Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


Abajo

Tradiciones coloniales


Carlos Valenzuela Solís de Ovando






ArribaAbajoLa mano del muerto

Corría el año de 1667, cuando se produjo en Santiago un duelo galante que alteró la apacible vida de la ciudad turbada de vez en cuando por los desmanes del gobernador Meneses, que tan bien se había ganado el apodo de Barrabás.

La causa de la discordia fue, como casi siempre ocurre, una hermosa joven española cuya belleza traía transtornados a solteros y casados, atracción que le cerraba el paso a muchos de los estrados de las elegantes tertulias, única forma de defensa de las altivas matronas para sustraer a sus maridos de la posible tentación.

La niña en cuestión era doña Inés de Moncayo. Nacida en España, había contraído matrimonio a temprana edad por imposición paterna con un viejo y achacoso hidalgo, cuya provecta edad se compensaba con su bien provista bolsa. El oportuno fallecimiento del carcamal, que no alcanzó a gozar de sus encantos, la dejó en completa libertad, en estado de legítima viudez, y con los medios para mantenerse con relativa holgura. Pero como el matrimonio no había calmado sus inquietudes primaverales, fue buscando, casi sin darse cuenta, la compañía y el amor de muchos jóvenes que, además de dejarle el corazón vacío, le alivianaron también el arca, hasta quedar con lo necesario para pagarse el viaje al lejano reino de Chile, donde nadie conocía sus andanzas, y donde podría sostenerse por un par de años.

A poco de su llegada, doña Inés ya se había hecho de una reputación inmaculada de inconquistable viuda que, unida a su hermosura, gracia y donaire, la convirtieron en la más perseguida de las jóvenes capitalinas, con la consiguiente secuela de chismes y celos de las menos agraciadas.

Pero, en honor a la verdad, debemos reconocer que la prudencia y recato que la joven demostraba no era otra cosa que un plan muy bien madurado, para vengarse de los hombres que habían mermado su fortuna, volviendo a llenar la bolsa a su costa. Su más valioso capital era ella misma y había aprendido a desenvolverse con sutileza. Cuantiosos regalos y préstamos nunca devueltos, ante la expectativa de poder contar con sus mercedes, trocaron su virtud en un rico e inagotable filón.

La bella muchacha se había transformado en la comidilla de todas las consejas y pelambres de las mujeres de la ciudad, que enmudecían ante la presencia de sus maridos, hermanos o novios. Los hombres sólo hablaban maravillas de ella, y las puertas que las mujeres cerraban, eran abiertas generosamente por ellos, especialmente los más encopetados, que se disputaban el honor de contarla entre sus huéspedes, sobre todo cuando se comentaba, sotto voce, que era la viuda de un cortesano de gran estima del Rey, y que la ninfa, por modestia, no quería confesarlo.

Es así como se tejen los mitos. Basta algo contado en susurro, y luego la renuencia a hablar del tema, en un lugar tan alejado de las fuentes de información, para que todos den por cierto algo que sólo está en el magín. Una dama de tal alcurnia, que, pese a su enorme beldad y garbo, permanece distante y no presta atención a los más empingorotados galanes que corren alborotados detrás de ella, se mantiene indudablemente en un alto sitial.

Pero la realidad era bien distinta. Doña Inesita otorgaba sus favores con tanta habilidad, que los propios interesados quedaban condenados a mantener la boca cerrada a riesgo de caer en el mayor de los ridículos. Sabido es que los hombres son más habladores que las mujeres, especialmente respecto a sus aventuras amorosas. ¡Muy inteligente debió ser la niña para tenerlos así encadenados!

Doña Inés de Moncayo había adquirido una casona en la ribera del Mapocho, cuya puerta principal se abría a la calle de Las Ramadas, y el portalón trasero del último patio, iba a dar a las orillas mismas del río. La maledicencia femenina hacía circular, en el corro de la crónica escandalosa, que hasta el propio presidente Meneses había sido su amante, antes de enamorarse perdidamente y casarse en secreto con doña Catalina Bravo de Saravia. Pero como todas las malicias e intrigas se estrellaban contra su angelical pureza, no pasaban de convertirse en murmullos, que más se tomaban por envidia de quienes hablaban, que por verídicos.

Fue transcurriendo el tiempo, y en la medida en que el arcón de doña Inés aumentaba su volumen, crecía el número de sus admiradores. Entre sus cortejantes figuraban dos jóvenes de gran reputación en la capital: don Matías Cerpa y don Luis de Bahamondes, que habían venido en el séquito del presidente Meneses.

El primero, oriundo de Granada, servía en las filas del Ejército y pertenecía a la guardia personal del gobernador. Era de contextura atlética, musculoso, de soberbia estampa y gran elocuencia, pero... de héticas faltriqueras. El segundo, Bahamondes, provenía de Valladolid y era de físico muy parecido a Cerpa, y aunque menos hercúleo, no le iba en zaga en la regia apostura.

Se habían hecho muy amigos desde España, y luego compartieron toda clase de aventuras galantes, de riñas y pendencias, en que siempre se cuidaron mutuamente las espaldas haciendo gala de sus habilidades de esgrimistas. Tenían una especie de cofradía o hermandad de hidalgos, para disfrutar de la vida y repartirse tanto pérdidas como ganancias.

Bahamondes se había convertido, gracias a su innata inteligencia para los negocios, en la mano derecha del presidente Meneses. Participaba en todos los turbios enredos y concusiones con que Barrabás enriquecía su hacienda, y manejaba, en forma secreta, los hilos de los escandalosos tráficos que aquél ejercía desembozadamente, por lo que había acumulado un ingente caudal, muy útil para pagar sus francachelas. Y así anduvieron largo tiempo hasta dar en las redes que la hermosa araña de las riberas del Mapocho les tendió.

Comenzaron a frecuentar su casa con aire alegre y conquistador, mas, al corto tiempo, empezaron a mirarse como enemigos. Ambos se habían enamorado de la coqueta y retrechera viudita, que pronto procedió a citarles por separado. La verdad es que la niña se fascinaba con los dos jóvenes y apolíneos pretendientes; pero su natural desconfiado y mercantil la hacía postergar una decisión, porque, ¿para qué escoger si podía solazarse con uno y otro, conteniendo sus requiebros con provocadoras sonrisas; y sus exigencias amorosas, con vagas promesas?

La vieja amistad se trizó. Los muchachos comprendieron que eran rivales, y aunque la pregunta no alcanzó a brotar de sus labios, se tuvieron desconfianza. Don Matías Cerpa aprovechaba cualquier momento que sus obligaciones le permitían, para rondar la casa de su amada. Bahamondes abandonaba sus especulaciones comerciales, en la trastienda del almacén que el gobernador tenía en la esquina de la Plaza de Armas, y volaba a golpear la puerta de la calle de Las Ramadas. Doña Inesita se las arreglaba para que nunca se encontraran, y con ambos retozaba, en plácida y excitante charla, bajo los limoneros de su jardín, a pesar de que los jóvenes se desvivían por llevarla más al interior, cerca de la alcoba y lejos de los ojos de las complacientes criadas. Pero la viudita se daba maña para que siempre hubiera una de ellas que, en el momento peligroso, se acercara a ofrecer una mistelita o un vaso de aloja de culén.

Pronto se convenció don Matías de que la niña era realmente pura, y que la única forma de conseguir sus favores era a través del matrimonio. Tanta negativa lo enfebrecía. No podía mirar sus profundos ojos negros sin enloquecer de pasión, creyendo descubrir en ellos infinitas promesas de placer. Tampoco podía escuchar su voz grave, ni contemplar su talle cimbreante, sin que despertaran sus instintos más violentos. El galán, que en cosas de amor sabía más que Lepe, Lepijo y su hijo, no encontraba manera de que Inesita rindiera la plaza.

Por su parte, a la viudita le pasaba lo mismo con sus dos pretendientes. Había instruido a las criadas que la servían, de que se mantuvieran al acecho y a la escucha, como una forma de protección en contra de ella misma, para que, en cuanto vieran que el fuego se estaba avivando, aparecieran en forma inocente y solícita con cualquier pretexto. La astuta joven comprendía que no podía perder la cabeza ni dejarse llevar por sus impulsos, antes de sacar el mejor partido de la situación.

Buscando una forma de tomar una decisión y, al mismo tiempo, de acrecentar su peculio, discurrió pedir a ambos, separadamente, un alto préstamo sobre una cuantiosa y supuesta herencia que había de llegarle de su extinto marido. Don Luis de Bahamondes respondió alegremente:

-¿Y por tan poco os preocupáis, tontuela? Esta misma tarde tendréis más de lo que necesitáis.

Y, efectivamente, al anochecer, dos esclavos mulatos trajeron una talega de cuero cargada de patacones, que el joven depositó a los pies de su amada con estudiada despreocupación.

Cuando hizo la petición a don Matías Cerpa, éste le respondió encendidamente:

-¡Amada mía, olvidad esos menesteres! ¡Sed mi esposa y os juro que nada os faltará! ¡Sabéis que os amo más que a mi vida!

-¿Y de qué vale vuestra vida que tantas veces os la habéis jugado? ¿Queréis convertirme en viuda por segunda vez?

-Soy pobre, lo reconozco. Pero tengo una brillante hoja de servicios que algún día será reconocida por el monarca, y entonces no habrá estrado ni sitial, por alto que esté, que no sea para vos.

-Cuando eso suceda, querido mío, tendré ya a todos los santos vestidos -respondió con un mohín de desdén.

-¡Pero el presidente me estima y me distingue! ¡Seréis una dama muy principal! -arguyó el joven, enardecido.

-Debemos aguardar. Es todavía muy pronto para tomar decisiones -concluyó la viudita, ofreciéndole unos bizcochuelos.

Esa misma noche, la cancela se abrió rechinando para dar paso a un amante embozado en su negra capa. Los pasos resonaron seguros hasta la alcoba de doña Inesita, que esperaba anhelante el arribo de don Luis. Al verle llegar, sus ojos se iluminaron, y con suave voz le invitó a sentarse en uno de los bordes de la elegante cama:

-¿Sabéis, don Luis? Creo que si esta noche me pidierais algo definitivo, me platicarais del porvenir, no podría negarme a vuestros requerimientos -manifestó la pícara hija de Eva.

Hacía tiempo que acariciaba la idea de que don Luis de Bahamondes la pidiera por esposa. La última prueba de su fortuna había logrado romper la indecisión. Sus dos pretendientes eran hidalgos, pero don Luis era, además, muy rico y le ofrecía honores, riquezas y pergaminos. Como el enamorado no manifestaba sus intenciones, quizá por timidez, pensó en facilitarle el camino. Pero él respondió:

-¡Querida mía, bien sabéis cómo os amo! ¡Pero sabéis también que en cuanto hiciésemos público nuestro compromiso, el presidente Meneses me separaría de sus servicios, porque os mira con particular atención! ¿Y vos no queréis que yo sea pobre, no es cierto?

-¿Y eso qué significa? -preguntó, ansiosa, doña Inesita.

-¡Que debéis escoger entre marido pobre o amante rico! -respondió desenfadadamente don Luis, y como si no concediera importancia a la respuesta, inquirió mientras se echaba al coleto un trago de aguardiente- ¿Qué preferís?

-¡Amante rico, amor mío! -contestó Inesita, mientras se reclinaba sobre los almohadones del sillón, al tiempo que sonreía mirándole con ojos brillantes.

El segundo domingo de noviembre, según había dispuesto el Rey de España, debía celebrarse una gran fiesta en la Catedral, en reconocimiento de las grandes mercedes que María Santísima había concedido a todos sus súbditos.

Ese día, la Iglesia Mayor, situada entonces donde hoy se halla El Sagrario, estaba repleta de flores, de luces y de gente. Según la costumbre, las mujeres se agrupaban en una de las naves, sentadas en alfombrillas que portaban sus criadas, mientras en la otra los caballeros asistían de pie. Nadie quería perderse semejante festividad, y los funcionarios de baja y alta jerarquía, competían por estar más cerca del púlpito, donde el más elocuente de los predicadores coloniales pronunciaría el sermón.

La muchedumbre se hacinaba. Las mujeres lucían sus mejores galas y los hombres habían hecho lavar, y hasta almidonar, sus cuellos de encajes, y se hacían acompañar, a título de escudero, por un sirviente vestido con librea de paño negro.

Cerca de la puerta, junto a la pila de agua bendita, se encontraron los dos rivales. Se miraron sin simpatía, más aún, con rencor. En la columna donde estaba la fuente, se apoyaron aparentando indiferencia, mientras sus ojos buscaban con avidez entre las basquiñas, los mantos y los negros encajes, a la dama de sus sueños.

En cierto instante, como si hubiera escogido el momento con certeza absoluta, se abrieron las puertas de la Catedral, llamando la atención de todos los presentes, e hizo su entrada doña Inés de Moncayo. Luego de detenerse unos segundos, mirando a la concurrencia, se dirigió a la pila a humedecer sus dedos para santiguarse. Como por ensalmo, sin pensarlo y simultáneamente, los dos pretendientes metieron sus manos en el agua para ofrecerla a la niña de sus pensamientos, y quizá por torpeza, o tal vez por apresuramiento, don Matías sin quererlo empujó y mojó a don Luis, quien, creyendo que lo había hecho de adrede, sin mediar mayor explicación, le lanzó una bofetada en pleno rostro, con tanta fuerza que lo lanzó a varios pies de distancia. Don Matías Cerpa se volvió contra su agresor con furia incontenible, dispuesto a matarle si pudiera, y como no llevaba armas le cogió por el cuello con vigor, e iba a darle justo castigo, cuando se interpuso el presidente Meneses, que venía llegando y consideró el acto como un ultraje a la iglesia y a su persona, y les mandó a apresar.

Mientras la gente huía despavorida, aumentando el incidente y comentando cada uno cosas diferentes, los muchachos fueron conducidos a la cárcel, situada en la esquina de la calle de las Monjitas con la del Rey, hoy Estado, para que se les juzgase por desacato.

