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La gatita de Mari-Ramos que halaga con la cola y araña con las manos

Crónica de la época del trigésimo cuarto virrey del Perú

(A Carlos Toribio Robinet)

     Al principiar la Alameda de Acho y en la acera que forma espalda a la capilla de San Lorenzo, fabricada en 1834, existe una casa de ruinoso aspecto, la cual fue, por los años de 1788, teatro no de uno de esos cuentos de entredijes y babador, sino de un drama que la tradición se ha encargado de hacer llegar hasta nosotros con todos sus terribles detalles.



I

     Veinte abriles muy galanos; cutis de ese gracioso moreno aterciopelado que tanta fama dio a las limeñas, antes de que cundiese la maldita moda de adobarse el rostro con menjurjes, y de andar a la rebatiña y como albañil en pared con los polvos de rosa y arroz; ojos más negros que noche de trapisonda y velados por rizadas pestañas; boca incitante, como un azucarillo amerengado; cuerpo airoso, si los hubo, y un pie que daba pie para despertar en el prójimo tentación de besarlo; tal era, en el año de gracia de 1776, Benedicta Salazar.

     Sus padres al morir la dejaron sin casa ni canastilla y al abrigo de una tía entre bruja y celestina, como dijo Quevedo, y más gruñona que mastín piltrafero, la cual tomó a capricho casar a la sobrina con un su compadre, español que de a legua revelaba en cierto tufillo ser hijo de Cataluña, y que aindamáis tenía las manos callosas y la barba más crecida que deuda pública. Benedicta miraba al pretendiente con el mismo fastidio que a mosquito de trompetilla, y no atreviéndose a darle calabazas como melones, recurrió al manoseado expediente de hacerse archidevota, tener padre de espíritu, y decir que su aspiración era a monjío y no a casorio.

     El catalán, atento a los repulgos de la muchacha, murmuraba:

                                                         «Niña de los muchos novios,                                     
que con ninguno te casas;
si te guardas para un rey
cuatro tiene la baraja».

     De aquí surgían desazones entre sobrina y tía. La vieja la trataba de gazmoña y papahostias, y la chica rompía a llorar como una bendita de Dios, con lo que enfureciéndose más aquella megera, la gritaba: «¡Hipócrita! A mí no me engatuses con purisimitas. ¿A qué vienen esos lloriqueos? Eres como el perro de Juan Molleja, que antes que le caiga el palo ya se queja. ¿Conque monjío? Quien no te conozca que te compre, saquito de cucarachas. Cualquiera diría que no rompe plato, y es capaz de sacarle los ojos al verdugo Grano de Oro. ¿Si no conoceré yo las uvas de mi majuelo? ¿Conque te apestan las barbas? ¡Miren a la remilgada de Jurquillos, que llevaba los huevos para freírlos! ¡Pues has de ver toros y cañas como yo pille al alcance de mis uñas al barbilampiño que te baraja el juicio! ¡Miren, miren a la gatita de Mari-Ramos, que hacía ascos a los ratones y engullía los gusanos! ¡Malhaya la niña de la media almendra!

     Como estas peloteras eran pan cotidiano, las muchachas de la vecindad, envidiosas de la hermosura de Benedicta, dieron en bautizarla con el apodo de Gatita de Mari-Ramos; y pronto en la parroquia entera los mozalbetes y demás niños zangolotinos que la encontraban al paso, saliendo de misa mayor, la decían:

     -¡Qué modosita y qué linda que va la Gatita de Mari-Ramos!

     La verdad del cuento es que la tía no iba descaminada en sus barruntos. Un petrimetre, don Aquilino de Leuro, era el quebradero de cabeza de la sobrina; y ya fuese que ésta se exasperara de andar siempre al morro por un quítame allá esas pajas, o bien que su amor hubiese llegado a extremo de atropellar por todo respeto, dando al diablo el hato y el garabato, ello es que una noche sucedió... lo que tenía que suceder. La gatita de Mari-Ramos se escapó por el tejado, en amor y compañía de un gato pizpireto, que olía a almizcle y que tenía la mano suave.



II

     Demos tiempo al tiempo y no andemos con lilailas y recancanillas. Es decir, que mientras los amantes apuran la luna de miel para dar entrada a la de hiel, podemos echar, lector carísimo, el consabido parrafillo histórico.

     El Excmo. Sr. D. Teodoro de Croix, caballero de Croix, comendador de la muy distinguida orden teutónica en Alemania, capitán de guardias valonas y teniente general de los reales ejércitos, hizo su entrada en Lima el 6 de abril de 1784.

     Durante largos años había servido en México bajo las órdenes de su tío (el virrey marqués de Croix), y vuelto a España, Carlos III lo nombró su representante en estos reinos del Perú. «Fue su excelencia -dice un cronista- hombre de virtud eminente, y se distinguió mucho por su caridad, pues varias veces se quedó con la vela en la mano porque el candelero de plata había dado a los pobres, no teniendo moneda con que socorrerlos; frecuentaba sacramentos y era un verdadero cristiano».

     La administración del caballero de Croix, a quien llamaban el Flamenco, fue de gran beneficio para el país. El virreinato se dividió en siete intendencias, y éstas en distritos o subdelegaciones. Estableciéronse la Real Audiencia del Cuzco y el tribunal de Minería, repobláronse los valles de Vítor y Acobamba, y el ejemplar obispo Chávez de la Rosa fundó en Arequipa la famosa casa de huérfanos, que no pocos hombres ilustres ha dado después a la república.

     Por entonces llegó al Callao, consignado al conde de San Isidro, el primer navío de la Compañía de Filipinas; y para comprobar el gran desarrollo del comercio en los cinco años del gobierno de Croix, bastará consignar que la importación subió a cuarenta y dos millones de pesos y la exportación a treinta y seis.

     Las rentas del Estado alcanzaron a poco más de cuatro y medio millones, y los gastos no excedieron de esta cifra, viéndose por primera vez entre nosotros realizado el fenómeno del equilibrio en el presupuesto. Verdad es que, para lograrlo, recurrió el virrey al sistema de economías, disminuyendo empleados, cercenando sueldos, licenciando los batallones de Soria y Extremadura, y reduciendo su escolta a la tercera parte de la fuerza que mantuvieron sus predecesores desde Amat.

     La querella entre el marqués de Lara, intendente de Huamanga, y el Sr. López Sánchez, obispo de la diócesis, fue la piedra de escándalo de la época. Su ilustrísima, despojándose de la mansedumbre sacerdotal, dejó desbordar su bilis hasta el extremo de abofetear al escribano real que le notificaba una providencia. El juicio terminó, desairosamente para el iracundo prelado, por fallo del Consejo de Indias.

     Lorente en su Historia habla de un acontecimiento que tiene alguna semejanza con el proceso del falso nuncio de Portugal. «Un pobre gallego -dice-, que había venido en clase de soldado y ejercido después los pocos lucrativos oficios de mercachifle y corredor de muebles, cargado de familia, necesidades y años, se acordó que era hijo natural de un hermano del cardenal patriarca, presidente del Consejo de Castilla, y para explotar la necedad de los ricos, fingió recibir cartas del rey y de otros encumbrados personajes, las que hacía contestar por un religioso de la Merced. La superchería no podía ser más grosera, y sin embargo engañó con ella a varias personas. Descubierta la impostura y amenazado con el tormento, hubo de declararlo todo. Su farsa se consideró como crimen de Estado, y por circunstancias atenuantes salió condenado a diez años de presidio, enviándose para España, bajo partida de registro, a su cómplice el religioso».

