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Torquemada y San Pedro

Benito Pérez Galdós



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  —5→  

ArribaAbajo Primera parte


ArribaAbajo - I -

Las primeras claridades de un amanecer lento y pitañoso, como de Enero, colándose por claraboyas y tragaluces en el interior del que fue palacio de Gravelinas, iba despertando todas las cosas del sueño de la obscuridad, sacándolas, como quien dice, de la nada negra a la vida pictórica... En la armería, la luz matinal puso el primer toque de color en el plumaje de yelmos y morriones; modeló después con trazo firme los petos y espaldares, los brazales y coseletes, hasta encajar por entero las gallardísimas figuras, en quien no es difícil ver catadura de seres vivos, porque la costra de bruñido hierro, cuerpo es de persona monstruosa y terrorífica, y dentro de aquel vacío, ¡quién sabe si se esconde un alma!... Todo podría ser. Los de a caballo, embrazando   —6→   la adarga, en actitud de torneo más que de guerra, tomaríanse por inmensos juguetes, que fueron solaz de la Historia cuando era niña... En alguno de los guerreros de a pie, cuando ya la luz del día determinaba por entero sus formas, podía observarse que los maniquíes vestidos del pesado traje de acero, se aburrían soberanamente, hartos ya de la inmovilidad que desencajaba sus músculos de cartón, y del plumero que les limpiaba la cara un sábado y otro, en miles de semanas. Las manos podridas, con algún dedo de menos, y los demás tiesos, no habrían podido sostener la lanza o el mandoble, si no se los ataran con un tosco bramante. En lo alto de aquel lindo museo, las banderas blancas con la cruz de San Andrés colgaban mustias, polvorosas, deshilachadas, recordando los tiempos felices en que ondeaban al aire, en las bizarras galeras del Tirreno y del Adriático.

Del riquísimo archivo se posesionó la claridad matutina en un abrir de ojos, o de ventanas. En la cavidad espaciosa, de elevado techo, fría como un panteón, y solitaria como templo de la sabiduría, rara vez entraba persona viviente, fuera del criado encargado de la limpieza, y de algún erudito escudriñador de rarezas bibliográficas. La estantería de alambradas puertas cubría toda la pared hasta   —7→   la escocia, y por los huequecillos de la red metálica confusamente se distinguían lomos de pergamino, cantos de ceñidos legajos amarillentos, y formas diversas de papelorio rancio, que despedía olor de Historia. Al entrar la vigilante luz, retirábase cauteloso a su domicilio el ratón más trasnochador de aquellas soledades: contento y ahíto iba el muy tuno, seguido de toda la familia, pues entre padres, hijos, sobrinos y nietos, se habían cenado en amor y compaña una de las más interesantes cartas del Gran Capitán al Rey Católico, y parte de un curiosísimo Inventario de alhajas y cuadros pertenecientes al Virrey de Nápoles, D. Pedro Téllez Girón, el Grande de Osuna. Estos y otros escandalosos festines ocurrían por haberse muerto de cólico miserere el gato que allí campaba, y no haberse cuidado los señores de proveer la plaza, nombrando nuevo gato, o gobernador de aquellos oscuros reinos.

Los rasgados ventanales del archivo y armería daban a un patio, medianero entre aquellos y el cuerpo principal del palacio, el cual, por dormir en él mucha y diversa gente, tardó algo más en ser invadido por los resplandores del día. Pero al fin, la grande y suntuosa mansión revivió toda entera, y la quietud se trocó casi de súbito en movimiento, el   —8→   silencio nocturno en mil rebullicios que de una y otra parte salían. El patio aquel comunicaba por un luengo pasadizo, que más bien parecía túnel, con el departamento de las cocheras y cuadras, que el último duque de Gravelinas, concienzudo sportman, había construido de nueva planta, con todos los refinamientos y perfiles del gusto inglés en estas graves materias. Por allí se iniciaron los primeros ruidos y desperezos del diario trajín, patadas de hombres y animales, el golpe de la pezuña suave y el chapoteo duro de los zuecos sobre los adoquines encharcados, voces, ternos y cantorios.

En el primer patio aparecieron multitud de criados, por diferentes puertas, mujeres que encendían braseros, chicos mocosos con bufanda al cuello y mendrugo en boca, que salían a dar el primer brinco del día sobre el empedrado, o sobre la hierba. Un hombre con cara episcopal, gorra de seda, pantuflas de orillo, chaleco de bayona y un gabán viejo sobre los hombros, llamaba a los rezagados, daba prisa a los perezosos, achuchones a los pequeñuelos, y a todos el ejemplo de su actividad y diligencia. Minutos después de su aparición, se le veía en una ventana baja, afeitándose con tanta presteza como esmero. Su rozagante cara resplandecía como un sol,   —9→   cuando volvió a salir, después de bien lavado, para seguir dando órdenes con voz autoritaria y acento francés. Una mujer de lengua muy suelta y puro sonsonete andaluz, disputaba con él, ridiculizando sus prisas; pero al fin no tuvo más remedio de apencar, y allá sacó a tirones, de las sábanas, a un chicarrón muy guapo, y llevándole de una oreja, le hizo zambullir la jeta en agua fría, le lavó y enjugó muy bien. Después de peinarle con maternal esmero, le puso el plastrón lustroso y duro, y un corbatín blanco que le mantenía rígida la cabeza como el puño de un bastón.

Otro asomó con pipa en la boca, la mano izquierda metida en una bota de lacayo, cual si fuera un guante, y en la diestra un cepillo. Sin respeto al franchute, ni a la andaluza ni a los demás, empezó a vociferar colérico, gritando en medio del pasillo: «¡Cuajo... por vida del cuajo, y del recuajo, esto es una ladronera!... ¡Quisiera ver al cochino que me ha birlado mi betún!... ¡Le quitan a uno su betún, y la sangre, y el cuajo de las ternillas!». Nadie le hacía caso. Y en medio del patio, otro, con zuecos y mandil, chillaba furioso: «¿Quién ha cogido una de las esponjas de la cuadra? ¡Dios, que ésta es la de todos los días, y aquí no hay gobierno, ni ministración, ni orden público!».

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-Toma tu esponja, mala sangre -gritó una voz mujeril desde una de las ventanas altas-, para que puedas lavarte la tiña.

Se la tiró desde arriba, y le dio en mitad de la cara con tanta fuerza, que si fuera piedra le habría deshecho las narices. Risas y chacota; y el maldito francés dando prisa con paternales insinuaciones. Ya se había endilgado, sobre la gruesa elástica, la camisola de pechera almidonada y brillante, disponiéndose a completar su atavío, no sin dirigir a pinches y marmitones advertencias muy del caso para desayunarse todos pronto y bien.

Los pasillos de aquel departamento convergían, por la parte opuesta al patio, en una gran cuadra o sala de tránsito, que de un lado daba paso a las cocinas, de otro a la estancia del planchado y arreglo de ropa. En el fondo, una ancha puerta, cubierta de pesado cortinón de fieltro, comunicaba con las extensas logias y cámaras de la morada ducal. En aquel espacioso recinto, que la servidumbre solía llamar el cuartón, una mujer encendía hornillas y anafes, otra braseros, y un criado, con mandil hasta los pies, ponía en ordenada línea varios pares de botas, que luego iba limpiando por riguroso turno.

«Pronto, pronto las del señor -díjole otro   —11→   que presuroso entraba por la puerta del fondo-. Estas, tontín, las gruesas... Ya se ha levantado, y allá le tienes dando zancajos por el cuarto, y rezándole al demonio Padrenuestros y Biblias».

-¡Anda!, que espere -replicó el que limpiaba-. Se las pondré como el oro. No podrá él hacer lo mismo con la sarna que tiene en su alma.

-A callar -díjole un tercero, añadiendo a la palabra un amistoso puntapié.

-¿Qué comes? -preguntó el embetunador viendo que mascullaba.

-Pan y unas miserias de lengua trufada.

De la próxima cocina venía fuerte aroma de café. Allá acudieron uno tras otro, y el de las botas, con la mano izquierda metida en una, alargó la derecha para coger, del plato que presentaba un marmitón, tajadas de fiambres exquisitos. El francés se apipaba de lo lindo, y todos le imitaron, mascullando a dos carrillos, a medio vestir unos, otros en mangas de camisa y con las greñas sin peinar.

«Prisa, prisita, amigos míos, que a las nueve hemos de ir todos a la misa. Ya oísteis anoche. Vestida toda la servidumbre».

El portero se había enfundado ya en su librea, que hasta los pies le cubría, y se refregaba las manos pidiendo café bien caliente.   —12→   El ayuda de cámara recomendaba que no se dejase para lo último el chocolate del señor marqués.

«Al tío Tor -dijo una voz bronca, que debía de ser de alguno de la cuadra-, no le gusta más que el de a tres reales, hecho con polvo de ladrillo y bellotas...».

-¡Silencio!

-Es hombre, como quien dice, de principios bastos, y por él, comería como un pobre. Come a lo rico porque no digan.

-¡A callar! ¿Quién quiere café?

-Yo y nosotros... Oye tú, Bizconde, saca la botella de aguardiente.

-La señora ha dicho que no haiga mañanas.

-Sácala te digo.

Un marmitón de blanco gorrete, bizco por más señas, repartió copitas de aguardiente, dándose prisa en el escanciar, como los otros en el beber, para que no los sorprendiera el jefe, que a tal hora solía presentarse en la cocina, y era hombre de mal genio, enemigo declarado, como la señora, de las mañanas. El francés recomendaba la sobriedad, «para no echar vaho»; pero él se empinó hasta tres copas, diciendo al concluir: «Yo no doy olor: me lo quito con una pastilla de menta».

En esto, el estridor repentino y vibrante   —13→   de un timbre, les hizo saltar a todos como poseídos de pánico.

«¡La señora!... ¡la señora!».

Corrieron, unos a concluir de vestirse, otros a proseguir en los menesteres que entre manos traían. Una que debía de ser doncella principal, se puso de un brinco en la puerta que al interior del palacio conducía, y desde allí gritó con voz de alarma: «¡Despachaos, gandules, y a vestirse pronto!... El que falte ya se las verá con la señora».

Un segundo repiqueteo del sonoro timbre la llevó como el viento por galerías, salas y corredores sin fin.




ArribaAbajo- II -

«Es la misa que se celebra el 11 de cada mes, porque en día 11 parece que se tiró por el balcón un hermano de las señoras, que sufría de la vista» -dijo el francés a su compañero y conciudadano el jefe, que acababa de entrar, y con él dos ayudantes, portadores de varios canastos bien repletos, con la compra del día. Indiferente a todo lo que no fuera su cometido en la casa, sacudió la ceniza de la pipa y la guardó, disponiéndose a cambiar las ropas de caballero por el blanco uniforme de capitán general de las cocinas. Se vestía   —14→   en el cuarto del otro francés, y allí tenía sus pipas, las raciones de tabaco de hebra, y un buen repuesto de fiambres y licores para su uso particular.

Mientras el jefe de comedor cepillaba su frac, el de cocina revisaba en su carnet, retocando cifras, la cuenta de plaza. «Ya, ya -murmuró-. Día 11. Por eso tenemos diez cubiertos al almuerzo... ¿Con que misa? Eso no va conmigo. Soy hugonote... Ahora recuerdo: delante de mí venía ese clérigo... Yo andaba de prisa, y le pasé en la esquina. Debe de haber entrado por la puerta grande».

-¡Eh, Ruperto!... -gritó el otro saliendo al pasillo-. Ya tienes ahí al padre Gamborena, que viene a echar la misa, y tú no has encendido la estufa de la sacristía.

-Sí señor: ya está. San Pedro, como le dice el señor Marqués por chunga, no ha llegado todavía.

-Corre... entérate... A ver si está corriente todo el servicio del altar... paños... vino.

-Eso es cosa de Joselito... ¿Yo qué tengo que ver con la ropa de cura, ni con las vinajeras?

-Hay que multiplicarse -dijo el francés oficiosamente, poniéndose el frac y estirándose los cuellos-. ¡Si uno no mete su nariz en todo sale cada cien-pies!...

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Tiró hacia las estancias palatinas, que por aquella parte empiezan en una extensa galería en escuadra, con luces a un patio. En las paredes, estampas antiguas de talla dulce, con marcos de caoba, y mapas de batallas en perspectiva caballera: el suelo, de pita roja y amarilla, como un resabio de las barras de Aragón: los cristales, velados por elegantísimos transparentes con escudos de Gravelinas, Trastamara y Grimaldi de Sicilia. Al término de esta galería, una gallardísima escalera conduce a las habitaciones propiamente vivideras de la suntuosa morada. En la planta baja todo es salones, la rotonda, el gran comedor, el invernadero y la capilla, restaurada por las señoras del Águila con exquisito gusto. Hacia ella iba el bueno del francés, cuando vio que por la gran crujía que arranca del vestíbulo y entrada principal del palacio, venía despacito, sombrero en mano, un clérigo de mediana estatura, calvo y de color sanguíneo. Hízole gran reverencia el fámulo; contestole el sacerdote con un movimiento de cabeza, y se metió en la sacristía, en cuya puerta le esperaba un lacayo de librea galoneada. Con éste cambió breves palabras el francés, intranquilo hasta no cerciorarse de que nada faltaba en la capilla; disparó después algunas chirigotas a la doncella que subía cargada   —16→   de ropa; fue luego a echar un vistazo al comedor chico, y desde él sintió que un coche entraba en el portal. Oyose el pataleo de los caballos sobre el entarugado, después el golpe de la portezuela.

«Es la de Orozco -dijo el francés a su segundo, que ya tenía lista la mesa para los invitados que quisieran desayunarse después de la misa-. Dama de historia, ¿eh? Ella y la señora Marquesa son uña y carne».

En efecto, desde la puerta del comedor chico vio entrar a una esbelta dama, vestida de riguroso luto, que con la franqueza de una amistad íntima, se dirigió, sin ser anunciada, a las habitaciones altas. Otras dos y un caballero entraron luego, pasando a un salón de la planta baja. De minuto en minuto aumentaba el rebullicio de la numerosa servidumbre, y daba gusto ver las pintorescas casacas, los blancos plastrones, los fraques elegantes de toda aquella chusma. A las nueve, bajó Cruz del Águila, dando el brazo a su amiga Augusta, y por la escalera se lamentaban de que Fidela, retenida en cama por un pertinaz ataque de influenza, no pudiera asistir a la misa. Pasaron al salón, y del salón, juntas con las otras damas, a la capilla, ocupando sitios de preferencia en el presbiterio. Lo demás lo llenó la servidumbre, hombres, mujeres   —17→   y niños. Pasó revista la señora con su impertinente, a ver si faltaba alguno. No faltaban más que el jefe de la cocina, y el de la familia, Excelentísimo Señor Marqués de San Eloy.

El cual, en el momento de empezar la misa, salió de su habitación tan destemplado y con los humores tan revueltos, que daba miedo verle. Calzado con gruesas botas relucientes, la gorra de seda negra encasquetada hasta las orejas, bata oscura de mucho abrigo, echose al pasillo dando tumbos y patadas, tosiendo ruidosamente, y masticando entre salivazos palabras de ira. Por una escalera interior bajó al patio de las cuadras, y no encontrando allí a ninguno de los funcionarios de aquella sección, descargó toda la rociada sobre un pobre anciano, que disfrutaba un mezquino jornal temporero, y que a la sazón barría las basuras, y cargaba de ellas una carretilla. «¿Pero qué es esto, ñales? ¡El mejor día les pongo a todos en la calle, como me llamo Francisco! ¡Gandules, arrapiezos, dilapidadores de lo ajeno, canallas, sanguijuelas del Estado!... ¡Y ni tan siquiera avisasteis al veterinario para que vea la pata hinchada del Bobo (Boby, alazán, de silla) y el muermo de Marly (bayo normando, de tiro)! Que se me mueran, ¡cuerno!, y el coste de ellos os lo sacaré de las   —18→   costillas. ¿Con que misa? Vaya con las cosas que inventa esa para distraerme a toda la dependencia, y apartar al personal de sus obligaciones. ¡Ñales, reñales!...».

Metiose luego por el cuartón, que era como el punto de cita de toda la servidumbre, y no viendo a nadie, siguió hacia el interior de la ducal morada, renegando y tosiendo y carraspeando; dio dos o tres vueltas por la galería de las estampas, y de los mapas de guerras y combates; por último, en la mitad de un terno que se le quedó atravesado entre los dientes, con parte de la grosería fuera, parte de ella dentro, pegada a la lengua espumarajosa, hallose junto a la capilla, y oyó un sonoro tilín dos veces, tres.

«Ea, ya están alzando -dijo en un gruñido-. Yo no entro. ¿Ni a santo de qué había de entrar, malditas biblias?».

Volviose a su cuarto, donde acabó de vestirse, poniéndose levita, gabán y sombrero de copa, y empuñando en una mano los gruesos guantes de lana, en otra el bastón de puño de asta, que conservaba de sus tiempos de guerra, bajó de nuevo, a punto que terminaba el oficio divino, y los criados desfilaban presurosos, cada cual a su departamento. Las damas, dos caballeros graves, Taramundi, Donoso, y el señorito de San Salomó, que   —19→   había ayudado la misa, subieron a ver a Fidela. Escabullose D. Francisco, para evitar saludos, pues aquella mañana no le daba el naipe por las finuras. Cuando vio despejado el terreno, metiose de rondón en la sacristía, donde se hallaba solo el oficiante, ya despojado de la casulla y alba, y atento a un tazón de café riquísimo con escolta de tostaditas de pan y manteca, que encima de la cajonera le había puesto, en bandeja de plata, un lacayín muy mono.

«Pues llegué tarde a la misa -díjole don Francisco bruscamente, sin más saludo, ni preliminar de cortesía-, porque no me avisaron a tiempo. ¡Ya ve usted qué casa ésta! Total, que no quise entrar por no interrumpir... Y créame usted... yo no estoy bueno, no señor, no estoy bueno... Debiera quedarme en la cama».

-¿Y quién le obliga a levantarse tan temprano? -dijo el clérigo, sin mirarle, tomando el primer sorbo de café-. ¡Pobrecito, se levanta para ir en busca de un triste jornal, y traer un par de panecillos y media libra de carne al palacio de Gravelinas!

-No es eso, ña... no es eso... Me levanto porque no duermo. Me lo puede creer, no he pegado los ojos en toda la noche, Sr. San Pedro.

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-¿De veras? ¿Por qué? -preguntole el clérigo con media rebanada entre los dientes y la otra en la mano-. Y entre paréntesis: ¿por qué me llama usted a mí San Pedro?