Las malas lenguas aseguraban que Barrabás los había encarcelado por haber irrumpido en su feudo femenino, pero lo cierto es que don Francisco se hallaba demasiado entretenido con los mimos y caricias de doña Catalina, como para preocuparse de la viudita que se acercaba peligrosamente a los veinticinco y, por lo demás, eran mucho más atrayentes los cincuenta caballos que acababa de traer directamente de Córdoba, cuyos frenos y estribos había mandado a hacer de oro para enjaezarlos.

Los jóvenes permanecieron cerca de un año en la cárcel. Al salir, volvieron a sus habituales actividades. Las riñas de enamorados no podían perturbar a Meneses, y a uno lo necesitaba para sus negocios fraudulentos, y al otro, en su guardia personal.

Don Matías Cerpa había rumiado durante doce meses su venganza. Aún sentía la bofetada de don Luis, y le parecía que llevaba impresos en el rostro los cinco dedos de la mano agresora. Un año había incubado en su corazón el odio y hecho de la vindicta su propósito. No podía estarse quieto, le era imprescindible buscar el desquite.

En cambio don Luis había vuelto alegremente al trabajo y a doña Inés. Para él, sólo había sido un hito que permitía aplacar la egolatría de su presidente, y volvía con mayor ahínco a inventar nuevos subterfugios que rindieran excelentes beneficios económicos para ambos.

Don Matías consideraba imprescindible lavar la afrenta con la sangre de su enemigo. Debía ultimarlo, en duelo limpio, pero matarle. La noche en que fue puesto en libertad, escuchó apenas los parabienes de los amigos que vinieron a felicitarle. Se colocó una amplia capa, la espada que jamás le había traicionado, y el puñal sarraceno al cinto. Luego, partió en demanda del ofensor. Lo buscó en su casa y no lo encontró. No cabía duda, debía hallarse donde su amada, retozando entre sus brazos, mientras él se consumía de vergüenza y deseos de venganza.

De una brazada, se echó la capa sobre el bozo y caminó por la calle del Puente hacia la morada de doña Inés. Se detuvo en un oscuro portal, a la espera de su adversario. Tarde, sólo cuando las campanas de la Iglesia Mayor dieron las doce, se abrió, crujiendo, el viejo portón, para dar paso a la atlética figura de su rival. De inmediato, don Matías caminó a su encuentro y, al acercarse, le dijo:

-¡Don Luis, he venido a mataros!

-¡Pero don Matías, bien sabéis que, afortunado en amores es desdichado en los juegos!¡Ya me tenéis muerto... de susto naturalmente! -contestó con sorna el amante feliz.

-¡Me habéis afrentado y debéis pagarlo con vuestra sangre, a menos que seáis un cobarde! -gritó, enardecido, don Matías.- ¡Desenvainad!

-Aquí es mal lugar. Podría llegar algún inoportuno e interrumpirnos. ¡Vamos al río! -respondió don Luis.

Caminaron calladamente hacia el cauce, cubierto de basuras, donde reinaba el silencio. En la estrellada noche que iluminaba la luna, no se oía ni siquiera el ladrido de un perro. Llegados a un lugar desierto, se detuvieron, desnudaron las espadas y se miraron unos instantes.

-¿Vale la pena que rindáis la vida por una mujer que sólo busca vuestra bolsa? -preguntó don Luis, intentando tranquilizar a su antiguo amigo.

-¡No ofendáis a la que amo! ¡Ya me habéis herido lo suficiente a mí! ¡Defendeos! -replicó don Matías, lanzándose en violenta estocada contra don Luis.

Largo rato cruzaron los aceros. Ambos jóvenes eran hábiles esgrimistas y conocían todas las tretas y argucias con que otrora se habían defendido contra enemigos comunes. Gritos, denuestos, amagos y paradas, conformaban el lance. En vez de una limpia peana tenían como suelo el basural del río y sus piedras. Resbalaban, se levantaban, herían y retrucaban. Cuando ya el sudor cubría sus cuerpos y los brazos comenzaban a flaquear, el ánimo de venganza de don Matías dio nuevos bríos a su espíritu, y se lanzó en terrible puntazo que atravesó limpiamente el cuerpo de su adversario que, antes de caer, miró con pena a su verdugo y exclamó:

-¡Te compadezco, amigo mío!

El odio de don Matías era tan feroz que, en cuanto vio caer a su rival, sacó la daga y le cortó, a tajazos, el brazo a la altura del codo, justamente la mano que le había golpeado su rostro, ofendiéndole. Luego, tambaleándose a consecuencia de sus muchas heridas, restañó como pudo la sangre que manaba y se encaminó a la Plaza de Armas. ¡Allí estaba el rollo o árbol de la justicia, como le llamaban!

Cuando logró llegar, se dispuso a clavar la mano que llevaba consigo al instrumento de la ley. Pero al hacerlo, dudó. Poco más allá se levantaba el edificio de los Tribunales. Reuniendo las energías que se le escapaban, caminó trastabillando hacia los portales de la Real Audiencia, regando con su sangre el corto camino. En cuanto alcanzó el portón, apoyó contra él la odiada mano, la misma que antes estrechara con afecto de verdadero amigo y que le había defendido en innumerables lances y, haciendo acopio de odio, la clavó de un fuerte golpe contra los gruesos maderos, donde quedó colgando sangrante. Luego, con frío sudor, grabó con el mismo puñal:

«Yo, Matías Cerpa, porque me agravió».

Después, satisfecho ya su honor, respiró profundamente y trató de franquear la cuadra que lo separaba de su casa. Al llegar al zaguán, las fuerzas lo abandonaron y cayó inconsciente, pero vengado.

En cuanto se recuperó, supo que le perseguían por el asesinato de don Luis de Bahamondes. Ayudado por unos sirvientes que le eran leales, consiguió un caballo y se dirigió a Valparaíso para embarcarse con rumbo al Callao, pero, al momento de abordar el barco, le apresaron y trajeron a Santiago, donde fue puesto en la cárcel, cargado de grillos.

Mientras estuvo preso, no dejó de pensar en doña Inés, y era tanta su locura que, haciendo gala de sus fuerzas ya restablecidas, rompió las cadenas y se fugó. Al salir a la calle, medio enceguecido por la luz, se topó con don Francisco Meneses que acertaba a pasar frente al edificio y le hizo aprehender.

Llevado a juicio, declaró que había matado a su amigo en duelo legal, disputándose una mujer, y que la mano clavada en la puerta de la Audiencia era para lavar la ofensa que ese puño le había inferido. Don Francisco de Meneses, para quien la Audiencia importaba un comino, tomó el juicio en sus manos, y en el sumario le preguntó:

-Decís que habéis matado por el amor de aquella viudita. ¿No es así?

-¡Sí, mi señor, y lo volvería a hacer!

-Pues bien -respondió sentenciosamente el presidente- si ese fue el motivo, os condeno a que os desposéis con ella. ¡Ese será vuestro castigo!

Y no sabemos si fue realmente castigo para los dos, o el inicio de una gran dicha...




ArribaAbajoJanequeo, la Capitana Araucana

Tiempo atrás, cuando el gobernador Sotomayor penetró en el territorio de Arauco, asolando, incendiando rancherías y destruyendo sementeras, obligó a los indios de guerra a replegarse a recónditos lugares de la cordillera de Nahuelbuta, abandonando campos y sembrados ante el alud destructor del potente ejército invasor.

Uno de los caciques que se vio obligado a abandonar sus tierras y a retirarse a las montañas, fue Huepotaén, señor de Llifén, lugar en que había levantado un fuerte desde el cual causó grandes dolores de cabeza a los españoles. El gobernador Sotomayor, que se hizo famoso por la crueldad y dureza, envió un grueso contingente en su busca.

El cacique, que se había refugiado en las serranías con sus guerreros, no había llevado a su esposa favorita para no exponerla a los azares del clandestinaje. El valeroso araucano amaba entrañablemente a su mujer, hembra de grandes condiciones humanas y físicas. Era tanta la nostalgia que por ella sentía que, no pudiendo soportar más en su ausencia, bajó a los llanos en su busca.

Cuando llegó a sus tierras, no halló a Janequeo, su amada, que se había refugiado en casa de su hermano Huechuntureo. En los mismos momentos en que salía de la ruca para dirigirse en su busca, le cayeron encima los enviados de Sotomayor. El bravo indio no se inmutó ante la vista de tantos enemigos. Echó mano a la lanza y arremetió contra ellos con fiereza y sin esperanzas. Vanas fueron las ofertas de rendición, sólo respondía a lanzazos gritando: ¡Inche Huepotaén! ¡Huinca tregua! ¡huinca tregua!

Más pudieron el número y las armas de sus enemigos que su coraje, y al final rindió la vida, regando la tierra de sus padres con su propia sangre.

Cuando Janequeo supo la muerte de su marido, sintió una pena y un dolor tan intensos que juró a sus Pillanes vengar la muerte del cacique, y transformarse para los españoles en una pesadilla diez veces más grande de la que había constituido su hombre.

A los pocos días, la valerosa Janequeo cabalgaba al frente de mil doscientos guerreros que comenzaron a campear igual que Sotomayor. En una de esas correrías, una de las patrullas trajo las cabezas de dos españoles que habían cazado mientras se dirigían de Osorno a Villarrica, y las pusieron a los pies de la bella amazona.

Cuando iban a mitad del camino les alcanzó uno de los espías indios. Llevaba la noticia de que el gobernador había recibido un gran refuerzo en dos barcos enviados por el virrey, con ciento cincuenta soldados y buena cantidad de armamentos y municiones. Janequeo sabía que su hermano Huechuntureo era buscado afanosamente por Sotomayor, y supuso con justa razón, que con el aporte que acababa de recibir, aumentaría la persecución, poniendo en grave peligro a las tropas mapuches, ya que había reiniciado la destrucción de campos y sembrados, marchando implacable tras ellos.

Janequeo decidió retirarse a la cordillera, zona impenetrable para los conquistadores, y comenzar la guerra de guerrillas, haciendo caer a sus enemigos en constantes emboscadas y sorpresas nocturnas. Enormemente hábil fue su resolución, pues presentar batalla a las actuales fuerzas de Sotomayor, habría significado el aniquilamiento de sus huestes. En cambio, la interminable serie de acciones que desencadenó Janequeo, no sólo comenzó a desesperar a los españoles en una lucha contra un enemigo invisible, sino que le significó, además, muy buenas presas de bagajes y caballos, como asimismo una o varias cabezas españolas para aumentar sus estandartes.

Cuando Janequeo supo que sus enemigos estaban levantando otro fuerte, sobre el río Puchangui, resolvió atacarlo en cuanto se fuera el gobernador, e inició la marcha en su demanda. Al aproximarse al campo español, sus tropas fueron avistadas por algunos indios de servicio que corrieron a dar aviso al capitán Aranda. El oficial decidió que era más prudente salirles al encuentro, que quedarse tras las murallas esperando el ataque. Preparó un grupo de veintidós soldados escogidos, fuertemente apertrechados, y enorme cantidad de indios auxiliares.

Estaba ya con un pie en el estribo, cuando llegó un mensajero bañado en sangre. Dijo que había escapado por gran ventura de la terrible capitana que venía en camino. Aranda apuró la partida y no tardó en encontrarse con la vanguardia de Janequeo. El capitán colocó a sus caballeros en posición de carga y, con el grito de ¡Santiago y a ellos!, se lanzó en feroz embestida. Pero los araucanos repitieron lo mismo que treinta años atrás. Cuando ya los enardecidos caballos estaban por caer sobre ellos, clavaron las picas en tierra y les ofrecieron generosamente sus puntas metálicas.

La carga se deshizo, la mayoría de los jinetes cayeron al suelo y, simultáneamente, los maceros del toqui Melillanca atacaron a los yanaconas que habían cargado detrás de los españoles. El capitán Aranda cayó herido por la lanza de Janequeo que estaba en la primera fila de piqueros. Apenas lo vio en el suelo gritó a sus guerreros:

-¡Corten esa cabeza y dénmela que quiero levantarla en mi lanza como trofeo de mis glorias!

Ante la horripilante visión, los españoles huyeron despavoridos, perseguidos de cerca por los araucanos. Gran parte de los indios auxiliares, que corrían más atrás, optaron por pasarse a los vencedores.

Janequeo continuó asolando y devastando todos los campos de los españoles y de los indios que los apoyaban. Sólo detuvo su destructora actividad al acercarse el invierno, y decidió retirarse a la sierra y levantar un pucará.

Entretanto Sotomayor, indignado de que una mujer araucana abatiera su ejército y se paseara victoriosa campeando en libertad, reunió un numeroso contingente y lo mandó en su busca. Luchando contra los barrizales, las lluvias y las crecidas, fueron acercándose lentamente a la fortaleza india.

Las avanzadas de Janequeo dieron rápido aviso a la capitana, que decidió salir arrojadamente a atacarles, pero al ver que el ejército enemigo era poderoso y venía en gran número, prefirió dar la batalla resistiendo en el fuerte.

Los españoles subieron la ladera y arremetieron contra los sitiados con cerrado fuego de arcabuces, que causó grandes bajas. A medida que se fueron acercando, llegaron al combate cuerpo a cuerpo y encontraron enorme resistencia. La superioridad de las armas españolas se estrelló contra la decisión de los araucanos de impedir que el enemigo traspasara sus murallas. Sobre ellas, los defensores peleaban con ferocidad, animados por la valerosa Janequeo que empuñaba la espada de un español muerto.

Daba tajos y reveses, con tal bravura que los atacantes comprendieron que, en esa encarnizada lucha, nada conseguirían, aparte de derramar más sangre de la mucha que ya habían regado en el campo.

La mitad de los españoles que quedaban se concentraron detrás del pucará y embistieron, con tal ímpetu, que lograron penetrar y atacar a los defensores por la retaguardia. Al verse entre dos fuegos, y para evitar que mataran inútilmente a sus guerreros, Janequeo hizo sonar los cuernos llamando a retirada, y se fueron perdiendo lentamente en la tupida selva. Los españoles les persiguieron un trecho, e hicieron algunos prisioneros que fueron rápidamente ejecutados, entre ellos el valiente Huechuntureo.

