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ArribaAbajo El Manchay-Puito

Ilustración

(A la señora Mercedes Cabello de Carbonera)


I

No sabré decir con fijeza en qué año del pasado siglo era cura de Yanaquihua, en la doctrina de Andaray, perteneciente a la diócesis del Cuzco, el doctor don Gaspar de Angulo y Valdivieso; pero sí diré que el señor cura era un buen pastor, que no esquilmaba mucho a sus ovejas, y que su reputación de sabio iba a la par de su moralidad. Rodeado siempre de infolios con pasta de pergamino, disfrutaba de una fama de hombre de ciencia, tal como no se reconoció entonces sino en gente que peinara canas. Gran latinista y consumado teólogo, el obispo y su cabildo no desperdiciaban ocasión de consultarlo en los casos difíciles, y su dictamen era casi siempre acatado.

El doctor Angulo y Valdivieso vivía en la casa parroquial, acompañado del sacristán y un pongo o muchacho de servicio. Su mesa rayaba en frugal, y por lo que atañe al cumplimiento de los sagrados deberes de su ministerio daba ejemplo a todos sus compañeros de la diócesis.

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Aunque sólo contaba treinta y cuatro años de edad y era de bello rostro, vigoroso de cuerpo, hábil músico e insinuante y simpático en la conversación, nunca había dado pábulo a la maledicencia ni escandalizado a los feligreses con un pecadillo venial de esos que un faldellín de bandera, vestido por cuerpo de buena moza, ha hecho y hace aún cometer a más de cuatro ministros del altar. El estudio absorbía por completo el alma y los sentidos del cura de Yanaquihua, y así por esta circunstancia como por la benevolencia de su carácter era la idolatría de la parroquia.

Pero llegó un día fatal, probablemente el de San Bartolomé, en que el diablo anda suelto y tentando al prójimo. Una linda muchacha de veinte pascuas muy floridas, con una boquita como un azucarillo, y unos ojos como el lucero del alba, y una sonrisita de Gloria in excelsis Deo, y una cintura cenceña, y un piececito como el de la emperatriz de la Gran China, y un todo más revolucionario que el Congreso, se atravesó en el camino del doctor Angulo, y desde ese instante anduvo con la cabeza a pájaros y hecho un memo. Anita Sielles, que así se llamaba la doncella, lo traía hechizado. El pastor de almas empezó a desatender el rebaño, y los libros allí se estaban sin abrir y cubiertos de polvo y telarañas.

Decididamente el cuerpo le pedía jarana..., y ¡vamos!, no todo ha de ser rigor. Alguna vez se le ha de dar gusto al pobrecito sin que raye en vicioso; que «ni un dedo hace mano ni una golondrina verano».

Y es el caso que como amor busca correspondencia, y el platonicismo es manjar de poetas melenudos y de muchachas desmelenadas, el doctor Angulo no se anduvo con muchos dibujos, y fuese a Anita y la cantó de firme y al oído la letanía de Cupido. Y tengo para mí que la tal letanía debió llegarla al pericardio del corazón y a las entretelas del alma, porque la muchacha abandonó una noche el hogar materno12 y fuese a hacer las delicias de la casa parroquial con no poca murmuración de las envidiosas comadres del pueblo.

Medio año llevaban ya los amantes de arrullos amorosos, cuando el doctor Angulo recibió una mañana carta en que se exigía su presencia en Arequipa para realizar la venta de un fundo que en esa ciudad poseía. Fiarse de apoderados era, amén de pérdida de tiempo y de tener que soportar embustes, socaliñas y trabacuentas, exponerse a no recibir ni un cuarto. Nuestro cura se dijo:


   «Al agua patos,
no se coman el grano los gurrupatos».



La despedida fue de lo más romántico que cabe. No se habría dicho sino que el señor cura iba de viaje al fabuloso país de la Canela.

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Dos semanas era el tiempo mayor que debía durar la ausencia. Hubo llanto y soponcio y... ¡qué sé yo! Allá lo sabrán los que alguna vez se han despedido de una querida.