     El sabio D. Hipólito Unanue que con el seudónimo de Aristeo escribió eruditos artículos en el famoso Mercurio peruano; el elocuente mercedario fray Cipriano Jerónimo Calatayud, que firmaba sus escritos en el mismo periódico con el nombre de Sofronio; el egregio médico Dávalos, tan ensalzado por la Universidad de Montpellier; el clérigo Rodríguez de Mendoza, llamado por su vasta ciencia el Bacón del Perú y que durante treinta años fue rector de San Carlos; el poeta andaluz Terralla y Landa, y otros hombres no menos esclarecidos formaban la tertulia de su excelencia, quien, a pesar de su ilustración y del prestigio de tan inteligente círculo, dictó severas órdenes para impedir que se introdujesen en el país las obras de los enciclopedistas.

     Este virrey, tan apasionado por el cáustico y libertino poeta de las adivinanzas, no pudo soportar que el religioso de San Agustín fray Juan Alcedo le llevase personalmente y recomendase la lectura de un manuscrito. Era éste una sátira, en medianos versos, sobre la conducta de los españoles en América. Su excelencia calificó la pretensión de desacato a su persona y el pobre hijo de Apolo fue desterrado a la metrópoli para escarmiento de frailes murmuradores y de poetas de aguachirle.

     El caballero de Croix se embarcó para España el 7 de abril de 1790, y murió en Madrid en 1791 a poco de su llegada a la patria.



III

                                                                                                                  -¿Hay huevos?
-A la otra esquina por ellos.
(Popular)

     Pues, señores, ya que he escrito el resumen de la historia administrativa del gobernante, no dejaré en el tintero, pues con su excelencia se relaciona, el origen de un juego que conocen todos los muchachos de Lima. Nada pondré de mi estuche, que hombre verídico es el compañero de La Broma(4) que me hizo el relato que van ustedes a leer.

     Es el caso que el Excmo. Sr. D. Teodoro de Croix tenía la costumbre de almorzar diariamente cuatro huevos frescos, pasados por agua caliente; y era sobre este punto tan delicado, que su mayordomo, Julián de Córdova y Soriano, estaba encargado de escoger y comprar él mismo los huevos todas las mañanas.

     Mas si el virrey era delicado, el mayordomo llevaba la cansera y la avaricia hasta el punto de regatear con los pulperos para economizar un piquillo en la compra; pero al mismo tiempo que esto intentaba había de escoger los huevos más grandes y más pesados, para cuyo examen llevaba un anillo y ponía además los huevos en la balanza. Si un huevo pasaba por el anillo o pesaba un adarme menos que otro, lo dejaba.

     Tanto llegó a fastidiar a los pulperos de la esquina del Arzobispo, esquina de Palacio, esquina de las Mantas y esquina de Judíos, que encontrándose éstos un día en Cabildo para elegir balanceador, recayó la conversación sobre el mayordomo D. Julián de Córdova y Soriano, y los susodichos pulperos acordaron no venderle más huevos.

     Al día siguiente al del acuerdo presentose D. Julián en una de las pulperías, y el mozo le dijo: «No hay huevos, señor D. Julián. Vaya su merced a la otra esquina por ellos».

     Recibió el mayordomo igual contestación en las cuatro esquinas, y tuvo que ir más lejos para hacer su compra. Al cabo de poco tiempo, los pulperos de ocho manzanas a la redonda de la plaza estaban fastidiados del cominero D. Julián y adoptaron el mismo acuerdo de sus cuatro camaradas.

     No faltó quien contara al virrey los trotes y apuros de su mayordomo para conseguir huevos frescos, y un día que estaba su excelencia de buen humor le dijo:

     -Julián, ¿en dónde compraste hoy los huevos?

     -En la esquina de San Andrés.

     -Pues mañana irás a la otra esquina por ellos.

     -Segurito, señor, y ha de llegar día en que tenga que ir a buscarlos a Jetafe.

     Contado el origen de infantil juego de los huevos, paréceme que puedo dejar en paz al virrey y seguir con la tradición.



IV

     Dice un refrán que la mula y la paciencia se fatigan si hay apuro, y lo mismo pensamos del amor. Benedicta y Aquilino se dieron tanta prisa que, medio año después de la escapatoria, hastiado el galán se despidió a la francesa, esto es, sin decir abur y ahí queda el queso para que se lo almuercen los ratones, y fue a dar con su humanidad en el Cerro de Pasco, mineral boyante a la sazón. Benedicta pasó días y semanas esperando la vuelta del humo o, lo que es lo mismo, la del ingrato que la dejaba más desnuda que cerrojo; hasta que, convencida de su desgracia, resolvió no volver al hogar de la tía, sino arrendar un entresuelo en la calle de la Alameda.

     En su nueva morada era por demás misteriosa la existencia de nuestra gatita. Vivía encerrada y evitando entrar en relaciones con la vecindad. Los domingos salía a misa de alba, compraba sus provisiones para la semana y no volvía a pisar la calle hasta el jueves, al anochecer, para entregar y recibir trabajo. Benedicta era costurera de la marquesa de Sotoflorido con sueldo de ocho pesos semanales.

     Pero por retraída que fuese la vida de Benedicta y por mucho que al salir rebujase el rostro entre los pliegues del manto, no debió la tapada parecerle costal de paja a un vecino del cuarto derecha, quien dio en la flor, siempre que la atisbaba, de dispararla a quemarropa un par de chicoleos, entremezclados con suspiros, capaces de sacar de quicio a una estatua de piedra berroqueña.

     Hay nombres que parecen una ironía, y uno de ellos era el del vecino Fortunato, que bien podía, en punto a femeniles conquistas, pasar por el más infortunado de los mortales. Tenía hormiguillo por todas las muchachas de la feligresía de San Lázaro, y así se desmorecían y ocupaban ellas de él como del gallo de la Pasión que, con arroz graneado, ají, mirasol y culantrillo, debió ser guiso de chuparse los dedos.

     Era el tal -no gallo de la Pasión, sino Fortunato- lo que se conoce por un pobre diablo, no mal empalillado y de buena cepa, como que pasaba por hijo natural del conde de Pozosdulces. Servía de amanuense en la escribanía mayor del gobierno, cuyo cargo de escribano mayor era desempañado entonces por el marqués de Salinas, quien pagaba a nuestro joven veinte duros al mes, le daba por ascua del Niño Dios un decente aguinaldo y se hacía de la vista gorda cuando era asunto de que el mocito agenciase lo que en tecnicismo burocrático se llama buscas legales.

     Forzoso es decir que Benedicta jamás paró mientes en los arrumacos del vecino, ni lo miró a hurtadillas y ni siquiera desplegó los labios para desahuciarlo, diciéndole. «Perdone, hermano, y toque a otra puerta, que lo que es en ésta no se da posada al peregrino».

