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Torquemada en el Purgatorio

Benito Pérez Galdós





  —5→  

ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajo- I -

Cuenta el Licenciado Juan de Madrid, cronista tan diligente como malicioso de los Dichos y hechos de D. Francisco Torquemada, que no menos de seis meses tardó Cruz del Águila en restablecer en su casa el esplendor de otros días, y en rodearse de sociedad honesta y grata, demostrando en esto, como en todas las cosas, su consumada discreción, para que no se dijera ¡cuidado! que pasaba con famélica prontitud de la miseria lacerante al buen comer y al visiteo alegre. Disiente de esta opinión otro cronista no menos grave, el Arcipreste Florián, autor de la Selva de Comilonas y Laberinto de Tertulias, que fija en el día de Reyes la primera comida de etiqueta que dieron las ilustres damas en su domicilio de la calle de Silva. Pero bien pudiera ser esto   —6→   error de fecha, disculpable en quien a tan distintos comedores tenía que asistir por ley de su oficio, en el espacio de sol a sol. Y vemos corroborada la primera opinión en los eruditísimos Avisos del Arte Culinario, del Maestro López de Buenafuente, el cual, tratando de un novísimo estilo de poner las perdices, sostiene que por primera vez se sacó a manteles este guisado en una cena que dieron los nobles señores de Torquemada, a los diez días del mes de Febrero del año tal de la reparación cristiana. No menos escrupuloso en las referencias históricas se muestra el Cachidiablo que firma las Premáticas del Buen vestir, quien relatando unas suntuosas fiestas en la casa y jardines de los señores Marqueses de Real Armada, el día de Nuestra Señora de las Candelas, afirma que Fidela Torquemada lucía elegante atavío de color de orejones a medio pasar, con encajes de Bruselas. Por esta y otras noticias, tomadas en las mejores fuentes de información, se puede asegurar que hasta los seis meses largos de la boda, no empezaron las Águilas a remontar su vuelo fuera del estrecho espacio a que su mísera suerte por tanto tiempo las había reducido.

Ni se necesita compulsar prolijamente los tratadistas más autorizados de cosas de salones, para adquirir la certidumbre de que las   —7→   señoras del Águila permanecieron algún tiempo en la obscuridad, como avergonzadas, después de su cambio de fortuna. Mieles no las cita hasta muy entrado Marzo, y el Pajecillo las nombra por primera vez enumerando las mesas de petitorio en Jueves Santo, en una de las más aristocráticas iglesias de esta Corte. Para encontrar noticias claras de épocas más próximas al casamiento, hay que recurrir al ya citado Juan de Madrid, uno de los más activos y al propio tiempo más guasones historiógrafos de la vida elegante, hombre tan incansable en el comer como en el describir opulentas mesas, y saraos espléndidos. Llevaba el tal un Centón en que apuntando iba todas las frases y modos de hablar que oía a D. Francisco Torquemada (con quien trabó amistad por Donoso y el Marqués de Taramundi), y señalaba con gran escrúpulo de fechas los progresos del transformado usurero en el arte de la conversación. Por los papeles del Licenciado sabemos que desde Noviembre decía D. Francisco a cada momento: así se escribe la historia, velis nolis, la ola revolucionaria, y seamos justos. Estas formas retóricas, absolutamente corrientes, las afeaba un mes después con nuevas adquisiciones de frases y términos no depurados, como reasumiendo, ínsulas, en el actual momento histórico y el maquiavelismo,   —8→   aplicado a cosas que nada tenía de maquiavélicas. Hacia fin de año, se daba lustre el hombre corrigiendo con lima segura desatinos usados anteriormente, pues observaba y aprendía con pasmosa asimilación todo lo bueno que le entraba por los oídos, adquiriendo conceptos muy peregrinos, como: no tengo inconveniente en declarar... me atengo a la lógica de los hechos. Y si bien es cierto que la falta de principios, como observa juiciosamente el Licenciado, le hacía meter la pata cuando mejor iba discurriendo, también lo es que su aplicación y el cuidado que ponía al apropiarse las formas locutorias, le llevaron en poco tiempo a realizar verdaderas maravillas gramaticales, y a no hacer mal papel en tertulia de personas finas, algunas superiores a él por el conocimiento y la educación, pero que no le superaban en garbo para sostener cualquier manoseado tema de controversia, al alcance, como él decía, de las inteligencias más vulgares.

Es punto incontrovertible que dejó pasar Cruz todo Septiembre y parte de Octubre, sin proponer a su hermano político reforma alguna en la disposición arquitectónica de la casa; pero llegó un día en que con toda la suavidad del mundo, sabiendo que ponía las primeras paralelas para un asedio formidable,   —9→   lanzó la idea de derribar dos tabiques, con objeto de ampliar la sala haciéndola salón, y el comedor comedorón... Esta palabra empleó D. Francisco, amenizándola con burlas y cuchufletas; mas no se acobardó la dama, que al punto, con chispeante ingenio, hubo de contestar a su cuñado en esta forma:

«No digo yo que seamos príncipes, ni sostengo que nuestra casa sea el regio alcázar, como usted dice. Pero la modestia no quita a la comodidad, Sr. D. Francisco. Paso por que el comedor sea hoy por hoy de capacidad suficiente. ¿Pero me garantiza usted que lo será mañana?

-Si la familia aumentara, como tenemos derecho a esperar, no digo que no. Venga más comedor, y yo seré el primero en agrandarlo cuando sea menester. Pero la sala...

-La sala es simplemente absurda. Anoche, cuando se juntaron los de Taramundi con los de Real Armada, y sus amigos de usted el bolsista y el cambiante de moneda, estábamos allí como sardinas en banasta. Inquieta y sofocadísima, yo aguardaba el momento en que alguno tuviera que sentarse sobre las rodillas de otro. A usted le parecerá que esta estrechez es decorosa para un hombre a cuya casa vienen personas de la mejor sociedad. ¿Por mí qué me importa? No deseo más que vivir   —10→   en un rincón, sin más trato que el de dos o tres amigas íntimas... Pero usted, un hombre como usted, llamado a...




ArribaAbajo- II -

-¿Llamado a qué? -preguntó Torquemada, manteniendo ante su boca, sin catarlo, el bizcocho mojado en chocolate, con lo cual dicho se está que en aquel momento se desayunaba-. ¿Llamado a qué? -volvió a decir, viendo que Cruz, sonriente, esquivaba la respuesta.

-No digo nada, ni perderé el tiempo en demostrar lo que está bien a la vista, la insuficiencia de esta habitación -manifestó la dama, que, al dar vueltas alrededor de la ovalada mesa, afectaba no hallar fácil paso entre el aparador y la silla ocupada por D. Francisco-. Usted, como dueño de la casa; hará lo que guste. El día en que tengamos un convidado, que bien podríamos tenerlo para corresponder a las finezas que otros gastan con nosotros, y quien dice un convidado, dice dos o cuatro... pues ese día tendré yo que comer en la cocina... No, no reírse. Ya sale usted con su tema de siempre: que exagero, que yo...

-Es usted la exageración personificada -replicó   —11→   el avaro, engulléndose otro bizcocho-. Y como yo blasono de ser el justo medio personificado, pongo todas las cosas en su lugar, y rebato sus argumentos por lo que toca al actual momento histórico. Mañana no digo...

-Lo que se ha de hacer mañana de prisa y corriendo, debe hacerse hoy, despacio- dijo la dama apoyando las manos en la mesa, al punto que el D. Francisco acababa de desayunarse. Ya sabía ella por dónde iba a salir en la réplica, y le esperó tranquila, con semblante de risueña confianza.

-Mire usted, Crucita... Desde que me casé, vengo realizando... sí, esa es la palabra, realizando una serie de transacciones. Usted me propuso reformas que se daban de cachetes con mis costumbres de toda la vida, por ejemplo... ¿Pero a qué poner ejemplos ni verbigracias? Ello es que mi cuñada proponía y yo trinaba. Al fin he transigido, porque como dice muy bien nuestro amigo Donoso, vivir es transigir. He aceptado un poquito de lo que se me proponía, y usted cedía un ápice, o dos ápices de sus pretensiones... El justo medio, vulgo prudencia. No dirán las señoras del Águila que no he procurado hacerles el gusto, desmintiéndome, como quien dice. Por tener contenta a mi querida esposa y a usted, me privo de venir a comer en mangas de camisa,   —12→   lo que era muy de mi gusto en días de calor. Se empeñaron después en traerme una cocinera de doce duros. ¡Qué barbaridad! ¡Ni que fuéramos arzobispos! Pues transigí con admitir la que tenemos, ocho durazos, que si es verdad nos hace primores, bien pagada estaría con cien reales. Para que mi señora y la hermana de mi señora no se alboroten, he dejado de comer salpicón a última hora de la noche, antes de acostarme, por que, lo reconozco, no está bien que vaya delante de mí el olor de cebolla, abriéndome camino como un batidor. Y reasumiendo: he transigido también con el lacayito ese para recados y limpiarme la ropa, aunque a decir verdad, días hay en que para evitarle reprimendas al pobre chico, no sólo me limpio yo mi ropa, sino también la suya. Pero en fin, pase el chaval de los botones, que, si no me equivoco, no presta servicios en consonancia con lo que consume. Yo lo observo todo, señora mía; suelo darme una vuelta por la cocina cuando está comiendo la servidumbre, vulgo criados, y he visto que ese ángel de Dios se traga la ración de siete; amén del mal tercio que hace a la familia levantando de cascos a las criadas de casa, y a las de toda la vecindad. En fin, ustedes lo quieren: sea. Adopto esta actitud para que no digan que soy la intransigencia   —13→   personificada, y para cargarme de razón ahora, negándome, como me niego, al derribo de tabiques, etcétera... que eso de estropear la finca va contra la lógica, contra el sentido común, y contra la conveniencia de propios y extraños.

Contestole Cruz con gracejo, afectando sumisión a la primera autoridad de la familia, y se dirigió a la alcoba de su hermana, que no dejaba el lecho hasta más tarde. Ambas charlaron alegremente de la misma materia, conviniendo en que aquello y aún más se conseguiría de D. Francisco, esperando la ocasión favorable, como habían podido observar en el tiempo que llevaban de convivencia. Torquemada, después de darse un buen atracón de La Correspondencia de la mañana, se fue al lado de su esposa, periódico en mano, pisando con suavidad por evitar el ruido, y ladeándose la gorra de seda negra, para rascarse el cráneo. No tardó Cruz en acudir a despertar al ciego y llevarle el desayuno, y quedó el matrimonio solo, acostada ella, él paseándose en la alcoba.

«¿Y qué tal? -le preguntó D. Francisco con cariño no afectado-. ¿Te sientes hoy más fuerte?

-Me parece que sí.

-Probarás a dar un paseíto a pie... Yo, si   —14→   te empeñas en darlo en coche, no me opongo, ¡cuidado! Pero más te conviene salir de infantería con tu hermana.

-A patita saldremos... -replicó la esposa-. Iremos a casa de las de Taramundi, y para la vuelta, ellas nos traerán en su berlina. De este modo te ahorras tú ese gasto.

Torquemada no chistó. Siempre que se entablaban discusiones sobre reformas que desnivelaran el bien estudiado presupuesto de D. Francisco, Fidela se ponía de parte de él, bien porque anhelara cumplir fielmente la ley de armonía matrimonial, bien porque con femenil instinto, y casi sin saber lo que hacía, cultivara la fuerza en el campo de su propia debilidad, cediendo para triunfar, y retirándose para vencer. Esto es lo más probable, y casi por seguro lo da el historiador, añadiendo que no había sombra de malicia premeditada en aquella estrategia, obra pura de la naturaleza femenina, y de la situación en que la joven del Águila se encontraba. A los tres meses de matrimonio, no se había disipado en ella la impresión de los primeros días, esto es, que su nuevo estado era una liberación, un feliz término de la opresora miseria y humillante obscuridad de aquellos años maldecidos. Casada, podía vestirse con decencia y asearse conforme a su educación, comer cuantas   —15→   golosinas se le antojaran, salir de paseo, ver alguna función de teatro, tener amigas y disfrutar aquellos bienes de la vida que menos afectan al orden espiritual. Porque lo primero, después de tan larga pobreza y ahogos, era respirar, nutrirse, restablecer las funciones animales y vegetativas. El contento del cambio de medio, favorable para la vida orgánica y un poco para la social, no le permitía ver los vacíos que aquel matrimonio pudiera determinar en su alma, vacíos que incipientes existían ya, como las cavernas pulmonares del tuberculoso, que apenas hacen padecer cuando empiezan a formarse. Debe añadirse que Fidela, con el largo padecer en los mejores años de su vida, todo lo que había ganado en sutilezas de imaginación, habíalo perdido en delicadeza y sensibilidad, y no se hallaba en disposición de apreciar exactamente la barbarie y prosaísmo de su cónyuge. Su linfatismo le permitía soportar lo que para otro temperamento habría sido insoportable, y su epidermis, en apariencia finísima, no era por dentro completamente sensible a la ruda costra del que, por compañero de vida, casa y lecho, le había dado la sociedad de acuerdo con la Santa Iglesia. Cierto que a ratos creía enterarse vagamente de aquellos vacíos o cavernas que dentro se le criaban; pero   —16→   no hacía caso, o movida de un instinto reparador (y va de instintos) defendíase de aquella molestia premonitoria, ¿con qué creeréis? con el mimo. Haciéndose más mimosa de lo que realmente era, fomentando en sí hábitos y remilgos infantiles, en lo cual no hacía más que aceptar los procedimientos de su hermana y de su marido, se curaba en salud de todo aquel mal probable y posible de los vacíos. Era, pues, de casada, más golosa y caprichuda que de soltera; hacía muecas de niño llorón; enredaba, variando de sitio las cosas fáciles de transportar; entretenía las horas con afectaciones de pereza que agrandaban su ingénita debilidad; afectaba también un cierto desdén de todo lo práctico, y horror a los trajines duros de la casa; extremaba el aseo hasta lo increíble, eternizándose en su tocador; ansiaba los perfumes, que eran una nueva golosina, no menos apetecida que los bombones con agridulce; gustaba de que su marido la tratase con extremados cariños, y ella le llamaba a él su borriquito, pasándole la mano por el lomo como a un perrazo doméstico, y diciéndole: «Tor, Tor... aquí... fuera... ven... la pata... ¡dame la pata!».

Y D. Francisco, por llevarle el genio, le daba la mano, que para aquellos casos (y para otros muchos) era pata, recibiendo el hombre   —17→   muchísimo gusto de tan caprichoso estilo de afecto matrimonial. Aquella mañana no ocurrió nada de esto; charlaron un rato, encareciendo ambos las delicias del pasear a pie, y por fin Fidela le dijo: «Por mí no necesitas poner coche. No faltaba más. ¡Ese gasto por evitarme un poquito de cansancio...! No, no, no lo pienses. Ahora, por ti, ya es otra cosa. No está bien que vayas a la Bolsa en clase de peatón. Desmereces, cree que desmereces entre los hombres de negocios. Y no lo digo yo, lo dice mi hermana, que sabe más que tú... lo dice también Donoso. No me gusta que piensen de ti cosas malas, ni que te llamen cominero. Yo me paso muy bien sin ese lujo: tú no puedes pasarte, porque en realidad no es lujo, sino necesidad. Hay cosas que son como el pan...

Don Francisco no pudo contestarle porque le avisaron que le esperaba en su despacho el agente de Bolsa, y allá se fue presuroso, revolviendo en su caletre estas o parecidas ideas: «¡El condenado cochecito! Al fin habrá que echarlo... velis nolis. No es idea, no, de esa pastaflora de mi mujer, que jamás discurre nada tocante al aumento de gastos. La otra, la dominanta, es la que quiere andar sobre ruedas. Ni qué falta me hace a mí ese armatoste, que... ahora que me acuerdo... se llama también   —18→   vehículo. ¡Ah! ¡si yo pudiera gastarlo, sin que esa despótica de Cruz lo catara!... Pero no, ¡ñales! tiene que ser para todos, y mi mujer la primera, sobre cojines muy blandos para que no se me estropee, máxime si hay sucesión... Porque, aunque nada han dicho, yo, atento a la lógica del fenómeno, me digo: sucesión tenemos.




ArribaAbajo- III -

¡Qué cosas hace Dios! En todo tenía una suerte loca aquel indino de Torquemada, y no ponía mano en ningún negocio que no le saliese como una seda, con limpias y seguras ganancias, como si se hubiese pasado la vida sembrando beneficios, y quisiera la Divina Providencia recompensarle con largueza. ¿Por qué le favorecía la fortuna, habiendo sido tan viles sus medios de enriquecerse? ¿Y qué Providencia es esta, que así entiende la lógica del fenómeno, como por cosa muy distinta decía el avaro? Cualquiera desentraña la relación misteriosa de la vida moral con la financiera o de los negocios, y esto de que las corrientes vayan a fecundar los suelos áridos en que no crece ni puede crecer la flor del bien. De aquí que la muchedumbre honrada y pobre crea que el dinero es loco; de aquí   —19→   que la santa religión, confundida ante la monstruosa iniquidad con que se distribuye y encasilla el metal acuñado, y no sabiendo cómo consolarnos, nos consuela con el desprecio de las riquezas, que es para muchos consuelo de tontos. En fin, sépase que la previsora amistad del buen Donoso, había rodeado a D. Francisco de personas honradísimas que le ayudaran en el aumento de sus caudales. El agente de Bolsa, de quien era comitente para la compra y venta de títulos, reunía a su pasmosa diligencia la probidad más acrisolada. Otros correveidiles que le proporcionaban descuentos de pagarés, pignoraciones de valores y negocios mil, sobre cuya limpieza nadie se habría atrevido a poner la mano en el fuego, eran de lo mejorcito de la clase. Verdad que ellos, con su buen olfato mercantil, comprendieron desde el primer día que a Torquemada no se le engañaba fácilmente, y en esto tal vez se afirmaba el cimiento de su moralidad; al paso que D. Francisco, hombre de grandísima perspicacia para aquellos tratos, les calaba los pensamientos antes que los revelara la palabra. De este conocimiento recíproco, de esta compenetración de las voluntades, resultaba el acuerdo perfecto entre compinches, y el pingüe fruto de las operaciones. Y aquí nos encontramos con   —20→   un hecho que viene a dar explicación a las monstruosas dádivas de la suerte loca, y al contrasentido de que se enriquezcan los pillos. No hay que hablar tanto de la ciega fortuna, ni creer la pamplina de que esta va y viene con los ojos vendados... ¡invención del simbolismo cursi! No es eso, no. Ni se debe admitir que la Providencia protegiera a Torquemada para hacer rabiar a tanto honrado sentimental y pobretón. Era... las cosas claras, era que D. Francisco poseía un talento de primer orden para los negocios, aptitud incubada en treinta años de aprendizaje usurario a la menuda, y desarrollada después en más amplio terreno y en esfera vastísima. La educación de aquel talento había sido dura, en medio de privaciones y luchas horrendas con la humanidad precaria, de donde sacó el conocimiento profundísimo de las personas bajo el aspecto exclusivo de tener o no tener, la paciencia, la apreciación clara del tanto por ciento, la limadura tenaz, y el cálculo exquisito de la oportunidad. Estas cualidades, aplicadas luego a operaciones de mucha cuenta, se sutilizaron y adquirieron desarrollo formidable, como observaron Donoso y los demás amigos pudientes que se fueron agregando a la tertulia.

Reconocíanle todos por un hombre sin cultura,   —21→   ordinario y a veces brutalmente egoísta; pero al propio tiempo veían en él un magistral golpe de vista para los negocios, un tino segurísimo que le daba incontestable autoridad, de suerte que, teniéndose todos por gente de más valía en la vida general, en aquella rama especialísima del toma y daca bajaban la cabeza ante el bárbaro, y le oían como a un padre de la Iglesia... crematística. Ruiz Ochoa, los sobrinos de Arnaiz y otros que por Donoso se fueron introduciendo en la casa de la calle de Silva, platicaban con el prestamista aparentando superioridad, pero realmente espiaban sus pensamientos para apropiárselos. Eran ellos los pastores, y Torquemada el cerdo que olfateando la tierra descubría las escondidas trufas, y allí donde le veían hocicar, negocio seguro.

Pues, como digo, fue D. Francisco a su despacho, donde estuvo como un cuarto de hora dando instrucciones al agente de Bolsa, y volvió luego a engolfarse en los periódicos de la mañana, lectura que le interesaba en aquella época, ofreciéndole verdaderas revelaciones en el orden intelectual, y abriendo horizontes inmensos ante su vista, hasta entonces fija en objetos situados no más allá de sus narices. Leía con mediano interés todo lo de política, viendo en ella, como es común en   —22→   hombres aferrados a los negocios, no más que una comedia inútil, sin más objeto que proporcionar medro y satisfacciones de vanidad a unos cuantos centenares de personas; leía con profunda atención los telegramas, porque todas aquellas cosas que en el extranjero pasaban parecíanle de más fuste que las de por acá, y porque los nombres de Gladstone, Goschen, Salisbury, Crispi, Caprivi, Bismarck, le sonaban a grande, revelando una raza de personajes de más circunstancias que los nuestros; se detenía con delectación en el relato de sucesos del día, crímenes, palos, escenas de amor y venganza, fugas de presos, escalos, entierros y funerales de personas de viso, estafas, descarrilamientos, inundaciones, etcétera. Así se enteraba de todo, y de paso aprendía cláusulas nuevas y elegantes para irlas soltando en la conversación.

Por lo que pasaba como gato sobre ascuas era por los artículos pertinentes a cosa de literatura y arte, porque allí sí que le estorbaba lo negro, es decir, que no entendía palotada, ni le entraba en la cabeza la razón de que tales monsergas se escribieran. Pero como veía que todo el mundo, en la conversación corriente, daba efectiva importancia a tales asuntos, él no decía jamás cosa alguna en descrédito de tales artes liberales. Eso sí, a   —23→   discreto no le ganaba nadie, en el nuevo orden de cosas, y tenía el don inapreciable del silencio siempre que se tratara de algún asunto en que se sentía lego. Tan sólo daba su asentimiento con monosílabos, dejando adivinar una inteligencia reconcentrada, que no quiere prodigarse. Para él hasta entonces, artistas eran los barberos, albañiles, cajistas de imprenta y maestros de obra prima; y cuando vio que entre gente culta sólo eran verdaderos artistas los músicos y danzantes, y algo también los que hacen versos y pintan monigotes, hizo mental propósito de enterarse detenidamente de todo aquel fregado, para poder decir algo que le permitiera pasar por hombre de luces. Porque su amor propio se fortalecía de hora en hora, y le sublevaba la idea de que le tuvieran por un ganso; de donde resultó que últimamente dio en aplicarse a la lectura de los artículos de crítica que traían los periódicos, procurando sacar jugo de ellos, y sin duda habría pescado algo, si no tropezara a cada instante con multitud de términos cuyo sentido se le indigestaba. «¡Ñales! -decía en cierta ocasión-, ¿qué querrá decir esto de clásico? ¡Vaya unos términos que se traen estos señores! Porque yo he oído decir el clásico puchero, la clásica mantilla; pero no se me alcanza que lo clásico, hablando   —24→   de versos o de comedias, tenga nada que ver con los garbanzos, ni con los encajes de Almagro. Es que estos tíos que nos sueltan aquí tales infundios sobre el más o el menos de las cosas de literatura, hablan siempre en figurado, y el demonio que les entienda... ¿Pues y esto del romanticismo, qué será? ¿Con qué se come esto? También quisiera yo que me explicaran la emoción estética, aunque me figuro que es como darle a uno un soponcio. ¿Y qué significa realismo, que aquí no es cosa del Rey, ni Cristo que lo fundó?

Por nada de este mundo se aventuraba a exponer sus dudas ante la autoridad de su esposa o cuñada, pues temía que se le rieran en sus barbas, como una vez que le tentó el demonio, hallándose en una gran confusión, y fue y les dijo: «¿Qué significa secreciones?». ¡Dios, qué risas, qué chacota, y qué sofoco le hicieron pasar con sus ínsulas de personas ilustradas!

Interrumpió la lectura para ir al cuarto de su mujer, resuelto a ponerla en planta, pues Quevedito recomendaba que se combatiese en ella la pereza, favorecedora de su linfatismo; y cuando iba por el pasillo, oyó voces un poco alteradas que de la estancia próxima al salón venían. Era aquella la habitación que ocupaba el ciego; y como a este,   —25→   comúnmente, no se le oía en la casa una palabra más alta que otra, siendo tal su laconismo que parecía haber perdido, con el de la vista, el uso de la palabra, alarmose un tanto D. Francisco, y aplicó su oído a la puerta. Mayor que su alarma fue su asombro al sentir al ciego riendo con gran efusión, y ello debía de ser por motivo impertinente, pues su hermana le reprendía con severidad, elevando el tono de su indignación tanto como él el de sus risotadas. No pudo el tacaño comprender de qué demonios provenía júbilo tan estrepitoso, porque el tal Rafaelito, desde la boda, no se reía ni por muestra, y su cara era un puro responso, siempre mirando para su interior y oyéndose de orejas adentro. Torquemada se retiró de la puerta, diciendo para sí: «Con buen humor amanece hoy el caballero de la Chancla y Gran Duque de la Birria... Más vale así. Téngale Dios contento, y habrá paz.