-¿No se lo dije?... Ya, ya le contaré. Es una historia de mis buenos tiempos. Llamo buenos tiempos aquellos en que tenía menos conquibus que ahora, en que sudaba hiel y vinagre para ganarlo, los tiempos en que perdí a mi único hijo, único no; quiero decir... pues... en que no conocía estas grandezas fantasiosas de ahora, ni había tenido que lamentar tanta y tanta vicisitud... Terrible fue la vicisitud de morírseme el chico; pero con ella y todo, vivía más tranquilo, más en mi elemento. Allí penaba también; pero tenía ratos de estar conmigo en mí, vamos, que descansaba en un oasis..., un oasis... oasis.

Encantado de la palabra, la repitió tres veces.

«Y dígame ahora, ¿por qué no durmió anoche? ¿Acaso...?».

-Sí, sí; no pude dormir por lo que me dijo usted al retirarme a mi cuarto, como cifra y recopilación de aquel gran palique que echamos a solas. Velay.



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ArribaAbajo- III -

-¡Bueno, bueno, bonísimo! -exclamó el sacerdote echándose a reír, y mojando, mojando, para comer después y beber con buen apetito.

¡Qué hombre aquel! Cuerpo más bien pequeño que grande, duro y fuerte, vestido de sotana muy limpia; cara curtida, toda cruzada de finísimas y paralelas arrugas, en series que arrancaban de los ojos hacia la frente y de la boca hacia la barba y carrillos; la tez tostada y sanguínea, como de hombre de mar, de esos que amamantó la tempestad, y que han llegado a la vejez en medio de las inclemencias del cielo y del agua, compartiendo su existencia entre la fe, emanada de lo alto, y la pesca, extraída de lo profundo. Lo característico de tal figura era la calva lustrosa, que empezaba al distenderse las arrugas de la frente y terminaba cerca de la nuca, convexidad espaciosa y reluciente, como calabaza de peregrino, bruñida por el tiempo y el roce. Un cerquillo de cabellos grises muy rizaditos, la limitaba en herradura, rematando encima de las orejas.

Y ahora que me acuerdo: otra cosa era en él tan característica como la calva. ¿Qué? Los   —22→   ojos negros, de una dulzura angelical, ojos de doncella andaluza o de niño bonito, y un mirar que traía destellos de regiones celestiales, incomprendidas, antes adivinadas que vistas. Para completar tan simpática fisonomía, hay que añadir algo. ¿Qué? Un ligero cariz de raza o parentesco mogólico en las facciones, los párpados inferiores abultados y muy a flor de cara, las cejas un poco desviadas, la boca, barba y carrillos como queriendo aparecer en un mismo plano, un no sé qué de malicia japonesa en la sonrisa, o de socarronería de cara chinesca, sacada de las tazas de té. Y el buen Gamborena era de acá, alavés fronterizo de Navarra; pero había pasado gran parte de su vida en el extremo Oriente, combatiendo por Cristo contra Buda, y enojado éste de la persecución religiosa, estuvo mirándole a la cara años y más años, hasta dejar proyectados en ella algunos rasgos típicos de la suya. ¿Será verdad que las personas se parecen a lo que están viendo siempre?... Era tan sólo un vago aire de familia, un nada, que tan pronto se acentuaba como se desvanecía, según la intención con que mirase, o la mónita con que sonriese. Fuera de esto, toda la cabeza parecía de talla pintada, como imagen antiquísima que la devoción conserva limpia y reluciente.

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«¡Ah! -exclamó el beato Gamborena arqueando las cejas, con lo cual las dos series de arruguitas curvas se extendieron hasta la mitad del cráneo-. Alguna vez había de oír mi señor Marqués de San Eloy la verdad esencial, la que no se tuerce ni se vicia con la cortesía mundana».

Don Francisco, elevando al techo sus miradas y dando un gran suspiro, exclamó a su vez: «¡Ah!...».

Miráronse los dos un rato, y el clérigo acabó su desayuno.

«Toda la noche -dijo al fin el tacaño-, me la he pasado revolviéndome en la cama como si las sábanas fueran un zarzal, y pensando en ello, en lo mismo, en lo que usted me... manifestó. Y no veía la hora de que llegase el día para levantarme, y correr en busca de usted, y pedirle que me lo explique, que me lo explique mejor...».

-Pues ahora mismo, Sr. D. Francisco de mi alma.

-No, no, ahora no -replicó el Marqués con recelo, mirando a la puerta-. Es cosa de que nos lo parlemos usted y yo solitos, ¡cuidado!, y ahora...

-Sí, sí, nos interrumpirán quizás...

-Y además, yo tengo que salir...

-A correr tras de los negocios. ¡Pobre   —24→   jornalero del millón! Ande, ande usted, y déjese en esas calles la salud, que es lo que le faltaba.

-Puede usted creerme -dijo Torquemada con desaliento-, que no la tengo buena, ni medio buena. Yo era un roble, de veta maciza y dura. Siento que me vuelvo caña, que me zarandea el viento, y que la humedad empieza a pudrirme de abajo arriba. ¿Qué es esto? ¿La edad? No es tanta que digamos. ¿Los disgustos, la pena que me da el no ser yo propiamente quien manda en mi casa, y el verme en esta jaula de oro, con una domadora que a cada triquitraque me enseña la varita de hierro candente? ¿Es el pesar de ver que mi hijo va para idiota? ¡Vaya usted a saber! No lo sé. No será una sola concausa, sino el resumen de toditas las concausas lo que me acarrea esta situación. Cúmpleme declarar que yo tengo la culpa, por mi debilidad; pero de nada me vale reconocerlo a posteriori, porque tarde piache, y de no haber sabido evitarlo a priori, no hay más que entregarse y sucumbir velis nolis, maldiciendo uno su destino, y dándose a los demonios.

-Calma, calma, señor Marqués -dijo el eclesiástico con severidad paternal, un tanto festiva-; que eso de darse a los demonios, ni lo admito ni lo consiento. ¡Tal regalo a los demonios!   —25→   ¿Y para qué estoy yo aquí, sino para arrancar su presa a esos caballeros infernales, si por acaso llegaran a cogerla entre sus uñas? ¡Cuidadito! Refrénese usted, y por ahora, puesto que tiene prisa, y a mí me llaman mis obligaciones, no digo más. Quédese para otra noche que estemos solitos.

Torquemada se restregó los ojos con ambos puños, como para estimular la visión debilitada por el insomnio. Miró después como un cegato, viendo puntos y círculos de variados colores, y al fin, recobrada la claridad de su vista, y despejado el cerebro, alargó la mano al sacerdote, diciéndole con tono y ademán campechanos: «Ea, con Dios... Conservarse».

Salió, y pidiendo la berlina, no tardó el hombre en echarse a la calle, huyendo de la esclavitud de su hogar dorado. Y que no era ilusión suya, no. Realmente, al traspasar la herrada puerta del palacio de Gravelinas, y sentir en su rostro el ambiente libre de la vía pública, respiraba mejor, se le refrescaba la cabeza, sentía más agudo y claro el ingenio mercantil, y menos penosa la opresión de la boca del estómago, síntoma tenaz de su mala salud. Por lo cual, decía con toda su alma, empleando con impropiedad la palabreja recientemente adquirida: «La calle es mi oasis».

Acabadito de salir el tacaño de la sacristía,   —26→   entró Cruz. Creeríase que estaba acechando la salida del otro para colarse ella.

«Ya va, ya va; ya le tiene usted navegando por esas calles, ¡pobre pescador de ochavos! -dijo festivamente, como si continuara un diálogo del día anterior-. ¡Qué hombre!... ¡qué ansiedad por aumentar sus riquezas!».

-Hay que dejarle -replicó el sacerdote con tristeza-. Si le quita usted la caña de pescar dinero, se morirá rabiando, y ¿quién responde de su alma? Que pesque... que pesque, hasta que Dios quiera ponerle en el anzuelo algo que le mueva al aborrecimiento del oficio.

-La verdad: como usted, tan ducho en catequizar salvajes, no eche el lazo a éste y nos le traiga bien sujeto, ¿quién podrá domarle?... Y, ante todo, padrito, ¿estaba el café a su gusto?

-Delicioso, hija mía.

-Por de contado, almorzará usted con nosotros.

-Hija mía, no puedo. Dispénsame por hoy.

Y echó mano al sombrero, que no podía llamarse de teja, por tener abiertas las alas.

-Pues si no almuerza, no le dejo marcharse tan pronto. ¡Estaría bueno! Ea, a sentarse otro ratito. Aquí mando yo.

-Obedezco. ¿Tienes algo que decirme?

-Sí señor. Lo de siempre: que en usted   —27→   confío para aplacar a esa fiera, y hacer más tolerable esta vida de continuas desazones.

-¡Ay, hija de mi alma! -exclamó Gamborena, anticipando al discurso, como argumento más persuasivo, la dulzura de su mirar incomparable-. He pasado la vida evangelizando salvajes, difundiendo el Cristianismo entre gentes criadas en la idolatría y la barbarie. He vivido unas veces en medio de razas cuyo carácter dominante es la astucia, la mentira y la traición, otras en medio de tribus sanguinarias y feroces. Pues bien: allá, con paciencia y valor que sólo da la fe, he sabido vencer. Aquí, en plena civilización, desconfío de mis facultades, ¡mira tú si es raro! Y es que aquí encuentro algo que resulta peor, mucho peor que la barbarie y la idolatría, hija de la ignorancia; encuentro los corazones profundamente dañados, las inteligencias desviadas de la verdad por mil errores que tenéis metidos en lo profundo del alma, y que no podéis echar fuera. Vuestros desvaríos os dan, en cierto modo, carácter y aspecto de salvajes. Pero salvajismo por salvajismo, yo prefiero el del otro hemisferio. Encuentro más fácil crear hombres, que corregir a los que por demasiado hechos, ya no se sabe lo que son.

Dijo esto el buen curita, sentado junto a la cajonera, puesto el codo en el filo del mueble,   —28→   y la cabeza en el puño de la mano derecha, expresando con cierto aire de indolencia fina su escaso aliento para aquellas luchas con los cafres de la civilización. Embelesada le oía la dama, clavando sus ojos en los ojos del evangelista, y, si así puede decirse, bebiéndole las miradas o asimilándose por ellas el pensamiento antes que la boca lo formulara.

«Pues usted lo dice, así será -manifestó la señora sintiendo oprimido el pecho-. Comprendo que la domesticación de este buen señor es obra difícil. Yo no puedo intentarla, mi hermana tampoco; ni piensa en ella, ni le importa nada que su marido sea un bárbaro que nos pone en ridículo a cada instante... Usted, que se nos ha venido acá tan oportunamente, como bajado del Cielo, es el único que podrá...».

-¡Sí quiero hacerlo! Las empresas difíciles son las que a mí me tientan, y me seducen, y me arrastran. ¿Cosas fáciles? Quítate allá. ¡Tengo yo un temperamento militar y guerrero...! Sí, mujer, ¿qué te crees tú?... Óyeme.

Excitada su imaginación y enardecido su amor propio, se levantó para expresar con más desahogo lo que tenía que decir.

«Mi carácter, mi temperamento, mi ser todo son como de encargo para la lucha, para   —29→   el trabajo, para las dificultades que parecen insuperables. Mis compañeros de Congregación dicen... vas a reírte..., que cuando Su Divina Majestad dispuso que yo viniese a este mundo, en el momento de lanzarme a la vida estuvo dudando si destinarme a la Milicia o a la Iglesia... porque desde el nacer traemos impresa en el alma nuestra aptitud culminante... Esta vacilación del Supremo Autor de todas las cosas, dicen que quedó estampada en mi ser, bastando para ello el breve momento que estuve en los soberanos dedos. Pero al fin decidiose nuestro Padre por la Iglesia. En un divino tris estuvo que yo fuese un gran guerrero, debelador de ciudades, conquistador de pueblos y naciones. Salí para misionero, que en cierto modo es oficio semejante al de la guerra, y heme aquí que he ganado para mi Dios, con la bandera de la Fe, porciones de tierra y de humanidad tan grandes como España.




ArribaAbajo- IV -

»Aunque la dificultad de este empeño en que la buena de Croissette quiere meterme ahora, me arredra un poquitín -prosiguió después de dejar, en una pausa, tiempo a la admiración efusiva de la dama-, yo no me   —30→   acobardo, empuño mi gloriosa bandera, y me voy derecho hacia tu salvaje».

-Y le vencerá..., segura estoy de ello.

-Le amansaré por lo menos, de eso respondo. Anoche le tiré algunos flechazos, y el hombre me ha demostrado hoy que le llegaron a lo vivo.

-¡Oh! Le tiene a usted en mucho; le mira como a un ser superior, un ángel o un apóstol, y todas las fierezas y arrogancias que gasta con nosotras, delante de usted se truecan en blanduras.

-Temor o respeto, ello es que se impresiona con las verdades que me oye. Y no le digo más que la verdad, la verdad monda y lironda, con toda la dureza intransigente que me impone mi misión evangélica. Yo no transijo, desprecio las componendas elásticas en cuanto se refiere a la moral católica. Ataco el mal con brío, desplegando contra él todos los rigores de la doctrina. El Sr. Torquemada me ha de oír muy buenas cosas, y temblará y mirará para dentro de sí, echando también alguna miradita hacia la zona de allá, para él toda misterios, hacia la eternidad en donde chicos y grandes hemos de parar. Déjale, déjale de mi cuenta.

Dio varias vueltas por la estancia, y en una de ellas, sin hacer caso de las exclamaciones   —31→   admirativas de su noble interlocutora, se paró ante ella, y le impuso silencio con un movimiento pausado de ambas manos extendidas, movimiento que lo mismo podría ser de predicador que de director de orquesta; todo ello para decirle:

«Pausa, pausa... y no te entusiasmes tan pronto, hija mía, que a ti también, a ti también ha de tocarte alguna china, pues no es suya toda la culpa, no lo es, que también la tenéis vosotras, tú más que tu hermana...».

-No me creo exenta de culpa -dijo Cruz con humildad-, ni en este ni en otros casos de la vida.

-Tu despotismo, que despotismo es, aunque de los más ilustrados, tu afán de gobernar autocráticamente, contrariándole en sus gustos, en sus hábitos y hasta en sus malas mañas, imponiéndole grandezas que repugna, y dispendios que le fríen la sangre, han puesto al salvaje en un grado tal de ferocidad que nos ha de costar trabajillo desbravarle.

-Cierto que soy un poquitín despótica. Pero bien sabe ese bruto que sin mi gobierno no habría llegado a las alturas en que ahora está, y en las cuales, créame usted, se encuentra muy a gusto cuando no le tocan a su avaricia. ¿Por quién es senador, por quién es marqués, y hombre de pro, considerado de   —32→   grandes y chicos?... Pero quizás me diga usted que estas son vanidades, y que yo las he fomentado sin provecho alguno para las almas. Si esto me dice, me callaré. Reconozco mi error, y abdico, sí señor, abdico el gobierno de estos reinos, y me retiraré... a la vida privada.

-Calma, que para todo se necesita criterio y oportunidad, y principalmente para las abdicaciones. Sigue en tu gobierno, hasta ver... Cualquier perturbación en el orden establecido sería muy nociva. Yo pondré mis paralelas, atento sólo al problema moral. En lo demás no me meto, y cuanto de cerca o de lejos se relacione con los bienes de este mundo, es para mí como si no existiera... Por de pronto, lo único que ordeno es que seas dulce y cariñosa con tu hermano, pues hermano tuyo lo ha hecho la Iglesia; que no seas...

No pudiendo reprimir Cruz su natural imperante y discutidor, interrumpió al clérigo en esta forma:

«¡Pero si es él, él quien hace escarnio de la fraternidad! Ya van cuatro meses que no nos hablamos, y si algo le digo, suelta un mugido y me vuelve la espalda. Hoy por hoy, es más grosero cuando habla que cuando calla. Y ha de saber usted que, fuera de casa, no me nombra nunca sin hablar horrores de mí».

  —33→  

-Horrores..., dicharachos -dijo Gamborena un tanto distraído ya del asunto, y agarrando su sombrero con una decisión que indicaba propósito de salir-. Hay una clase de maledicencia que no es más que hábito de palabrería insustancial. Cosa mala; pero no pésima; efervescencia del conceptismo grosero, que a veces no lleva más intención que la de hacer grada. En muchos casos, este vicio maldito no tiene su raíz en el corazón. Yo estudiaré a nuestro salvaje bajo ese aspecto, como él dice, y le enseñaré el uso del bozal, prenda utilísima, a la que no todos se acostumbran... pero vencida su molestia... ¡ah!, concluye por traer grandes beneficios, no sólo a la lengua, sino al alma... Adiós, hija mía... No, no me detengo más. Tengo que hacer... Que no, que no almuerzo, ea. Si puedo, vendré esta tarde a daros un poco de tertulia. Si no, hasta mañana. Adiós.

Inútiles fueron las carantoñas de la dama ilustre para retenerle. Quedose esta un instante en la sacristía, cual si los pensamientos que el venerable Gamborena expresara en la anterior conversación la tuvieran allí sujeta, gravitando sobre ella con melancólica pesadumbre. Desde la muerte lastimosa de Rafael, la tristeza era como huésped pegajoso en la familia del Águila; la instalación   —34→   de ésta en el palacio de Gravelinas, tan lleno de mundanas y artísticas bellezas, fue como una entrada en el reino sombrío del aburrimiento y la discordia. Felizmente, Dios misericordioso deparó a la gobernadora de aquel cotarro, el consuelo de un amigo incomparable, que a la amenidad del trato reunía la maestría apostólica para todo lo concerniente a las cosas espirituales, un ángel, un alma pura, una conciencia inflexible, y un entendimiento luminoso para el cual no tenían secretos la vida humana ni el organismo social. Como a enviado del Cielo le recibió la primogénita del Águila cuando le vio entrar en su palacio dos meses antes de lo descrito, procedente de no sé qué islas de la Polinesia, de Fidji, o del quinto infierno... léase del quinto cielo. Se agarró a él como a tabla de salvación, pretendiendo aposentarle en la casa; y no siendo esto posible, atrájole con mil reclamos delicadísimos para tenerle allí a horas de almuerzo y comida, para pedirle consejo en todo, y recrearse en su hermosa doctrina, y embelesarse, en fin, con el relato de sus maravillosas proezas evangélicas.

El primer dato que del padre Luis de Gamborena se encuentra, al indagar su historia, se remonta al año 53, época en la cual su edad no pasaba de los veinticinco, y era familiar   —35→   del obispo de Córdoba. De su juventud nada se sabe, y sólo consta que era alavés, de familia hidalga y pudiente. Tomáronle de capellán los señores del Águila, que le trajeron a Madrid, donde vivió con ellos dos años. Pero Dios le llamaba a mayores empresas que la oscura capellanía de una casa aristocrática; y sintiendo en su alma la avidez de los trabajos heroicos, la santa ambición de propagar la Fe cristiana, cambiando el regalo por las privaciones, la quietud por el peligro, la salud y la vida misma por la inmortalidad gloriosa, decidió, después de maduro examen, partir a París y afiliarse en cualquiera de las legiones de misioneros con que nuestra precavida civilización trata de amansar las bárbaras hordas africanas y asiáticas, antes de desenvainar la espada contra ellas.