El doctor Angulo entró en Arequipa con ventura, porque todo fue para él llegar y besar. En un par de días terminó sin gran fatiga el asunto, y después de emplear algún dinerillo en arracadas de brillantes, gargantilla de perlas, vestidos y otras frioleras para emperejilar a su sultana, enfrenó la mula, calzose espuelas y volvió grupa camino de Yanaquihua.

Iba nuestro enamorado tragándose leguas, y hallábase ya dos jornadas distante del curato, cuando le salió al encuentro un indio y puso en sus manos este lacónico billete:

¡Ven! El cielo o el infierno quieren separarnos. Mi alma está triste y mi cuerpo desfallece. ¡Me muero! ¡Ven, amado mío! Tengo sed de un último beso.




II

Al otro día, a la puesta del sol, se apeaba el doctor Angulo en el patio de la casa parroquial gritando, como un frenético:

-¡Ana! ¡Ana mía!

Pero Dios había dispuesto que el infeliz no escuchase la voz de la mujer amada.

Hacía pocas horas que el cadáver de Ana había sido sepultado en la iglesia.

Don Gaspar se dejó caer sobre una silla y se entregó a un dolor mudo. No exhaló una imprecación, ni una lágrima se desprendió de sus ojos. Esos dolores silenciosos son insondables como el abismo.

Parecía que su sensibilidad había muerto, y que Ana se había llevado su alma.

Pero cerrada la noche y cuando todo el pueblo estaba entregado al reposo, abrió una puertecilla que comunicaba con la sacristía del templo, penetró en él con una linterna en la mano, tomó un azadón, dirigiose a la fosa y removió la tierra.

¡Profanación! El cadáver de Ana quedó en breve sobre la superficie. Don Gaspar lo cogió entre sus brazos, lo llevó a su cuarto, lo cubrió de besos, rasgó la mortaja, lo vistió con un traje de raso carmesí, echole al cuello el collar de perlas y engarzó en sus orejas las arracadas de piedras preciosas.

Así adornado, sentó el cadáver en un sillón cerca de la mesa, preparó dos tazas de hierba del Paraguay, y se puso a tomar mate.

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Después tomó su quena, ese instrumento misterioso al que mi amigo el poeta Manuel Castillo llamaba


   «Flauta sublime de una voz entraña
que llena el corazón de amarga pena»,



la colocó dentro de un cántaro y la hizo producir sonidos lúgubres, verdaderos ecos de una angustia sin nombre e infinita. Luego, acompañado de esas armonías indefinibles, solemnemente tristes, improvisó el yaraví que el pueblo del Cuzco conoce con el nombre del Manchay-Puito (infierno aterrador).

He aquí dos de sus estrofas que traducimos del quichua, sin alcanzar, por supuesto, a darlas el sentimiento que las presta la índole de aquella lengua, en la que el poeta haravicu desconoce la música del consonante o asonante, hallando la armonía en sólo el eufonismo de las palabras.


   «Ábreme infierno tus puertas
para sepultar mi espíritu
      en tus cavernas.
Aborrezco la existencia,
sin la que era la delicia
      ¡ay! de mi vida.
Sin mi dulce compañera,
mil serpientes me devoran
      las entrañas.
No es Dios bueno el Dios que manda
al corazón estas penas
      ¡ay! del infierno».



El resto del Manchay-Puito hampuy nihuay contiene versos nacidos de una alma desesperada hasta la impiedad, versos que estremecen por los arrebatos de la pasión y que escandalizan por la desnudez de las imágenes. Hay en ese yaraví todas las gradaciones del amor más delicado y todas las extravagancias del sensualismo más grosero.

Los perros aullaban lastimosa y siniestramente alrededor de la casa parroquial, y aterrorizados los indios de Yanaquihua abandonaban sus chozas.

Y las dolientes notas de la quena y las palabras tremendas del haravicu seguían impresionando a los vecinos como las lamentaciones del profeta de Babilonia.

Y así pasaron tres días sin que el cura abriese la puerta de su casa.

Al cabo de ellos enmudeció la quena, y entonces un vecino español atreviose a escalar paredes y penetrar en el cuarto del cura.

¡Horrible espectáculo!

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La descomposición del cadáver era completa, y don Gaspar, abrazado al esqueleto, se arrastraba en las convulsiones de la agonía.