     Mas una noche, al regresar la joven de hacer entrega de costuras, halló a Fortunato bajo el dintel de la casa, y antes de que éste la endilgase uno de sus habituales piropos, ella con voz dulce y argentina como una lluvia de perlas y que al amartelado mancebo debió parecerle música celestial, le dijo:

     -Buenas noches, vecino.

     El plumario, que era mozo muy gran socarrón y amigo de donaires, díjose para el cuello de su camisa: «Al fin ha arriado bandera esta prójima y quiere parlamentar. Decididamente tengo mucho aquel y mucho garabato para con las hembras, y a la que le guiño el ojo izquierdo, que es el del corazón, no le queda más recurso que darse por derrotada».

                                                       «Yo domino de todas la arrogancia,                                 
conmigo no hay Sagunto ni Numancia...».

     Y con airecillo de terne y de conquistador, siguió sin más circunloquios a la costurera hasta del entresuelo. La llave era dura, y el mocito, a fuer de cortés, no podía permitir que la niña se maltratase la mano. La gratitud por tan magno servicio exigía que Benedicta, entre ruborosa y complacida, murmurase un «Pase usted adelante, aunque la casa no es como para la persona».

     Suponemos que esto o cosa parecida sucedería, y que Fortunato no se dejó decir dos veces que le permitían entrar en la gloria, que tal es para todo enamorado una mano de conversación a solas con una chica como un piñón de almendra. Él estuvo apasionado y decidor:

                                                         «Las palabras amorosas                                     
son las cuentas de un collar,
en saliendo la primera
salen todas las demás».

     Ella, con palabritas cortadas y melindres, dio a entender que su corazón no era de cal y ladrillo; pero que como los hombres son tan pícaros y reveseros, había que dar largas y cobrar confianza, antes de aventurarse en un juego en que casi siempre todos los naipes se vuelven malillas. Él juró, por un calvario de cruces, no sólo amarla eternamente, sino las demás paparruchas que es de práctica jurar en casos tales, y para festejar la aventura añadió que en su cuarto tenía dos botellas del riquísimo moscatel que había venido de regalo para su excelencia el virrey. Y rápido como un cohete descendió y volvió a subir, armado de las susodichas limetas.

     Fortunato no daba la victoria por un ochavo menos. La familia que habitaba en el principal se encontraba en el campo, y no había que temer ni el pretexto del escándalo. Adán y Eva no estuvieron más solos en el paraíso cuando se concertaron para aquella jugarreta cuyas consecuencias, sin comerlo ni beberlo, está pagando la prole, y siglos van y siglos vienen sin que la deuda se finiquite. Por otra parte, el galán contaba con el refuerzo del moscatellillo, y como reza el refrán, «de menos hizo Dios a Cañete y lo deshizo de un puñete».

     Apuraba ya la segunda copa, buscando en ella bríos para emprender un ataque decisivo, cuando en el reloj del Puente empezaron a sonar las campanadas de las diez, y Benedicta con gran agitación y congoja exclamó:

     -¡Dios mío! ¡Estamos perdidos! Entre usted en este otro cuarto y suceda lo que sucediere, ni una palabra ni intente salir hasta que yo lo busque.

     Fortunato no se distinguía por la bravura, y de buena gana habría querido tocar de suela; pero sintiendo pasos en el patio, la carne se le volvió de gallina, y con la docilidad de un niño se dejó encerrar en la habitación contigua.



V

     Abramos un corto paréntesis para referir lo que había pasado pocas horas antes.

     A las siete de la noche, cruzando Benedicta por la esquina de Palacio, se encontró con Aquilino. Ella, lejos de reprocharle su conducta, le habló con cariño, y en gracia de la brevedad diremos que, como donde hubo fuego siempre quedan cenizas, el amante solicitó y obtuvo una cita para las diez de la noche.

     Benedicta sabía que el ingrato la había abandonado para casarse con la hija de un rico minero, y desde entonces juró en Dios y en su ánima vivir para la venganza. Al encontrarse aquella noche con Aquilino y acordarle una cita, la fecunda imaginación de la mujer trazó rápidamente su plan. Necesitaba un cómplice, se acordó del plumario, y he aquí el secreto de su repentina coquetería para con Fortunato.

     Ahora volvamos al entresuelo.



VI

     Entre los dos reconciliados amantes no hubo quejas ni recriminaciones, sino frases de amor. Ni una palabra sobre lo pasado, nada sobre la deslealtad del joven que nuevamente la engañaba, callándola que ya no era libre y prometiéndola no separarse más de ella. Benedicta fingió creerlo y lo embriagaba de caricias para mejor afianzar su venganza.

     Entretanto el moscatel desempeñaba una función terrible. Benedicta había echado un narcótico en la copa de su seductor. Aquí cabe el refrán: «más mató la cena que curó Avicena».

     Rendido Leuro al soporífico influjo, la joven lo ató con fuertes ligaduras a las columnas de su lecho, sacó un puñal, y esperó impasible durante una hora a que empezara a desvanecerse el poder del narcótico.

     A las doce mojó su pañuelo en vinagre, lo pasó por la frente del narcotizado, y entonces principió la horrible tragedia.

     Benedicta era tribunal y verdugo.

     Enrostró a Aquilino la villanía de su conducta, rechazó sus descargos y luego le dijo:

     -¡Estás sentenciado! Tienes un minuto para pensar en Dios.

     Y con mano segura hundió el acero en el corazón del hombre a quien tanto había amado...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

     El pobre amanuense temblaba como la hoja en el árbol. Había oído y visto todo por un agujero de la puerta.

     Benedicta, realizada su venganza, dio vuelta a la llave y lo sacó del encierro.

     -Si aspiras a mi amor -le dijo- empieza por ser mi cómplice. El premio lo tendrás cuando este cadáver haya desaparecido de aquí. La calle está desierta, la noche es lóbrega, el río corre en frente de la casa... Ven y ayúdame.

     Y para vencer toda vacilación en el ánimo del acobardado mancebo, aquella mujer, alma de demonio encarnada en la figura de un ángel, dio un salto como la pantera que se lanza sobre una presa y estampó un beso de fuego en los labios de Fortunato.

     La fascinación fue completa. Ese beso llevó a la sangre y a la conciencia del joven el contagio del crimen.

     Si hoy, con los faroles de gas y el crecido personal de agentes de policía, es empresa de guapos aventurarse después de las ocho de la noche por la Alameda de Acho, imagínese el lector lo que sería ese sitio en el siglo pasado y cuando sólo en 1776 se había establecido el alumbrado para las calles centrales de la ciudad.

     La obscuridad de aquella noche era espantosa. No parecía sino que la naturaleza tomaba su parte de complicidad en el crimen.

     Entreabriose el postigo de la casa y por él salió cautelosamente Fortunato, llevando al hombro, cosido en una manta, el cadáver de Aquilino. Benedicta lo seguía, y mientras con una mano lo ayudaba a sostener el peso, con la otra, armada de una aguja con hilo grueso, cosía la manta a la casaca del joven. La zozobra de éste y las tinieblas servían de auxiliares a un nuevo delito.

