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ArribaAbajoAltivez de limeña

Ilustración


I

Entre el señor conde de San Javier y Casa-Laredo y la cuarta hija del conde de la Dehesa de Velayos existían por los años de 1780 los más volcánicos amores.

El de la Dehesa de Velayos, fundadas o infundadas, sus razones tenía para no ver de buen ojo la afición del de San Javier por su hija doña Rosa, y esta terquedad paterna no sirvió sino para aumentar combustible a la hoguera. Inútil fue rodear a la joven de dueñas y rodrigones, argos y cerveros, y aun encerrarla bajo siete llaves, que los amantes hallaron manera para comunicarse y verse a hurtadillas, resultando de aquí algo muy natural y corriente entre los que bien se quieren. Las cuentas claras y el chocolate espeso... Doña Rosa tuvo un hijo de secreto.

Entretanto corría el tiempo como montado en velocípedo, y fuese que en el de San Javier entrara el resfriamiento, dando albergue a nueva pasión, o que motivos de conveniencia y de familia pesaran en su ánimo,   —332→   ello es que de la mañana a la noche salió el muy ingrato casándose con la marquesita de Casa-Manrique. Bien dice el cantarcillo:


    «No te fíes de un hombre,
      de mí el primero;
y te lo digo, niña,
      porque te quiero».



Doña Rosa tuvo la bastante fuerza de voluntad para ahogar en el pecho su amor y no darse para con el aleve por entendida del agravio, y fue a devorar sus lágrimas en el retiro de los claustros de Santa Clara, donde la abadesa, que era muy su amiga, la aceptó como seglar pensionista, corruptela en uso hasta poco después de la independencia. Raras veces se llenaba la fórmula de solicitar la aquiescencia del obispo o del vicario para que las rejas de un monasterio se abriesen, dando libre entrada a las jóvenes o viejas que por limitado tiempo decidían alejarse del mundo y sus tentaciones.

Algo más. En 1611 concediose a la sevillana dona Jerónima Esquivel que profesase solemnemente en el monasterio de las descalzas de Lima, sin haber comprobado en forma su viudedad. A poco llegó el marido, a quien se tenía por difunto, y encontrando que su mujer y su hija eran monjas descalzas, resolvió él meterse a fraile franciscano, partido que también siguió su hijo. Este cuaterno monacal pinta con elocuencia el predominio de la Iglesia en aquellos tiempos, y el afán de las comunidades por engrosar sus filas, haciendo caso omiso de enojosas formalidades.

No llevaba aún el de San Javier un año de matrimonio, cuando aconteció la muerte de la marquesita. El viudo sintió renacer en el alma su antigua pasión por doña Rosa, y solicitó de ésta una entrevista, la que después de alguna resistencia, real o simulada, se le acordó por la noble reclusa.

El galán acudió al locutorio, se confesó arrepentido de su gravísima falta, y terminó solicitando la merced de repararla casándose con doña Rosa. Ella no podía olvidar que era madre, y accedió a la demanda del condesito; pero imponiendo la condición sine qua non de que el matrimonio se verificase en la portería del convento, sirviendo de madrina la abadesa.

No puso el de San Javier reparos, desató los cordones de la bolsa, y en una semana estuvo todo allanado con la curia y designado el día para las solemnes ceremonias de casamiento y velación.

Un altar portátil se levantó en la portería, el arzobispo dio licencia pare que penetrasen los testigos y convidados de ambos sexos, gente toda de alto coturno; y el capellán de las monjas, luciendo sus más ricos ornamentos, les echó a los novios la inquebrantable lazada.

Terminada la ceremonia, el marido, que tenía coche de gala para llevarse   —333→   a su costilla, se quedó hecho una estantigua al oír de los labios de doña Rosa esta formal declaración de hostilidades:

-Sector conde, la felicidad de mi hijo me exigía un sacrificio y no he vacilado para hacerlo. La madre ha cumplido con su deber. En cuanto a la mujer, Dios no ha querido concederla que olvide que fue vilmente burlada. Yo no viviré bajo el mismo techo del hombre que despreció mi amor, y no saldré de este convento sino después de muerta.

