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ArribaAbajo La conspiración de la saya y manto

Ilustración


I

Mucho me he chamuscado las pestañas al calor del lamparín, buscando en antiguos infolios el origen de aquel tan gracioso como original disfraz llamado saya y manto. Desgraciadamente mis desvelos fueron tiempo perdido, y se halla en pie la curiosidad que aún me aqueja. Más fácil fue para Colón el descubrimiento de la América que para mí el saber a punto fijo en qué año se estrenó la primera saya. Tengo que resignarme, pues, con que tal noticia quede perdida en la noche de los tiempos. «Ni el trigo es mío ni es mía la cibera; conque así, muela el que quiera».

Lo que sí sé de buena tinta es que por los años de 1561, el conde de Nieva, cuarto virrey del Perú y fundador de Chancay, dictó ciertas ordenanzas relativas a la capa de los varones y al manto de las muchachas, y que por su pecaminosa afición a las sayas, un marido intransigente le cortó un sayo tan ajustado que lo envió a la sepultura.

Por supuesto que para las limeñas de hoy, aquel traje, que fue exclusivo de Lima, no pasa de ser un adefesio. Lo mismo dirán las que   —196→   vengan después por ciertas modas de París y por los postizos que ahora privan.

Nuestras abuelas, que eran más risueñas que las cosquillas, supieron hacer de la vida un carnaval constante. Las antiguas limeñas parecían fundidas en un mismo molde. Todas ellas eran de talle esbelto, brazo regordete y con hoyuelo, cintura de avispa, pie chiquirritico y ojos negros, rasgados, habladores como un libro y que despedían más chispas que volcán en erupción. Y luego una mano, ¡qué mano, Santo Cristo de Puruchuco!


   Digo que no eran dedos
      los de esa mano,
sino que eran claveles
      de a cinco en ramo.



Ítem, lucían protuberancias tan irresistibles y apetitosas que, a cumplir todo lo que ellas prometían, tengo para mí que las huríes de Mahoma no servirían para descalzarlas el zapato.

Ya estuviese en boga la saya de canutillo, la encarrajada, la de vuelo, la pilitrica o la filipense, tan pronto como una hija de Eva se plantaba el disfraz no la reconocía en la calle, no diré yo el marido más celoso, que achaque de marido es la cortedad de vista, pero ni el mismo padre que la engendró.

Con saya y manto una limeña se parecía a otra, como dos gotas de rocío o como dos violetas, y déjome de frasear y pongo punto, que no sé hasta dónde me llevarían las comparaciones poéticas.

Y luego, que la pícara saya y manto tenía la oculta virtud de avivar el ingenio de las hembras, y ya habría para llenar un tomo con las travesuras y agudezas que de ellas se relatan.

Pero como si una saya decente no fuera de suyo bastante para dar quebradero de cabeza al mismísimo Satanás, de repente salió la moda de la saya de tiritas, disfraz usado por las bellas y aristocráticas limeñas para concurrir al paseo de la Alameda el jueves de la Asunción, el día de San Jerónimo y otros dos que no consignan mis apuntes. La Alameda ofrecía en ocasiones tales el aspecto de una reunión de rotosas y mendigas; pero así como el refrán reza que tras una mala capa se esconde un buen bebedor, así los galanes de esos tiempos, sabuesos de fino olfato, sabían que la saya de más tiritas y el manto más remendado encubrían siempre una chica como un lucero.

No fue el malaventurado conde de Nieva el único gobernante que dictó ordenanzas contra las tapadas. Otros virreyes, entre ellos el conde de Chinchón, el marqués de Malagón y el beato conde de Lemos, no desdeñaron   —197→   imitarlo. Demás está decir que las limeñas sostuvieron con bizarría el honor del pabellón, y que siempre fueron derrotados los virreyes; que para esto de legislar sobre cosas femeninas se requiere más ñeque que para asaltar una barricada. Es verdad también que nosotros los del sexo feo, por debajito y a lo somorgujo, dábamos ayuda y brazo fuerte a las limeñas, alentándolas para que hicieran papillotas y cucuruchos del papel en que se imprimían los calamitosos bandos.




II

Pero una vez estuvo la saya y manto en amargos pindingues. Iba a morir de muerte violenta; como quien dice, de apoplejía fulminante.

