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ArribaAbajoTres cuestiones históricas sobre Pizarro

¿Supo o no supo escribir? ¿Fue o no fue Marqués de los Atavillos? ¿Cuál fue y dónde está su gonfalón de guerra?


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I

Variadísimas y contradictorias son las opiniones históricas sobre si Pizarro supo o no escribir, y cronistas sesudos y minuciosos aseveran que ni aun conoció la O por redonda. Así se ha generalizado la anécdota de que estando Atahualpa en la prisión de Cajamarca, uno de los soldados que lo custodiaban le escribió en la uña la palabra Dios. El prisionero mostraba lo escrito a cuantos lo visitaban, y hallando que todos, excepto Pizarro, acertaban a descifrar de corrido los signos, tuvo desde ese instante en menos al jefe de la conquista, y lo consideró inferior al último de los españoles. Deducen de aquí malignos o apasionados escritores que don Francisco se sintió lastimado en su amor propio y que por tan pueril quisquilla se vengó del inca haciéndolo degollar.

Duro se nos hace creer que quien hombreándose con lo más granado de la nobleza española, pues alanceó toros en presencia de la reina doña Juana y de su corte, adquiriendo por su gallardía y destreza de picador fama tan imperecedera como la que años más tarde se conquistara por sus hazañas en el Perú; duro es, repetimos, concebir que hubiera sido indolente   —180→   hasta el punto de ignorar el abecedario, tanto más, cuanto que Pizarro, aunque soldado rudo, supo estimar y distinguir a los hombres de letras.

Además, en el siglo del emperador Carlos V no se descuidaba tanto como en los anteriores la instrucción. No se sostenía ya que eso de saber leer y escribir era propio de segundones y de frailes, y empezaba a causar risa la fórmula empleada por los Reyes Católicos en el pergamino con que agraciaban a los nobles a quienes hacían la merced de nombrar ayudas de Cámara, título tanto o más codiciado que el hábito de las órdenes de Santiago, Montesa, Alcántara y Calatrava. Una de las frases más curiosas y que, dígase lo que se quiera en contrario, encierra mucho de ofensivo a la dignidad del hombre, era la siguiente: «Y por cuanto vos (Perico de los Palotes) nos habéis probado no saber leer ni escribir y ser expedito en el manejo de la aguja, hemos venido en nombraros ayuda de nuestra real Cámara, etc.».

Pedro Sancho y Francisco de Jerez, secretarios de Pizarro, antes que Antonio Picado desempeñara tal empleo, han dejado algunas noticias sobre su jefe; y de ellas, lejos de resultar la sospecha de tan suprema ignorancia, aparece que el gobernador leyó cartas.

Tratándose de Almagro el Viejo es punto históricamente comprobado que no supo leer.

Lo que sí está para nosotros fuera de duda, como lo está para el ilustre Quintana, es que don Francisco Pizarro no supo escribir, por mucho que la opinión de sus contemporáneos no ande uniforme en este punto. Bastaría para probarlo tener a la vista el contrato de compañía celebrado en Panamá, a 10 de marzo de 1525, entre el clérigo Luque, Pizarro y Almagro, que concluye literalmente así: «Y porque no saben firmar el dicho capitán Francisco Pizarro y Diego de Almagro, firmaron por ellos en el registro de esta carta Juan del Panés y Álvaro del Quito».

Un historiador del pasado siglo dice:

«En el archivo eclesiástico de Lima he encontrado varias cédulas e instrumentos firmados del marqués (en gallarda letra), los que mostré a varias personas, cotejando unas firmas con otras, admirado de las audacias de la calumnia con que intentaron sus enemigos desdorarlo y apocarlo, vengando así contra este gran capitán las pasiones propias y heredadas».

En oposición a éste, Zárate y otros cronistas dicen que Pizarro sólo sabía hacer dos rúbricas, y que en medio de ellas, el secretario ponía estas palabras: El marqués Francisco Pizarro.

Los documentos que de Pizarro he visto en la biblioteca de Lima, sección de manuscritos, tienen todos las dos rúbricas. En unos se lee   —181→   Franx.º Piçarro, y en muy pocos El marqués. En el Archivo Nacional y en el del Cabildo existen también varios de estos autógrafos.