El de San Javier quiso agarrar las estrellas con la mano izquierda, y suplicó y amenazó. Doña Rosa se mantuvo terca.

Acudió la madrina, y el marido, a quien se le hacía muy duro no dar un mordisco al pan de la boda, la expuso su cuita, imaginándose encontrar en la abadesa persona que abogase enérgicamente en su favor. Pero la madrina, aunque monja era mujer, y como tal comprendía todo lo que de altivo y digno había en la conducta de su ahijada.

-Pues, señor mío -le contestó la abadesa-, mientras estas manos empuñen el báculo abacial, no saldrá Rosa del claustro sino cuando ella lo quiera.

El conde tuvo a la postre que marcharse desahuciado. Apeló a todo género de expedientes e influencias para que su mujer amainase, y cuando se convenció de la esterilidad de su empeño, por vías pacíficas y conciliatorias acudió a los tribunales civiles y eclesiásticos.

Y el pleito duró años y años, y se habría eternizado si la muerte del de San Javier no hubiera venido a ponerle término.

El hijo de doña Rosa entró entonces en posesión del título y hacienda de su padre; y la altiva limeña, libre ya de escribanos, procuradores, papel de sello y demás enguinfingalfas que trae consigo un litigio, terminó tranquilamente sus días en los tiempos de Abascal, sin poner pie fuera del monasterio de las clarisas.

¡Vaya una limeñita de carácter!

Ilustración





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ArribaAbajoEl mejor amigo... un perro


I

Apuesto, lector limeño, a que entre los tuyos has conocido algún viejo de esos que alcanzaron el año del cometa (1807), que fue cuando por primera vez se vio en Lima perros con hidrofobia, y a que lo oíste hablar con delicia de la Perla sin compañera.

Sin ser yo todavía viejo, aunque en camino voy de serlo muy en breve, te diré que no sólo he oído hablar de ella, sino que tuve la suerte de conocerla, y de que cuando era niño me regalara rosquetes y confituras. ¡Como que fue mi vecina en el Rastro de San Francisco!

Pero entonces la Perla ya no tenía oriente, y nadie habría dicho que esa anciana, arrugada como higo seco, fue en el primer decenio del siglo actual la más linda mujer de Lima; y eso que en mi tierra ha sido siempre opima la cosecha de buenas mozas.

Allá por los anos de 1810 no era hombre de gusto, sino tonto de caparazón y gualdrapa, quien no la echaba un piropo, que ella recibía como quien oye llover, pues callos tenía en el tímpano de oír palabritas melosas.

Yo no acertaré a retratarla, ni hace falta. Básteme repetir con sus contemporáneos que era bellísima, plusquam-bellísima.

Hasta su nombre era precioso. Háganse ustedes cargo, se llamaba María Isabel.

Y sobre codo, tenía una alma de ángel y una virtud a prueba de tentaciones.

Disfrutaba de cómoda medianía, que su esposo no era ningún potentado, ni siquiera título de Castilla, sino un modesto comerciante en lencería.

Eso sí, el marido era también gallardo mozo y vestía a la última moda, muy currutaco y muy echado para atrás. Los envidiosos de la joya que poseía por mujer, hallando algo que criticar en su garbo y elegancia, lo bautizaron con el apodo de Niño de gonces.

La parejita era como mandada hacer. Imagínate, lector, un par de tortolitas amarteladas, y si te gustan los buenos versos te recomiendo la pintura que de ese amor hace Clemente Althaus en una de sus más galanas poesías que lleva por título: Una carta de la Perla sin compañera.



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II

Llegó por ese año a Lima un caballero que andaba corriendo mundo y con el bolsillo bien provisto, pues se gastaba un dineral en sólo las mixtureras.

Después de la misa del domingo acostumbraban los limeños dar un paseo por los portales de la plaza, bajo cuyas arcadas se colocaban algunas mulatas que vendían flores, mixturas, sahumerios y perfumes, y que aindamáis eran destrísimas zurcidoras de voluntades.

Los marquesitos y demás jóvenes ricos y golosos no regateaban para pagar un doblón o media onza de oro por una marimoña, un tulipán, una arirumba, un ramo de claveles disciplinados, un pucherito de mixtura o un cestillo enano de capulíes, nísperos, manzanitas y frutillas con su naranjita de Quito en el centro.