Tales rabudos oirían los frailes en el confesonario y tan mayúsculos pretextos de pecadero darían sayas y mantos, que en uno de los concilios limenses, presidido por Santo Toribio, se presentó la proposición de que toda hija de Eva que fuese al templo o a procesiones con el tentador disfraz, incurriera ipso facto en excomunión mayor Anathema sit, y... ¡fastidiarse, hijitas!

Aunque la cosa pasó en sesión secreta, precisamente esta circunstancia bastó para que se hiciera más pública que noticia esparcida con timbales y a voz de pregonero. Las limeñas supieron, pues, al instante y con puntos y comas todos los incidentes de la sesión.

Lo principal fue que varios prelados habían echado furibundas catilinarias contra la saya y manto, cuya defensa tomó únicamente el obispo don Sebastián de Lartahun, que fue en ese Concilio lo que llaman los canonistas el abogado del diablo.

Es de fórmula encomendar a un teólogo que haga objeciones al Concilio hasta sobre puntos de dogma, o lo que es lo mismo, que defienda la causa del diablo, siéndole lícito recurrir a todo linaje de sofismas.

Con tal defensor, que andaba siempre de punta con el arzobispo y su cabildo, la causa podía darse por perdida; pero, afortunadamente para las limeñas, la votación quedó para la asamblea inmediata.

¿Recuerdan ustedes el tiberio femenil que en nuestros republicanos tiempos se armó por la cuestión campanillas, y las escenas del Congreso siempre que se ha tratado de incrustar, como artículo constitucional, la tolerancia de cultos? Pues esas zalagardas son hojarasca y buñuelo al lado del barullo que se armó en 1561.

Lo que nos prueba que desde que Lima es Lima, mis lindas paisanas han sido aficionadillas al bochinche.

¡Y que demonche! Lo rico es que siempre se han salido con la suya, y nos han puesto la ceniza en la frente a nosotros los muy bragazas.

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Las limeñas de aquel siglo no sabían hacer patitas de mosca (¡qué mucho, si no se les enseñaba a escribir por miedo de que se carteasen con el percunchante!) ni estampar su garabato en actas, como hogaño se estila. Nada de protestas, que protestar es abdicar, y de antiguo es que las protestas no sirven para maldita de Dios la cosa, ni aun para envolver ajonjolí. Pero sin necesidad de echar firmas, eran las picarillas lesnas para conspirar.

En veinticuatro horas se alborotó tanto el gallinero, que los varones, empezando por los formalotes oidores de la Real Audiencia y concluyendo por el último capigorrón, tuvieron que tomar cartas en el asunto. La anarquía doméstica amenazaba entronizarse. Las mujeres descuidaban el arreglo de la casa, el famulicio hacía gatadas, el puchero estaba soso, los chicos no encontraban madre que los envolviese y limpiara la moquita, los maridos iban con los calcetines rotos y la camisa más sucia que estropajo, y todo, en fin, andaba manga por hombro. El sexo débil no pensaba más que en conspirar.

Calculen ustedes si tendría bemoles la jarana, cuando a la cabeza del bochinche se puso nada menos que la bellísima doña Teresa, el ojito derecho, la mimada consorte del virrey don García de Mendoza.

Empeños van e influencias vienen, intrigas valen y conveniencias surgen, ello es que el prudente y sagaz Santo Toribio aplazó la cuestión, conviniendo en dejarla para el último de los asuntos señalados a las tareas del Concilio.

¡Cuando yo digo que las mujeres son capaces de sacar polvo debajo del agua y de contarle los pelos al diablo!

Cuestión aplazada, cuestión ganada -pensaron las limeñas-, y cantaron victoria, y el orden volvió al hogar.

A mí se me ocurre creer que las faldas se dieron desde ese momento a conspirar contra la existencia del Concilio; y no es tan antojadiza ni aventurada esta opinión mía, porque atando cabos y compulsando fechas, veo que algunos días después del aplazamiento los obispos de Quito y del Cuzco hallaron pretexto para un tole-tole de los diablos, y el Concilio se disolvió poco menos que a farolazos. Alguna vez había de salir con lucimiento el abogado del diablo.

¡No que nones!

Métanse ustedes con ellas y verán dónde les da el agua.