     Las dos sombras vivientes llegaron al pie del parapeto del río.

     Fortunato, con su fúnebre carga sobre los hombros, subió el tramo de adobes y se inclinó para arrojar el cadáver.

     ¡Horror!... El muerto arrastró en su caída al vivo.



VII

     Tres días después unos pescadores encontraron en las playas de Bocanegra el cuerpo del infortunado Fortunato. Su padre, el conde de Pozosdulces, y su jefe, el marqués de Salinas, recelando que el joven hubiera sido víctima de algún enemigo, hicieron aprehender a un individuo sobre el que recaían no sabemos qué sospechas de mala voluntad para con el difunto.

     Y corrían los meses y la causa iba con pies de plomo, y el pobre diablo se encontraba metido en un dédalo de acusaciones, y el fiscal veía pruebas clarísimas en donde todos hallaban el caos, y el juez vacilaba, para dar sentencia, entre horca y presidio.

     Pero la Providencia, que vela por los inocentes, tiene resortes misteriosos para hacer la luz sobre el crimen.

     Benedicta, moribunda y devorada por el remordimiento, reveló todo a un sacerdote, rogándole que para salvar al encarcelado hiciese pública su confesión; y he aquí cómo en la forma de proceso ha venido a caer bajo nuestra pluma de cronista la sombría leyenda de la Gatita de Mari-Ramos.



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Pancho Sales el verdugo

Crónica de la época del virrey-bailío

     -¡Cómo, señor cronista! ¿También tiene usted tela que cortar en el ejecutor de altas obras, como llaman los franceses al verdugo? -Sí, lectores míos. En un siglo en que Enrique Sansón ha escrito la historia de su familia, y con ella la de los señores de París desde 1684 hasta 1847, no sé por qué no ha de salir a la plaza la del último pobre diablo que ejerció entre nosotros tan sangriento oficio. Más feliz y adelantado en esto que la vieja Europa, el Perú abolió el cargo de verdugo titular con el postrer grano de pólvora quemado en el campo de Ayacucho.



I

     Al caer de la tarde del día 24 de enero del año 1795 recorrían las calles de Lima algunos jóvenes, pertenecientes a familias aristocráticas, precedidos de un esclavo vestido de librea. El traje de los jóvenes era casaca de terciopelo negro con botones de oro, sombrero de puntas, calzón corto, medias de seda, de las llamadas de privilegio, atadas con cintas de Guamanga, y zapato de hebilla con piedras finas. Así lucíanse bien torneadas pantorrillas, que hoy harían la desesperación de ciertos personajes, que pasarán al panteón de la historia por lo famoso en ellos de esa prenda corporal. Cruzaba el pecho de los jóvenes, sobre camisa de pechuguilla encarrujada, una banda de riquísima cinta de aguas, donde, bordada en letras de oro, se leía la palabra Caridad.

     El esclavo que acompañaba a cada socio de esa humanitaria cofradía iba con la cabeza descubierta, llevando en una mano una salvilla o fuente de plata, y en la otra una campanilla del mismo metal, que hacía sonar de rato en rato, pronunciando en clamoroso y pausado acento estas palabras: «¡Hagan bien para hacer bien por el alma de los que van a ajusticiar!».

     Y las encopetadas damas, a quienes caía en gracia más el aspecto del galán postulante que el motivo de la demanda, echaban un reluciente escudo de oro en el azafate, o por lo menos un peso duro, y la gentuza, por no desairar al niño que era el pedigüeño, depositaba también la ofrenda de un real o de una columnaria.

     La limosna que en oportunidad tal recogían los hermanos de Caridad se empleaba en alimentar opíparamente al reo durante las cuarenta y ocho horas de capilla, satisfacer sus antojos, hacerle un decente funeral y, si sobraba algún dinerillo, en misas y sufragios. Además, de esta limosna se entregaban a la víctima cuatro pesos, la que humildemente los pasaba a manos del verdugo como precio del cáñamo destinado a ponerle el pescuezo en condición de no usar otra corbata.

     El cargo de verdugo en Lima estaba miserablemente rentado; pues sus emolumentos se reducían a diez pesos al mes, valor del arrendamiento de un cajón de Ribera, cuyo número evitamos designar por no traer desazones y escrúpulos a su actual locatario y que, si pelecha, diga la murmuración que en la heredad del verdugo se encontró un pedazo de cuerda de ahorcado, receta infalible para hacer fortuna.

     Cinco eran los reos que en esa tarde se hallaban en capilla para ser ajusticiados al siguiente día. Cuatro de ellos eran zarcillos que la horca hacía tiempo reclamaba; pues tenían en la conciencia el fardo de algunas muertes, hechas con alevosía y en despoblado, amén de no pocos robos y otros crímenes de entidad. El quinto era un negro esclavo, mocetón de veinte años, zanquilargo y recio de lomos, fuerte como un roble y feo como el pecado mortal. Habiéndose insolentado un día con sus amos, éstos lo mandaron, por vía de corrección, al amasijo de la panadería de Santa Ana, cuyo mayordomo gozaba de neroniana reputación. Hacía trabajar a los infelices esclavos que por su cuenta caían, con grillete al pie, medio desnudos y descargándoles sobre las espaldas tan furibundos rebencazos que dejaban impresos en ellas anchos y sanguinolentos surcos.

     Cuando el insubordinado negro recibió el primer agasajo en las posaderas, se volvió hacia el mayordomo y le dijo: «No dé usted tan fuerte, D. Merejo, y ¡cuenta conmigo, que mi genio no es de los muy aguantadores!». Pero D. Hermenegildo, que así se llamaba el mayordomo, y que era hombre acostumbrado a despreciar amenazas, le duplicó la ración de látigo; y, sea por tirria o por congraciarse con los amos del negro, no dejaba pasar día sin arrimarle una felpa. Ya porque amasaba de prisa, ya porque era remolón, ello es que ni frío ni caliente contentaba a D. Merejo.

     Una noche llegó el esclavo a desesperarse, y en un abrir y cerrar de ojos, lanzándose sobre el mostrador donde lucía el cuchillo con que don Hermenegildo acostumbraba cortar hogazas, lo hundió hasta el mango en el pecho del mayordomo.

     D. Hermenegildo era español y de muchos compadrazgos en Lima. Su muerte fue muy sentida y extremada la indignación pública contra el asesino. Pancho Sales, que tal era el nombre de éste, no encontró valedores, y fue condenado a morir en la horca en compañía de los cuatro bandidos.

     A las siete de la noche la calle de la Pescadería estaba tan repleta de gente que, como se dice, no había donde echar un grano de trigo. Era la hora en que la comunidad de los padres dominicos, trayendo el estandarte de San Pedro Armengol, debía venir a la capilla de la cárcel de corte y cantar los credos a los sentenciados, quienes, según costumbre, tenían que oír el canto llano tendidos sobre unas bayetas negras. Para asistir a esa especie de funeral anticipado y contemplar de cerca a los desventurados reos, llovían los empeños a los oidores y cabildantes, y las más lindas muchachas eran las más afanosas por oír los fatídicos credos. Pero aquella noche se quedaron con los crespos hechos, y dadas las diez, tuvieron que retirarse de la capilla con el avinagrado gesto de quien va al teatro y se encuentra con que no hay función por enfermedad de la dama o del tenor.