III

Tal es la popularísima tradición.

La Iglesia fulminó excomunión mayor contra los que cantasen el Manchay-Puito o tocasen quena dentro de un cántaro.

Esta prohibición es hoy mismo respetada por los indios del Cuzco, que por ningún tesoro de la tierra consentirían en dar el alma al demonio.

Ilustración





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ArribaAbajo Palabra suelta no tiene vuelta

Por razones fáciles de presumir tenemos que alterar nombres y aun sitio de la acción en el presente relato. Lo esencial es el hecho, y éste es harto conocido y corroborado con el testimonio de infinitos contemporáneos.


I

Gobernador de la ciudad de X..., en nombre de su majestad don Fernando VII, era un brigadier español a quien llamaremos don Sebastián. Bravo, como el Cid Campeador, sus ascensos todos los había ganado con la punta de la espada; y leal al rey como el mastín a su dueño, mereció que el monarca lo nombrase para mantener la fidelidad a la corona entre sus vasallos de X..., fidelidad que los insurgentes del resto de la América empezaban a hacer bambolear.

Soldado más que cortesano, y andaluz por añadidura, don Sebastián hacía esfuerzos sobrehumanos para disimular la rudeza de su educación, y que en sociedad no se le escapasen palabras e interjecciones de cuartel.

A pesar de lo áspero de su corteza, tenía el brigadier un corazón de yesca para el amor, y apasionose de una de las más bellas y aristocráticas damas de la ciudad, dama a la que bautizaremos, usando del privilegio de curas y romanceros, con el nombre de Manuelita.

No quiero gastar tinta en hacer a la pluma el retrato de la joven; pues si digo que sus ojos eran verdes, pardos o azules, el lector me dirá que miento más que periodista ministerial. A Manuelita hay que imaginársela de ojos negros en armonía con el cantarcillo:


    «Ojos verdes son la mar;
ojos azules, el cielo;
ojos pardos, purgatorio,
y ojos negros..., el infierno».



Rico, desempeñando un alto cargo por el rey que le había ofrecido agraciarlo en breve con un título de Castilla, caballero no recuerdo si de Santiago o de Montesa, de gallarda figura y bien reputado, captose don Sebastián el aprecio de los padres de la joven; y éstos, sin consultar la voluntad de la doncella, trámite de que en aquellos tiempos se hacía caso omiso, le acordaron su mano.

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Manuelita, en cuyo corazón no había huésped, dijo que aunque no estaba apasionada del galán, tampoco tenía por qué desdeñarlo, y que siendo tan del gusto de sus padres, cumplíale a ella decir amén y a Roma por todo.

Procediose en consecuencia a los preparativos de boda; y realizose ésta en casa de los padres de la bella, con una esplendidez de que hasta entonces no había habido ejemplo en la ciudad.

En representación del virrey Abascal, padrino del novio, hizo viaje desde Lima el conde de la Vega, concurriendo al sarao todo lo que el país tenía de distinguido por la cuna, el talento, la hermosura y la riqueza.

En el ambigú menudearon las libaciones, y hubo el brigadier de andar tan insistente en ellas, que el zumo de las parras de Alicante y Jerez se le subió al cerebro. Asaltáronle reminiscencias de su antigua vida de cuartel, y poniendo con desenfado la mano sobre la torneada y alabastrina garganta de la novia, dijo dirigiéndose a sus amigos:

-¡Ah pícaros! ¡De fijo que se les hace a ustedes la boca agua y que me envidian este bocado de rey! Y tienen razón..., eso sí, porque... ca...nario, me llevo la más linda p...illa de la ciudad.

La orgullosa Manuelita lanzó sobre su novio una mirada de profundo desprecio, levantose indignada y fue a encerrarse en su alcoba.

La embriaguez se desvaneció como por ensalmo en la cabeza del brigadier, quien habría dado toda la sangre de sus venas por recoger las palabras indecorosas que sin deliberado propósito de agravio y arrastrado sólo por los malos hábitos de la vida de cuartel se escaparon de su boca. Bien dice la copla:


    «Quien mal masca, mal digiere;
quien mal habla, mal persuade;
quien mal tose, mal escupe;
quien mal concibe, mal pare».