Poniendo término a la cuestión de si Pizarro supo o no firmar, me decido por la negativa, y he aquí la razón más concluyente que para ello tengo:

En el Archivo general de Indias, establecido en la que fue Casa de Contratación en Sevilla, hay varias cartas en las que, como en los documentos que poseemos en Lima, se reconoce, hasta por el menos entendido en paleografía; que la letra de la firma es, a veces, de la misma mano del pendolista o amanuense que escribió el cuerpo del documento. «Pero si duda cupiese -añade un distinguido escritor bonaerense, don Vicente Quesada, que en 1874 visitó el Archivo de Indias-, he visto en una información, en la cual Pizarro declara como testigo, que el escribano da fe de que después de prestada la declaración, la señaló con las señales que acostumbraba hacer, mientras que da fe en otras declaraciones de que los testigos las firman a su presencia».




II

Don Francisco Pizarro no fue marqués de los Atavillos ni marqués de los Charcas, como con variedad lo llaman muchísimos escritores. No hay documento oficial alguno con que se puedan comprobar estos títulos, ni el mismo Pizarro en el encabezamiento de órdenes y bandos usó otro dictado que este: El marqués.

En apoyo de nuestra creencia, citaremos las palabras de Gonzalo Pizarro cuando, prisionero de Gasca, lo reconvino éste por su rebeldía e ingratitud para con el rey, que tanto había distinguido y honrado a don Francisco: «La merced que su majestad hizo a mi hermano fue solamente el título y nombre de marqués, sin darle estado alguno, y si no díganme cuál es».

El blasón y armas del marqués Pizarro era el siguiente: escudo puesto a mantel; en la primera parte, en oro, águila negra, columnas y aguas; y en rojo, castillo de oro, orla de ocho lobos, en oro; en la segunda parte, puesto a mantel en rojo, castillo de oro con una corona; y en plata, león rojo con una F y debajo, en plata, león rojo; en la parte baja, campo de plata, once cabezas de indios y la del medio coronada; orla total con cadenas y ocho grifos, en oro; al timbre, coronel de marqués.

En una carta que con fecha 10 de octubre de 1537 dirigió Carlos V a Pizarro, se leen estos conceptos que vigorizan nuestra afirmación: «Entretanto os llamaréis marqués, como os lo escribo, que, por no saber el nombre   —182→   que tendrá la tierra que en repartimiento se os dará, no se envía ahora dicho título», y como hasta la llegada de Vaca de Castro no se habían determinado por la corona las tierras y vasallos que constituirían el marquesado, es claro que don Francisco no fue sino marqués a secas, o marqués sin marquesado, como dijo su hermano Gonzalo.

Sabido es que Pizarro tuvo en doña Angelina, hija de Atahualpa, un niño a quien se bautizó con el nombre de Francisco, el que murió antes de cumplir quince años. En doña Inés Huaylas o Yupanqui, hija de Manco-Capac, tuvo una niña, doña Francisca, la cual casó en España en primeras nupcias con su tío Fernando y después con don Pedro Arias.

Por cédula real y sin que hubiera mediado matrimonio con doña Angelina o doña Inés, fueron declarados legítimos los hijos de Pizarro. Si éste hubiera tenido tal título de marqués de los Atavillos, habríanlo heredado sus descendientes. Fue casi un siglo después, en 1628, cuando don Juan Fernando Pizarro, nieto de doña Francisca, obtuvo del rey el título de marqués de la Conquista.

Piferrer en su Nobiliario español dice que, según los genealogistas, era muy antiguo e ilustre el linaje de los Pizarros; que algunos de ese apellido se distinguieron con Pelayo en Covadonga, y que luego sus descendientes se avecindaron en Aragón, Navarra y Extremadura. Y concluye estampando que las armas del linaje de los Pizarros son: «escudo de oro y un pino con piñas de oro, acompañado de dos lobos empinantes al mismo y de dos pizarras al pie del tronco». Estos genealogistas se las pintan para inventar abolengos y entroncamientos. ¡Para el tonto que crea en los muy embusteros!




III

Acerca de la bandera de Pizarro hay también un error que me propongo desvanecer.

Jurada en 1521 la independencia del Perú, el Cabildo de Lima pasó al generalísimo don José de San Martín un oficio, por el cual la ciudad le hacía el obsequio del estandarte de Pizarro. Poco antes de morir en Bologne, este prohombre de la revolución americana hizo testamento, devolviendo a Lima la obsequiada bandera. En efecto, los albaceas hicieron formal entrega de la preciosa reliquia a nuestro representante en París, y éste cuidó de remitirla al gobierno del Perú en una caja muy bien acondicionada. Fue esto en los días de la fugaz administración del general Pezet, y entonces tuvimos ocasión de ver el clásico estandarte depositado en uno de los salones del ministerio de Relaciones exteriores. A la   —183→   caída de este gobierno, el 6 de noviembre de 1865, el populacho saqueó varias de las oficinas de palacio, y desapareció la bandera, que acaso fue despedazada por algún rabioso demagogo, que se imaginaría ver en ella un comprobante de las calumnias que por entonces inventó el espíritu de partido para derrocar al presidente Pezet, vencedor en los campos de Junín y Ayacucho, y a quien acusaban sus enemigos políticos de connivencias criminales con España, para someter nuevamente el país al yugo de la antigua metrópoli.