ArribaAbajo- IV -

Es el caso que aquella mañana, al entrar Cruz en el cuarto de su hermano con el desayuno, no sólo le encontró despierto, sino sentado en el lecho, pronto a vestirse solo, como hombre a quien llaman fuera de casa negocios   —26→   urgentes. «Dame, dame pronto mi ropa -dijo a su hermana-. ¿Te parece que es hora esta de empezar el día, cuando lo menos hace seis horas que ha salido el sol?

-¿Tú qué sabes cuándo sale y cuándo entra el sol?

-¿Pues no he de saberlo? Oigo cantar los gallos... Y que no faltan gallos en esta vecindad. Yo mido el tiempo por esos relojes de la Naturaleza, más seguros que los que hacen los hombres, y que siempre van atrasados. Y para asegurarme más, pongo atención a los carros de la mañana, a los pregones de verduleras y ropavejeros, al afilador, al alcarreño de la miel, y por oírlo todo, oigo cuando echan el periódico por debajo de la puerta.

-¿De modo que no has dormido la mañana? -preguntole su hermana con tierna solicitud, acariciándole-. Eso no me gusta, Rafael. Ya van muchos días así... ¿Para qué espoleas tu imaginación en las horas que debes dedicar al descanso? Tiempo tienes, de día, de hacer tus cálculos, y entretenerte con los acertijos que a ti mismo te propones.

-Cada uno vive a la hora que puede -replicó el ciego, volviendo a echarse en la cama; pero sin intenciones de recobrar el sueño perdido-. Yo vivo conmigo a solas, en el silencio de la mañana obscura, mejor que con vosotras   —27→   en el ruido de la tarde, entre visitas que me aburren, y algún relincho del búfalo salvaje que anda por ahí.

-Ea, ya empiezas -indicó la dama amostazándose-. A desayunarse pronto. La debilidad te desvanece un poquito la cabeza, y te la desmoraliza, insubordinando los malos pensamientos y reprimiendo los buenos. ¿Qué tal la figura? Tómate tu chocolatito, y verás cómo te vuelves humano, indulgente, razonable... y desaparece de tu cabeza la cólera vil, la injusticia, y el odio a personas que no te han hecho ningún daño.

-Bueno, hija, bueno -dijo el ciego incorporándose de nuevo y empezando a reír-. Venga ese chocolate que, según tú, restablecerá en mi cabeza la disciplina militar, digo, intelectual. Es gracioso.

-¿Por qué te ríes?

-Toma, porque estoy contento.

-¿Contento tú?

-¿Ahora salimos con eso? ¡Pues, hija!... Cuatro meses hace que me estáis sermoneando por mi tristeza, porque no hablo, porque no me entran ganas de reír, porque no me divierto con las mil farsas que inventáis para distraerme. Vamos, que me tenéis loco... «Rafael, ríete; Rafael, ponte de buen humor». Y ahora que la alegría me retoza en el alma   —28→   y me sale por ojos y boca, me riñes. ¿En qué quedamos?

-Yo no te riño. Me sorprendo de esa alegría desenfrenada, que no es natural, Rafael, vamos, que no es verdadera alegría.

-Yo te juro que sí; que en este momento me siento feliz, que me gustaría verte reír conmigo.

-Pues dime la causa de esa alegría. ¿Es alguna idea original, algo que has pensado?... ¿O te ríes mecánicamente nada más?

-¡Mecánicamente! No, hija de mi alma. La alegría no es una cosa a la cual se da cuerda, como a los relojes. La alegría nace en el alma, y se nos manifiesta por esta vibración de los músculos del rostro, por esta... no sé cómo decirlo... Vaya, me tomaré el chocolate para que no te enfades...

-Pero contén la risa un momentito, y no me tengas aquí con la bandeja en una mano y la rebanada de pan en otra...

-Sí; reconozco que es conveniente alimentarse; más que conveniente, necesario. ¿Ves? Ya no me río... ¿Ves? Ya como. De veras que tengo apetito... Pues... querida hermana, la alegría es una bendición de Dios. Cuando nace de nosotros mismos, es que algún ángel se aposenta en nuestro interior. Generalmente, después de una noche de insomnio, nos levantamos   —29→   con un humor del diablo. ¿Por qué me pasa a mí lo contrario no habiendo pegado los ojos?... Tú no entiendes esto, ni lo entenderás si yo no te lo explico. Estoy alegre porque... Antes debo decirte que paso mis madrugadas calculando las probabilidades del porvenir, entretenimiento muy divertido... ¿Ves? Ya he concluido el chocolate. Ahora venga el vaso de leche... Riquísima... Bueno, pues para calcular el porvenir, cojo yo las figuras humanas, cojo los hechos pasados, los coloco en el tablero, los hago avanzar conforme a las leyes de la lógica...

-Hijo mío, ¿quieres hacerme el favor de no marearte con esas simplezas? -dijo la dama, asustada de aquel desbarajuste cerebral-. Veo que no se te debe dejar solo, ni aun de noche. Es preciso que te acompañe siempre una persona, que en las horas de insomnio te hable, te entretenga, te cuente cuentos...

-Tonta, más que tonta. Si nadie me entretiene como yo mismo, y no hay, no puede haber cuentos más salados que los que yo me cuento a mí propio. ¿Quieres oír uno? Verás. En un reino muy distante, éranse dos pobres hormigas, hermanas... Vivían en un agujerito...

-Cállate: me incomodan tus cuentos... Será   —30→   preciso que yo te acompañe de noche, aunque no duerma.

-Me ayudarías a calcular el porvenir, y cuando llegáramos al descubrimiento de verdades tan graciosas como las que yo he descubierto esta noche, nos reiríamos juntos. No, no te enfades porque me ría. Me sale de muy adentro este gozo para que pueda contenerlo. Cuando uno ríe fuerte, se saltan las lágrimas, y como yo nunca lloro, tengo en mí una cantidad de llanto que ya lo quisieran más de cuatro para un día de duelo... Deja, deja que me ría mucho, porque si no reviento.

-Basta, Rafael -dijo la dama creyendo que debía mostrar severidad-. Pareces un niño. ¿Acaso te burlas de mí?

-Debiera burlarme, pero no me burlo. Te quiero, te respeto, porque eres mi hermana, y te interesas por mí; y aunque has hecho cosas que no son de mi agrado, reconozco que no eres mala, y te compadezco... sí, no te rías tú ahora... te compadezco porque sé que Dios te ha de castigar, que has de padecer horriblemente.

-¿Yo? ¡Dios mío! -exclamó la noble dama con súbito espanto.

-Porque la lógica es lógica, y lo que tú has hecho tendrá su merecido, no en la otra vida, sino en esta, pues no siendo bastante   —31→   mala para irte al infierno, aquí, aquí has de purgar tus culpas.

-¡Ay! Tú no estás bueno. ¡Pobrecito mío!... ¡Yo culpas, yo castigada por Dios!... Ya vuelves a tu tema. La mártir, la esclava del deber, la que ha luchado como leona para defenderos de la miseria, castigada... ¿por qué? por una buena obra. ¿Ha dicho Dios que es malo hacer el bien, y librar de la muerte a las criaturas?... ¡Bah!... Ya no te ríes... ¡Qué serio te has puesto!... Es que una razón mía basta para hacerte recobrar la tuya.

-Me he puesto serio, porque pienso ahora una cosa muy triste. Pero dejémosla... Volviendo a lo que hablábamos antes y al motivo de mi risa, tengo que advertirte que ya no me oirás vituperar a tu ilustre cuñado, no digo mío, porque mío no lo es. No pronunciaré contra él palabra ninguna ofensiva, porque como su pan, comemos su pan, y sería indigno que le insultáramos después que nos mantiene el pico. Los infames somos nosotros, yo más que tú, porque me las echaba de inflexible y de mantenedor caballeresco de la dignidad; pero al fin, ¡qué oprobio! disculpándome con mi ceguera, he concluido por aceptar del marido de mi hermana la hospitalidad, y esta bazofia que me dais, y la llamo bazofia con perdón de la cocinera, porque sólo   —32→   moralmente, ¿entiendes? moralmente, es la comida de esta casa como la sopa boba que en un caldero, del tamaño de hoy y mañana, se da a los pobres mendigos a la puerta de los conventos... Con que ya ves... No le vitupero, y cuando me reía, no me reía de él ni de sus gansadas, que tú vas corrigiendo para que no te ponga en ridículo... porque ese hombre acabará por hablar como las personas; de tal modo se aplica y atiende a tus enseñanzas; digo que no me río de él, ni tampoco de ti, sino de mí, de mí mismo... Y ahora me entra la risa otra vez: sujétame... Bueno, pues me río a mis anchas, y riéndome te aseguro que he calado el porvenir... y veo, claro como la luz del alma, única que a mí me alumbra... veo que transigiendo, transigiendo y abandonándome los hechos, sacerdote de la santa inercia, acabaré por conformarme con la opulencia infamante de esta vida, por hacer mangas y capirotes de la dignidad... Si esto no es cómico, altamente cómico, es que la gracia ha huido de nuestro planeta. ¡Yo conforme con esta deshonra, yo viéndoos en tanta vileza, y creyéndola no sólo irremediable, sino hasta natural y necesaria! ¡Yo vencido al fin de la costumbre y hecho a la envenenada atmósfera que respiráis vosotras! Confiésame, querida hermana, que esto   —33→   es para morirse de risa, y si conmigo no te alegras ahora será porque tu alma es insensible al humorismo, entendido en su verdadera acepción, no en la que le dio tu cuñadito el otro día, cuando se quejaba del mucho humorismo de la chimenea.

Llegaron a su punto culminante las risotadas en esta parte de la escena, y en tal momento fue cuando Torquemada oyó desde fuera el alboroto.




ArribaAbajo- V -

«No se te puede tolerar que hables de esa manera -dijo la hermana mayor, disimulando la zozobra que aquel descompuesto reír iba levantando en su alma. Nunca he visto en ti ese humor de chacota, ni esas payasadas de mal gusto, Rafael. No te conozco.

-De algún modo se había de revelar en mí la metamorfosis de toda la familia. Tú te has transformado por lo serio, yo por lo festivo. Al fin seremos todos grotescos, más grotescos que él, pues tú conseguirás retocarle y darle barniz... Pues sí, me levantaré: dame mi ropa... Digo que la sociedad concluirá por ver en él un hombre de cierto mérito, un tipo de esos que llaman serios, y en nosotros unos   —34→   pobres cursis, que por hambre hacen el mamarracho.

-No sé cómo te oigo... Debiera darte azotes como a un niño mañoso... Toma, vístete; lávate con agua fría para que se te despeje la cabeza.

-A eso voy -replicó el ciego, ya en pie y disponiéndose a refrescar su cráneo en la jofaina-. Y puesto que no tiene ya remedio, hay que aceptar los hechos consumados, y meternos hasta el cuello en la inmundicia que tu... vamos, que la fatalidad nos ha traído a casa. Ya ves que no me río, aunque ganas no me faltan... Te hablaré seriamente, contra lo que pide lo jocoso del asunto... Y de esto dan fe las inflexiones de sátira que se notan... ¿no las has notado?... que se notan, digo, en el acento de todas las personas que han vuelto a entablar amistad con nosotros, después del paréntesis de desgracia.

-Yo no he notado eso -afirmó Cruz resueltamente-; y no hay tal sátira más que en tu descarriada imaginación.

-Es que a ti te deslumbran los destellos de esta opulencia de similor, y no ves la verdad de la opinión social. Yo, ciego, la veo mejor que tú. En fin, déjame que me fregotee un poco la cara y la cabeza, y te diré una cosa que ha de pasmarte.

  —35→  

-Lo mejor sería que te callaras, Rafael, y no me enloquecieras juzgando de un modo tan absurdo los hechos más naturales de la vida... Toma la toalla. Sécate bien... Ahora te sientas, y te peinaré.

-Pues quería decirte... Se me ha despejado la cabeza; pero es el caso que ahora me retoza otra vez la risa, y necesito contenerme para no estallar... Quería decirte que cuando se pierde la vergüenza, como la hemos perdido nosotros...

-¡Rafael, por amor de Dios...!

-Digo que lo mejor es perderla toda de una vez, arrancarse del alma ese estorbo, y afrontar a cara descubierta el hecho infamante... Cuando más, debe usarse en la cara el colorete de las buenas formas, una vez perdido el santo rubor que distingue las personas dignas de las que no lo son... (conteniendo la risa.) Tú, autora de todo esto, debes ir ya hasta el fin. No te detengas a medio éxito. Fuera escrúpulos, fuera delicadezas que ya resultarían afectadas. ¿No has conseguido aún que el amo os dé coche para salir publicando por calles y paseos la venta que habéis hecho de...? ¡Oh! no me tires del pelo. Me haces daño.

-Es que me pones nerviosa... ¡Pobre ser delicado y enfermo, a quien no se puede aplicar el correctivo de una azotaina!

  —36→  

-Decía que la venta... Bueno: retiro la palabra. ¡Ay!... Ello es que harás muy bien en sonsacarle el gasto del coche. El otro, mascando las palabras finas con las ordinarias, tascará el freno que tú le pones con tu talento y tu autoridad. A cambio de la representación social con que alimentas su orgullo de pavo... no digo de pavo real, sino de pavo común, de ese que por Navidad se engorda con nueces enteras... a cambio de la representación social, él te dará cuanto le pidas, renegando, eso sí, porque tiene la avaricia metida en los huesos y en el alma; pero cederá, como tú sepas trastearlo, y ¡vaya si sabes! Y conseguirás el abono en el Real y en la Comedia, y las reuniones y comidas en determinados días de la semana. Hartaos de riqueza, de lujo, de vanidad, de toda esa bazofia que ha venido a sustituir el regalo fino de los sentimientos puros y nobles. ¡Que os pague en lo que valéis, que no descanse en sus arcas una sola peseta de las que continuamente trae a ellas el negocio, sucio como alma de condenado! Apenas entre la santa peseta, escamoteadla vosotras, para gastarla en trapos, comistrajes, diversiones públicas y privadas, objetos artísticos, muebles de lujo. Duro con él, a ver si revienta y os quedáis dueñas de todo, que esa sería vuestra jugada.

  —37→  

-Rafael, ya no más -dijo la dama vibrando de cólera-. He oído tus disparates con mi santa paciencia; pero esta se agota ya. Tú la crees inagotable; por eso abusas... Pero no lo es, no lo es. Ya no puedo acompañarte más. Pinto acabará de vestirte... (Llamando.) Pinto... chiquillo... ¿Qué haces?

Acudió al instante el lacayito, cargado de ropa, que el sastre acababa de traer.

«Estaba recogiendo el traje nuevo del señorito Rafael. El sastre dice que quiere vérselo puesto.

-Pues que pase. (A Rafael.) Ya tienes entretenimiento para un rato. Volveré a verte vestido, y como alguna prenda no esté bien, se le devuelve para que la reforme. (Al sastre.) Pase usted, Balboa... Hay que probar todo. Ya sabe usted que este caballero es muy escrupuloso y exigente para la ropa. Conserva el sentido del buen corte y del ajuste, como si pudiera apreciarlos por la vista. (A Pinto.) Anda, ¿qué haces? Quítale el pantalón.

-Sí, Sr. Vasco Núñez de Balboa -dijo Rafael tocado otra vez de su jocosidad nerviosa-. Me basta ponerme una prenda, para conocer por el tacto, por el roce de la tela, hasta las menores imperfecciones de la hechura. Con que... a mí no me traiga usted chapucerías, fiándose de mi ceguera. Venga el pantalón...   —38→   Y a propósito, amigo Balboa: mi hermana y yo hablábamos ahora... ¿Se ha ido mi hermana?

-Aquí estoy, hombre... Ese pantalón me parece que va muy bien.

-No está mal. Pues decía que necesito más trapo, Sr. Balboa. Otro terno de entretiempo, un gabán como el que lleva Morentín, ¿sabe usted? y tres o cuatro pantalones de verano, ligeros. ¿Qué dice mi señora hermana?

-¿Yo? Nada.

-Me pareció que protestabas de esta pasión mía de la ropa buena y abundante... Pues te digo que alío me ha de tocar a mí del cambio de fortuna... Y te digo más: quiero un frac... ¿Que para qué lo necesito? Yo me entiendo. Necesito un frac.

-¡Jesús!

-Ya lo sabe usted, Vasco Núñez... ¿Se ha ido mi hermana?

-Aquí estoy... y está conmigo toda mi paciencia.

-Me alegro mucho. La mía se ha evaporado, llevándose otra cosa que no quiero nombrar. Y en el hueco que dejó, se ha metido un ardiente apetito de los bienes materiales... No tengo la culpa de ello, ni soy yo quien ha traído a casa esta desmoralización mansa.   —39→   Maestro, el frac prontito... Y tú, hermana querida... ¿Pero se ha ido...?

-Ahora sí... Se fue la señora -indicó tímidamente el sastre-, y me parece que un poquitín incomodada con usted.

Y era verdad que salió del cuarto la dama, no sólo por librarse de aquel suplicio, sino porque suponía, con algún fundamento, que su presencia era lo que excitaba más al desdichado joven. Allá le dejó con Pinto y el sastre todo el tiempo que duraron las probaturas y el quita y pon de ropa. A la hora de almorzar, volvió D. Francisco de la calle, y sorprendió a su cuñada con los ojos encendidos, suspirona y triste.

«¿Qué hay, qué ocurre? -le preguntó alarmadísimo.

-Esto nos faltaba... Le aseguro a usted, amigo mío, que Dios quiere someterme a pruebas demasiado duras... Rafael está enfermo, muy enfermo.

-Pues si esta mañana se reía como un descosido.

-Precisamente... ese es el síntoma.

-¡Reírse... síntoma de enfermedad! Vaya, que cada día descubre uno cosas raras en este nuevo régimen a que ustedes me han traído. Siempre he visto que el enfermo lloraba, bien porque le dolía algo, bien por falta de respiración,   —40→   o por no poder romper por alguna parte... Pero que los enfermos se desternillen de risa, es lo único que me quedaba que ver.

-Lo mejor -indicó Fidela ocupando su asiento en la mesa, y mirando con sereno y apacible rostro a su marido-, será llamar a un médico especialista en enfermedades nerviosas... Y cuanto más pronto mejor...

-¡Especialista! -exclamó Torquemada, perdiendo repentinamente el apetito-. Es decir, un medicazo de mucha fanfarria, que después de dejar a tu hermano peor que estaba, ponga unos emolumentos que nos partan por el eje.

-No podemos consentir que tome cuerpo esa neurosis -dijo Cruz ocupando su sitio.

-¿Esa qué?... ¡Ah! ya, neurosis paparruchosis... Mire usted, Cruz, lo que no haga mi yerno, no lo hará ningún facultativo de esos que se dan importancia desvalijando al género humano, después de llenar de cadáveres nuestros clásicos cementerios.

-No te pongas cargante, querido Tor -arguyó Fidela con dulzura-. Hay que llamar a un especialista, dos especialistas, aunque sean tres.

-Con uno basta -manifestó Cruz.

-No, mejor será traer acá un rebaño de doctores -agregó D. Francisco, recobrando   —41→   el apetito-. Y luego que acaben de recetar, nos iremos todos a los Asilos del Pardo.

-Es usted la misma exageración, señor mío -díjole Cruz festivamente.

-Y usted el maquiavelismo en persona, o personificado... Y entre paréntesis, señoras mías, esa cocinera de ocho duros será la octava maravilla; pero a mí no me la da. Estos riñones me saben a quemado.

-Si están riquísimos.

-Mejor los ponía Romualda, a quien despidieron ustedes porque se peinaba en la cocina... En fin, me resigno a este orden de cosas, y transigiremos...

-Transacción -dijo Fidela, pasando la mano por el hombro de su marido-. En vez de llamar los tres especialistas...

-¿Tres nada menos? Di más bien las tres plagas de Faraón, y la langosta médico-farmacéutica.

-Pues en vez de llamar al especialista, llevamos a Rafael a París para que le vea Charcot.




ArribaAbajo- VI -

-¿Y quién es ese peine? -preguntó Torquemada, cuando hubo tragado el pedazo de   —42→   carne, que al oír Charcot se le atravesó sin querer pasar ni para arriba ni para abajo.

-No es peine. Es el primer sabio de Europa en enfermedades cerebrales.

-Pues yo -afirmó el tacaño, dando un golpe en la mesa con el mango del tenedor-, yo, yo le digo al primer sabio de Europa que se vaya a freír espárragos... y que si quiere enfermos ricos, que vaya a recetarle a la gran puerquísima de su madre.

-¡Hombre, qué cosas dices...! -manifestó Fidela con dulce severidad, y blando mimo-. Francisco, por Dios... Mira, tontín, con el viaje a París matamos dos pájaros de un tiro.

-No, si yo no quiero matar pájaros de un tiro, ni de dos.

-Llevamos a Rafael a que le vea Charcot.

-Si no hiciera más que verle... Pues con mandarle el retrato...

-Digo que curaremos a Rafael, y de paso, verás tú a París, que no lo has visto.

-Ni falta que me hace.

-¿Que no? ¿Te parece que no es desairado tener que decir, cuando se habla de grandes poblaciones: «pues señores, yo no he visto más que Madrid... y Villafranca del Bierzo»?... No te hagas el zafio, que no lo eres. ¡París! Si tú lo vieras, se ensancharía el círculo de tus ideas.

  —43→  

-El círculo de mis ideas -dijo Torquemada, recogiendo con avidez la frase, que le pareció bonita, y quedó encasillada en su archivo de locuciones-, no es ninguna manga estrecha para que nadie me la ensanche. Cada uno en su círculo, y Dios en el de todos.

-Y una vez en París -añadió la esposa con ganas de trastear dulcemente a su marido-, no nos volveríamos sin dar una vueltecita por Bélgica, o por el Rhin.

-Sí, para vueltecitas estamos...

-Si es baratísimo... Y también nos llegaríamos a Suiza.

-Sí, y a las Ventas de Alcorcón.

-O haríamos la excursión del Palatinado bávaro, de Baden y la Selva Negra.

-Sí, y la de la selva blanca; y luego nos llegaremos al Polo Norte y a la Patagonia, y volveríamos a casa por la Osa Mayor. Y al llegar aquí, yo tendría que pedir un jornal en las obras del Ayuntamiento para mantener a la familia, o una plaza de Orden Público...

Las dos damas celebraron con francas risas esta ocurrencia, y Cruz puso fin a la contienda del modo más razonable:

«Esto del viaje es una broma de Fidela, para asustarle a usted, D. Francisco. No necesitamos acudir a Charcot. ¡Buenos están los tiempos para gastos de viaje, y consultas con   —44→   eminencias europeas! Lo que Rafael necesita principalmente es distracción, tomar mucho el aire, pasear lejos del infernal bullicio de estas calles...

-Vamos, hablando en plata, señora mía, eso es otro memorial para el coche. Al fin tendré que apencar con el vehículo.

-Pero si no hemos dicho nada de vehículo -observó Fidela entre veras y bromas.

-¡Pasear lejos!... Sí, se va a curar Rafael con el zarandeo de la berlina... Bueno... a correrla, y no paréis hasta Móstoles.

-El coche -dijo Cruz con el tono de autoridad que no admitía réplica las pocas veces que lo empleaba, mayormente si iba acompañado de la vibración del labio-, debe ponerlo usted, y lo pondrá, yo se lo aseguro, no por nosotras ni por nuestro hermano, que bien enseñados estamos a andar a pie, sino por usted, Sr. D. Francisco Torquemada. Es indecoroso que ande hecho un azacán por esas calles un hombre de su crédito y de su respetabilidad.

-¡Ah!... ¡Ah!... amiga mía -exclamó don Francisco en voz muy alta, y en tono que tanto tenía de festivo como de airado-. No me engatusa usted a mí con ese jabón que quiere darme. Seamos justos: yo soy un hombre humilde, no una entidad como usted dice.   —45→   Fuera entidades y biblias... Con esa mónita, lo que hace usted es dar pábulo a los gastos. Yo no doy pábulo más que a la economía, y por eso tengo un pedazo de pan. Pero con la actitud que ustedes toman, pronto tendremos que pedirlo prestado, y no te quiero decir... ¡Deudas en mi casa!... ¡Oh! nunca... Si viene la bancarrota, vulgo miseria, usted, Crucita de mi alma, tiene la culpa... ¡Con que coche! Pues habrá coche, no para mí, que sé ganar la santísima rosca andando en el de San Francisco mi patrono, sino para ustedes, a fin de que se den todo el pisto compatible con su nueva entidad...

-Pero yo no he pedido...

-¿Cómo no? ¡Si parece que le hizo la boca un fraile! ¡Si no hay día que no me traiga una socaliña! Tirar tabiques, derribarme media finca para hacer salones... Que si la modista, que si el sastre, que si el tapicero, que si el almacenista, que si la biblia en pasta... Pues ahora, con eso de que el hermanito tiene ganas de reír, voy yo a tener que llorar, y lloraremos todos. Ya estoy viendo una serie no interrumpida de antojos, y por ende de nuevos gastos. Que es preciso distraerle; y como le gusta, tanto la música, tendremos que traer aquí la orquesta del Teatro Real, y al zángano aquel, que con una varita les señala el   —46→   golpe de lo que han de tocar. (Risas.) Que hay que traer un facultativo. Pues venga todo San Carlos, y lluevan honorarios... Que hay que convidar a Juan, Pedro y Diego, los amigotes que vienen a darle tertulia, poetas los unos, danzantes los otros. Pues allá te van doce o catorce cubiertos, y la mar de platos extraordinarios para que saquen el vientre de mal año esos... pará...

