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ArribaAbajoJusticia de Bolívar

Ilustración

(A Ricardo Bustamante)

En junio de 1824 hallábase el ejército libertador escalonado en el departamento de Ancachs, preparándose a emprender las operaciones de la campaña que en agosto de ese año dio por resultado la batalla de Junín, y cuatro meses más tarde el espléndido triunfo de Ayacucho.

Bolívar residía en Caraz con su Estado Mayor, la caballería que mandaba Necochea, la división peruana de La-Mar, y los batallones Bogotá, Caracas, Pichincha y Voltijeros, que tan bizarramente se batieron a órdenes del bravo Córdova.

La división Lara, formada por los batallones Vargas, Rifles y Vencedores, ocupaba cuarteles en la ciudad de Huaraz. Era la oficialidad de estos cuerpos un conjunto de jóvenes gallardos y calaveras, que así eran de indómita bravura en las lides de Marte como en las de Venus. A la vez que se alistaban para luchar heroicamente con el aguerrido y numeroso ejército realista, acometían en la vida de guarnición con no menos arrojo y ardimiento a las descendientes de los golosos desterrados del Paraíso.

La oficialidad colombiana era, pues, motivo de zozobra para las muchachas, de congoja para las madres y de cuita para los maridos; porque aquellos malditos militronchos no podían tropezar con un palmito medianamente   —348→   apetitoso sin decir, como más tarde el valiente Córdova: Adelante, y paso de vencedor, y tomarse ciertas familiaridades capaces de dar retortijones al marido menos escamado y quisquilloso. ¡Vaya si eran confianzudos los libertadores!

Para ellos estaban abiertas las puertas de todas las casas, y era inútil que alguna se les cerrase, pues tenían siempre su modo de matar pulgas y de entrar en ella como en plaza conquistada. Además nadie se atrevía a tratarlos con despego: primero, porque estaban de moda; segundo, porque habría sido mucha ingratitud hacer ascos a los que venían desde las márgenes del Cauca y del Apure a ayudarnos a romper el aro y participar de nuestros reveses y de nuestras glorias, y tercero, porque en la patria vieja nadie quería sentar plaza de patriota tibio.

Teniendo la división Lara una regular banda de música, los oficiales, que, como hemos dicho, eran gente amiga de jolgorio, se dirigían con ella después de la misa de ocho14 a la casa que en antojo les venía, e improvisaban un baile para el que la dueña de la casa comprometía a sus amigas de la vecindad.

Una señora, a quien llamaremos la señora de Munar, viuda de un acaudalado español, habitaba en una de las casas próximas a la plaza en compañía de dos hijas y dos sobrinas, muchachas todas en condición de aspirar a inmediato casorio, pues eran lindas, ricas, bien endoctrinadas y pertenecientes a la antigua aristocracia del lugar. Tenían lo que entonces se llamaba sal, pimienta, orégano y cominillo; es decir, las cuatro cosas que los que venían de la península buscaban en la mujer americana.

Aunque la señora de Munar, por lealtad sin duda a la memoria de su difunto, era goda y requetegoda, no pudo una noche excusarse de recibir en su salón a los caballeritos colombianos, que a son de música manifestaron deseo de armar jarana en el aristocrático hogar.

Por lo que atañe a las muchachas, sabido es que el alma les brinca en el cuerpo cesado se trata de zarandear a dúo el costalito de tentaciones.

La señora de Munar tragaba saliva a cada piropo que los oficiales endilgaban a las doncellas, y ora daba un pellizco a la sobrina que se descantillaba con una palabrita animadora, o en voz baja llamaba al orden a la hija que prestaba más atención de la que exige la buena crianza a las garatusas de un libertador.

Media noche era ya pasada cuando una de las niñas, cuyos encantos habían sublevado los sentidos del capitán de la cuarta compañía del batallón Vargas, sintiose indispuesta y se retiró a su cuarto. El enamorado y libertino capitán, creyendo burlar al Argos de la madre, fuese a buscar el nido de la paloma. Resistíase ésta a las exigencias del Tenorio, que probablemente llevaban camino de pasar de turbio a castaño obscuro,   —349→   cuando una mano se apoderó con rapidez de la espada que el oficial llevaba al cinto y le clavó la hoja en el costado.

Quien así castigaba al hombre que pretendió llevar la deshonra al seno de una familia, era la anciana señora de Munar.