Las turbas no raciocinan ni discuten, y mientras más absurda sea la especie más fácil aceptación encuentra.

La bandera que nosotros vimos tenía, no las armas de España, sino las que Carlos V acordó a la ciudad por real cédula de 7 de diciembre de 1537. Las armas de Lima eran: un escudo en campo azul con tres coronas regias en triángulo, y encima de ellas una estrella de oro cuyas puntas tocaban las coronas. Por orla, en campo colorado, se leía este mote en letras de oro: Hoc signum vere regum est. Por timbre y divisa dos águilas negras con corona de oro, una J y una K (primeras letras de Karolus y Juana, los monarcas), y encima de estas letras una estrella de oro. Esta bandera era la que el alférez real por juro de heredad, paseaba el día 5 de enero en las procesiones de Corpus y Santa Rosa, proclamación de soberano y otros actos de igual solemnidad.

El pueblo de Lima dio impropiamente en llamar a ese estandarte la bandera de Pizarro, y sin examen aceptó que ese fue el pendón de guerra que los españoles trajeron para la conquista. Y pasando sin refutarse de generación en generación, el error se hizo tradicional e histórico.

Ocupémonos ahora del verdadero estandarte de Pizarro.

Después del suplicio de Atahualpa, se encaminó al Cuzco don Francisco Pizarro, y creemos que fue el 16 de noviembre de 1533 cuando verificó su entrada triunfal en la augusta capital de los incas.

El estandarte que en esa ocasión llevaba su alférez Jerónimo Aliaga era de la forma que la gente de iglesia llama gonfalón. En una de sus caras, de damasco color grana, estaban bordadas las armas de Carlos V; y en la opuesta, que era de color blanco según unos, o amarillo según otros, se veía pintado al apóstol Santiago en actitud de combate sobre un caballo blanco con escudo, coraza y casco de plumeros o airones, luciendo una cruz roja en el pecho y una espada en la mano derecha.

Cuando Pizarro salió del Cuzco (para pasar al valle de Jauja y fundar la ciudad de Lima) no lo hizo en son de guerra, y dejó depositada su bandera o gonfalón en el templo del Sol, convertido ya en catedral cristiana. Durante las luchas civiles de los conquistadores, ni almagristas ni gonzalistas ni gironistas ni realistas se atrevieron a llevarlo a los combates,   —184→   y permaneció como objeto sagrado en un altar. Allí, en 1825, un mes después de la batalla de Ayacucho, lo encontró el general Sucre, éste lo envió a Bogotá y el gobierno inmediatamente lo remitió a Bolívar, quien lo sometió a la municipalidad de Caracas, donde actualmente se conserva. Ignoramos si tres siglos y medio de fecha habrán bastado para convertir en hilachas el emblema marcial de la conquista.

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ArribaAbajo El que pagó el pato


I

El inca Titu-Atauchi, hermano de Atahualpa, se dirigía a Cajamarca con gran comitiva de indios cargados de oro y plata para aumentar el tesoro del rescate, cuando tuvo noticia de que el 29 de agosto de 1533 habían los españoles dado muerte al soberano. Titu-Atauchi escondió las riquezas de que era conductor, y reuniendo gente de guerra, fue a juntarse con Quizquiz, el más bravo y experimentado de los generales del imperio, que se hallaba a la cabeza de un ejército hostilizando a los conquistadores.

Vistos emprendieron su marcha al Cuzco, sosteniendo combate diario con las tropas de Quizquiz. Ciento cincuenta españoles, mandados por Francisco de Chávez, cubrían la retaguardia de Pizarro, y una tarde, detenidos por una tempestad, acamparon a cinco leguas de distancia del grueso de sus compañeros. De repente se encontraron atacados por seis mil indios. Los españoles lucharon con su acostumbrada bizarría; pero faltos de concierto y acosados por el número, tuvieron que emprender fuga desastrosa, dejando siete cadáveres y trece prisioneros.