Oigan ustedes hablar de esas costumbres a los abuelitos. El más modesto dice: «¡Vaya si me han comido plata las mixtureras! Nunca hice el domingo con menos de una pelucona. Los mozos de mi tiempo no éramos comineros como los de hoy, que cuando gastan un real piden sencilla o buscan el medio vuelto. Nosotros dábamos hasta la camisa, casi siempre sin interés y de puro rumbosos; y bastábanos con que fuera amiga nuestra la dama que pasaba por el portal para que echásemos la casa por la ventana, y allá iba el ramo o el pucherito, que las malditas mixtureras sabían arreglar con muchísimo primor y gasto. Y después, ¿qué joven salía de una casa el día de fiesta sin que las niñas le obsequiasen la pastillita de briscado o el nisperito con clavos de olor, y le rociaran el pañuelo con agua rica, y lo abrumasen con mil finezas de la laya? ¡Aquella sí era gloria, y no la de estos tiempos de cerveza amarga y papel-manteca!».

Pero, dejando a los abuelitos regocijarse con remembranzas del pasado, que ya vendrá para nuestra generación la época de imitarlos, maldiciendo del presente y poniendo por las nubes el ayer, sigamos nuestro relato.

Entre los asiduos concurrentes al portal encontrábase nuestro viajero, cuya nacionalidad nadie sabía a punto fijo cuál fuese. Según unos era griego, según otros italiano, y no faltaba quien lo cree ese árabe.

Llamábase Mauro Cordato. Viajaba sin criado y en compañía de un hermoso perro de aguas, del cual jamás se apartaba en la calle ni en visitas; y cuando concurría al teatro, compraba en la boletería entrada y asiento para su perro que, la verdad sea dicha, se manejaba durante el espectáculo como toda una persona decente.

El animal era, pues, parte integrante o complementaria del caballero,   —336→   casi su alter ego; y tanto, que hombres y mujeres decían con mucha naturalidad y como quien nada de chocante dice: «Ahí van Mauro Cordato y su perro».




III

Sucedió que un domingo, después de oír misa en San Agustín, pasó por el portal la Perla sin compañera, de bracero con su dueño y señor el Niño de gonces. Verla Mauro Cordato y apasionarse de ella furiosamente, fue todo uno. Escopetazo a quemarropa y... ¡aliviarse!

Echose Mauro a tomar lenguas de sus amigos y de las mixtureras más conocedoras y ladinas, y sacó en claro el consejo de que no perdiera su tiempo emprendiendo tal conquista; pues era punto menos que imposible alcanzar siquiera una sonrisa de la esquiva limeña.

Picose el amor propio del aventurero, apostó con sus camaradas al que él tendría, la fortuna de rendir la fortaleza, y desde ese instante, sin darse tregua ni reposo, empezó a escaramucear.

Pasaron tres meses, y el galán estaba tan adelantado como el primer día. Ni siquiera había conseguido que lo calabaceasen en forma; pues María Isabel no ponía pie fuera de casa sino acompañada de su marido; ni su esclava se habría atrevido, por toda la plata del Potosí, a llevarla un billete o un mensaje; ni en su salón entraba gente libertina, de este o del otro sexo; que era el esposo hombre que vivía muy sobre aviso, y no economizaba cautela para alejar moros de la costa.

Mauro Cordato, que hasta entonces se había creído sultán de gallinero, empezaba a llamar al diablo en su ayuda. Había el libertino puesto en juego todo su arsenal de ardides, y siempre estérilmente

Y su pasión crecía de minuto en minuto. ¡Qué demonche! No había más que dar largas al tiempo, y esperar sin desesperarse, que por algo dice la copla:


   «Primero hizo Dios al hombre
y después a la mujer;
primero se hace la torre
y la veleta después».






IV

Acostumbraba María Isabel ir de seis en seis meses a la Recolección de los descalzos, donde a los pies de un confesor depositaba los escrúpulos de su alma, que en ella no cabía sombra de pecado grave.

En la mañana del 9 de septiembre de 1810 encaminose, seguida de su esclava, al lejano templo.