La legendaria Janequeo se internó en las serranías con el resto de sus destrozadas huestes, y los castellanos quedaron, pese a su victoria, con el amargo sabor de la derrota. Nuevamente se les había escapado la india bravía.




ArribaAbajoAmoríos, latigazos y excomuniones

-¡Canastos! ¿Qué habéis dicho? -bramó don Alonso de Ribera, medio atragantado con la presa de ave con que se estaba regalando, cuando irrumpió en su comedor el barrachel del ejército con el rostro medio ensangrentado.

-¡Es la verdad, señor gobernador! -aseguró el jefe de los alguaciles- ya me lo habían advertido. Cada vez que «subimos» a dar la guerra a los indios, mi mujer se entretiene con ese minorista Pedro de Leyva. No dí crédito a los rumores porque su aspecto es tan angelical y me colma de mimos cuando llego de campaña. Pero ahora que he venido sin aviso, la he sorprendido en mi misma alcoba con ese depravado.

-¡Lo habréis matado, sin duda alguna! -afirmó interrogante don Alonso.

-En cuanto entré al aposento y los vi, desenvainé la espada para vengar mi honor, pero ese mequetrefe se adelantó, lanzándome el candelero, que me dio en la frente.

-¿Y qué hicisteis? ¡A fe mía que lo clavo contra la «cuja»! -barbotó, lleno de ira, el gobernador.

-¡Comprended, señor, que es mucho más joven y fuerte que yo! Los dejé encerrados con llave y corrí a denunciaros el hecho. ¡Os pido justicia!

Realmente no había necesidad de pedir nada. El gobernador tomaba como suyos cada uno de los problemas de sus subordinados. Ya era un crimen que la mujer fuera infiel, cosa que él como hombre galante perdonaba; pero, tratándose de un viejo que estaba arriesgando su vida contra los araucanos, no lo podía aceptar. En ningún momento pensó que la justicia no le pertenecía y que primero debería demostrar la culpabilidad del acusado, antes de que los jueces determinaran la pena. Tampoco recordó que un minorista pertenecía al clero y gozaba de inmunidad hasta que se le declarase reo. El impetuoso gobernador dejaba a las autoridades civiles y eclesiásticas que arreglaran sus asuntos, y que a él le dejaran manejar la guerra... a menos que el afectado fuera un soldado. En ese caso, él era la justicia. Durante las forzadas invernadas en Santiago, trataba de no dejarse arrastrar por su mal carácter, pero no podía permitir que molestaran a su gente que se jugaba la vida minuto a minuto en las campañas, para que los señoritingos de la ciudad vivieran apaciblemente.

Montando apresuradamente y sin percatarse de que aún llevaba la enorme servilleta que se había puesto para almorzar, galopó velozmente hacia la casa del barrachel, seguido por algunos guardias.

Entretanto, el apasionado galán, que verdaderamente era un bribón y tan mal estudiante como poco empeñoso en hacerse digno de recibir las sagradas órdenes, se despidió amorosamente de su asustada amante y, después de forzar la desvencijada cerradura, salió al patio interior, desde donde saltó por sobre la tapia, para caer en medio de un corrillo de mulatos que constituían la servidumbre de la morada vecina. De allí, salió a la calle por la puerta carretera y se dirigió con paso reposado, para no llamar la atención, a la casa de estudios de la Compañía de Jesús.

Mientras los caballos manoteaban furiosos por las polvorientas calles, dejando tras de sí una estela de fina tierra flotando en el aire, acicateados por las violentas espoleadas de los jinetes, que trataban de alcanzar al gobernador, éste no podía ahuyentar de su cabeza algunas humanas tentaciones.

¿Cómo sería aquella mujer? Indudablemente debería encontrarse en la edad más fogosa para exigir pasión al pobre viejo, y solazarse además en su ausencia con un mozalbete. Quizá podría tranquilizarse con un hombre más maduro y experimentado como él. No podía ser fea, por el contrario, debía tener los suficientes encantos como para haber atraído a un seminarista a arrullarla en su vacío nido de amor.

Los malos pensamientos urgieron a don Alonso, que apuró el tranco para llegar antes que sus acompañantes, pero el barrachel se había puesto suspicaz ante el inusitado interés de su general en ir al sitio del suceso a inspeccionar personalmente el cuerpo (o los cuerpos) del delito. Aunque su cerebro poco entrenado en estas lides no alcanzaba a vislumbrar las malignas ideas del enamorado gobernador, su instinto le impelía a no quedarse atrás y daba fuertes chicotazos a su rocín, que trataba de sacar el resuello entre la nube de piedrecillas que lanzaban los cascos del animal que le precedía.

Y así sofrenaron bruscamente, casi a un tiempo, a las pobres bestias empapadas de sudor frente al portalón de la casa. Al desmontar, don Alonso tiró de un manotazo la servilleta que aún le colgaba y carraspeó, para aclarar la garganta seca por el esfuerzo y la agitación:

-¿Dónde están esos gandules? -barbotó, con voz ronca.

-En la alcoba, señor, por aquí -contestó el vejete, mirándole de refilón mientras caminaba por el corredor enladrillado.

Al escuchar los pasos enérgicos de la autoridad, la mujer, que se preparaba para defenderse de las acusaciones de su marido con una perorata en protesta de su inocencia, enmudeció de terror. Todo el mundo sabía cómo se las gastaba el gobernador, que no tenía nada de ingenuo y poseía en cambio un carácter de los demonios.

Don Alonso irrumpió en la habitación con la mano en la empuñadura de la espada, en previsión de alguna sorpresa, y grande fue su desilusión al encontrar a la pecadora sola, gorda, fea, muda y con los ojos desorbitados por el pánico.

-¿Dónde está el badulaque?- bramó, clavando los ojos fieros en la muchacha.

Incapaz de soltar palabra, la infeliz levantó un brazo señalando el patio.

-¡Ha huido el desvergonzado! ¡Pero sé donde cogerle! -y, sin esperar respuesta, salió a la calle, volvió a montar y clavó espuelas en dirección al convento de los jesuitas.

Larga fue la carrera, pues la casa del barrachel estaba «en los arrabales de la ciudad de la otra parte del río Della», pero la ira que había acumulado don Alonso le dio alas para acercarse al refugio del pillastre, dispuesto a sacarlo a viva fuerza de los claustros si fuese necesario, pero llegó al mismo tiempo que el seminarista Leyva, el cual golpeaba el grueso portalón, llamando al hermano guardián.

Sin darle tiempo, ordenó que le apresaran y le desnudaran de la cintura arriba. Luego le hizo atar a un caballo para que lo sacasen por las calles de Santiago, caminando en esa forma infamante, mientras el verdugo le propinaba doscientos azotes y el pregonero publicaba a voces el delito que se le atribuía. Terminado el castigo, lo mandó a un oscuro calabozo de la podrida cárcel.

No hace falta describir el revuelo de la ciudad. Los pobladores tomaron partido, dividiéndose en bandos. El primero en hacer oír su voz fue el batallador obispo Fray Pérez de Espinoza, que no podía aceptar el atropello que cometía el gobernador al tomar la justicia en su mano, derecho que por tratarse de un aspirante a clérigo sólo le correspondía a él. A su lado, se alinearon muchos solteros galantes que celebraban las andanzas amorosas del minorista, y muchas mujeres casadas que, pese al rubor que demostraban al enterarse del escándalo, suspiraban en su interior por una aventura semejante. En cambio los maridos y los uniformados estrecharon filas junto al gobernador.

Pero el obispo era hombre de armas tomar y nada le gustaba más que una buena pelea, por lo que se dirigió a grandes zancadas a la casa del gobernador, seguido por la plebe que quería averiguar en qué terminaba el pleito.

En cuanto Fray Pérez de Espinoza pasó el umbral, los guardias cruzaron las alabardas deteniendo a la muchedumbre. Sin hacerse anunciar, el obispo abrió las puertas de la habitación en que se encontraba don Alonso de Ribera y le espetó:

-¡Señor gobernador! ¡Habéis cometido un desmán, habéis pasado por sobre mí y habéis vulnerado los derechos de la Iglesia! ¡Os exijo que me deis pública satisfacción y me devolváis al reo que pertenece al clero!

-¡No os atragantéis, Eminencia! Veo que ahora defendéis a los que mancillan el honor de los maridos -respondió burlonamente don Alonso, que no perdía oportunidad de clavar banderillas a su Paternidad, que tan duramente le había atacado antes.

La respuesta socarrona, que envolvía una enorme falta de respeto a la autoridad eclesiástica, hizo que el rostro del obispo se tornase púrpura y sacara con dificultad las palabras:

-¡Os seguiré juicio por este desacato!

-No olvidéis que se trata sólo de un estudiante, con pocas probabilidades de recibir las sagradas órdenes, y está aún bajo la autoridad civil.

-¡Por ser estudiante de la Compañía de Jesús es un clérigo de órdenes menores y le cubre la tutela episcopal! ¡Os conmino a que me lo entreguéis u os fulminaré con todo el poder espiritual de la Iglesia! -vociferó, indignado, el obispo.

-¡Vuestro clérigo de órdenes minorista ha sido sorprendido infraganti en brazos de la esposa de uno de mis oficiales, lo que hace que el asunto caiga bajo la ley marcial! ¡Y podéis guardaros vuestras amenazas, que ya las conozco y no me espantan! ¡Adiós, señor obispo! -concluyó, airado, el gobernador.

-¡Pues bien, veo que no respetáis los derechos de la Iglesia! ¡Desde este momento la ciudad queda en entredicho! -terminó diciendo Fray Pérez y, sin despedirse, se marchó a la catedral para ordenar al sacristán mayor que tocase las campanas, anunciando la sanción.

Tal acto significaba dejar a la población de Santiago sin la administración de los santos sacramentos, y produjo desconcierto y alarma pública. Nadie podría confesarse, ni contraer matrimonio, ni comulgar, ni recibir la extremaunción. El castigo era tremendo, más aún si se tiene en cuenta que los pobladores eran profundamente religiosos.

Pero se habían vuelto a enfrentar dos hombres porfiados y tenaces, y ninguno daría su brazo a torcer. Rivera era católico, pero estimaba que los sacerdotes debían preocuparse sólo de los asuntos espirituales. Pérez de Espinoza era bravísimo en la defensa de los derechos canónicos y tampoco cejaría.

Pasaron los días y con ellos aumentó la intranquilidad de los habitantes de Santiago. Era la apostilla del día. Los hechos se comentaban bajo los portales de la Plaza de Armas, en los chincheles de los suburbios y en los elegantes estrados de las grandes casonas. ¿Quién vencería? La pregunta iba de boca en boca. Pero los más se preguntaban: ¿quién cedería?

Un hermano de doña Inés de Aguilera, la esposa por cuyo amor Rivera había desafiado a la autoridad real, era miembro de la Compañía de Jesús y gozaba del cariño y respeto del gobernador, que tenía en mucho su opinión por ser hombre mesurado, tranquilo y maduro. Este jesuita se convirtió en el puente de plata necesario para la claudicación.

-Querido cuñado, -le dijo en la tertulia familiar, dos o tres días después del incidente- reconozco la testarudez y el infantil afán de pleitos que caracteriza a nuestro obispo. Pero el malestar cunde en forma alarmante en la población. Si os mantenéis en esta posición se volcarán en contra vuestra los que antes os apoyaban, y Fray Pérez de Espinoza saldrá triunfante. Bien sabéis que contáis con el apoyo de nuestra Compañía, y si entregáis al reo, el obispo se verá obligado a levantar el entredicho, volverá la tranquilidad a los vecinos, y la cuestión quedará como algo personal entre él y vos, perdiendo valor ante todos.

-No dejáis de tener razón; -respondió, pensativo, don Alonso- si pongo en sus manos al delincuente desinflaré a ese pavo, y se verá obligado a castigarle o quedará ante la opinión pública como apoyando su delito.

Y, con la rapidez que caracterizaba sus decisiones, ordenó que de inmediato los alguaciles condujeran al minorista Leyva a la casa del obispo, pues aún no se levantaba el palacio episcopal, y lo entregasen para su custodia y castigo.

En la misma tarde, las campanas de la iglesia mayor volvieron a tocar, esta vez para anunciar que se levantaba el entredicho. Sin embargo, el porfiado señor Pérez llevó adelante el sumario, para vengar el desacato cometido por el gobernador contra su autoridad. No se le ocultaba que era ardua tarea. Suspendida la censura, cada cual volvió a preocuparse de sus propios menesteres. El juez eclesiástico sólo tenía que demostrar que Rivera había ordenado maltratar al minorista, para que se le aplicara la pena de excomunión mayor.

El obispo estaba consciente de que tal castigo acarrearía un grave peligro para la paz y tranquilidad pública. La única forma de evitar la enorme sanción era que el gobernador se humillara ante él y le pidiera absolución. Pero don Alonso había trasladado limpiamente el problema a sus manos y comprendía que el señor Pérez sería su mejor cómplice para retardar el proceso, pues sentía justo temor de provocar una grave diferencia entre la autoridad religiosa y la cívico militar.

Comprendiendo que tenía al obispo revolviendo sus iras dentro de la garnacha, el gobernador partió al sur, a recomenzar una nueva campaña contra los indios, rodeado de una aureola de admiración de los vecinos a tan valiente general que así se arriesgaba por su seguridad. La partida tenía su segunda intención. No estando en la capital, al juez le sería imposible notificarlo y citarle a declaraciones, y su ausencia no sólo era justificada, sino imprescindible para los planes de guerra de la Corona.

Efectivamente, la tramitación del juicio se dilató hasta que el obispo tuvo noticias de que Rivera iba a ser removido de su cargo, y entonces, sin mediar inconvenientes, le fulminó, declarándole incurso en la excomunión mayor, a casi un año de los sucesos, remitiendo a aquello de que «ola justicia tarda, pero llega», aunque sea en cabeza de gobernador.




ArribaAbajoEl tañido de los espolios

Tocar los espolios, tocar a entierro, o mejor dicho, tocar a muerto. El fúnebre tañido de una campana que bate el badajo con sonido peculiar y alarmante, con precipitación, como quien llama a rebato, pero no un rebato de alegría o de alarma, sino lúgubre y por difunto.