Entre los últimos hallábase el caballeresco1 capitán Francisco de Chávez, aquel que murió en Lima defendiendo al marqués el día de la conjuración de los almagristas; Alonso de Ojeda, otro valiente que se volvió loco un año después, y Hernando de Haro, no menos notable por su coraje e hidalguía.

Dice la historia que en el simulacro de juicio que se inició y feneció en un día para asesinar a Atahualpa, tuvo éste muchos que abogaron por su vida; y es opinión uniforme que a haber estado presente en Cajamarca el ilustre Hernando de Soto, no se habría manchado la conquista con tan inicuo como estéril crimen. De los veinticuatro jueces de Atahualpa, sólo trece lo condenaron a muerte. Los once que se negaron a firmar la sentencia son dignos de que consignemos sus nombres, en homenaje a su honrada conducta. Llamábanse Juan de Rada (aquel que más tarde acaudilló a los almagristas que asesinaron a Pizarro), Diego de Atora, Pilas de Atienza, Francisco de Chávez, Pedro de Mendoza, Hernando de Haro, Francisco de Fuentes, Diego de Chávez, Francisco Moscoso, Alfonso Dávila   —186→   y Pedro de Ayala. Como dice el refrán, hubo de todo en la viña: uvas, pámpanos y agraz.

Titu-Atauchi no sólo conocía los nombres de los que con su voto habían autorizado la muerte del inca, sino de aquellos que como Juan de Rada lo habían defendido, exponiéndose a caer en desgracia cerca de Pizarro. Francisco de Chávez y Hernando de Haro fueron de este número.

Titu-Atauchi había jurado vengar la sangre de su hermano en el primero de sus verdugos que tomara prisionero. Había además ofrecido grandes recompensas al que le entregara la persona de Felipillo, el infame indezuelo que sirvió de intérprete a las españoles, y que por vengarse de los desdenes de una de las mujeres de Atahualpa, influyó con chismes en el ánimo de los principales capitanes para que condenasen al soberano. Pero aunque Titu-Atauchi no tuvo el regocijo de vengarse, don Diego de Almagro se encargó tres años después del castigo de Felipillo mandándolo descuartizar por una nueva traición en que lo sorprendiera.

Titu-Atauchi se informó de los nombres de los prisioneros, platicó afectuosamente con los principales, hizo asistir con esmero a los heridos, y cuando éstos se hallaron fuera de peligro, tuvo la nobleza de ponerlos en libertad, dándoles así escolta de indios que en hombros los condujesen hasta las inmediaciones del Cuzco. Además regaló esmeraldas riquísimas a los capitanes que se opusieron al sacrificio de Atahualpa, dándoles así una prueba de gratitud por su honrado aunque inútil empeño en favor del monarca.

En los momentos de despedirse del joven inca notó francisco de Chávez que faltaba uno de los trece prisioneros. Titu-Atauchi sonrió de una macera siniestra, y cuentan que contestó en quichua una frase que si no es literal en su traducción, por lo menos encarna la idea de esta otra:

«¡Ah! El que se queda va a ser el pato de la boda».

¡Y luego dirán que el trece no es número que trae desgracia!




II

Titu-Atauchi se dirigió a Cajamarca, y encerró al prisionero en la misma habitación que ocupó Atahualpa en el tiempo de su cautiverio.

¿Quién era ese español escogido para víctima expiatoria? ¿Por qué el inca, que tan generoso se mostrara para con los vencidos, quería hacer ostentación de crueldad con este hombre?

Sancho de Cuéllar tuvo la desgracia de pasar sus primeros años como amanuense de un cartulario en España; y decimos desgracia porque esta circunstancia bastó para que sus compañeros, juzgándolo entendido en la jerga judicial, lo nombrasen escribano en el proceso de Atahualpa.

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Sancho de Cuéllar era, y con justicia, muy querido de don Francisco Pizarro. Fue uno de los trece famosos de la isla del Gallo, a cuya heroicidad se debe la realización de la conquista.

¡Otra vez el fatídico trece!

Sancho de Cuéllar procedió como escribano pícaramente; pues no sólo estampó palabras que agraviaban la triste posición del inca cautivo, sino que al notificarle la sentencia y acompañarlo al cadalso, lo trató con burla y desacato.

Titu-Atauchi lo hizo conducir al mismo sitio donde fue ejecutado Atahualpa, acompañándolo un pregonero que decía: A este tirano manda Pachacamac que se le mate por matador del inca.