No tardó el entusiasta joven en ver cumplidos sus deseos, y afiliado en una Congregación, cuyo nombre no hace al caso, le mandaron, para hacer boca, a Zanzíbar, y de allí al vicariato de Tanganika, donde comenzó su campaña con una excursión al Alto Congo, distinguiéndose por su resistencia física y su infatigable ardor de soldado de Cristo. Quince años estuvo en el África tropical, trabajando con bravura mística, si así puede decirse, hecho un león de Dios, tomando   —36→   a juego las inclemencias del clima y las ferocidades humanas, intrépido, incansable, el primero en la batalla, gran catequista, gran geógrafo, explorador de tierras dilatadas, de selvas laberínticas, de lagos pestilentes, de abruptas soledades rocosas, desbravando todo lo que encontraba por delante para meter la cruz a empellones, a puñados, como pudiera, en la naturaleza y en las almas de aquellas bárbaras regiones.




ArribaAbajo- V -

Enviáronle después a Europa formando parte de una comisión, entre religiosa y mercantil, que vino a gestionar un importantísimo arreglo colonial con el Rey de los Belgas, y tan sabiamente desempeñó su cometido diplomático el buen padrito, que allá y acá se hacían lenguas de la generalidad de sus talentos. «El Comercio -decían-, le deberá tanto como la Fe». La Congregación dispuso utilizar de nuevo aptitudes tan fuera de lo común, y le destinó a las misiones de la Polinesia. Nueva Zelanda, el país de los Maorís, Nueva Guinea, las islas Fidji, el archipiélago del estrecho Torres, teatro fueron de su labor heroica durante veinte años, que si parecen muchos para la vida de un trabajador, pocos son ciertamente   —37→   para la fundación, que resulta casi milagrosa, de cientos de cristiandades (establecimientos de propaganda y de beneficencia), en las innumerables islas, islotes y arrecifes, espolvoreados por aquel inmenso mar, como si una mano infantil se complaciese en arrojar a diestro y siniestro los cascotes de un continente roto.

Cumplidos los sesenta años, Gamborena fue llamado a Europa. Querían que descansase; temían comprometer una vida tan útil, exponiéndola a los rigores de aquel bregar continuo con hombres, fieras y tempestades, y le enviaron a España con la misión sedentaria y pacífica de organizar aquí sobre bases prácticas la recaudación de la Propaganda. Instalose en la casa hospedería de Irlandeses, de la cual es histórica hijuela la Congregación a que pertenecía, y a las pocas semanas de residir en la villa y Corte, topó con las señoras del Águila, reanudando con la noble familia su antigua y afectuosa amistad. A Cruz habíala conocido chiquitina: tenía seis años cuando él era capellán de la casa. Fidela, mucho más joven que su hermana, no había nacido aún en aquellas décadas; pero a entrambas las reconoció por antiguas amigas, y aun por hijas espirituales, permitiéndose tutearlas desde la primera entrevista. Pronto le pusieron   —38→   ellas al tanto de las graves vicisitudes de la familia durante la ausencia de él en remotos países, la ruina, la muerte de los padres, los días de bochornosa miseria, el enlace con Torquemada, la vuelta a la prosperidad, la liberación de parte de los bienes del Águila, la muerte de Rafaelito, la creciente riqueza, la adquisición del palacio de Gravelinas, etcétera, etcétera..., con lo cual quedó el hombre tan bien enterado como si no faltara de Madrid en todo aquel tiempo de increíbles desdichas y venturosas mudanzas.

Inútil sería decir que ambas hermanas le tenían por un oráculo, y que saboreaban con deleite la miel substanciosa de sus consejos y doctrina. Principalmente Cruz, privada de todo afecto por la dirección especialísima que había tomado su destino en la carrera vital, sentía hacia el buen misionero una adoración entrañable, toda pureza, toda idealidad, como expansión de un alma prisionera y martirizada, que entrevé la dicha y la libertad en las cosas ultraterrenas. Por su gusto, habríale tenido todo el día en casa, cuidándole como a un niño, prodigándole todos los afectos que vacantes había dejado el pobre Rafaelito. Cuando, a instancias de las dos señoras, Gamborena se lanzaba a referir los maravillosos episodios de las misiones en África y   —39→   Oceanía, epopeya cristiana digna de un Ercilla, ya que no de un Homero que la cantase, quedábanse las dos embelesadas, Fidela como los niños que oyen cuentos mágicos, Cruz en éxtasis, anegada su alma en una beatitud mística, y en la admiración de las grandezas del Cristianismo.

Y él ponía, de su copioso ingenio, los mejores recursos para fascinarlas y hacerles sentir hondamente todo el interés del relato, porque si sabía sintetizar con rasgos admirables, también puntualizaba los sucesos con detalles preciosos, que suspendían y cautivaban a los oyentes. A poco más, creerían ellas que estaban viendo lo que el misionero les contaba; tal fuerza descriptiva ponía en su palabra. Sufrían con él en los pasajes patéticos, con él gozaban en sus triunfos de la Naturaleza y de la barbarie. Los naufragios, en que estuvo su vida en inminente riesgo, salvándose por milagro del furor de las aguas embravecidas, unas veces en las corrientes impetuosas de ríos como mares, otras en las hurañas costas, navegando en vapores viejos que se estrellaban contra los arrecifes, o se incendiaban en medio de las soledades del Océano; las caminatas por inexploradas tierras ecuatoriales, bajo la acción de un sol abrasador, por asperezas y trochas inaccesibles, temiendo el encuentro   —40→   de fieras o reptiles ponzoñosos; la instalación en medio de la tribu, y la pintura de sus bárbaras costumbres, de sus espantables rostros, de sus primitivos ropajes; los trabajos de evangelización, en los cuales empleábanse la diplomacia, la dulzura, el tacto fino o el rigor defensivo, según los casos, ayudando al comercio incipiente, o haciéndose ayudar de él; las dificultades para apropiarse los distintos dialectos de aquellas comarcas, algunos como aullidos de cuadrúpedos, otros como cháchara de cotorras; los peligros que a cada paso surgen, los horrores de las guerras entre distintas tribus, y las matanzas y feroces represalias, con la secuela infame de la esclavitud; las peripecias mil de la lenta conquista, el júbilo de encontrar un alma bien dispuesta para el Cristianismo en medio de la rudeza de aquellas razas, la docilidad de algunos después de convertidos, las traiciones de otros y su falsa sumisión; todo, en fin, resultaba en tal boca y con tan pintoresca palabra, la más deleitable historia que pudiera imaginarse.

¡Y qué bien sabía el narrador combinar lo patético con lo festivo, para dar variedad al relato, que a veces duraba horas y horas! Mal podían las damas contener la risa oyéndole contar sus apuros al caer en una horda de caníbales,   —41→   y las tretas ingeniosas de que él y otros padres se valieran para burlar la feroz gula de aquellos brutos, que nada menos querían que ensartarlos en un asador, para servirles como roast-beef humano en horribles festines.

Y como fin de fiesta, para que la ardiente curiosidad de las dos damas quedase en todos los órdenes satisfecha, el misionero cedía la palabra al geógrafo insigne, al eminente naturalista, que estudiaba y conocía sobre el terreno, en realidad palpable, las hermosuras del planeta y cuantas maravillas puso Dios en él. Nada más entretenido que oírle describir los caudalosos ríos, las selvas perfumadas, los árboles arrogantes no tocados del hacha del hombre, libres, sanos, extendiendo su follaje por lomas y llanadas más grandes que una nación de acá; y después la muchedumbre de pájaros que en aquella espesa inmensidad habitaban, avecillas de varios colores, de formas infinitas, parleras, vivarachas, vestidas con las más galanas plumas que la fantasía puede soñar; y explicar luego sus costumbres, las guerras entre las distintas familias ornitológicas, queriendo todas vivir, y disputándose el esquilmo de las ingentes zonas arboladas. ¿Pues y los monos, y sus aterradoras cuadrillas, sus gestos graciosos, y   —42→   su travesura casi humana para perseguir a las alimañas volátiles y rastreras? Esto era el cuento de nunca acabar. Nada tocante a la fauna érale desconocido; todo lo había visto y estudiado, lo mismo el voraz cocodrilo habitante en las charcas verdosas, o en pestilentes cañaverales, que la caterva indocumentable de insectos preciosísimos, que agotan la paciencia del sabio y del coleccionista.

Para que nada quedase, la flora espléndida, explicada y descrita con más sentido religioso que científico, haciendo ver la infinita variedad de las hechuras de Dios, colmaba la admiración y el arrobamiento de las dos señoras, que a los pocos días de aquellas sabrosas conferencias, creían haber visto las cinco partes del mundo, y aun un poquito más. Cruz, más que su hermana, se asimilaba todas las manifestaciones espirituales de aquel ser tan hermoso, las agasajaba en su alma para conservarlas bien, y fundirlas al fin en sus propios sentimientos, creándose de este modo una vida nueva. Su adoración ardiente y pura del divino amigo, del consejero, del maestro, era la única flor de una existencia que había llegado a ser árida y triste; flor única, sí, pero de tanta hermosura, de fragancia tan fina como las más bellas que crecen en la zona tropical.



  —43→  

ArribaAbajo- VI -

En su opulencia, la familia de Torquemada, o de San Eloy, para hablar con propiedad de mundana etiqueta, vivía apartada del bullicio de fiestas y saraos, desmintiendo fuera de casa su alta posición, si bien dentro nada existía por donde se la pudiese acusar de mezquindad o sordidez. Desde la desastrada muerte de Rafaelito, no supieron las dos hermanas del Águila lo que es un teatro, ni tuvieron relaciones muy ostensibles con lo que ordinariamente se llama gran mundo. Sus tertulias, de noche, concretábanse a media docena de personas de gran confianza. Sus comidas, que por la calidad debían clasificarse entre lo mejor, eran por el número de comensales modestísimas: rara vez se sentaban a la mesa, fuera de la familia, más de dos personas. Fiestas, bailes o reuniones, con música, comistraje o refresco, jamás se veían en aquellos lugares tan espléndidos como solitarios, lo que servía de gran satisfacción al señor Marqués, que con ello se consolaba de sus muchas desazones y berrinches.

Y pocas casas había, o hay en Madrid mejor dispuestas para la ostentación de las superficialidades aristocráticas. El palacio de   —44→   Gravelinas es el antiguo caserón de Trastamara, construido sólidamente y con dudoso gusto en el siglo XVII, restaurado a fines del XVIII (cuando la unión de las casas de San Quintín y Cerinola 1), con arreglo a planos traídos de Roma, vuelto a restaurar en los últimos años de Isabel II por el patrón parisiense, y acrecentado con magníficos anexos para servidumbre, archivo, armería, y todo lo demás que completa una gran residencia señoril. Claro es que la ampliación de la casa, después de decretado el acabamiento de los mayorazgos, fue una gran locura, y bien caro la pagó el último duque de Gravelinas, que era, por sus dispendios, un desamortizador práctico. Al fin y a la postre, hubo de sucumbir el buen caballero a la ley del siglo, por la cual la riqueza inmueble de las familias históricas va pasando a una segunda aristocracia, cuyos pergaminos se pierden en la oscuridad de una tienda, o en los repliegues de la industria usuraria. Gravelinas acaba sus días en Biarritz, viviendo de una pensioncita que le pasa el sindicato de acreedores, con la cual puede permitirse algunos desahoguillos y aun calaveradas, que le recuerden su antiguo esplendor.

En la parroquia de San Marcos, y entre las calles de San Bernardo y San Bernardino,   —45→   ocupa el palacio de Gravelinas, hoy de San Eloy, un área muy extensa. Alguien ha dicho que lo único malo de esta mansión de príncipes es la calle en que se eleva su severa fachada. Esta, por lo vulgar, viene a ser como un disimulo hipócrita de las extraordinarias bellezas y refinamientos del interior. Pásase, para llegar al ancho portalón, por feísimas prenderías, tabernas y bodegones indecentes, y por talleres de machacar hierro, vestigios de la antigua industria chispera. En las calles lateral y trasera, las dependencias de Gravelinas, abarcando una extensísima manzana, quitan a la vía pública toda variedad, y le dan carácter de triste población. Lo único que allí falta son jardines, y muy de menos echaban este esparcimiento sus actuales poseedoras, no D. Francisco, que detestaba con toda su alma todo lo perteneciente al reino vegetal, y en cualquier tiempo habría cambiado el mejor de los árboles por una cómoda o una mesa de noche.

La instalación de la galería de Cisneros en las salas del palacio, dio a este una importancia suntuaria y artística que antes no tenía, pues los Gravelinas sólo poseyeron retratos de época, ni muchos ni superiores, y en su tiempo el edificio sólo ostentaba algunos frescos de Bayeu, un buen techo, copia de Tiépolo,   —46→   y varias pinturas decorativas de Maella. Lo de Cisneros entró allí como en su casa propia. Pobláronse las anchurosas estancias de pinturas de primer orden, de tablas y lienzos de gran mérito, algunos célebres en el mundo del mercantilismo artístico. Había puesto Cruz en la colocación de tales joyas todo el cuidado posible, asesorándose de personas peritas, para dar a cada objeto la importancia debida y la luz conveniente, de lo que resultó un museo, que bien podría rivalizar con las afamadas galerías romanas Doria Pamphili, y Borghese. Por fin, después de ver todo aquello, y advirtiendo el jaleo de visitantes extranjeros y españoles que solicitaban permiso para admirar tantas maravillas, acabó el gran tacaño de Torquemada por celebrar el haberse quedado con el palacio, pues si como arquitectura su valor no era grande, como terreno valía un Potosí, y valdría más el día de mañana. En cuanto a las colecciones de Cisneros y a la armería, no tardó en consolarse de su adquisición, porque según el dictamen de los inteligentes, críticos o lo que fueran, todo aquel género, lencería pintada, tablazón con colores, era de un valor real y efectivo, y bien podría ser que en tiempo no lejano pudiera venderlo por el triple de su coste.

Tres o cuatro piezas había en la colección,   —47→   ¡María Santísima!, ante las cuales se quedaban con la boca abierta los citados críticos; y aun vino de Londres un punto, comisionado por la National Gallery, para comprar una de ellas, ofreciendo la friolerita de quinientas libras. Esto parecía fábula. Tratábase del Massaccio 2, que en un tiempo se creyó dudoso, y al fin fue declarado auténtico por una junta de rabadanes, vulgo anticuarios, que vinieron de Francia e Italia. ¡El Massaccio! ¿Y qué era, ñales? Pues un cuadrito que a primera vista parecía representar el interior de una botella de tinta, todo negro, destacándose apenas sobre aquella obscuridad el torso de una figura y la pierna de otra. Era el Bautismo de nuestro Redentor: a este, según frase del entonces legítimo dueño de tal preciosidad, no le conocería ni la madre que le parió. Pero esto le importaba poco, y ya podían llover sobre su casa todos los Massaccios del mundo; que él los pondría sobre su cabeza, mirando el negocio, que no al arte. También se conceptuaban como de gran valor un París Bordone, un Sebastián del Piombo, un Memling, un beato Angélico y un Zurbarán, que con todo lo demás, y los vasos, estatuas, relicarios, armaduras y tapices, formaban para D. Francisco una especie de Américas de subido valor. Veía los cuadros   —48→   como acciones u obligaciones de poderosas y bien administradas sociedades, de fácil y ventajosa cotización en todos los mercados del orbe. No se detuvo jamás a contemplar las obras de arte, ni a escudriñar su hermosura, reconociendo con campechana modestia que no entendía de monigotes; tan sólo se extasiaba, con detenimiento que parecía de artista, delante del inventario que un hábil restaurador, o rata de museos, para su gobierno le formaba, agregando a la descripción, y al examen crítico e histórico de cada lienzo o tabla, su valor probable, previa consulta de los catálogos de extranjeros marchantes, que por millones traficaban en monigotes antiguos y modernos.

¡Casa inmensa, interesantísima, noble, sagrada por el arte, venerable por su abolengo! El narrador no puede describirla, porque es el primero que se pierde en el laberinto de sus estancias y galerías, enriquecidas con cuantos primores inventaron antaño y ogaño el arte, el lujo y la vanidad. Las cuatro quintas partes de ella no tenían más habitantes que los del reino de la fantasía, vestidos unos con ropajes de variada forma y color, desnudos los otros, mostrando su hermosa fábrica muscular, por la cual parecían hombres y mujeres de una raza que no es la nuestra. Hoy   —49→   no tenemos más que cara, gracias a las horrorosas vestiduras con que ocultamos nuestras desmedradas anatomías. Conservábase todo aquel mundo ideal de un modo perfecto, poniendo en ello sus cinco sentidos la primogénita del Águila, que dirigía personalmente los trabajos de limpieza, asistida de un ejército de servidores muy para el caso, como gente avezada a trajinar en pinacotecas, palacios y otras Américas europeas.

Dígase, para concluir, que la dama gobernadora, al reunir en apretado amasijo los estados de Gravelinas con los del Águila y los de Torquemada, no habría creído realizar cumplidamente su plan de reivindicación, si no le pusiera por remate la servidumbre que a tan grandiosa casa correspondía. Palacio como aquel, familia tan alcurniada por el lado de los pergaminos y por el del dinero, no podían existir sin la interminable caterva de servidores de ambos sexos. Organizó, pues, la señora el personal, dejándose llevar de sus instintos de grandeza, dentro del orden más estricto. La sección de cuadras y cocheras, así como la de cocinas y comedor, fueron montadas sin omitir nada de lo que corresponde a una familia de príncipes. Y en diferentes servicios, la turbamulta de doncellas, lacayos y lacayitos, criados de escalera abajo   —50→   y de escalera arriba, porteros, planchadoras, etcétera, componían, con las de las secciones antedichas, un ejército que habría bastado a defender una plaza fuerte en caso de apuro.