III

Después de 1850, el afrancesamiento ha sido más eficaz que bandos de virreyes y ordenanzas de la Iglesia para enterrar la saya y manto.

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¿Resucitará algún día? Demos por respuesta la callada o esta frase nada comprometedora:

-Puede que sí, puede que no.

Pero lo que no resucitará como Lázaro es la festiva cháchara, la espiritual agudeza, la sal criolla, en fin, de la tapada limeña.

Ilustración





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ArribaAbajo Hermosa entre las hermosas

(A Ricardo Rosell)

Dice usted, amigo mío, que con cuatro paliques, dos mentiras y una verdad hilvano una tradición. Pues si en esta que le dedico hay algo que peque contra el octavo mandamiento, culpa será del cronista agustino que apunta el suceso, y no de su veraz amigo y tocayo.


I

Gran persona es en la historia de la conquista del Perú Diego Maldonado. Compañero de don Francisco Pizarro en la zinguizarra de Cajamarca, tocole del rescate del inca Atahualpa la puchuela de siete mil setecientas setenta onzas de oro y trescientos setenta y dos marcos de plata; y fue tal su comezón de atesorar y tan propicia fuele la suerte, que cuando se fundó Lima era conocido con el apodo de el Rico.

A ser más justiciera la historia debió cambiarle el mote y llamarlo el Afortunado; que fortuna, y no poca, fue para él librar varias veces de morir a manos del verdugo, albur que merecido se tenía por sus desaguisados y vilezas. No hubo pelotera civil en la que no batiese el cobre, principiando siempre por azuzador de la revuelta para luego terminar sirviendo al rey. Dios lo tenga entre santos; pero mucho, mucho gallo fue su merced don Diego Maldonado el Rico.

El aprieto mayúsculo en que se vio este conquistador fue cuando el famoso Francisco de Carvajal, que entre chiste y chiste ahorcaba gente que era un primor, quiso medirle con una cuerda la anchura del pescuezo. Carvajal, que ahorcó al padre Pantaleón con el breviario al cuello, sólo porque en el bendito libro había escrito con lápiz estas palabras: «Gonzalo es tirano», tenía capricho en dar pasaporte para el mundo de donde no se vuelve al revoltoso y acaudalado don Diego. Pero el poeta lo dijo:


«Poderoso caballero
es don dinero»;



y Maldonado compró sin regatear algunos años más de perrerías. Un día de éstos me echaré a averiguar cuál fue su fin; que tengo para mí debió ser desastroso y digno de la ruindad de su vida.

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Cuando, afianzada ya la conquista, se vieron los camaradas del marqués convertidos de aventureros en señores de horca, cuchillo, pendón y caldera, que no otra cosa fueron por más dibujos con que la historia se empeñe en dorarnos la píldora, hizo don Diego venir de España a un su sobrino, llamado don Juan de Maldonado y Buendía, el cual, si bien heredó una parte de las cuantiosas riquezas del tío, no heredó su felonía, pues sirvió siempre con lealtad las banderas de Carlos V y Felipe II.

Precisamente cuando la rebeldía del entendido, popular y generoso don Francisco Hernández Girón, que en tan serio conflicto puso a la Real Audiencia de Lima, era ya don Juan de Maldonado y Buendía capitán de crédito en las tropas reales, y a él se debió en mucho el vencimiento de aquel tan valiente como infortunado caudillo.

Pacificado el país, retirose don Juan a cuarteles de invierno. En el Cuzco estaba su casa solariega, y en el valle de Paucartambo poseía una valiosa hacienda.




II

Tras de las luchas de Marte vienen las de Venus. Ésta es verdad rancia, y a nadie pasmará la novedad de la noticia.

El gallardo capitán no podía dejar (¡otra verdad como el puño!) de rendir vasallaje a Cupido, y enamorose hasta las uñas de una paucartambina.

Le alabo el gusto, porque la muchacha no era bocado para ningún sopatintas enclenque, sino para un mozo de mucho ñeque y muy echado para atrás, como Buendía.

Imasumac o «Hermosa entre las hermosas» (que así traduce Calandra esta palabra indígena) era una preciosa joven por cuyas venas corría la sangre de los Incas. Princesa o ñusta nada menos.