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Pero la casualidad, o el diablo que no duerme, hizo que Mauro Cordato y su perro estuvieran también respirando la brisa matinal y paseándose por la extensa alameda de sauces que conducía a la Recolección franciscana.

El osado galán encontró propicia la oportunidad para pegarse a la dama de sus pensamientos, como pulga a la oreja, y encarecerla los extremos de la pasión que le traía sorbido el seso.

Pensado y hecho. El hombre no se quedó corto en alambicar conceptos; pero María no movió los labios para contestarle, ni lo miró siquiera, ni hizo de sus palabras más caso que del murmullo del agua de la Puente Amaya.

Encocorose Mauro de estar fraseando con una estatua, y cuando vio que la joven se encontraba a poquísima distancia de la portería del convento, la detuvo por el brazo, diciéndola:

-De aquí no pasas sin darme una esperanza de amor.

-¡Atrás, caballero! -contestó ella desasiéndose con energía de la tosca empuñada del mancebo-. Está usted insultando a una mujer honrada y que jamás, por nadie y por nada, faltará a sus deberes.

El despecho ofuscó el cerebro del aventurero, y sacando un puñal lo clavó en el seno de María.

La infeliz lanzó un grito de angustia, y cayó desplomada.

La esclava echó a correr, dando voces, y la casi siempre solitaria (hoy como entonces) Alameda fue poco a poco llenándose de gente.

Mauro Cordato, apenas vio caer a su víctima, se arrodilló para socorrerla, exclamando con acento de desesperación. «¡Qué he hecho, Dios mío, qué he hecho! He muerto a la que era vida de mi vida».

Y se arrancaba pelos de la barba y se mordía los labios con furor. Entretanto, la muchedumbre se arremolinaba gritando: «¡Al asesino, al asesino!», y a todo correr venía una patrulla por el beaterio del Patrocinio.

Mauro Cordato se vio perdido.

Sacó del pecho un pistolete, lo amartilló y se voló el cráneo.

¡Tableau!, como dicen los franceses.




V

La herida de la Perla sin compañera no fue mortal; pues, afortunadamente para ella, el arma se desvió por entre las ballenas del monillo. Como hemos dicho, la conocimos en 1839, cuando ya no era ni sombra de lo que fuera.

Hacía medio siglo, por lo menos, que no se daba en Lima el escándalo   —338→   de un suicidio. Calcúlese la sensación que éste produciría. De fijo que proporcionó tema para conversar un año; que, por entonces, los sucesos no envejecían, como hoy, a las veinticuatro horas.

Tan raro era un suicidio en Lima, que formaba época, digámoslo así. En este siglo, y hasta que se proclamó la independencia, sólo había noticia de dos: el de Mauro Cordato y el de don Antonio de Errea, caballero de la orden de Calatrava, regidor perpetuo del Cabildo, prior del tribunal del Consolado, y tesorero de la acaudalada congregación de la O. Errea, que en 1816 ejercía el muy honorífico cargo de alcaide de la ciudad, llevaba el guión o estandarte en una de las solemnes procesiones de catedral, cuando tuvo la desdicha de que un cohete o volador mal lanzado le reventara en la cabeza, dejándolo sin sentido. Parece que, a pesar de la prolija curación, no quedó con el juicio muy en sus cabales; pues en 1819 subiose un día al campanario de la Merced y dio el salto mortal. Los maldicientes de esa época dijeron... (yo no lo digo, y dejo la verdad en su sitio)... dijeron... (y no hay que meterme a mí en la danza ni llamarme cuentero, chismoso y calumniador)... Conque decíamos que los maldicientes dijeron... (y repito que no vaya alguien a incomodarse y agarrarla conmigo) que la causa del tal suicidio fue el haber confiado Errea a su hijo político, que era factor de la real compañía de Filipinas, una gruesa suma perteneciente a la congregación de la O, dinero que el otro no devolvió en la oportunidad precisa.

La iglesia dispuso que el cadáver de Mauro Cordato no fuera sepultado en lugar sagrado, sino en el cerrito de las Ramas.