Tal superabundancia de criados era lo que principalmente le encendía la sangre al don Francisco, y si transigía con la compra de cuadros viejos y de armaduras roñosas, por el buen resultado que podrían traerle en día no lejano, no se avenía con la presencia de tanto gandul, polilla y destrucción de la casa, pues con lo que se comían diariamente había para mantener a medio mundo. Ved aquí la principal causa de lo torcido que andaba el hombre en aquellos días; pero se tragaba sus hieles, y si él sufría mucho, no había quien le sufriera. A solas, o con el bueno de Donoso, se desahogaba, protestando de la plétora de servicio, y de que su casa era un fiel trasunto de las oficinas del Estado, llenas de pasmarotes, que no van allí más que a holgazanear. Bien comprendía él que no era cosa de vivir a lo pobre, como en casa de huéspedes de a tres pesetas, eso no. Pero nada de exageraciones, porque de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso. Y también es evidente que los Estados en que crece viciosa la planta de la empleomanía, corren al abismo. Si él gobernara la casa, seguiría un sistema diametralmente   —51→   opuesto al de Cruz. Pocos criados, pero idóneos, y mucha vigilancia para que todo el mundo anduviera derecho y se gastara lo consignado, y nada más. Lo que decía en la Cámara a cuantos quisieran oírle, lo decía también a su familia: «Quitemos ruedas inútiles a la máquina administrativa para que marche bien... Pero esta mi cuñada, a quien parta un rayo, ¿qué hace?, convertir mi domicilio en un centro ministerial, y volverme la cabeza del revés, pues día hay en que creo que ellos son los amos, y yo el último paria de toda esa patulea».




ArribaAbajo- VII -

Pocos amigos frecuentaban diariamente el palacio de Gravelinas. No hay para qué decir que Donoso era de los más fieles, y su amistad tan bien apreciada como antes, si bien, justo es declararlo, en el orden del cariño y admiración, había sido desbancado por el insigne misionero de Indias. Damas, no consta que visitaran asiduamente a la familia más que la de Taramundi, la de Morentín, las de Gibraleón, y la de Orozco, esta con mayor intimidad que las anteriores. La antigua amistad de colegio entre Augusta y Fidela se había estrechado tanto en los últimos tiempos,   —52→   que casi todo el día lo pasaban juntas, y cuando la Marquesa de San Eloy se vio retenida en casa por distintos padecimientos y alifafes, su amiga no se separaba de ella, y la entretenía con sus graciosas pláticas.

Sin necesidad de refrescar ahora memorias viejas, sabrán cuantos esto lean que la hija de Cisneros y esposa de Tomás Orozco, después de cierta tragedia lamentable, permaneció algunos años en obscuridad y apartamiento. Cuando la vemos reaparecer en la casa de San Eloy, el desvío social de Augusta no era ya tan absoluto. Había envejecido, si cuadra este término a un adelanto demasiado visible en la madurez vital, sin detrimento de la gracia y belleza. Jaspeaban su negro cabello prematuras canas, que no se cuidaba de disimular por arte de pinturas y afeites. La gallardía de su cuerpo era la misma de los tiempos felices, conservándose en un medio encantador, ni delgada ni gruesa, y extraordinariamente ágil y flexible. Y en lo restante de la filiación, únicamente puede apuntarse que sus hermosos ojos eran quizá más grandes, o al menos lo parecían, y su boca... lo mismo. Fama tenía de tan grande como hechicera, con una dentadura, de cuya perfección no podrán dar cabal idea los marfiles, nácares y perlas que la retórica, desde los albores de la poesía,   —53→   viene gastando en el decorado interior de bocas bonitas. Con tener dos años menos que su amiga, y poquísimas, casi invisibles canas que peinar, Fidela representaba más edad que ella. Desmejorada y enflaquecida, su opalina tez era más transparente, y el caballete de la nariz se le había afilado tanto, que seguramente con él podría cortarse algo no muy duro. En sus mejillas veíanse granulaciones rosadas, y sus labios finísimos e incoloros dejaban ver, al sonreírse, parte demasiado extensa de las rojas encías. Era, por aquellos días, un tipo de distinción que podríamos llamar austriaca, porque recordaba a las hermanas de Carlos V, y a otras princesas ilustres que viven en efigie por esos museos de Dios, aristocráticamente narigudas. Resabio elegantísimo de la pintura gótica, tenía cierto parentesco de familia con los tipos de mujer de una de las mejores tablas de su soberbia colección, un Descendimiento de Quintín Massys.

Bueno. El día siguiente al de la misa, primer eslabón cronológico de la cadena de este relato, entró Augusta poco antes de la hora del almuerzo. En una de las salas bajas encontrose a Cruz, haciendo los honores de la casa a un sujeto de campanillas, académico y gran inteligente, que examinaba las pinturas. En la rotonda había instalado su caballete   —54→   un pintor de fama, a quien se permitió copiar el París Bordone, y más allá un tercer entusiasta del arte reproducía al blanco y negro un cartón de Tiépolo. Día de gran mareo fue aquel para la primogénita, porque su dignidad señoril le imponía la obligación de atender y agasajar a los admiradores de su museo, cuidando de que nada les faltase. En cuanto al académico, era hombre de un entusiasmo fácilmente inflamable, y cuando se extasiaba en la contemplación de los pormenores de una pintura, había que soltarle una bomba para que volviese en sí. Ya llevaba Cruz dos horas de arrobamiento artístico, con paseos mentales por los museos de Italia, y volteretas por el ciclo pre-rafaelista, y empezaba a cansarse. Aún le faltaban dos tercios de la colección por examinar. Para mayor desdicha, tenía otro sabio en el archivo, un bibliófilo de más paciencia que Job, que había ido a compulsar los papeles de Sicilia para poner en claro un grave punto histórico. No había más remedio que atenderle también, y ver si el archivo le facilitaba sin restricción alguna todo el material papiráceo que guardaban aquellos rancios depósitos.

Después de invitar al académico a almorzar, Cruz delegó un momento sus funciones en Augusta, y mientras esta las desempeñaba   —55→   interinamente con gran acierto, pues al dedillo conocía las colecciones que habían sido de su padre, D. Carlos de Cisneros, fue la otra a dar una vuelta al sabio del archivo, a quien encontró buceando en un mar de papeles. Convidole también a participar del almuerzo, y al volver a los salones donde había quedado su amiga pudo cuchichear un instante con ésta, mientras el académico y el pintor se agarraban en artística disputa sobre si era Mantegna o no era Mantegna una tablita en que ambos pusieron los ojos y el alma toda.

«Mira tú, si Fidela almuerza en su cuarto, yo la acompañaré. La sociedad de tanto sabio no es de mi gusto».

-Yo pensaba que bajase hoy Fidela; pero si tú quieres, arriba se os servirá a las dos. Yo voy perdiendo. Estaré sola entre los convidados y mi salvaje D. Francisco; necesitaré Dios y ayuda para atender a la conversación que salte, y atenuar las gansadas de mi cuñadito. Es atroz, y desde que estamos reñidos, suele arrojar la máscara de la finura, y dejando al descubierto su grosería, me pone a veces en gran compromiso.

-Arréglate como puedas, que yo me voy arriba. Adiós. Que te diviertas.

Subió tan campante, alegre y ágil como   —56→   una chiquilla, y en la primera estancia del piso alto se encontró a Valentinico arrastrándose a cuatro patas sobre la alfombra. La niñera, que era una mocetona serrana, guapa y limpia, le sostenía con andadores de bridas, tirando de él cuando se esparranclaba demasiado, y guiándole si seguía una dirección inconveniente. Berreaba el chico, movía sus cuatro remos con animal deleite, echando babas de su boca, y queriendo abrazarse al suelo y hociquear en él.

«Bruto -le dijo Augusta con desabrimiento-, ponte en dos pies».

-Si no quiere, señorita -indicó tímidamente la niñera-. Hoy está incapaz. En cuanto le aúpo, se encalabrina, y no hay quien lo aguante.

Valentín clavó en Augusta sus ojuelos, sin abandonar la posición de tortuga.

«¿No te da vergüenza de andar a cuatro patas como los animales?» -le dijo la de Orozco, inclinándose para cogerle en brazos.

¡María Santísima! Al solo intento de levantarle del suelo en que se arrastraba, púsose el nene fuera de sí, dando patadas con pies y manos, que por un instante las manos más bien patas parecían, y atronó con sus chillidos la estancia, echando hacia atrás la cabeza, y apretando los dientes.

  —57→  

«¡Quédate, quédate ahí en el santo suelo -le dijo Augusta-, hecho un sapo! ¡Vaya, que estás bonito! Sí, llora, llora, grandísimo mamarracho, para que te pongas más feo de lo que eres...».

El demonio del chico la insultó con su lengua monosilábica, salvaje, primitiva, de una sencillez feroz, pues no se oía más que pa... ca... ta... pa...

«Eso es, dime cosas. El demonio que te entienda. Nunca hablarás como las personas. Parece mentira que seas hijo de tu madre, que es toda inteligencia y dulzura. ¡Ay, qué lástima!».

Entre la dama y la niñera se cruzaron miradas de tristeza y compasión.

«Ayer -dijo la moza-, estuvo el niño muy bueno. Se dejó besar de su mamá y de su tiita, y no tiró los platos de la comida. Pero hoy le tenemos de remate. Cuanto coge en la mano lo hace pedazos, y no quiere más que andar a lo animalito, imitando al perro y al gato».

-Me parece que éste no tendrá nunca otros maestros. ¡Qué dolor! ¡Pobre Fidela!... Sí, hijo, sí, haz el cerdito. Poco a poco te vas ilustrando. Gru, gru... aprende, aprende ese lenguaje fino.

Tiró la niñera del ronzal, porque el indino   —58→   iba ya en persecución de un vaso japonés, colocado en la tabla más baja de una rinconera, y seguramente lo habría hecho añicos. Su infantil barbarie hacía de continuo estragos terribles en la vajilla de la casa, y en las preciosidades que por todas partes se veían allí. Mudábanle con frecuencia y siempre estaba sucio, de arrastrar su panza por el suelo; su cabezota era toda chichones, que la afeaban más que el grandor desmedido, y las descomunales orejas; las babas le caían en hilo sobre el pecho, y sus manos, lo único que tenía bonito, estaban siempre negras, cual si no conociera más entretenimiento que jugar con carbón.




ArribaAbajo- VIII -

El heredero de los estados de San Eloy, del Águila y Gravelinas reunidos, había sido, en el primer año de su existencia, engaño de los padres y falsa ilusión de toda la familia. Creyeron que iba a ser bonito, que lo era ya, y además salado, inteligente. Pero estas esperanzas empezaron a desvanecerse después de la primera grave enfermedad de la criatura, y los augurios de Quevedito, cumpliéndose con aterradora puntualidad, llenaron a todos de zozobra y desconsuelo. El crecimiento   —59→   de la cabeza se inició antes de los dos años, y poco después la longitud de las orejas y la torcedura de las piernas, con la repugnancia a mantenerse derecho sobre ellas. Los ojos quedáronsele diminutos en aquella crisis de la vida, y además fríos, parados, sin ninguna viveza ni donaire gracioso. El pelo era lacio y de color enfermizo, como barbas de maíz. Creyeron que rizándoselo con papillotes se disimularía tanta fealdad; pero el demonio del nene, en sus rabietas convulsivas, se arrancaba los papeles y con ellos mechones de cabello, por lo que se decidió pelarle al rape.

Sus costumbres eran de lo más raro que imaginarse puede. Si un instante le dejaban solo, se metía debajo de las camas y se agazapaba en un rincón con la cara pegada al suelo. No sentía entusiasmo por los juguetes, y cuando se los daban, los rompía a bocados. Difícilmente se dejaba acariciar de nadie, y sólo con su mamá era menos esquivo. Si alguien le cogía en brazos, echaba la cabeza para atrás, y con violentísimas manotadas y pataleos expresaba el afán de que le soltaran. Su última defensa era la mordida, y a la pobre niñera le tenía las manos acribilladas. Fácil había sido destetarle, y comía mucho, prefiriendo las sustancias caldosas, crasas, o las muy cargadas de dulce. Gustaba del vino. Ansiaba   —60→   jugar con animales; pero hubo que privarle de este deleite, porque los martirizaba horrorosamente, ya fuese conejito, paloma o perro. Punto menos que imposible era hacerle tomar medicinas en sus enfermedades, y nunca se dormía sino con la mano metida en el seno de la niñera. Por temporadas, lograba su mamá corregirle de la maldita maña de andar a cuatro pies. En dos andaba, tambaleándose, siempre que le permitieran el uso de un latiguito, bastón o vara, con que pegaba a todo el mundo despiadadamente. Había que tener mucho cuidado y no perderle de vista, porque apaleaba los bibetots y figuritas de biscuit del tocador de su mamá. La casa estaba llena de cuerpos despedazados, y de cascotes de porcelana preciosa.

Y no era este el solo estrago de su andadura en dos pies, porque también daba en la flor de robar cuantos objetos, fueran o no de valor, se hallaran al alcance de su mano, y los escondía en sitios obscuros, debajo de las camas, o en el seno de algún olvidado tibor de la antesala. Los criados que hacían la limpieza descubrían, cuando menos se pensaba, grandes depósitos de cosas heterogéneas, botones, pedazos de lacre, llaves de reloj, puntas de cigarro, tarjetas, sortijas de valor, corchetes, monedas, guantes, horquillas y pedazos   —61→   de moldura, arrancados a las doradas sillas. A cuatro pies, triscaba el pelo de las alfombras, como el corderillo que mordisquea la hierba menuda, y hociqueaba en todos los rincones. Estas eran sus alegrías. Cansadas las señoras de los accesos de furia que le acometían cuando se le contrariaba, dejábanle campar libremente en tan fiera condición. Ni aun pensar en ello querían. ¡Pobrecitas! ¡Qué razones habría tenido Dios para darles, como emblema del porvenir, aquella triste y desconsoladora alimaña!

«Hola, querida, ¿qué tal? -dijo Augusta entrando en el cuarto de Fidela, y corriendo a besarla-. Allí me he encontrado a tu hijito hecho un puerco-espín. ¡El pobre!... ¡qué pena da verle tan bruto!».

Y como notara en el rostro de su amiga que la nube de tristeza se condensaba, acudió prontamente a despejarle las ideas con palabras consoladoras:

«Pero, tonta, ¿quién te dice que tu hijo no pueda cambiar el mejor día? Es más: yo creo que luego se despertará en él la inteligencia, quizá una inteligencia superior... Hay casos, muchísimos casos».

Fidela expresaba con movimientos de cabeza su arraigado pesimismo en aquella materia.

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«Pues haces mal, muy mal en desconfiar así. Créelo porque yo te lo digo. La precocidad en las criaturas es un bien engañoso, una ilusión que el tiempo desvanece. Fíjate en la realidad. Esos chicos que al año y medio hablan y picotean, que a los dos años discurren y te dicen cosas muy sabias, luego dan el cambiazo y se vuelven tontos. De lo contrario he visto yo muchos ejemplos. Niños que parecían fenómenos, resultaron después hombres de extraordinario talento. La Naturaleza tiene sus caprichos..., llamémoslos así por no saber qué nombre darles... no gusta de que le descubran sus secretos, y da las grandes sorpresas... Espérate: ahora que recuerdo... Sí, yo he leído de un grande hombre que en los primeros años era como tu Valentín, una fierecilla. ¿Quién es? ¡Ah!, ya me acuerdo: Víctor Hugo nada menos».

-¡Víctor Hugo! Tú estás loca.

-Que lo he leído, vamos. Y tú lo habrás leído también; sólo que se te ha olvidado... Era como el tuyo, y los padres ponían el grito en el cielo... Luego vino el desarrollo, la crisis, el segundo nacimiento, como si dijéramos, y aquella cabezota resultó llena con todo el genio de la poesía.

Con razones tan expresivas e ingeniosas insistió en ello Augusta, que la otra acabó   —63→   por creerlo y consolarse. Debe decirse que la de Orozco se hallaba dotada de un gran poder sugestivo sobre Fidela, el cual tenía su raíz en el intensísimo cariño que esta le había tomado en los últimos tiempos; idolatría más bien, una espiritual sumisión, semejante en cierto modo a la que Cruz sentía por el santo Gamborena. ¿Verdad que es cosa rara esta similitud de los efectos, siendo tan distintas las causas, o las personas? Augusta, que no era una santa ni mucho menos, ejercía sobre Fidela un absoluto dominio espiritual, la fascinaba, para decirlo en los términos más comprensibles, era su oráculo para todo lo relativo al pensar, su resorte maestro en lo referente al sentir, el consuelo de su soledad, el reparo de su tristeza.

Obligada a triste encierro por su endeble salud, Fidela habría retenido a su lado a la amiga del alma, mañana, tarde y noche. Fiel y consecuente la otra, no dejaba de consagrarle todo su tiempo disponible. Si algún día tardaba, la Marquesita se sentía peor de sus dolencias, y en ninguna cosa hallaba consuelo ni distracción. Recados y cartitas eran el único alivio de la ausencia de la persona grata, y cuando Augusta entraba, después de haber hecho novillos una mañana o un día enteros, veíase resucitar a Fidela, como si en alma y   —64→   cuerpo saltase de las tinieblas a la luz. Esto pasó aquella mañana, y el gusto de verla le centuplicó la credulidad, disponiéndola para admitir como voz del Cielo todo aquello de la monstruosa infancia de Víctor Hugo, y otros peregrinos ejemplos que la compasiva embaucadora sacaba de su cabeza. Luego empezaron las preguntitas: «¿Qué has hecho desde ayer tarde? ¿Por tu casa ocurre algo? ¿Qué se dice por el mundo? ¿Quién se ha muerto? ¿Hay algo más del escándalo de las Guzmanas? (Eloísa y María Juana)».

Porque Augusta le daba cuenta de las ocurrencias sociales, y de las hablillas y enredos que corrían por Madrid. Fidela no leía periódicos, su amiguita sí, y siempre iba pertrechada de acontecimientos. Su conversación era amenísima, graciosa, salpimentada de paradojas y originalidades. Y no faltaba en aquellos coloquios la murmuración sabrosa y cortante, para lo cual la de Orozco poseía más que medianas aptitudes, y las cultivaba en ocasiones con implacable saña, cual si tuviera que vindicar con la lengua ofensas de otras lenguas más dañinas que la suya. Falta saber, para el total estudio de la intensa amistad que a las dos damas unía, si Augusta había referido a su amiga la verdad de su tragedia, desconocida del público, y tratada en   —65→   las referencias mundanas con criterios tan diversos, por indicios vagos y según las intenciones de cada cual. Es casi seguro que la dama trágica y la dama cómica (de alta comedia) hablaron de aquel misterioso asunto, y que Augusta no ocultó a su amiga la verdad, o parte de verdad que ella sabía; mas no consta que así lo hiciera, porque cuando las hallamos juntas, no hablaban de tal cosa, y sólo por algún concepto indeciso se podía colegir que la Marquesa de San Eloy no ignoraba el punto negro ¡y tan negro!, de la vida de su idolatrada compañera.