Una chanza que acaso no habría pasado por grosera entre manolos y gitanos del barrio del Avapiés en Madrid, hirió de muerta el corazón y las ilusiones de la joven y altiva desposada.

Inútil fue el empeño de los padres para que Manuelita perdonase a su marido y lo siguiese al domicilio conyugal. Don Sebastián se desesperaba en vano, y rogaba y prometía sujetarse a la penitencia que la joven quisiera imponerle en castigo de sus torpes palabras. Manuelita se obstinó en no perdonarle, y respondiendo a las reflexiones y súplicas de su familia y amigas:

-Nunca seré la mujer del hombre que en la noche de bodas pudo olvidarse de lo que debía a su propio decoro y a mi dignidad de esposa.

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Y así iba a cumplirse un año desde el día del desposorio sin que Manuelita saliese de su alcoba en la casa paterna, ni dejase penetrar en ella más que a sus padres, hermanos y una criada.




II

Tres días antes del aniversario de su matrimonio, la madre de Manuelita la suplicó llorando que cesase en su rigor para con don Sebastián.

-Bien, madre y señora, será usted complacida -contestó la joven-. En público fui ofendida, y en público ha de tener reparación el agravio. Convide usted a todos nuestros amigos para un baile.

El enamorado brigadier brincó de júbilo al saber la noticia que le comunicó su suegra, y juró pedir perdón a Manuelita y colmarla de satisfacciones.

Llegó la noche del baile, y cuando avisaron a la joven que no faltaba en el salón ninguno de los convidados, presentose ella con el traje de novia y deslumbrante de belleza.

Damas y caballeros se pusieron de pie.

El brigadier adelantose, extendió la mano para tomar la de su esposa y conducirla al centro del salón; pero ella lo recibió en sus brazos, murmurando en sus oídos estas siniestras palabras:

-Hay agravios que no admiten perdón, sino venganza.

Y el brigadier se desplomó sobre la alfombra, estremeciéndose en las convulsiones de la agonía.

Manuelita le había traspasado el corazón con un puñal.






ArribaAbajo Desdichas de Pirindín

De cómo le dieron al diablo una paliza y lo metieron en la cárcel


Tradicional es que cuando en el siglo pasado principió a explotarse la riqueza mineral13 del Cerro de Pasco, afluyó al asiento gran número de aventureros, entre los que se hallaba el diablo nada menos. Dice la tradición que el demonio fue allí por lana y salió trasquilado, porque se encontró con la horma de su zapato, esto es, con gente que sabía más que él y que le puso las peras a cuarto. Añaden las viejas que el Uñas largas guarda desde entonces tirria y murria por el Cerro de Pasco.

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Cumple a mi honradez de cronista declarar que poco o nada hay de mi cosecha en la conseja que va a leerse, y que ella no es más que un relato popular. Agregaré también que anda muy lejos de mi propósito herir delicadeza alguna, y que si hay prójimo a quien el cuentecito haga cosquillas, lo dé por no escrito y san se acabó; que yo soy moro de paz y no quiero camorra con nadie, y menos con los que le metieron el resuello al mismo diablo. Ni juego ni doy barato, que no soy más que humilde ropavejero de romances.




I

Por los años de 17..., declarose en boya el hasta entonces casi desconocido mineral de Pasco, y no fue poca la gente que con títeres y petacas se domiciliara en él.

Como Potosí en sus días de esplendor, pronto convirtiose Pasco en lugar donde todos los vicios se dieron cita. El vino, las mozas de partido y el juego constituyeron la existencia de los mineros.

Dueños de las minas más poderosas eran tres hermanos, mozos de vaina abierta, quienes por razones que me callo llamaremos los Izquietas. Influyentes en la población por su generosidad y llaneza para con todos, así como por su gran fortuna y relaciones de familia, cada uno de ellos era también el prototipo de un vicio.

Juan Izquieta, que chupaba más que esponja, jamás hizo ascos a un pellejo de mosto ni encontró bebedor que lo derrotase. «A mala cama, colchón de vino», era su máxima favorita.

