aunque tenga que
transformarle a él en mona y la maga, por supuesto, lo toma
al pie de la letra. Como se ve, el núcleo de la
situación teatral descrita es el siguiente: el criado
burlador acaba siendo burlado por el mismo personaje que
había pretendido engañar, tópica circunstancia
de la comicidad de todos los tiempos. De forma específica,
en el enfrentamiento entre Circe y el gracioso se hace
explícita la oposición de raíz
folklórica entre un personaje superior (que en este caso es
una mujer y, por encima de ello, una poderosa hechicera) y otro
ignorante, representado a la perfección por el basto
gracioso, pariente cercano del simple, tan recurrente en las piezas
del teatro breve21.
Escénicamente se juega con todas las situaciones y elementos
que hacen el espectáculo dinámico y divertido
(mímica, recurso a personajes de tamaños
insólitos que entran en la clásica categoría
cómica de lo deforme, apaleamientos). Este largo
paréntesis lúdico sin dejar de tener relaciones
temáticas con la intriga seria de la obra, está
pensado y realizado, ante todo, para hacer reír.
También presenta un reflejo satírico en el castigo
del codicioso Clarín. El tema de la metamorfosis
ridícula del gracioso aparece al final del episodio y sirve
de introducción a la otra secuencia dramática
risible, engastada en la última jornada de la comedia. A
Lebrel le encantaría llevar a Grecia algún animal
exótico de Trinacria para ganar dinero con ello y,
más específicamente, está pensando en una mona
«juguetona» y «mansa» (p. 1534) que ha
visto andar por allí. Desde luego, se trata de Clarín
que habla aparte para que el auditorio se de cuenta de sus
reacciones; el camarada, en cambio, le trata como aquel bicho que
parece ser, expresando lingüísticamente su
mímica ridícula: «¡Cómo brinca y como
salta!»
, «[...]
¡Qué gestos / hace, y con qué linda
gracia!»
(p. 1535)22.
A Clarín, además, le toca tragar a
regañadientes la lección moral de la burla maliciosa
que le ha jugado Circe, a través de los discursos de Astrea
y Lebrel que no se explican su aparente desaparición:
«[...] Su codicia / le ha
escondido»
(p. 1535). Los gestos risibles propios de la
mona-Clarín se disfrutan además en la escena final de
la secuencia cómica, en la que Lebrel intenta
enseñarle pasos de baile. Y el extenso episodio divertido
acaba con un coup-de-théâtre igualmente
ridículo, de sabor circense: Clarín, al mirarse en un
espejo se espanta de ver su hocico monstruoso y, de repente, le cae
en la escena el disfraz de mona.
Burla y
metamorfosis bestial del criado se unen genialmente en la compleja
acción paródica de Celos aún del aire,
matan, donde el trágico fin de Aura se parodia mediante
la transformación de Rústico en distintos animales.
El gracioso debe su castigo al hecho de haber ayudado a
Eróstrato, amante de Aura, a entrar en el sagrado
jardín de Diana y acaba siendo víctima de una
situación risible -a la par de Clarín, es otro
burlador burlado- alrededor de la cual se organizan todos los
paréntesis cómicos de la acción. En la jornada
primera se engasta una larga escena (vv. 527-562) en la que,
según reza la acotación, Rústico «sale con una cabeza de cuatro caras diferentes,
y vestido de pieles»
(p. 86). La indicación
teatral patentiza que el actor sale al tablado con un disfraz que
lo caracteriza de forma metonímico-realista, tal como ocurre
con algunos personajes del teatro breve, especialmente en las
mojigangas. Es notorio que el ser vestido de pieles, en el teatro
serio barroco, alude, desde un punto de vista iconológico, a
la condición salvaje del personaje, es decir, a la
momentánea pérdida de su dignidad humana. En este
caso se refiere más sencillamente a la metamorfosis bestial
del criado. Las cuatro caras de la máscara que lleva
Rústico representan un león, un oso, un lobo y un
tigre. Según el gracioso da con distintos personajes, cada
uno lo ve de una manera distinta. La situación
escénica, tal como ocurre en El mayor encanto,
amor, juega, por un lado, con la gestualidad y la
mímica ridículas del criado supuestamente
transformado; por otro, recurre al lenguaje para verbalizar con
intención burlesca lo que el espectador ya ha reconocido
visualmente. Todos los que lo encuentran expresan un miedo y un
asombro desproporcionados y, por lo tanto, grotescos a
través de exclamaciones como «¡Ay triste! ¿Qué es esto que
miro?»