Imagínate, lector, su belleza y adórnala con los detalles que a tu fantasía cuadren; que yo, francamente, me declaro lego en esto de hacer retratos. Dala, si quieres, dientes de marfil, mejillas de grana, blancura marmórea, labios de rubí, ojos de azabache, zafiro o esmeralda, cabellos de oro, y añade las demás piedras e ingredientes de estilo para hacer un retrato, que hable por lo parecido lo mismo que un guardacantón.

Yo no me meto en esas honduras, y me conformo con decir que la chica era linda como un rayo de luna, que no a humo de pajas había de llamarla el historiador Hermosa entre las hermosas, como quien dice, el sulfato, la quinta esencia de todo lo remonono que Dios crió.

La joven princesa no fue indiferente al cariño del galán español, y todas las tardes al ponerse el sol iba a la campiña a esperar a su amante.

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Maldonado echábase al hombro el mosquete o arcabuz, y cazando palomas torcaces, de que hay abundancia en el valle, hacía diariamente la legua de camino que lo separaba de su hacienda al sitio de la amorosa entrevista.

Si quieren ustedes formarse cabal idea de los transportes de esos felices amantes, lean la primera égloga o idilio pastoril que les caiga a mano. En seguida bébanse un vaso de agua para que no empalague el almíbar.

Aquellos amores eran un cielo sin nubes. Pero ¡cuán cierto es que del bien al mal no hay el canto de un real!

Una tarde acudía el capitán, afanoso, como siempre, a la deliciosa cita, cuando al salir de un bosquecillo para entrar en el llano, oyó un grito que vino a repercutir en su corazón.

Aquel grito era lanzado por Imasumac.

Un tigre perseguía a la linda princesa, que corría desalada.

Maldonado estaba a doscientos pasos de distancia, y le era físicamente imposible llegar a tiempo para luchar brazo a brazo con la fiera.

Hizo fuego y la bala pasó sin tocar al tigre.

Cargó nuevamente el arma y apuntó en el momento mismo en que el irritado animal hacía presa en la joven. No había salvación para la infeliz.

Entonces el español vaciló por un segundo, y se sintió morir; pero, haciendo un esfuerzo supremo; descargó el arma.

Era preciso hacer menos cruel y dolorosa la agonía de su amada.

Cuando Maldonado llegó al llano, el tigre se revolcaba moribundo, pero sin desprenderse de su presa.

La bala del capitán había atravesado también el corazón de la princesa.

Y aquella alma de bronce que no se había conmovido ante un cataclismo universal, aquel hombre curtido en los peligros, sintió desprenderse de sus ojos una lágrima, la primera que el dolor le había arrancado en su vida, y se alejó murmurando con la sublime resignación de los fatalistas:

-¡Estaba escrito! ¡Dios lo ha querido!




III

Una semana después tomaba el hábito de religioso agustino, en el convento del Cuzco, el capitán don Juan de Maldonado y Buendía.

Catequizó muchos infieles, merced a su profundo conocimiento de las lenguas quichua y aimará, alcanzó a desempeñar las primeras dignidades de su orden y murió en olor de santidad por los años de 1583.





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ArribaAbajoEl verdugo real del Cuzco


I

Había en Sevilla por los años de 1511 dos jóvenes hidalgos, amigos de uña y carne, gallardos, ricos y calaveras.

El mayor de ellos llamábase don Carlos, y abusando de la intimidad y confianza que le acordaba su amigo don Rafael, sedujo a la hermana de éste. ¡Pecadillos de la mocedad!

Pero como sobre la tierra no hay misterio que no se trasluzca, y a la postre y con puntos y comas se sabe todo, hasta lo de la callejuela, adquirió don Rafael certidumbre de su afrenta, y juró por las once mil y por los innumerables de Zaragoza lavar con sangre el agravio. Echose a buscar al seductor; pero éste, al primer barrunto que tuvo de haberse descubierto el gatuperio, desapareció de Sevilla sin que alma viviente pudiera dar razón de su paradero.

Al fin y después de meses de andar tomando lenguas, supo el ultrajado hermano, por informes de un oficial de la Casa de Contratación, que don Carlos había pasado a Indias, escondiendo su nombre verdadero bajo el de Antonio de Nobles.