El capitán se lanzó al salón cubriéndose la herida con las manos. Sus compañeros, de quienes era muy querido, armaron gran estrépito, y después de rodear la casa con soldados y de dejar preso a todo títere con faldas, condujeron al moribundo al cuartel.

Terminaba Bolívar de almorzar cuando tuvo noticia de tamaño escándalo, y en el acto montó a caballo e hizo en poquísimas horas el camino de Caraz a Huaraz.

Aquel día se comunicó al ejército la siguiente:

ORDEN GENERAL

Su Excelencia el Libertador ha sabido con indignación que la gloriosa bandera de Colombia, cuya custodia encomendó al batallón Vargas ha sido infamada por los mismos que debieron ser más celosos de su honra y esplendor, y en consecuencia, para ejemplar castigo del delito, dispone:

1.º El batallón Vargas ocupará el último número de la línea, y su bandera permanecerá depositada en poder del general en jefe hasta que por una victoria sobre el enemigo borre dicho cuerpo la infamia que sobre él ha caído.

2.º El cadáver del delincuente será sepultado sin los horrores de ordenanza, y la hoja de la espada que Colombia le diera para defensa de la libertad y la moral, se romperá por el furriel en presencia de la compañía.



Digna del gran Bolívar es tal orden general. Sólo con ella podía conservar su prestigio la causa de la independencia y retemplarse la disciplina militar.

Sucre, Córdova, Lara y todos los jefes de Colombia se empeñaron con Bolívar para que derogase el artículo en que degradaba al batallón Vargas por culpa de uno de sus oficiales. El Libertador se mantuvo inflexible durante tres días, al cabo de los cuales creyó político ceder. La lección de moralidad estaba dada, y poco significaba ya la subsistencia del primer artículo.

Vargas borró la mancha de Huaraz con el denuedo que desplegó en Matará y en la batalla de Ayacucho.

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Después de sepultado el capitán colombiano, dirigiose Bolívar a casa de la señora de Munar y la dijo:

-Saludo a la digna matrona con todo el respeto que merece la mujer que en su misma debilidad supo hallar fuerzas para salvar su honra y la honra de los suyos.

La señora de Munar dejó desde ese instante de ser goda, y contestó con entusiasmo:

-¡Viva el Libertador! ¡Viva la patria!

Ilustración



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ArribaAbajo Una frase salvadora

Víctor Hugo ha escrito: «El hombre que ha ganado la batalla de Waterloo no es Napoleón en derrota; ni Wellington replegándose a las cuatro y desesperado a las cinco, ni Blucher que no se batió: el hombre que ha ganado la batalla de Waterloo es Cambronne».

Comentando estas frases del autor de Los Miserables, dice un ilustrado argentino: «De la batalla de Ayacucho puede decirse lo mismo. No fueron Canterac ni los españoles que quedaron tendidos en el campo de batalla quienes la perdieron. Fue un dicho quien la ganó. ¿Quién lo dijo? Un hombre cuya edad era apenas la de la revolución: un general de veinticinco años: Córdova, que en lo más crítico de la acción bajose del caballo y levantó su sombrero elástico en la punta de su espada, exclamando: ¡Adelante, con paso de vencedores!».

Estos bellísimos conceptos del escritor bonaerense han traído a mi memoria un ya casi olvidado recuerdo de algo que cuando yo contaba quince años oí referir a un viejo veterano de la independencia. Ese algo es también un dicho, una exclamación de un humilde soldado, tres palabras, que proferidas en un momento supremo salvaron después de los descalabros de Torata y Moquegua los restos del ejército peruano.

Demos forma al recuerdo, y salvemos del olvido histórico el nombre de ese valiente. Para el capitán repica la gloria con campanas de metal, y si alguna vez repica para el pobre soldado es... con campanas de palo.

El 19 de enero de 1823 el general Valdez, excelente táctico y arrojado militar, había conseguido atraer por medio de hábiles maniobras al ejército patriota hacia las alturas de Torata. Después de nueve horas de obstinado combate, en que los independientes perdieron más de setecientos hombres, hubo que emprender retirada sobre Moquegua. Allí acampó el general Alvarado para reorganizar sus tropas; mas habiendo recibido Valdez el refuerzo de la división de Canterac, cayó en la mañana del 21 sobre Moquegua. La escasez de municiones, las rencillas entre los jefes, la influencia que en la moral del soldado debió tener el contraste del 19, y más que todo las desacertadas disposiciones del general, dieron por resultado una nueva derrota para los republicanos.