     Los dominicos no se presentaron en la cárcel, y no faltó quien murmurase por lo bajo que esto era burlarse del respetable público.

     La verdad era que la ejecución se aplazaba porque acababa de morir Grano de Oro, importantísimo personaje cuyo fallecimiento bastaba para entorpecer la marcha de la justicia.

     -Pero, señor, ¿quién es Grano de Oro? ¡Yo exijo que me presente usted a Grano de Oro! ¡Yo quiero conocer a Grano de Oro! ¡Que me traigan a Grano de Oro! - Calma, lectores míos, que un cronista no es saco de nueces para vaciarse de golpe, y como quien toma aliento, conviene abrir aquí un paréntesis para borronear un par de carillas sobre historia.



II

     Bajo tristes auspicios entró en Lima el 25 de marzo de 1790 el excelentísimo Sr. bailío D. frey Francisco Gil de Taboada, Lemus y Villamarín, natural de Galicia, caballero gran cruz de la sagrada religión de San Juan, comendador del puente Orvigo, del Consejo de su majestad y teniente general de la real armada. El pueblo se hallaba dolorosamente impresionado porque en la noche del lunes 22 de marzo un horroroso incendio había destruido la iglesia parroquial de Santa Ana, cuya reedificación se terminó en los primeros años de este siglo.

     Humeantes aún los escombros del templo, mal podían los ánimos estar bien dispuestos para agasajar al nuevo virrey, que acababa de servir igual cargo en Nueva Granada.

     La administración del bailío Gil y Lemus, trigésimo quinto virrey, fue fecundísima en bienes para el Perú. El comercio prosperó infinito, pues en sus cinco años de mando la importación alcanzó a veintinueve millones y la exportación subió a treinta y dos millones.

     El vecindario de Lima envió a España en diversos donativos voluntarios (?) crecidas sumas para hacer la guerra a los terroristas de la república francesa, y los galeones llevaron para el real tesoro más de cinco millones de pesos.

     Gil y Lemus mandó practicar un escrupuloso censo de Lima, que dio por resultado contarse en el área que circundaban las murallas 52.627 habitantes distribuidos en 3.941 casas.

     Pero la mejor página del gobierno de este virrey la forma el entusiasta apoyo que prestó a las letras. En 1.º de octubre de 1792 salía a luz bajo el título de Diario erudito la primera hoja de este carácter que hemos tenido, y poco tiempo después se fundaba el famoso Mercurio peruano. En 1793 D. Hipólito Unanue, costeando el Estado la impresión, daba a la estampa la Guía de forasteros, que continuó en los años siguientes, libros llenos de curiosos datos, muy apreciados hoy por los que nos consagramos al estudio de los tiempos coloniales. El poeta de las adivinanzas, D. Esteban de Terralla y Landa, colaboraba activamente en el Diario de Lima; y el padre Diego Cisneros (que dio su nombre a la calle llamada hoy del padre Jerónimo), ilustradísimo sacerdote español, desterrado de Madrid por lo avanzado de sus ideas políticas, daba a conocer en un pequeño círculo de amigos íntimos las obras de los enciclopedistas. El padre jeronimita sembraba la semilla que un cuarto de siglo más tarde dio por fruto la República. Los padres Narciso Girval y Barceló y Manuel Sobreviela, evangélicos misioneros, enviaron al Mercurio peruano notables descripciones y mapas importantes de las montañas. En nuestra época son, estos trabajos consultados con avidez, siempre que se pone en el tapete alguna cuestión de límites.

     Llamado por Carlos IV, Gil y Lemus abandonó Lima el 2 de octubre de 1796, habiendo pocos meses antes entregado el mando a O'Higgins. Llegado a España, lo nombró el rey ministro de Estado, creemos que en el ramo de Marina, y murió en 1810, muy pesaroso por haber sido uno de los miembros de la regencia que contribuyó a que Napoleón dominase en la metrópoli.



III

     Grano de Oro era un negrito casi enano, regordete y patizambo, gran bebedor e insigne guitarrista. Habiendo en cierta ocasión sorprendido a su coima en flagrante gatuperio, cortó por lo sano, plantando a la hembra y al rival tan limpias puñaladas que no tuvieron tiempo para decir ni Jesús, que es bueno. La justicia lo puso entre la espada y la pared, obligándolo a escoger entre la horca y el empleo de verdugo, vacante a la sazón. Grano de Oro, que tenía mucha ley a su pescuezo, aceptó el empleo. Pero el pícaro no lo desempeñaba en conciencia, sino perramente; pues desde que se le anunciaba que había racimo que colgar y que fuese alistando los chismes del oficio, se entregaba a una crápula tan estupenda que, llegado el momento de ejercer sus altas funciones, no había sujeto, es decir, verdugo. Los pobres reos sufrían con él un prolongado ahorcamiento, una agonía espantosa. Grano de Oro carecía de destreza para hacer un buen nudo escurridizo y nunca daba con garbo y oportunidad la pescozada. La Audiencia vivía descontenta con él, y si no procuraba reemplazarlo era porque el destino nada tenía de prebenda codiciable.

     En la mañana del 23 de enero un alguacil avisó por superior encargo a Grano de Oro que el 25, a las once del día, tendría que apretar la nuez a cinco pájaros de cuenta. Nunca se las había visto más gordas en ocho años que contaba de verdugo, y lo extraordinario del caso lo comprometía a que fuese también extraordinaria la bebendurria. Y fuelo tanto que, como el buen artillero al pie del cañón, Grano de Oro cayó redondo y para más no levantarse al pie de una botija de guarapo.

     La repentina muerte del verdugo trajo gran agitación entre los golillas. No había quien quisiese reemplazarlo, y los reos llevaban trazas de pudrirse en la cárcel. Por fin, sus señorías resolvieron, como último expediente, ver si alguno de los condenados consentía en ajusticiar a sus compañeros y salvar la vida aceptando como titular el aperreado cargo.

     Por su parte, los cinco criminales, que tenían noticia de los atrenzos en que se hallaban los jueces, se juramentaron un día en misa, a tiempo que el sacerdote levantaba la sagrada Hostia, para rechazar la propuesta. «Así -pensaban- no encontrando la justicia sustituto para el difunto Grano de Oro y no pudiendo darse el gusto de verlos hacer zapatetas en el vacío, tendría que conmutarles la pena de muerte con la de presidio en Chagres o Valdivia. Lo que importa por el momento -se dijeron- es salvar el número uno; que en cuanto a la libertad, demos tiempo al tiempo y Dios proveerá».

     Al cabo un alcalde del crimen, acompañado de escribanos y corchetes, llegó a la prisión e hizo la propuesta a cuatro de los condenados, que contestaron como aquel enemigo del matrimonio a quien junto al cadalso le prometieron perdón, con tal de que se casase con una muchacha, y dijo al verdugo: «¡Arre, hermano, que renguea!». El muy bellaco era de paladar delicado. Los sentenciados respondieron rotundamente: «La disyuntiva es tal, señor alcalde, que preferimos la ene de palo».