Don Rafael realizó inmediatamente su ya mermada hacienda, encerró en el convento a la desventurada hermana, y por el primer galeón que zarpó de Cádiz para el Callao vínose al Perú en busca de venganza y desagravio.




II

La víspera de Corpus del año de 1545 un gentil mancebo de ventiocho años presentose, a seis leguas de distancia del Cuzco, al capitán Diego Centeno y pidiole plaza de soldado. Simpático y de marcial aspecto era el mozo, y el capitán, que andaba escaso de gente (pues, según cuenta Garcilaso, sólo había podido reunir cuarenta y ocho hombres para la arriesgada empresa que iba a acometer), lo aceptó de buen grado, destinándolo cerca de su persona.

Antonio de Robles, favorito de Gonzalo Pizarro, estaba encargado de la defensa del Cuzco, y contaba con una guarnición de trescientos soldados bien provistos de picas y arcabuces. Pero la estrella del muy magnífico gobernador del Perú comenzaba a menguar, y el espíritu de defección   —204→   se apoderaba de sus partidarios. En la imperial ciudad érale ya hostil el vecindario, que emprendía un trabajo de mina sobre la lealtad de la guarnición.

Centeno, fiando más en la traición que en el esfuerzo de los suyos, pasada ya la media noche, atacó con sus cuarenta y ocho hombres a los trescientos de Robles que, formados en escuadrón, ocupaban la plaza Mayor. Al estruendo de la arcabucería salieron los vecinos en favor de los que atacaban, y pocos minutos después la misma guarnición gritaba: «¡Centeno, y viva el rey!».

La bandera de Centeno lucía, además de las armas reales, este mote en letras de oro:


   «Aunque mucho se combata,
al fin se defiende e mata».



A los primeros disparos, Pedro de Maldonado (a quien se conocía con el sobrenombre del Gigante, por ser el hombre más corpulento que hasta entonces se viera en el Perú) guardose en el pecho el libro de Horas en que estaba rezando, y armado de una pica, salió a tomar parte en el bochinche. Densa era la obscuridad, y el Gigante, sin distinguir amigo de enemigo, se lanzó sobre el primer bulto que al alcance de la pica le vino. Encontrose con Diego Centeno, y como Pedro de Maldonado más que por el rey se batía por el gusto de batirse, arremetió sobre el caudillo con tanta bravura que, aunque ligeramente, lo hirió en la mano izquierda y en el muslo, y tal vez habría dado cuenta de él si el recién alistado en aquel día no disparara su arcabuz, con tan buen acierto que vino al suelo el Gigante.

En este asalto o combate hubo mucho ruido y poca sangre; pues no corrió otra que la de Centeno; que, como hemos dicho, la guarnición apenas si aparentó resistencia Ni aun Maldonado el Gigante sacó rasguño; porque la pelota del arcabuz dio en el libro de Horas, atravesando el forro de pergamino y cuarenta páginas, suceso que se calificó de milagro patente y dio mucho que hablar a la gente devota.

Después de tan fácil victoria, que fue como el gazpacho del tío Damián, mucho caldo y poco pan, llamó Centeno al soldado que le librara la vida y díjole:

-¿Cómo te llamas, valiente?

-Nombre tuve en España; pero en Indias llámanme Juan Enríquez, para servir a vueseñoría.

-Hacerte merced quiero, que de agradecido precio. Dime, ¿te convendría un alferazgo?

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-Perdone vueseñoría, no pico tan alto.

-¿Qué quieres ser entonces, muchacho?

-Quiero ser verdugo real -contestó el soldado con voz sombría.

Diego Centeno y los que con él estaban se estremecieron.

-Pues, Juan Enríquez -contestó el capitán después de breve pausa-, verdugo real te nombro y harás justicia en el Cuzco.

Y pocas horas después empezaba Juan Enríquez a ejercer las funciones de su nuevo empleo, cortando con mucho desembarazo la cabeza del capitán don Antonio de Robles.




III

De apuesto talle y de hermoso rostro, habría sido Juan Enríquez lo que se llama un buen mozo, a no inspirar desapego el acerado sarcasmo de sus palabras y la sonrisa glacial e irónica que vagaba por sus labios.

Era uno de esos seres sin ventura que viven con el corazón despedazado y que, dudando de todo, llegan a alimentar sólo desdén por la humanidad y por la vida.