Era el sonar del esquilón conventual, avisando a todos, prelados, padres maestros, reclusos, mochos o motilones, que un fraile había fallecido o se hallaba moribundo.

En aquellos años de 1600, los repiques de los templos comunicaban a los pobladores los sucesos contingentes: el ataque imprevisto a la ciudad, la ascensión al trono de un nuevo rey, una proclamación, la hora del día, un entredicho al pueblo o la excomunión de algún señorón importante. Doblaban las campanas para llamar a misa y para informar a la población de lo que debía saber. Y los habitantes aprendían desde niños a conocer su significado. Y los indios de servicio, los mulatos, los zambos y demás gente de baja ralea, también lo comprendían, y estaban atentos, con temor supersticioso, en espera de lo que traería el próximo tañido de alguna de las muchas iglesias del Santiago colonial.

Los monjes de San Francisco poseían el solar que se extendía desde su convento, ubicado en La Cañada de San Francisco, hasta la vieja calle de San Diego, o como la llamara su vecino el general Zenteno, la calle de San Diego el Viejo. Hacia el sur alcanzaba hasta el Zanjón de la Aguada, y en la proximidad de la Alameda de los Monos, hoy Avenida Matta, habían levantado un noviciado que, por ser más pequeño, recibía el nombre de El Conventillo.

A mediados del siglo XVII, recibieron el legado de un personaje, cuyo nombre no se ha conservado en las crónicas, de la manzana que hoy ocupan la Universidad de Chile y el Instituto Nacional. El 22 de abril de 1672, escribieron al Rey, solicitando el permiso para fundar en ese terreno «una casa separada donde en quietud y sosiego, sin divertirse a otra cosa, se puedan cultivar las letras».

El claustro de San Diego pasó a ser un hijastro del Convento de San Francisco, y allí iban a parar los que se acogían a retiro, los que perdían sus cargos capitulares, o los que sentían que las fuerzas les abandonaban. Transformóse así San Diego en una especie de casa de reposo de los franciscanos, en las afueras de la ciudad, a sólo una cuadra de la casa matriz. Como sus moradores eran antañones, ya próximos a bien morir, fue natural que la campana de su iglesia tocara «los espolios» con más frecuencia que las otras del poblachón de Santiago.

Con el tiempo, los vecinos supieron que cuando doblaban en la torre de San Diego, era para anunciar la muerte de alguno de la cofradía. Como los obispos eran pocos, o se cuidaban mejor que los pobres frailes, rara vez las campanas tañían para informar de su deceso, de ahí que para definir una cosa que ocurría muy de vez en cuando, la gente aludiera a «cada muerte de obispo».

Pero estos pobres religiosos no podían morirse como el común de los cristianos. Debían pasar, aún tibios, por la ceremonia de los espolios. Al llegar sus últimos momentos eran asistidos por un lego piadoso o un hermano de la orden, quien, al sentir los estertores con que el moribundo anunciaba su despedida de los afanes terrenales, se colgaba de las cuerdas y lanzaba al aire el tétrico sonido de los espolios.

Al oír la triste llamada, los hermanos del Convento corrían por los potreros para llegar junto al cadáver; pero las más de las veces arribaban antes los del Conventillo, al galope tendido de sus caballos. Luego de reunirse comenzaban a entonar, con más energía que oído, el Credo in unum Deum. Y mientras cantaban, iban dando manotones para apoderarse de los despojos del finado. Aquél cogía los zapatos; el otro, la vieja cogulla; éste, un pañuelo bordado por una beata; ése, la botella con aloja de culén. No era mucho lo que se podía repartir, pues los frailes eran paupérrimos; pero dentro de esa pobreza franciscana cualquier baratija era un tesoro, y más de alguna vez un mocho se llevó un soplamocos de algún padre, por tratar de arrebatarle alguna zarandaja mientras cantaba con voz gutural.

Era tanta su falta de posibles, que sólo los priores llevaban suspensores bordados para sujetarse los pantalones; la mayoría los aseguraba con toscos cordeles y, lujo asiático, uno que otro provincial cargaba un reloj alemán, con el que avisaba las horas canónicas.

Cuando los últimos latines del Credo se perdían por los corredores, la habitación quedaba casi vacía: sólo el difunto y su asistente. La ropa y las prendas íntimas, los utensilios, la bacinica y el lavatorio, las frazadas y el chal, el misal y el rosario. Total, ¿para qué quería esas cosas un muerto?

Así se mantuvo la costumbre durante largos años, y en el caso de los obispos, que solían tener más pertenencias, los espolios pasaban a propiedad del Rey.

Pero cierta vez, un anciano teólogo que, al decir de los cronistas, había sido «padre de muchas campanillas», jugó una mala pasada a sus hermanos de la orden. El buen viejo abominaba de aquella bárbara costumbre y, sabiendo que le restaba poco de vida, pidió al lego que le asistía, por quien profesaba gran cariño:

-Sebastián, subid a aquella silla y guardad las naranjas que están sobre el escaparate, para que luego las llevéis a mi comadre la señora Beatriz. Este rosario que tengo entre las manos habréis de darlo a mi ahijado, que desea profesar, y a quien he recomendado al provincial. El escapulario que se encuentra sobre el bargueño se lo daréis al hermano Juan, y el resto de las cosas que hay en esta habitación, ¡ponedlas a buen recaudo para vos, amigo mío! ¡Guardad todo, porque, en cuanto toquéis los espolios llegarán aquí corriendo a cantar el Credo, y nada quedará! -terminó diciendo el anciano, con la voz de la agonía.

-¡Tranquilizáos, padre! -respondió Sebastián, emocionado -haré como vos decís, pero no por interés en las cosas materiales, sino por el recuerdo de vos que guardaré en ellas.

-¡Gracias... hijo! -balbuceó el moribundo, y quedó con los ojos fijos en el encañizado de la celda, mientras daba su alma a Dios.

El muchacho cerró con manos reverentes los párpados de su maestro, hizo todo lo prometido, y corrió a colgarse de la soga de las campanas.

Los padres, que esperaban el aviso, salieron velozmente del Convento grande con las sotanas arremangadas para que no les estorbaran. Su afán de llegar antes que los novicios del Conventillo se vio frustrado, cuando divisaron la nube de tierra que se acercaba vertiginosamente, envolviendo a un tropel de jóvenes y ágiles jinetes franciscanos.

Tan pronto desmontaron, empezó el Credo in unum Deum entre carraspeos, para sacarse el polvo de las gargantas. Medio atropellándose, iniciaron la marcha por el corredor conventual, con paso grave, hasta la celda del viejo teólogo. Siempre cantando, se repartieron por los costados de la desvencijada cama, y más de alguno derramó unas lágrimas sinceras por su partida. Al llegar a la frase visibilium omnioum et invisibilium, comenzaron a ojear las cosas de más valor para acercarse lentamente a ellas y ganar el «quién vive» a los demás; pero grande fue su sorpresa cuando comprobaron que la alcoba se hallaba vacía.

No estaban el crucifijo ni el reclinatorio donde el maestro rezaba los maitines. El arcón de la ropa interior, que normalmente reposaba a los pies de la cama, había desaparecido. El destartalado ropero que guardaba sus raídas cogullas, más solitario que un leproso. De los cobertores, sólo uno que dibujaba a la luz de las velas al enflaquecido cadáver.

El viejo se iba tan pobre como había llegado al mundo.

Cuando los monjes constataron con ojos ávidos, entre responso y responso, que nada quedaba, fueron acallando sus voces, se calaron las capuchas, y con las manos metidas en las mangas de los hábitos regresaron a sus casas, a la chita callando, seguros de que el viejo maestro les había dado su última lección, después de muerto.

En otra ocasión, los cofrades llegaron al cantar el Credo a un hermano moribundo para que marchara al cielo acompañado por un coro celestial. Pero el desgraciado agonizante, reuniendo sus últimas fuerzas, les hacía extrañas señas con las manos y profería sonidos guturales.

Alarmados, suspendieron el canto y se reunieron a deliberar. Unos afirmaban que el infeliz pedía clemencia para los trastos que dejaba. Otros, que se había vuelto loco. Y no faltaron algunos que le echaron la culpa a Belcebú.

Finalmente, el pobre pudo sacar la voz y les dijo arrastrando las palabras:

-¡Impíos, estáis cantando fuera de tono!

Los frailes habían olvidado que el moribundo era el chantre que dirigía el coro del Convento.

Con el tiempo, esta bárbara costumbre fue desapareciendo y sólo quedó el tañido de las campanas que tocaban a muerto cada vez que un fraile abandonaba este valle de lágrimas. Después, se distanciaron, y únicamente anunciaban el fallecimiento de algún obispo, hasta llegar a los días actuales en que los pobres religiosos mueren calladamente, sin más compañía que la de sus hermanos en Cristo.




ArribaAbajoUn oidor casamentero

Decididamente, don Pedro Álvarez de Solórzano, oidor de la Real Audiencia de Chile, era un viejo casamentero. Caballero de campanillas, procedía del valle de Solórzano en las montañas de Burgos, y era hijo de Juan Álvarez, que había sido aposentador del rey, y de doña Beatriz López de Sarria.

Habiendo pasado a Indias a temprana edad, vivió su juventud en Lima, donde contrajo matrimonio con doña Antonia Cortés de Velasco, en la que tuvo tres hermosas hijas, doña Florencia, doña Luisa y doña Úrsula. A poco de fallecer su esposa, fue designado oidor de la Audiencia en Chile, que recién iniciaba sus funciones el año 1613.

Pero don Pedro no era hombre que se resignara a pasar el resto de su vida en celibato, ni aceptaba la idea de que sus hijas quedaran para vestir santos. No obstante, el cargo que ostentaba por nombramiento real le imponía duras restricciones a tales menesteres.

En efecto, los reyes de España habían prohibido que los altos funcionarios de las colonias, sus hijos y deudos, contrajeran matrimonio en el distrito de su jurisdicción, para evitar los favoritismos e impedir las relaciones entre autoridades y subordinados. Pero esta drástica medida de sana intención, creaba grandes problemas de carácter sentimental en la sociedad colonial. No se podía gobernar con las leyes los corazones de los peninsulares, y mientras el dios Marte repartía rayos de fuego en la guerra de Arauco, Cupido lanzaba flechas encendidas a los capitalinos; y bastó que existiera la real prohibición, para que los enamorados se sintieran más inclinados a sobrepasarla.

Comenzaron a recurrir al arbitrio de contraer compromiso de matrimonio de palabra o por escrito y, naturalmente, a hacer vida en común, para poder después implorar al rey la dispensa, con el argumento de que si no les era concedida, quedaría en deshonra una señora de alto rango.

El monarca reaccionó con rapidez ante tal vicio, y declaró que aquellos que cayeran en esta situación, no sólo serían suspendidos de inmediato de sus cargos, sino que jamás podrían volver a ocupar ninguno similar en toda la América española. Los oficiales de la Real Hacienda recibieron severas instrucciones de retener los sueldos de los funcionarios, ante el solo hecho de constarles que hubiesen dado palabra de casamiento.

El oidor Solórzano guardaba santo temor a contravenir las leyes de las Indias, pero como el travieso querubín de las saetas había comenzado a jugarle de las suyas, discurrió buscar partido tanto para él como para sus hijas al otro lado de la cordillera. En un movimiento de estratega, calmaría sus afanes, colocaría bien a sus hijas, y quedaría bien con el rey.

Para dar logro a sus aspiraciones, se valió de un amigo, el general don Luis de Cabrera, que haría el papel de agente casamentero. El oficioso intermediario llevaba instrucciones de ofrecer la mano del oidor a doña Petronila de Cerda y Villarroel, noble y hermosa viuda de Córdoba del Tucumán. Sin embargo, para evitar cualquier posible sanción, otorgó un poder para desposarse, en el cual imponía la condición de que primero se casasen sus dos hijas mayores, o cualquiera de ellas.

El general Cabrera arregló los matrimonios de doña Luisa con don Gonzalo de la Cerda, sobrino de la viuda, y de doña Úrsula con don Félix de Cabrera, su propio hijo; y por si alguno de éstos fracasaba, se reservó un tercero llamado Juan de Galiano, encomendero de Santiago del Estero.

Por su parte, el oidor, ni corto ni perezoso, se otorgó en matrimonio no sólo a la cordobesa, sino también a otra viuda bastante más joven y bella. En esta forma, si nadie echaba pie atrás, se produciría un matrimonio en multitud, ¡no sabemos de quién con quién!

Para asegurarse de que ninguno de los interesados se arrepintiera, asignó a cada una de sus hijas una dote de cinco mil pesos, pagaderos a un plazo de cinco años, bajo la garantía de su sueldo y de su garnacha.

Pero la suerte se volvió en contra del precavido oidor, y su exceso de celo por adquirir seguridad de conseguir esposa fue la causa de que sus planes se vinieran al suelo. Sucedió, por esos designios del destino, que las dos damas a quienes ofreció su mano simultáneamente, se conocieran por casualidad. Al aumentar su confianza, hablaron de su pretendiente, que resultó ser el mismo vejete de piernas encorvadas: don Pedro Álvarez de Solórzano.

¡Todavía, después de tres siglos de tal suceso, se escuchan las sonoras calabazas que ambas viudas dieron al enamorado y senil galán!

A su vez, los escogidos para esposos de sus hijas, quizá porque hallaron muy lejana la obtención de la dote, o muy poco segura la hipoteca del sueldo del magistrado, retiraron su palabra de matrimonio, dejando a doña Úrsula y a doña Luisa por largos años en estado de doncellez.

Pero el porfiado montañés no se descorazonó por estos reveses y, mientras enviaba otro agente a San Marcos de Arica, tras la viuda de un contador, volvía los ojos a la última de sus hijas, la hermosa doña Florencia. Pero los hados habrían de jugarle una última pasada: la moza ya estaba enamorada en secreto de un chileno, y su matrimonio contravenía abiertamente a los decretos del Rey.

El afortunado galán, que había logrado encender las pasiones de doña Florencia, era nada menos que don Pedro de Lisperguer y Flores, el feudatario más arrogante y perdonavidas de Santiago. Propietario de una elegante casa que se levantaba en plena Plaza de Armas, amén de una serie de solares de los alrededores, era digno vástago de la familia más temida y poderosa del Santiago colonial: los Lisperguer.