Los indios conservaban el garrote que sirvió para el suplicio de su monarca, y llamábanlo el palo maldito. Empleáronlo para dar muerte a Sancho de Cuéllar, cuyo cadáver permaneció todo un día en la plaza, sufriendo ultrajes de la muchedumbre.

Acaso sea esta la única vez en la historia de la humanidad en que un escribano haya pagado las costas del proceso y servido de pato de la boda.






ArribaAbajo¡Cosas de frailes!

Hasta hace poco más de veinte años, veíanse en la plaza Mayor de Lima dos cruces de madera incrustadas en la pared. Una de ellas estaba sobre el arco del portal que conduce al callejón de Petateros. Como frente a ese sitio se alzaban la horca y el rollo, suponemos cristianamente que la susodicha cruz tenía por objeto consolar en el supremo lance a los ajusticiados con la vista del emblema de nuestra redención2.

La otra cruz hallábase en el ángulo que forman las calles de Palacio y del Correo, bajo los balcones de la casa de Nicolás de Ribera el Viejo primer alcalde que tuvo el Cabildo de Lima al fundar Pizarro la ciudad.

¿Cuándo y por qué fue colocada allí esa cruz?

He aquí, lector, lo que merced a largas investigaciones históricas he alcanzado a sacar en limpio.

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I

Después de la batalla de Iñaquito, en que tan desastroso fin tuviera el primer virrey del Perú, cayó prisionero en el puerto de San Buenaventura el general don Hernando Vela Núñez, hermano de aquel infortunado gobernante.

Las iras del vencedor habíanse ya un tanto aplacado; y traído a Lima el prisionero ante el muy magnífico señor don Gonzalo Pizarro, éste le preguntó:

-¿Hace vuesa merced pleito homenaje y promesa, según uso y costumbre de los antiguos caballeros de Castilla, de guardar por cárcel la casa de Hernando Montenegro, de no salir de ella sino a misa en los días de precepto, de no haber cuestión ni enojos sobre las pasadas cosas de gobierno y de no dar motivo para alboroto ni escándalo?

Convengamos en que esto era mucho exigir; pero el general Vela Núñez, que sabía no tener muy segura la cabeza sobre los hombros, arrodillose ante un crucifijo, y extendiendo la mano derecha contestó:

-Sí prometo y hago pleito homenaje de lo cumplir.

Y así corrieron meses sin faltar en un ápice en lo pactado.

Vino al cabo la noticia de hallarse en Panamá el licenciado La Gasca con plenos poderes del monarca para meter en vereda a los bochincheros de estos reinos. Entonces Vela Núñez pensó, no en tomar las armas contra Gonzalo, sino en burlar la vigilancia de éste y escaparse para España; que harto estaba el general de aventuras, peligros y desengaños. El guardián de San Francisco se encargó de arreglar la fuga, y con toda cautela comprometió al patrón de un bergantín, anclado a la sazón en el Callao y expedito para dirigirse a Nicaragua.

Junto con Vela Núñez debía marchar el capitán Bernardino de Loayza, que había intentado en Huánuco alzar bandera por el rey, y que malograda su empresa, no tuvo otro recurso que venirse a Lima y tomar asilo en el convento franciscano. En esos tiempos no se andaban con chiquitas, y el que se metía en política sabía que iba jugando el pescuezo en la partida.

Todo estaba ya listo para la escapatoria; pero en la mañana del día para ella señalado, tuvo minucioso aviso Gonzalo Pizarro y... ¡adiós mi plata! Salimos de lodazales para caer en cenagales.




II

El capitán Juan de Latorre y Villegas, conocido más generalmente por el Madrileño, fue uno de aquellos desalmados que en Iñaquito ultrajaron el cadáver del virrey. El Madrileño llevó su ferocidad hasta el punto   —189→   de arrancar algunos pelos de la barba y bigote del muerto y adornar con ellos el escudo de su chambergo. Así ataviado paseó por las calles de Quito y después por las de Lima.

En las ruinas de Pachacamac tuvo este pícaro la buena suerte de descubrir una riquísima huaca, de la cual sacó en metales y piedras preciosas un tesoro que se estimó en ochenta mil duros. Gonzalo Pizarro, en nombre de la corona, le reclamó los quintos; pero negose el Madrileño a satisfacerlos y entabló querella ante el trampantojo de Audiencia que por entonces había. «A la ballena, todo le cabe y nada le llena».