«Pues mira tú -le dijo volviendo al mismo tema después de una divagación breve-, me has convencido. Me conformo con que mi hijo sea tan cerril, y como tú, tengo esperanzas de una transformación que me le convierta en un genio..., no, tanto no, en un ser inteligente y bueno».

-Yo no me conformaría con eso; mis esperanzas no se limitan a tan poco.

-Porque tú eres muy paradójica, muy extremada. Yo no: me contento con un poquito, con lo razonable. ¿Sabes? Me gusta la medianía en todo. Ya te lo he dicho: me carga que mi marido sea tan rico. No quiera Dios que seamos pobres, eso no; pero tanta riqueza me pone triste. La medianía es lo mejor, medianía   —66→   hasta en el talento. Oye tú, ¿no sería mejor que nosotras fuéramos un poquito más tontas?

-¡Ay, qué gracia!

-Quiero decir que nosotras, por tener demasiado talento, no hemos sido ni somos tan felices como debiéramos. Porque tú tienes mucho talento natural, Augusta, yo también lo tengo, y como esto no es bueno, no te rías, como el mucho talento no sirve más que para sufrir, procuramos contrapesarlo con nuestra ignorancia, evitando en lo posible el saber cosas..., ¡cuidado que es cargante la instrucción!... y siempre que podemos ignorar cosas sabias, las ignoramos, para ser muy borriquitas, pero muy borriquitas.

-Por eso -dijo Augusto con mucho donaire-, yo no he querido almorzar abajo. Hoy tenéis dos sabios a la mesa. Ya le dije a Cruz que no contara conmigo... para que no pueda pegárseme nada.

-Muy bien pensado. Es un gusto el ser una un poco primitiva, y no saber nada de Historia, y figurarse que el sol anda alrededor de la tierra, y creer en brujas, y tener el espíritu lleno de supersticiones.

-Y haber nacido entre pastores, y pasar la vida cargando haces de leña.

-No, no tanto.

  —67→  

-Concibiendo y pariendo y criando hijos robustos.

-Eso sí.

-Para después verlos ir de soldados.

-Eso no.

-Y envejeciendo en los trabajos rudos, con un marido que más bien parece un animal doméstico...

-Bah... ¿Y qué nos importaría? Yo tengo sobre eso una idea que alguna vez te he dicho. Mira: anoche estuve toda la noche pensando en ello. Se me antojaba que era yo una gran filósofa, y que mi cabeza se llenaba de un sin fin de verdades como puños, verdades que si se escribieran habrían de ser aceptadas por la humanidad.

-¿Qué es?

-Si te lo he dicho... Pero nunca he sentido en mí tanto convencimiento como ahora. Digo y sostengo que el amor es una tontería, la mayor necedad en que el ser humano puede incurrir, y que sólo merecen la inmortalidad los hombres y mujeres que a todo trance consigan evitarla. ¿Cómo se evita? Pues muy fácilmente. ¿Quieres que te lo explique, grandísima tonta?

Vacilante entre la risa y la compasión, oyó Augusta las razones de su amiga. Triunfó al cabo el buen humor, soltaron ambas la   —68→   risa. Ya la Marquesa ponía el paño al púlpito para explanar su tesis, cuando entraron con el almuerzo, y la tesis se cayó debajo de la mesa, y nadie se acordó más de ella.




ArribaAbajo- IX -

Hasta otra. Las tesis de Fidela se sucedían con pasmosa fecundidad, y si extravagante era la una, la otra más. Su endeble memoria no le permitía retener hoy lo que había dicho ayer; pero las contradicciones daban mayor encanto al inocente juego de su espíritu. Después de almorzar con apetito menos que mediano, hizo que le llevaran al chiquillo, el cual, por milagro de Dios, no estuvo en brazos de la mamá tan salvaje como Augusta temía. Se dejó acariciar por esta, y aun respondió con cierto sentido a lo que ambas le preguntaron. Verdad que el sentido dependía en gran parte de la interpretación que se diera a sus bárbaras modulaciones. Fidela, única persona que las entendía, y de ello se preciaba como de poseer un idioma del Congo, ponía toda su buena voluntad en la traducción, y casi siempre sacaba respuestas muy bonitas.

«Dice que si le dejo el látigo, me querrá más que a Rita: ta ta ca... Mira tú si es pillo.   —69→   Y que a mí no me pegará: ca pa ta... Mira tú si es tunante. Ya sabe favorecer a los que le ayudan, a los que le dan armas para sus picardías. Pues esto, digas tú lo que quieras, es un destello de inteligencia».

-Claro que lo es. ¡Si al fin -dijo Augusta pellizcándole las piernas-, este pedazo de alcornoque va a salir con un talentazo que dejará bizca a toda la humanidad!

Excitado por las cosquillas, Valentín se reía, abriendo su bocaza hasta las orejas.

«Ay, hijo mío, no abras tanto la mampara, que nos da miedo... ¿Será posible que no se te achique, en la primera crisis de la edad, ese buzón que tienes por boca? Di, diamante en bruto, ¿a quién sales tú con esa sopera?».

-Sí que es raro -dijo Augusta-. La tuya es bien chiquita, y la de su papá no choca por grande. ¡Misterios de la Naturaleza! Pues mira, fíjate bien: todo esto, de nariz arriba, y el entrecejo, y la frente abombada, es de su padre, clavado... ¿Pero qué dice ahora?

Tomó parte el chico en la conversación, soltando una retahíla de ásperas articulaciones, como las que pudieran oírse en una bandada de monos o de cotorras. Deslizose al suelo, volvió al regazo de su madre, estirando las patas hasta el de Augusta, sin parar en su ininteligible cháchara.

  —70→  

«¡Ah! -exclamó la madre al fin, venciendo con gran esfuerzo intelectual las dificultades de aquella interpretación-. Ya sé. Dice... verás si es farsante..., dice que... que me quiere mucho. ¿Ves, ves cómo sabe? Si mi brutito es muy pillín, y muy saleroso. Que me quiere mucho. Más claro no puede ser».

-Pues, hija, yo nada saco en limpio de esa jerga.

-Porque tú no te has dedicado al estudio de las lenguas salvajes. El pobre se explica como puede... ta... ca ja pa... ca... ta. Que me quiere mucho. Y yo le voy a enseñar a mi salvajito a pronunciar claro, para que no tenga yo que devanarme los sesos con estas traducciones. Ea, a soltar bien esa lengüecita.

Cualquiera que fuese el sentido de lo que Valentinico expresar quería, ello es que mostraba en aquella ocasión una docilidad, un filial cariño que a entrambas las tenía maravilladas. Recostado en el seno de la madre, la acariciaba con sus manecitas sucias, y tenía su rostro una expresión de contento y placidez en él muy extraña. Fidela, que padecía de una pertinaz opresión y fatiga torácica, se cansó al fin de aquel peso descomunal; pero al querer traspasarlo al suelo o a los brazos de la niñera, se descompuso el crío, y adiós docilidad, adiós mansedumbre. «No llores, rico;   —71→   que te den tu látigo, dos látigos, y juega un poquitín por ahí. Pero no rompas nada».

Felizmente, el berrinche no fue de los más ruidosos; el heredero de San Eloy salió renqueando por aquellas salas, y a poco se le oyó imitando el asmático aullar de un perro enfermo que en los bajos de la casa había. Cruz, que volvió con jaqueca de la segunda sesión con los señores sabios, dispuso que la niñera se llevara al bebé a un aposento lejano para que no molestase con sus desacordes chillidos, y entró a ver a su hermana.

«Regular -le dijo esta-. La fatiga me molesta un poco. ¿Y qué tal tú?».

-Loca, loca ya. Y aún tenemos arte y erudición para rato. ¡Qué mareo, Virgen Santísima!

-Porque no tienes tú -dijo Augusta con gracejo-, aquella sandunga de mi padre para trastear a los amateurs, y a todos los moscones del fanatismo artístico. A papá no le mareaba nadie, porque él poseía el don de marear a todo el mundo. Nadie le resistía, y cuando alguno de extraordinaria pesadez le caía por delante, empezaba a sacar y sacar objetos preciosos con tal prontitud, y a enjaretar sobre cada uno de ellos observaciones tan rápidas, vertiginosas e incoherentes, que no había cabeza que le resistiera, y los más   —72→   fastidiosos salían de estampía, sin ganas de volver a aparecer por allí... Tú no puedes practicar este sistema, para el cual se necesita un carácter socarrón y maleante, y además, has de reservar todo tu talento para otras cosas, quizás más difíciles... A ver... cuéntanos lo que pasó en ese almuerzo, y qué prodigios de esgrima has tenido que hacer para parar algún golpe desmandado del eximio... ¿No le llama así el periódico, siempre que le nombra? Pues juraría que el eximio ha hecho alguna de las suyas.

-Pasmaos: ha estado correctísimo y discretísimo -replicó la primogénita sentándose para descansar un ratito-. A mí no me dijo una palabra, de lo que me alegré mucho. Pero ¡ay!... cuando yo vi que metía su cucharada en la conversación, me quedé muerta. «Adiós mi dinero -pensé-. Ahora es ella». Pero Dios le inspiró sin duda. Todo lo que dijo fue tan oportuno...

-¡Ah, qué bien! -exclamó Fidela alborozada-. ¡Pobre eximio de mi alma! Si digo yo que tiene mucho talento cuando quiere.

-Dijo que en las artes y las ciencias, reina hoy el más completo caos.

-¡El más completo caos! Bien, bravísimo.

-Que todo es un caos, un caos la literatura, un caos de padre y muy señor mío la crítica   —73→   de artes y letras, y que nadie sabe por dónde anda.

-¿Has visto...?

-¡Vaya si sabe! Luego dicen...

-Quedáronse aquellos señores medio lelos de admiración, y celebraron mucho la especie, conviniendo en que lo del caos es una verdad como un templo. Por fortuna, poco más dijo, y su laconismo fue interpretado como reconcentración de las ideas, como avaricia del pensamiento y sistema de no prodigar las grandes verdades... Con que... no entretenerme más aquí. Me llaman mis deberes de cicerone.

Su hermana y la amiguita quisieron retenerla; pero no se dio a partido. Por desgracia de las tres, el día estaba malísimo, y no había esperanza de que los dos ilustres investigadores de arte e historia se fuesen a dar un paseíto para despejar la cabeza. Nevaba con furiosa ventisca; cielo y suelo rivalizaban en tristeza y suciedad. La nieve, que caía en rachas violentísimas de menudos copos, no blanqueaba los pisos, y en el momento de caer se convertía en fango. El frío era intenso en la calle y aun dentro de las bien caldeadas habitaciones, porque se colaba con hocico agudísimo por cuantas rendijas hallara en ventanas y balcones, burlando burletes, y riéndose de   —74→   chimeneas y estufas. Sorprendidas las tres damas del furioso viento que azotaba los cristales, aproximáronse a ellos, y se entretuvieron en observar el apuro de los transeúntes, a quienes no valía embozarse hasta las orejas, porque el aire les arrebataba capas y tapabocas, a veces los sombreros. Esto y el cuidado de evitar resbalones, hacía de ellos, hombres y mujeres, figuras extrañas de un fantástico baile en las estepas siberianas.

«Mira tú qué desgracia de día -dijo Cruz con grandísimo desconsuelo-. Para que en todo resulte aciago, hoy no podrá venir el padrito».

-Claro, ¡vive tan lejos!

-¡Y si le coge un torbellino de nieve! No, no, que no salga, ¡pobrecito!

-Mándale el coche.

-Sí; para que lo devuelva vacío, y se venga a pie, como el otro día, que diluviaba.

-¿Pero tú crees -indicó Augusta-, que a ese le arredran ventiscas ni temporales?

-Claro que no... Pero veréis cómo no viene hoy. Me lo da el corazón.

-Pues a mí me dice que viene -afirmó Fidela-. ¿Queréis apostarlo? Y mi corazón a mí no me engaña. Hace días que todo lo acierta este pícaro. Es probado; siempre que duele, dificultando la respiración, se vuelve adivino.   —75→   No me dice nada que no salga verdad.

-Y ahora te dirá que te retires del balcón y procures no enfriarte. Eso es: enfríate, y después viene el quejidito, y las malas noches, el cansancio y el continuo toser.

-¡Que me enfríe, mejor! -replicó Fidela con voz y acento de niña mimosa, dejándose llevar al sofá-. Me dice el corazón que pronto me he de enfriar tanto, tanto, que no habrá rescoldo que pueda calentarme. Ea, ya estoy tiritando. Pero no es cosa, no. Ya me pasa. Ha sido una ráfaga, un besito que me ha mandado el aire de la calle, al través de los cristales empañados. Anda, vete, que tus sabios están impacientes, y el de las pinturas echándote muy de menos.

-¿Cómo lo sabes?

-Toma: por mi doble vista. ¿Qué? ¿No creéis en mi doble vista? Pues os digo que el padre Gamborena viene para acá. Y si no está entrando ya por el portal, le falta poco.

-¿A que no?

-¿A que sí?

Salió presurosa la primogénita, y a poco volvió riendo: «¡Vaya con tu doble vista! No ha venido ni vendrá. Mira, mira cómo cae ahora la nieve».

Ello sería casualidad, ¡quién lo duda!, pero no habían pasado diez minutos cuando oyeron   —76→   la voz del gran misionero en la estancia próxima, y las tres acudieron a su encuentro con grandes risas y efusión de sus almas gozosas. Había dejado el bendito cura en el piso bajo su paraguas enorme y su sombrero, y la poca nieve que traía en el balandrán se le derritió en el tiempo que tardara en subir. Al entrar, quitábase los negros guantes, y se sacudía un dedo de la mano derecha con muestras de dolor:

«Hija mía -dijo a Fidela-, me ha mordido tu hijo».

-¡Jesús! -exclamó Cruz-, ¿habrase visto picaruelo mayor? Le voy a matar.

-Si no es nada, hija. Pero me hincó el diente. Quise acariciarle. Estaba dando latigazos a diestro y siniestro. La suerte es que sus dientecillos no traspasaron el guante. ¡Vaya un hijo que os tenéis...!

-Muerde por gracia -indicó Fidela con tristeza-. Pero hay que quitarle esa fea costumbre. No, si no lo hace con mala intención, puede usted creerlo.




ArribaAbajo- X -

-En efecto, la intención no debe de ser mala -dijo el misionero con donaire-; pero el instinto no es de los buenos. ¡Qué geniecillo!

  —77→  

-Pues para el día que tenemos, y para lo perdidas que están las calles -observó Cruz sin quitar la vista del padrito, que a la chimenea se arrimaba-, no trae usted el calzado muy húmedo.

-Es que yo poseo el arte de andar por entre lodos peores que los de Madrid. No en balde ha educado uno el paso de grulla en los arrecifes de la Polinesia. Sé sortear los baches, así como los escurrideros, y aun los abismos. ¿Qué creéis?

-Lo que es hoy -dijo Fidela-, sí que no se va sin comer. Y comerá con nosotras, si nos prefiere a los sabios que están abajo.

-Hoy no se va, no se va. Es que no le dejamos -afirmó Cruz, mirándole con un cariño que parecía maternal.

-No se va -repitió Augusta-, aunque para ello tengamos que amarrarle por una patita.

-Bueno, señoras mías -replicó el sacerdote con expansivo acento-, hagan de mí lo que quieran. Me entrego a discreción. Denme de comer si gustan, y amárrenme a la pata de una silla, si es su voluntad. La crudeza del día me releva de mis obligaciones callejeras.

-Y lo mejor que podría hacer es quedarse en casa esta noche -agregó Cruz-. ¿Qué?   —78→   ¿Qué tiene que decir? Aquí no nos comemos la gente. Le arreglaríamos el cuarto de arriba, donde estaría como un príncipe, mejor sería decir como un señor cardenal.

-Eso sí que no. Más hecho estoy a dormir en chozas de bambú que en casas ducales. Lo que no impide que me resigne a morar aquí, si para algo fuese necesaria mi presencia.

Cruz le incitó a quitarse el balandrán, que estaba muy húmedo, y ninguna falta le hacía en el bien templado gabinete, y él accedió, dejando que la ilustre señora le tirara de las mangas.

«Ahora, ¿quiere tomar alguna cosa?».

-Pero, hija, ¿qué idea tienes de mí? ¿Crees que soy uno de estos tragaldabas que a cada instante necesitan poner reparos al estómago?

-Algún fiambre, una copita...

-Que no.

-Pues yo sí quiero -dijo Fidela con infantil volubilidad-. Que nos traigan algún vinito, por lo menos.

-¿Porto?

-Por mí, lo que quieras. Echaré un pequeño trinquis con estas buenas señoras.

Salió Cruz, y Gamborena habló otra vez de Valentinico, encareciendo la urgencia de poner en su educación alguna más severidad.

«Me da mucha pena castigarle -repuso   —79→   Fidela-. El angelito no sabe lo que hace. Hay que esperar a que pueda tener del mal y del bien una idea más clara. Su entendimiento es algo obtuso».

-Y sus dientes muy afilados.

-Pues ese... donde ustedes le ven..., ese va a ser listo -afirma Augusta.

-¡Como que sabe más...! Padre Gamborena, haga el favor de no ponerme esa cara tétrica cuando se habla del niño. Me duele mucho que se tenga mal concepto de mi brutito de mi alma, y me duele más que se crea imposible el hacer de él un hombre.

-Hija mía, si no he dicho nada. El tiempo te traeré una solución.

-El tiempo... la muerte quizá... ¿Alude usted a la muerte?

-Hija de mi alma, no he hablado nada de la muerte, ni en ella pensé...

-Sí, sí. Esa solución de que usted habla -añadió Fidela con la voz velada y enternecida-, es la muerte: no me lo niegue. Ha querido decir que mi hijo se morirá, y así nos veremos libres de la tristeza de tener por único heredero a un...

-No he pensado en tal cosa; te lo aseguro.

-No me lo niegue. Mire que hoy estoy de vena. Adivino los pensamientos.

-Los míos no.

  —80→  

-Los de usted y los de todo el mundo. Esa solución que dice usted traerá... el tiempo, no la veré yo, porque antes he de tener la mía, mi solución; quiero decir que moriré antes.

-No diré que no. ¿Quién sabe lo que el Señor dispone? Pero yo jamás anuncié la muerte de nadie, y si alguna vez hablo de esa señora, hágolo sin dar a mis palabras un acento tremebundo. Lo que llamamos muerte es un hecho vulgar y naturalísimo, un trámite indispensable en la vida total, y considero que ni el hecho ni el nombre deban asustar a ninguna persona de conciencia recta.

-Vea usted por qué no me asusta a mí.

-Pues a mí sí, lo confieso -declaró Augusta-, y que el padrito diga de mi conciencia lo que quiera: no me incomodo.