Ni los compañeros de libertinaje con quienes derrochara sus caudales el infeliz joven dieron muestra de aflicción por su horrible desventura. Y eso que en vida contaba los amigos por docenas.

Rectifico. La fosa de Mauro Cordato tuvo durante tres días un guardián leal que no permitió se acercase nadie a profanarla; que se mantuvo firme en su puesto, sin comer ni beber, como el centinela que cumple con la consigna, y que al fin quedó sobre la tumba muerto de inanición.

Desde entonces, y no sin razón, los viejos de Lima dieron en decir: «El mejor amigo... un perro».





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ArribaAbajo Un cuociente inverosímil

Don Rafael Hurtado era por los años de 1888 dueño de la hacienda de Poruma en el valle de Ica. Amigote y compadre suyo era Ignacio Risco, mayordomo de la hacienda de Cipiona, en la jurisdicción de Palpa.

Doce leguas largas de talle separaban a los dos compadres; pero la distancia no servía de obstáculo para que cada mes por lo menos fuese Risco a visitar a Hurtado.

Como entre ambos no había secretos, confió un día el hacendado de Poruma a su compadre que había vendido una gruesa partida de botijas de aguardiente, y recibido por ella ocho mil duros en onzas de oro, las mismas que, resguardadas del sol y viento, tenía encerradas en el fondo de la petaca.

Corrió una semana, y un sábado a más de media noche apareciose Risco, cubierta la faz con una careta; amenazó a Hurtado con darle de puñaladas si oponía resistencia, y se apoderó de las peluconas.

Don Rafael reconoció a su compadre, y al día siguiente fue a casa del gobernador don Antonio Erquiaga, y pidió que se echase guante al ladrón.

A propósito de Erquiaga, cuéntase que éste, recién llegado de Galicia, en 1814, se avecindó en Pisco, donde a los pocos meses fue elegido alcalde. Muy orondo de la honra que acababa de merecer, escribió a su padre comunicándole la distinción que había alcanzado. Tradicional es en Pisco que por el inmediato galeón de España contestó el padre gallego: «Hijo Antonio, dícesme que eres ya autoridad en Pisco, y yo digo: ¿qué tal será esa tierra de b...estias, cuando a ti te han hecho alcalde?».

El gobernador Erquiaga mandó poner en la cárcel y seguir juicio a Ignacio Risco; pero éste tuvo la buena suerte de probar lo que en lenguaje judicial llaman la coartada, con el testimonio unánime de infinitas personas.

Doña María Beytia, respetabilísima señora y dueña de Cipiona, declaró que su mayordomo, a las nueve de la noche del sábado y después de encerrar a los negros esclavos en el galpón, la había personalmente entregado las llaves. El cura, el sacristán y doscientos testigos más juraron haber visto a Risco, a las seis de la mañana del domingo, ayudando al sacerdote a celebrar el santo sacrificio de la misa.

Era, pues, humanamente imposible que en ocho horas hubiera hecho Risco las doto leguas de viaje hasta Poruma y las doce de regreso hasta   —340→   Cipiona. La justicia tuvo que sobreseer en la causa, y el robado quedó robado y pidió perdón por la calumnia a su compadre. «Albricias, madre; que pregonan a padre», como dice el refrán.

Sólo Perico el Botonero se burlaba del fallo de los jueces y decía riéndose:

-¿Qué son veinticuatro leguas para un brujo? Ese Ignacio Risco sabe cabalgar en una caña de escoba. A mí nadie me quita de la cabeza que él es el de la hazaña.

Perico el Botonero era un pobre diablo, natural de Ica, gran mono bravo o consumidor del zumo de la vid. Ejercía en la ciudad el cargo de demandadero o sacristán del señor de Luren, y cuando le llegó el trance del morir llamó al escribano don Doroteo Cazo, y le dijo: «Dé usted fe de que no soy casado, pero como si lo fuera, porque la mujer que tengo me acompaña cuarenta años y nunca me la ha reclamado su marido. Algo he oído hablar sobre prescripción de derecho, y acaso los códigos lo digan. Ítem, haga usted constar que aunque no debo un real a alma viviente, debo a cada santo un peso, pues las limosnas que me daban para el culto de esos bienaventurados me las he consumido en aguardiente».