Se le atravesó la palabra, que, como de adquisición reciente, no podía ser pronunciada sin cierta precaución y estudio.

«Parásitos -le dijo Fidela-. Sí que lo son algunos. Pero no hay más remedio que convidarles alguna vez, para que no vayan por ahí hablando de si en esta casa hay o no hay tacañería.

-Nuestras relaciones -afirmó Cruz-, no dicen eso. Son personas distinguidísimas.

-No pongo en duda su distinguiduría -asentó Torquemada-; pero profeso el principio de que cada quisque debe comer en su casa. ¿Voy yo a comer a casa de nadie?

-Hay que confesar, señor maridito -le dijo Fidela pasándole la mano por el lomo-, que hoy estás graciosísimo. Si yo no quiero que gastes; si no nos hace falta coche, ni lujo, ni bambolla... Guarda, guarda tus ahorritos, bribón... ¿Sabes lo que dijo anoche Ruiz   —47→   Ochoa? Que en un mes habías ganado treinta y tres mil duros.

-¡Qué barbaridad! -exclamó el usurero, levantándose impaciente después de probar el café-. Lo diría en broma. Y con esas cuchufletas da pábulo... sí, pábulo, a vuestras ideas exageradas sobre lo que yo tengo. En fin, me voy por no incomodarme. Reasumiendo: es preciso economizar. La economía es la religión del pobre. Guardaremos el óbolo; que nadie sabe lo que vendrá el día de mañana, y cosas podrán venir que exijan este y el otro y todos los óbolos del mundo.

Metiose gruñendo en su despacho, cogió sombrero y bastón, que era, por más señas, con puño de asta de ciervo bruñida por el uso, y se marchó a la calle, a evacuar sus negocios. Hasta más allá de la Puerta del Sol le fueron burbujeando en el magín las ideas de la viva disputa con su esposa y cuñada, y seguía disparando contra ellas una dialéctica irresistible: «Porque no me sacarán ustedes, con todo su maquiavelismo, del sistema de gastar sólo una parte mínima, considerablemente mínima, de lo que se gana. ¡Ya...! como ustedes no tienen que discurrir para traerlo a casa, no saben lo que cuesta... Sólo me correría más de lo acordado en caso de sucesión... Eso sí, la sucesión merece cualquier   —48→   dispendio considerable. Por eso me decía Valentinico anoche, cuando me quedé dormido en mi cuarto, caldeada la cabeza de tanto afilar el reverendo guarismo... Me decía dice: «Papá, no sueltes un cuarto hasta que no sepas si nazco o no nazco... Esas bribonas de Águilas me están engañando... que hoy, que mañana, y así no puedo estar... Un pie en la eternidad y otro pie en la vida esa... vamos, que esto cansa... duele todo el cuerpo, o toda el alma; que si el alma no tiene huesos, tiene coyunturas... y sin tener carne ni tendones, tiene cosquillas, y sin tener sangre, tiene fiebre, y sin tener piel, tiene gana de rascarse.




ArribaAbajo- VII -

Casi todo el día lo pasaron las dos hermanas procurando normalizar el destemplado meollo de Rafael, para lo cual corregían la palabra descompuesta con la palabra juiciosa, y la incongruente risa con la seriedad razonable y amena. Fidela pudo más que Cruz, por disponer de más paciencia y dulzura, y tener sobre su hermano cierto poder sugestivo, cuyo origen ignoraba, conociendo muy bien sus efectos. A la caída de la tarde, hallándose las dos cansadas de la lucha, aunque satisfechas del buen resultado, pues Rafael   —49→   hablaba ya con más sentido, les llegó un refuerzo que ambas agradecieron mucho, y gozosas salieron a saludarle: «Hola, Morentín, gracias a Dios...». «¡Pero qué caro se vende usted!». «Adelante. No sé las veces que este ha preguntado hoy por usted.

Érase un galancete como de treinta y tres años, guapo, de hermosura un tanto empalagosa, barba rubia, ojos rasgados, cabellera escasa anunciando ya precoz calvicie, regular estatura, y vestir atildado y correctísimo. Después de saludar a las dos damas con el desembarazo de un trato frecuente, fue a sentarse junto al ciego, y dándole un palmetazo en la rodilla; le dijo: «Hola, perdido, ¿qué tal?

-Hoy comerá usted con nosotros... No, si no se admiten excusas. No venga usted ya con sus trapacerías de siempre.

-Me esperan en casa de la tía Clarita.

-Pues la tía Clarita que se fastidie. ¡Qué egoísmo el suyo! No, no le soltamos a usted. Proteste todo lo que quiera, y vaya haciendo acopio de resignación.

-Mandaremos un recado a Clarita -indicó Fidela conciliando las opiniones-; se le dirá que le hemos secuestrado.

-Bueno. Y añadan, en el recadito, que ustedes toman sobre sí la responsabilidad de mi falta. Y si hay chillería...

  —50→  

-Nosotras contestaremos con otra chillería mayor.

-Convenido.

Pepe Serrano Morentín había sido, en otros tiempos, el inseparable amigo de Rafael y su compañero de estudios desde las primeras letras hasta el grado en la Universidad; y si en la época terrible, aquella amistad pareció extinguida, y apenas, de higos a brevas, se veían los dos muchachos y refrescaban con cariñosa efusión los recuerdos estudiantiles, fue porque las Águilas esquivaban toda visita, ocultándose en su triste y solitario albergue, como si creyeran rendir tributo, con la ausencia de todo testigo, a la dignidad de su miseria. El cambio material de existencia abrió las puertas del escondrijo; y de cuantas amistades lentamente se restablecieran entonces por mediación de Donoso, de Ruiz Ochoa o de Taramundi, ninguna era tan grata al pobre ciego como la de su caro Morentín, que sabía llevarle el genio mejor que nadie, y despertar en él simpatía muy honda en medio de la indiferencia o desdén que hacia todo el género humano sentía.

Conocedoras Fidela y Cruz de esta preferencia, o más bien absoluto imperio de Morentín en la voluntad del pobre ciego, vieron aquel día en su visita una providencial aparición.   —51→   Y como sabían que Rafael gustaba de platicar holgadamente con su amigo, referirle sus tristezas, provocarle a discusiones en que el humorismo se enredaba con la psicología más sutil, corriéndose a veces a terreno un tanto escabroso, determinaron, después de los cumplidos de rúbrica, dejarlos solos, que así descansaban ellas de la guardia, y el ciego estaría más a gusto.

«Querido Pepe -le dijo Rafael haciéndole sentar a su lado-. No sabes con cuánta oportunidad vienes. Deseo consultarte una cosa... una idea, que ayer apuntó en mí, y hoy, en el momento que entraste, cuando oí tu voz, ¡ay! me hirió la mente, así como si entrara de golpe, dándose de cabezadas con todas las demás ideas que hay en el cerebro, y espantándolas y dispersándolas... no te lo puedo explicar.

-Comprendido.

-¿A ti te acomete alguna idea en esta forma y con esta insolencia...?

-Ya lo creo.

-No; en ti entran con el capuchón de la hipocresía. No sabes que están dentro hasta que se descubren la cara y alzan la voz. Morentín, hoy voy a hablarte de un asunto muy delicado.

-¿Muy delicado?

  —52→  

Al decir esto, el amigo de la casa sintió un súbito golpetazo hacia la región cardíaca, como de aviso, como de alarma, como de lo que en lenguaje truhanesco se designa con el feo vocablo de escama. Conviene ahora más que nunca dar alguna noticia de este Morentín y registrarle y filiarle con la mayor exactitud posible.

Era el tal soltero, plebeyo por parte de padre, aristócrata por la materna, socialmente mestizo, como casi toda la generación que corre; bien educado, bien avenido con el estado presente de la sociedad, que su proporcionada riqueza le hacía ver como el mejor de los mundos posibles; satisfecho de haber nacido guapo y de poseer algunas cualidades de las que generalmente no excitan envidia; sin bastante inteligencia para sentir las atracciones dolorosas de un ideal, sin bastante rudeza de espíritu para desconocer los placeres intelectuales; privado de las grandes satisfacciones del orgullo triunfante, pero también de las tristezas del ambicioso que no llega nunca; hombre que no poseía en alto grado ni virtudes ni vicios, pues no era un santo, ni tampoco un perdido, y se conceptuaba dichoso viviendo cómodamente de sus rentas, representando un distrito rural de los más dóciles, disfrutando de preciosa libertad y de   —53→   un buen caballo inglés para pasearse. Bien quisto de todo el mundo, pero sin despertar en nadie un cariño muy vivo, veíase libre de toda pasión ardiente, pues ni siquiera la pasión política sintió nunca, y aunque afiliado al partido canovista, reconocía que lo mismo lo estaría en el sagastino, si a él le hubiera llevado el acaso; ni conocía tampoco la pasión viva por ningún arte, ni por el sport, pues aunque cabalgaba dos o tres horas cada día, jamás le inflamó el entusiasmo hípico, ni el delirio del juego, ni el de las mujeres, fuera de un cierto grado que no llega al drama, ni traspasa los límites de un discreto desvarío, elegante y urbano. Era hombre, en fin, muy de su época, o de sus días, informado espiritualmente en una vulgaridad sobredorada, con docena y media de ideas corrientes, de esas que parecen venir de la fábrica, en paquetitos clasificados, sujetos con un elástico.

Fama de juicioso gozaba Morentín, como que no desentonó jamás en lo que podríamos llamar la social orquesta, ni contrajo deudas, ni dio escándalos, salvo algún duelo de los de ritual, con arañazo, acta y almuerzo, ni sintió nunca alegrías hondas, ni decaimientos aplanantes, tomando de todas las cosas lo que fácilmente podía extraer de ellas para su particular   —54→   provecho, sin arriesgar la tranquilidad de su existencia. Respetaba la fe religiosa sin tenerla, y no poseyendo a fondo ninguna rama del saber, sobre todas sabía dar una opinión aceptable, siempre dentro del criterio circunstancial o de moda. Y en cuanto a moral, si Morentín defendía en público y en privado las buenas costumbres, no por eso se hallaba libre de la relajación mansa que apenas sienten los mismos que en ella viven.

Era uno de esos casos, no muy raros por cierto, del contento del vivir, pues poseía moderada riqueza, pasaba justamente por ilustrado, y su trato era muy agradable a todo el mundo, particularmente a las señoras. Colmaba su ambición el ser diputado, simplemente por lucir la investidura, sin pretensiones de carrera política, ni de fama oratoria. Si se ofrecía hablar como individuo de cualquier comisión, hablaba, y bien, sin arrebatar, pero cumpliendo discretamente. Bastábanle a su orgullo los oropeles del cargo. Por último, su ambición en el terreno afectivo se cifraba en que le quisiera una mujer casada; si esta mujer era dama, miel sobre hojuelas. Pero sus aspiraciones se detenían en la línea del escándalo, pues esto sí que no le hacía maldita gracia, y todo iba bien, y él muy a gusto en el machito, hasta que apuntaba el drama.   —55→   Dramas, ni por pienso; los aborrecía en la vida real lo mismo que en el teatro, y cuando desde su butaca veía que lloraban, o que blandían puñales, ya estaba el hombre nervioso, con ganas de salir y pedirle al revendedor que le devolviera el dinero. Pues para que nada le faltase, hasta aquella vanidad de adúltero templado y sin catástrofe se le había satisfecho al pícaro, y nada tenía que ambicionar ya ni que pedir a Dios... o a quien se pidan estas cosas.




ArribaAbajo- VIII -

«Sí, de un asunto delicadísimo... y muy grave -repitió el ciego-. Ante todo, ¿mis hermanas no andan por aquí?

-No, hombre, estamos solos.

-Asómate a la puerta, a ver si en el pasillo...

-No hay nadie. Puedes hablar todo lo que quieras.

-Desde anoche pienso en ello... ¡Cuánto deseaba que vinieras!... Y esta mañana, la rabia que sentía, el miedo y la tristeza, se me manifestaron en una risa 1 estúpida, que alarmó a mi hermana. No estaba loco, no, ni lo estaré nunca. Es que me reía, como deben de reírse los condenados por burlones de mala   —56→   ley. Su suplicio ha de consistir en que los diablos les hagan cosquillas con cepillos de alambres al rojo...

-¡Eh... qué tontería! ¿Ya empiezas?

-Bueno, bueno; no te enfades... Quiero preguntarte una cosa. Pero mira, Pepe: has de prometerme ser conmigo de una sinceridad y una lealtad a prueba de vergüenzas. Me has de prometer contestarme a lo que te pregunte, como contestarías a tu confesor, si es que lo tienes, o a Dios mismo, si Dios quisiera explorar tu conciencia, fingiendo que la desconoce.

-Patético estás. Habla de una vez, que en verdad me pones el alma en un hilo. ¿Qué es ello?

-Apuesto a que te lo figuras.

-¿Yo? Ni remotamente.

-¿Y me prometes también no enfadarte, aunque te diga... cosas demasiado fuertes, de esas que si espantan oídas por ti, más deben espantar pronunciadas por esta boca mía?

-Vamos... que hoy estás de buen temple -replicó Morentín disimulando su desasosiego-. Porque al fin, ya lo estoy viendo, vas a salir con alguna humorada...

-Ya lo verás. La cuestión es tan grave, que no me lanzo a formularla sin una miajita de preámbulo. Allá va: José Serrano Morentín,   —57→   representante del país, propietario, paseante en corte y sportman, dime: en el momento presente, ¿cómo está la sociedad en punto a moralidad y buenas costumbres?

Rompió a reír el buen amigo, seguro ya de que Rafael, como otras veces, después de anunciar aparatosamente una cuestión peliaguda, salía con cualquier cuchufleta.

«No te rías, no. Ya te irás convenciendo de que esto no es broma. Te pregunto si en el tiempo en que yo he vivido apartado del mundo, dentro de este calabozo de mi ceguera, a donde apenas llegan destellos de la vida social, han variado las costumbres privadas, y las ideas de hombres y mujeres sobre el honor, la fidelidad conyugal, etcétera. Me figuro que no hay variación. ¿Acierto? Sí. Porque en mi tiempo, que también es el tuyo, allá cuando tú y yo andábamos por el mundo, divirtiéndonos todo lo que podíamos, las ideas sobre puntos graves de moral eran bastante anárquicas. Ya recordarás que tú y yo, y todos nuestros amigos, no pecábamos de escrupulosos, ni de rigoristas, y que el matrimonio no nos imponía ningún respeto. Es esto verdad, ¿sí o no?

-Es verdad -replicó Morentín, que había vuelto a escamarse-. ¿Pero a qué viene eso? El mundo siempre es el mismo. Antes que   —58→   nosotros hubo jóvenes de dudosa virtud, y en nuestro tiempo, no nos cuidamos de mejorar las costumbres. La juventud es juventud, y la moral sigue siendo la moral, a pesar de las transgresiones que se cometen con la intención o con el hecho.

-A eso voy. Pero nuestros tiempos creo que excedían en depravaciones a los anteriores y a los que vinieron después. Yo recuerdo que creíamos como artículo de fe, pues el pecado tiene también dogmas impuestos por la frivolidad y el vicio... creíamos que era nuestra obligación hacer el amor a toda mujer casada que por delante nos caía... creíamos usar de un derecho inherente a nuestra juventud rozagante, y que el matrimonio que perturbábamos... casi casi debía agradecérnoslo... no te rías, Pepe; mira que esto es muy serio, pero muy serio.

-Como que va parando en sermón. Querido Rafael, yo te aseguro que si estuviéramos en aquel momento histórico, como diría quien yo me sé, tu santa palabra obraría prodigios sobre las conciencias de tanto perdulario. Pero, chico, el mundo ha variado mucho, y ahora tenemos tanta moralidad, que las picardías conyugales han venido a ser un mito.

-No es verdad eso. Ahora, como antes, los hombres, sobre todo si están entre la juventud   —59→   y la madurez, profesan los principios más contrarios a la buena organización de la familia. Hoy, por ejemplo, ha de correr muy válido entre los perdidos como tú, el principio... lo llamo principio para expresar mejor la fuerza que tiene... el principio de que la mujer unida por vínculo indisoluble a un hombre viejo, feo, antipático, grosero, avaro y brutal, está autorizada para consolarse de su desgracia... con un amante.

-Hombre, ni antes ni ahora se ha creído eso.

-Autorizada, sí, por esa moral de circunstancias, que profesáis los hombres de mundo, ley que os permite dar bulas para deshonrar, para robar y cometer mil infamias. No me lo niegues. Hay indulgencias, revestidas de lástima piadosa, para la mujer que se halla en la situación que he dicho, quizás sacrificada a intereses de familia...

-¿Pero a qué viene todo eso, Rafael? -dijo Morentín, ya receloso y sobresaltado, deseando cortar a todo trance una cuestión que le iba resultando muy desagradable-. Hablemos de cosas más amenas, más oportunas, no traídas por los cabellos, ni...

-¡Oh! ninguna más oportuna que esta -gritó Rafael, que si hasta entonces había hablado con serenidad, ya comenzaba a encalabrinarse,   —60→   inquieto de manos y pies, balbuciente de palabra, como que iba llegando al punto que quemaba-. No necesito buscar ejemplos, ni teorizar tontamente, porque la triste realidad me da la razón. Voy a tratar de un hecho, Pepe, y ahora necesito de toda tu sinceridad, y de todo tu valor.

-Hombre, ¿quieres irte a donde fue el padre Padilla? -dijo Morentín sulfurado, como queriendo ahogar la cuestión-. He venido aquí a pasar un rato agradable contigo, no a discurrir sobre abstracciones quiméricas.

-¿Qué... te vas? (Levantándose.)

-No, estoy aquí. (Deteniéndole.)

-Un momento más, un momento, y luego te dejo en paz. Me sentaré otra vez. Hazme el favor de ver si andan por ahí mis hermanas.

-Que no... Pero podrían venir...

-Pues antes que vengan, te digo que una lógica inflexible, la lógica de la vida real, que hace derivar un hecho de otro hecho, como el hijo se deriva de la madre, y el fruto de la flor, y esta del árbol, y el árbol de la simiente... esa lógica, digo, contra la cual nada puede nuestra imaginación, me ha revelado que mi infeliz hermana... ¡Triste cosa es descubrir estas realidades vergonzosas dentro de nuestra propia familia; pero es más triste desconocerlas estúpidamente!... Soy ciego de   —61→   vista, pero no de entendimiento. Con los ojos de la lógica veo más que nadie, y les añado el lente de la experiencia para ver más... Pues he visto, ¿cómo lo diré? he visto que a mi pobre hermana la coge de medio a medio aquel principio, llamémoslo así, y que alentada por la indulgencia social, se permite...

-¡Calla! ¡Esto no se puede tolerar! -exclamó Morentín furioso, o hablando como si lo estuviera-. ¡Injurias infamemente a tu hermana!... ¿Pero has perdido el juicio?

-No lo he perdido. Aquí lo tengo, y bien seguro... Dime la verdad... confiésalo... Ten grandeza de alma.

-¿Qué he de confesarte yo, desdichado, ni qué sé yo de tus locuras?... Déjame, déjame. No puedo estar contigo, ni acompañarte, ni oírte.

-Ven acá, ven acá... -dijo el ciego, asiéndole el brazo, y apretando con tan nerviosa fuerza que sus dedos parecían tenazas.

-Basta de tonterías, Rafael... ¿Qué delirio es este? (Forcejeando.) Te digo que me sueltes.

-No te suelto, no. (Apretando más.) Ven acá... Pues me levanto yo también, y me llevarás pegado a ti como tu remordimiento... ¡Farsante, libertino, oye, quiero decírtelo en tu cara, pues no tienes tú valor para confesarlo!...

  —62→  

-¡Majadero, lunático...! ¿yo...? ¿qué dices?

-Que mi hermana... no lo repito; no...

-Un amante... ¡qué sandez!

-Sí, sí, y ese amante eres tú. No me lo niegues. Si te conozco. Si sé tus mañas, tu relajación, tu hipocresía. Amores ilícitos, siempre que no se llegue al escándalo...

-Rafael, no me irrites... No quiero ser severo contigo. Merecías...

-Confiésalo, ten grandeza de alma.

-No puedo confesarte lo que es invención de tu mente enferma... Vamos, Rafael, suéltame...

-Pues confiésamelo.

Enlazados brazo con brazo, jadeantes y enardecidos los dos, Rafael queriendo atenazar a su amigo con nerviosa fuerza, el otro defendiéndose sin gran vigor por no provocar una escena ruidosa, por fin pudo más Morentín, obligando al ciego a caer rendido en el sillón, y sujetándole para que no braceara.

«Eres un malvado... y no tienes el valor de tu crimen -dijo Rafael con voz ahogada, sin poder respirar-. Confiesa, por Dios...

-Yo te juro, te juro, Rafael -replicó el otro, suavizando la voz cuanto podía-, que has pensado y dicho una tremenda impostura...

-Es verdad, por lo menos en la intención...

  —63→  

-Ni en la intención ni en nada... Cálmate. Me parece que vienen tus hermanas.

-¡Dios mío! ¡lo veo tan claro, tan claro...!

Por grande que fue la cautela de Morentín, no pudo impedir que algún eco de la reyerta llegase al oído vigilante de Cruz, la cual acudió presurosa, y al entrar hubo de comprender, por la palidez de los rostros, y el habla balbuciente, que entre los dos cariñosos amigos había surgido alguna desavenencia, y el motivo era sin duda de verdadera gravedad, pues uno y otro, cuando disputaban de filosofía, o de música, o de cría caballar, no perdían su serenidad ni el acento de broma apresurada y de buen tono.

«Nada, no es nada -dijo Morentín, respondiendo al asombro y a las preguntas de la dama-. Es que este tiene unas cosas...

-¡Es más terco este Pepito!.. -murmuró Rafael en tono de niño mimoso-. ¡No querer confesarme...!

-¿Qué?

-Por Dios, Cruz, no haga usted caso -replicó el amigo recobrándose en un momento, y componiendo voz, modales y rostro-. Si es una tontería... ¿Pero usted creyó que nos habíamos incomodado?

Miraba Cruz a uno y otro, sin poder adivinar   —64→   con todo su talento el carácter de la disputa.

«Como si lo viera. Tanto furor por la música de Wagner, o por las novelas de Zola.

-No era eso.

-¿Pues qué? Necesito saberlo. (A Rafael, pasándole la mano por la cabeza y sentándole el pelo.) Si tú no me lo dices, me lo dirá Pepe.

-No, lo que es ese no ha de decírtelo...

-Figúrese usted, Cruz, que me ha llamado hipócrita, libertino, y qué sé yo qué. Pero no le guardo rencor. Me enfadé un poquito por... vamos, por nada. No se hable más del asunto.

-Yo sostengo todo lo que dije -afirmó Rafael.

-Y yo te juro, y vuelvo a jurarte una y cien veces, que no soy culpable.

-¿De qué?

-Del delito de lesa nación -repuso desahogadamente Morentín, armando la mentira con gentil travesura-. Se empeña ese en que yo soy cómplice... fíjese usted, Cruz, cómplice nada menos, de los que han dado la razón al Quirinal contra el Vaticano, en la cuestión de competencia entre las dos embajadas. Que traigan el Diario de las Sesiones... ¡Ah! que vaya Pinto a buscarlo a casa. Allí se verá que he suscrito el voto particular. El jefe dejó libre la cuestión, y yo, naturalmente...

  —65→  

-Podías haber empezado por ahí -contestó el ciego aceptando la fórmula de engaño.

-Siempre he pensado lo mismo. Vaticano for ever.

No muy satisfecha de la explicación, y el ánimo agobiado de recelos y aprensiones, retirose la dama, y fue tras ella Morentín, confirmando lo dicho. Pero ni aun con esto se tranquilizó, y no cesaba de presagiar nuevas complicaciones y desastres.




ArribaAbajo- IX -

Al anochecer, encendidas las luces, Serrano Morentín buscaba junto a Fidela, en el gabinete de esta, la compensación de la horrorosa tarde que su amigo le había dado. Bien se merecía, después de aquel martirio, el goce de un ratito de conversación con la señora de Torquemada, afable con él como con todo el mundo, mujer que poseía, entre otros encantos, el de un cierto mimo infantil o candoroso abandono de la voluntad, que armonizaba muy bien con su delicada figura, con su rostro de porcelana descolorida y transparente.

«¿Qué me ha mandado usted aquí? -dijo desenvolviendo un paquete de libros que había recibido por la mañana.

  —66→  

-Pues véalo usted. Es lo único que hay por ahora. Novelas francesas y españolas. Lee usted muy aprisa, y para tenerla bien surtida, será preciso triplicar la producción del género en España y en Francia.