Satisfecha ya su venganza en Antonio de Robles, el pérfido seductor de su hermana, pensó Juan Enríquez que no había rehabilitación para quien pretendió el cargo de ejecutor de la justicia humana.

El verdugo no encuentra corazones que le amen ni manos que estrechen las suyas. El verdugo inspira asco y terror. Lleva en sí algo del cementerio. Es menos que un cadáver que paseara por la tierra, porque en los muertos hay siquiera un no sé qué de santidad.

Fue Juan Enríquez quien ajustició a Gonzalo Pizarro, a Francisco de Carvajal y a los demás capitanes vencidos en Sexahuamán; y pues viene a cuento, refiramos lo que pasó entre él y aquellos dos desdichados.

Al poner la venda sobre los ojos de Gonzalo, éste le dijo:

-No es menester. Déjala, que estoy acostumbrado a ver la muerte de cerca.

-Complazco a vueseñoría -le contestó el verdugo-, que yo siempre gusté de la gente brava.

Y a tiempo que desenvainaba el alfanje; le dijo Pizarro:

-Haz bien tu oficio, hermano Juan.

-Yo se lo prometo a vueseñoría -contestó Enríquez.

«Y diciendo esto -añade Garcilaso-, con la mano izquierda le alzó la barba que la tenía crecida de un palmo, según era la moda, y de revés le cortó la cabeza con tanta facilidad como si fuera una hoja de lechuga, y se quedó con ella en la mano enseñándola a los circunstantes».

Cuentan que cuando fue a ajusticiar a Carvajal, éste le dijo:

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-Hermano Juan, pues somos del oficio, trátame como de sastre a sastre.

-Descuide vuesa merced y fíe en mi habilidad, que no he de darle causa de queja para cuando nos veamos en el otro mundo.

Fue Juan Enríquez quien, por orden del presidente La Gasca, le sacó la lengua por el colodrillo a Gonzalo de los Nidos el Maldiciente, y al ver lo trabajoso de la bárbara operación, exclamó:

-¡Pues había sido obra desarmar a un escorpión!

Es tradicional también que siempre que Juan Enríquez hacía justicia se quedaba gran rato contemplando con melancolía el cadáver; pero luego, como avergonzado de su debilidad, se dibujaba en su boca la fatídica sonrisa que le era habitual y se ponía a canturrear:


   «¡Ay abuelo! ¡Ay abuelo!
Sembrasteis alazor y nacionos anapelo».






IV

Al siguiente día de rebelado don Francisco Hernández Girón, Juan Enríquez, que era muy su amigo y partidario, se puso más borracho que un mosquito y salió por las calles del Cuzco cargado de cordeles, garrotes y alfanje, para ahorcar y cortar pescuezos de los que no siguiesen su bandera.

Derrotado el caudillo un año después, cayó Juan Enríquez en poder del general don Pablo de Meneses, junto con Alvarado y Cobos, principales tenientes de Girón, y diez capitanes más.

Meneses condenó a muerte a los doce, y volviéndose al verdugo le dijo:

-Juan Enríquez, pues sabéis bien el oficio, dad garrote a estos doce caballeros, vuestros amigos, que los señores oidores os lo pagarán.

El verdugo, comprendiendo la burla de estas palabras, le contestó:

-Holgárame de no ser pagado, que la paga ha de ser tal que, después que concluya con estos compañeros, venga yo a hacer cabal la docena del fraile. Aceituna comida, hueso fuera.

Y dirigiéndose a los sentenciados, añadió:

-¡Ea, señores, dejen vuesas mercedes hacer justicia, y confórtense con saber que mueren de mano de amigo!

Y habiendo Juan Enríquez dado término a la tarea, dos negros esclavos de Meneses finalizaron con el verdugo real del Cuzco, echándole al cuello un cordel con nudo escurridizo.





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ArribaAbajoLa fruta del cercado ajeno


[I]

Diga lo que quiera Garcilaso, el delicadísimo poeta toledano; pero tengo para mí que no anduvo muy moral ni en lo verdadero cuando escribió aquellos dos versos, que saben de coro hasta las monjas y los niños de la doctrina:


«Flérida, para mí dulce y sabrosa
más que la fruta del cercado ajeno».