Tal fue el testamento de Perico el Botonero, el único hombre en Ica que no creyó en la inocencia de Risco.

Muchos años después, Risco se encontraba en el trance supremo, y pocos minutos antes de recibir la Extremaunción, hizo llamar a varios vecinos, declarando ante ellos que él había sido el ladrón de Poruma.

Eximio jinete y disponiendo de magníficos caballos en Cipiona, había escalonado éstos de distancia en distancia. Aquellos caballos debían correr parejas con el viento para hacer veinticuatro leguas en ocho horas.

Metan ustedes pluma y díganme si a pesar de que la declaración de un moribundo corta toda controversia, no resulta un cuociente inverosímil.



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ArribaAbajo Una moza de rompe y raja


I

El primer papel moneda


Sin las noticias histórico-económicas que voy a consignar, y que vienen de perilla en estos tiempos de bancario desbarajuste, acaso sería fatigoso para mis lectores entender la tradición.

A principios de 1822, la causa de la independencia corría grave peligro de quedar como la gallina que formó alharaca para poner un huevo, y ese huero. Las recientes atrocidades de Carratalá en Cangallo y de Maroto en Potosí, si bien es cierto que retemplaron a los patriotas de buena ley, trajeron algún pánico a los espíritus débiles y asustadizos. San Martín mismo, desconfiando de su genio y fortuna, habíase dirigido a Guayaquil en busca de Bolívar y de auxilio colombiano, dejando en Lima, al cargo del gobierno, al gran mariscal marqués de Torretagle.

Hablábase de una formidable conspiración para entregar la capital al enemigo; y el nuevo gobierno, a quien los dedos se le antojaban huéspedes, no sólo adoptó medidas ridículas, como la prohibición de que usasen capa los que no habían jurado la independencia, sino que recorrió a expedientes extremos y terroríficos. Entre éstos enumeraremos la orden mandando salir del país a los españoles solteros y el famoso decreto que redactó don Juan Félix Berindoaga, conde de San Donás, barón de Urpín y oficial mayor de un ministerio. Disponía este decreto que los traidores fueron fusilados y sus cadáveres colgados en la horca. ¡Misterios del destino! El único en quien cuatro años más tarde debió tener tal castigo cumplida ejecución fue el desdichado Berindoaga, autor del decreto.

Estando Pasco y Potosí en poder de los realistas, la casa de Moneda no tenía barras de plata que sellar, y entre los grandes políticos y financistas de la época surgió la idea salvadora de emitir papel moneda para atender a los gastos de la guerra. Cada uno estornuda como Dios lo ayuda.

El pueblo, a quien se le hacía muy cuesta arriba concebir que un retazo de papel puede reemplazar al metal acuñado, puso el grito en el séptimo cielo; y para acallarlo preciso que don Bernardo de Torretagle fue   —342→   escupiese por el colmillo, mandando promulgar el 1.º de febrero un bando de espantamoscas, en el cual se determinaban las penas en que incurrían los que en adelante no recibiesen de buen grado los billetes de a dos y cuatro reales, únicos que al principio se pusieron en circulación.

La medida predijo sus efectos. El pueblo refunfuñaba, y poniendo cara de vinagre agachó la cabeza y pasó por el aro; mientras que los hombres de palacio, satisfechos de su coraje para imponer la ley a la chusma, se pusieron, como dice la copla del coup de nez,


«en la nariz el pulgar
y los demás en hilera,
y... perdonen la manera
      de señalar».



Sin embargo, temió el gobierno que la mucha tirantez hiciera reventar la soga, y dio al pueblo una dedada de miel con el nombramiento de García del Río, quien marcharía a Londres para celebrar un empréstito, destinado a la amortización del papel y a sacar almas del purgatorio. El comercio, por su parte, no se echó a dormir el sueño de los justos, y entabló gestiones; y al cabo de seis meses de estudiarse el asunto, se expidió el 13 de agosto un decreto para que el papel (que andaba tan depreciado como los billetes de hoy) fuese recibido en la Aduana del Callao y el Estanco de tabacos. ¡Bonito agosto hicieron los comerciantes de buen olfato! Eso sí que fue andar al trote para ganarse el capote.