En efecto, su ingénita afición a las golosinas tomaba en el orden espiritual la forma de gusto de las novelas. Después de casada, sin tener ninguna ocupación en el hogar doméstico, pues su hermana y esposo la querían absolutamente holgazana, se redobló su antigua querencia de la lectura narrativa. Leía todo, lo bueno y lo malo, sin hacer distinciones muy radicales, devorando lo mismo las obras de enredo que las analíticas, pasionales o de caracteres. Leía velozmente, a veces interpretando con fugaz mirada páginas y más páginas, sin que dejara de recoger toda la substancia de lo que contenían. Comúnmente se enteraba del desenlace antes de llegar al fin, y si este no le ofrecía en su tramitación alguna novedad, no terminaba el libro. Lo más extraño de su ardiente afición era que dividía en dos campos absolutamente distintos la vida real y la novela; es decir, que las novelas, aun las de estructura naturalista, constituían un mundo figurado, convencional, obra de los forjadores de cosas supuestas, mentirosas y fantásticas, sin que por eso dejaran   —67→   de ser bonitas alguna vez, y de parecerse remotamente a la verdad. Entre las novelas que más tiraban a lo verdadero, y la verdad de la vida, veía siempre Fidela un abismo. Hablando de esto un día con Morentín, el cual, por su cultura en cierto modo profesional, oficiaba de oráculo allí donde no había quien le superase, sostuvo la dama una tesis que el oráculo celebró como idea crítica de primer orden. «Así como en pintura -había dicho ella-, no debe haber más que retratos, y todo lo que no sea retratos es pintura secundaria, en literatura no debe haber más que Memorias, es decir, relaciones de lo que le ha pasado al que escribe. De mí sé decir que cuando veo un buen retrato de mano de maestro, me quedo extática, y cuando leo Memorias, aunque sean tan pesadas y tan llenas de fatuidad como las de ultratumba, no sé dejar el libro de las manos.

-Muy bien. Pero dígame usted, Fidela. En música, ¿qué encuentra usted que pueda ser equivalente a los retratos y a las Memorias?

-¿En música... qué sé yo? No haga usted caso de mí, que soy una ignorante... Pues, en música... la de los pájaros.

Aquella tarde, mejor será decir aquella noche, después que se enteró de los títulos de   —68→   las novelas, y cuando Morentín le encarecía, siguiendo la moda a la sazón dominante, la obra última de un autor ruso, Fidela cortó bruscamente la perorata del joven ilustrado, interrogándole de este modo:

«Dígame, Morentín... ¿qué le parece a usted nuestro pobre Rafael?

-Pienso, amiga mía, que sus nervios no son un modelo de subordinación, que mientras viva en esta casa, viendo, digo mal, sintiendo junto a sí personas que...

-Basta... Es mucha manía la de mi hermano. Mi marido le trata con las mayores deferencias. No merece, no, esa antipatía, que ya toca en aborrecimiento.

-No toca, excede al mayor aborrecimiento: digamos las cosas claras.

-Pero usted, hombre de Dios, usted, que es su amigo, y tiene sobre él un cierto ascendiente, debe inculcarle...

-Si le inculco todo lo inculcable, y le sermoneo, y le regaño... y como si nada... Su marido de usted es un hombre bueno... en el fondo. ¿No es eso? Pues yo se lo digo en todos los tonos. ¡Vamos, que si D. Francisco oyera los panegíricos que yo le hago, y tuviera que pagármelos en alguna forma...! No, lo que es en moneda no pretendería yo que me los pagase...

  —69→  

-Ni usted lo necesita. Es usted más rico que nosotros.

-¿Más rico yo?... Aunque usted me lo jure, yo no he de creerlo... Mi riqueza consiste en la conformidad con lo que tengo, en la falta de ambición, en las poquitas ideas que he podido juntar, leyendo algo y viviendo algo... en fin, que espiritualmente, mis capitales no son de despreciar, amiga mía.

-¿Acaso los he despreciado yo?

-Usted, sí. ¿No me decía el sábado que vivo apegado a las cosas materiales...?

-No dije eso. Tiene usted mala memoria.

-¿Pero lo que usted dice, aunque lo diga en broma, se puede olvidar?

-No tergiversemos las cuestiones, ¡ea! Dije que usted desconoce la escuela del sufrimiento, y que cuando no se ha seguido esa carrera, amigo mío, que es dura, penosísima, y en ella se ganan los grados con sangre y lágrimas, no se adquiere la ciencia del espíritu.

-Justo; y añadió usted que yo, mimado de la fortuna, y sin conocer el dolor más que de oídas, soy un magnífico animal...

-¡Jesús!

-No, no se vuelva usted atrás...

-Sí, dije animal; pero en el sentido de...

-No hay sentido que valga. Usted dijo que soy un animal.

  —70→  

-Quise decir... (Riendo.) ¡Pero qué hombre este! Animal es lo que no tiene alma.

-Precisamente es lo contrario... a... ni... mal, con ánima, con alma.

-¿Eso quiere decir? Pues ¡ay! me vuelvo atrás, me retracto, retiro la palabra. ¡Pero qué desatinos digo, Morentín! Usted no me hace caso ¿verdad?

-Si no me pico; si por el contrario, me agrada que usted me llene de injurias... Y volviendo a la orden del día, ¿de dónde saca usted que yo no conozco el dolor?

-No me he referido al de muelas.

-El dolor moral, del alma...

-¿Usted?... ¡Infeliz, y cómo desvanece la ignorancia! ¿Qué sabe usted lo que es eso? ¿Qué calamidades ha sufrido usted, qué pérdida de seres queridos, qué humillaciones, qué vergüenzas? ¿Qué sacrificios ha hecho, ni qué cálices amargos ha tenido que echarse al coleto?

-Todo es relativo, amiga mía. Cierto que si me comparo con usted, no hay caso. Por eso es usted una criatura excelsa, superior, y yo un triste principiante. Bien sé que todavía, por lo poquito que voy aprendiendo en esa escuela, no soy, como la persona que me escucha, digno de admiración, de veneración...

  —71→  

-Sí, sí, écheme usted bastante incienso, que bien me lo merezco.

-Quien ha pasado por pruebas tan horrorosas, quien ha sabido acrisolar su voluntad en el martirio primero, en el sacrificio después, bien merece reinar en el corazón de todos los que aman lo bueno.

-Más, más humo. Me gusta la lisonja, mejor dicho, el homenaje razonado y justo.

-Y tan justo como es en el caso presente.

-Y otra cosa le voy a decir a usted, porque yo soy muy clara, y digo todo lo que pienso. ¿No le parece a usted que la modestia es una grandísima tontería?

-¡La modestia!... (Desconcertado.) ¿Por qué lo dice usted?

-Porque yo arrojo esa careta estúpida de la modestia para poder decir... vamos, ¿lo digo?... para poder afirmar que soy una mujer de muchísimo mérito... ¡Ay, cómo se reirá usted de mí, Morentín!... No me haga usted caso.

-¡Reírme!... Usted, como ser superior, está, en efecto, relevada de tener modestia, esa gala de las medianías, que viene a ser como un uniforme de colegio... Sí, sea usted inmodesta, y proclame su extraordinario mérito, que aquí estamos los fieles para decir a todo amén, como lo digo yo, y para salir por esos mundos declarando a voz en grito que debemos   —72→   adorarla a usted por su perfección espiritual, por su maestría en el sufrimiento, y por su belleza incomparable.

-Mire usted -dijo Fidela echándose a reír con gracejo-, no me ofendo porque me llamen hermosa. Más claro, ninguna se ofende, pero otras disimulan su gozo con dengues y monerías, que impone esa pícara modestia. Yo no: sé que soy bonita... ¡Ah! no me haga usted caso. Bien dice mi hermana que soy una chicuela... Pues sí, soy bonita, no un prodigio de hermosura, eso no...

-Eso sí. Hermosa sobre todo encarecimiento, de un tipo tan distinguido, y tan aristocrático...

-¿Verdad que sí?

-Como que no lo hay semejante ni aun parecido en Madrid.

-¿Verdad que no?... ¡Pero qué cosas digo! No me haga usted caso.

-Por todas esas prendas del alma y del cuerpo, y por otras muchas que usted no manifiesta, con exquisito pudor de la voluntad, merece usted, Fidela, ser la persona más feliz del mundo. ¿Para quién es la felicidad, si no es para usted?

-¿Y quién le dice al Sr. Morentín, que no ha de ser para mí? ¿Cree que no me la he ganado bien?

  —73→  

-La tiene usted merecida, y ganada... en principio; pero aún no la posee.

-¿Y quién se lo ha dicho a usted?

-Me lo digo yo, que lo sé.

-Usted no sabe nada... Bah, perdida ya la vergüenza, le voy a decir otra cosa, Morentín.

-¿Qué?

-Que yo tengo mucho talento.

-Noticia fresca.

-Más talento que usted, pero mucho más.

-Infinitamente más. ¡Vaya por Dios!... Como que es usted capaz, con tantas perfecciones, de volver loco a todo el género humano, y a mí para entrenarse.

-Pues siguiendo usted cuerdo un poco tiempo más, podrá reconocer que no sabe en qué consiste la felicidad.

-Enséñemelo usted, pues por maestra la proclamo. Bien sé yo en qué puede consistir la felicidad para mí. ¿Se lo digo?

-No, porque podría usted decir algo contrario a lo que constituye la felicidad para mí.

-¿Usted qué sabe, si no lo he dicho todavía? Y sobre todo, ¿a usted qué le importa que mis ideas sobre la felicidad sean un disparate? Figúrese usted que...

Cortó bruscamente la cláusula el ruido de un pisar lento y pesadote, de calzado chillón   —74→   sobre las alfombras. Y he aquí que entra Torquemada en el gabinete, diciendo: «Hola, Morentinito... Bien ¿y en casa?... Me alegro de verle.




ArribaAbajo- X -

«No tanto como yo de verle a usted. Ya le echábamos de menos, y yo le decía a su esposa que los negocios le an entretenido a usted hoy fuera de casa más que de costumbre.

-En seguida comemos... ¿Y tú qué tal? Has hecho bien en no salir a paseo. Un día infernal. Me he constipado. Antes, andaba todo el día de ceca en meca aguantando fríos y calores considerables, y no me acatarraba nunca. Ahora, en esta vida de estufas y gabanes, con el chanclo y el paraguas, siempre está uno con el moco colgando... Pues estuve en casa de usted, Morentín. Tenía que ver a D. Juan.

-Creo que papá vendrá esta noche.

-Me alegro. Tenemos que evacuar un asuntillo... No hay más remedio que buscar con candil los buenos negocios, porque las necesidades crecen como la espuma, y en esta vida... ¡de marqueses! cada satisfacción cuesta un ojo de la cara...

-Pues a ganar mucho dinero, Tor, pero   —75→   mucho -dijo Fidela con alegre semblante-. Me declaro apasionada del vil metal, y lo defiendo contra los sentimentales, como este Morentín, que está por lo espiritual y etéreo... ¡Los intereses materiales... qué asco!... Pues yo me paso al campo del sórdido positivismo, sí señor, y me vuelvo muy judía, muy tacaña, muy apegada al ochavo, y más al centén, y sobre todo al billete de mil pesetas, que es mi delicia.

-¡Graciosísima! -decía Morentín, contemplando la cara extática de D. Francisco.

-Con que ya lo sabes, Tor -prosiguió la dama-. Tráeme a casa mucha platita, orito en abundancia, y resmas de billetes, no para gastarlos en vanidades, sino para guardar... ¡Qué gusto! Morentín, no se ría usted; digo lo que siento. Anoche soñé que jugaba con mis muñecas, y que les ponía una casa de cambio... Entraban las muñecas a cambiar billetes, y la muñeca que dice papá y mamá cambiaba, descontando el veintisiete por ciento en la plata, y el ochenta y dos en el oro.

-¡Así, así! -exclamó Torquemada, partiéndose de risa-. Eso es limar para dentro, a lo platero, considerablemente, y barrer para casa.

Durante la comida, a la que concurrió también Donoso, estuvo d. Francisco de buen temple, decidor y festivo.

  —76→  

«Como Donoso y Morentín son de confianza -dijo al segundo o tercer plato-, puedo manifestar que este principio, o lo que sea... Cruz, ¿cómo se llama esto?

-Relevé de cordero a la... romana.

-Pues por ser a la romana, yo se lo mandaría al Nuncio, y a esa cocinera de mil demonios, la pondría yo en la calle. Si esto no es más que huesos.

-Tonto, se chupan -dijo Fidela-, y están riquísimos.

-El chupar digo yo que no es meramente para principio, ea... En fin, tengamos paciencia... Pues señor, como iba diciendo...

-A ver, a ver: cuéntanos el sablazo que te han dado hoy.

-¿Hoy también sablazo? -dijo Donoso-. Ya se sabe: es el mal de la época. Vivimos en plena mendicidad.

-El sablazo es la forma incipiente del colectivismo -opinó Morentín-. Estamos ahora en la época del martirio, de las catacumbas. Vendrá luego el reconocimiento del derecho a pedir, de la obligación de dar, la ley protegerá el pordioseo, y triunfará el principio del todo para todos.

-Ese principio ya está sobre el tapete -dijo Torquemada-, y a este paso, pronto no habrá otra manera de vivir que el sablazo bendito.   —77→   Yo me pinto solo para pararlos; como que casi nunca me cogen; pero el de hoy, por tratarse de un chico huérfano, hijo de una señora muy respetable, que pagaba sus deudas con una puntualidad... vamos, que era la puntualidad personificada... pues por ser el chico muy modosito y muy aplicadito, me dejé caer, y le di tres duros. Me había pedido ¿para qué creerán ustedes? Para publicar un tomo de poesías.

-¡Poeta!

-De estos que hacen versos.

-¡Pero hombre! -observó Fidela-, ¡tres duros para imprimir un libro...! La verdad, no te has corrido mucho.

-Pues muy agradecido debió de quedar ese ángel de Dios, porque me ha escrito una carta, dándome las gracias, y en ella, después de echarme mucho incienso, me llama... vamos, usa un término que no entiendo.

-A ver, ¿qué es?

-Perdonen ustedes mi ignorancia. Ya saben que no he tenido principios, y aquí para inter nos confieso mi desconocimiento de muchos vocablos, que jamás se usaron en los barrios y entre las gentes que yo trataba antes. Díganme ustedes qué significa lo que me ha llamado el boquirrubio ese, queriendo sin duda echarme una flor... Pues me ha dicho que   —78→   soy su... Mecenas. (Risas.) Sáquenme, pues, de esta duda que ha venido atormentándome toda la tarde. ¿Qué demonios quiere decir eso, y por qué soy yo Mecenas de nadie...?

-Hijo de mi alma -dijo Fidela gozosa, poniéndole la mano en el hombro-. Mecenas quiere decir: protector de las letras.

-Atiza. ¡Y yo, sin saberlo, he protegido las letras! Como no sean las de cambio. Bien decía yo, debe de ser cosa de soltar cuartos... Jamás oí tal término, ni Cristo que lo fundó. Me... cenas. Es decir, convidarlos a cenar a esos badulaques de poetas... Pues señor, bien... ¿Y qué va uno ganando con ser Mecenas?

-La gloria...

-Como quien dice, el beneplácito...

-¿Qué beneplácito, ni qué niño muerto? La gloria, hombre.

-Pues el beneplácito, el qué dirán, si lo que se dice es en alabanza mía... Cúmpleme declarar con toda sinceridad, a fuer de hombre verídico, que no quiero la gloria de ensalzar poetas. No es que yo los desprecie, ¡cuidado! Pero hay aquí dentro de mí más compatibilidad con la prosa que con el verso... Los hombres que a mí me gustan, mejorando lo presente, son los hombres científicos, como nuestro amigo Zárate.

  —79→  

Y al nombrarle, levantose en la mesa un tumulto de alabanzas. «¡Zárate, oh, sí!... ¡qué chico de tanto mérito!». «¡Qué saber para tan corta edad!».

-No tan corta, amiga mía. Es de nuestro tiempo. Rafael y yo le tuvimos de compañero en el Noviciado. Después él entró en la Facultad de Ciencias, y nosotros en la de Derecho.

-¡Sabe; vaya si sabe! ¡oh! -exclamó Torquemada, demostrando una admiración que no solía conceder sino a muy contadas personas.

Cruz, que se había levantado de la mesa poco antes, para dar una vuelta a su hermano, volvió diciendo: «Pues ahí tienen ustedes al prodigio de Zárate... Ha entrado ahora, y está conversando con Rafael». Celebraron todos la aparición del sabio, particularmente don Francisco, que le mandó recado con Pinto para que fuese a tomar una taza de café, o una copita; pero Cruz dispuso que el café se le mandase al cuarto del ciego, a fin de no privar a este de aquel ratito de distracción. Ofreciose Morentín a relevar la guardia, para que Zárate pudiera pasar al comedor, y allá se fue. En un momento que juntos estuvieron los tres amigos, Morentín dijo al sabio: «Chico, que vayas, que vayas a tomar café. Tu amigo te llama.

  —80→  

-¿Quién?

-Torquemada, hombre. Quiere que le expliques lo que significa Mecenas. Yo creí morir de risa.

-Pues acaba de contarme Zárate -dijo Rafael, ya completamente repuesto del arrechucho de la tarde-, que ayer se le encontró en la calle y... Que te lo cuente él.

-Pues me paró, nos saludamos, y después de preguntarme no sé qué de la atmósfera, y de responderle yo lo que me pareció, se descuelga con esta consulta: «Dígame, Zárate, usted que todo lo sabe. ¿Cuando nacen los hijos, mejor dicho, cuando los hijos están para nacer, o verbigracia, cuando...?

Pinto abrió la puerta, diciendo con mucha prisa:

«Que vaya usted, señor de Zárate.

-Voy.

-Anda, anda; luego lo contarás.

Y cuando se quedó solo con Morentín, prosiguió Rafael el cuento: «Ello es la extravagancia más donosa de nuestro jabalí, que, cegado por la vanidad y desvanecido por su barbarie, que se desarrolla en la opulencia como un cardo borriquero en terreno cargado de basura, pretende que la Naturaleza sea tan imbécil como él. Escucha, y asegúrate primero de que nadie nos oye. Él divide a los seres   —81→   humanos en dos grandes castas o familias: poetas y científicos. (Estrepitosa risa de Morentín.) Y quería que Zárate le diese su opinión sobre una idea que él tiene. Verás qué idea, y cáete de espaldas, hombre.

-Cállate, cállate; de tanto reírme, me va a dar la gastralgia. He comido muy... A ver, sigue: esto es divino...

-Verás qué idea. Pretende que puede y debe haber ciertas... no recuerdo el término que usó... reglas, procedimientos, algo así... para que los hijos que tenga un hombre, salgan científicos, y en ningún caso poetas.

-Cállate... -gritaba Morentín en las convulsiones de una risa desenfrenada-. Que me da, que me da la gastralgia.

-¿Pero están locos aquí? -dijo Cruz asomando a la puerta del cuarto su rostro, en que se pintaba un vivo sobresalto.

Desde que la insana hilaridad del ciego, a primera hora de aquel día, llenó su alma de recelo y turbación, no podía oír risas sin estremecerse. ¡Cosa más rara! Y por la noche, el que reía era Morentín, contagiado sin duda del pobre amigo enfermo, que entonces al parecer disfrutaba de una alegría dulce y sedante.



  —82→  

ArribaAbajo- XI -

Zárate... ¿Pero quién es este Zárate?

Reconozcamos que en nuestra época de uniformidades y de nivelación física y moral se han desgastado los tipos genéricos, y que van desapareciendo, en el lento ocaso del mundo antiguo, aquellos caracteres que representaban porciones grandísimas de la familia humana, clases, grupos, categorías morales. Los que han nacido antes de los últimos veinte años, recuerdan perfectamente que antes existían, por ejemplo, el genuino tipo militar, y todo campeón curtido en las guerras civiles se acusaba por su marcial facha, aunque de paisano se vistiese. Otros muchos tipos había, clavados, como vulgarmente se dice, consagrados por especialísimas conformaciones del rostro humano, y de los modales, y del vestir. El avaro, pongo por caso, ofrecía rasgos y fisonomía como de casta, y no se le confundía con ninguna otra especie de hombres, y lo mismo puede decirse del Don Juan, ya fuese de los que pican alto, ya de los que se dedican a doncellas de servir y amas de cría. Y el beato tenía su cara y andares y ropa a las de ningún otro parecidas, y caracterización igual se observaba en los encargados   —83→   de chupar sangre humana, prestamistas, vampiros, etc. Todo eso pasó, y apenas quedan ya tipos de clase, como no sean los toreros. En el escenario del mundo se va acabando el amaneramiento, lo que no deja de ser un bien para el arte, y ahora nadie sabe quien es nadie, como no lo estudie bien, familia por familia, y persona por persona.

Esta tendencia a la uniformidad, que se relaciona en cierto modo con lo mucho que la humanidad se va despabilando, con los progresos de la industria, y hasta con la baja de los aranceles, que ha generalizado y abaratado la buena ropa, nos ha traído una gran confusión en materia de tipos. Vemos diariamente personalidades que por el aire arrogantísimo y la cara bigotuda pertenecen al género militar, ¿y qué son? Pues jueces de primera instancia, o maestros de piano, u oficiales de Hacienda. Hombres hallamos bien vestidos, y hasta elegantes, de trato amenísimo y un cierto ángel, que dan un chasco al lucero del alba, porque uno los cree paseantes en corte y son usureros empedernidos. Es frecuente ver un mocetón como un castillo, con aire de domador de potros, y resulta farmacéutico, o catedrático de derecho canónico. Uno que tiene todas las trazas de andar comiéndose los santos y llevando cirios en las procesiones,   —84→   es pintor de marinas, o concejal del Ayuntamiento.

Pero en nada se nota la transformación como en el tipo del pedante, antaño de los más característicos, aun después de que Moratín pintara toda la clase en su D. Hermógenes. Así como el poeta ha perdido su tradicional estampa, pues ya no hay melenas, ni pálidos rostros, ni actitudes lánguidas, y poetas se dan con todo el empaque de un apreciable almacenista al por mayor, el pedante se ha perdido en las mudanzas de trastos desde la casa vieja de las Musas a este nuevo domicilio en que estamos, y que aún no sabemos si es Olimpo o qué demonios es. ¿Dónde está, a estas fechas, el graciosísimo jorobado de la Derrota de los Pedantes? En el limbo de la historia estética. Lo que más desorienta hoy es que los pedantes de ogaño no son graciosos como aquellos, y faltando el signo de la gracia, no hay manera de conocerlos a primera vista. Ni existe ya el puro pedante literario, con su hojarasca de griego y latín, y su viciosa garrulería. El moderno pedante es seco, difuso, desabrido, tormentoso, incapaz de divertir a nadie. Suele abarcar lo literario y lo político, la fisiología y la química, lo musical y lo sociológico, por esta hermandad que ahora priva entre todas las artes   —85→   y ciencias, y por la novísima compenetración y enlace de los conocimientos humanos. Dicho se está que el moderno pedante afecta en su exterioridad o catadura formas muy variadas, y los hay que parecen revendedores de billetes, o sportmen, o personas graves de la clase de patronos de cofradía.

Pues bien; sépase quién es Zárate. Un hombre de la edad que suelen tener muchos, treinta y dos años, bien parecido, bien vestido, servicial como nadie, entrometido como pocos, de rostro alegre y mirada insinuante, con recursos de sigisbeo para las damas, y de consultor fácil para los caballeros de pocas luces; periodista por temporadas, opositor a diferentes cátedras, esperando pasar del cuerpo de archiveros a la facultad de Letras; con toda la facha de un hijo de familia distinguida, a quien sus padres dan veinte duros al mes para el bolsillo, pagándole la ropa; concurrente en clase de tifus a los teatros; sabedor a medias de dos o tres lenguas, fácil de palabra, flexible de pensamiento, y, en suma, el pedante más aflictivo, tarabillesco y ciclónico que Dios ha echado al mundo.

De cuantas personas iban a la casa, la más grata a D. Francisco era Zárate, porque este había sabido captarse la benevolencia del tacaño, adulándole a incensario suelto las más   —86→   de las veces, oyéndole pacientemente en todo caso, y prestándose a satisfacer cuantas dudas se le ofrecían al buen señor, de cualquier orden que fuesen. Para un hombre en estado de metamorfosis, que, encontrándose a los cincuenta años largos en un mundo desconocido, se veía obligado a instruirse de prisa y corriendo, a fin de poder encajar en su nueva esfera, el tal Zárate no tenía precio, por ser una enciclopedia viva, que ilustraba con prontitud por cualquier página que se la abriese. Lo de menos era el vocabulario, que a fuerza de atención y estudio iba adquiriendo el hombre; ya poseía un capital de locuciones muy saneadito. Pero le faltaba esa multitud de conocimientos elementales que posee toda persona que anda por el mundo con levita y sombrero, algo de historia, una idea no más, para no confundir a Ataúlfo con Fernando VII, algo de física, por lo menos lo bastante para poder decir la gravedad de los cuerpos cuando se cae una silla, o la evaporación de los líquidos, cuando se seca el suelo.

Era, pues, Zárate, para el bueno de don Francisco, una mina de conocimientos fáciles, circunstanciales y baratos, porque así no tenía que comprar ni siquiera un manual de conocimientos útiles, ni tomarse el trabajo de leerlo. Pero no se entregaba fácilmente en   —87→   manos del sabio, que por tal le tenía: siempre que consultaba sus dudas sobre puntos obscuros de historia o de meteorología, se guardaba muy bien de dejar en descubierto su crasa ignorancia, y ¿qué hacía el pícaro? pues pincharle discretamente para que el otro hablase, sacando de su magín enciclopédico a sus labios locuaces la miel de la ciencia, y entonces el ávido ignorante se la comía, sin dar su brazo a torcer.

Correspondiente a este juego astuto de su amigo, el pillo de Zárate, que en medio de la hojarasca de su gárrulo saber tenía algunos granos de agudeza, le trataba con extremada consideración, asintiendo a cuantas gansadas decía, afectando tenerle por un portento en el discurrir, aunque limpio de ciertas erudiciones, que adquiriría cuando se le antojase. Quedáronse aquella noche solos de sobremesa, porque Donoso se fue al gabinete de Fidela, donde ya estaban la mamá de Morentín y el marqués de Taramundi, y Zárate no tardó en echarle al bruto de Torquemada todo el humo de su adulación, con lo cual previamente le adormecía para ganarle luego la voluntad.