Reducidos los patriotas a mil quinientos hombres, poco más o menos, emprendieron una desastrosa retirada sobre la costa, perseguidos tenazmente por el engreído vencedor. Allí fue cuando La Rosa y Taramona,   —352→   esos amigos inseparables en el salón y en el campo de batalla, como dice Lorente, imitando el heroísmo del alférez Pringless y sus cuatro granaderos en la acción de Pescadores, prefirieron lanzarse al mar antes que rendirse prisioneros a las tropas de Olañeta.

Los mil quinientos dispersos de Alvarado, siempre perseguidos de cerca por el formidable ejército realista, desesperaban ya de llegar al puerto de Ilo, donde reembarcándose en los transportes, salvarían de ser victimados. Doscientos veinte granaderos de a caballo, mandados por el comandante don Juan Lavalle, ese león desencadenado, como lo llama uno de sus biógrafos, cuyas hazañas son dignas de la epopeya, se encargaron de proteger una retirada que casi tenía el aspecto de un sálvese el que pueda.

El enérgico Lavalle, siempre que veía a los infantes próximos a ser envueltos por el enemigo, se lanzaba con sus granaderos, sable en mano, sobre las columnas realistas, dando así lugar a los patriotas para adelantar camino. Y de estas cargas dio cuatro, saliendo de cada una de ellas con veinte o treinta hombres menos; pero aunque siempre rechazado, el objeto del bravo comandante estaba conseguido. Los mil quinientos infantes se alejaban siquiera una milla de sus perseguidores.

Después de la cuarta arremetida, Lavalle contó su gente. ¡Ciento quince hombres! Los demás habían sucumbido heroicamente.

Y entretanto los realistas, redoblando sus esfuerzos, lograron colocarse a pocas cuadras de la infantería patriota, que falta de pólvora y de organización, habría tenido que rendirse. No era posible intentar siquiera un simulacro de resistencia para alcanzar una capitulación.

Todo estaba perdido.

Lavalle mismo vacilaba para una nueva acometida. Era llevar a seguro sacrificio a los pocos valientes que lo acompañaban, sin probabilidad de que ese sacrificio salvase a los vencidos en Torata y Moquegua.

Fue entonces, en ese momento de suprema angustia, cuando un granadero, llamado Serafín Melvares, exclamó:

-¡Un Necochea aquí!

Lavalle alcanzó a oír la exclamación de aquel bravo, cuyo nombre felizmente ha salvado la tradición haciéndolo llegar hasta nosotros; acaso la consideró como un reproche que ponía en duda su jamás desmentido arrojo, y contestó exaltado:

-Lo mismo sabe morir un Lavalle que un Necochea. ¡A la carga, granaderos!

Y fue tan audaz e impetuosa la embestida, que a no ser tan numeroso el ejército realista, los triunfos de Torata y Moquegua se habrían convertido en derrota.

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Entre Lavalle y Necochea existió siempre la emulación del valor, caballeresca rivalidad en la que, disputándose la primacía aquellos dos bizarros adalides, era la causa de la independencia quien obtenía la victoria.

Después de esta quinta carga, el ejército español cesó en la persecución de los patriotas.

Cuando Lavalle pudo contar su tropa, sólo ochenta y tres de sus granaderos lo acompañaban. En aquella carga desesperada y memorable habían perecido treinta y dos.

El soldado Serafín Melvares era uno de los muertos. ¡Gloria a su nombre! Una exclamación suya, una frase incorrecta, tres palabras que no expresaban con claridad un pensamiento, bastaron para salvar los restos de un ejército que en 1824 debía afianzar en el campo de Ayacucho la libertad de un continente.




ArribaAbajoEl primer cónsul inglés

(A don Modesto Basadre)

A principios de 1824, y como acto que implicaba el reconocimiento de la autonomía peruana, acreditó el gabinete de San James a mister Tomás Rowcroft con el carácter de cónsul de Inglaterra en Lima.

Cuando llegó al Perú el agente británico, encontró la capital y el Callao en poder de los realistas por consecuencia de la revolución de Moyano.

Lima, la festiva ciudad de Pizarro, presentaba el sombrío aspecto de un cementerio, y la hierba crecía en las calles por falta de transeúntes. El brigadier español don Mateo Ramírez traía, con la ferocidad de sus actos, aterrorizados a los vecinos.