     Desesperanzado el alcalde ante la negativa de los cuatro avezados criminales, más por llenar la fórmula que porque aguardase favorable acogida, dirigió la palabra al último de los reos, que era precisamente el iniciador de la idea de juramentarse en presencia de la Hostia consagrada. Pero hecha la pregunta, se le oyó con general sorpresa decir:

     -Compañeros: cada uno de ustedes debe tres muertes por lo menos y debía estar ahorcado tres veces. Yo sólo una vez he tenido mala mano, y esa miseria es pecado venial que se perdona con agua bendita. Como ustedes ven, el partido no es igual, y por lo tanto, acepto la propuesta.



IV

     Desde 1824 Pancho Sales quedó cesante; pues le fue retirada la pensión de diez pesos que recibía por el cajón de Ribera. Hasta su muerte, después de 1840, habitó una tienda con gran corral, inmediata a la conocida huerta de Presa en la parroquia de San Lázaro. Desde que los insurgentes, como llamó siempre a los patriotas, lo destituyeron de su elevado empleo, Pancho Sales ganaba la vida tejiendo cestos de caña y alquilando a las empresas de la plaza de Acho una jauría de perros bravos que hacían maravillas lidiando con los toros de Retes y Bujama. Todavía en la administración Salaverry, Pancho Sales, ya no como verdugo, sino por amor al arte, se prestaba a vendar los ojos a los que iban a ser fusilados.

     Pancho Sales murió leal a la causa española, y asegurando que a la, larga el rey nuestro amo había de reivindicar sus derechos y ponerles las peras a cuarto a los ingratos rebeldes. El pobre verdugo resollaba por la herida y aun diz que anduvo tomando lenguas para ver si podía entablar ante los tribunales querella de despojo. En los últimos años de su vida se apoderó de él remordimiento por el perjurio que había cometido para entrar en carrera, tomó por confesor a un religioso descalzo, vistió de jerga, y espichó tan devotamente como cumple a un buen cristiano.



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¡A la cárcel todo Cristo!

Crónica de la época del virrey inglés

I

     Por los años de 1752 recorría las calles de Lima un buhonero o mercachifle, hombre de mediana talla, grueso, de manos y facciones toscas, pelo rubio, color casi alabastrino y que representaba muy poco más de veinte años. Era irlandés, hijo de pobres labradores y, según su biógrafo Lavalle, pasó los primeros años de su vida conduciendo haces de leña para la cocina del castillo de Dungán, residencia de la condesa de Bective, hasta que un su tío, padre jesuita de un convento de Cádiz, lo llamó a su lado, lo educó medianamente, y viéndolo decidido por el comercio más que por el santo hábito, lo envió a América con una pacotilla.

     Ño Ambrosio el inglés, como llamaban las limeñas al mercachifle, convencido de que el comercio de cintas, agujas, blondas, dedales y otras chucherías no le producirían nunca para hacer caldo gordo, resolvió pasar a Chile, donde consiguió por la influencia de un médico irlandés muy relacionado en Santiago que con el carácter de ingeniero delineador lo empleasen en la construcción de albergues o casitas para abrigo de los correos que al través de la cordillera conducían la correspondencia entre Chile y Buenos Aires.

     Ocupábase en llenar concienzudamente su compromiso, cuando acaeció una formidable invasión de los araucanos, y para rechazarla organizó el capitán general, entre otras fuerzas, una compañía de voluntarios extranjeros, cuyo mando se acordó a nuestro flamante ingeniero. La campaña le dio honra y provecho; y sucesivamente el rey le confirió los grados de capitán de dragones, teniente coronel, coronel y brigadier; y en 1785, al ascenderlo a mariscal de campo, lo invistió con el carácter de presidente de la Audiencia, gobernador y capitán general del reino de Chile.

     Ni tenemos los suficientes datos, ni la forma ligera de nuestras tradiciones nos permite historiar los diez años del memorable gobierno de D. Ambrosio O'Higgins. La fortaleza del Barón en Valparaíso y multitud de obras públicas hacen su nombre imperecedero en Chile.

     Habiendo reconquistado la ciudad de Osorno del poder de los araucanos, el monarca le nombró marqués de Osorno, lo ascendió a teniente general y lo trasladó al Perú como virrey, en reemplazo del bailío D. Francisco Gil y Lemus de Toledo y Villamarín, caballero profeso del orden de San Juan, comendador del Puente Orvigo y teniente general de la real armada.

     En 5 de junio de 1796 se encargó O'Higgins del mando. Bajo su breve gobierno se empedraron las calles y concluyeron las torres de la catedral de Lima, se creó la sociedad de Beneficencia y se establecieron fábricas de tejidos. La portada, alameda y camino carretero del Callao fueron también obra de su administración.

     En su época se incorporó al Perú la intendencia de Puno, que había estado sujeto al virreinato de Buenos Aires, y fue separado Chile de la jurisdicción del virreinato del Perú.

     La alianza que por el tratado de San Ildefonso, después de la campaña del Rosellón, celebró con Francia el ministro D. Manuel Godoy, duque de Acudia y príncipe de la Paz, trajo como consecuencia la guerra entre España e Inglaterra. O'Higgins envió a la corona siete millones de pesos con los que el Perú contribuyó, más que a las necesidades de la guerra, al lujo de los cortesanos y a los placeres de Godoy y de su real manceba María Luisa.

     Rápida, pero fructuosa en bienes, fue la administración de O'Higgins, a quien llamaban en Lima el virrey inglés. Falleció el 18 de marzo de 1800, y fue enterrado en las bóvedas de la iglesia de San Pedro.



II

     Grande era la desmoralización de Lima cuando O'Higgins entró a ejercer el mando. Según el censo mandado formar por el virrey bailío Gil y Lemus, contaba la ciudad en el recinto de sus murallas 52.627 habitantes, y para tan reducida población excedía de mil el número de carruajes particulares que con ricos arneses y soberbios troncos se ostentaban en la alameda. Tal exceso de lujo basta a revelarnos que la Moralidad social no podía rayar muy alto.

     Los robos, asesinatos y otros escándalos nocturnos se multiplicaban, y para remediarlos juzgó oportuno su excelencia promulgar bandos, previniendo que sería aposentado en la cárcel todo el que después de las diez de la noche fuese encontrado en la calle por las comisiones de ronda. Las compañías de encapados o agentes de policía, establecidas por el virrey Amat, recibieron aumento y mejora en el personal con el nombramiento de capitanes, que recayó en personas notables.

     Pero los bandos se quedaban escritos en las esquinas y los desórdenes no disminuían. Precisamente los jóvenes de la nobleza colonial hacían gala de ser los primeros infractores. El pueblo tomaba ejemplo en ellos y viendo el virrey que no había forma de extirpar el mal, llamó un día a los cinco capitanes de las compañías de encapados.