«Ya se habrá enterado usted de eso del home rule -le dijo. Soltó D. Francisco dos o tres gruñidos para salir del paso, pues no   —88→   caía en lo que aquello era, y fue preciso que Zárate se despotricara después y nombrase a Irlanda y los irlandeses, para que el otro se encontrara en terreno firme.

-¿Cree usted -prosiguió el pedante-, que Gladstone se saldrá al fin con la suya? La cuestión es grave, gravísima, como que en aquel país la tradición tiene una fuerza increíble.

-Inmensísima.

-¿Y usted cree posible...? Usted, permítame que se lo diga... yo digo todo lo que siento... posee el juicio más claro que conozco, y un golpe de vista certero en todo asunto en que se ponen en juego grandes intereses... Ya sabe usted que Gladstone...

Teniendo aquel clavo ardiente a que agarrarse, pues por la mañana había aprendido en El Imparcial cosas muy chuscas, D. Francisco le quitó la palabra de la boca a su consultor, y relumbrando de erudición, la cabeza echada atrás, el tono enfático y presumido, se dejó decir:

«Ese Gladstone... ¡qué hombre! Todas las mañanas, después del chocolate, coge un hacha, corta un arbolito de su jardín y lo parte para leña. Verdaderamente, un hombre que hace leña es una entidad de mucho empuje.

-¿Y no cree usted que hallará grandes dificultades en la Cámara de los Lores?

  —89→  

-¡Oh! sí señor. ¿Qué duda tiene? Los lores, vulgo los doce pares, entiendo yo que son allá lo que aquí es el Senado, y el Senado, velis nolis, siempre tira para atrás... Y a propósito: he leído que Irlanda es país de excelentes patatas, que constituyen, por decirlo así, la principal alimentación de las clases irlandesas, vulgo populares. Y esa bebida que llaman whisky, tengo entendido que la sacan del maíz, del cual grano hacen gran consumo para la crianza de los de la vista baja, y también para la alimentación de criaturas y personas mayores.




ArribaAbajo- XII -

De aquí tomó pie la viviente enciclopedia para lanzarse a una disertación fastidiosísima sobre la introducción en Europa del cultivo de la patata, lo que Torquemada oyó con verdadero embeleso; y como el sabio, en su divagar sin freno, saltara a Luis XVI, se encontraron ambos de patitas en la revolución francesa, cosa muy del gusto de D. Francisco, que deseaba dominar materia tan traída y llevada en toda conversación fina. Hablaron largo y tendido, y aún hubo un poquito de controversia, pues Torquemada, sin querer entrar en el fondo de la cuestión (frase adquirida   —90→   en aquellos días), abominó de los revolucionarios y de la guillotina. Algo hubo de transigir el otro, movido de la adulación, diciendo con criterio modernista: «Por cierto que, como usted sabe muy bien, se va marchitando la leyenda de la revolución francesa, y al desvanecerse el idealismo que rodeaba a muchos personajes de aquel tiempo, vemos descarnada la ruindad de los caracteres.

-Pues claro, hombre, claro. Lo que yo digo...

-Los estudios de Tocqueville...

-¿Pues qué duda tiene?... Y bien se ve ahora que muchos de aquellos hombres, adorados después por las multitudes inconscientes, eran unos pillos de marca mayor. D. Francisco, yo le recomiendo a usted que lea la obra de Taine...

-Si la he leído... No, miento: esa no; ha sido otra. Tengo muy mala memoria para el materialismo de cosas de lectura... Y mi cabeza, velis nolis, se ha de aplicar a estudios de otra sustancia, ¿eh?

-Naturalmente.

-Pues yo digo siempre que tras de la acción viene necesariamente la reacción... Si no, ahí tiene usted a Bonaparte, vulgo Napoleón, el que nos trajo a Pepe Botellas... el vencedor de Europa como quien dice, hombre   —91→   que empezó su carrera de simple artillerito, y después...

Cosas de gran novedad para D. Francisco dijo Zárate a propósito de Napoleón, y el bárbaro las oía como la palabra divina, aventurando al fin una idea, que expuso a la consideración de su oyente con toda solemnidad, poniéndole ante los ojos una perfecta rosquilla, formada con los dedos índice y pulgar de la mano derecha.

«Creo y sostengo... es una tesis mía, señor de Zárate, creo y sostengo que esos hombres extraordinarios, grandes, considerablemente grandes en la fuerza y en el crimen, son locos...

Quedose tan satisfecho, y el otro, que estaba al corriente de lo moderno, espigando todo el saber en periódicos y revistas, sin profundizar nada, desembuchó las opiniones de Lombroso, Garáfolo, etcétera, que Torquemada aprobó plenamente haciéndolas suyas. Zárate fue a parar después al contrasentido que suele existir entre la moral y el genio, y citó el caso del canciller Bacon (Béicon) a quien puso en las nubes como inteligencia, y arrastró por el suelo como conciencia. «Y yo supongo -añadió-, que usted habrá leído el Novum organum.

-Me parece que sí... Allá en mis tiempos   —92→   de muchacho -replicó Torquemada, pensando que aquellos órganos debían ser por el estilo de los de Móstoles.

-Dígolo porque usted, en lo intelectual ¡cuidado! es un discípulo aventajadísimo, del canciller... en lo moral no, ¡cuidado!...

-¡Ah! le diré a usted... Mi maestro fue un tío cura, que metía las ideas en la mollera a caponazo limpio, y yo tengo para mí que mi tío había leído a ese otro sujeto, y se lo sabía de memoria.

El tiempo transcurría dulcemente en esta sabrosa charla, sin que ni uno ni otro hablador se cansase; y sabe Dios hasta qué hora hubiera durado la conferencia, si no distrajesen a D. Francisco asuntos más graves que debía tratar sin pérdida de tiempo con otras personas, al efecto citadas en su casa. Eran estas D. Juan Gualberto Serrano, padre de Morentín, y el marqués de Taramundi, que con Donoso y Torquemada formaron cónclave en el despacho.

Al quedarse solo, Zárate cayó como la langosta sobre otros grupos que en la casa había, siendo de notar que si algunas personas, teniéndole por oráculo, le soportaban y hasta con gusto le oían, otras huían de él como de la peste. Cruz no le tragaba, procurando siempre poner entre su persona y la sabiduría   —93→   torrencial de aquel bendito la mayor distancia posible. Fidela y la mamá de Morentín tuvieron que aguantar el chubasco, que empezó con la música wagneriana, y acabó con el fonógrafo de Edisson, pasando por las afinidades electivas de Goethe, la teoría de los colores del mismo, las óperas de Bizet, los cuadros de Velázquez y Goya, el decadentismo, la seismometría, la psiquiatría, y la encíclica del Papa. Fidela hablaba de todo con donosura, haciendo gracioso alarde de su ignorancia, así como de sus atrevidísimas opiniones personales. En cambio la señora de Serrano (de la familia de los Pipaones, injerta con la rama segunda de los Trujillos), andaba tan corta de vocabulario, que no sabía decir más que: enteramente. Era en ella una muletilla para expresar la admiración, la aquiescencia, el hastío, y hasta el deseo de tomar una taza de té.

A Rafael consiguió su hermana Cruz traerle al gabinete, y allí el ánimo del pobre ciego pareció que entraba en caja después de los desórdenes neuróticos de aquel día. Entretenido y hasta gozoso pasó la velada, sin que asomara en él síntoma alguno de sus raras manías, lo que tranquilizó grandemente al amigo Morentín, pues la matraca de aquella tarde habíale llenado de zozobra.

  —94→  

Cerca ya de las once, Fidela, fatigada, mostró deseos de retirarse. Como eran todos de confianza, con perfecta unanimidad, según frase de Zárate, declararon abolida toda etiqueta que ocasionase molestias a los dueños de la casa.

«Enteramente -dijo con profunda convicción la mamá de Morentín.

Y este, dadas las buenas noches a Fidela, que se fue a su alcoba cayéndose de sueño, propuso una partida de bezique a la marquesa de Taramundi. Eran las doce y media, y no había terminado la conferencia que los padres graves sostenían en el despacho. ¿Qué tratarían? Nada supieron los tertulios, ni en verdad les importaba averiguarlo, aunque sospechaban fuese cosa de negocios en grande escala. Al salir del despacho, los conferenciantes hablaron de volver a reunirse en casa de Taramundi al siguiente día, y tocaron todos a retirada. Morentín y Zárate se marcharon, como de costumbre, al Suizo, y por el camino dijéronse algo que no debe quedar en secreto.

«Ya te he visto, ya te he visto -indicó Zárate-, haciendo el Lovelace. Lo que es esta no se te escapa, Pepito.

-Quítate... ¡Me ha dado Rafael un sofoco...! Figúrate... (Refiérele la escena en breves   —95→   palabras.) Yo había tenido, en casos como este, algún vigilante de mucho ojo; pero un Argos ciego no me había salido nunca. ¡Y que ve largo el muy tuno!... Pero con Argos y sin él, yo seguiré en mis trece, mientras no me vea en peligro de escándalo... No por nada, por mamá, que es tan amiga...

-Enteramente -replicó Zárate, en cuyo cerebro había quedado el sonsonete de aquel socorrido adverbio.

-Dime, ¿qué piensas tú de los caracteres complejos?

-¿Lo dices por Fidela? No la tengo yo por más compleja que otras. Todos los caracteres son complejos o polimorfos. Sólo en los idiotas se ve el monomorfismo, o sea caracteres de una pieza, como suelen usarse en el arte dramático, casi siempre convencional. Te recomiendo que leas los artículos que he dado a la Revista Enciclopédica.

-¿Cómo se titulan?

-De la Dinamometría de las Pasiones.

-Te doy mi palabra de no leerlos. Lecturas tan sabias no son para mí.

-Abordo el problema electro-biológico.

-¡Y pensar que vivimos, y vivimos perfectamente, ignorando todas esas papas!

-Por ignorante, andas tan a ciegas en el asunto que podríamos llamar psico-fidelesco.

  —96→  

-¿Qué quieres decir?

-Ven acá, ganso. (Parándose ambos en mitad de la acera, con los cuellos de los gabanes levantados, y las manos en los bolsillos.) ¿Has leído a Braid?

-¿Y quién es Braid?

-El autor de la Neurypnología. Si no te enteras de nada. Pues te aseguro que veo en Fidela un caso de auto-sugestionismo. ¿Te ríes? Vamos; apuesto a que tampoco has leído a Liebault.

-Tampoco, hombre, tampoco.

-De modo que no tienes idea de los fenómenos de inhibición, ni de lo que llamamos dinamogenia.

-¿Y qué tiene que ver esa monserga con...?

-Tiene que ver que Fidela... ¿No advertiste cómo se dormía esta noche? Pues se hallaba en estado de hipotaxia, que algunos llaman encanto, y otros éxtasis.

-Sólo he visto que tenía sueño la pobre...

-¿Y no se te ocurre, pedazo de bruto, que tú, sin saberlo, ejerces sobre ella la influencia psíquico-mesmérica?

-Mira, Zárate (quemado), vete al cuerno con tus terminachos, que tú mismo no entiendes. Ojalá reventaras de un atracón de ciencia mal digerida.

-¡Acéfalo!

  —97→  

-¡Pedantón!

-¡Romancista!

La última nota de la disputa la dio la puerta vidriera del café, cerrándose tras ellos con rechinante estrépito...




ArribaAbajo- XIII -

La única persona que en la casa tenía noticia de lo que trataban aquellos días con gravedad y misterio los Torquemada, Serrano y Taramundi, era Cruz, porque su amigo Donoso, que con ella no tenía secretos, la puso al tanto de los planes que debían aumentar fabulosamente, en tiempo breve, los ya crecidos capitales del hombre cuyos destinos se habían enlazado con el destino de las señoras del Águila. Y estas noticias, tan oportunamente adquiridas por la dama, diéronle extraordinaria fortaleza de ánimo para seguir abriendo brecha en la tacañería de D. Francisco, y recabar de él la realización de sus proyectos de reforma, atenta siempre al engrandecimiento de toda la familia, y en particular del jefe de ella.

Robustecida su natural bravura con aquellas ideas, y con otra, no sugerida ciertamente por Donoso, embistió a Torquemada, cogiéndole una mañana en su despacho, cuando   —98→   más metido estaba en el laberinto de guarismos que en diferentes papelotes ante sí tenía.

«¿Qué bueno por aquí, Crucita? -dijo el tacaño en tono de alarma.

-Pues vengo a decir a usted que ya no podemos seguir viviendo en esta estrechez -replicó ella, derecha al bulto, queriendo amedrentarle por la rapidez y energía del ataque-. Necesito esta habitación, que es una de las mejores de la casa.

-¡El despacho!... Pero señora... ¡Cristo! ¿me voy a trabajar a la cocina?

-No señor. No se irá usted a la cocina. En el segundo piso, tiene usted desalquilado el cuarto de la derecha.

-Que renta diez y seis mil reales.

-Pero en lo sucesivo no le rentará a usted nada, porque lo va usted a destinar a las oficinas...

Ante embestida tan arrogante, D. Francisco se quedó aturdido, balbuciente, como torero que sufre un revolcón, y no acierta a levantarse del suelo.

«Pero, hija mía... ¿y qué oficinas son esas?... ¿Esto es acaso el Ministerio de Estado o, como dicen en Francia, de los Negocios Extranjeros?

-Pero es el de los grandes negocios de usted, señor mío. ¡Ah! estoy bien enterada, y   —99→   me alegro, me alegro mucho de verle por ese camino. Ganará usted dinerales. Yo me comprometo a empleárselos bien, y a presentarle a usted ante el mundo con la dignidad que le corresponde... No, no hay que poner esa cara de paleto candoroso, que le sirve para fingirse ignorante de lo que sabe muy bien... (Sentándose familiarmente.) Si no hay misterios conmigo. Sé que se quedan ustedes con la contrata de tabaco Virginia y Kentucky, y también con la del Boliche. Me parece muy bien... Es usted un hombre, un gran hombre, y no se lo digo por adularle, ni porque me agradezca el interés que me he tomado por usted, sacándole de la vida mezquina y cominera, para traerle a esta vida grande, apropiada a su inmenso talento mercantil. (Torquemada la oye estupefacto.) En fin, que usted necesita una oficina de mucha capacidad. Vamos a ver: ¿dónde colocará los dos escribientes y el tenedor de libros que piensa traer? ¿En mi cuarto?... ¿en el que tenemos para la ropa?

-Pero...

-No hay pero ni manzanas. Empiece por instalar en el segundo su oficina, con su despacho particular, pues no tiene gracia que reciba usted delante de los dependientes, a las personas que vienen a hablarle de algún asunto   —100→   reservado. El tenedor de libros estará solo. ¿Y la caja, señor mío, la caja, no necesita otra habitación? ¿Y el teléfono, y el archivo, y los copiadores y el cuarto del ordenanza?... ¿Ve usted cómo necesita espacio? Operar en grande y vivir en chico no puede ser. ¿Es decoroso que tenga usted sus dependientes en los pasillos, muertos de frío, como ese banquero de cuyo nombre no me acuerdo ahora?... ¡Ah! si yo no existiera, a cada momento se pondría el señor de Torquemada en ridículo. Pero no lo consiento, no señor. Usted es mi hechura (con gracejo), mi obra maestra, y a veces tengo que tratarle como a un chiquillo, y darle azotes, y enseñarle los buenos modos, y no permitirle mañas...

Volado estaba D. Francisco; pero Cruz se le imponía por su arrogancia, por su brutal lógica, y el tacaño no acertaba a defenderse de su autoridad, que tantas veces había reconocido.

«Pero... admitiendo la tesis de que nos quedemos con los tabacos... No hay más si no que yo acaricio esa idea hace tiempo, y bien podría ser que cuajara. Bueno; pues partiendo del principio de que convenga ensanchar el despacho, ¿no sería mejor agregarme la habitación próxima?

-No señor. Usted se va arriba con sus trastos   —101→   de fabricar millones -dijo la dama en tono autoritario, que casi casi rayaba en insolencia-, porque esta pieza y la próxima las pienso yo unir, derribando el tabique.

-¿Para qué, re-Cristo?

-Para hacer un billar.

Tan tremenda impresión hizo en el bárbaro el osado y dispendioso proyecto de su hermana política, que en un tris estuvo que el hombre no pudiera contenerse y le diese una bofetada. Breve rato le tuvo congestionado y mudo la indignación. Buscó un término que fuese duro y al mismo tiempo cortés, y no encontrándolo, se rascaba la cabeza, y se daba palmetazos en la rodilla.

«Vamos -gruñó al fin, levantándose-, no me queda duda de que usted se ha vuelto loca... loca de remate, por decirlo así. ¡Un billar, para que cuatro zánganos me conviertan la casa en café! Bien conoce usted que no sé ningún juego... no sé meramente más que trabajar.

-Pero sus amigos de usted, que también trabajan, juegan al billar, pasatiempo grato, honestísimo, y muy higiénico.

Don Francisco, que en aquellos días, espigando en todas las esferas de ilustración, se encariñaba con la higiene, y hablaba de ella sin ton ni son, soltó la risa.

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«¡Higiénico el billar! ¡vaya una tontería!... ¿Y qué tiene que ver el billar con los miasmas?

-Tenga o no que ver, el billar se pondrá; porque es indispensable en la casa de un hombre como usted, llamado a ser potencia financiera de primer orden, de un hombre que ha de ver su casa invadida por banqueros, senadores, ministros...

-Cállese usted, cállese usted... Ni qué falta me hacen a mí esas potencias... Si soy un pobre busca-vidas... Ea, seamos justos, Crucita, y no perdamos de vista el verdadero objetivo. Cierto que debo ponerme en buen pie, y ya lo he hecho; pero nada de lujo, nada de ostentación, nada de bambolla. Mire usted que nos vamos a quedar por puertas. Pues digo, ¿y también quiere ensancharme la sala, y el comedor?

-También.

-Pues negado, re-Cristo, negado, y aquí termina la presente historia. No quito un ladrillo, aunque usted se me ponga en jarras. Ea, me atufé. Soy el amo de mi casa, y aquí no manda nadie más que... un servidor de usted... No hay derribo, vulgo ensanche. Recojamos velas y habrá paz. Yo reconozco en usted un talento sui generis; pero no me doy a partido... y mantengo enhiesta la bandera de la economía. Punto final.

  —103→  

-Si creerá que me convence con ese desplante de autoridad -dijo la dama imperturbable, envalentonándose gradualmente-. Si lo que ahora niega lo ha de conceder, es más, lo está deseando.

-¿Yo? Apañada está usted.

-¿No me ha dicho que transige según las circunstancias?

-Sí; pero no transigiré con quedarme sin camisa. Lo más, lo más... Vamos, yo digo que cuando tengamos aumento de familia, consentiré en modificar el domicilio, no al tenor que usted pide, sino a otro tenor más conforme con mis cortos posibles. Y hemos acabado.

-Si ahora empezamos, mi Sr. D. Francisco -replicó Cruz riendo-, porque si para que yo pueda coger la piqueta demoledora, es preciso que haya esperanzas de sucesión, hoy mismo mando venir los albañiles.

-¡Con que ya...! -exclamó Torquemada abriendo mucho los ojos.

-Ya.

-¿Me lo dice oficialmente?

-Oficialmente.

-Bueno. Pues la realización de ese desideratum, que yo veía segura, porque la lógica es lógica, y un hecho trae otro hecho, no es bastante motivo para que yo autorice a nadie a coger la piqueta.

  —104→  

-Pero yo no olvido que tengo la responsabilidad del decoro de usted -manifestó la dama resueltamente-, y he de ser más papista que el Papa, y mirar por la dignidad de la casa, señor mío. Suceda lo que quiera, yo he de conseguir que D. Francisco Torquemada tenga ante la sociedad la representación que le corresponde. Y para decirlo de una vez, por indicación mía le ha metido a usted Donoso en la contrata de tabacos; y por mí, sépalo, sépalo usted, exclusivamente por mí, por esta genialidad mía de estar en todo, será senador el señor de Torquemada, ¡senador! y figurará en la esfera propia de su gran talento, y de su saneado capital.

Ni aun con esta rociada se ablandó el hombre, que continuó protestando y gruñendo. Pero su hermana política tenía sobre él, sin duda por la fineza del ingenio o la costumbre del gobernar, un poder sugestivo que al bárbaro tacaño le domaba la voluntad, sin someter su inteligencia. No se daba él por vencido; pero al querer rechazar de hecho las determinaciones de su cuñada, sentíase interiormente ligado por una coacción inexplicable. Aquella mujer de mirada penetrante, labio temblón y palabra elegantísima, ante la cual no había réplica posible, se había constituido con singular audacia en dictador de   —105→   toda la familia; era el genio del mando, la autoridad per se, y frente a ella sucumbía la torpe bestia, sin que nada valiera la superioridad de la fuerza bruta contra los fueros augustos del entendimiento.

Cruz mandaba, y mandaría siempre, cualquiera que fuese el rebaño que le tocase apacentar; mandaba porque desde el nacer le dio el Cielo energías poderosas, y porque luchando con el destino en largos años de miseria, aquellas energías se habían templado y vigorizado hasta ser colosales, irresistibles. Era el gobierno, la diplomacia, la administración, el dogma, la fuerza armada y la fuerza moral, y contra esta suma de autoridades o principios nada podían los infelices que caían bajo su férula.

Retirose, al cabo, la señora, del despacho de D. Francisco, con aire dictatorial, y el otro se quedó allí ejerciendo, con grave detrimento de las alfombras, el derecho del pataleo, y desahogando su coraje con erupción de terminachos.

«¡Maldita por jamás amén sea tu alma de ñales!... Re-Cristo, a este paso, pronto me dejarán en cueros vivos. ¡Biblia, para qué me habré yo dejado traer a este elemento, y por qué no rompería yo el ronzal, cuando vi que tiraban para traerme!... ¡Y no dirán ¡cuidado!   —106→   que yo me porto mal, ni que las dejo pasar hambres!... Eso no, ¡cuidado!... Hambres nunca. Economías, siempre... Pero esta señora, más soberbia que Napoleón, ¿por qué no me dejará que yo gobierne mi casa como me dé la gana, y según mi lógica pastelera? ¡Maldita, y cómo impera, y cómo me mete en un puño, y me deja sin voluntad, meramente embrujado!... Yo no sé qué tiene esa figurona, que me corta el resuello; deseo respirar por la defensa de mi interés, y no puedo, y hace de mí un chiquillo... ¡Y ahora quiere engatusarme con la peripecia de que habrá sucesión! ¡Qué gracia' ¡Pues si eso lo contaba yo como seguro, con cien mil pares de ñales! ¡Si es el hijo mío que vuelve, por voluntad mía, y decreto del santo Altísimo, del Bajísimo, o de quien sea!... Despótica, mandona, gran visira y capitana generala de toda la gobernación del mundo, el mejor día recobro yo el sentido, me desembrujo, y cojo una estaca... (Tirándose de los pelos.) ¡Pero qué estaca he de coger yo, triste de mí, si le tengo miedo, y cuando veo que le tiembla el labio, ya estoy metiéndome debajo de la mesa! La estaca que yo coja será la vara de San José, porque soy un bendito, y no sirvo más que para combinar el guarismo y sacar dinero de debajo de las piedras... Ese talento no me lo   —107→   quita nadie... Pero ella me gana en el mando, y en inventar razones que le dejan a uno sin sentido... Como despejo de hembra, yo no he visto otro caso, ni creo que lo haya bajo el sol... ¿Pero con quién me he casado yo, con Fidela o con Cruz, o con las dos a un tiempo?... porque si la una es propiamente mi mujer... con respeto... la otra es mi tirana... y de la tiranía y del mujerío, todo junto, se compone esta endiablada máquina del matrimonio... En fin, adelante con la procesión, y vivamos para ganar el santísimo ochavo, que yo lo guardaré donde no puedan olerlo mis ilustres, mis respetables, mis aristocráticas... consortes.





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ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajo- I -

Cumpliose estrictamente lo ideado y dispuesto por la que era inteligencia y voluntad incontrastables en el gobierno interior de la casa de Torquemada, sin que estorbarlo pudieran ni los refunfuños del tacaño, impotente para luchar contra la fiera resolución de su cuñada, ni los alardes de resistencia pasiva con que quiso detener, ya que no impedir, la instalación del escritorio y oficinas en el piso segundo, privándose de una bonita renta de inquilinato. Pero Cruz todo lo arrollaba cuando decía «allá voy», y en cuatro días, haciendo de sobrestante, y de aparejadora, y de arquitecto, quedó terminada la reforma, que el mismo D. Francisco, gruñendo y protestando en la intimidad de la familia, disputaba por buena, delante de personas extrañas. «Es idea mía -solía decir, enseñando a los amigos el amplio escritorio-. Siempre me ha gustado   —110→   trabajar con despejo y que mis dependientes estén cómodos. La higiene ha sido siempre uno de mis objetivos. Vean ustedes qué hermoso despacho el mío... Esta otra habitación, para recibir a los que quieran hablarme reservadamente. A la otra parte... vengan por aquí... el cuarto del tenedor de libros y del copiador... Los dos escribientes más allá. Luego el teléfono... yo siempre he sido partidario de los adelantos, y antes que nos trajeran esta invención tan chusca, ya pensaba yo que debía de haber algo para dar y recibir recados a grandes distancias... Vean ahora el departamento de la caja. ¡Qué independencia... qué desahogo para las operaciones!... Yo profeso la teoría de que, por lo mismo que está todo tan malo, y los negocios no son ya lo que eran, hay que trabajar de firme, y abrir nuevas fuentes, y abarcar mucho... lo que no puede hacerse sino estableciéndose conforme a las exigencias modernas. A eso tiendo yo siempre; y como sé lo que reclaman las tales exigencias, determino ensancharme por arriba y por abajo, porque la sociedad nos pide comodidades para nosotros y para ella. Debemos sacrificarnos por nuestros amigos, y aunque yo no he cogido en mi vida un taco, he resuelto poner en mi casa una mesa de billar... cosa bonita. La mesa es elegantísima,   —111→   y me ha costado un ojo de la cara. Como yo soy quien todo lo dispone en casa, desde lo más considerable hasta lo más mínimo, llevo unos días de trajín que ya ya...