«Asomado a un balcón del convento de la Merced -dice un notable historiador contemporáneo-, se divertía en hacer subir a los pocos jóvenes elegantes que atravesaban la plazuela y les hacía rapar la cabeza, pretextando que llevaban el cabello a la republicana. El señor Besanilla, anciano respetable, fue puesto en cruz frente a la puerta de la Merced, por haber dicho que de un día a otro llegaría Bolívar con fuerzas patriotas. Un farol colocado sobre la cabeza del martirizado caballero permitía leer el siguiente cartel: «Aquí estará colgado Besanilla, hasta que venga la insurgente gavilla».

Aun las mujeres eran víctimas del despótico brigadier, que hacía encerrar   —354→   por algunas horas en los calabozos del cuartel a las limeñas que lucían aretes de coral o rizos en el peinado, adornos que el Robespierre del Perú, como se le llamaba, calificó de revolucionarios.

Prohibió que las tapadas usaran saya celeste u otras prendas de ese color que estuvo a la moda en la época de San Martín, y condenó al servicio de los hospitales a varias muchachas del genio alegre, por el crimen de haber cantado esta copla muy popular a la sazón:


   «A D. Simón Bolívar
      por Dios le pido,
que de sus oficiales
      me dé marido».



El brigadier don Ramón Rodil manteníase en el Callao al mando de tres mil soldados, y gozaba de gran prestigio y popularidad en el vecindario, unánimemente realista, de esa plaza. El castellano del Real Felipe no había aún recurrido a las medidas de rigor extremo que más tarde le conquistaron siniestro renombre.

Tal era la situación a la llegada del cónsul inglés.

Mister Rowcroft frisaba en los cincuenta años, y era el perfecto tipo del gentleman. Acompañábalo su hija, miss Ellen, una de esas willis vaporosas y de ideal belleza, que tanto cautivan al viajero en un palco de Covent-garden o en las avenidas de Regent's Park.

Bolívar se encontraba en el Norte, y allí le envió sus credenciales el agente británico, a las que el Libertador puso inmediatamente el exequatur.

El 5 de diciembre los realistas de Lima emprendieron la retirada al Callao. Sabíase con fijeza que el 7 debía entrar Bolívar en la capital.

A las diez de la mañana del 6 mister Rowcroft, acompañado de su hija, se dirigió en su coche al Callao, donde ya lo esperaba una embarcación de la fragata inglesa Cambridge. Hasta las cuatro de la tarde permaneció a bordo el cónsul en conferencia con el comandante de la nave.

A Rodil no podía dejar de ocurrírsele que aquella entrevista en vísperas de llegar Bolívar era motivada por razones de política adversas a la causa del rey, y se paseaba impaciente en el corredor del resguardo.

Al desembarcar el cónsul se le acercó el brigadier, dio galantemente el brazo a miss Ellen y la acompañó hasta el estribo del coche.

-Señor general -preguntó en mal español mister Rowcroft-, ¿no haber peligro en el camino?

-Ninguno, señor cónsul -contestó Rodil-, sin embargo, aquí tengo listo un pase firmado por mí para las avanzadas del rey.

Very well! (muchas gracias) -repuso el cónsul, guardándose el papel en el bolsillo.

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-Si hay peligro para usted -continuó Rodil- será por parte de la montonera insurgente.

-¡Oh, no! Patriotas conocer mí mucho... Montoneras my friends... estar amigos.

Sonriose Rodil, se estrecharon la mano, sentose el cónsul al lado de su hija, y el carruaje se puso en marcha.

La última avanzada de los españoles estaba en Bellavista, protegida por los cañones del castillo. El oficial que la mandaba aproximose a la portañuela del coche, se impuso del salvoconducto, y dijo:

-Hasta aquí, señor cónsul, se ha entendido usía con nosotros y no le ha ido mal. En el resto del camino entiéndase con los insurgentes. ¡Buen viaje!

Miss Ellen, a pesar de no entender el español, creyó encontrar algo de siniestra burla o de encubierta amenaza en el acento del oficial: tuvo lo que se llama una corazonada, una de esas intuiciones misteriosas, de que Dios fue pródigo para con la mujer, y dijo en inglés a su padre:

-Tengo miedo, regresemos al Callao.