(p. 86), que contrastan, sin duda, con la
mímica ridícula del actor que de inmediato hace
reír al público. Otra discordancia entre los hechos y
los dichos creada con finalidad lúdica es, también en
este caso, la falta de comunicación que se produce a
raíz de la metamorfosis del gracioso. Siendo una fiera,
cuando habla, sus palabras suenan para los demás como los
gritos peculiares de los animales en que, sucesivamente, se
transforma y él se desespera porque no entiende qué
es lo que le ocurre. Pero el auditorio, por supuesto, escucha
perfectamente sus discursos y ríe por el diálogo
entre sordos que se mantiene en el escenario. En la jornada
segunda, Eróstrato, dueño de Rústico, se
disfraza de villano y el criado, para no ir a la zaga, aparece con
otro aspecto bestial. Ahora, según señala la
acotación: «Sale Rústico
con máscara de lebrel y collar y pieles»
(p. 104).
La escena que sigue (vv. 845-875) es el preludio de otra más
larga que va pronto a desarrollarse y que se podría muy bien
asimilar a un pequeño entremés organizado alrededor
de una burla amatoria o adúltera. El otro gracioso,
Clarín, cuando lo ve lo toma por un «perro tan fiero»
(p. 104) y se espanta
por «como ladra rabioso!»
, pero
al final su mansedumbre le convence a llevárselo.
También en esta ocasión, Rústico trata de
hablarle pensando que se trata de un embuste: «Basta, pastor, y di, ¿quién / a
aquesta burla te induce»
(p. 106), pero acaba
resignándose y asumiendo el papel de víctima que las
circunstancias le imponen:
|
(p. 106). |
De paso, hay que notar que dichas palabras de Rústico se conectan ya sea con la tradición picaresca, gracias a la alusión al amo y a la comida23, ya sea con el refranero con una frase sentenciosa de sabor popular. Poco después, tal como Céfalo ofrece a Pocris un ramillete, símbolo de su amor, Clarín decide regalar a Floreta el lebrel que ha encontrado y empieza el largo paréntesis antes señalado (vv. 1214-1281). Los dos graciosos aparecen juntos actuando como la pareja amo-perro, lo cual permite al dramaturgo seguir con las referencias a la picaresca. Rústico se queja en efecto del dueño por las mismas razones que todos los pícaros:
|
(p. 126). |
La llegada de Floreta, con el consiguiente galanteo de Clarín, que llega al extremo de abrazar a la mujer, desencadena la rabia de Rústico que, en la escena, ladra y al mismo tiempo habla aparte para expresar sus celos. Para vengarse, además, aprovecha su aspecto bestial y embiste a los dos villanos, pero con una burlesca acción teatral, que alude al trágico final de la obra, se transforma en un jabalí y como tal persigue a la pareja traidora. Y con esta escena, tan parecida a las conclusiones dinámicas de los entremeses que terminan con el enfrentamiento físico de los contrincantes, se cierra el largo paréntesis cómico que, por lo visto, además de parodiar puntualmente los acontecimientos de la intriga seria, presenta una secuencia -preparación, desarrollo y desenlace- que recuerda muy de cerca la estructura entremesil24. En realidad, la cómica situación tiene también un epílogo en la jornada tercera, si bien separado de la secuencia hasta ahora analizada por un tono más serio. Diana le permite recobrar su aspecto original, pero Rústico no se lo cree y sigue pensando que los demás no lo reconocen. Al dar con su amo, lo toma por una fiera, según las exigencias del contrapunto cómico, y cuando vuelve a encontrarse con Floreta y Clarín pretende que el equívoco del que había sido víctima siga:
|
(p. 174) |
pero los dos lo reconocen sin
más y él no tiene más remedio que aceptar la
vuelta a la normalidad: «ahora veo / que
soy yo mismo»
(p. 164). El juego del engaño a los
ojos y de la confusión de las apariencias, tan barroco y tan
disfrutado por el teatro breve en su lúdica
versión25,
ha terminado.