Su presencia permanente en cuanta riña callejera hubiera, y en las bulladas francachelas nocturnas, en que se derrochaban el vino y las mujeres con la misma facilidad con que el dinero sobre las mesas de juego, le habían ganado el apodo de don Pedro el Pendenciero. Su apostura y enorme habilidad como jinete en los torneos y su pasmosa destreza con la espada ante la menor provocación, habían creado en torno suyo una aureola de leyenda con que la poblada lo distinguía, siguiéndole con admiración y respetuoso temor.

Este personaje, que no sólo alardeaba de los blasones de su linaje, sino también del inmenso poderío de que gozaba su familia, había logrado quebrar la resistencia débil de doña Florencia, última esperanza de esponsales de su viejo padre. Pero las duras sanciones de la prohibición real, podían más que los arrestos del aventurero y arrogante patricio, y quizás la misma imposibilidad de un matrimonio hizo que Lisperguer se enamorara perdidamente de la bella muchacha. A él, a quien ninguna mujer le negaba sus favores cuando la requería, se le oponía el infranqueable muro del monárquico decreto.

Conocedor de los afanes casamenteros del oidor, sospechó en él a un buen aliado para buscar el medio que hiciera posible el enlace sin mengua ni castigo para el magistrado. Sin pensarlo dos veces, se presentó un día a su casa y le manifestó sus intenciones.

-¡Pero cómo osáis, don Pedro! ¿No sabéis que a mis hijas les está vedado contraer nupcias con personas de mi jurisdicción? -respondió, aterrorizado, el señor de Solórzano.

-Yo la amo con pasión, vuesa merced, y mis intenciones son puras -reiteró el joven con ardor.

-¡Ya lo sé, ya lo sé... pero no debo saberlo! -apuntó el vejestorio, con voz aguda, mientras de soslayo miraba a don Pedro con sus ojillos cargados de intención, y agregó sibilinamente-: ¡y si se os ocurre raptarla o intentar cualquiera de vuestras tretas, me veré obligado a querellarme contra vos para dejar limpia mi responsabilidad ante la justicia del rey!

Lisperguer abrió los ojos asombrado ante la agudeza del anciano y comprendió el oculto mensaje. Rápidamente se despidió con una graciosa venia y abandonó la habitación.

Al salir al patio exterior, divisó a la mulatilla que siempre acompañaba a misa a doña Florencia y le hizo una seña:

-Así que estabais escuchando, ¿eh, negra curiosa? ¡Merecéis unos palos por intrigante! ¡Pero -atajó con un ademán el aluvión de disculpas de la criada- por esta vez os perdonaré si le lleváis un mensaje a vuestra ama!

-¡Sí, sí, señor! -balbuceó la pobre, empavorecida.

-Le diréis que me espere a medianoche junto a la puerta de las carretas del patio trasero. Agregadle que nos fugaremos. ¡Y pobre de vos si mencionáis algo de esto a alguien que no sea vuestra señora!

Y dejando a la mulata boquiabierta, caminó apresuradamente hacia su casa para preparar los detalles del rapto.

Esa noche, cuando el cansado sereno lanzaba su acostumbrado: «¡Ave María Purísima, las doce han dado y nublado!», don Pedro se acercó sigilosamente, con dos caballos, a la residencia de Solórzano. Luego de apearse, golpeó calladamente el portalón carretero, tras el cual se escuchaban los murmullos nerviosos de Florencia y de su criada. La hoja se abrió con acusador chirrido y asomó el rostro asustado de la mulata:

-¡Es él, amita! -avisó, volviéndose hacia las sombras.

-¡Quién más va a ser! ¿O es qué esperáis otro rapto? -masculló impaciente el joven- ¡Oh, amada, al fin seréis mía! -agregó, al ver recortarse en el marco la figura graciosa de la niña.

-¡No me raptéis, señor! -suplicó anhelante.

-¿Entonces, no me amáis?

-¡Sí, os amo más que a mi vida!. Pero, ¿qué va a ser de nosotros?

-Vos no os preocupéis, ¡aprended a confiar en el que va a ser vuestro marido! -y sin más palabras la ayudó a subirse al caballo. Luego dijo, dirigiéndose a la negra: -Cuando vuestro amo el señor de Solórzano se despierte, llegaréis a avisarle con grandes aspavientos que doña Florencia ha sido raptada.

Al día siguiente, todo Santiago comentaba el secuestro de una de las más empingorotadas doncellas de la ciudad y, al saberse el nombre del galán, una ola de raptos se desató durante las noches siguientes. Cada enamorado quería emular al envidiado don Pedro, y todas las jóvenes en estado de merecer ansiaban ser raptadas. Cuentan los chismes que no faltó una robusta solterona «bien entrada en razón», que se largó desde arriba de una pirca a los débiles brazos de su avejentado pretendiente, con fatales consecuencias: le quebró todos los huesos.

Esa misma mañana, don Pedro Álvarez de Solórzano entabló querella contra don Pedro de Lisperguer por el robo de su hija. La Audiencia decretó la inmediata prisión del hechor y el regreso de la doncella a la casa paterna. Lisperguer recurrió al provisor alegando que ambos se habían dado promesas de casamiento y solicitaba el permiso correspondiente para hacerlo, entretanto, rogaba a la autoridad se depositara a la novia en un convento hasta que se realizara el matrimonio. El provisor accedió y puso en libertad al muchacho. A los pocos días, la ceremonia se realizó con gran brillo.

Por su parte, el oidor Solórzano hizo una elocuente exposición en la Real Audiencia, declarando cómo había sido víctima del secuestro de su hija, pero que, ante la debida reparación que el ofensor le había dado casándose con ella bajo la autorización eclesiástica, no le cabía otro camino que retirar la querella.

Todo debería haber terminado ahí como en las novelas, pero nadie creyó el cuento de que Solórzano no había tenido su parte. El resto de los oidores, que no le tenían muy buena voluntad a su colega, informaron al Rey de los acontecimientos, cargando la sal y la pimienta.

La Real Audiencia le suspendió de su cargo y dio orden de retenerle el sueldo mientras el Rey no proveyera otra cosa. Esto ocurría en marzo de 1614. Como buen licenciado, Solórzano hizo uso de cuanto recurso legal conocía, mas todo fue inútil, por lo que apeló ante el Rey y su Consejo de Indias. No contento con esto, reunió sus últimos patacones y emprendió el viaje a España, para defender personalmente su causa, pero al llegar a Tierra Firme se encontró con un primo de Su Majestad, el príncipe de Esquilache, recién nombrado virrey del Perú, quien traía un documento real con la orden de hacer la averiguación y resolver según su estima y parecer. El virrey ordenó a Solórzano que regresara y le aguardase en Lima hasta que él dictara sentencia en su caso.

Ya en Lima, el oidor hizo una presentación al príncipe, haciéndole ver que no le había cabido participación en el matrimonio de su hija, como afirmaban los maledicientes, y que el caso le estaba causando inmenso daño, no sólo a él, sino también a sus hijas y parientes que vivían a sus expensas, por la retención de sus salarios.

Finalmente, en enero de 1616, o sea dos años después de los sucesos, el virrey dictaminó que fuera repuesto en su cargo y se le reconociera como tal, devolviéndosele sus haberes.

Este fue el precio que pagó el oidor casamentero por el único de los cuatro matrimonios que logró llevar a cabo. Porque soplar y sorber, no puede ser.




ArribaAbajoDoña Beatriz, una mujer de armas tomar

En un comienzo, las calles de Santiago tomaron el nombre de sus moradores más importantes, y constituían, más que vías públicas, la prolongación de diversos hogares de una misma familia. A medida que los miembros de un hogar iban contrayendo matrimonio, agregaban sus casas junto a los lares paternos restando un poco de espacio al solar original. Las más de las veces estaban comunicadas por dentro, uniendo sus patios por puertas complacientes que hacían más fácil la comunicación de la parentela. Todo era de bautizo, boda y mortaja.

Pero la calle del Estado, que en ese tiempo ostentaba el nombre de la calle del Rey, y la de Ahumada, pertenecían especialmente a la aristocracia y el comercio, y la última es una de las pocas que han conservado su nombre desde los lejanos tiempos coloniales hasta la actualidad.

Don Juan de Ahumada, o don Rodrigo como le designan otros historiadores, llegó a Chile con la expedición de don García Hurtado de Mendoza, y cuando éste regresó a Lima, permaneció en estas tierras y contrajo matrimonio con doña Catalina Hurtado, hija del contador Juan Hurtado y de la mestiza Leonor Godínez.

Parece que la prosperidad bendijo los andares de don Juan, pues, más tarde, le vemos levantar una soberbia mansión en la calle de su nombre, y recibir una encomienda de indios en Choapa que posteriormente heredó su hijo Roque. Muy elegante debió ser la casona, pues era una de las pocas que ostentaba un altillo árabe en plena esquina con la calle de los Huérfanos.

Otro hijo del fundador de la familia fue don Cristóbal de Ahumada, alcalde de Santiago en 1582, quien transmitió la herencia familiar a sus dos vástagos, don Valeriano, corregidor de la capital en 1638, y a doña Beatriz, quien parece haber heredado la parte más ardiente de la sangre española y mestiza de su padre, pues llevó una vida que en aquellos tiempos se calificó de licenciosa.

La joven Beatriz contrajo matrimonio por conveniencias sociales con el sargento mayor Hernando de Castroverde Valiente, que aunque verde y valiente, estaba ya muy viejo para calmar la pasión de la inquieta niña. Todo hace suponer que el caballero sólo aportó títulos y apellidos al enlace, pues el matrimonio continuó viviendo en el hogar de los Ahumada y no instaló «casa aparte», como correspondía a un novio de regular peculio. En esta forma, doña Beatriz no sólo poseía escasa edad, sino también un ingente capital, cosas ambas que le daban gran desenvoltura para tomar las decisiones por su cuenta, sin aguardar parecer del anciano marido.

No pretendemos pintar a doña Beatriz como otra Quintrala, pues si bien ésta se daba el lujo de escoger a sus amantes como la primera, era además bruja y asesina. La joven Ahumada era alegre, despreocupada, extrovertida y totalmente libre de los prejuicios de la época. Desde los primeros días de su matrimonio con el sargento mayor, le impuso la condición de poseer alcobas separadas. Bien sabía ella que la comunidad de una «cuja» le traería solamente toses y ronquidos, aparte de inhibirle de toda libertad.

En una edad en que la curiosidad femenina es inmensa, la mayoría de las jóvenes piensa en el matrimonio como el medio de descubrir lo inexplorado. Doña Beatriz debía resignarse a un marido viejo y achacoso. No es de extrañar entonces, que, al poco tiempo, penetraran a su alcoba las siluetas embozadas de jóvenes caballeros tan ardientes como ella.

En corto lapso, el señor de Castroverde entregó su alma al cielo y se alejó de los afanes de esta vida, totalmente ignorante de las andanzas de su damita, por cuya honra habría puesto sus manos sobre el fuego.

La viudez no afectó para nada a la inquieta y enérgica mozuela. Continuó recibiendo visitas nocturnas y manejando los negocios heredados de su padre con gran habilidad comercial. Los productos de sus campos llegaban a la casona y se almacenaban en las bodegas del solar. El 1 de febrero de 1636, el Cabildo de Santiago le concedió una licencia muy especial para vender en su casa las cosechas, en circunstancias que estos productos se podían expender sólo en las pulperías y en un pequeño mercado en la Plaza de Armas, del cual la corporación edilicia obtenía una renta.

A fin de no dar pábulo a las maledicencias, la astuta joven hizo arreglar secretamente la enrejada ventana de su alcoba, que caía sobre la calle de los Huérfanos, para permitir el paso de sus visitantes, sin necesidad de usar el portón de las bodegas y menos la puerta principal que daba a la calle de Ahumada.

Pese a sus vaivenes amorosos, doña Beatriz se cuidaba de mantener en el mayor secreto sus aventuras nocturnas, y los propios amantes eran los más interesados en guardar silencio, pues en ese Santiago colonial las niñas se entregaban sólo después de la bendición eclesiástica, y únicamente una que otra dama de alcurnia, muy escasas por supuesto, se arriesgaban a estas andanzas. Los caballeros solteros se veían obligados a calmar sus inquietudes con las indias y mulatas de servicio, cuyas cualidades corporales no podían compararse con las que poseían las empingorotadas damas.

Uno de los más asiduos en traspasar la ventana, era el joven Diego Vásquez de Padilla, fogoso y desaprensivo amante, que logró fijar en él los pensamientos de la acaudalada e insatisfecha viudita. Pero don Diego hizo ciertos comentarios, en el corro de sus amistades, que dejaron en descubierto el nombre de la dama que le favorecía.

Uno de los presentes, que a su vez mantenía relaciones con otra señora de copete, le contó en la intimidad de la cama lo que había escuchado; y era tan zonza esta dama que, estando ella en la misma situación, lo transmitió a una amiga y así llegó a oídos de doña Beatriz.

En cuanto supo el chisme, la joven llamó a uno de sus más fieles capataces y le ordenó que, acompañado de varios robustos mocetones, propinaran una tunda de palos a Don Diego Vásquez de Padilla. Días después, amaneció el amante amarrado al rollo de la justicia de la Plaza Mayor, con signos de haber recibido una soberbia azotaina y un cartel que rezaba: «por deslenguado». Esa misma tarde, los esclavos de la familia Ahumada echaron a correr entre las servidumbres de todas las casas, el comentario de los amoríos de la habladora y de su amigo, y al día siguiente su desprestigio iba de boca en oído y de oído en boca.

En esta forma doña Beatriz barajó de un golpe las habladurías y cambió de amante.

Antes de un año, anunciaba su compromiso con el capitán Ambrosio de Córdoba, que más de alguna vez había visitado su tálamo con huellas tan imperecederas, que allí dejó clavado su corazón y pasó sobre las conveniencias sociales de la época.