Gran amigo era el capitán Villegas del guardián de San Francisco, y fuese a él un día, y pidiole consejo sobre la manera de fugar de Lima y llevarse a España el tesoro. El reverendo, después de tomarle juramento de guardar secreto, le confió el proyecto de Vela Núñez, añadiendo que no podía serle más propicia la oportunidad; pues en Vela Núñez llevaría a la corte un valedor, para que el soberano no lo castigase por su rebeldía y por los ultrajes inferidos al cadáver del virrey.

Pero cuando el franciscano se vio con el general y le propuso la compañía del Madrileño, aquél exclamó lleno de noble indignación:

-¡Yo ligarme con traidor de esa calaña! Primero que tal haga, venga el verdugo y me descabece.

Este Juan de Latorre y Villegas fue hijo de uno de los trece famosos compañeros de Pizarro en la isla del Gallo, a quienes la reina doña Juana agració con el título de caballeros de espuela dorada. Cuatro meses después del suplicio de Gonzalo encontraron a Latorre oculto en una cueva y La Gasca lo mandó ahorcar. Su padre, el anciano de la isla del Gallo, al recibir la noticia del desastroso fin del rebelde mancebo, la festejó paseando por las calles de Arequipa embozado en una capa roja. A tanto llegaba, para los hombres de aquel siglo, el sentimiento de lealtad a su rey.




III

Por mucho que el guardián dorase la píldora, comprendió Villegas que Vela Núñez rechazaba su asociación; y fuese a palacio y delató el plan de fuga, disculpando su complicidad con que por el interés que le inspiraba la causa revolucionaria, había tentado al prisionero para ver cómo estaba en lo de guardar el pleito homenaje. Es indudable que el que no sirve para San Miguel, sirve para diablo a sus pies.

Hallábanse en ese momento con Gonzalo el oidor Cepeda, el capitán Gaspar Mejía y el alguacil mayor Antonio de Robles. Enfureciose Pizarro, y volviéndose al licenciado Cepeda le dijo:

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-Vaya vuesa merced a casa de Montenegro y saque a ese felón de Vela Núñez y dé con él en la cárcel de corte.

El infame Cepeda, ese hombre que fue como moneda de dos caras y por ambas falsa, no se hizo repetir la orden, y seguido de Robles salió precipitadamente.

Gonzalo se dirigió entonces a Mejía:

-Don Gaspar, tome vuesa merced gente de mi guardia y váyase a San Francisco; y si los frailes resisten, enforque frailes y tráigame a Loayza.

Salía de palacio el capitán, seguido de picas y arcabuces, cuando, caballero en una bizarra mula, apareció un clérigo.

Llamábase éste Baltasar de Loayza; había sido gran partidario del virrey, y más que de sus deberes eclesiásticos habíase ocupado siempre de cosas políticas y mundanas. El capitán no conocía al otro Loayza, y habiendo la fatal coincidencia de que el clérigo habitara también en una celda de San Francisco, pensó que la orden de prisión se refería a éste. Así es que al divisarlo por la esquina exclamó:

-¡Qué fortuna! Nos hemos ahorrado tiempo y desazones.

Y deteniendo a la mula por la brida, le dijo al clérigo:

-Bájese pronto aunque sea por las orejas, seor marrullero, y dese preso.

Baltasar de Loayza, que no tenía muy limpia la conciencia, quiso resistirse; mas le cayó encima la soldadesca y dieron con él en el suelo bajo los balcones de Ribera el Viejo.

Arremolinose el pueblo en defensa del sacerdote, cruzáronse algunas lagrimitas de San Pedro, y una de ellas le rompió la cabeza al padre Baltasar.

Pizarro, que desde un balcón se impuso del quid pro quo, despachó a uno de sus oficiales, el cual acercándose a don Gaspar le dijo:

-Dice el señor gobernador que vuesa merced está más torpe que mano sin dedos, pues ha trabucado el mandato, y que no es a éste, sino a Bernardino de Loayza, al que ha de echarle la zarpa encima.

-Pues lo siento -murmuró Mejía- porque éste es también un trapisondista a quien reclama la horca.

El padre Loayza, dejado ya en libertad, se lavaba las heridas en una jofaina, y al retirarse Mejía con la tropa, gritó con aire profético:

-¡Capitán de bandidos! Aquí ha corrido mi sangre... Aquí correrá la tuya.

-¡Me... río del profeta! ¡Cosas de frailes!... -contestó burlonamente el capitán.

Y se alejó camino de San Francisco.



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IV

Por supuesto que, con el retardo y el amago de motín, Bernardino de Loayza tuvo tiempo para escapar el bulto.