     -Tengo noticia, señores -les dijo-, que ustedes llevan a la cárcel sólo a los pobres diablos que no tienen padrino que los valga; pero que cuando se trata de uno de los marquesitos o condesitos que andan escandalizando el vecindario con escalamientos, serenatas, estocadas y jolgorios, vienen las contemporizaciones y se hacen ustedes de la vista gorda. Yo quiero que la justicia no tenga dos pesos y dos medidas, sino que sea igual para grandes y chicos. Ténganlo ustedes así por entendido, y después de las diez de la noche... ¡a la cárcel todo Cristo!

     Antes de proseguir refiramos, pues viene a pelo, el origen del refrán popular a la cárcel todo Cristo. Cuentan que en un pueblecito de Andalucía se sacó una procesión de penitencia, en la que muchos devotos salieron vestidos con túnica nazarena y llevando al hombro una pesada cruz de madera. Parece que uno de los parodiadores de Cristo empujó maliciosamente a otro compañero, que no tenía aguachirle en las venas y que olvidando la mansedumbre a que lo comprometía su papel, sacó a relucir la navaja. Los demás penitentes tomaron cartas en el juego y anduvieron a mojicón cerrado y puñalada limpia, hasta que apareciéndose el alcalde dijo; «¡A la cárcel todo Cristo!».

     Probablemente D. Ambrosio O'Higgins se acordó del cuento cuando, al sermonear a los capitanes, terminó la reprimenda empleando las palabras del alcalde andaluz.

     Aquella noche quiso su excelencia convencerse personalmente de la manera como se obedecían sus prescripciones. Después de las once y cuando estaba la ciudad en plena tiniebla, embozose el virrey en su capa y salió de palacio.

     A poco de andar tropezó con una ronda; mas reconociéndolo el capitán lo dejó seguir tranquilamente, murmurando:

     -¡Vamos, ya pareció aquello! También su excelencia anda de galanteo y por eso no quiere que los demás tengan un arreglillo y se diviertan. Está visto que el oficio de virrey tiene más gangas que el testamento del moqueguano.

     Esta frase pide a gritos explicación. Hubo en Moquegua un ricacho nombrado D. Cristóbal Cugate, a quien su mujer, que era de la piel del diablo, hizo pasar la pena negra. Estando el infeliz en las postrimerías, pensó que era imposible comiese pan en el mundo hombre de genio tan manso como el suyo, y que otro cualquiera, con la décima parte de lo que él había soportado, le habría aplicado diez palizas a su conjunta.

     -Es preciso que haya quien me vengue -díjose el moribundo; y haciendo venir un escribano, dictó su testamento, dejando a aquella arpía por heredera de su fortuna, con la condición de que había de contraer segundas nupcias antes de cumplirse los seis meses de su muerte, y de no verificarlo así era su voluntad que pasase la herencia a un hospital.

     «Mujer joven, no mal laminada, rica y autorizada para dar pronto reemplazo al difunto -decían los moqueguanos-, ¡qué gangas de testamento!». Y el dicho pasó a refrán.

     Y el virrey encontró otras tres rondas, y los capitanes le dieron buenas noches, y le preguntaron si quería ser acompañado, y se derritieron en cortesías, y le dejaron libre el paso.

     Sonaron las dos, y el virrey, cansado del ejercicio, se retiraba ya a dormir, cuando le dio en la cara la luz del farolillo de la quinta ronda, cuyo capitán era D. Juan Pedro Lostaunau.

     -¡Alto! ¿Quién vive?

     -Soy yo, D. Juan Pedro, el virrey.

     -No conozco al virrey en la calle después de las diez de la noche. ¡Al centro el vagabundo!

     -Pero, señor capitán...

     -¡Nada! El bando es bando y ¡a la cárcel todo Cristo!

     Al siguiente día quedaron destituidos de sus empleos los cuatro capitanes que por respeto no habían arrestado al virrey; y los que los reemplazaron fueron bastante enérgicos para no andarse en contemplaciones, poniendo, en breve, término a los desórdenes.

     El hecho es que pasó la noche en el calabozo de la cárcel de la Pescadería, como cualquier pelafustán, todo un D. Ambrosio O'Higgins, marqués de Osorno, barón de Bellenari, teniente general de los reales ejércitos y trigésimo sexto virrey del Perú por su majestad D. Carlos IV.



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Nadie se muere hasta que Dios quiere

Crónica de la época del trigésimo séptimo virrey del Perú

I

     Cuentan que un fraile con ribetes de tuno y de filósofo, administrando el sacramento del matrimonio, le dijo al varón:

                                                  «Ahí te entrego esa mujer;                                 
trátala como a mula de alquiler,
mucho garrote y poco de comer».

     Otro que tal debió ser el que casó en Lima al platero Román, sólo que cambió de frenos y dijo a la mujer:

                                                       «Ahí tienes ese marido;                                 
trátalo como a buey al yugo uncido
y procura que se-ahorque de aburrido».

     Viven aún personas que conocieron y trataron al platero, a quien llamaremos Román; pues causa existe para no estampar en letras de molde su nombre verdadero. El presente sucedido es popularísimo en Lima y te lo referirá, lector, con puntos y comas, el primer octogenario con quien tropieces por esas calles.

     La mujer de Román, si bien honradísima hembra en punto a fidelidad conyugal, tenía las peores cualidades apetecibles en una hija de Eva. Amiga del boato, manirrota, terca y regañona, atosigaba al pobrete del marido con exigencias de dinero; y aquello no era casa, ni hogar, ni Cristo que lo fundó, sino trasunto vivo del infierno. Ni se daba escobada, ni se zurcían las calcetas del pagano, ni se cuidaba del puchero, y todo, en fin, andaba a la bolina. Madama no pensaba sino en dijes y faralares, en bebendurrias y paseos.

     A ese andar, la tienda y los haberes del marido se evaporaron en menos de lo que se persigna un cura loco, y con la pobreza estalló la guerra civil en esa república práctica que se llama matrimonio. Los cónyuges andaban siempre a pícame Pedro que picarte quiero. Por quítame allá esta paja se tiraban los cacharros a la cabeza, a riesgo de descalabrarse, y no quedaba silla con hueso sano. A bien librar salía siempre el bonachón del marido llevando en el rostro reminiscencias de las uñas de su conjunta persona.

     Este matrimonio nos trae al magín un soneto que escribimos, allá por los alegres tiempos de nuestra mocedad, y que, pues la ocasión es tentadora para endilgarlo, ahí va como el caballo de copas:

                                                     Caséme por mi mal con una indina,                                 
fresca como la pera bergamota;
trájome suegra y larga familiota
y por dote su cara peregrina.
   A trote largo mi caudal camina
a sumergirse en una sirte ignota;
pronto he de hacer con ella bancarrota,
salvo que encuentre una boyante mina.
   Un diablo pedigüeño anda conmigo;
es ¡dame! su perenne cantinela,
y así estoy en los huesos, caro amigo.
   ¿Qué me dices? ¿Mi afán te desconsuela?
-Dígote, D. Peruétano, que digo,
que aquélla no es mujer... es sanguijuela.

     No recuerdo a quién oí decir que los mandamientos de la mujer casada son, como los de la ley de Dios, diez:

     El primero, amar a su marido sobre todas las cosas.

     El segundo, no jurarle amor en vano.