La estructura
episódica de la risa festiva, que se evidencia en las dos
obras antes consideradas, se repite con alguna variante en El
laurel de Apolo. En la primera jornada se ponen sólo
las bases de las sucesivas intervenciones del elemento
cómico. Todo el mundo, empezando por el criado
Rústico, se burla de Amor que ha salido perdiendo en una
contienda con Apolo. El gracioso, además, se ríe
abiertamente de su archiconocido aspecto
iconográfico-emblemático que lo representa como un
niño ciego y alado con arco y flechas: «[...] ¿qué había de hacer /
un niño sino huir / del coco?»
, (1750); «Titirití, que el rapaz ceguezuelo ...
/... corrido ha quedado...»
(p. 1751). La venganza de
Cupido se manifiesta de forma indirecta en la segunda y
última jornada, ya que Apolo, enfadado con el villanaje que
ha detenido sus pasos mientras intentaba perseguir a Dafne, logra
detener a Rústico y lo transforma en árbol. De esta
manera, el criado puede vigilar los movimientos de la ninfa sin que
nadie lo reconozca. Es evidente que el contrapunto cómico
está perfectamente funcionando, puesto que, si bien no es
Cupido en persona quien lo castiga, el gracioso resulta
víctima de penas amorosas ajenas. Su ridícula
metamorfosis parodia, desde luego, el trágico fin que le
espera a Dafne, desde un punto de vista tanto escénico como
lingüístico. Además de entrar en el escenario de
manera torpe y visualmente jocosa -la acotación reza:
«Sale Rústico dentro de un tronco
con algunas ramas»
(p. 1758) - sus comentarios resultan
ser una cómica descripción de la
transformación vegetal:
(p. 1758). |
El nuevo aspecto
de Rústico le trae, a continuación, sólo
desavenencias, muy serias para él, pero muy chistosas para
el auditorio. Una y otra vez la mímica ridícula y la
utilización cómica del espacio escénico sirven
para representar un pequeño intermezzo lúdico útil para
aplazar la tragedia final que el público cortesano conoce de
sobra. Primero, una pandilla de villanos armados de hondas decide
divertirse escogiendo el árbol-Rústico como blanco de
sus tiros. Después de ponerle un pañuelo en la cara,
uno le da en un ojo y el gracioso, por miedo a que le tiren
también en el otro, huye, espantando, como es de esperar, a
los compañeros. El extremado dinamismo y lo grotesco de la
situación constituyen los ingredientes más adecuados
para desencadenar la risa del auditorio. Incluso los personajes de
la intriga seria toman parte en la comicidad chocarrera garantizada
por la ridícula transformación del basto villano.
Céfalo y Silvio, enamorados de Dafne, quieren dejar escrito
en la corteza del árbol un mote con su puñal; poco
después, Febo, después de haber leído lo que
sus rivales han escrito, se enfada y «da
Apolo con el puñal en las ramas»
(p. 1760). No
hace falta añadir que todo lo que le toca padecer a
Rústico en dichas ocasiones tiene una correspondencia
lingüística adecuada en exclamaciones y comentarios
jocosos que expresan de forma ridícula su miedo. Al
contrario de lo que ocurre en El mayor y en
Celos, en esta pieza Calderón mezcla en medida
mayor el episodio cómico con la fábula, pero es
igualmente patente que las intervenciones cómicas de la
segunda jornada -consideradas todas seguidas- podrían formar
parte de un pequeño entremés que basa toda su vis
cómica en la explotación del concepto clásico
de la deformitas y de lo disparatado.
Finalmente, en
Fortunas de Andrómeda y Perseo, la comicidad se
desarrolla en varios niveles. Todos los críticos que se han
ocupado de esta obra han recalcado la relevancia cómica de
la mímica, de la gestualidad y de la prosémica en
muchas de las ridículas actuaciones del gracioso Bato,
cuando éste se enfrenta con los terribles monstruos
mitológicos que protagonizan la fábula, a saber, la
Hidra, Cerbero y sobre todo Medusa, cuya horrible cabeza brinca
sobre el tablado haciéndole espantar a más no poder.
Sin embargo, todas estas intervenciones acompañan
simplemente la acción seria de la fábula sin
constituir un núcleo autónomo de risa festiva. En
cambio, la escena que abre la pieza, presenta algunas de las
características que han sido precedentemente
señaladas en el caso de las demás comedias. Un grupo
de villanos, capitaneados por Bato, cansados de los aires y de la
arrogancia del joven Perseo, decide gastarle una burla cruel, es
decir, contarle de mala manera las circunstancias humildes de su
llegada al pueblo, prueba, según ellos, de sus bajos
orígenes. Y lo hacen, además, riéndose de
él y dedicándole una lista de apodos ridículos
-«Desvanecido mozuelo / pisaverde de
estos prados, / pisapardo de estos cerros [...]»