Estos dos versecitos han hecho más víctimas que el cólera morbo; porque nosotros los pícaros hombres, a fuerza de oírlos repetir, nos imaginamos que ha de ser verdad evangélica aquello de que el bien ajeno es manjar apetitoso y del que podemos darnos un atracón sin necesidad de pagar bula. Y en consecuencia, nos echamos por esos trigos a cazar en vedado.

Y también es el caso que las faldas no nos van en zaga a nosotros los barbados, y discurren que, pues lo dijo Garcilaso, ello ha de ser verdad inconcusa, y que habiendo mediado bendición de cura, ya es una muchacha bocado de cardenal por el que hemos de pirrarnos como las moscas por la miel.

Dios supo lo que se hacía cuando, para castigar al poeta por los dos versos escandalosos que la mocedad le inspirara, permitió que lo matasen de una pedrada en el colodrillo, allá por los años de 1536 y cuando apenas frisaba el enamoradizo vate en la que se llama edad de Cristo. Téngalo Dios en la gloria celestial, que, en cuanto a la terrena, vivirá Garcilaso mientras la rica habla castellana tenga apasionados que por su pereza se interesen.

Volviendo a los consabidos versos, digo que la historia está poblada de cuentos en que a los golosos se les convirtió la fruta en rejalgar.

Sin ir muy lejos tuvimos en Lima a todo un virrey (el conde de Nieva) que pagó con la pelleja, en la calle de los Trapitos, su pecaminosa afición a quebrantar el noveno mandamiento, afición nacida en su alma con la lectura de la égloga de Garcilaso.

Por hoy he de contar el triste fin que, por llevarse de dulzainas y marrullerías de poeta, tuvo en el Cuzco un sujeto de más campanillas que el sábado de gloria.

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¡Nada! ¡Nada! Me ha venido en antojo desprestigiar al hermano Garcilaso. ¡Qué diantre! Vamos a ver si con la tradición moralizamos un poquito el mundo, que está como para cogido con guante y tenacilla.




II

Ante omnia, tengo el honor de presentar a ustedes al licenciado Benito Suárez de Carvajal, graduado en Salamanca, y a quien las limeñas sus contemporáneas llamaban el Buen mozo.

Ciertamente que el mote no era robado; pues merecíalo el galán por lo apuesto del talle, lo agraciado del rostro, lo donairoso de la palabra y lo provisto de la escarcela. Era buen mozo a las derechas, sin giba ni maca, y casi, casi me atrevería a aplicarle la redondilla:


    «Fortuna no vi ninguna
cual la de ese caballero,
porque lo hizo su ternero
la vaca de la fortuna».



si no me detuviera el escrúpulo de que su vida pública fue de lo más sucio que cabe, y siempre tuve por gran desventura que en la lotería de las almas se aposente una villana y predispuesta al mal en cuerpo gentil y simpático por su belleza.

Diré en compendio que por culpa y ruindad de él mató el virrey Blasco Núñez al factor Illán Suárez de Carvajal que, aunque hermano de Benito, era en cuanto a caballerosidad el reverso de la medalla.

Fue el licenciado quien más se distinguió en los ultrajes inferidos al cadáver del desventurado virrey, hasta el punto de mandar poner la cabeza en la picota, arrancarle pelos de la barba y hacer de ellos un plumerillo para su gorra.

Y por fin, siendo uno de los consejeros más íntimos de Gonzalo Pizarro, cuando vio que la causa de éste iba de capa caída, pasose al campo realista, disculpándose con que lo hacía porque Gonzalo le negó la mano de su sobrina doña Francisca.

Y a propósito de esta hija de Francisco Pizarro, parece que la tal fue en el Perú manzana muy codiciada y moza de mucho gancho; pues, por mi cuenta, pasan de cuatro los novios que tuvo, sujetos todos de lo más principal que hubimos entre los conquistadores, y que por ella se dieron de cintarazos dos de los pretendientes, aunque en puridad de verdad la sangre no llegó al río. Cierto es también que ella dejó a todos con un palmo de narices, porque a lo mejor del berrinche se largó a España en 1551 y se casó con su abuelo, que por tal podía pasar descansadamente su tío Hernando.