-Nada tengo yo que ver con su conciencia, señora mía -replicó el sacerdote-. Pero si algo tuviera que decir, no habría de callarlo, aunque usted se incomodara...

-Y yo recibiría sus reprimendas con resignación, y hasta con gratitud.

-Ríñanos usted todo lo que quiera -indicó Fidela, mordisqueando pastas y fiambres que acababan de traerle-. Ya se me ha pasado el mal humor. Y es más: si quiere hablarnos de la muerte, y echarnos un buen sermón sobre ella, lo oiremos... hasta con alegría.

  —81→  

-Eso no -dijo Augusta, ofreciendo al misionero una copa de Porto-. A mí no me hablen de muerte, ni de nada tocante a ese misterio, que empieza en nuestros camposantos y acaba en el valle de Josafat. Yo encargo a los míos que cuando me muera me tapen bien los oídos... para no oír las trompetas del Juicio Final.

-¡Jesús, qué disparate!

-¿Teme usted la resurrección de la carne?

-No señor. Temo el Juicio.

-Pues yo sí que quiero oírlas -afirmó Fidela-, y cuanto más prontito mejor. Tan segura estoy de que he de irme al cielo, como de que estoy bebiendo este vino delicioso.

-Yo también... digo, no... tengo mis dudas -apuntó la de Orozco-. Pero confío en la Misericordia Divina.

-Muy bien. Confiar en la Misericordia -manifestó el padrito-, siempre y cuando se hagan méritos para merecerla.

-Ya los hago.

-A todas podrá usted poner reparos, señor Gamborena -observó la de San Eloy con una gravedad ligeramente cómica y de buen gusto-, a todas menos a esta, católica a machamartillo, que organiza solemnes cultos, preside juntas benéficas, y es colectora de dineritos para el Papa, para las misiones y otros fines... píos.

  —82→  

-Muy bien -dijo el padre, asimilándose la gravedad cómica de la Marquesita-. No le falta a usted más que una cosa.

-¿Qué?

-Un poco de doctrina cristiana, de la elemental, de la que se enseña en las escuelas.

-Bah... la sé de corrido.

-Que no la sabe usted. Y si quiere la examino ahora mismo.

-Hombre, no: tanto como examinar... A lo mejor se olvida una de cualquier cosilla.

-Nada importa olvidar la letra, si el principio, la esencia, permanecen estampados en el corazón.

-En el mío lo están.

-Me permito dudarlo.

-Y yo también -dijo Fidela, gozosa del giro que tomaba la conversación-. Esta, a la chita callando, es una gran hereje.

-¡Ay, qué gracia!

-Yo no; yo creo todo lo que manda la Santa Madre Iglesia; pero creo además en otras muchas cosas.

-¿A ver?

-Creo que la máquina, mejor dicho, el gobierno del mundo, no marcha como debiera marchar... Vamos, que el Presidente del Consejo de allá arriba tiene las cosas de este bajo planeta un tantico abandonadas.

  —83→  

-¿Bromitas impías? No sientes lo que dices, hija de mi alma; pero aun no sintiéndolo, cometes un pecado. No por ser chiste una frasecilla, deja de ser blasfema.

-Anda, vuelve por otra.

-Pues no me digan a mí -prosiguió la de San Eloy-, que todo esto de la vida y la muerte está bien gobernado, sobre todo la muerte. Yo sostengo que las personas debieran morirse cuando quisiesen.

-¡Ja, ja!... ¡Qué bonito! -Entonces, nadie querría morirse.

-Ah... No estoy de acuerdo, y dispénseme -dijo Augusta con seriedad-. A todos, a todos absolutamente cuantos viven, aun viviendo miles de años, les llegaría la hora del cansancio. No habría un ser humano que no tuviera al fin un momento en que decir: ya no más, ya no más. Hasta los egoístas empedernidos, los más apegados a los goces, concluirían por odiar su yo, y mandarlo a paseo. Vendría la muerte voluntaria, evocada más que temida, sin vejez ni enfermedades. ¡Vaya, padrito, que si esto no es arreglar las cosas mejor de lo que están, que venga Dios y lo vea!

-Ya lo ha visto, y sabe que las dos tenéis la inteligencia tan dañada como el corazón. No quiero seguiros por ese camino de monstruoso filosofismo. Bromeáis impíamente.

  —84→  

-¡Impíamente! -exclamó Fidela-. No, padre. Bromeamos, y nada más. Cierto que cuando Dios lo ha hecho así, bien hecho está. Pero yo sigo en mis trece: no critico al Divino Poder; pero me gustaría que estableciera esto del morirse a voluntad.

-Es lo mismo que defender la mayor de las abominaciones, el suicidio.

-Yo no lo defiendo, yo no -declaró Augusta poniéndose pálida.

-Pues yo... -indicó la otra aguzando su mente-, si no lo defiendo, tampoco lo ataco... quiero decir... esperarse... que si no fuera por lo antipáticos que son todos los medios de quitarse la vida, me parecería... quiero decir..., no me resultaría tan malo.

-¡Jesús me valga!

-No, no se asuste el padrito -dijo la de Orozco, acudiendo en auxilio de su amiga-. Déjeme completar el pensamiento de esta. Su idea no es un disparate. El suicidio se acepta en la forma siguiente: que una... o uno, hablando también por cuenta de los hombres..., se duerma, y conserve, por medio del sueño profundísimo, voluntad, poder, o no sé qué, para permanecer dormido por los siglos de los siglos, y no despertar nunca más, nunca más...

-Eso, eso mismo... ¡qué bien lo has dicho!   —85→   -exclamó Fidela batiendo palmas, y echando lumbre por los ojos-. Dormirse hasta que suenen las trompetitas...

Pausadamente cogió Gamborena una silla y se colocó frente a las dos señoras, teniendo a cada una de ellas al alcance de sus manos, por una y otra banda, y con acento familiar y bondadoso, al cual la dulzura del mirar daba mayor encanto, les endilgó la siguiente filípica:




ArribaAbajo- XI -

«Hijas mías, aunque no me lo permitáis, yo, como sacerdote y amigo, quiero y debo reprenderos por esa costumbre de tratar en solfa, y alardeando de humorismo elegante con visos de literario, las cuestiones más graves de la moral y de la fe católica. Vicio es este adquirido en la esfera altísima en que vivís, y que proviene de la costumbre de poner en vuestras conversaciones ideas chispeantes y deslumbradoras, para entreteneros y divertiros como en los juegos honestos de sociedad... suponiendo que sean honestos, y es mucho suponer.

»No necesito que me deis licencia para deciros que cuanto expresasteis acerca de la muerte, y de nuestros fines aquí y allá, es herético,   —86→   y además tonto, y extravagantísimo, y que sobre carecer de sentido cristiano, no tiene ninguna gracia. Podrán alabar ese alambicado conceptismo los majaderos sin número que acuden a vuestras tertulias y saraos, hombres corrompidos, mujeres sin pudor... algunas, no digo todas. Si queréis decir gracias, decidlas en asuntos pertinentes al orden temporal. Juzgad con ligereza y originalidad de cosas de teatro, de baile, o de carreras de caballos o velocípedos. Pero en nada pertinente a la conciencia, en nada que toque al régimen grandioso impuesto por el Criador a la criatura, digáis palabra disconforme con lo que sabe y dice la última niña de la escuela más humilde y pobre. Aquí resulta una cosa muy triste, y es que las clases altas son las que más olvidada tienen la doctrina pura y eterna. Y no me digan que protegéis la religión, ensalzando el culto con ceremonias espléndidas, o bien organizando hermandades y juntas caritativas: en los más casos, no hacéis más que rodear de pompa oficial y cortesana al Dios Omnipotente, negándole el homenaje de vuestros corazones. Queréis hacer de Él uno de estos reyes constitucionales al uso, que reinan y no gobiernan. No, y esto no lo digo precisamente por vosotras, sino por otras de vuestra clase; no os vale tanta religiosidad   —87→   de aparato; no se acepta el homenaje externo si no lo acompañáis del rendimiento de los corazones, y de la sumisión de la inteligencia. Sed simples y candorosas en materia de fe; dad al ingenio lo que al ingenio pertenece, y a Dios lo que siempre ha sido y será de Dios».

Oían las dos damas absortas, bebiéndose con los ojos la dulzura de los ojos del misionero, al propio tiempo que absorbían por el oído, y las agasajaban en el pensamiento, las ideas que expresaba. Durante la breve pausa que hizo, apenas respiraban ellas, y él siguió tranquilo, apretando un poquito en la severidad:

«Las clases altas, o por hablar mejor, las clases ricas, estáis profundamente dañadas en el corazón y en la inteligencia, porque habéis perdido la fe, o por lo menos andáis en vías de perderla. ¿Cómo? Por el continuo roce que tenéis con el filosofismo. El filosofismo, en otros tiempos, no traspasaba el lindero que os separa de las clases inferiores; el filosofismo era entonces plebeyo, ordinario, y solía estar personificado en seres y tipos que os eran profundamente antipáticos, sabios barbudos y malolientes, poetas despeinados y que no sabían comer con limpieza. Pero ¡ah!, todo ello ha cambiado. El filosofismo se ha hecho fino,   —88→   se ha hecho elegante, se ha colado por vuestras puertas, y vosotras le dais abrigo, y le hacéis carantoñas. Antes le despreciabais, ahora le agasajáis; y os parece que vuestras mesas no están bastante honradas sino sentáis a ellas diariamente a dos o tres alumnos de Satanás; y vuestros saraos no os parecen de tono, si no traéis a ellos a toda la caterva de incrédulos, herejes y ateístas.

»Vosotras, clases altas y ricas, aburridas, fatigadas por no tener un papel glorioso que desempeñar en la sociedad presente, os habéis bajado a la política, como el noble enfermo y melancólico, que no sabiendo qué hacer para distraerse, desciende a bromear con la servidumbre. El filosofismo, harto de vivir en sótanos y entre telarañas, se ha subido a la política, para buscar en ella su negocio, y en ese terreno común os habéis encontrado todos, y os habéis hecho amigos. Después, incurriendo en familiaridades de mal gusto, lleváis al filosofismo arriba, a vuestras salas, y allí, el infame os contagia de sus perversas ideas, amortiguando la fe en vuestros corazones. Cierto que conserváis la fe nominal, pero tan sólo como un emblema, como una ejecutoria de la clase, para defenderos con ella en caso de que veáis atacados vuestros fueros y amenazadas vuestras posiciones... Y   —89→   la prueba de esto la hallamos en las novísimas costumbres de la gente noble. Decidme: ¿no salta a la vista que vuestras devociones son superficiales y que debajo de ellas no hay más que indiferentismo, corruptela? Vosotras mismas os habéis reído, esta Navidad, de las que dieron misa del gallo con baile. Vosotras mismas habéis organizado conciertos caritativos, y con igual frescura tomáis el teatro y la lotería por instrumentos de caridad, que lleváis a la iglesia las formas teatrales. Todo está bien con tal de divertiros, que es la suprema, la única aspiración de vuestras almas».

Descansaron las dos damas de aquella tirante atención, sacando cada cual un suspiro de lo más hondo del pecho, y Gamborena, después de repartir por igual palmaditas en las manos de una y otra, prosiguió y terminó benévolamente en esta forma: «Hay que volver a la sencillez religiosa, señoras mías, limpiar el corazón de toda impureza, y no permitir que la frivolidad se meta donde no la llaman, y donde hace tanta falta como los perros en misa. ¿Queréis ser elegantes? Sedlo enhorabuena, sin mezclar el nombre de Dios ni la doctrina católica en vuestras chismografías epigramáticas. La caridad, el culto, la devoción sean cosas serias, no uno de tantos temas para lucir la travesura del pensamiento.   —90→   La que no tenga fe, que lo diga y se deje de comedias que a nadie engañan, y menos al que todo lo ve. La que la tenga, sepa tenerla con simplicidad; sea como los niños para aprender la doctrina, y como los humildes y pobres de espíritu para practicarla, dejando los escarceos del ingenio para el diablo, que es el gran hablador, y el maestro de la cháchara, y el que a la postre sale ganando con todas esas vanidades de la conversación. La alcurnia y el dinero suelen ser carga pesada para las almas que quieren remontarse, y estorbo grande para las que buscan la simplicidad: el toque está, señoras mías, en conseguir aquellos fines sin arrojar dinero y alcurnia, aunque hay casos, pero de esto no se hable, por ser excepcional y extraordinario. Sabiendo uno con quién trata, y en qué tiempos vive, no incurrirá en la tontería de decir: 'imitad a los que siendo nobles y ricos, quisieron ser pobres y plebeyos'. Esto no: vivimos en tiempos de muchísima prosa, y de muchísima miseria y poquedad de ánimo. La voluntad humana degenera visiblemente, como árbol que se hace arbusto, y de arbusto planta de tiesto: no se le pueden pedir acciones grandes, como al pigmo raquítico no se le puede mandar que se ponga la armadura de García de Paredes y ande con ella. No,   —91→   hijas mías. No os diré nunca que seáis heroínas, porque os reiríais de mí, y con razón. Sois muy enanas, y aunque os empinarais mucho, aunque os pusierais penachos de soberbia y tacones de vanidad, no podríais llegar a la talla. Por eso os digo: ya que sois tan poquita cosa, procurad ser buenas cristianas dentro de la cortedad de vuestros medios espirituales; seguir siendo aristócratas y ricas; compaginad la simplicidad religiosa con el boato que os impone vuestra posición social, y cuando os llegue el momento de pasar de esta vida, si habéis sabido limpiaros de la impureza que os invade el corazón, no encontraréis cerradas las puertas de la eterna dicha».

Oyeron las damas esta plática con emoción profunda, y poco faltó para que lloraran. Cuando el misionero terminó, repitiendo las afectuosas palmaditas en las manos de sus oyentes, Augusta no hacía más que suspirar, Fidela parecía un poquito asustada, y cuando se repuso, su genial travesura salió bruscamente con uno de aquellos rasgos que el sacerdote acababa de reprender.

«Pero si no puedo purificarme bien, lo que se llama bien, espero que habrá un poquito de manga ancha conmigo, y que usted me abrirá la puerta celestial».

  —92→  

-¿Yo?

-Usted, sí, usted que tiene las llaves.

-¿Yo?

-Lo dice mi marido, y lo cree, y por creerlo así le llama a usted San Pedro.

-Es una broma.

-¿Y no mereceré yo un poco de indulgencia?

-Indulgencia Dios la da.

-Pues mire usted, nadie me quita de la cabeza que la voy a necesitar pronto, muy pronto.

-¡Oh, no digas tal!

-Me lo pueden creer. Hace días vengo pensando en eso, en mi próxima muerte, y ahora, cuando usted hablaba, se me metió en la cabeza la idea de que ya estoy al caer, pero ya, ya...

-¡Qué tontería!

-Si no me asusto. Al contrario, lo miro con una tranquilidad... ¡Morir... dormir mucho tiempo! ¿No es eso, padre? ¿No es eso, Augusta?

Entró en aquel momento Cruz, y habiendo entendido algo de lo que su hermana decía, la reprendió con dulzura, fijándose en la expresión de su rostro. Debió este de parecerle hipocrático en grado sumo, aunque no lo bastante para sentir alarma. «Claro, te estás   —93→   toda la tarde de palique, y luego viene la fatiguita y la opresión. Tú no hagas más que oír, y habla lo menos que puedas; sobre todo, no te pongas a defender los mil disparates que se te ocurren, porque en las discusiones te quedas sin aliento, y ya ves...».

-Si no estoy mal -dijo Fidela, con dificultosa respiración.

-No, no estás mal. Pero yo que tú me acostaría. Ya ves qué día tenemos. Con todas las precauciones del mundo, y echando leña sin cesar en las chimeneas, no podemos evitar que te enfríes. ¿Verdad, padrito, que debe acostarse?

Las instancias de su hermana, reforzadas por Gamborena, lleváronla al lecho, donde se sintió mejor. Después de haber descabezado un sueñecillo, hallábase muy risueña y decidora. Augusta, que de su lado no se separaba, le mandó más de una vez que cerrase el pico.

Nada ocurrió en el resto del día digno de ser contado. Gamborena y Cruz charlaban en el gabinete de Fidela, y esta en su alcoba se entretenía con Valentinico y con su fiel amiga. Ya entrada la noche, poco antes de la hora de comer, la Marquesita de San Eloy despertó de un breve y tranquilo sueño, respirando desahogadamente. ¡Qué bien estaba! Así lo creyó Augusta al acercarse a ella, inclinándose   —94→   sobre el lecho. Llevose la niñera al chiquitín para darle de comer, y entonces Fidela, acariciando la mano de su amiga, le dijo en el tono más natural del mundo: «Tengo que decirte una cosa».

-¿Qué?

-Que quiero confesarme.

-¡Confesarte! -exclamó Augusta palideciendo, y disimulando su turbación-. Pero ¿estás loca?

-No sé por qué ha de ser signo de locura el querer confesarse.

-Pero, hija, es que... creerán que estás mal.

-Yo no sé si estoy mal o bien. No hay más sino que quiero confesarme... y cuanto más pronto, mejor.

-Mañana...

-Déjate de mañanas. Mejor será esta misma noche.

-Pero ¿qué idea te ha dado...?

-Pues una idea, tú lo has dicho, una idea. ¿Acaso es mala?

-No... pero es una idea alarmante.

-Bueno, mejor. Me harás el favor de decírselo a mi hermana. O se lo dices a Tor... No, no, mejor a mi hermana.



  —95→  

ArribaAbajo- XII -

En el mismo instante que esto ocurría, entraba del Senado D. Francisco, llevando consigo a su amigo, maco y senador, a quien había invitado a comer, más que por el gusto de obsequiarle, porque viera a su esposa, y proporcionarse de este modo una consulta gratuita sobre la dolencia fastidiosa y tenaz, ya que no grave, que aquella sufría. Figuraba el senador entre las eminencias médicas, y quería serlo también política, para lo cual había tomado por su cuenta las reformas sociales, pronunciando discursos campanudos y pesadísimos, que a Torquemada le encantaban, por hallar en ellos perfecta concordancia con sus propias ideas sobre tales materias. Hicieron amistades en los pasillos, y en el salón se sentaban casi siempre juntos. Era el médico hombre amabilísimo, y D. Francisco se encariñaba con los hombres finos, siempre que fueran desinteresados y no atacasen al bolsillo con las armas de la cortesía refinada, como ciertos puntos que a nuestro tacaño se le sentaban en la boca del estómago.