La entrada de Crucita le cortó la palabra, quitándole aquel desparpajo con que se expresaba lejos de su autoritaria y despótica persona. Pero la dama, que con exquisito tacto sabía ocultar en público su prepotencia, al quitarle la palabra de la boca al dueño de la casa, la tomó en esta discreta forma: «Con que ya ven ustedes la contradanza en que nos ha metido nuestro D. Francisco. Billar y salones abajo, las oficinas aquí. ¡Qué trastorno, qué laberinto! Pero al fin, ya está hecho, y tan brevemente como es posible. No crean; ha sido idea suya, y él ha dirigido las obras. Bien ven ustedes que es hombre de iniciativa, y que gusta de sobresalir y distinguirse noblemente. Lo que él dice: «No se puede operar en grande y vivir en chico». Es mucho D. Francisco este. Dios le dé salud para que sus proyectos sean realidades... Nosotras le ayudamos, queremos ayudarle... Pero ¡ay! valemos tan poco... Acostumbradas a la estrechez, quisiéramos vivir y morirnos en un rincón. A la fuerza nos lleva él a la esfera altísima de sus vastas ideas... No, no diga usted que no, amigo mío. Bien saben todos que es   —112→   usted la modestia personificada... Se hace el chiquito... Pero no le valen, no, sus trapacerías de hombre extraordinario, cuyo orgullo se cifra en que le tomen por un cualquiera... ¿Es verdad o no lo que digo? Los entendimientos superiores tienen por gala la suma humildad.

Dicho se está que estas palabras fueron acogidas por un coro de asentimiento, al que siguió otro coro de alabanzas del grande hombre, y de sus múltiples aptitudes. Pero él, riendo de dientes afuera, y poniendo la cara de paleto asombrado, que para tales casos tenía, en su interior colmaba de maldiciones a su tirana, echándole encima, con el peso de su cólera, el de las cuentas que tenía que pagar a carpinteros, albañiles, mueblistas y demás sanguijuelas del rico, con más la pérdida de la renta del segundo. Y cuando los amigos hubieron visto toda la reforma, repitiendo abajo, ante Fidela y Cruz, los encarecimientos que habían hecho arriba, el usurero se desahogó a solas en su cuarto, con cuatro patadas y otros tantos ternos a media voz: «¡Cómo me domina la muy fantasmona!... Y ello es que tiene una labia que enamora y le vuelve a uno loco... Pues con ese jarabe de pico me está sacando los tuétanos, y no me deja hacer mi santísimo gusto, que es economizar...   —113→   ¡Qué desgracia me ha caído encima! ¡Ganar tanto guano, y no poder emplearlo todito en los nuevos negocios, hasta ver un montón tan grande, tan grande de...! Pero con esta casa, y estas señoras mías, mis arcas son un cesto. Por un lado entra, por mil partes sale... Todo por la suposición, por este hipo de que soy potencia... ¡Dale con la manía de la potencia! ¿Pues y la tabarra que me dieron anoche ella y el amigo Donoso con que, velis nolis, me han de sacar senador? ¡Senador yo, yo, Francisco Torquemada, y por contera, Gran Cruz de la reverendísima no sé qué...! Vamos, vale más que me ría, y que, defendiendo la bolsa, les deje hacer todo lo que quieran, inclusive encumbrarme como a un monigote para pregonar ante el mundo su vanidad...

Llamado por Fidela, tuvo que arrancarse a sus meditaciones. Enseñáronle muestras de telas para portieres, de hules y alfombras. Pero él no quiso escoger nada, delegando en las dos señoras su criterio suntuario, y no diciendo más si no que se prefiriese lo más arregladito. Salió al fin de estampía con D. Juan Gualberto Serrano para ir al Ministerio. ¡El Ministerio! ¡Qué bien recibido era allí, y con cuánto gusto iba! Y no porque le halagara el servilismo de los porteros, que al verle entrar con Donoso, se tiraban a las mamparas,   —114→   como si quisieran abrirlas con la cabeza; ni la afabilidad lisonjera de los empleados subalternos, que ansiaban ocasión de servirle, atraídos por el olor de hombre adinerado que echaba de su persona. No era él vanidoso, ni se pagaba de fútiles exterioridades. En aquella colmena administrativa le encantaba principalmente la reina de las abejas, vulgo ministro, hombre que por ser muy a la pata la llana, practicón, mediano retórico, y muy seguro en el manejo del guarismo, concordaba en ideas y carácter con nuestro tacaño, pues también era él tacaño de la Hacienda pública, recaudador a raja tabla y verdugo del contribuyente, en quien veía siempre al enemigo que hay que perseguir y reventar a todo trance. No había hecho el tal su carrera política exclusivamente con la palabra; era más bien hombre de acción, en el bien entendido de que sean acción las formalidades burocráticas. Donoso y él se trataban con familiaridad como antiguos colegas, y D. Juan Gualberto Serrano le tuteaba, señal de viejo compañerismo, que databa de los primeros estudios. Supo Torquemada vencer, a la tercera o cuarta encerrona con sus compinches y el Ministro, la cortedad que sintió los primeros días, y bien pronto se encontraba en el despacho de su Excelencia como en su propia   —115→   casa. Ponía singular cuidado en todo lo que decía, por no soltar algún barbarismo gramatical, y no tardó en observar que, gracias a su tino y discreción, ninguno de los allí presentes, incluso el Ministro, hablaba mejor que él. Esto en la conversación general, que cuando de negocios se trataba, a todos se los llevaba de calle, presentando las cuestiones con claridad y precisión, a guarismo seco, con una lógica que no tenía escape, ni podía ser por nadie controvertida. Para conseguir esto, el tacaño hablaba lo menos posible, esquivando dar su parecer en todo asunto que no fuese de su cometido; pero si la conversación entraba en el terreno de la tacañería, ya fuese del orden menudo, ya del grande o financiero, se explayaba el hombre, y allí era el oírle todos con la boca abierta.

De todo lo cual resultaba que el Ministro veía en él singulares condiciones para el manejo de intereses, y siendo hombre poco dado a la adulación, le colmaba de cumplidos y lisonjas, con la particularidad de que solía emplear los mismos términos que usaba Cruz cuando hacer quería mangas y capirotes del presupuesto de la casa. Creyérase que la dama y el ministro se habían puesto de acuerdo para bailarle el agua, con la diferencia de que ella lo hacía con el avieso fin de gastar   —116→   sus rendimientos en vanidades y perendengues, mientras que el otro le proporcionaría todo el aumento de ganancias compatible con los intereses del Estado.

Para decirlo pronto y claro, sépase que el Ministro, cuyo nombre no hace al caso, era honradísimo, y que sus defectos (que como hombre alguna tacha había de tener), no eran la codicia ni el afán de medro personal. Nadie pudo acusarle nunca de explotar su posición para enriquecerse. A su lado no se hicieron chanchullos con su consentimiento: los que medraban más de lo justo, allá se las arreglaban como podían en esfera inferior a la del despacho y tertulia del consejero de Su Majestad. Y en cuanto a Donoso, bien sabemos que era de intachable integridad, formulista, eso sí, y sectario rabioso de la ortodoxia administrativa, hasta el punto de que su honradez y escrupulosidad habían hecho no pocas víctimas. Él no se lucraba; pero por salvar los dineros del Fisco, habría pegado fuego a media España. No podía decirse lo mismo de D. Juan Gualberto, varón de conciencia tan elástica, que de él se contaban cosas muy chuscas, algunas de las cuales hay que poner en cuarentena, porque su propia enormidad las hace inverosímiles. Jamás miró por el Estado, a quien tenía por un grandísimo   —117→   hijo de tal; miraba siempre por el particular, bien fuese en el concepto esencia del yo, bien bajo la forma altruista y humanitaria, como amparar a un amigo, defender a una sociedad, empresa, o entidad cualquiera. Ello es que en los cinco años famosos de la Unión Liberal se enriqueció bastante, y luego, la pícara revolución y la guerra carlista acabaron de cubrirle el riñón por completo. A creer lo que la maledicencia decía verbalmente y en letras de molde, Serrano se había tragado pinares enteros, muchísimas leguas de pinos, todo de una sentada, con fabuloso estómago. Y para quitar el empacho se había entretenido (por aquello de «cuando el diablo no tiene que hacer...») en calzar a los soldados con zapatos de suela de cartón, o en darles de comer alubias picadas y bacalao podrido; travesuras que lo más, lo más, motivaban un poco de ruido en algunos periódicos; y como daba la pícara casualidad de que estos no gozaban del mejor crédito, por haber dicho infinidad de mentiras a propósito de aquella campaña, nadie pensó en llevar el asunto a formal información de la justicia, ni esta le imponía ningún miedo a D. Juan Gualberto, que era primo hermano de directores generales, cuñado de jueces, sobrino de magistrados, pariente más o menos próximo de infinidad   —118→   de generales, senadores, consejeros y archipámpanos.

Pues bien; en las reuniones de que se viene tratando, el único que hablaba de moralidad era Serrano. Mientras los otros no se acordaban para nada de tal palabreja, don Juan Gualberto no la soltaba de sus labios, y solía decir: «Porque nosotros, entiéndase bien, representamos y queremos representar un gran principio, un principio nuevo. Venimos a cumplir una misión, y a llenar un vacío, la misión y el vacío de introducir la moralidad en las contratas de tabacos. Tirios y troyanos saben que hasta hoy... (aquí una pintura terrorífica de las tales contratas en el pasado momento histórico.) Pues bien, desde ahora, si nuestros planes merecen la aprobación del Gobierno de Su Majestad, teniendo en cuenta la seriedad y la respetabilidad de las personas que ponen su inteligencia y su capital al servicio de la patria, ese servicio, esa renta, se afirmarán sobre bases... sobre bases...». Aquí se embarulló el orador, y tuvo D. Francisco que acabarle la frase en esta forma: «Bajo la base del negocio limpio y a cara descubierta, como quien dice, pues nosotros tendemos a beneficiarnos todo lo que podamos, dentro de la ley, ¡cuidado! beneficiando al Gobierno más que lo han hecho tirios   —119→   y troyanos, llámense Juan, Pedro y Diego; sin maquiavelismos por nuestra parte, sin consentir tampoco maquiavelismos del Gobierno, tirando de aquí, aflojando de allá, con el objetivo de ir orillando las dificultades y evacuando nuestro negocio, dentro del más estricto interés, y de la más estricta moralidad... todo muy estricto, por decirlo así... porque yo sostengo la tesis de que el punto de vista de la moralidad no es incompatible con el punto de vista del negocio.




ArribaAbajo- II -

Por haberse metido en aquel amplio terreno del negocio grande, coram populo, de manos a boca con el mismísimo Estado, no abandonó D. Francisco los negocios obscuros, más bien subterráneos, que traía el hombre desde los tiempos de aprendizaje, cuando confabulado con doña Lupe se dedicaba al préstamo personal con réditos que hubieran llevado a sus gavetas todo el numerario del mundo, si alguien con estricta puntualidad se los pagara. En su nueva vida dio de mano a varios chanchullos del género sucio y chalanesco, porque no era cosa de andar en tales tratos cuando se veía caballero y persona de circunstancias; pero otros los mantuvo religiosamente,   —120→   porque no había de tirar por la ventana el hermoso líquido que arrojaban. Sólo que hacía reserva de ellos, ocultándolos como se oculta un defecto vergonzoso, o una deformidad repugnante, y ni con el mismo Donoso se clareaba en este particular, seguro de que su buen amigo había de ponerle mala cara cuando supiese... lo que va a saber el lector en este momento: D. Francisco Torquemada era dueño de seis casas de préstamos, las más céntricas y acreditadas de Madrid; dícese acreditadas, porque servían con prontitud y cierta largueza, bajo el canon de real por duro mensual, o sea el sesenta por ciento al año. En cuatro de ellas era dueño absoluto, corriendo la gerencia a cargo de un dependiente con participación en las ganancias; y en dos socio capitalista, cobrando el cincuenta por ciento. Una con otra, se embolsaba el hombre, sin más trabajo que examinar un sobado y mal escrito libro de cuentas por cada casa, la bicoca de mil duros mensuales.

Para examinar estos puercos apuntes y enterarse de la marcha del empeño, encerrábase en su despacho un par de mañanas cada mes con los sujetos que regentaban los establecimientos; y para disimular el misterio inventaba mil historias, que por algún tiempo mantuvieron el engaño en todas las personas   —121→   de la familia, hasta que al fin Cruz, con su agudeza y finísimo olfato, estudiando el cariz de aquellos puntos, atando cabos, sorprendiendo alguno que otro concepto, y adivinando lo demás, descubrió todo el intríngulis. El tacaño, que también era listo para ciertas cosas, y olfateaba como un sabueso, comprendió al instante que su cuñadita le había desbaratado el tapujo, y se puso en guardia muerto de miedo, esperando la embestida que había de venir, en nombre de la moral, del decoro y de otras zarandajas por el estilo.

En efecto, escogido la ocasión favorable, le acometió una mañana, en su despacho del segundo, sin testigo. Siempre que la veía entrar, D. Francisco temblaba, porque en todas sus visitas traía Cruz alguna historia para mortificarle y sacarle las entrañas. Y la pícara era como un fantasma que se le aparecía cuando más descuidado y contento estaba; surgía como por escotillón para ponérsele delante, trastornándole con su grave sonrisa, dejándole sin ideas, sin criterio, sin habla; tal era la fuerza subyugadora de su semblante y de sus ideas.

Aquella mañana entró con pie de gato; no la vio hasta que la tuvo delante de la mesa. Segura de la fascinación que ejercía, la tirana no usaba preámbulos; íbase derecha al   —122→   asunto, siempre con corteses y relamidas expresiones, afectando familiaridad y cariño unas veces, otras quitándose resueltamente la máscara, y enseñando la faz despótica, cuya trágica belleza poníale a D. Francisco los pelos de punta.

«Ya sabe a qué vengo... No, no se haga el paleto... Usted es muy listo, muy perspicaz y no puede ignorar que sé... lo que sé. Si se lo conozco en la cara. La conciencia se le sale por todos los poros.

-Maldito si sé qué quiere usted decirme, Crucita.

-Sí lo sabe... ¡Bah, a mí con esas! Si conmigo no valen tapujos. No asustarse. ¿Cree que voy a reñirle? No señor; yo me hago cargo de las cosas, comprendo que no se puede romper de golpe con las rutinas, ni cambiar de hábitos en poco tiempo... En fin, hablemos claro: esa clase de negocios no corresponde a la posición que ahora ocupa usted. No discuto si en otros tiempos fueron o no de ley... Respeto la historia, señor mío, y los procederes viles para ganar dinero cuando de otra manera no era fácil ganarlo. Admito que lo que fue, debió ser como era; pero hoy, señor D. Francisco, hoy que no necesita usted descender, fíjese bien, descender a tan vil terreno, ¿por qué no traspasa esos... establecimientos,   —123→   dejándolos en las manos puercas que para andar en ellas han nacido?... Las de usted son bien limpias hoy, y usted mismo lo comprende así. La prueba de que se cree degradado con esa industria es el tapadillo en que quiere envolverla. Desde que usted se casó, viene haciendo esta comedia para que no nos enteremos. Pues de nada le han valido sus disimulos, y aquí me tiene usted enteradita de todo, sin que nadie me haya dicho una palabra.

No se atrevio el bárbaro a defenderse con la negativa rotunda, y dando un puñetazo sobre la mesa, confesó de plano. «¿Y qué?... ¿Tiene algo de particular este arbitrio? ¿Voy a tirar mis intereses por la ventana? ¡Dice usted que traspase! ¿Pero cómo?... ¿a desprecio? Eso nunca. Cuando se ha ganado lo que se ha ganado con el sudor del rostro, no se traspasa con pérdida... Ea, señora, bastante hemos hablado.

-No se sulfure, pues no hay para qué. Esto no lo sabe nadie. Fidela no lo sospecha, y puede usted estar tranquilo, que yo no he de decírselo. Si se enterara, la pobrecita tendría un gran disgusto. Tampoco lo sabe Donoso.

-Pues que lo sepa, ¡ñales! que lo sepa.

  —124→  

-Puede que algún malicioso le haya llevado el cuento; pero él no lo habrá creído. Tiene de su amigo concepto tan alto, que no da oídos a ninguna especie denigrante de las que corren acerca de usted, puestas en circulación por los envidiosos de su prosperidad. Nadie más que yo tiene noticia de esas miserias de su pasado, y si usted insiste, en sostenerlas, yo le guardaré el secreto, hasta le ayudaré a guardarlo, para evitarme y evitar a la familia la vergüenza que a todos nos toca...

-Bueno, bueno -dijo Torquemada impaciente, febril, con ganas de coger el pesado tintero y estampárselo en la cabeza a su tirana-. Ya estamos enterados. Soy dueño de mis arbitrios, y hago con ellos lo que me da la gana.

-Me parece justo, y no seré yo quien a ello se oponga. ¿Cómo he de oponerme, si yo miro por sus intereses más que usted mismo? Bueno... pues aunque no haga usted caso de mí cuando le propongo limpiarse de esa lepra del préstamo usurario y vil, continuaré proporcionándole, con ayuda del amigo Donoso, los negocios limpios como el sol, los que dan tanta honra como provecho. Yo pago mal por bien. No me importa que usted relinche cuando le quiero llevar por el camino bueno: que quieras que no, por el camino derecho ha de   —125→   ir usted. ¡Si al fin ha de convencerse de que soy su oráculo! ¡Y no tendrá más remedio que seguir mis inspiraciones... y concluirá por no respirar sin permiso mío...!

Dijo esto último con tan buena sombra, que el bárbaro no pudo menos de echarse a reír, aunque la ira le relampagueaba todavía en los ojos. La dama dio bruscamente otro sesgo a la conversación, saliendo por donde menos pensaba el tacaño.

«Y a propósito -le dijo-: aunque estoy muy incomodada con usted, porque estima sus antiguos manejos de prestamista en más que el decoro de su posición actual, voy a darle una buena noticia. No se la merece usted; pero yo soy tan buena, tan compasiva, que me vengaré de sus mordiscos con un abrazo, un abrazo moral, y si se quiere con un beso, un beso moral ¡cuidado!

-¿A ver, a ver...?

-Pues sepa el Sr. D. Francisco que he encontrado un comprador para los terrenos que posee allá por las Ventas del Espíritu Santo.

-¡Pero si ya tenía comprador, criatura! Vaya unas novedades que me trae doña Crucita.

-¡Simple, si sabré yo lo que digo! El comprador a que usted se refiere es Cristóbal Medina, que ofrece real y cuartillo por pie.

  —126→  

-Cierto; y yo me resisto a dárselo, reservándome hasta encontrar quien me ofrezca dos reales.

-Bonito negocio. Usted compró ese terreno, es decir, se lo adjudicó por una deuda, a razón de doscientas y tantas pesetas la fanega.

-Justo.

-Y la semana pasada, Cristóbal Medina le ofreció a real y medio el pie, y yo... yo, en el presente momento histórico, le ofrezco a usted dos reales...

-¡Usted!

-No, hombre, no sea usted materialista. ¿Yo qué he de ofrecer...? ¿Voy yo a levantar barrios?

-¡Ah! ¿su amigo de usted, ese Torres...? ya, emprendedor, hormiguilla como él solo... Me gusta, me gusta ese sujeto.

-Pues anoche le vi en casa de Taramundi. Hablamos; díjome que no tiene inconveniente en tomar todo el terreno a dos reales pie, pagando ahora la tercera parte al contado, asegurando por medio de escritura el pago de los otros dos tercios en las fechas que se acuerden, a medida que edifique, y... En fin, me ha escrito esta carta en la cual consigna su proposición, y añade que si usted accede, por su parte queda cerrado el trato.

  —127→  

-Venga, venga la carta -dijo Torquemada inquieto y ansioso, cogiendo de manos de Cruz el papel que esta con coquetería de mujer negociante le mostraba. Y rápidamente pasó la vista por las cuatro carillas del pliego, enterándose en un breve momento histórico, de los puntos principales que contenía. «Pago al contado de la tercera parte... Construcción de un palacio entre jardines, que se llamaría Villa Torquemada, el cual, a tasación de arquitecto, se adjudicaría en pago del otro tercio... Hipoteca del mismo terreno para responder del tercer plazo, etcétera...».

-¿Y por el corretaje de ese negocio no merezco nada? -dijo Cruz con gracejo.

-El negocio, sin ser considerable, no es malo, no, en tesis general... Lo examinaré despacio, haré mis cuentas...

-¿No merezco siquiera que el nombre de Torquemada, unido hoy al nombre y casa del Águila, sea borrado del infame cartel que dice: casa de préstamos?

-¿Pero qué tiene que ver...? ¡Bah! Usted ve mosquitos en el horizonte... Tan honrado es ese negocio como otro cualquiera, como el que hace el reverendísimo Banco de España. La diferencia consiste en que en los ventanales magníficos del Banco no se ven capas colgadas. ¡Vaya una importancia que da usted   —128→   a las apariencias! Son su bello ideal. Yo no miro a las apariencias, sino a la substancia...

-Pues le diré a Torres que renuncie al negocio de los terrenos, porque es usted un judío, y le hará cualquier enjuague. Si yo, cuando me pongo a ser mala, lo soy de veras. Usted no sabe la que le ha caído encima conmigo. O marchamos por la senda constitucional, esto es, del decoro, o tendremos siete disgustos cada día.

-¡Crucita de todos los demonios, y de la Biblia en pasta, y de la Biblia en verso, y de los santísimos ñales del archipiélago... digo, del archipámpano de Sevilla! no le diga usted a Torres sino que se vea conmigo esta misma tarde, porque su proposición me ha entrado por el ojo derecho, y quiero que tratemos y nos entendamos...

-Bueno, señor... cálmese... siéntese. No rompa la mesa a puñetazos, que tendrá que comprar otra, y le sale peor cuenta.

-Es que usted no me deja vivir... a mi modo... Reasumiendo: a eso de las casas de préstamos, yo le echaré tierra...

-Por mucha tierra que usted le eche, siempre olerá mal el negocio. A traspasar se ha dicho.

-Calma... seamos justos. Hay que esperar una buena ocasión... Transigiremos. Vaya;   —129→   déjeme seguir algún tiempo con esa... con esa viña, y accedo a que tomen ustedes el abono que, por mor... quiero decir, por razón de su luto, dejan los Medinas en la ópera del Príncipe Alfonso.

-Pero si el abono lo hemos tomado ya.

-¿Sin mi permiso?

-Sin su permiso... No se tire usted de los pelos, que se va a quedar calvo. Pues no faltaba más sino que usted negara tal cosa siendo del gusto de Fidela. La pobre necesita expansión, oír buena música, ver a sus amigas.

-Maldita sea la ópera y el perro que la inventó... Crucita, no me sofoque más... Mire que me voy del seguro, y... Ya no puedo más... Me llevan ustedes a la bancarrota. De nada me vale trabajar como un negro, porque cuarto ganado, cuarto que ustedes me gastan en pitos y en flautas. Para meter en cintura a mis señoras del Águila, debiera yo hacerles una trastada del tenor siguiente: darles el abono, sí, pero quitándoselo del plato, y de la vestimenta.

-Eso no puede ser, pues no vamos a ir al teatro con los estómagos vacíos, ni vestidas de mamarrachos...

-Nada, nada, que me arruinan. Porque el abono a la ópera trae mil y mil goteras... vulgo arrumacos, guantes, qué sé yo. Bueno, hijas,   —130→   bueno, empeñaré mi gabán el mejor día. A eso vamos.

-El día que sea preciso -dijo Cruz festivamente-, coseré para afuera.

-No, no lo diga en broma. A este paso la vida es un soplo... Y lo que es yo, no me comprometo a la manutención de la familia.

-Yo la mantendré. Sé cómo se vive sin tener de qué vivir.

-Pues podía vivir ahora como entonces.

-Las circunstancias han variado, y ahora somos ricos.

-Tenemos un mediano pasar; seamos justos; un buen pasar.

-Pues a eso me atengo, y procuro que lo pasemos bien.

-Déjeme, por Dios. Sus... manifestaciones me vuelven loco.

-Lo dicho, dicho... Prepárese para otra... -dijo la primogénita del Águila, risueña y altiva, levantándose para retirarse.

-¡Para otra!... ¡Por San Caralampio bendito, abogado contra las suegras! Porque usted es una suegra, por decirlo así, la peor y más insufrible que hay en familia humana.

-Y la que le tengo preparada es la más gorda, señor yerno.

-La Virgen Santísima me acompañe... ¿Qué es?