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Ya ven ustedes por estos ligeros apuntes que el licenciado Benito Suárez de Carvajal, con toda su gallardía y entrada de pueblo, no pasaba de ser un grandísimo pícaro, digno de balancearse en la horca, o de presidio por lo menos.




III

El presidente La Gasca premió la felonía del licenciado, confiriéndole el importante cargo de corregidor del Cuzco.

Tanto valía hacer al lobo despensero; porque con humos de autoridad y con la vara de la justicia en la mano, echose a retozar y hacer conquistas con tan cumplido éxito, que fortaleza que no se rendía al licenciado por ser buen mozo, ponía bandera de parlamento al corregidor por ser justicia.

Los honrados vecinos del Cuzco vivían escandalizados con las diarias aventuras amorosas de su señoría. No había mujer de regular palmito y pasaporte limpio libre de sus ataques; que para gallo sin traba, todo terreno es cancha.

Era nuestro protagonista del número de los que dicen que la mujer a los quince años es perla de rico oriente; a los veinte, coral primoroso; a los veinticinco, brillante pulimentado; a los treinta, nácar transparente; de los treinta y cinco a los cuarenta, espléndido mosaico; después, arcilla, y a los cincuenta... roca pelada.

Al fin, hallose con la horma de su zapato en una honradísima muchacha que lucía una carita de muy buen ver, recién casada con un bravo mozo andaluz, carpintero de oficio y que no aguantaba moros en la costa. «La gracia del peluquero -dice un refrán- está en sacar rizos de donde no hay pelo».

El corregidor hacía carocas y cucamonas a la chica siempre que la encontraba al paso, y una tarde hablola resueltamente. Ella creyó partirlo por el eje y darle calabazas rotundas con decirle:

-Vuestra señoría toque a otra puerta. Soy casada.

-¡Bah, bah, bah! ¿Me sales con cosas del otro jueves? Me han dicho que era manco el fraile que te casó. Déjate de gazmoñerías, muchacha, y espérame a media noche sin falta.


   «La madre que te parió
merecía parir veinte,
y que yo fuera diezmero
y me tocaras en suerte».



Tan grande era la fama de audaz y libertino que el corregidor se había conquistado, que la joven, viendo en peligro su virtud y la honra del   —210→   carpintero, se puso a temblar como azogada y a encomendarse a todos los santos del calendario.

Acertó a llegar el marido, casualidad que acontece sólo en mis tradiciones, y sorprendiendo la congoja y turbación de su costilla, inquirió la causa, y ella le contó todo de pe a pa.

-¡Cuerno de buey! -exclamó el cofrade de San José-. Me gusta la noticia como si me rayaran las tripas. ¡Hola, hola, señor golilla! ¿Conque vuesa merced quiere hacerme tal que me atasque para pasar por la puerta de la parroquia? ¡Con bueno se las ha el niño! No te atortoles, mujer, y déjalo que venga a media noche para que lleve su tantarantán.




IV

Habitaba el matrimonio dos cuartos con balconcillo distante seis varas del suelo.

Sonadas las doce, apareció por la esquina el corregidor, embozado en la capa y con el aire cauteloso de quien anda de aventura.

Detúvose bajo el balconcillo, y con la destreza de hombre acostumbrado a escalamientos lanzó sobre la barandilla una escala de cuerdas, y después de asegurarse de que los garfios habían prendido empezó la ascensión.

Había ya el galán alcanzado con las manos a la barandilla, cuando en el momento en que se preparaba a saltar sobre ella, asomó un bulto y en menos de un Dios te guarde le plantó dos soberbios martillazos en las manos.

El corregidor cayó desplomado desde quince pies de altura, y con desdicha tanta, que su cabeza chocó contra una gran piedra de la calle y quedó descalabrado.

Media hora después la ronda recogía el cadáver.

El carpintero se presentó a la justicia que, aunque anduvo con pies de plomo y dando tiempo al tiempo por ser el muerto empingorotada persona, terminó por dejarlo en libertad.

Ahora digan ustedes si hay o no peligro en querer tragarse un hueso cuando es estrecho el pescuezo, o lo que es lo mismo, si no se le tornaron acíbar y prosa vil al señor licenciado don Benito Suárez de Carvajal, corregidor del Cuzco por su majestad don Felipe II, los versos de Garcilaso:


«[...] dulce y sabrosa
más que la fruta del cercado ajeno».