Vio, pues, el senador médico a la señora Marquesa, la interrogó con exquisita delicadeza y gracejo, y su dictamen fue tranquilizador   —96→   para la familia. Todo ello no era más que anemia, y un poco de histerismo. El tratamiento de Quevedito le pareció de perlas, y había que esperar de él la anhelada mejoría. No se permitió añadir más que la rusticación cuando llegase el verano, residiendo en país montañoso, lejos del mar. Después comieron todos muy campantes, y Cruz notó en Augusta una tristeza que en ella era cosa muy rara, pues por lo común alegraba la mesa y entretenía gallardamente a los comensales. Torquemada estuvo decidor, queriendo a toda costa lucirse delante de su amigo, el cual, velis nolis, metió entre dos platos los problemas sociales, y allí fue Troya, pues el médico resolvía la cuestión por lo político, el misionero por lo religioso, y el señor Marqués deploraba las exageraciones de escuela. Tristes y aburridas, abstuviéronse las dos damas de dar su opinión en tan cargante materia.

Terminada la comida, corrió Augusta a la alcoba, y se secreteó con Fidela: «Dice Cruz que mañana...».

-Mi hermana no ha dicho eso.

-¿Cómo no?

-No, porque tú no le has dicho nada todavía. Si todo lo sé y lo veo desde aquí. Conmigo no valen mentirillas. Y si no se lo dices pronto, tendré que decírselo yo.

  —97→  

La inesperada presencia de Cruz en la alcoba, entrando como una aparición, cortó bruscamente el diálogo. Al pronto, notando algo extraño en la actitud de ambas, creyó que se trataba de una travesura. Interrogó, le replicaron, y al fin supo la verdad de aquel antojo de su hermana. ¡Confesarse! ¿Cuándo? ¡Pronto, pronto! ¿Qué prisa había? Su empeño verdadero o fingido de tomarlo a risa, no dio más resultado que confirmar a la otra en su tenaz deseo. Bien se comprende que aquel repentino afán de confesión, no hallándose la señora peor de su dolencia, al decir de los médicos, inquietó a la familia. Cruz fue con el cuento a Gamborena, y este a D. Francisco, que corrió alarmadísimo a la alcoba, y dijo a su cara mitad:

«¿Pero tú qué fenómenos tienes? Si dice el doctor que son fenómenos reflejos, exclusivamente reflejos... ¿A qué viene esa andrómina del confesarse? Tiempo tienes. Mi amigo se ha ido; pero si quieres le llamo... No, no será preciso. Mientras menos médicos aparezcan por aquí, mejor. Quevedo no tardará en llegar, y entre todos te convenceremos de tu tontería».

Interrogada por todos de un modo apremiante, Fidela no podía declarar, sin mentir, ningún síntoma peligroso. De fiebre no tenía   —98→   ni chispa, según una vez y otra hizo constar D. Francisco, que se las echaba de buen entendedor de pulsos. Lo único que sentía era la opresión del pecho, la dificultad del respirar, cual si un corsé de hierro le oprimiera la caja torácica, y algo, además, que, a su parecer, como dogal interno, apretaba su garganta, a la cual se llevaba las manos sin sosiego, creyendo cerciorarse con ellas de una fuerte hinchazón.

«Pero, ¿no tengo aquí un bulto muy grande?».

-No, hija, no tienes nada. Todo es aprensión.

-Fenómenos reflejos.

-Duérmete, y verás.

-Eso es lo que quiero, dormirme y ver lo que hay por allá. Pero me parece que no pegaré los ojos en toda la noche.

Quevedito, que a la sazón entrara, no encontró en ella novedad que debiera ser motivo de alarma; pero el estado moral de la enferma, y las extrañas inquietudes de su espíritu pusiéronle al fin en cuidado, y propuso a su suegro que al día siguiente, fuese llamado en consulta el doctor Miquis. En tanto, Cruz trataba de convencer a Gamborena de la inconveniencia de retirarse a su domicilio en noche tan cruda y desapacible, y él no insistió,   —99→   como otras veces, en largarse, afrontando la ventisca y el frío. Más que las molestias y aun peligros de la caminata, le retenían en la mansión ducal presentimientos vagos de que no sería excusada en ella su presencia. Convino, al fin, en alojarse en la habitación cardenalicia que en el piso alto le tenían preparada, y Cruz le suplicó que, antes de recogerse, tratara de obtener de Fidela, con su omnímoda autoridad, el aplazamiento de la confesión hasta el siguiente día. Dicho y hecho. Llegose a la puerta de la alcoba el buen sacerdote, y desde allí, con insinuante cariño, dijo a la enferma:

«¿Sabes que tu hermana no me deja marchar? Me resigno, porque las calles están heladas: caballos y personas tenemos miedo de un resbalón, y de rompernos pata o pierna... Eso que has pensado, hija mía, me parece muy bien, muy bien. Por lo mismo que no estás peor, quieres hacerlo descansada y fácilmente, como obligación de todo tiempo y de circunstancias normales. Bien, muy bien. Pero yo estoy cansado, tú necesitas dormir, y como me tienes en casa, quédese para mañana. Duérmete, niña, duérmete tranquila. Buenas noches».

Poco después de esto, despidiose Augusta, besando una y otra vez a su amiga, y prometiéndole   —100→   ir tempranito a la mañana siguiente. La paz y la quietud reinaron en la casa, mas no en el corazón de Cruz, que no tenía sosiego, y se acostó como el oficial de guardia cuando hay temores de trifulca. Toda la noche la pasó D. Francisco vigilando a su esposa. Entraba de puntillas, y aproximábase al lecho como un fantasma. La pobrecita dormía algunos ratos; pero eran sus sueños breves y nada tranquilos.

«Estoy despierta -decía alguna vez-. Aunque me veas con los ojos cerrados, no duermo, no. ¡Y qué ganas tengo de coger un buen sueño, largo, largo...!».

-¿Hay algún nuevo fenómeno, hija mía?

-Nada, nada más que esta opresión maldita. Si no tuviera esto, me sentiría muy bien.

Y más tarde: «Eximio, no te asustes, esto no es nada. Un momento que me ha faltado la respiración, y creí que me ahogaba».

-¿Quieres otra cucharadita?

-No, ahora no. Creo que me hace daño tanto brebaje. ¡Ay!, qué horrores soñé en un momento que me quedé dormida. Que nuestro Valentín se había sacado los ojos y jugaba con ellos. Después me los daba a mí para que se los guardara... ta... ca... pa... ca... ¿Y qué haces que no te acuestas, podrecido eximio?

-Mientras tú estés despierta, velaré yo   —101→   -le dijo el esposo, sentándose a su lado-. Blasono de precavido y vigilante, y soy la previsión personificada.

-Si no tengo nada; si estoy bien...

-Pero debemos tender a que estés mejor. A mí se me ha ocurrido un plan. A veces sabe uno más que toda la cáfila de médicos que pululan por ahí.

-¡Si yo durmiera...! Pero, ya verás... de mañana no pasa que coja yo un sueño largo, largo...

-Cuando yo estoy desvelado, me pongo a sumar cifras, y a meter y sacar por todos los rincones del cerebro la aritmética que aprendí de muchacho.

-Pues yo también sumo, y no saco en limpio más que los mil y quinientos minutos que me faltan para dormirme. ¡Qué cabeza esta! ¿Ves? Ahora parece que tengo sueño. Respiro bien, y el bulto de la garganta se me sube a los ojos. Los párpados me pesan. Eximio Tor, yo te aseguro que Valentín tendrá mucho talento, no talento para los negocios, como tú, si no para la poesía, y para...

Se quedó dormida. A la madrugada, después de varios letargos breves, tuvo un ligero ataque de disnea. Torquemada se alarmó. Pero ella le tranquilizaba diciéndole: «Querido ex... ex... imio, no te asustes. No es nada.   —102→   Quiero respirar, y la nariz dice que... respire por la boca, y la boca... que por la nariz..., y en esta disputa... ¿ves?... ya pasó... ya».

Ya de día claro, durmió como unas dos horas, y se despertó alegre, charlatana, preguntando si había venido Augusta. Acudió su hermana a darle el desayuno, un té con leche, que tomó con gran apetito. Torquemada se había ido a descansar, y Gamborena se preparaba para decir la misa. Revuelto y glacial como el anterior, ofreciose al amanecer aquel día, lo que no impidió que la de Orozco se personase en el palacio, diligente y recelosa, poco antes de la misa, que oyó con gran recogimiento y devoción. A las nueve, cuando Gamborena se desayunaba en la sacristía, y se oían en los pasillos bajos el desapacible chillar del heredero, y el ruido de los varetazos que daba en bancos y sillas, subió Augusta a la alcoba y charló con Fidela de cosas gratas, amenas y tentadoras de la risa. En lo mejor de este sabroso coloquio entró el eclesiástico, diciendo con gracejo:

«Amiguita, ahora está usted demás aquí. Fidela y yo tenemos que echar un párrafo».

Salió de la alcoba la dama, y quedaron solos la Marquesa y el misionero. La confesión fue larga, aunque no tanto como el sueño que aquella deseaba.



  —103→  

ArribaAbajo- XIII -

«¿Y qué? -preguntaba Augusta al sacerdote en el gabinete de Cruz, mientras esta pasaba un rato junto a su hermana-, después de la confesión ¿tendremos también Viático?».

-¡Tendremos! Habla usted de ello, amiga mía, como si se tratase de una garden party, o de un cotillón.

-No es eso... Quiero decir...

Torquemada entró súbitamente, haciendo la misma pregunta: «¿Y qué? ¿Viático tenemos?».

-Esperaremos a que ella lo pida -indicó Augusta-, o a que los facultativos indiquen su oportunidad... Yo la encuentro bien, y no veo motivo de alarma. ¡Pobre ángel!

-Es una santa -dijo el tacaño con cierta solemnidad-, y no será justo ni equitativo que se nos muera tan pronto, habiendo por el mundo tantos y tantas que maldita la falta que hacen.

-Sólo Dios sabe quién debe morir -agregó el sacerdote-, y cuanto Él dispone, bien dispuesto está.

-Sí; pero no es cosa de conformarse así, a la bóbilis bóbilis -replicó Torquemada amoscándose-. ¡Pues no faltaba más! Admito que   —104→   todos somos mortales; pero yo le pediría al señor de Altísimo un poco más de lógica y de consecuencia política... quiero decir, de consecuencia mortífera... Esto es claro. No se mueren los que deben morirse, y tienen siete vidas, como los gatos, los que harían un señalado servicio a toda la humanidad tomando soleta para el otro mundo.

Gamborena no contestó nada, y se fue a rezar a la capilla.

Poco después de esto, Fidela, que por consejo de toda la familia y disposición de Quevedito, se había quedado en el lecho, mandó que le llevaran al chiquillo, el cual, si al pronto se enfurruñó, porque le privaban de hacer el burro en los pasillos bajos, no tardó en avenirse con la compañía de su madre, única persona a quien solía mostrar cariño. Cansado de dar vueltas por la alcoba pegando latigazos, se hizo subir a la cama, y por ella se paseó a cuatro patas, imitando el perro y el cochino; y ya se corría hacia la cabecera para dejarse besar de su mamá, ya bajaba hasta los pies, mordisqueando la colcha, y haciendo gru, gru, para hacer creer a Augusta que era un terrible animalejo, que le iba a comer una mano.

«Está monísimo -decía Fidela, encantada de aquel juego-. No me digan que este chico   —105→   va a ser tonto. Lo que tiene es muchísima picardía, y en él, la travesura del animalillo anuncia la inteligencia del hombre».

Agitaba ella los pies dentro de las sábanas, para que él hociqueara en el bulto con saltos y acometidas de bestia cazadora, y ya se esparranclaba, ya husmeaba el aire descansando sobre los cuartos traseros y erguido sobre los delanteros, ya, en fin, sentábase para frotarse el hocico con movimientos de oso cansado de divertir a la gente. Pero su principal diversión era asustar a las personas que rodeaban el lecho, y a su mamá misma, ladrándoles, embistiéndoles de mentirijillas, con la boca abierta en todo su pavorosa longitud. Verdad que nunca se las comía; pero les hacía creer que sí, a juzgar por las voces de espanto con que acogían sus furores. Por fin, tendiose a lo largo junto a su madre, y apoyando su rostro en el de ella, largo rato estuvo mirándola de hito en hito, sin articular gruñido ni voz alguna. Maravillábase Augusta de que la mirada de Valentinico tuviera aquel día expresión menos fosca y aviesa que de ordinario; pero no apuntó ninguna observación sobre este particular.

«¡Si es más bueno este hijo! -decía Fidela gozosa-. ¡Ahora me está diciendo al oído unos secreticos tan salados!... Ta, ta, pa, ca...   —106→   que me quiere mucho, y otras cosas muy bonitas, muy rebonitas».

Diferentes veces le puso Cruz en el suelo para que no molestase a su madre; pero él, con una querencia tenaz, que fue la mayor rareza de aquel memorable día, se las arreglaba para volver a la cama. Creyérase que comprendía la obligación de ser dócil y bueno para merecer aquellos honores. Nunca se le vio más sumiso ni se notó expresión tan dulce en el ta, ca, ja, pa, que a cada instante pronunciaba, ni tuvo tanto aguante para permanecer quieto, pegado su hocico al rostro de su mamá, dejándose acariciar de ésta y oyendo de su boca tiernas palabras que seguramente no había de entender. Quedose dormido un rato, y Fidela no consintió que le quitasen de su lado. Durmió también ella con placidez que todos creyeron de feliz augurio, y de fijo le habría sido provechoso aquel sueñecico, si hubiera durado más.

Con la tardanza del doctor Miquis, que no pudo ir hasta la tarde, estaban en ascuas Cruz y D. Francisco, esperando uno y otro cobrar ánimos con la visita del famoso médico. Antes que este llegara, tuvo Fidela otro ataquillo de disnea, seguido de un colapso muy breve, del cual sólo Augusta, única persona que entonces se hallaba presente, pudo   —107→   enterarse. Volvió Valentinico a subirse a la cama, y si poco antes, pudieron observar todos en sus ojuelos cierta dulzura (como no fuera esto efecto de la buena voluntad de los que le miraban), luego notaron en ellos la singularísima expresión ofensiva que de ordinario tenían. Quizás dependía esto de su pequeñez, contrastando con la voluminosa cabeza, y de una irisación gatuna en las obscuras pupilas. No se sabe; pero todos decían, y Augusta la primera, que aquel no era el mirar inocente y seductor de un niño. ¡Demonio de engendro! Le dio por echarse como un perro a los pies de su madre, y de amenazar con gruñidos a cuantos al lecho se acercaban, enseñando los dientes, y preparándose para morder al que se dejara, ya fuese su mismo papá, o su tía.

«¡Qué bravo! -decía Fidela-. ¡Cómo defiende a su madre! Esto se llama inteligencia, esto se llama cariño... ¡Pero si nadie me hace daño, hijo mío! Estate quietecito, y no te muevas mucho, que me molestas».

Entró en esto Miquis, y se llevaron al salvaje bebé, que con berridos protestaba de no hallarse presente en tan importante visita. Larga fue esta, y detenidísimo el examen que de la ilustre enferma hizo aquel espejo de los facultativos. La animó con su galana   —108→   y piadosa palabra; mostrose después reservado con la familia, y al fin, solos él y Quevedito, hablaron mutatis mutandis lo que sigue:

«¿Pero tú qué estás pensando?... ¿tú qué haces? ¿Estás tonto?».

-¡Yo!... ¿qué? -replicó balbuciente y poniéndose pálido, el yerno de Torquemada-. ¿Por qué me dice usted eso, D. Augusto?

-Porque eres un ciego si no ves que esta pobre señora está muy mal. ¡A buena hora me avisas, cuando ya...! Puede que aún sea tiempo, pero lo dudo. La depresión cardíaca es tal, que temo el colapso, y si viene el colapso con la intensidad que presumo, ya no hay nada que recetar, como no sea el Viático.

Quevedito se limpió el sudor del rostro. Un color se le iba y otro se le venía, no sabiendo qué contestar a las aterradoras palabras de su amigo y maestro. El cual siguió:

«¿Pero a qué tanta digitalina? Basta, basta, y dispón las inyecciones de cafeína y éter, y las inhalaciones de oxígeno... para lo que ha de venir esta noche».

-¡Teme usted...!

-Ojalá me equivoque. Pero... no te comprometas ante la familia con optimismos que por desgracia serían ilusorios... no des esperanzas.

-¿Teme usted que el colapso...?

  —109→  

-Se ha iniciado ya. Lo he conocido en el pulso irregular, en el rostro, que se descompone, o parece querer descomponerse...

-No había observado...

-¿Y para qué sirve la adivinación médica, el arte de ver los fenómenos ya pasados, en el rastro casi imperceptible que dejan en el organismo?... Volveré esta noche. No te separes de la enferma, y observa al minuto todo cuanto ocurra.

-¿Volverá usted?

-Sí. Creo que no adelantaremos nada, y que la pobre señora no saldrá de la noche.

De tal modo desconcertaron estas lúgubres palabras al bueno de Quevedito, que cuando el otro se fue, y Cruz, ansiosa, se llegó al médico de la casa, este no pudo disimular su turbación. Faltábale poco para echarse a llorar. A las preguntas anhelantes de Cruz, y a las de D. Francisco, contestó desordenadamente, luchando entre la veracidad profesional y el afecto de familia: «Mal diagnóstico... ¿para qué ocultarlo?... malo, malo... Sería peor dar esperanzas, que... Pero aún no debemos perderlas, no, no, eso no... Basta de digitalina... Habrá que hacer inyecciones... inhalaciones... Veremos esta noche... Creo que Miquis exagera el mal. Estos médicos de punta son así: dan grandes proporciones a la   —110→   cosa más sencilla, para luego salir diciendo... Pero la gravedad existe, una gravedad relativa... y vale más estar prevenidos...




ArribaAbajo- XIV -

La primera idea de Cruz, rehaciéndose valerosa ante el peligro, fue llamar inmediatamente a las principales eminencias médicas de Madrid. Torquemada, que poco después de oír a su yerno tocaba el cielo con las manos, empezó por arrojar todas sus iras contra Miquis: «Ese hombre está loco. Ese hombre es un bribón que quiere explotarnos. Ve que en esta casa hay trigo, y dice: aquí me dejo caer... No, no, fuera médicos ilustres, que no saben una patata. ¡Decir que hay peligro grave! ¿Dónde y por qué? Si sólo con verla se comprende que todo ello es unas miajas de fenómeno reflejo, catarro descuidado, el dengue y los achaquillos que deja... Esto es una picardía, un complot, por decirlo así.

Pronto varió de opinión, transigiendo con que se llevaran cuantos doctores de campanillas fuesen menester, y después, su excitado cerebro discurría los arbitrios más extravagantes, por ejemplo, llamar a un curandero famoso de la Cava de San Miguel... Él le conocía, y testimonio podía dar de sus maravillosas   —111→   curas: nada se perdía, pues, con llevarle, porque si no curaba, daño no hacía: toda su terapéutica era agua del pozo, y dar friegas en el estómago y en los vacíos con un cepillo de hierbas. Tan desconcertado estaba el hombre, que no tardó en reírse de su propio consejo, y volvió a poner en duda la competencia de la Facultad para curar a nadie.