Pero el buen capitán, a quien el amor había cerrado la razón, estaba convencido de que ella le dedicaría por entero su ardor. ¡Tan equivocado estaba que, antes del año, había solicitado su traslado a las primeras líneas de fuego en la guerra de Arauco, para ocultar su deshonra bajo las nubes de flechas de los indígenas! No pasó un mes sin que llegara una misiva a la inconsolable esposa, comunicándole la heroica muerte de su marido en el campo de batalla.

Mas el luto no podía contener los desbordes de su pasión y, a poco de haber consumado las diligencias de rigor, ya su alcoba era frecuentada por diversos galanes, uno de los cuales conquistó definitivamente el corazón de la viudita, don Cristóbal de Tapia.

Era éste un arrogante mozo aventurero, que había aprendido que las más desbordantes pasiones se apagan al recibir la bendición del matrimonio. Sabía él que mientras se mantuviera en su condición de amante clandestino, poseería el amor de Beatriz, y que, en cuanto se transformara en su esposo, pasaría a ser uno más en el museo de las conquistas de la viudita y a depender económicamente de ella. Así pues, se mantuvo en su papel ilícito y retuvo en la cínica sonrisa el amor de la joven.

Pero las andanzas amorosas de la viuda comenzaron a ser cada vez más desembozadas y abiertas, y adquirieron tal grado de publicidad, que la propia Real Audiencia se vio obligada a intervenir para evitar el escándalo. En 1640 fue emplazada ante la justicia, y gracias a la oportuna intervención de su hermano Corregidor, se salvó del castigo con una mera amonestación; pero como continuara su conducta, haciendo caso omiso de la reconvención, fue relegada a su chacra de Conchalí y su amante embarcado para Lima, previo pago de una multa de dos mil pesos, en beneficio de las arcas reales.




ArribaAbajoLa perdida Ciudad de los Césares

Desde muy antiguo, quizá en los primeros años de la conquista, se generalizó la leyenda de la perdida Ciudad de los Césares tanto en Chile como en el Perú, Argentina y hasta en la misma corte de España. Existía la creencia de que en la región de la Patagonia, en el costado oriental de la cordillera de los Andes, había una ciudad riquísima en oro, plata y piedras preciosas.

La historia tuvo su origen en el naufragio de una de las naves del obispo de Plasencia, el 22 de enero de 1540, en el Estrecho de Magallanes. Los sucesos se conocieron cuando dos de los náufragos, Pedro de Oviedo, cantero natural de Nieva, y Antonio Cobos, carpintero, llegaron a Concepción en los tiempos que era maestre de campo general el licenciado Julián Gutiérrez de Altamirano, que les ordenó hacer una relación firmada.

Según la narración, dos de los navíos de la armada del obispo de Plasencia se encontraban anclados en una bahía del interior del Estrecho, cuando una fuerte tempestad cortó los tres cables de uno de los barcos y lo lanzó sobre las rocas de la orilla norte. El capitán Sebastián de Argüello logró salvar a toda su tripulación, salvo a trece de ellos, que murieron. Consiguió reunir en tierra ciento cincuenta soldados, treinta aventureros, cuarenta y ocho marineros y veintitrés mujeres casadas, además de las armas, municiones y bastimentos.

El capitán Argüello hizo tiendas y barracas con las velas de la embarcación destrozada, y después de racionar a su gente, puso a buen recaudo las armas y provisiones, a la espera de ser recogidos por la otra nave, que era la capitana. Pero ésta se hallaba demasiado ocupada en salvarse a sí misma y, sin poderles prestar auxilio, fue empujada por los vientos hacia el Pacífico. Viendo que no podían esperar salvación por el mar, y luego de aguardar cuarenta días en aquel lugar, Argüello se decidió a marchar hacia el norte.

Abandonando las cosas de más peso, entre ellas las piezas de artillería y las jarcias, anduvieron siete jornadas hacia el interior. En el camino, divisaron indígenas que les venían a reconocer y luego se alejaban, por lo que mantuvieron guardias en los campamentos durante las noches, y patrullas de exploración en el día. Finalmente, se encontraron con un indio blanco y corpulento, con el que se entendieron mediante señas y gestos. Éste los condujo hasta las cercanías de una población indígena, pero dos leguas antes de llegar, fueron acometidos por una junta de más de tres mil indios, a quienes desbarataron fácilmente con las primeras mangas de arcabucería, y que dejaron cuarenta muertos y doce heridos en el campo. En vista de que no lograban hacerse entender por ellos, decidieron seguir el rastro de los que habían huido, y así llegaron a una población situada a orillas de un lago grande, lleno de productos agrícolas, cecinas de animales, pescado seco y muchos pájaros.

El capitán ordenó a su gente que no se desbandase ni cometiese desmanes y, luego de fortificarse, recogió a todas las mujeres indígenas con sus críos en uno de los cuerpos del cuartel, llenándolas de halagos y demostraciones de paz. A los tres días las fue soltando, cargadas de pequeños regalos, para que llamasen a sus maridos que habían huido del lugar. Antes de cincuenta días, los hombres volvieron a sus casas, mientras los españoles continuaban en el fuerte, y pronto, lentamente, comenzaron a entenderse, intercambiando cosas y alimentos.

Tres sacerdotes que iban en el grupo se pusieron en la tarea de instruirlos en la fe, hasta que lograron bautizarlos.

Junto a este poblado, había otros seis, y con todos se hicieron amigos. Decididos a permanecer en este sitio paradisíaco, el capitán decidió entregar a las hijas de los caciques por esposas a los españoles, bajo el sacramento del matrimonio cristiano que impartieron los curas que les acompañaban. Dio el ejemplo el capitán Argüello, que se casó con una india muy principal. En esta forma se estableció el parentesco entre españoles e indios.

Estos poblados eran víctimas de ataques de otras tribus que les eran superiores en el aspecto guerrero y que les causaban gran daño con sus incursiones. El capitán Argüello reunió a su gente y a sus parientes indios, y les dieron tal batida a los enemigos, que éstos cobraron temor y vinieron a ofrecer su amistad y paz, prometiendo mantenerse en buenos términos y correspondencia, lo que acabó de consolidar la fusión.

Con los años murieron dos de los sacerdotes, y el tercero, sintiéndose viejo, adiestró en las cosas de la Iglesia a un joven que había demostrado cualidades especiales, para que le reemplazara en todas aquellas cosas que pudiera ejercer sin haber sido ordenado.

Los españoles que llevaron las noticias a Concepción, habían permanecido hasta 1567 en esta población, mas habiendo muerto a uno de los soldados más amigos del capitán Argüello, y temiendo su justicia, huyeron hacia el norte hasta el grado 41, donde encontraron el poblado de un inca (suponemos en la laguna de Nahuelhuapi), que era muy considerado por su gente, al extremo que le portaban en una silla sobre sus hombros. «Era mancebo bien dispuesto, de edad de veintisiete años, vestía muy galán y traía una borla colorada en la frente, y lo nombraban Topa Inga».

Los fugitivos contaron que la ciudad era tan extensa que se demoraron dos días en cruzarla. La tierra era muy fértil y por todas partes veían «oficiales plateros, con obras de vasijas de plata gruesa y sutiles, y algunas piedras azules y verdes toscas que las engastaban. La gente era aguileña, lucida e ingeniosa y al fin de la del Perú sin mezcla de otra». Aceptándoles sólo comidas como regalos, lograron con su ayuda cruzar hacia Villarrica, y desde ahí hasta Concepción.

Refiere el padre Rosales, que no es increíble que estas poblaciones hayan sido de indios peruanos, pues cuando los españoles llegaron al Perú, cerca de treinta mil indios huyeron por el despoblado de Atacama, internándose en la cordillera, y caminaron muchas leguas hacia el sur por el costado oriental, hasta llegar a una región muy fértil llena de lagunas y minas de oro y plata en abundancia. Esto se habría sabido por una investigación que el virrey Hurtado de Mendoza ordenó al capitán Diego de Godoy y Loaisa, que había sido corregidor de Atacama. Hablando con los indios y caciques más viejos, descubrió que éstos narraban en sus Quipos la historia del éxodo hacia el sur. Los Quipos eran cordones de diferentes colores, «que cada uno refiere su historia y suceso diferente, y éstos los repiten todos los días y conservan la memoria de ellos».

Muchos fueron los que quisieron descubrir la Ciudad de los Césares. Juan Jufré, teniente de gobernador en Cuyo, despachó una expedición hacia el oriente, a Conrala, y otra hacia el sur, hacia Trapananda o los Césares. La segunda llegó sólo hasta el Diamante, pero regresó con noticias de los misteriosos españoles de la Patagonia. Francisco de Villagra cogió a un indio puelche, que le confesó haber visto y estado en esas poblaciones. Con él le mandó una carta al capitán Argüello, pero el indio jamás regresó.

Más tarde, en 1620, el gobernador Lope de Ulloa despachó otra expedición a cargo de Juan García Tao, para que, desde Chiloé, tratara de tomar contacto con los sobrevivientes de la nave del obispo de Plasencia, pero se les agotaron los recursos y no lograron llegar; sin embargo, trajeron noticias que no dejaban dudas respecto de su existencia. En 1622, salió desde Córdoba Jerónimo Luis de Cabrera, con 400 hombres, 200 carretas y 6.000 cabezas de ganado mayor y menor, pero fueron interceptados por los indios al cruzar el Río Negro, quienes incendiaron el pasto y les obligaron a retroceder.

En fin, han sido innumerables las expediciones que se han realizado, incluso en 1672 el padre Nicolás Mascardi intentó otra incursión, pero fue muerto por los indios, y el presidente Juan Henríquez consiguió rescatar su cadáver.

¿Existe realmente la Ciudad de los Césares, perdida en el tiempo y en el espacio?... ¡Jamás se sabrá!




ArribaAbajoLos corsarios holandeses

Las guerras permanentes que España mantenía en Europa, repercutieron con intensidad en sus colonias de América. Tres corsarios ingleses habían roto la cadena que cerraba la entada al mar Pacífico, o Mare Clausum como le llamaban los españoles, que insistían en considerarlo de su exclusiva propiedad. Habían cruzado el Estrecho de Magallanes, estudiando las rutas y explorado sus contornos. Luego atacaron en Valparaíso, Quintero, La Serena, el Callao y en las costas de Centroamérica y Méjico.

La clausura ya no existía. Y el intento de Pedro Sarmiento de Gamboa de fundar dos ciudades en el Estrecho para impedir el paso, tuvo un destino fatal. Sus colonos murieron de hambre y frío. Y si bien los ingleses detuvieron sus actividades corsarias a la muerte de Isabel I, se había corrido la voz en Europa de que el Pacífico era vulnerable.

España tenía otro enemigo que, aunque pequeño, no dejaba de ser formidable. Holanda, en un fragmento de territorio, había levantado una potencia que se atrevía a hacer la guerra al imperio más grande del mundo occidental. Los holandeses eran hábiles comerciantes y a la vez eximios marinos. Hasta hacía poco sus naves no habían salido de los mares de Europa, mientras otras naciones como España, Portugal, Francia e Inglaterra habían realizado grandes navegaciones. Sin embargo, la misma tiranía, las prohibiciones a su comercio y la cruel guerra con que España pretendía tenerla bajo su dominio, hicieron que en vez de perecer, su pueblo reaccionara produciendo la salvación y prosperidad.

El milagro holandés se debió a la sabiduría y prudencia de sus soberanos, en particular el príncipe Mauricio de Nassau, famoso general que decidió buscar en otros continentes la ayuda que le negaban sus vecinos.

Profundas causas políticas y religiosas distanciaban a ambas naciones. Mientras España se transformó en la defensora de la Iglesia Romana, en Inglaterra y Holanda se proscribió el catolicismo, agregando un ingrediente religioso a las empresas corsarias que se proyectaban.

Las expediciones holandesas adquirieron un carácter muy distinto a las realizadas por los ingleses hasta la fecha. Estos habían buscado el pillaje y la forma de dar golpes a las plazas españolas del Pacífico, proyectando sus incursiones en secreto o bajo pretextos muy diferentes de sus verdaderos objetivos. Los holandeses, en cambio, organizaron sus expediciones abiertamente, con el financiamiento de acaudalados mercaderes o compañías establecidas, que buscaban la apertura de nuevas rutas comerciales.

Algunos negociantes de Rotterdam dirigidos por Baltasar Moucherón, organizaron la Compañía de Magallanes para explorar el comercio oriental a través del Estrecho de ese nombre. Su intención era establecer bases y factorías en el Pacífico americano. Y para ello pensaron fomentar rebeliones entre los indígenas dominados e incentivar el descontento en los descendientes de españoles.

No obstante, la triste memoria que habían dejado los ingleses, redujo sus ambiciones al comercio ocasional y al pillaje que pudieran ejercer con miras a mermar el poderío de España en América, continente de donde extraían las fabulosas riquezas que empleaban en su guerra contra los Países Bajos.

Pedro Verhagen, rico comerciante de Rotterdam, organizó con otros capitalistas una gran expedición naval destinada a cruzar el Estrecho de Magallanes, para abrir una nueva ruta al Oriente. Y preparó cinco naves cargada de mercaderías de gran valor que pensaba comerciar en las islas asiáticas.

España no acostumbraba, según sus leyes e invariables usos, hacer partícipes de su comercio de las Indias a los países que, como Flandes, se hallaban en Europa bajo su dominación. Menos aún, formar una expedición sin españoles y permitirles zarpar para América de un puerto que no fuera ibérico. Por ello la empresa había de realizarse sin su conocimiento y adquiriría el carácter de corsaria.




ArribaAbajoSimón de Cordes

La primera expedición que Holanda envió al Pacífico, vino al mando de Jacobo Mahú, socio de la Compañía de Magallanes y experimentado navegante. Las cinco naves zarparon el 27 de junio de 1598 de un pequeño puerto situado a cuatro leguas de Rotterdam. Quinientos cuarenta y siete hombres, holandeses, franceses e ingleses, componían su tripulación. En su gran mayoría aventureros o basura de puerto, habían sido reclutados con engaños, diciéndoles que iban al Cabo de la Buena Esperanza.