Pedro Izquieta, en punto a libertinaje podía dar tres tantos y la salida al mismo don Juan Tenorio.

Antonio Izquieta era el jugador más bravo y afortunado del mineral, no pareciendo sino que traía magnetizados a los cubículos.

Entre la multitud de aventureros llamaba la atención un don Lesmes Pirindín, mancebo cuya buena suerte en el juego, desparpajo para con las hijas de Eva y serenidad para vaciar botellas, empezaron a hacer sombra en la fama y nombre de los Izquietas.

¡Luena lesna era don Lesmes!

Los Izquietas rehuyeron entrar en competencia con don Lesmes; pero éste tomó a capricho atravesárseles en su camino.

A Pedro Izquieta le dio una noche con la puerta en los hocicos una muchacha rabisalsera y muy llena de dengues y perendengues, tras de la que él andaba bebiendo los vientos. A la muy bribona se le había entrado don Lesmes por el ojo derecho; que la verdad sea dicha, era el mozo   —294→   como unas perlas, garboso, decidor y pendenciero. Izquieta se consoló del desaire cantando:


    «Yo sembré un perejilar
y se me volvió culantro,
que hay mujeres muy capaces
de pegarle un palo a un santo».



Juan Izquieta se puso con Pirindín a copa va y copa viene de un vinillo de pulso, y el hasta entonces invencible bebedor cayó beodo debajo de la mesa, lo mismo que un lord inglés.

En cuanto a Antonio Izquieta, don Lesmes lo desvalijó en un par de horas de una suma morrocotuda; y por primera vez en su vida tuvo que retirarse sin blanca del tapete, mohíno y mal pergeñado.

Los Izquietas estaban derrotados en toda la línea como unos peleles. Su popularidad vino por tierra y no se hablaba más que de Pirindín.

Lo de siempre: «cedacito nuevo, tres días en estaca».

Nada más voltario que la popularidad. Reniego de ella.




II

Los tres hermanos pasaron varios días sin que se les viera la estampa en la calle. Sentíanse humillados en su orgullo, y tanto platicaron entre ellos y dieron tales vueltas y tornas al lance, que llegaron a esta disyuntiva:

O don Lesmes tiene pacto con el diablo, o es Satanás en persona.

Y mientras más saliva gastaban y más se devanaban los sesos, más se arraigaba en ellos esta convicción.

Entonces decidieron entablar nueva lucha, y aunque no eran leales las armas de que iban a valerse, acá en mi fuero interno les encuentro disculpa. ¿No ha sido siempre el diablo un tramposo de cuenta? Pues a fullero, fullero y medio, ¡qué canario!

Entrada la noche, encaminose Pirindín a casa de la querida de Pedro Izquieta, que como hemos dicho era mujer de poco tono y mucho escándalo. Iba muy sí señor y muy en ello a pisar el umbral, cuando de improviso y como mordido de víbora dio un brinco hasta la pared del frente. Había tropezado en el quicio de la puerta con una ramita de olivo, bendecida por el cura el Domingo de Ramos. La cosa no era para menos que para dar un salto como el de Alvarado en Méjico.

La muchacha se picó con el desaire, y puesta en jarras, porque era hembra de mucho reconcomio y pujavante, empezó a apostrofar al galán. Éste, que no se mordía la lengua, la dijo el sol por salir y le cantó la cartilla,   —295→   y aun me cuentan (yo me lavo las manos) que la llamó por las cuatro letras. Al escándalo que se armó asomaron las vecinas; y un mocosuelo, que pasaba por hijo del sacristán de la parroquia, se puso a cantar con mucha desvergüenza y a repicar con unas piedrecitas:


   «Calabazas y pepinos,
para los niños zangolotinos.
¡Y eche usted, eche,
café con leche!
Calabazas y melones,
para los hombres bobalicones.
¡Y eche usted, eche,
café con leche!



Corrido don Lesmes abandonó el terreno, tosiendo gordo y refunfuñando, y en dos zancajadas colose en el primer garito que encontró al paso.

Allí lo esperaba Antonio Izquieta, y suponemos que al encontrarse con él murmuraría don Lesmes: «¡Vamos, hoy todas son desgracias!».