Tres o cuatro días después, el 19 de noviembre de 1546, el general Hernando Vela Núñez salió a la Plata, donde le fue cortada la cabeza y puesta en el rollo, por traidor a su palabra y amotinador de estos reinos.

A tiempo que el infeliz se arrodillaba para que el verdugo hiciese en él justicia, entró en la plaza, montado en un brioso caballo, el alguacil mayor Antonio de Robles, uno de los favoritos de Gonzalo, quien acaso por adulación a su señor hizo caracolear al bruto y atropelló al sentenciado.

Fray Tomás de San Martín, digno ministro del altar, que era el auxiliador de la víctima, se irritó ante ruindad tamaña, y dijo en alta voz:

-¡Hombre sin caridad! Espero en Dios que te verás en igual trance. Pero aquel bárbaro soltó una carcajada insolente y volvió grupa, murmurando:

-¡Eh! ¡Quién hace caso de sermones!... ¡Cosas de frailes!...




V

Pero lo cierto es, y uniformemente lo relatan los cronistas, que ambas profecías se cumplieron al pie de la letra.

La víspera de Corpus Christi del año 1547, Diego Centeno se presentó con los suyos a una milla del Cuzco. La ciudad estaba defendida por doble fuerza, siendo el jefe de ella Antonio de Robles, a quien Gonzalo Pizarro había enviado desde Lima con tal destino.

Sonada la media noche, Centeno proclamó a su gente e hizo el juramento de que al otro día, o lo tenían de enterrar o había de sacar una vara del palio en la procesión del Corpus.

Y atacó tan denodadamente que, con el alba, fue suya la victoria.

A las ocho de la mañana el cuerpo de Robles se balanceaba en la horca, y cuatro horas después Diego Centeno -aunque había sacado dos heridas en el combate- tomaba una de las varas del palio en la procesión del Santísimo.

Algunos dirán que en aquellos tiempos, en que tigres y lobos se devoraban sin piedad, no era difícil pronosticarle a un hombre de guerra que acabaría desastrosamente; pues tal fue el fin de dos tercios por lo menos de los conquistadores. Pero lo que verdaderamente maravilla es la muerte del capitán Gaspar Mejía.

Pocos minutos después de ajusticiado Vela Núñez, dirigíase don Gaspar   —192→   a palacio, cuando al pasar bajo los balcones de Ribera el Viejo, encabritose el caballo y arrojó al descuidado jinete contra la esquina.

Cuando acudieron a levantarlo estaba muerto.

Desde entonces se colocó la cruz a que nos hemos referido y que algún arquitecto o albañil de este siglo progresista y enemigo de antiguallas, ignorando la historia que con ella se relaciona, hizo desaparecer. Bien se conoce que no estamos en 1631, año en que, según lo relata Calancha, la Inquisición de Lima penitenció a Sebastián Bogado por el delito de haber quitado varias cruces en la calle de Malambo.






ArribaAbajoEl alma de Tuturuto


I

Por los años de 1560 era Guayaquil, aunque fundada en 1536, una de las más florecientes ciudades de la costa del Pacífico. La actividad de su comercio, su riqueza agrícola y más que todo las comodidades de su varadero para el reparo y calafateo de las naves, auguraban a Guayaquil un porvenir que hoy sería envidiable si los caudales que obtiene, merced a su situación geográfica y demás condiciones, no sirvieran para dar de comer al resto de la república.

Guayaquil, con la única aduana productiva del Ecuador, es la gran arteria que alimenta la vida de la nación. Así se comprende que alguna vez hayan pretendido los guayaquileños llamarse a dueños de casa y hacer de su capa un sayo.

Los habitantes, en medio de esa indolencia inherente a los moradores de regiones cálidas, no carecen de vigor físico. La inteligencia de los hombres es generalmente menos clara que la del bello sexo. No es esto decir que no haya sido cuna de grandes talentos, como el poeta Olmedo, don Pedro Carbo, don Vicente Piedrahita y muy pocos más. Ellos son valientes en el campo de batalla; pero sus andaluzadas para contar proezas han dañado su fama de bravos.

No busquéis en Guayaquil segundas ni terceras lanzas; perderíais lastimosamente vuestro tiempo. Allí no hay sino primeras lanzas. Todos son Otamendi o Camacaro, dos guapos de la época de la independencia que contaban con mucho aplomo que de una lanzada traspasaban, como San Jorge, al mismo Lucifer.