Cierto es que San Martín no intervino directamente en la emisión del papel moneda; pero al cándido pueblo, que la da siempre de malicioso y de no tragar anchoveta por sardina, se le puso en el magín que el Protector había sacado la brasa por mano ajena, y que él era el verdadero responsable de la no muy limpia operación. Por eso cuando el 20 de agosto, de regreso de su paseo a Guayaquil, volvió San Martín a encargarse del mando, apenas si hubo señales de alborozo público. Por eso también el pueblo de Lima se había reunido poco antes en la plaza Mayor, pidiendo la cabeza de Monteagudo, quien libró de la borrasca saliendo camino del destierro. Obra de este ministro fue el decreto de 14 de diciembre de 1821 que creaba el Banco nacional de emisión.

Fue bajo el gobierno del gran mariscal Rivagüero cuando en marzo de 1823, a la vez que llegaba la noticia de quedar en Londres oleado y sacramentado el empréstito, resolvió el Congreso que se sellara (por primera vez en el Perú) medio millón de pesos en moneda de cobre para amortizar el papel, del que después de destruir las matrices, se quemaron   —343→   diariamente en la puerta de la Tesorería billetes por la suma de quinientos pesos hasta quedar extinguida la emisión.

Así se puso término entonces a la crisis, y el papel con garantía o sin garantía del Estado, que para el caso da lo mismo, no volvió a aparecer hasta que... Dios fue servido enviarnos plétora de billetes de Banco y eclipse total de monedas. Entre los patriotas y los patrioteros hemos dejado a la patria en los huesos y como para el carro de la basura.

Pero ya es hora de referir la tradición, no sea que la pluma se deslice y entre en retozos y comparaciones políticas, de suyo peligrosas en los tiempos que vivimos.




II

La lunareja


Más desvergonzada que la Peta Winder de nuestros días fue en 1822 una hembra, de las de navaja en la liga y pata de gallo en la cintura, conocida en el pueblo de Lima con el apodo de la Lunareja, y en la cual se realizaba al pie de la letra lo que dice el refrán:


   «Mujer lunareja,
mala hasta vieja».



Tenía la tal un tenducho o covachuela de zapatos en la calle de Judíos, bajo las gradas de la catedral. Eran las covachuelas unos chiribitiles subterráneos que desaparecieron hace pocos años, no sin resistencia de los canónigos, que percibían el arrendamiento de esas húmedas y feísimas madrigueras.

Siempre que algún parroquiano llegaba al cuchitril de Gertrudis la Lunareja en demanda de un par de zapatos de orejita, era cosa de taparse los oídos con algodones para no escucharla echar por la boca de espuerta que Dios la dio sapos, culebras y demás sucias alimañas. A pesar del riguroso bando conminatorio, la zapatera se negaba resueltamente a recibir papelitos, aderezando su negativa con una salsa parecida a ésta:

-Miren, miren al ladronazo de ño San Martín que, no contento con desnudar a la Virgen del Rosario, quiere llevarse la plata y dejarnos cartoncitos imprentados... ¡La perra que lo parió al muy pu... chuelero!

Y la maldita, que era goda hasta la medula de los huesos, concluía su retahíla de insultos contra el Protector cantando a grito herido una copla   —344→   del miz-miz, bailecito en boga, en la cual se le zurraba la badana al supremo delegado marqués de Torretagle



   «Peste de pericotes
      hay en tu cuarto;
deja la puerta abierta,
      yo seré el gato.

   ¡Muera la patria!
¡Muera el marqués!
¡Que viva España!
¡Que viva el rey!».



¡Canario! El cantarcito no podía ser más subversivo en aquellos días, en que la palabra rey quedó tan proscrita del lenguaje, que se desbautizó al peje-rey para llamarlo peje-patria, y al pavo real se le confirmó con el nombre de pavo nacional.

Los descontentos que a la sazón pululaban, aplaudían las insolencias y obscenidades de la Lunareja, que propiedad de pequeños y cobardes es festejar la inmundicia que los maldicientes escupen sobre las espaldas de los que están en el poder. Así envalentonada la zapatera, acrecía de hora en hora en atrevimiento, haciendo huesillo a los agentes de policía, que de vez en cuando la amonestaban para que no escandalizase al patriota y honesto vecindario.