  —131→  

-Todavía no es tiempo. Está la víctima muy quebrantada del arrechucho de hoy. Y eso que le traje el magnífico negocio de los terrenos. ¡Y no me lo agradece el pícaro!

-Sí lo agradezco... Pero a ver, dígame qué nueva dentellada me prepara.

-No, porque se asustará... Otro día. Hoy me doy por satisfecha con lo del abono, y con la esperanza de quitar esa ignominia de las casas de empeño. En su día continuaremos, Sr. D. Francisco Torquemada, presunto senador del Reino, y Gran Cruz de Carlos III.

Y cuando la vio salir, el tacaño la maldijo entre dientes, al propio tiempo que reconocía con brutal sinceridad su absoluto dominio.




ArribaAbajo- III -

No por móviles de vanidad insubstancial apetecía Cruz del Águila las grandezas de la vida aristocrática, sino por estímulos de ambición noble, pues quería rodear de prestigio y honor al hombre obscuro que sacado había de la miseria a las ilustres damas. Para sí misma en realidad nada ambicionaba; pero la familia debía recobrar su rango, y si era posible, aspirar a posición más alta que la de otros tiempos, a fin de confundir a los envidiosos que comentaban con groseras burlas   —132→   aquella resurrección social. Procedía Cruz en esto con orgullo de raza, como quien mira por la dignidad de los suyos, y también con un sentimiento de alta venganza contra parientes aborrecidos, que después de haberles negado auxilio en la época de penuria, trataban de arrojar sobre ella y su hermana todo el ridículo del mundo por la boda con el prestamista. Enalteciendo a este, y haciéndole de hombre persona, y de persona personaje, y de personaje eminencia, iban ganando la partida, y los dardos de maledicencia se volvían contra los mismos que los lanzaban.

Cuando se hizo público el casorio, naturalmente, hubo los comentarios de rigor entre los que habían sido amigos de las Águilas y entre su parentela, residente en Madrid y provincias. No faltó quien, pasada la primera impresión, comentara el caso con benevolencia; no faltó quien lo tomara en cómico, buscándole el lado sainetesco, y los más implacables fueron la dichosa prima, Pilar de la Torre Auñón y su marido Pepe Romero, con quienes de muy antiguo venían en relaciones agrias Fidela y Cruz, por piques de familia, que tomaron carácter de odio legendario, cuando el tal Romero se encargó de la administración judicial de las dos fincas cordobesas, el Salto y la Alberquilla. Pues   —133→   digo, al saber que Torquemada rescataba las fincas, poniéndolas en las condiciones más favorables para el caso probable de que el Tribunal Contencioso las devolviese a sus dueños, los Romeros cogían el cielo con las manos, y allí fue el vomitar cuchufletas de mal gusto sobre las desgraciadas señoras. Debe añadirse que el marido de Pilar de la Torre Auñón tenía dos hermanos, casado el uno con la sobrina del marqués de Cícero, y el otro con una hermana de la marquesa de San Salomó. Eran parientes, además, del conde de Monte-Cármenes, de Severiano Rodríguez y de D. Carlos de Cisneros, Pepe Romero y Pilar de la Torre vivían en Córdoba, pero pasaban en Madrid, en compañía de los otros Romeros, los meses de otoño, y a veces parte del invierno. Ya se comprende que de la casa en que toda esta casta de Romeros se juntaba, salían los dardos envenenados contra las pobres Águilas, y contra el ganso que las había librado de la miseria.

Como Madrid, aunque medianamente populoso, es pequeño para la circulación de las especies infamantes, todo se sabía, y no faltaban amigas oficiosas que le llevasen a Cruz, una por una, cuantas maledicencias se forjaban en las tertulias romeriles. Y en estas no faltó quien conociese de vista o de oídas a   —134→   Torquemada el Peor, célebre en ciertas zonas malsanas y sombrías de la sociedad. Villalonga y Severiano Rodríguez, que tenían de él noticias por su desgraciado amigo Federico Viera, pintáronle como un usurero de sainete, como un ser grotesco y lúgubre, que bebía sangre y olía mal. Quién decía que la altanera y egoísta Cruz había sacrificado a su pobre hermana, vendiéndola por un plato de sopas de ajo; quién que las dos señoras, asociadas con aquel siniestro tipo, pensaban establecer una casa de préstamos en la calle de la Montera. Lo más singular fue que cuando Torquemada, ya en los meses de Febrero y Marzo, pisó las tablas del mundo grande, y le vieron y le trataron muchos que le habían despellejado de lo lindo, no le encontraban ni tan grotesco ni tan horrible como la leyenda le pintó, y esta opinión daba lugar a grandes polémicas sobre la autenticidad del tipo. «No, no puede ser aquel Torquemada de los barrios del Sur -decían algunos-. Es otro, o hay que creer en las reencarnaciones».

A medida que D. Francisco se iba haciendo hueco en la sociedad, las murmuraciones perdían su acritud o se acallaban mansamente, porque el tacaño ganaba poco a poco partidarios y aun admiradores. Pero siempre subsistía un foco de chismes de mala ley, el   —135→   círculo íntimo de los Romeros, que no perdonaban, ni perdonarían jamás, toda vez que la orgullosa Cruz les tiraba a degüello siempre que los cogía en buena disposición.

Véase por qué la altiva señora trataba, por todos los medios, de ennoblecer al que era su hechura y su obra maestra, al rústico urbanizado, al salvaje convertido en persona, al vampiro de los pobres hecho financiero de tomo y lomo, tan decentón y aparatoso como otro cualquiera de los que chupan la sangre incolora del Estado y la azul de los ricos.

¡Y qué cosas decían de él y de ellas los Romeros, aun después que D. Francisco se hubo conquistado el aprecio superficial de mucha gente, que no ve más que lo externo! Que todo el dinero que tenía era producto de la rapiña más infame, y de la usura cruel... Que había llenado de suicidas los cementerios de Madrid... Que cuantos se tiraban por el Viaducto pronunciaban su execrable nombre en el momento de dar la voltereta... Que Cruz del Águila se dedicaba también al préstamo sobre ropas en buen uso, y que tenía toda la casa llena de capas... Que el hombre que no había renunciado a sus hábitos de miseria, y que a las dos pobres Águilas las mantenía con lentejas y sangre frita... Que todas las alhajas que Fidela lucía eran empeñadas...   —136→   Que Cruz le hacía las levitas a D. Francisco, aprovechando ropas de muertos, que volvía del revés... Que en casi todos los puestos del Rastro tenía Cruz participación, y comerciaba en calzado viejo y muebles desvencijados... Que Fidela, cuya inocencia rayaba en la imbecilidad, desconocía los antecedentes de aquel gaznápiro que por marido le habían dado... Que simple y todo como era, se permitía el lujo de tres o cuatro amantes, a ciencia y paciencia de su hermana, los cuales eran Morentín, Donoso (con sus sesenta años), Manolo Infante, y un tal Argüelles Mora, grotesco tipo de caballero de Felipe IV, y tenedor de libros en el escritorio de Torquemada. Zárate y el lacayito Pinto se entendían con la hermana mayor... Que esta le cortaba las uñas a D. Francisco, le lavaba la cara, le arreglaba el cuello de la camisa antes de echarle a la calle, para que sacase un buen ver, y le enseñaba la manera de saludar, instruyéndole en todo lo que había de decir, según los casos... Que a la chita callando, entre Cruz y el usurero habían desvalijado a varias familias nobles, un poco apuradas, prestándoles dinero a doscientos cuarenta por ciento... Que Cruz recogía las colillas de los que fumaban en su casa, para mandarlas al Rastro en un costal muy grande, así como juntaba también los   —137→   mendrugos de pan, para venderlos a unos que hacían chocolate de dos reales y medio... Que Fidela vestía muñecas por encargo de las tiendas de juguetes, y que al pobre Rafael no le daban de alimento más que puches, y un plato de menestra por las noches... Que el ciego había puesto debajo de la cama del matrimonio un cartucho de dinamita, o de pólvora, el cual fue descubierto con la mecha ya encendida... Que la primogénita del Águila, entre otros negocios sucios, tenía parte en un corral de basuras de Cuatro Caminos, y llevaba la mitad en los cerdos y gallinas... Que Torquemada compraba abonarés de Cuba a tres y medio por ciento de su valor, y que era el socio capitalista de una compañía de estafadores, disfrazada con la razón social de Redención de Quintos, y Sustitutos para Ultramar.

Todo esto iba llegando a los oídos de Cruz, que si se indignaba al principio, pasando malísimos ratos y derramando algunas lágrimas, por fin llegó a tomarlo con calma filosófica; y cuando D. Francisco salió a la esfera del mundo con su levita inglesa, sus modales algo sueltos, su habla corriente y su personalidad rodeada de ciertos respetos, codeándose al fin con ministros y señorones, concluyó la dama por tomar a risa los desahogos de sus parientes. Pero mientras mayor desprecio le inspiraba   —138→   maldad tan estúpida, más gana sentía de hacerles polvo, y de pasearles por los hocicos la opulencia verídica de las resucitadas Águilas, y el prestigio claro del opulento capitalista; que así le nombraba ya la lisonja. Ellos a morder y ella siempre a levantarse, mejor dicho, a levantar el figurón que les daba sombra, hasta erigir con él inmensa torre, desde la cual pudieran las Águilas mirar a los Romeros como miserables gusanillos arrastrando sus babas por el suelo.




ArribaAbajo- IV -

Aproximábase el verano, y no hubo más remedio que pensar en trasladarse a algún sitio fresco, por lo menos durante la canícula. Nueva batalla dada por Cruz, en la cual halló al enemigo más resistente y envalentonado que de costumbre. «El verano -decía D. Francisco-, es la estación por excelencia en Madrid. Yo lo he pasado aquí toda mi vida, y me ha pintado perfectamente. Nunca se encuentra uno más a gusto que en Julio y Agosto, libre de catarros, comiendo bien, durmiendo mejor...

-De usted nada digo -objetó la dama-, porque entre los muchos dones con que le agració la divina Providencia, tiene también   —139→   el de una salud a prueba de temperaturas extremadas. Tampoco lo digo por mí, que a todo me avengo. Pero Fidela no puede pasar aquí los meses de verano, y es usted un bárbaro si lo consiente.

-También a mi pobre Silvia, que de Dios goce, la molestaba el calórico, sobre todo cuando se hallaba en meses mayores, y aquí nos aguantábamos. Con el botijo siempre fresco, los balcones cerrados durante el día, y un corto paseíto a las diez de la noche, lo pasábamos tan ricamente... No hay que pensar en veraneo, señora. Con todo transijo menos con esa inveterada pamplina de los baños de mar o de río, que son el gravamen de tantas familias. En Madrid todo el mundo, que en Madrid tengo yo que estarme hecho un caballero, para organizar esta tracamundana del tabaco, que, entre paréntesis, me parece no es negocio tan claro como al principio me lo pintaron sus amigos de usted. Y no se hable más del asunto. Ahora sí que no cedo. Con que... tilín... se levanta la sesión.

Resuelta a que el viaje se realizara, Cruz no insistió aquel día; pero al siguiente, bien aleccionada Fidela, el baluarte de la avaricia de D. Francisco fue atacado con fuerzas tan descomunales, que al fin no tuvo más remedio que rendirse.

  —140→  

«Muy a disgusto -dijo el tacaño mordiéndose los pelos del bigote, y echándoselas de víctima-, cedo, porque Fidela esté contenta. Pero tengamos juicio. No saldremos más que veinte o treinta días, ¡cuidado! Y todo ello, señora mía, ha de hacerse con el menor dispendio posible. No estamos para echarlas de príncipes. Viajaremos en segunda...

-¡Pero D. Francisco...!

-En segunda, con billete de ida y vuelta.

-Eso no puede ser. Vaya, tendré que coger el bastón de mando... ¡En segunda! No se puede tolerar que así olvide usted el decoro de su nombre. Déjeme a mí todo lo concerniente al viaje. No iremos a San Sebastián, ni a Biarritz, lugares de ostentación y farsa; nos instalaremos modestamente en una casita de Hernani... Ya la tengo apalabrada.

-¡Ah! ¿usted, por sí y ante sí, había dispuesto...?

-Por mí y ante mí. Y todo eso, y aún mucho más, que callo ahora, tiene usted que agradecerme. Con que chitón...

-Es que...

-Digo que no se hable más del asunto, y que yo me encargo de todo... Ya... Por usted iríamos en la perrera. Bonita manera de corresponder a la opinión, que ve en usted...

-¿Qué ve, qué puede ver en mí, ¡ñales en   —141→   polvo!, más que un desgraciado, un mártir de las ideas altanerísimas de usted, un hombre que está aquí prisionero, con grillos y esposas, y que no puede vivir en su elemento, o sea el ahorro... la mera economía del ochavo, que se gana con el santo sudor?...

-¡Hipócrita... comediante! Si no gasta ni el décimo de lo que gana -contestó la autócrata con brío-. Si ha de gastar más, muchísimo más. Váyase preparando, pues he de ser implacable.

-Máteme usted de una vez... pues soy tan bobo, que no sé resistirle, y me dejo desnudar, y dar azotes, y desollar vivo.

-Si ahora empezamos. Y le participo que sus hijos saldrán a mí, quiero decir, que saldrán a su madre. Serán Águilas, y tendrán todo mi ser, y mis pensamientos...

-¡Mi hijo ser Águila...! -exclamó Torquemada fuera de sí-. ¡Mi hijo pensar como usted... mi hijo desvalijándome!... ¡Oh! señora, déjeme en paz, y no pronuncie tales herejías, porque no sé... soy capaz de... Que me deje le digo... Esto es demasiado... Me ciego, se me sube la sangre a la cabeza.

-¡Qué tonto!.. ¿Pues qué más puede desear? -dijo la dama, mirándole risueña y maleante desde la puerta-. Águila será... Águila neto. Lo hemos de ver... lo hemos de ver.

  —142→  

Por todo pasaba D. Francisco menos porque se creyera que su hijo presunto había de ser otro que el mismo Valentín, reencarnado, y vuelto al mundo en su prístina forma y carácter, tan juicioso, tan modosito, con todo el talento del mundo para las matemáticas. Y tan a pechos lo tomaba el muy simple, que si Cruz hubiera insistido en aquella broma, de fijo se habría desvanecido el sortilegio que subordinaba una voluntad a otra, y recobrada la libertad, el tacaño habría puesto su mano vengativa en la tirana que le atormentaba. Volvíase tarumba con semejante idea. ¡Su hijo, su Valentín ser Águila, en vez de Torquemadita fino que andaba por los ámbitos de la Gloria, esperando su nueva salida al mundo de los vivos! No, hasta ahí podían llegar las bromas. Pasose toda aquella tarde sumergido en tristes meditaciones sobre aquel caso, y por la noche, después de trabajar a solas en su despacho del segundo, se metió en el gabinete reservado del mismo piso, donde conservaba el bargueño de marras, y sobre él la imagen fotográfica del chico, aunque ya despojado totalmente de las apariencias de altarucho. Paseándose de un ángulo a otro de la estancia, dio el usurero todas las vueltas y contorsiones imaginables a la idea en mal hora expresada por su hermana política.

  —143→  

«¡Vaya, que decir que tú serás Águila! ¿Has visto qué insolencia?

Miró al retrato fijamente, y el retrato callaba, es decir, su carita compungida no expresaba más que una preocupación muda y discreta. Desde que se acentuó el engrandecimiento social y financiero de su papá, Valentinico hablaba poco, y por lo común no respondía más que sí y no a las preguntas de D. Francisco. Verdad que este no pasaba las noches en aquella estancia luchando con el insomnio rebelde, o con la fiebre numérica.

«¿No oyes lo que te digo? Que serás Águila. ¿Verdad que no? (Creyendo ver en el retrato una ligera indicación negativa.) Claro: lo que yo decía. Es un desatino lo que piensa esa buena señora.

Volvió a su despacho, y estuvo haciendo cuentas más de media hora, recalentándose el cerebro. De pronto, los números que ante sí tenía empezaron a voltear con espantoso vórtice, que los hacía ilegibles, y de en medio de aquel polvo que giraba como a impulso de un huracán, saltó Valentinico dando zapatetas, y encarándose con el autor de sus días (todo esto en el centro del papel), le dijo: «Papá, yo quiero dir en ferrocarril...

Luchó el buen señor un instante con aquella juguetona imagen, y la desvaneció al fin   —144→   pasándose la mano por los ojos y echando hacia atrás su pesada cabeza. El ordenanza se le acercó para decirle que las señoras, sentadas ya a la mesa, le aguardaban para comer. Gruñó Torquemada al oír afirmar al sirviente que ya le había llamado tres veces, y al fin desperezose, y con paso y actitudes de embriaguez bajó al principal por la escalera de servició que al objeto se había construido. Por el camino iba diciendo: «Que quiere correrla en ferrocarril... ¡Bah! gaterías de su madre... Todavía no ha nacido, y ya me le están echando a perder.




ArribaAbajo- V -

Todo Mayo y parte de Junio dedicolos D. Francisco con alma y vida a la Sociedad formada para la explotación del negocio de la contrata, y con ayuda de Donoso, emulando los dos en actividad e inteligencia, armaron toda la maquinaria administrativa, la cual, si respondía en sus hechos a su perfecto organismo, había de marchar como una seda. A Torquemada correspondía la alta gerencia del negocio, como principal capitalista. Donoso se encargaba de las relaciones de la Sociedad con el Estado, y de toda la gestión oficinesca.   —145→   Taramundi corría con las compras del artículo en Puerto Rico, y Serrano en los Estados Unidos, donde tenía un primo establecido, con casa de comisión en Brooklyn.

Convinieron en que todo funcionaría ordenadamente antes de partir para el veraneo, pues en Diciembre debía hacerse la primera entrega de boliche y en Febrero la de Virginia. El suministro de ambas hojas les fue adjudicado, por formal contrata, en Mayo, no sin protesta de otros tales, que hicieron o creían haber hecho a la Hacienda proposición más ventajosa; pero como eran gentes desacreditadas y de antecedentes deplorables en aquel fregado, a nadie sorprendió que el ministro les postergara, agarrándose a no sé qué triquiñuelas de la ley. Puestas de acuerdo en todo las cuatro principales fichas de aquel juego, pues aunque había otros partícipes, no tocaban pito en la gestión, por ser de poca monta el capital impuesto, ya no había más que trabajar como fieras, a fin de que el negocio saliese redondo y limpio. En los días que precedieron a la expedición veraniega, Torquemada y D. Juan Gualberto Serrano se entendieron a solas en algunos puntos referentes a las compras de rama en los Estados Unidos, y ello quedó entre los dos, sin dar conocimiento a Donoso ni a Taramundi. Era   —146→   que D. Francisco, con su instintivo conocimiento de la humanidad, bajo el aspecto del toma y daca, vio desde el primer instante en qué consistía el resorte maestro de aquel arbitrio, comprendiendo que de proceder de esta o de la otra manera, dependía que el líquido fuese simplemente bueno, o que resultase tal que podrían meter el brazo hasta más arriba del codo. Apenas hubo el tacaño propulsado la voluntad de D. Juan Gualberto, este respondió con cuatro palabras, que querían decir: «aquí está el hombre que se necesita». Y con estas impresiones, Serrano se fue a Londres, donde debía avistarse con su primo, y Torquemada partió para Hernani con la familia. La de Taramundi se instaló en San Sebastián. Donoso no salía de Madrid, porque su señora, en quien se había complicado enormemente la caterva de males, no podía moverse, ni había para qué, pues en ninguna parte había de encontrar alivio.

¡Ay, Dios mío, qué aburrimiento el de Torquemada en las Provincias, y qué destemplado humor gastaba, siempre disputando con ellas por quítame allá esas pajas, renegando de todo, encontrando malas las aguas, desabridos los alimentos, cargantes las personas, horrible el cielo, dañino el aire! Su centro era Madrid: fuera de aquel Madrid en que había   —147→   vivido los mejores años de su vida y ganado tanto dinero, no se encontraba el hombre. Echaba de menos su Puerta del Sol, sus calles del Carmen, de Tudescos, y callejón del Perro; su agua de Lozoya, su clima variable, días de fuego y noches de hielo. La nostalgia le consumía, y el verse imposibilitado de correr tras el fugaz ochavo, de dar órdenes a este y al otro agente. Aborrecía el descanso; su naturaleza exigía la preocupación continua del negocio, y los infinitos trajines que trae consigo la misma ansiedad azarosa, la rabia de perder, la tristeza de ganar poco, el delirio de la ganancia pingüe. Contaba los días que iban pasando de aquel suplicio que le habían traído sus malditas consortes; abominaba de la sociedad ociosa que le rodeaba, tanto vago insubstancial, tanta gente que no piensa más que en arruinarse. Para él, el colmo del despilfarro era dar dinero a fondistas y posaderos, o a los gandules que agarran en el baño a las señoras para que no se ahoguen. San Sebastián le causaba horror: todo era un saqueo continuo, y mil tramoyas para desvalijar a los madrileños que iban a gastar en dos meses las rentas de un año. Tres días le tuvieron allí Fidela y Cruz, y poco le faltó para caer enfermo de tristeza y repugnancia.

En Hernani se paseaba solo, armando en   —148→   su magín todo el tinglado de números que constituía el negocio tabaquil, y otros en embrión, como el del arreglo de la arruinada casa de Gravelinas con sus acreedores. Fidela, que conocía lo mal que pintaba a su esposo la villeggiatura, quiso abreviar esta; pero se opuso Cruz, porque a Rafael le probaba muy bien el clima del Norte, y desde que vivía en Hernani no se habían repetido los trastornos cerebrales de marras. Dividíase la familia en dos parejas: Cruz paseaba con el ciego, Fidela con su esposo, y procuraba distraerle haciéndole fijar la atención en las bellezas del campo y del paisaje. No era insensible el bárbaro a la bondad ni a los mimos de su esposa, y algunos ratos pasaba placenteros charlando con ella a lo largo de praderas y bosques. Pero en aquel divagar indolente, Torquemada, como el desterrado que sólo piensa en la patria, no hablaba de cosa alguna sin que salieran a relucir Madrid y los malditos negocios. Alegrábase Fidela de verle en tal terreno, y con infantil travesura repetía: «Sí, Tor, tienes que ganar muchísimo dinero, pero muchísimo, y yo te lo guardaré».

Tanto machacó en esta idea, que D. Francisco hubo de espontanearse con su mujer, cual nunca lo había hecho, declarándole cuanto   —149→   sentía y pensaba, y las causas de sus goces como de sus pesadumbres. Empezó por manifestarse satisfecho del trato de la Suerte, porque sus ganancias crecían como la espuma. ¿Pero de qué le valía esto, si la familia se había puesto en un pie de boato que imposibilitaba el ahorro? Cada lunes y cada martes se traía Cruz alguna nueva tarantaina para derrochar el dinero. ¿A qué detallar aquella serie no interrumpida de locuras, si ya Fidela las conocía? Él no servía para vivir entre magnificencias, aunque al fin a ellas por la fuerza de las circunstancias se amoldaba. Su bello ideal era emplear de nuevo sus considerables ganancias, reservando sólo una parte mínima para el gasto diario. Ver entrar el dinero a carretadas, y verle salir a espuertas le taladraba el corazón, y le llenaba la cabeza de pensamientos sombríos y pesimistas. Entre él y Cruz se había entablado una lucha a muerte; reconocíase muy inferior a ella por los recursos de la inteligencia y por la palabra; pero se creía, en aquel caso, cargado de razón. Lo peor de todo era que Crucita le dominaba y sabía imponerle su criterio económico, metiéndole en un puño cada vez que ponía sobre el tapete la cuestión de un nuevo dispendio. Él se retorcía de rabia, como el demonio que pintan a los pies de San   —150→   Miguel, y la muy indina le aplastaba la cabeza, y hacía su santísima voluntad con el dinero de él.

En suma, que se tenía por muy desgraciado, y con aquellas amarguras, hasta para alegrarse de ser padre en su día, le faltaban ánimos. Mostrose Fidela reservada en la contestación, asegurando que por su parte no le importaba vivir en la mayor modestia y obscuridad; pero puesto que Cruz disponía las cosas de otro modo, sus razones tendría para ello. «Sabe más que nosotros, querido Tor, y lo mejor es dejarla hacer lo que quiera. Para tus mismos negocios te conviene respirar una atmósfera de esplendidez. Con franqueza, Tor: ¿habrías ganado lo que has ganado viviendo como un miserable en la calle de San Blas? ¡Si cada duro que te gasta mi hermana es para traerte luego veinte! Y, sobre todo, esa que llamas tirana, sabe más que Merlín, y a su despotismo debemos, primero, haber salido con vida de aquella pobreza ignominiosa; después, el hallarnos en plena abundancia, y tú hecho un hombre de peso. No seas tontín, cierra los ojos, y sométete a cuanto te diga y proponga mi hermana.

En todo esto y en algo más que dijo, se revelaba el respeto casi supersticioso a la autoridad de Cruz, y la imposibilidad de rebelarse   —151→   contra cualquiera cosa grande o pequeña que dispusiera el autócrata de la familia. Suspiró Torquemada oyéndola, y pensaba con hondo desaliento que su mujer no le ayudaría en ningún caso a sacudir el yugo. Una ligera indicación de esto bastó para que Fidela expresara la negativa con infantil temor. ¡Oponerse ella a los juicios y a las determinaciones de su hermana! Antes saldría el sol por Occidente. «No, no, Tor, quien manda manda. Vuelvo a decirte que todo eso que te contraría es lo que te conviene, y nos conviene a todos.