Al cabo de un rato se amarró partido entre ambos. Cada vez que Pirindín tiraba los dados, hacía Antonio la cruz por debajo de la mesa y nuestro aventurero echaba ases o cuadras. Pasaban las muelas de Santa Apolonia a manos de Izquieta, quien haciendo con la izquierda una cruz bajo el tapete, aflojaba senas o quinas que era un primor. Rojo de berrinche y mesándose las barbas estaba el perdidoso, mientras su adversario le decía con aire zumbón:

-Vuesa merced lo ha querido. ¿Quién lo metió a habérselas con los Izquietas? Guárdese vuesa merced para cigarros esa última onza que le queda.

Decididamente la fortuna se le había vuelto suegra a don Lesmes, y ya se sabe que suegra ni de caramelo.

Como las emociones del juego despiertan la sed, entrose Pirindín a la taberna de la esquina, y pidió al pulpero una botella, no sé si de catalán o Cariñena. «Vino puro y ajo crudo -dice el refrán- hacen al hombre agudo».

Pero hasta en ese sitio perseguía a nuestro pobre diablo la desdicha; porque mientras el pulpero traía lo pedido, sentósele al lado Juan Izquieta y brindole una copita de Manzanilla, en la cual había vertido antes una gotita de óleo sagrado. Como lo valiente no quita lo cortés, apuró la copa don Lesmes e hízole el propio efecto de un vomitivo, y salió dando traspiés, con la bilis sublevada y la cabeza como una devanadera, echando sapos y culebras por la boca.

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Acertó a pasar la ronda, y hallándose con borracho tan impertinente y escandaloso, sobre si dijo pares o dijo nones, dispuso el alcalde que los alguaciles lo amarrasen codo con codo y lo llevasen a la cárcel a dormir la mona. Él se resistió como un energúmeno; pero unos cuantos garrotazos lo hicieron cabrestiar e ir a chirona.

Cuando al día siguiente lo pusieron en libertad, reflexionó Pirindín, como hombre de mundo y de buen cacumen, que desprestigiado como estaba no podía continuar viviendo en el Cerro de Paseo sin hacer papel ridículo y exponerse a la general rechifla y a que hasta los muchachos se le subiesen a las barbas.

Resuelto, pues, a irse con sus petates a otra parte, dirigiose a la acequia de la cárcel, rompió la escarcha, lavose cara y brazos con agua helada, pasose los dedos a guisa de peine por la enmarañada guedeja, lanzó un regüeldo que por el olor a azufre se sintió en todo Pasco y veinte leguas a la redonda, y paso entre paso, cojitabundo y maltrecho, llegó al sitio denominado Uliachi.

Si vas, lector, de paseo al Cerro de Pasco, cuando el ferrocarril sea realidad y no proyecto, pregunta a cualquiera cuál es la peña sobre la que estuvo parado el diablo, y no dudo que hallarás un complaciente indígena que te la haga conocer.

La tradición añade que en Uliachi volvió el diablo la cara hacia el pueblo y pronunció el siguiente speech, maldición, apóstrofe o lo que sea:

-¡Tierra ingrata! No eres digna de mí. Verdad que tampoco te hago falta, porque llevas en tu seno tres pecados capitales y ya vendrán los restantes. ¡Abur! ¡Hasta nunca! (Alguien me ha contando que como el diablo no puedo decir ¡adiós! es invención suya la palabra ¡abur! con que muchos acostumbran despedirse. Así, tengan ustedes por sospechoso al que les diga ¡abur!, y por lo que potest, échenle una rociada de agua bendita. ¡Abur! ¡Abur! ¡Te dejo berrueco, joroba y sarna que rascar..., porque te dejo a los Izquietas!





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ArribaAbajo Tabaco para el rey

Que las finanzas del Perú han andado siempre dadas al demonio, es punto menos que verdad de Perogrullo. Por fortuna, los peruleros somos gente da tan buena pasta, que maldito si paramos mientes en la cosa.

-Pero, sector, ¿en qué nos hemos gastado tantos miles? -suele preguntar algún homobono.

-En tabaco para el rey -contesta sonriendo algún vejete- y punto en boca.