Costearon el África y debieron enfrentar a los portugueses para procurarse alimentos. Más al sur, después de cruzar la línea equinoccial, el escorbuto comenzó a hacer estragos, y uno de los que murió fue el propio almirante Mahú. Lo reemplazó Simón de Cordes, otro rico comerciante holandés que había contribuido con buena parte de su fortuna a armar las naves. Desde las islas de Cabo Verde cruzaron el Atlántico hasta tocar en Río de la Plata. Haciéndose pasar por súbditos del rey de España, intentaron conseguir alimentos en Buenos Aires. Pero el gobernador Diego Rodríguez de Valdés no cayó en la trampa y debieron seguir de largo.

A medida que se acercaban a la zona austral comenzaron a ser acosados por el hambre y el frío. Penetraron al Estrecho en abril de 1599 y echaron anclas en una rada de la ribera norte que bautizaron como Bahía de Cordes. Los cuatro meses que permanecieron ahí sufrieron crueles tiempos de hielo, vientos, granizos y aguaceros. El hambre apretaba porque no podían repartir más de seis libras de pan a cada persona para ocho días. Echaron mano a los pescados y almejas que lograron coger y a algunas raíces de hierbas. Trataron de internarse en tierra en busca de alimentos, pero los patagones les mataron tres hombres. El piloto de la nave capitana, Adams, anotó en su diario que en varias ocasiones hubo vientos favorables para salir del Estrecho, pero que no lo hicieron porque Simón de Cordes ocupó demasiado tiempo en recoger agua y leña. A estas alturas la bulimia, las inclemencias del tiempo y las enfermedades, habían matado cerca de doscientos tripulantes y dos oficiales, entre ellos, el capitán de «La Fidelidad» Julián van Bockholt, a quien sucedió en el mando el sobrino del almirante, Baltasar de Cordes, quien dejaría triste memoria en Chile.

En agosto se trasladaron a la orilla sur y recalaron en otra ensenada. Durante la noche del 23 se realizó una extraña ceremonia. Simón de Cordes, cuyo odio a los españoles iba en aumento a causa de los terribles padecimientos soportados, decidió formar una orden de caballería, especie de hermandad corsaria, llamada El León No Encadenado. Los que la integraron, todos oficiales de la armada, juraron odio eterno a España y ofrecieron al sacrificio de sus vidas, si era necesario, para hacer triunfar las armas de Holanda sobre el odiado opresor de los Países Bajos. Después del juramento, bautizaron aquel lugar como Bahía de los Caballeros. Antes de abandonar el refugio, Cordes hizo grabar en una tabla los nombres de los iniciados y ordenó clavarla en la ribera.

Levaron anclas el 2 de septiembre y salieron al Pacífico, pero les cogió un temporal que deshizo la escuadra, dispersando las naves en distintas direcciones. Habían convenido que, en caso de separarse, debían reunirse en la isla Santa María, conocido apeadero de corsarios en el Pacífico.

«La Caridad», comandada por Gerald van Beuningen, arribó a la isla Mocha y su tripulación desembarcó para conseguir alimentos. Los isleños, que ya habían rechazado antes a los ingleses, mataron a todos los que bajaron a tierra.

Navegando hacia el norte completamente sola, «La Esperanza», nave capitana de Simón de Cordes, tocó en la punta Lavapié en plena bahía de Arauco. Su llegada fue recibida con grandes muestras de alegría por los mapuches, que les hicieron señas para que desembarcaran. El marino holandés pensó que los indios veían en ellos un aliado natural contra los españoles, y aceptó gustoso la invitación de bajar a tierra con algunos hombres para ser agasajados. Los astutos araucanos les ofrecieron una comilona, en la que abundó la excelente chicha que bebían en los cráneos de sus enemigos. Prendió la alegría, se soltaron las lenguas y la conversación produjo más sed. La bebida circuló generosa y comenzó a hacer efecto en los holandeses que no estaban acostumbrados a ella. Cuando les tuvieron suficientemente borrachos y descuidados, salieron a relucir los cuchillos y los degollaron a todos. Los soberbios hijos de Arauco no querían extranjeros en su tierra, fueran españoles, ingleses u holandeses.

En la nave había permanecido el hijo del comandante, que llevaba el mismo nombre. Al ver desde cubierta la carnicería, comprendió que nada podía hacer y tomó el mando de «La Esperanza». Se dirigió a la isla Santa María, donde dos días después arribó «La Caridad» que aún no se resarcía de su aventura en la Mocha. Las tripulaciones de ambas naves eran, pues, sobrevivientes de los indios.

Mientras el joven corsario pensaba cómo podía conseguir provisiones, una nave española se acercó a la isla. Era el capitán Pedro de Recalde que llevaba auxilio a «La Imperial», pero los vientos se lo habían impedido. Los pocos barcos que navegaban en Chile eran bien conocidos, y ésos que estaban en la isla tenían todas las trazas de ser extranjeros. Recalde se inquietó y trató de ganar el barlovento para enfilar a Concepción. Al ver que la nave quería alejarse, Simón de Cordes saltó a un bote con cuatro mosqueteros e intentó acercarse para hablar. Recalde reconoció en él a un enemigo y no se detuvo, apresurándose para informar al gobernador Francisco de Quiñones.

La autoridad comprendió que debía alejar a los corsarios de la isla Santa María, pero no tenía barco, artillería ni soldados. Escogió al capitán Antonio Recio, que se había destacado por valiente y astuto, para que fuera en un barquichuelo a impedir que los enemigos bajaran a tierra.

Recio llegó a la isla por otro costado y no fue visto por los holandeses. Reunió y armó a los naturales para que, acompañados por unos pocos españoles que vivían allí, resistieran al enemigo si intentaban desembarcar. Luego envió un mensajero a de Cordes para averiguar qué razones le traían a esta lejana tierra.

El holandés se apresuró en contestar por escrito en una mala jerga de español y portugués. Eran vasallos del rey don Felipe, no españoles, pero sí fieles flamencos, con gran cantidad de mercaderías para vender o cambiar por alimentos.

El capitán Recio sabía que ningún extranjero podía comerciar en estas costas y menos sin una autorización escrita. Pensó que eran ingleses y evaluó la posibilidad de que las dos naves fueran sólo vanguardia de una flota más grande. Como la fuerza no estaba de su lado, recurrió a un ardid. Mandó a decir al marino que él era un simple capitán al mando de cien españoles y trescientos indios, y no tenía autoridad para permitir un desembarco o practicar el comercio. Mas, como quería ayudarles, iría de inmediato a pedir instrucciones al gobernador que se encontraba muy cerca.

Al saber lo ocurrido, don Francisco de Quiñones sopesó la situación. La gente de Chile era tan pobre, que andaba en «cueros vivos»; pero había alimentos. Los holandeses en cambio, necesitaban víveres y tenían mercaderías. ¿No sería posible conseguir un trueque, a cambio de que no atacaran nuestras costas?

Pero estos pensamientos no debía saberlos nunca el virrey y menos el rey. Lo cierto fue que el capitán Recio volvió a la isla y se embarcó en un bote para visitar las naves. Un día permaneció en la capitana, sin que el corsario le mostrara la nao almirante. El español admiró la excelencia de los barcos, los veintiséis cañones del primero y los seis del segundo. Fue agasajado con muchos regalos y él les proporcionó víveres suficientes. Simón de Cordes representaba unos veinte años, pero todos le trataban de «general». No sabía que acababa de reemplazar a su padre en el mando, ni ellos se lo contaron. Le entregaron una carta para el gobernador, en la que ofrecían sus personas y navíos para ayudarles en su lucha contra los araucanos. A cambio, sólo pedían que un práctico los condujera a la bahía de Concepción, para ponerse al servicio de España.

Naturalmente Quiñones no se tragó el cuento de la fidelidad, pero las dos naves y el poderoso refuerzo de armas, municiones y mercaderías que traían, le venía de perillas en ese instante en que el toqui Pelentaru acababa de destruir la ciudad de Valdivia. Y envió una carta a Simón de Cordes, invitándole a ir a Concepción donde encontraría toda clase de auxilios.

Pero los holandeses, que habían aguardado en la isla más del tiempo necesario y ya estaban reabastecidos, decidieron zarpar hacia el Japón para negociar, pues traían vestidos de lana que allá eran muy apreciados. Y así, la carta de Quiñones llegó demasiado tarde.

«La Fe», cuarta nave de la expedición, era comandada por el capitán Sebald de Weert y navegaba junto a «La Fidelidad» de Baltasar de Cordes, sobrino del almirante de la flota. A comienzos de diciembre de 1599 se encontraron en el Estrecho a punto de salir al Pacífico, pero un fuerte viento las separó.

«La Fe» fue empujada hacia el interior y logró protegerse en una cerrada bahía. Allí desembarcaron en procura de víveres y divisaron a algunos indígenas que huyeron. Lograron capturar a una mujer que por cargar dos niños no podía correr. La llevaron al barco y fue objeto de la impertinente curiosidad de los corsarios. Le regalaron alimentos y ropas, pero le quitaron una pequeña de cuatro años para llevarla a Holanda. La india no había dado, hasta el momento, ninguna muestra de emoción; pero al ver que le arrebataban a su hija sus ojos se llenaron de lágrimas.

«La Fe» regresó a la Bahía de Cordes y disparó un cañonazo con la esperanza de ser escuchados desde «La Fidelidad». Les respondieron, pero no eran sus compañeros sino otra flota holandesa que venía al mando de Oliverio van Noort. Obtuvieron alimentos y el capitán de Weert decidió regresar a Holanda. Fue unos de los más afortunados de la expedición.

El último barco de la flota, el filibote «Ciervo Volante», sufrió el embate de las tempestades y de los fuertes vientos del norte. Después de seis semanas en que la nave barloventeó de una a otra parte, llegaron al grado 64 donde divisaron «una tierra alta, con montañas cubiertas de nieve como el país de Noruega». El capitán Gherritz recordó las ordenes de Simón de Cordes y enfiló hacia el norte, siguiendo en la carta de marear la ruta marcada por Thomas Cavendish para encontrar la isla Santa María. Pero ésta estaba mal graduada y fueron a dar frente a Valparaíso. Antes de entrar en la bahía, murió el capitán y le sucedió su hermano Teodorico.

El filibote se acercó a tierra en pésimas condiciones. De los cincuenta y seis hombres con que salió de Holanda, sólo restaban veintitrés, el resto había perecido en la travesía. Sin más alimentos que cinco quintales de bizcochos y un cuarto de pipa de arroz, ya deseaban entregarse a los españoles, negociando su rendición. Aunque prisioneros, no volverían a sufrir esa hambruna atroz.

En Valparaíso les esperaba el capitán Jerónimo de Molina, que había sido avisado de la presencia de otras naves en la isla Santa María. Les recibió con las armas en la mano y disparó en cuanto vio que echaron un bote al agua. Al llegar a tierra, les aprisionó y entregó a las autoridades. Parte de la tripulación permaneció en Chile, los demás, incluido el capitán, fueron enviados a Lima.




ArribaAbajoBaltasar de Cordes

Tras la muerte del viejo Bockholt, Baltasar de Cordes había tomado el mando de «La Fidelidad». Ignorante de lo ocurrido a los otros barcos, permaneció en el sur buscándoles afanosamente y escudriñaba el horizonte, tratando de divisar las velas de «La Fe», su nave compañera. No sabía del regreso del capitán Sabald de Weert a Holanda, ni que su tío Simón de Cordes, almirante de la flota, había muerto a manos de los mapuches.

Era diciembre de 1599. La tripulación, ya completamente agotada, apenas podía maniobrar. Sólo les mantenía en pie el deseo vigoroso de salvar sus vidas y la férrea voluntad del capitán. Tenían un barco cargado de mercaderías valiosas y no se resignaban a morir en aquellas heladas regiones. Llevaban ya cinco días al amparo de una ensenada, cuando de pronto un fuerte viento del oriente les empujó hacia la salida del Estrecho. Fueron arrastrando el ancla para evitar un desastre, hasta llegar al Pacífico. Allí una tempestad los llevó raudamente a lo largo de la costa de Chiloé. El piloto Antonio Atoine, o Antonio el Negro como le llamaban sus compañeros, hizo maravillas con el timón para salvar la nave.

Ya en aguas más tranquilas, al norte de la gran isla, buscaron un puerto donde recalar. Desde tierra fueron avistados por un cacique de Lacuy, quien comprendió que la arboladura y el cordaje de esta embarcación eran diferentes a las naves españolas. Y cualquiera que no fuera español, era necesariamente un aliado. Echó una piragua al mar y se acercó a los holandeses. Fue recibido con grandes muestras de amistad, pues su presencia significaba la posibilidad de conseguir víveres frescos y agua.

Cuando el chilote subió a bordo le obsequiaron cuentas, espejos y otras fruslerías. Como no conocía su lengua, trataron de darse a entender por señales. Él les miraba sonriente y perplejo, finalmente les hizo un ademán de espera, remó nuevamente hacia tierra y regresó con un indio de su comarca que hablaba castellano.

Baltasar de Cordes se alegró, él dominaba esa lengua aunque la odiaba. La comunicación fue fácil y los holandeses les regalaron cuchillos y lanzas, armas que vencieron su natural resistencia. El intérprete les condujo al puerto y les invitó a bajar a tierra. Los marinos se sintieron en el paraíso. Hacía más de diecisiete meses que habían zarpado de su país, y la mayor parte del viaje se alimentaron de mariscos, pescados y comida en conserva que llevaban en la nave.

Les trajeron carneros, vacas, aves, maíz y verduras. Los alimentos obraron maravillas en ellos y en pocos días se recuperaron. Mientras Adrián Diego, el carpintero de a bordo dirigía las reparaciones de la embarcación, Baltasar de Cordes averiguó que tres renegados españoles vivían entre los indios. Pese a la repugnancia que le inspiraba este tipo de gente, les hizo venir a su presencia.

Poco después comparecieron unos desarrapados e inmundos sujetos, cuyos rostros no podían ocultar su calidad moral. Declararon haber pertenecido a la guarnición española de Osorno, y que habían desertado a causa de los incansables ataques de los araucanos que los sitiaban por hambre. A cambio de su ayuda, ofrecieron darle información valiosa sobre las fuerzas, recursos y posiciones de las tropas que guarnecían Chiloé.