Con rapidez pasmosa cundió entre los amigos de la casa la noticia de la gravedad de la señora Marquesa de San Eloy, llegando también al Senado antes del término de la sesión, por lo cual viese D. Francisco asaltado, a primera hora de la noche, de multitud de amigos políticos y particulares, que con enfáticas demostraciones de sentimiento, estuvieron dándole matraca más tiempo del que su tristeza y ganas de soledad consentían. No hizo caso de nadie, ni aun de los que, echándoselas de profetas optimistas, le anunciaban una solución feliz de la enfermedad. Renegaba el tacaño de todo, de los amigos y de la ciencia, de la fatalidad y de los llamados... altos designios de... Quien quiera que fuese. Hasta la compañía y los consuelos de Donoso, su amigo y en cierto modo maestro en ilustración, le cargaban en aquella infausta noche. Resistiose a probar bocado, y cuando los importunos empezaron a desfilar, andaba de un   —112→   lado para otro del palacio, como un demente, paseándose entre fantasmas, que no otra cosa le parecían las figuras religiosas o paganas, desnudas unas, otras mal vestidas con sábanas o colchas, que poblaban salones y galerías.

Entre tanto, Fidela había pasado, en el tránsito melancólico del día a la noche, por diferentes alternativas, hallándose por momentos gravísima, por momentos tan aliviada, que la familia no sabía si temer o esperar. Augusta no se separaba de su lecho: las manos de una enlazadas con las de la otra, confirmaban en aquellos críticos instantes el intenso cariño, contra el cual la muerte misma no debía prevalecer.

«Ahora te sientes mejor, mucho mejor, ¿no es verdad? No creas que nos hemos alarmado mucho. Bien se ve que no es nada».

-Sí, no es nada -dijo Fidela recobrando la viveza de su acento-. ¡Si siguiera como estoy ahora...! Me siento bien; respiro sin dificultad; y... ¡qué cosa tan rara!, se me ha refrescado tanto la memoria, que todo lo veo clarito, y mil cosas que había olvidado, insignificantes, se me presentan ahora en la imaginación como si hubieran pasado ayer.

-¿Sí? ¡Qué gracia! Pues mira, no hables mucho. Ya sabes que los médicos quieren que cierres el pico... Fácil medicina es callar.

  —113→  

-Déjame que hable un poquitín. ¡Si es lo que me gusta más en el mundo! La charla... mi pasión...

-Bueno, te permito una pizca de charla. Si se enteran Quevedo y tu hermana me reñirán.

-¡Ay, qué cosa tan rara! Alababa yo mi memoria, y ahora me encuentro sin ella... Pues nada... Había pensado preguntarte una cosa, y se me ha olvidado... ¡Pero si hace medio minuto que lo tenía aquí, en la punta de la lengua!

-Pues déjalo para después.

-¡Ah!... ya, ya lo tengo. Verás: cuatro palabras nada más... Dime una cosa. ¿Crees tú que los muertos vuelven?

-Mira, hija de mi alma -replicó Augusta sintiendo frío en el corazón-, no hables de muertos. ¡Vaya, qué tonterías se te ocurren!

-¿Y por qué ha de ser tontería? Yo te pregunto si crees tú que los que se mueren... vuelven al mundo de los vivos. Pues mira, yo creo que sí, y que no hay que burlarse de la conseja de las ánimas en pena.

-Yo no sé nada de eso: cállate, o llamo a Cruz.

-No, no... ¡Flojo réspice me echaría!... Yo creo que cuando una es espíritu libre, puede ir y venir donde le plazca. Lo que no sé es si   —114→   tú podrás verme, como yo te veré a ti... Y cuidadito con hacer picardías... Mira que te estaré mirando...

Augusta temblaba. Se apoderó de ella un terror instintivo; y como en la estancia había poca luz, creyó ver surgir de aquellas penumbras espectros que se aproximaban lenta y terroríficamente.

«¿Tú qué piensas de esto? -insistió Fidela con ligera inquietud-. ¿Alguna vez, en tu vida, en circunstancias gravísimas ¿me entiendes?, has visto la imagen de alguna persona querida, que se te hubiera muerto? Porque el ser la persona muy querida, muy querida, paréceme condición indispensable para que el hecho de verla, de verla como te estoy viendo a ti, se verifique».

-Bah, bah... ¿Te callas si te contesto lo que más puede gustarte? Pues bien, si te callas, te diré que sí... Pero no me preguntes más. Queriendo mucho, pues... Ea, basta ya. Esto podría desvelarte, y es preciso que duermas, pobrecita.

-Si yo también quiero dormirme. De eso se trata, tonta. ¡Que me place tu respuesta! Los que duermen, sueñan, y el que sueña, vive en sueños, y su ser soñante puede ser su imagen visible... ¡Vaya unas filosofías! ¡Ah, que no nos oiga el padrito! ¡Menudo sermón   —115→   nos echaría!... Pues sí, a dormir, a dormir.

Cerró los ojos, y Augusta, después de abrigarle el cuello con el embozo, la besó cariñosamente, y la arrulló como a los niños. Cruz entró de puntillas, y enterada de su tranquilidad volvió a salir. En consulta estaban a la sazón tres eminencias, a más de Miquis y Quevedito, y había gran ansiedad en la familia por conocer el resultado de la discusión científica. Por desgracia, el protomedicato confirmó plena y categóricamente la opinión de Miquis, respecto a la gravedad y al inminente peligro. La temida catástrofe podía tardar un día, dos, o precipitarse en el instante menos pensado, aquella misma noche.

Quiso Cruz consultar con Torquemada si se traería el Viático, sin pérdida de tiempo; pero D. Francisco, por mediación de Donoso, que era el que andaba en aquellos tratos, negose a dar su opinión sobre tan grave materia. Su abatimiento y pesimismo quitábanle la serenidad para resolver cosa alguna. Gamborena, en tanto, con pretexto de visitar a la enferma, entró en su alcoba. La vio dormida; esperó... Un ratito después, Fidela despertaba; alegrose mucho de ver al misionero, y le dijo que quería reconciliarse. Retiráronse todos, y Gamborena, como era natural, aprovechó   —116→   tan buena coyuntura para proponerle la administración del Sacramento. Acerca de la hora no hubo perfecto acuerdo, porque la enferma dijo: «mañana»; Cruz no quería contrariarla, manifestando prisa, y el padre transigió dando al mañana una interpretación ingeniosa. «Tempranito, tempranito... Es lo mejor. Son las diez de la noche».

Don Francisco, a eso de las once, se dirigió a la alcoba, cuando ya se había iniciado el temido colapso. El mismo terror que invadía su alma le sugirió ardiente anhelo de ver el tristísimo cuadro de aquella preciosa vida, próxima a extinguirse en lo mejor de la edad, burla horrorosa de la lógica, del sentido común, y aun de las leyes de la Naturaleza, sacrosantas, sí señor, sacrosantas, cuando no se dejan influir ¡cuidado!, de las arbitrariedades que vienen de arriba. Contempló a su querida esposa, lívido, desconcertado, sin acertar a proferir palabra ni queja, y allí se estuvo como estatua, sintiendo, con más fuerza que había sentido el terror de la entrado en la alcoba, el terror de la salida. No hallaba ni la palabra, ni el gesto, ni el movimiento para largarse. Por fin, Augusta, que lloraba a lágrima viva, le cogió por un brazo, diciéndole entre sollozos: «Retírese, D. Francisco, que esto le afectará demasiado».

  —117→  

El hombre encontrose fuera del cuarto cuando menos lo pensaba, y silenciosamente, las manos a la espalda, los labios fruncidos, bien apretados los dientes, como si nunca más en su vida hubiese de articular palabra, se fue a su despacho, en la planta baja, donde no había nadie, pues Donoso andaba también por las alturas, tratando de algo referente a la imponente ceremonia que se preparaba.




ArribaAbajo- XV -

Metiose en su cuarto el Marqués de San Eloy como alimaña huida, que sólo se cree segura en la grieta que le sirve de albergue; pero como este era, en aquel caso, bastante holgado, allí se entretuvo el hombre en espaciar su desventura, paseándola de un extremo a otro, como si de esta suerte, por estirarla y darle vueltas, pudiera llegar a ser menos honda. Verdaderamente, era una cosa inicua, casi estaba por decir una mala partida... vamos, una injusticia tremenda, que debiendo ser Cruz la condenada a fallecer, por razón de la edad y porque maldita la falta que hacía en el mundo, falleciese la otra, la bonísima y dulce Fidela. ¡Qué pifia, Dios! Y a él no le faltaban agallas para decírselo en su cara al Padre Eterno, como se lo diría al   —118→   nuncio y al mismo Papa, para que fueran a contárselo. ¿A qué obedecía la muerte de Fidela? «¿A qué obedece? -repetía furioso, volviendo la cara hacia el techo, como si en él pintada estuviese la cara de su interlocutor-. ¿Es esto justo? ¿Es esto misericordioso y divino?... ¡Divino! Vaya unas divinidades que se gastan por arriba. Pues yo le digo a Su Señoría que no me ha convencido, y que todo eso de infinitamente sabio, infinitamente... qué sé yo, lo pongo en cuarentena. Ea, no me gusta adular a los poderosos, a los que están por encima de mí. La adulación no se compadece con mi carácter. Tengamos dignidad. ¿Y qué es el rezo, más que una adulación, verbigracia, besar el palo que nos desloma? Yo... al fin y al cabo... rezaría, si fuese preciso, si supiera que había de encontrar piedad; pero... como si lo viera... ¡piedad! ¡Ah, quien no te conozca que te compre! Esto es obvio. La piedad que haya, que me la claven en la frente. ¿Qué más? ¿Cómo olvidar el caso de mi primer Valentín, de aquel cacho de ángel, que me quitaron de la manera más atroz y bárbara, barrenando las leyes de la Naturaleza, sin que me valieran rezos, ni limosnas, ni nada?... ¡Anda y que adulen otros! No es uno un pelagatos, no es uno un cualquiera, no es uno un mariquita...».

  —119→  

Fatigado de dar tantas vueltas, se sentó en una silla, apoyándose en la mesa, y se tapó los ojos con ambas manos. «¡Ñales! -decía-, paréceme que estoy delirando. Lo que me pasa no es para menos... Aunque nos volviéramos locos de tanto rezar todos los que estamos en la casa, nada conseguiríamos, porque el mal, a estas alturas, es de los que no tienen remedio. La podrecida Fidela se muere... se muere sin remisión... quizás se ha muerto ya... Sería preciso, para salvarla, que Aquel hiciera un milagrito, y lo que es eso... Favores ya los hace; pero milagros... Y falta que sea verdad que los hiciera... Favores sí; pero estas gangas son para los beatos y ratones de Iglesia... No está uno en el caso de rebajarse... ¡cuidado!... Cierto que si me aseguraran que..., yo me rebajaría, vaya si me rebajaría... Pero, ¡con cien mil Biblias!, para que me dejen con un palmo de narices, como en el caso de Valentín...».

Volvió a pasearse, transido de pena y terror, atormentado por la imagen de su esposa moribunda, fija en su mente con los rasgos y matices de la pura realidad. La veía, la estaba viendo, cual si delante la tuviera. ¡Cuánto mejor para él no haber entrado en la alcoba, haberse quedado fuera... evitando el mal rato de verla agonizante, y el tormento de quedarse   —120→   con aquella imagen, con aquella fotografía en el cerebro, la cual no se borraría en mil años que viviese!... Perdido el conocimiento, sin ver a nadie ya, columbrando quizás las cosas del Cielo, la pobrecita Fidela se iba muriendo sin sentirlo, los ojos hundidos, las pupilas sin brillo ni viveza, vueltas hacia arriba, como si quisieran mirar al interior del cráneo; la boca anhelante, distendiendo y contrayendo los labios... al modo de los pececillos de redoma... en derredor de la boca un cerco violado que le desfiguraba horrorosamente el rostro... la piel húmeda, del sudor frío que la cubría; el cabello pegado a las sienes, y también con aspecto de cosa muerta, postiza, como peluca desencajada y fuera de su lugar... y por fin, el cuerpo inmóvil, vencido ya por la inercia, sin contracciones. Sólo en los dedos, la vida muscular se manifestaba expirante en ligeras crispaduras... Tal era la imagen lastimosa que había visto D. Francisco, y que en su mente quedó estampada, con fuerza bastante para transportarse de la mente a la realidad.

Pasó algún tiempo, no podía decir cuánto, en aquella abstracción dolorosa, sintiendo hondo, viendo claro lo que no ver quería, luchando por borrar la imagen cuando se vivificaba demasiado, y por revelarla de nuevo   —121→   cuando se desvanecía, pues si penoso era verla, desconsuelo le causaba no percibirla, y a tantos tormentos uniose pronto el de la duda. ¿Había muerto ya o vivía aún? Por nada del mundo habría vuelto a la alcoba. ¿Cómo no se le daba cuenta de la muerte, si ésta era un hecho? Lo probable era que aún viviese. ¿Le habrían traído el Viático? No, porque él hubiera sentido rumores de gente, y el toque triste de la campanilla. Grande era el palacio; pero no tanto que un acto de tal naturaleza pudiese verificarse sin que él se enterara. Creyó sentir un bullicio extraño... ¡Gente de la parroquia! La Extremaunción sería, que el Viático no podía ser.

Puso después atento oído a los ruidos que sonaban en el inmenso caserón. A ratos reinaba silencio tan profundo, que todo parecía muerto, todo quieto y mudo, como las figuras de los lienzos que adornaban la ducal mansión; a ratos oía pasos precipitados de la gente de servicio, que bajaban o subían a prisa, como en busca de algo muy urgente. Tentado estuvo, en más de una ocasión, al sentir próximo a su leonera el paso de algún criado, de salir a la puerta y preguntar... Pero no: si le anunciaban la muerte, ¿cómo soportar la noticia? Además, los criados todos se le habían hecho tan antipáticos, que no quería nada   —122→   con ellos, y si por acaso le contestaban algo desagradable, trabajillo le había de costar no emprenderla con ellos a puntapiés. Tanta llegó a ser al fin su ansiedad, que entreabrió la puerta. Frente a esta, extendíase una ancha galería bien iluminada. ¡En su dorada cavidad cuánta tristeza! Pasos se oían, sí; pero no muy lejanos, arriba, allá, donde estaba pasando... lo que pasaba. En el fondo de la galería vio una figura enorme, desnuda, con la cabeza próxima al techo, y las piernazas encima de una puerta. Era un lienzo de Rubens, que a D. Francisco le resultaba la cosa más cargante del mundo, un tío muy feo y muy bruto, amarrado a una peña. Decían que era Prometeo, un punto de la antigüedad mitológica: picardías muy malas debió de hacer el tal, porque un pajarraco le comía las asaduras, suplicio, que a juicio del Marqués de San Eloy, estaba muy bien empleado. Más acá vio a una ninfa que también le cargaba, casi en cueros la muy sinvergüenza, con los pechos al aire, y tan tiesa como si se hubiera tragado el palo del molinillo. No se acordaba Torquemada de su nombre; pero ello era también cosa de tirios y troyanos... Ganas le dieron súbitamente de salir con una estaca y emprenderla a palos con la estatua (copia de la Dafne de Nápoles) que decoraba el fondo de   —123→   la galería, y hacerla pedazos, para que aquella pindongona no le señalara más con su dedo provocativo, ni se le riera en sus barbas... Pero habría sido disparate romperla, valiendo lo que valía.

En esto sintió ruidos de pasos en la escalera, y azorado cerró la puerta. «Ya vienen, ya vienen a decírmelo». Después se acordó de que había dado a su ayuda de cámara la rigurosa consigna de que no le llevasen recados, que no quería saber nada ni ver a nadie. «Velay por qué no se acerca a mi cuarto ni una mosca. Me tienen miedo».

Ya debían de ser las dos de la mañana. El ruido se acentuó en la parte superior de la casa. Sintió D. Francisco un frío intenso, y sobre el gabán que puesto tenía, se echó otro, y siguió paseándose. «Seguramente -se dijo-, es un hecho ya. Como si lo viera. Cruz estará haciendo aspavientos de dolor..., y lo siente, no dudo que lo siente. Pero no será ella quien venga a decírmelo. Donoso quizás. Tampoco: no se separará un momento de su adorada Cruz, para consolarla, y ponerse a pensar los dos... ¡ah, les conozco!, en las disposiciones para el entierro. Donoso no vendrá. Augusta tampoco, porque esa sí que estará afligidilla. ¡La quería tanto...! ¡Ah!, ya caigo; el llamado a comunicarme la triste noticia, es   —124→   el clérigo, mi señor Gamborena, que debe de estar también arriba, echando latines. ¡A buena hora! Véase para lo que vale la santa religión. Este San Pedro o San Perico, a quien tengo por portero del departamento celestial, no puede o no sabe evitar que se muera quien no debe morirse. Ya, lo que ellos quieren es llevar gente y más gente para arriba... No les importa quien sea. En el fondo de esa santidad, hay un gran egoísmo, por decirlo así... Pues, sí, el beato Gamborena será el comisionado para traerme la noticia... Cuando no me la trae es que todavía...».

Acercose a la puerta, aplicó el oído... Nada sentía. «¡Si no vendrá tampoco el misionero a decirme nada!... Vamos, que reviento de ansiedad... ¡Si al fin tendré que subir, y...! Paseemos otro poco».

Algunas docenas de vueltas había dado, cuando sintió pasos. El corazón quería saltársele del pecho... Sí, eran los pasos de Gamborena; los habría conocido entre mil y mil pisadas de una multitud en marcha. Hasta los andares del buen eclesiástico revelaban la grave noticia de que era mensajero, y antes de llegar, venía diciéndola con los pies, con el compás seguro y rítmico, con el ruidillo que hacían las suelas sobre el entarimado... Detuviéronse al fin los pasos en la puerta;   —125→   abriose esta con lentitud ceremoniosa, y en el rectángulo, como luminosa figura en marco negro, vio aparecer Torquemada la persona del misionero de Indias, su cara de talla antigua, de caliente y tostada pátina, la calva reluciente, el cuerpo todo negro, los ojos de angélica expresión. D. Francisco clavó en él los suyos, diciéndole con la mirada: «Ya sé... ya». Y él, con voz patética, solemne, terrible, que sonó en los oídos del tacaño como el restallar de los orbes al desquiciarse, le dijo: «¡Señor, Dios lo ha querido!».





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