(p.
1643). Pero, como siempre, los burladores acaban siendo burlados,
porque tendrán que descubrir a sus expensas que Perseo es
nada menos que el hijo de un dios. El dinámico final del
episodio, que ve al joven perseguir a los villanos para pegarles,
se describe y se cierra con un apropiado comentario de Bato:
«Algo se me olvidó al cuento, /
pues aun pega todavía / ¡Ay que me mata!»
(p. 1644). Como se ve, toda la escena parece ser un
brevísimo episodio de tono entremesil, organizado alrededor
de una burla y del tema del engaño de las apariencias.
Los críticos que se han ocupado de los rasgos peculiares de la comicidad calderoniana se han detenido, de forma especial, en la caracterización del gracioso y en los medios tanto escénicos como lingüísticos empleados por el autor para desencadenar la hilaridad del auditorio26. En cuanto a la figura del donaire se ha dicho repetidamente que los criados calderonianos son especialmente ingeniosos y, más que hacer reír, rompen la ilusión escénica para que el público pueda reflexionar sobre los problemas existenciales y las cuestiones morales que se plantean en las comedias. La comicidad calderoniana es por lo general lingüística y situacional y, como ya recordado, en el teatro palaciego la risa festiva no degenera nunca hacia lo realmente degradado y grosero.
Sin embargo, la atención de los investigadores no se ha fijado con suficiente ahínco en el cambio tangible que se produce en el recurso al resorte cómico a lo largo de la carrera del dramaturgo ni en la diferencia sustancial que separa -en cuanto al modo de la risa- el código teatral cortesano anterior, incluyendo el de Lope, del calderoniano. Para tratar de justificar las razones de esta evolución hay que tener en cuenta una serie de diferentes aspectos.
Ante todo, los episodios de sabor entremesil de las fiestas mitológicas, que estriban en una comicidad de acción, gestualidad y situaciones disparatadas27, explotan la refinada escenotecnia del teatro cortesano italiano y mantienen alguna relación con la mímica y las máscaras de la commedia dell'arte28.
En segundo lugar, es oportuno recordar que a la producción tardía de Calderón pertenecen no sólo las fábulas cortesanas, sino también los autos sacramentales y -lo que más interesa aquí- el corpus de obritas cómicas -entremeses, jácaras, mojigangas- que constituyen la fundamental aportación del dramaturgo al repertorio del teatro breve del siglo XVII. La primera obra mitológica compuesta para el Palacio, El mayor encanto, amor, -que se representa en los jardines y estanques del Retiro- es de 1935, y los primeros entremeses remontan a 164329. Es posible que dicha contemporaneidad haya producido un fenómeno de osmosis entre las dos prácticas teatrales, a pesar de las diferencias sustanciales. Siendo así, la escritura carnavalesca de Calderón habría determinado en su escritura y concepción dramática una acentuación del interés por lo lúdico que se explicita incluso en las obras palaciegas, aun respetando las leyes del decoro. De hecho, se produce una verdadera polarización en la escritura cómica calderoniana: por un lado, el desarrollo del género perfeccionado por Quiñones de Benavente en su vertiente más plebeya y, por otro, la amplificación de la presencia y de la importancia de la risa festiva en el teatro cortesano.
También hay
que tener en cuenta que el teatro breve representado entre los
actos de la fábula cortesana -por lo menos durante el
estreno palaciego- no suele pertenecer al repertorio popular, sino
que está compuesto, al par de la pieza mitológica, en
ocasión de la fiesta real. Lo cual implica que todas las
obritas complementarias del espectáculo, en lugar de
regocijar al público según los moldes carnavalescos
del mundo al revés y de la risa festiva más
chocarrera, desempeñan una función fundamentalmente
panegírica. El ejemplo del estreno de Fieras afemina
amor, de cuya fiesta teatral se han conservado todos los
textos, piezas breves incluidas, resulta ser, a este respecto,
emblemático30.