-¡Niña, niña! -murmuró el cónsul con tono cariñoso y de paternal reproche-. Tengo deberes que cumplir en Lima... Media hora más y habremos llegado.

Y dirigiéndose al auriga, añadió:

Go head!

Cuatro minutos después, al pasar por el Carrizal de Baquíjano, una lluvia de balas cayó sobre el carruaje.

El cochero torció bridas, y a escape tomó el camino del Callao.

La débil joven iba desmayada, y mister Rowcroft, atravesado el vientre por una bala, se retorcía en angustiosas convulsiones.

Rodil, que continuaba su paseo en el corredor del arsenal, se manifestó muy solícito para asistir al herido, que murió doce horas después, auxiliado por el cirujano de la Cambridge.

El día 11, y después de embalsamado el cuerpo, desembarcaron cien marineros de la fragata, la oficialidad inglesa y la de la corbeta francesa Diligente. Embarcose el fúnebre cortejo en quince lanchas, disparose de minuto en minuto un cañonazo, y el cadáver fue sepultado en la isla de San Lorenzo... ¿A quién culpar de este crimen?

Don Gaspar Rico y Angulo, periodista español, redactor de El Depositario, literato sin literatura, gran aficionado al chiste grosero, hombre de carácter atrabiliario y confidente de Rodil, pretendió en su infame papelucho echar la responsabilidad sobre los guerrilleros patriotas. Mas, por la descripción que hizo del entierro, hay derecho para juzgar que entre   —356→   los realistas del Callao se tributaron aplausos al crimen. Y para que no se diga que opinamos a la birlonga o sin fundamento, copiaremos un artículo que, firmado por Rico y Angulo, apareció en El Depositario del Callao correspondiente al 17 de diciembre, víspera del día en que llegó a Lima la gran noticia de la victoria de Ayacucho:

ESPECTÁCULOS PÚBLICOS.- El día 11 se presentó uno muy pomposo a la vista de este pueblo en el entierro de don Tomás Rowcroft sin tripas. Parte de ellas se las achicharraron a balazos los montoneros de la Patria gran p...erra, y el residuo de las que formaban el bandullo se lo extrajeron para embalsamarlo. Cuando emprendieron esta operación, muy rara en estos países, dijeron los dolientes que la practicaban para poder llevar a Londres reliquias del difunto; pero hubo de ocurrir algún embarazo, y las llevaron a la vecina y desierta isla de San Lorenzo, donde descansan en paz, si no les hacen guerra las aves de rapiña que tienen y no tienen alas. Unas gentes decían que el féretro pesaba mucho porque iba lleno de onzas de oro, y otras propalaban que el difunto olía a azufre porque se lo llevaron los diablos. Si todo eso se dice y se oye en un pueblo civilizado y en el siglo de las luces, ¿qué habrían dicho en un siglo de barbarie? Nuestros beatos, beatas y algún fraile de los espectadores repararon en un clérigo, que no hay demonio que les persuada ser eclesiástico de la comunión católica, porque no le vieron capa pluvial, casulla, sobrepelliz, estola, ni vieron adjunto sacristán, cruz, acetre, hisopo ni agua bendita. Y no digo lo que dijeron de este ministro consolador de los luteranos, porque no es bueno descubrir todos los disparates que se pronuncian.



Para muestra basta un botón. Así y con mayor crudeza de palabras, pues el escritor tenía a gala ser erudito en el vocabulario obsceno, están escritos todos los números de El Depositario. Afortunadamente, Rico y Angulo no ha fundado escuela en el periodismo peruano. Fue un borroneador de papel que no valía media oblea partida por la mitad.

Cuando, formalizado el sitio de los castillos, empezaron las enfermedades y la escasez de víveres a hacer estragos entre los realistas, murió víctima del escorbuto el ramplón periodista que hallara en un entierro motivo para burla.

Ocupándonos, para concluir, de la acusación que Rico y Angulo lanzó contra los guerrilleros de la patria, basta para desvanecerla el considerar que los patriotas no tenían por qué sacrificar a quien notoriamente les era adicto, y que en ese día regresaba del Callao después de conferenciar con el comandante de la Cambridge en servicio de la causa americana. Fueron, pues, los realistas los que, a pocas cuadras de distancia de su línea de operaciones, prepararon la emboscada de que fue víctima el primer cónsul británico en el Perú.