Impuesta de todo la autoridad, vaciló mucho el desgraciado Torretagle para poner coto al escándalo. Repugnaba a su caballerosidad el tener que aplicar las penas del bando en una mujer.

El alcalde del barrio recibió al fin orden de acercarse a la Lunareja y reprenderla; pero ésta que, como hemos dicho, tenía lengua de barbero, afilada y cortadora, acogió al representante de la autoridad con un aluvión de dicterios tales, que al buen alcalde se lo subió la mostaza a las narices, y llamando cuatro soldados hizo conducir, amarrada y casi arrastrando a la procaz zapatera a un calabozo de la cárcel de la Pescadería. Lo menos que le dijo a su merced fue:


    «Usía y mi marido
      van a Linares
a comprar cuatro bueyes:
      vendrán tres pares».



Vivos hay todavía y comiendo pan de la patria (que así llamaban en 1822 al que hoy llamamos pan de hogaza) muchos que presenciaron los verídicos sucesos que relatados dejo, y al testimonio de ellos apelo para que me desmientan, si en un ápice me aparto de la realidad histórica.

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Al siguiente día (22 de febrero) levantose por la mañana en la plaza Mayor de Lima un tabladillo con un poste en el centro. A las dos de la tarde, y entre escolta de soldados, sacaron de la Pescadería a la Lunareja.

Un sayón o ministril la ató al poste y la cortó el pelo al rape. Durante esta operación lloraba y se retorcía la infeliz, gritando:

-¡Perdone mi amo Torretagle, que no lo haré más!

A lo que los mataperritos que rodeaban el tabladillo, azuzando al sayón que manejaba tijera y navaja, contestaban en coro:


   «Dele, maestro, dele,
hasta que cante el miserere».



Y la Lunareja, pensando que los muchachos aludían al estribillo del miz-miz, se puso a cantar, y como quien satisface cantando la palinodia:


   «¡Viva la patria
de los peruanos!
¡Mueran los godos
que son tiranos!



Pero la granujada era implacable, y comenzó a gritar con especial sonsonete:


   «¡Boca dura y pies de lana!
Déle, maestro, hasta mañana».



Terminada la rapadura, el sayón le puso a Gertrudis una canilla de muerto por mordaza, y hasta las cuatro de la tarde permaneció la pobre mujer expuesta a la vergüenza pública.

Desde ese momento nadie se resistió a recibir el papel moneda.

Parece que mis paisanos aprovecharon de la lección en cabeza ajena, y que no murmuraron más de las cosas gubernamentales.




III

El fin de una moza tigre


Cuando nosotros los insurgentes perdimos las fortalezas del Callao, por la traición de Moyano y Oliva, la Lunareja emigró al Real Felipe, donde Rodil la asignó sueldo de tres pesetas diarias y ración de oficial.

El 3 de noviembre de 1824 fue día nefasto para Lima por culpa del pantorrilludo Urdaneta, que proporcionó a los españoles gloria barata. El brigadier don Mateo Ramírez, de feroz memoria, sembró cadáveres de mujeres y niños y hombres inermes en el trayecto que conduce de la portada   —346→   del Callao a las plazuelas de la Merced y San Marcelo. Las viejas de Lima se estremecen aún de horror cuando hablan de tan sangrienta hecatombe.

Gertrudis la Lunareja fue una de aquellas furiosas y desalmadas bacantes que vinieron ese día con la caballería realista que mandaba el marqués de Valle-Umbroso don Pedro Zavala, y que, como refiere un escritor contemporáneo, cometieron indecibles obscenidades con los muertos, bailando en torno de ellos la mariposa y el agua de nieve.

El 22 de enero de 1826, fecha en que Rodil firmó la capitulación del Callao, murió la Lunareja, probablemente atacada de escorbuto, como la mayoría de los que se encerraron en aquella plaza. Mas por entonces se dijo que la zapatera había apurado un veneno y preferido la muerte a ver ondear en los castillos el pabellón de la República.

La Lunareja exhaló el último aliento gritando: «¡Viva el rey!».