Las obras complementarias de la fábula -encargada a
Calderón para el cumpleaños de Mariana de Austria,
pero representada más tarde para celebrar también el
primer cumpleaños de la princesa María Antonia (enero
1670) -comprenden una loa, el «Entremés del triunfo de
Juan Rana», un sainete y un fin de fiesta. El examen de estas
piezas confirma plenamente lo dicho. La loa, por supuesto,
aprovecha el suntuoso aparato escenográfico para ensalzar el
poder y la grandeza de la monarquía. El entremés, si
bien protagonizado por uno de los actores más famosos del
mundo teatral madrileño -Cosme Pérez, alias, Juan
Rana- que actuaba en el papel de gracioso con extremada habilidad e
ingenio, se caracteriza por una comicidad briosa pero muy ligera y
por un tono muy respetuoso para con el especial auditorio que
asistía al espectáculo. Los actores, que con la
palabra hacen explícitas referencias al lugar concreto de la
representación -el Retiro- explican que tienen que levantar
una estatua a Juan Rana para celebrarlo. Algunos personajes
quisieran llevarse la escultura para otros destinos -la casa de la
Fama, los escaparates del Parnaso- pero el Rey en persona no quiere
privarse del objeto y ordena que se ponga sobre la basa de una
fuente del Retiro que se descubre gracias a los ingeniosos inventos
de la escenotecnia italiana. El entremés acaba con la
alabanza y el parabién que los actores dirigen a los
monarcas presentes en la sala. El segundo sainete intercalado ni
siquiera intenta esbozar una situación cómica; se
trata, de hecho, de una batalla dialéctica entre dos
personajes femeninos -Anarda y Beatriz- sobre la tópica
cuestión de si es mejor ser hermosa o ser discreta. La
prudente conclusión- «pues hoy el
Amor decreta / que es la hermosura discreta / y la
discreción hermosa»
-suena como una
enseñanza moral dirigida a las damas de la corte: «Que belleza y discreción / unido, es
milagro, / que eso está escogido para Palacio»
(p.
170). El fin de fiesta, se une idealmente a la loa en la
intención puramente panegírica y laudatoria de los
versos31.
De este ejemplo concreto, resulta evidente que si el dramaturgo no
insertara en el mismo tejido narrativo de la obra las
intervenciones y episodios festivos, vendría a faltar casi
por completo el contraste entre lo serio y lo lúdico, tan
típicamente barroco, lo cual no cuajaría en absoluto
con el gusto teatral de la época e, incluso, de la misma
monarquía -especialmente en el caso de Felipe
IV32-
tan aficionada al teatro.
Finalmente hay que
añadir que en la misma década en que Calderón
empieza a componer sus fiestas mitológicas se puede aislar
una efectiva tendencia en la dramaturgia coetánea a reforzar
el elemento cómico hasta en las piezas teatrales serias. El
caso más sobresaliente es el de Rojas Zorrilla, autor que
compuso también para la corte, el cual, según
señala Raymond MacCurdy, «was pulled in two
directions. He wanted to write tragedy and he wanted to write
burlesque. He sometimes wrote both in the same
work»
33,
y, en efecto, en algunas obras de tema trágico el autor
toledano insertó largas escenas cómicas, y algo
grotescas, que se acercan muchísimo al mundo del
entremés. En Progne y Filomena, por ejemplo, los
dos criados se gastan recíprocamente una burla cruel en un
par de episodios realmente ridículos que suspenden, por un
tiempo dramáticamente excesivo, la acción
trágica para hacer reír al público a
carcajadas34.
Rojas Zorrilla muere en 1640 y no sirve de nada conjeturar si
habría seguido por este derrotero desarrollándolo
aún más, pero, de todas formas, su ejemplo queda como
caso significativo de dramaturgo que se aleja de la fórmula
lopista de la comedia nueva, acentuando la importancia de la faceta
cómica de las piezas teatrales.
Calderón de la Barca, por lo visto, se mueve en una dirección muy parecida a la emprendida por su colega toledano y, con gran habilidad dramatúrgica, logra otorgar al elemento cómico una importancia y un espacio notables en el ámbito del teatro barroco serio, si bien tiene que trabajar en un contexto muy peculiar que impone estrictas limitaciones a su genio teatral. Puesto que en el ámbito palaciego la carga corrosiva del chiste verbal le resulta vedada, recorre otros derroteros de la risa, a saber, los de la gestualidad, de la prosémica, del vestuario, del decorado y, más en general, del espacio teatral. Pero sobre todo, se acerca, en alguna medida, al espíritu de la comedia prelopista incorporando en el tejido dramático largos episodios de pura tonalidad entremesil.