De queja en queja, el usurero fue a parar a otra idea que también le atormentaba. Antes de expresarla, vaciló un rato, temeroso de que su mujer la acogiera con risas. Pero al fin, se lanzó a la espontaneidad más delicada: «Mira, Fidela, cada uno tiene su aquel y su ideasingracia, como dice el amigo Zárate, y yo te aseguro que no quiero que mi hijo salga Águila. Bien sé que Cruz beberá los vientos porque el niño sea como vosotras, como ella, gastadorcillo, pinturero, y con muchos humos de aristocracia pródiga. Pero más quiero que no nazca si ha de nacer así. Por supuesto, yo tengo para mí que os engañáis las dos si esperáis que el nuevo Valentín saque uñas y pico de vuestra raza, pues me da el   —152→   corazón que será Torquemada de lo fino, es decir, el auténtico Valentín de antes en cuerpo y alma, con el propio despejo y la pinta mismísima de la otra vez.




ArribaAbajo- VI -

Quedose Fidela estupefacta, sin poder apoyar ni combatir semejante idea, y tan sólo dijo: «Será lo que Dios disponga. ¿Qué sabemos nosotros de los designios de Dios?

-Sí que lo sabemos -replicó Torquemada sulfurándose-. Tiene que haber justicia, tiene que haber lógica, porque si no, no habría Ser Supremo, ni Cristo que lo fundó. El hijo mío vuelve. ¡Ah! no conociste tú aquel prodigio; que si lo hubieras conocido, desearías lo mismo que deseo yo, y lo tendrías por cierto, dado que deben pasar las cosas conforme a una ley de equidad. Verás, verás qué disposición para las matemáticas. Como que él es las puras matemáticas, y todos los problemas los sabe mejor que el maestro. Si he de hablarte con franqueza, sin ocultarte nada de lo que pienso, te diré que no puedo menos de compaginar ciertos fenómenos de tu estado con la ciencia de mi hijo Valentín. ¿No nos contaste que hace dos noches tuviste unos sueños muy raros, viendo que se te ponían delante   —153→   cifras de ocho y diez guarismos, y que luego ibas por un bosque, y te encontraste catorce nueves, que te salieron al encuentro y te acorralaron sin dejarte pasar adelante?

-Sí, sí, es verdad que soñé eso.

-Pues ahí lo tienes -dijo Torquemada con los ojos fulgurando de alegría-. Es él, es él, que te tiene el alma y las venas todas llenas de los santísimos números. Y dime, ¿no sientes tú ahora algo como si te subieran de la caja del cuerpo a la cabeza, vulgo región cerebral, unas enormísimas cantidades, cuatrillones o cosa así? ¿No sientes un endiablado pataleo de multiplicaciones y divisiones, y aquello de la raíz cuadrada y la raíz cúbica?

-Algo de eso siento, sí, de una manera vaga -replicó Fidela, dejándose sugestionar-. Pero de eso de las raíces no siento nada. Números sí, que se me suben a la cabeza.

-¿Ves, ves? ¿No te lo decía yo? Si no me podía equivocar. ¿Y no te pasa también que todo lo que calculas te sale exacto? Como que tienes dentro de ti el espíritu puro de las matemáticas, y la ciencia de las ciencias.

-¡Tanto como eso...! -repuso Fidela, dudando-. Yo no calculo nada, porque no sirvo para el cálculo.

-Pues ponte ahora a combinar cantidades; ponte y verás.

  —154→  

Don Francisco se frotaba las manos, añadiendo por vía de síntesis: «Quedamos en que no es Águila, en que será quien es, y no puede ser otro.

Algo más pensaban decir marido y mujer sobre el extraño caso; pero les distrajo de su coloquio un coche cargado de gente que por la carretera de San Sebastián venía, en dirección al pueblo, y oyeron alegres voces que con estruendo los saludaron. Hallábanse sentados en una pradera junto al camino, al pie de un corpulento castaño, y cuando el charabán pasó delante de ellos, reconocieron entre la turbamulta que venía en la delantera y en los asientos laterales, algunas caras amigas. «¡Oh! Morentín -dijo D. Francisco. Y Fidela: «¡Ah! Infante, Malibrán.

Y se encaminaron al pueblo, del cual distaba medio kilómetro, tardando bastante en llegar, porque la señora, en aquellos meses, no se distinguía por la rapidez de sus movimientos.

En la casa encontraron a los amigos que de San Sebastián habían ido de asalto: Morentín con su mamá, Manolo Infante, Jacinto Villalonga, Comelio Malibrán, dos chicos y una chica de Pez, Manuel Peña y su mujer Irene, y alguno más que no consta en autos.

«¿Y a toda esta caterva tenemos que darle   —155→   de comer? -preguntó angustiado D. Francisco.

-Hijo, sí; no hay más remedio. Pero se reparten. Verás cómo algunos se van a casa de Severiano Rodríguez o del general Morla.

-Siempre nos tocarán los más alborotadores en el hablar y los menos moderados en el comer. Y no viene Zárate, que es, de toda esta taifa, el único que me gusta, por ser muchacho tan científico.

Con las visitas, pasaron las señoras muy entretenidas la tarde, y D. Francisco pudo hablar de negocios con Morentín, que le dio noticias de su diligente papá, ya dispuesto a salir de Londres en dirección a España. Animose Rafael con la charla de sus amigos, oyendo con especial gusto a Infante y a Villalonga, que contaban mil divertidas historias de la sociedad de Biarritz y San Sebastián. Hablose también de política, y al anochecer se fueron con la misma algazara que habían traído para acá.

Si la tarde fue placentera para el pobre ciego, por la noche notole su hermana muy inquieto, con cierta reversión a las antiguas manías que ya parecían olvidadas. Hablaba de carretilla, reía desaforadamente, y a cada momento nombraba a Morentín para ridiculizarle y poner en solfa sus palabras.

  —156→  

«¿Pero no es el amigo que más quieres?... ¿Por qué te ha entrado ahora esa absurda antipatía? -le dijo su hermana Cruz, a solas, dándole de cenar.

-Fue mi amigo. Ya no lo es, ni puede serlo. Y no creas; me temía yo que recalase por aquí. Era de absoluta lógica que viniese, traído por sus malos pensamientos.

Y en lo que siguió diciendo, demostraba, más que antipatía, un odio insano tan violento en la forma, que Cruz sintió renovados sus temores de otros días, y se dispuso a pasar una mala noche, en compañía del infeliz joven. En efecto, no bien se retiraron su hermana y D. Francisco, fuese al cuarto de Rafael, que era un gabinete bajo con ventana al jardín, rodeada de madreselvas; y hallándole muy despabilado, sin ganas de dormir, le propuso quedarse ambos de tertulia hasta que les rindiese el sueño. La noche, como de Agosto, era calurosa. Mejor que dando vueltas en la cama, la pasarían tomando el fresco, respirando el aire embalsamado del jardín, y oyendo cantar las ranas, que en una charca próxima entonaban su gárrulo himno a la tibia noche.

Aceptó gozoso Rafael lo propuesto por su hermana. Sentada esta juntó al alféizar, procediendo con rapidez y autoridad, para no   —157→   darle tiempo a pensar sus respuestas, le acometió con bravura desde el primer momento: «Vamos a ver, Rafael: vas a decirme ahora mismo, clarito, pero muy clarito, y sin rodeos ni atenuaciones, por qué se ha trocado en aborrecimiento el cariño que tenías a tu amigo Morentín. ¿Qué te ha hecho?

-A mí, nada.

-¿Qué te ha dicho?

-Nada.

-No admito subterfugios. Has de hablarme claro y pronto. Hace tiempo, desde mucho antes de salir de Madrid, empecé a notar que te ponías muy nervioso siempre que hablabas de él... Vamos a ver; dímelo todo, Rafael. Por Dios te lo pido.

-Morentín es un egoísta.

-¿Y nada más que por eso le odias?

-Y un miserable.

-¿Qué te ha dicho?... Algo habéis hablado. No me lo niegues.

-No necesito que Pepe me muestre la fealdad de su alma, porque se la veo con los ojos de la mía... y con la luz de mis pensamientos... ¡pero tan claro...!

-Ea, ya empiezas a desvariar. Vamos, alguno de los amigos que te han visitado hoy, Manolito Infante, Peñita, quizá Malibrán, que es muy malo y tiene la peor lengua del   —158→   mundo, te ha dicho alguna brutalidad del pobre Morentín.

-No; nadie me ha dicho nada.

Haz memoria, Rafael. Malibrán, Malibrán ha sido. Pero, hijo, ¿para qué haces caso de ese fatuo, complexión de víbora, lengua venenosa?

-Te juro por la memoria de nuestra madre -dijo Rafael con solemne acento-, que Malibrán no me ha dicho absolutamente nada de... vamos, del asunto penoso que es la causa de mi aborrecimiento a Morentín... Pero ahora comprendo... Hermana querida, tú has venido a interrogarme a mí esta noche, y ahora soy yo quien interroga... Respóndeme pronto, clarito: Malibrán, en alguna parte, ¿ha dicho algo... de eso?

-¿De qué?

-De eso. No te hagas de nuevas. La idea que a mí me atormenta, te atormenta también a ti... Ya lo veo todo muy claro con la luz de mi razón. Lo que yo adiviné sólo con los recursos de mi lógica, el mundo lo dice ya, quizá lo pregona con escándalo, y ese escándalo ha llegado a tus oídos. Dímelo, dímelo. Malibrán, o algún otro deslenguado, ha dicho algo en casa de los Romeros, en casa de San Salomó, de Orozco tal vez...

-¿Pero qué? -preguntó Cruz acongojada,   —159→   queriendo ocultar sus ideas a la perspicacia del ciego.

Este no veía su palidez mortal; pero notaba en su voz un timbre opaco, que para él era dato tan preciso como la blancura del semblante, y la voz de Cruz delataba sobresalto, ira, vergüenza.

«Pues bien -añadió Rafael tras breve pausa-, lo diré yo sin rodeos. A tus oídos llegan voces de escándalo. Quien quiera que sea lo propala en las casas de los enemigos, también quizá en las de los amigos. Yo, sin oírlo, lo sé, como sin verlo lo he visto. ¿A qué hacer misterio de ello? Lo que dicen es que mi hermana Fidela tiene un amante, y que este es Morentín.

-Cállate -gritó Cruz con arranque de ira, poniéndole la mano en la boca con tanta fuerza, que parecía que le abofeteaba.

-Digo la verdad... El escándalo ha llegado a tus oídos. No me lo niegues.

-Pues bien, no lo niego. Malibrán es quien se ha permitido afrentarnos con esta calumnia infame. ¡Y hoy le hemos tenido aquí! Gradas que se fue a comer a casa de Cícero, que si le veo en mi mesa, no sé... creo que yo misma... En Biarritz lo dijo, y en Cambo y en Fuenterrabía. Lo sé por persona que no puede engañarme, y que me ha puesto sobre   —160→   aviso. Triste cosa es la deshonra motivada; pero deshonra que surge por generación espontánea, y corre y se propaga sin que exista ni el más insignificante hecho que la justifique, es cosa que subleva.

-Es que... te lo diré si no te enfadas... yo no creo que esa deshonra sea tan inmotivada como tú la presentas...

¡Pero tú...! (Indignada.) ¡Crees... también tú!

Furiosa le cogió del brazo sacudiéndole con brío, única manera de contestar a la infame reticencia.




ArribaAbajo- VII -

«Ten calma, y déjame expresar todo lo que discurro -agregó Rafael tomando resuello, pues le faltaba el aliento, tanto como a su hermana-. En conciencia te digo que el caso es perfectamente lógico. Déjame hablar. El caso es un producto de la vida social, de la corrupción de las costumbres, del trastorno de la idea moral. Cuando nuestra hermana se casó, dije yo: «Esto tiene que ser...» y ha sido tal como lo pensé. Desde este antro obscuro de mi ceguera lo veo todo, porque pensar es ver, y nada se escapa a mi segura lógica, nada, nada. Esa deshonra era un hecho forzoso.   —161→   En casa teníamos todos los elementos para que surgiera. Naturalmente... ha surgido, sin que nadie pueda evitarlo... Ya, ya sé lo que vas a decirme.

-No lo sabes, no lo sabes -replicó la dama con acento firme y altanero-. Lo que tengo que decirte es que nuestra hermana es más pura que el sol. En ningún caso dudaría de su perfecta, de su absoluta honradez; menos puedo dudar de ella, viviendo, como vivo, siempre al lado suyo. Ninguno de sus actos, ni aun sus pensamientos más recónditos, me son desconocidos. Sé lo que piensa y siente, como sé lo que siento y pienso yo misma. Y nada, absolutamente nada existe que pueda servir de fundamento a tan vil especie.

-Te concedo que en el terreno de los hechos no hay motivo para...

-Ni en ningún otro terreno.

-En el de la intención, en el de la voluntad...

-Ni en ese ni en ningún otro existe la menor sombra de mancha. Fidela es la pureza misma; quiere y estima a su marido, que en su tosquedad es muy bueno para ella, y para toda la familia. Que no vuelva yo a oírte semejante disparate, Rafael, o no respondo de tratarte con la blandura que acostumbro usar contigo.

  —162→  

-Bueno, bueno: no te incomodes. Admito que tengas razón en lo que a mi hermana se refiere. ¿Y me respondes tú de las intenciones de Morentín?

-De eso, ¿cómo he de responder yo? Siempre me ha parecido decente y delicado.

-Pues yo que le conozco, porque ambos hemos sido compañeros de aventuras, en tiempos que no han de volver, y que ahora, en el archivo de mis recuerdos, son una gran enseñanza; yo te aseguro que la corrupción mansa, la que no se siente, la que devora sin ruido y a veces sin el escándalo más ligero, anida en su alma. Sin que Morentín me haya dicho nada, sé que pretende deshonrarnos, que cree segura la victoria más temprano o más tarde. Si no se jacta de haber triunfado ya, tampoco negará honradamente, cuando le feliciten por una conquista que algunos darán por hecha, todos, todos por probable. ¡Ay! horroriza el considerar que aunque mi hermana fuese una santa, y Morentín un modelo de virtudes, el mundo, atento a la composición de este matrimonio y a la vida ostentosa que lleváis, tendrá siempre por hecho inconcuso lo que Malibrán ha dicho. Y no puedes ya evitar que corra y se propague el rumor infamante. Ni conseguirás rectificar lo que tú crees error... y lo será por el momento.

  —163→  

-Por el momento no, por siempre. ¡También tú...! No parece sino que tomas partido por los difamadores. Esto es intolerable, Rafael. Se trata de una calumnia, ¿sí o no? Pues si es calumnia; si la inocencia de nuestra hermana resplandece como el sol, y antes que dudar de ella dudaría yo de que existe un Dios justiciero y misericordioso; si ella es honrada, digo, y los que la calumnian dignos de las penas del Infierno, la verdad ha de brillar tarde o temprano, y el mundo ha de reconocerla y acatarla.

-No la reconocerá. El mundo procede con una lógica que él mismo se ha creado para juzgar cosas y personas. Te concedo que es una lógica construida con artificios; pero es... y quítale de la cabeza a la opinión su infame idea. No puedes, no puedes. Para evitar esto habría convenido seguir viviendo en la obscuridad modesta, después de esa malhadada boda. Pero en el torbellino de la sociedad, en medio de este boato, cultivando las relaciones antiguas y buscando otras nuevas, no hay medio de sustraerse a la atmósfera total, querida hermana. La atmósfera total nos envuelve: en ella flotan los placeres, las satisfacciones de la vanidad; flota también el veneno, el microscópico bacillus que nos mata, en medio de tantas alegrías. Mujer joven y guapa,   —164→   sensible, rodeada de lisonjas, sin ocupaciones domésticas; marido viejo y ridículo, brutalmente egoísta y en absoluto desprovisto de todo atractivo personal... ya se sabe... saca la consecuencia. Si no es, tiene que ser. El mundo lo sanciona antes que suceda, y lo autoriza, y hasta parece que lo decreta, como si hubiera, en esa constitución oculta de las conciencias del día, un artículo que expresamente lo mandara. Esto lo he visto yo hace tiempo; este fue uno de los inconvenientes más graves que vi en la boda de mi hermana. Ahora, sufrir y callar.

-No, yo no sufro ni callo -replicó Cruz sobreponiéndose a la turbación que aquel asunto le causaba-. Yo desprecio la calumnia. Dios quiera que a los oídos de Fidela no llegue jamás; pero si llegara, la despreciará como yo, y como tú... Te prohíbo hablar de esto; es más, te prohíbo pensar...

-¡Pensar! ¡Prohibirme pensar! Eso sí que no puede ser. No pienso en otra cosa. Es lo único en que puedo ocuparme, y si no fuera por el trabajar de la mente, ¿con qué mataría yo, pobre ciego, el fastidio de la obscuridad? Te prometo revelarte todo lo que vaya descubriendo.

-No, no descubrirás, no podrás descubrir nada -dijo la dama nerviosa y con ganas de   —165→   reñir-. Y cuanto discurras será obra exclusivamente tuya, de tu pobrecita mente aburrida, holgazana, traviesa. Te lo prohíbo, Rafael; sí, te prohíbo pensar en eso.

Sonreía el ciego sin articular sílaba, y su hermana suspiraba, masticando las frases dichas anteriormente, y otras que intentó decir, quedándose con la primera palabra en la boca. Así transcurrió un mediano rato, y ya iban a romper los dos con nuevos argumentos, cuando oyeron ruido en las habitaciones altas, donde el matrimonio dormía, y a poco sintieron el paso grave de D. Francisco bajando la escalera. Salió Cruz a su encuentro, temerosa de que ocurriese alguna novedad, pero él la tranquilizó diciéndole: «No es nada. Fidela duerme como una bendita; pero yo, con la calor y un infame mosquito que pie ha estado dando murga toda la noche, no he podido pegar los ojos, hasta que al fin, cansado del ardor de las sábanas, me bajo a tomar el fresco en el jardín.

-La noche está pesada y bochornosa; cosa muy rara en este país -observó Cruz-. Mañana habrá tormenta, y refrescará el tiempo.

-¡Vaya una noche! -murmuró el tacaño-. ¡Y para esto abandona uno aquel Madrid tan cómodo...!

Salió al jardín en mangas de camisa, con   —166→   un chaquetón sobre los hombros, la gorra de seda en la coronilla. Desde la ventana en que los dos hermanos se hallaban silenciosos respirando el aire tibio, aromatizado por las madreselvas, veían pasar el sombrajo negro de D. Francisco que se paseaba lentamente, y oían su tosecilla, y el rechinar del menudo guijo bajo su planta procerosa.

La noche era toda calma, tibieza y solemne poesía. El aire inmóvil y como embriagado con la fragancia campesina, dormitaba entre las hojas de los árboles, moviéndolas apenas con su tenue respiración. El cielo profundo, sin luna y sin nubes, se alumbraba con el fulgor plateado de las estrellas. En la obscura frondosidad de la tierra, arboledas, prados, huertas y jardines, los grillos rasgaban el apacible silencio con el chirrido metálico de sus alas, y el sapo dejaba oír, con ritmo melancólico, el son aflautado que parece marcar la cadencia grave del péndulo de la eternidad. Ninguna otra voz, fuera de estas, sonaba en cielo y tierra.

Largo tiempo estuvieron Cruz y Rafael contemplando las sombras del jardín, y la figura de D. Francisco, que iba y venía, también con mesurado ritmo, de un extremo a otro, pasando y repasando como ánima de pecador insepulto que viene a pedir que le entierren.   —167→   Movida de un estado particularísimo de su ánimo, y por efecto también quizá de la serenidad poética de la noche, Cruz sintió pena intensísima ante aquel hombre, abrumado por la nostalgia. Consideró que si por él había salido de espantosa miseria la noble familia del Águila, esta debía corresponderle dándole la felicidad que merecía. Y en vez de procurarlo así, la directora del cotarro le contrariaba llevándole a grandezas sociales que repugnaban a sus hábitos y a su carácter. ¿No era más humano y generoso dejarle cultivar su tacañería, y que en ella se gozará, como el reptil en la humedad fangosa? Por que, a mayor abundamiento, el pobre hombre, sacado de su natural esfera, sufría los mordiscos de la calumnia, y si dejaba de ser ridículo en una forma, lo era en otra. ¿No tenía ella la culpa de todo, por meterse a encumbradora de gente baja, y por querer hacer de un zafio un caballero y un prohombre? Este remusguillo de su conciencia, y la compasión vivísima que hacia su hermano político sintió en aquella hora solemne de la noche de verano, moviéronla a dirigirle palabras afectuosas. Echando su cuerpo fuera de la ventana, le dijo:

«¿No teme usted, D. Francisco, que el sereno le haga daño? No hay que fiarse mucho de los calores de esta tierra.

  —168→  

-Estoy bien -replicó el tacaño, aproximándose a la ventana.

-Me parece que ha salido usted con poco abrigo. Por Dios, no nos coja usted un reúma, o un catarro fuerte.

-Pierda cuidado. Tendría que ver que por huir de aquel calorcito de Madrid, tan agradable, y, por más que digan, higiénico, viniese uno a enfermar en los calores húmedos de esta tierra, tan sumamente acuática.

-Vale más que entre usted aquí, y nos acompañaremos los tres hasta que tengamos sueño.

Rafael se aproximó también a la ventana. En aquel instante, como si los sentimientos de Cruz se le comunicaran por misterio magnético, sintió asimismo lástima del hombre que odiaba.

«Entre, D. Francisco -le dijo, pensando que la ilustre familia hambrienta había engañado a su favorecedor, utilizándole para redimirse, y que después de sacarle de su elemento para hacerle infeliz, le cubría de una ridiculez más grave que la que él había echado sobre ella. Entráronle deseos de reconciliarse con el bárbaro, guardando siempre la distancia, y de devolverle en forma de amistad compasiva la protección material que de él recibía.

  —169→  

Como ambos hermanos insistieron en llevarle a su lado, no pudo ser insensible el tacaño a estas demostraciones de afecto, y entró, echando pestes contra el clima del país vasco, contra los alimentos, y sobre todo, contra las pícaras aguas, que eran, sin género de duda, las peores del mundo.

«Está usted aquí fuera de su centro -díjole Rafael, que por primera vez en su vida le hablaba con afabilidad-. No puede usted vivir alejado de sus queridos negocios.

Oyendo esto, Cruz tuvo una inspiración, y al instante saltó de la voluntad a la palabra.

«Don Francisco, ¿quiere que nos vayamos mañana?

Tanta sorpresa causó al aburrido negociante la proposición, que no creyó que su cuñada le hablaba formalmente.

«Usted me busca el genio, Crucita.

-Y la verdad -indicó Rafael-; para lo que hacemos aquí... Fresco no hay; en cambio abundan los mosquitos, y otra casta de alimañas peores, los amigos importunos y mortificantes.

-Eso es hablar como la Biblia.

-Propongo que salgamos mañana -dijo la hermana mayor con resolución-. Ea, si don Francisco quiere...

-¡Que si quiero!... Re Cristo, ¿pues acaso   —170→   estoy por mi gusto en esta tierra maldecida... o por contentamiento de ustedes, y obediencia al fuero de la puerquísima moda?

-Mañana, sí -repitió el ciego batiendo palmas.

-¿Pero lo dicen de verdad, o es ganas de marear más?

-De verdad, de verdad.

Y convencido de que no era broma, púsose el tacaño tan gozoso, que sus ojos relumbraban como las estrellas del cielo. «¡Con que mañana! No podía usted determinar, Crucita de mi alma, cosa más de mi agrado. Ya estaba yo aquí como el alma de Garibaldi, suspenso y aburrido, mirando al cielo y a la tierra, y acordándome de mis cosas de Madrid, como se acordaría de la gloria divina, el que, después de gozarla, se ve enchiquerado en los profundos abismos del infierno... ¿Con que mañana, Rafaelito? ¡qué gusto! Dispénsenme: soy como un chiquillo a quien dan punto para las vacaciones. Mis vacaciones son el santo trabajo. No me divierte esta vida boba del campo, ni le encuentro chiste a la mar salada de San Sebastián; ni estas pamemas del baño y el paseíto se han hecho para mí. El verde para quien lo coma; y el campo natural es meramente una tontería. Yo digo que no debe haber campiñas, sino todo ciudades, todo   —171→   calles y gente... El mar sea para las ballenas. ¡Mi Madrid de mi alma!... ¿Con que es de veras que mañana? Para otro año viene la familia sola, si quiere fresco caro. Yo a mi calor barato me atengo. Digan lo que quieran, pasado el 15 de Agosto se templa Madrid, maximé de noche, y da gusto salir a tomar la fresca por aquellos altos de Chamberí. Pues digo, ahora que empiezan los melones y el riquísimo albillo... ¡Cristo! por no hacer ruido y dejar a Fidela que duerma, no me pongo a hacer el equipaje ahora mismo. ¿A qué hora pasa el tren de San Sebastián? A las diez. Pues en cuanto amanezca pedimos el coche y salimos pitando... No hay que volverse atrás, Crucita. Usted es la que manda; pero no nos engañe con dedadas de miel, vulgo promesas, que bien me merezco la realidad de esta vuelta a Madrid, por la paciencia con que he venido 2a estas tierras chirles, sin más objetivo que zarandear a la familia, y darnos tono ¡con cien mil Biblias! tono... Siempre el dichoso buen tono, que a mí me parece un tono muy mal entonado.



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