El holandés les observó detenidamente. No se engañaba, definitivamente eran la escoria de los puertos, que los españoles habían debido reclutar para mantener la guerra de Arauco, pero que huían a la sola vista de los mapuches.

Los renegados le informaron. En la isla de Chiloé existía una bahía cerradísima y muy resguardada de las tormentas, donde se hallaba la ciudad de Castro. Su posición era estratégica, ya que constituía el varadero obligado de todos los barcos que cruzaban el Estrecho. Allí el corsario podía hacerse de un rico botín y de abundante provisiones, además de asestar un buen golpe a los españoles.

Baltasar de Cordes sopesó la situación en silencio. Se le presentaba la oportunidad que andaba buscando y no podía desperdiciarla. Su mente bulló de ideas durante largo rato. Finalmente, expuso un plan para apoderarse de Castro. Mientras él se dirigía allí por mar, los indígenas al mando de los renegados se acercarían por tierra a la parte trasera de la ciudad, con miras a tomarla entre dos fuegos. La señal para que los indios atacaran, sería el incendio de un rancho de la playa, al que pegaría fuego en cuanto desembarcaran.

En la ciudad española tenía el mando Baltazar Ruiz del Pliego con el cargo de corregidor. Pronto llegó a sus oídos el rumor de que un barco inglés se hallaba en las cercanías de la isla. Los naturales nunca se habían rebelado hasta ahora, pues su población estaba constituida en gran parte por mestizos, hijos de españoles y hembras aborígenes. Pero los cristianos no se descuidaban. Sabían que todos los alzamientos mapuches terminaban en la costa de Ancud, pero que éstos se comunicaban con los chilotes, tratándolos de cobardes por no sacudirse el yugo del invasor.

La alianza de los corsarios con los indios era imposible de mantener en secreto. Ruiz del Pliego se impuso de que algo sucedía y encargó al capitán Martín de Uribe que recorriera la costa con treinta jinetes, mientras él se preocupaba de levantar una empalizada que rodeara la ciudad. Y mientras se hallaba en esos preparativos, llegó el cura Pedro Contreras Borra, a contar que una india le había avisado que los corsarios navegaban hacia Castro.

El corregidor ordenó que toda la población se guareciera en el fuerte. Permanecieron despiertos durante toda la noche y sólo al amanecer, desde una de las atalayas, divisaron las blancas velas de «La Fidelidad» que entraba en la bahía. Mas, al acercarse al puerto, observaron con sorpresa que no venían en son de guerra, sino luciendo banderas y gallardetes, en tanto saludaban al puerto con toque de clarines y señales amistosas.

Demasiado bien conocían los españoles las tretas de los corsarios. Ya habían sido engañados en oportunidades anteriores por esos enemigos marítimos de España, que ellos llamaban genéricamente «ingleses». Francis Drake, en 1578, Thomas Cavendish, en 1587, y finalmente Richard Hawkins cuando saqueó Valparaíso en 1594, habían usado sistemas parecidos, tratando de hacerse pasar por amigos, para luego de ganada su confianza, barrer con ellos.

Al encontrarse el barco a suficiente distancia como para ser escuchados, Baltasar de Cordes llamó a grandes voces, pidiendo ponerse al habla con las autoridades del puerto, y les rogó que enviaran a alguien para que se impusiera de sus intenciones amigables.

El corregidor reunió a los vecinos en una especie de cabildo abierto y les consultó sobre la situación. Hubo unanimidad en que no se corría peligro en enviar a uno de los oficiales, salvo que se le tomara de rehén, cosa poco probable, ya que lo cerrado de la bahía tenía a los «ingleses» aprisionados en la poza. En cambio había mucho que ganar. El enviado podía averiguar no sólo sus intenciones, sino también su poderío guerrero. Ruiz del Pliego designó al capitán Pedro de Villagoya, respetado vecino de la ciudad, para que subiera a bordo.

Villagoya fue recibido con gran cortesía. El corsario le trató con mucha deferencia y le hizo numerosos presentes. Le invitó a su propia cámara y ordenó traer bebidas y refrescos. Después, en larguísima conversación, le refirió los pormenores de su azaroso viaje a través del Estrecho.

Le contó que la expedición había sido organizada por su tío con miras a comerciar en América, que sabían estaba muy necesitada de artículos. Su intención era continuar a las costas de Asia, donde podían intercambiar mercaderías que, a su vez, venderían muy bien a su vuelta a Holanda.

La elegante presentación de este joven holandés de veintidós años, sus bien cuidados modales, la sinceridad que demostraba al hablar de las penalidades soportadas en el Estrecho, la forma como se apartó de las otras naves, y la seguridad de que se encontraba solo y errante por aquellas inhóspitas regiones, conquistaron el espíritu del capitán español. Villagoya vio en él sólo a un muchacho indefenso separado de sus compañeros, que por los azares del destino se había convertido en capitán inexperto de una tripulación diezmada y agotada.

El holandés terminó de convencerlo, cuando le aseguró que por ser católicos y amigos de los españoles, fueron perseguidos en Rotterdam, que habían partido en busca de un nuevo destino fuera de su patria, trayendo estas barcas llenas de mercaderías, sin más armas que las necesarias para defenderse de los piratas ingleses, o aquéllas que podían comerciar.

Pero el ingenuo capitán no supo que el pícaro había ordenado esconder los cañones, salvo los de proa, y ocultar los mosquetes de los tripulantes, que se mostraron sumisos y abatidos.

Ya en la noche, en medio de festejos y atenciones, de Cordes confidenció a Villagoya que los indios de la isla le habían ofrecido doce almudes de oro y todos los despojos de la ciudad, si les ayudaba a saquearla. Y le sugirió que podían aliarse para repeler a los naturales y someterlos en definitiva. Él sólo necesitaba legumbres, bizcochos y treinta vacas hechas cecinas, para continuar su travesía.

Villagoya regresó a la ciudad convencido de las buenas intenciones del holandés y transmitió sus proposiciones al corregidor, abogando en su favor. El cabildo escuchó con alegría las excelentes noticias. Era de toda conveniencia acceder a sus peticiones, que les reportarían grandes beneficios. El trueque de productos frescos que ellos tenían en demasía, por artículos que necesitaban con urgencia, era un maná que les caía del cielo. Luego que todos aceptaron, el escribano tomó acta de la decisión del Cabildo.

El corregidor autorizó a Villagoya para que acordara con el marino la forma de defenderse de los indios, y aprovechó de enviarle algunos obsequios. El holandés le recibió con mayores atenciones que en la víspera. Y, entre agasajos y pláticas, le reveló que los aborígenes le pidieron que él atacara la ciudad por la costa, mientras que ellos lo hacían por la espalda. Él había tenido que fingir aceptación a su plan, para lograr ayuda cuando recaló en puerto Lacuy. Sólo esperaban que se produjera el combate y quemara un rancho de la costa, que era la señal.

El corsario, sibilinamente, aventuró una proposición. ¿Por qué no simular una lucha entre ellos, para así coger a los indios entre dos fuegos? Esto escapaba a la autoridad de Villagoya, pero era tanta su candidez, que reveló al corsario que no tenían pólvora ni balas.

De Cordes rió para su interior, satisfecho, y para terminar de ganarse su confianza, le entregó una botija de pólvora y mil balas de arcabuz. Cuando el capitán regresó a tierra y mostró la ayuda del holandés, todos cayeron en el lazo. Al amanecer, el corregidor ordenó quemar un rancho de la playa y disparar siete mosquetazos, que fueron respondidos por cuatro del corsario. En esta forma se inició el simulacro de combate que habían convenido.

Villagoya volvió al barco para arreglar los últimos detalles, pero el corsario había decidido sacarse la máscara y le hizo prender, con el pretexto de que había incendiado un rancho fuera de la ciudad, y no dentro de ella como era el acuerdo.

Enseguida, desembarcó a la tripulación con instrucciones de reunirse en cierto lugar de la playa, y envió a Antoine el Negro donde el corregidor con la petición de que le enviara a seis de sus mejores capitanes, a fin de concertar el plan de ataque fuera de la vista de los indios. Antoine no era el mejor embajador, pues su presencia dejaba mucho que desear. De mediana estatura, anchísimo de hombros y brazos musculosos, no podía ocultar en su fea cara y torva mirada, el aspecto típico del viejo bucanero.

Pero los españoles estaban tan convencidos de la buena fe de los holandeses, que vieron en su desembarco la certidumbre de un gran auxilio. El corregidor no trepidó en enviar a seis de sus oficiales más escogidos. Mas, en cuanto se presentaron en el lugar donde les esperaba de Cordes, éste ordenó que los degollaran. Y antes de que los capitanes desenvainaran los aceros, se encontraron con los cuellos tronchados. Después de tamaño crimen, de Cordes caminó tranquilamente hasta la ciudad para seguir representando su papel. Llegó en el mismo instante en que se vio aparecer, por el otro costado, una gran cantidad de naturales dispuestos al ataque.

Le dijo al corregidor que había cambiado sus planes, en vista de que quemaron, equivocadamente, un rancho fuera de la ciudad y no dentro de ella como estaba convenido con los indios. Y como éstos eran en extremo desconfiados, la única manera de engañarles y convencerles de que había apresado a los españoles, era haciendo que todos ellos entraran a la iglesia y permanecieran ahí, hasta que él comenzara el combate contra los indígenas. En este momento debían salir y atacarlos por la espalda, apoyados por los capitanes que se hallaban con su tripulación.

Ruiz del Pliego no podía imaginar que este joven de tan buenas maneras y elegante presencia, era un refinado asesino. Y dispuso que todos, hombres, mujeres y niños, se encerraran rápidamente en la iglesia.

Una vez que se libró de los castellanos, hizo señas a los indios para que acercaran. Estos seguían persuadidos de que el holandés estaba actuando de acuerdo a lo convenido. Llamó a los más principales y les llevó a un lugar apartado. Allí les hizo acuchillar con extrema ferocidad y en completo silencio. Luego repitió lo mismo con el resto, hasta no dejar vivo a ninguno de los que se hallaban cerca.

Después de la matanza, envió a Antoine el Negro a la iglesia, para que hiciera salir a los hombres de uno en uno. Y, a medida que iban cruzando el umbral, les fueron asesinando pérfidamente. Pero los que se encontraban dentro escucharon quejidos y se alertaron. El cura Contreras Borra, que estaba orando de rodillas frente al altar, cogió una enorme trizona que había sido de su padre y arremetió contra los piratas que penetraron al santo recinto. Una de las mujeres, doña Inés de Bazán, natural de Osorno y viuda del capitán guipuzcoano Juan de Oyarzún, se sumó a los pocos hombres que quedaban para resistir con las armas en la mano.

Pero la masacre fue completa. Sólo perdonaron la vida a las mujeres, no por compasión, sino para que fueran pasto de sus deseos. Y después de encerrarlas, se entregaron a la más espantosa borrachera con el aguardiente que encontraron en las casas al saquear la ciudad.

Mientras estas atrocidades ocurrían en Castro, un grupo de veinticinco españoles al mando del capitán Luis de Vargas regresaba de un largo patrullaje. Desde lejos divisaron las llamas que consumían gran parte de las viviendas. Cogieron lenguas de los indios que lograron huir de la degollina, y se impusieron del drama que había vivido la plaza durante la víspera.

Luis de Vargas despachó de inmediato un mensajero al coronel Francisco del Campo, que se hallaba en Osorno, y comenzó a urdir un plan para atacar a los piratas y liberar a las mujeres y sus niños. Escogió a uno de sus hombres, el soldado Torres, y le ordenó que fuera a la ciudad y simulara ser un renegado que deseaba pasarse a los holandeses. Debía averiguar si habían desembarcado cañones, y si fuese así, intentar inutilizarlos para que no les hicieran daño en el ataque nocturno que pensaban realizar.

Torres llegó hasta las casas y se encontró con doña Inés de Bazán que había logrado escapar, aprovechando la borrachera de los piratas. En la oscuridad de un zaguán, le informó de los planes del capitán Vargas y de la misión que le había encomendado.

Doña Inés sabía donde estaban emplazados los cañones. Confundiéndose con las sombras, corrieron sigilosamente hacia los torreones, donde encontraron los atados de cuerdamecha que servían para tronar la pólvora. Los sumieron en agua hasta que quedaron totalmente empapados, y luego, deslizándose a lo largo de la empalizada, repitieron la faena con los otros cañones.

Al amparo de la noche, Luis de Vargas y sus hombres consiguieron acercarse a la ciudad sin ser descubiertos. Dejaron los caballos en un bosque cercano y caminaron silenciosamente hasta las primeras casas. Poco antes de llegar, se toparon con Torres y doña Inés que les aguardaban para señalarles dónde estaban las cautivas, y para informarles de los cañones inutilizados.

Se dirigieron al barracón que servía de improvisada cárcel y observaron que la entrada estaba custodiada por dos corsarios que conversaban distraídos. Sendos golpes sobre sus cráneos, dieron con ellos por tierra. La alegría de las desdichadas fue inmensa y apenas pudieron contener sus expresiones de júbilo y agradecimiento. Luego fueron todos hacia los matorrales donde habían dejado las cabalgaduras. Y mientras las mujeres huían hacia el campo alejándose de la ciudad, Vargas y sus soldados se dedicaron a arrear todo el ganado fuera del pueblo, para sitiar por hambre a los holandeses.

Pero el mugido de los animales alertó a Baltasar de Cordes. Corrió con algunos de los suyos y logró capturar al soldado Torres y a doña Inés, que permanecían rezagados protegiendo la fuga de las mujeres. El pirata estaba furioso y buscó en quien descargar su ira. Ordenó que ahorcaran a Torres en un improvisado cadalso y que continuaran con doña Inés. Cuando ésta se encontraba con la soga en el cuello, el corsario se compadeció. Mas, para dar escarmiento a los que quedaban en la ciudad, dispuso que le aplicaran quince azotes, cuyas marcas permanecieron para siempre en la espalda de la brava española.



Indice Siguiente