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La guayaquileña tiene la belleza del diablo; cuerpo gentil, ojos animadísimos, expresión graciosa, no poco arte y vivísima fantasía. En ella hay mucho de la mujer de Oriente. Pasa las horas muertas reclinada con molicie en la hamaca, con un libro y un abanico en las manos y dejando adivinar voluptuosas y esculturales formas por entre los pliegues de la ligera gasa de su traje.

Ama las flores más que una holandesa; pero por pereza jamás cultiva un jardín. Nadie como ella tiene cierta coquetería instintiva para prender una flor en el peinado. Olvidaba decir que el jazmín del Cabo es allí el complemento de la mujer. No concibo la una sin la otra.

La guayaquileña aborrece las medianías. Ama los buenos versos y la buena música. Byron y Bellini habrían hallado en Guayaquil su paraíso. Sobre todo, es abnegada y odia la prosa de los números. Para ella las matemáticas maldita la falta que hacen sobre la tierra, y se apasiona por todo lo romancesco. Sencilla a veces como un idilio y soñadora otras como un lieder de los poetas alemanes, sabe siempre revestir de idealismo sus impresiones.

Precisamente lo poético de su organización la hace creer en todo lo maravilloso y sobrenatural, como el espiritismo o las mesitas parlantes. Una guayaquileña os contará cuentos de hadas y duendes, y os hablará con seductor misticismo de milagros y de almas en pena, todo con tan animados colores como si estuviera leyéndoos un libro de Ana Radcliffe.

Perdónenme si mi prosaica pluma va a despoetizar una tradición popular del Guayas.




II

Tuturuto, como más tarde Pancho el Negro, era por los tiempos a que nos hemos referido el terror de todos los que en balsas o canoas se aventuraban, entrada la noche, a cruzar el río de la Puná a Guayaquil.

La navegación del Guayas no está exenta de peligros; y en esa época, más temible que el de los caimanes cebados y alimañas ponzoñosas era el de un encuentro con Tuturuto.

Cuando los balseros creían haber escapado, se les aparecía, saliendo de un estero, el bote pirata de Tuturuto que, como un fantástico Neptuno, iba de pie junto al timón, mientras seis vigorosos remeros hacían deslizarse rápidamente la embarcación sobre la superficie del agua. Abordaban las balsas o canoas sin proferir un grito, robaban lo más valioso del cargamento, y cuando, lo que pocas veces aconteció, les oponían resistencia, mandaba Tuturuto arrojar al río a los vencidos con una piedra en los pies para que sirvieran de manjar a los caimanes.

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Tuturuto tenía pretensiones de sultán. Si en la embarcación sorprendida encontraba mujeres jóvenes las hacía prisioneras, llevándolas al monte, donde las conservaba, haciendo las delicias de su serrallo, hasta que nuevas cautivas venían a reemplazarlas. Entonces las daba libertad o las cedía a los hombres de su banda.

En vano la autoridad dispuso batidas en el monte y armó celadas en el río. Tuturuto era zorro que burlaba todas las trampas.

Pero tanto va el cántaro a la fuente, hasta que sale sin asa. Una de las cautivas de Tuturuto, con humos de sultana favorita, le clavó un día tan soberbia puñalada en el corazón que lo dejó difunto, y la banda, sin jefe que la dominase, se dispersó por el monte. ¡Cuán cierto es que lo que no alcanzan barbas lo consiguen faldas!

Creo que la noticia se celebró en Guayaquil con corrida de toros y Tedeum.

Poco tiempo después levantose el rumor de que en las noches más lóbregas y lluviosas, el alma de Tuturuto pasaba frente a la ciudad en una balsa iluminada, y las viejas le rezaron al bandido y aun le pagaron novenario de misas.

Si vivo había sido el terror de los balseros, muerto se convirtió en pesadilla de la gente crédula y en coco de los chiquillos, a quienes las madres repetían: «Si no callas, angelito, llamo a Tuturuto».

Lo particular es que realmente se vio la balsa iluminada y que aun en nuestros días se la ve. La ciencia ha venido a explicar el fenómeno sencillísimo y frecuente en nuestras montañas.

En la estación de lluvias y de creciente para los ríos, arrastran éstos grandes troncos y aun árboles seculares que en las tinieblas toman apariencia de balsas, sobre cuyas ramas navegan millares de cocuyos y demás moscas e insectillos luminosos.

Y el que busque más explicación que la pida al ilustre Raimondi, al estudioso Barranca u otro naturalista.

Nada hay, pues, de forzado en que los primeros pobladores de Guayaquil, poco entendidos en la materia, creyeran como artículo de fe que el alma de Tuturuto peregrinaba por la ría.