El tal estribillo en tabaco para el rey no ha podido nacer solo (cavilé yo un día), y díme a buscar su origen, el cual, sin que quede pizca de duda, es el siguiente:

Don Fermín de Carvajal y Vargas, natural de Chile, noveno y último correo mayor de las Indias, conde del Puerto y de Castillejo, señor de Valfondo, caballero de Santiago, y más tarde teniente general del reino, granela de España y primer duque de San Carlos, blasonaba de descender de los reyes de León a la par que de los primeros conquistadores del Perú. Alcalde del Cabildo de Lima y muy pagado de sus pergaminos, dio el señor conde en la flor de tratar con poco miramiento al virrey, quien se amostazó al cabo y le correspondió con un desaire. Desde entonces quedó entre ellos mutua inquina y enemiga.

El de Castillejo puso en orden su cuantiosa hacienda, y muy redondo de fortuna se marchó para España.

Desde esa época los duques de San Carlos empezaron a figurar en primera línea en la corte de Madrid. El primogénito de don Fermín y su sucesor en el título fue nacido en Lima, y como literato mereció la distinción de ser director de la Real Academia Española, honor que hoy (1883) disfruta también otro limeño (Don Juan de la Pezuela, conde de Cheste). El tercer duque de San Carlos, nacido igualmente en Lima, fue el favorito de Fernando VII, y a sus maquinaciones se debió la abdicación de Carlos IV. Hijo segundo del primer duque de San Carlos fue el famoso conde de la Unión, limeño ilustre que tuvo el mando de los ejércitos españoles en la campaña del Rosellón y que murió heroicamente en el campo de batalla.

Parece que Amat tuvo noticia de que en la corte se ocupaba don Fermín en dañarlo, y con tal motivo le escribió una carta algo dura. Ésta nos   —298→   es desconocida; pero a la vista tenemos (entre los manuscritos de la Biblioteca Nacional) la que le contestó el conde, fechada en Cádiz a 6 de noviembre de 1775.

De la destemplada carta del duque de San Carlos copiaremos las siguientes líneas, por ser las que a nuestro propósito convienen:

«Si mis ascendientes no hubieran sacrificado sus cuantiosas rentas en honor y defensa de la monarquía, más adelantamientos disfrutara de los que logro. Téngolo así justificado, no admite duda; ni tampoco el que V. E. ha sido bien pagado de sus servicios y no desembolsando ochenta mil pesos que en pacificar la provincia de Huarochirí gastó mi casa en 1750, que no lo ha hecho la de V. E. ni fue capaz de hacerlo desde su fundación, y hoy se halla con conveniencias, gracias al Perú y no a sus rentas, como toda Cataluña lo decanta. Cuando V. E. deje de ser virrey no será más que un particular rico, enriquecido de la nada, sin haberlo heredado ni trabajado. Se sabe, y con pruebas, que llegaba un hombre de bien a ofrecer 16000 pesos por un gobierno como el de Guanta, y porque otro advenedizo ofreció 18000 fue aquél desatendido. Agregue V. E. a estas acusaciones tres millones y más de pesos que se embarcaron en la ciudad de Santiago de Chile en cajones rotulados Tabaco para el rey, y verá si son pocos los cargos que tiene que desvanecer».



En el tomo XXV de Papeles varios de la Biblioteca de Lima se encuentra un opúsculo de 100 páginas en 4.º, titulado Drama de los palanganas, en el cual se habla también de los tres millones en tabaco. Ese opúsculo, de autor anónimo, contiene muchos chismecillos sobre la vida privada del virrey Amat.

Y pues viene al caso, dejemos aquí consignado que fue en 1753 cuando se efectuó en Lima la erección del real Estanco de tabacos, naipes, papel sellado, pólvora y breas, bajo la superintendencia del virrey. En 1800 gastábanse cincuenta y cinco mil pesos anuales en sueldo de empleados del Estanco.

¡Tres millones en tabaco! ¡Fumar es!

¡Y en tiempos en que no daban jugo el guano ni el salitre!

Ahora decidan ustedes si tiene o no entripado la frase de los viejos cuando se trata de algún gran gatuperio rentístico: tabaco para el rey.