     El tercero, hacerle fiestas.

     El cuarto, quererle más que a padre y madre.

     El quinto, no atormentarlo con celos y refunfuños.

     El sexto, no traicionarlo,

     El séptimo, no gastarle la plata en perifollos.

     El octavo, no fingir ataque de nervios ni hacer mimos a los primos.

     El noveno, no desear más prójimo que su marido.

     El décimo, no codiciar el lujo ajeno.

     Estos diez mandamientos se encierran en la cajita de los polvos de arroz, y se leen cada día hasta aprenderlos de memoria.

     El quid está en no quebrantar ninguno, como hacemos los cristianos con varios de los del Decálogo. Sigamos con el platero.

     Una mañana, después de haber tenido Román una de esas cotidianas zambras de moros y cristianos, gutibambas y muziferrenas, se dijo:

     -Pues, señor, esto no puede durar más tiempo, que penas más negras que las que paso con mi costilla no me ha de deparar su Divina Majestad en el otro mundo. Bien dijo el que dijo que si el mar se casase había de perder su braveza y embobalicarse. Decididamente, hoy me ahorco.

     Y con la única peseta columnaria que le quedaba en el bolsillo, se dirigió al ventorrillo o pulpería de la esquina y compró cuatro vayas de cuerda fuerte y nueva, lujo muy excusable en quien se prometía no tener ya otros en la vida.



IV

     -¿Y qué virrey gobernaba entonces?-. Paréceme oír esta pregunta, que es de estilo cuando se escucha contar algo de cuya exactitud dudan los oyentes.

     Pues, lectores míos, gobernaba el Excmo. Sr. D. Gabriel de Avilés y Fierro, marqués de Avilés, teniente general de los reales ejércitos y que, después de haber servido la presidencia de Chile y el virreinato de Buenos Aires, vino en noviembre de 1801 a hacerse cargo del mando de esta bendita tierra.

     Avilés había llegado al Perú en la época del virrey Amat; y cuando estalló en 1780 la famosa revolución de Tupac-Amaru fue mandado con tropas para sofocarla. Excesivo fue el rigor que empleó Avilés en esa campaña.

     Durante su gobierno se erigió el obispado de Maynas y se incorporó Guayaquil al virreinato. Se estableció en Lima el hospital del Refugio para mujeres, a expensas de Avilés y de su esposa la limeña doña Mercedes Risco, y se principió la fábrica del fuerte de Santa Catalina para cuartel de artillería, bajo la dirección del entonces coronel y más tarde virrey D. Joaquín de la Pezuela.

     Con grandes fiestas se celebró la llegada del fluido vacuno. Tuvo el Perú la visita del sabio Humboldt, y en Lima se experimentó una noche el alarmante fenómeno de haberse oído con claridad muchos truenos. En esa época se plantaron los árboles de la alameda de Acho.

     Como España y Francia hacían causa común contra Inglaterra y acababa de realizarse el desastre de Trafalgar, dos bergantines ingleses atacaron en Arica a la fragata de guerra española Astrea, ocasionándola fuertes averías y forzándola a buscar abrigo en la bahía.

     Tratando de dar cumplimiento a una real orden sobre desamortización de bienes eclesiásticos, tropezó Avilés con serias resistencias, que el prudente virrey calmó dando largas al asunto y enviando consultas y memoriales a la corona. No fue esta la primera vez en que el virrey apeló al expediente de dar tiempo al tiempo para libertarse de compromisos. En 1804 interesábase la ciudad por que el virrey dictase cierta providencia, mas él, creyendo que la cosa no era hacedera o que no entraba en sus atribuciones, decidió consultar al monarca. El pueblo, que lo ignoraba, se echó a murmurar sin embozo, y en la puerta de palacio apareció este pasquín:

                                                  «¡Avilés! Avilés!                                 
¿Qué haces que por la ciudad no ves?».

     El virrey no lo tomó a enojo, y mandó escribir debajo:

                                                  «Para dar gusto a antojos                                 
he mandado hasta España por anteojos.»

     Respuesta que tranquilizó los ánimos, pues vieron los vecinos que su empeño estaba sujeto a la decisión del rey.

     Avilés consagraba gran parte de su tiempo a las prácticas religiosas. El pueblo lo pintaba con esta frase: «En la oración hábil es y en gobierno inhábil es».

     En julio de 1806 entregó el mando a Abascal.

     Anciano, enfermo y abatido de ánimo por la reciente muerte de su esposa, quiso Avilés regresar a España. La nave que lo conducía arribó a Valparaíso, y a los pocos días falleció en ese puerto el virrey devoto, como lo llamaban las picarescas limeñas.



III

     Provisto de cuerda y sin cuidarse de escribir previamente esquelas de despedida, como es de moda desde la invención de los nervios y del romanticismo, se dirigió nuestro hombre al estanque de Santa Beatriz, lugar amenísimo entonces y rodeado de naranjos y otros árboles, que no parecía sino que estaban convidando al prójimo Para colgarse de ellos y dar al traste con el aburrimiento y pesadumbres.

     Principió Román por pasar revista a los árboles, y a todos hallaba algún pero que ponerles. Éste no era bastante elevado; aquél no ofrecía consistencia para soportar por fruto el cuerpo de un tagarote como él; el otro era un poco frondoso, y el de más allá un tanto encorvado. Cuando uno se ahorca debe siquiera llevar el consuelo de haberlo hecho a su regalado gusto. Al fin encontró árbol con las condiciones que el caso requería y, encaramándose en él, ató la cuerda en una de las ramas más vigorosas.

     En estos preparativos reflexionó que, para no ser interrumpido y quedarse a medio morir y tener tal vez que empezar de nuevo la faena, lo mejor era esperar a que el camino estuviese desierto. Indias pescadoras que venían de Chorrillos, hierbateros de Surco, yanaconas de Miraflores, cimarrones de San Juan y peones de las haciendas traficaban a esa hora a pequeña distancia del estanque. No había forma de que un hombre pudiera matarse en paz.

     -«¡Pues sería andrómina que, a lo mejor de la función, me descolgase un transeúnte importuno! Si ello, al fin, ha de ser, nada se pierde con esperar un rato, que no llega tarde quien llega».

     En estas y otras cavilaciones hallábase Román escondido entre el espeso ramaje del árbol, cuando vio llegar con tardo paso y mirando a todas partes con faz recelosa un hombrecillo envuelto en un capote lleno de remiendos.

     Era éste un vejete español que vivía de la caridad pública, y a quien en Lima conocían con el apodo de Ovillitos. El apodo le venía de que en una época entraba de casa en casa vendiendo ovillos de hilo, hasta que un día resolvió cambiar de oficio sentando plaza de mendigo.

     Ovillitos, después de dirigir miradas escudriñadoras a las tapias y al camino, se sentó bajo el árbol que cobijaba a Román, y sacando una tijera, descosió dos de los infinitos parches que esmaltaban su mugriento capote de barragán.

     ¿Cuál sería la sorpresa del encaramado Román al ver que de cada parche sacó Ovillitos una onza de oro y que luego las enterró al pie del árbol, después de haber permanecido gran espacio de tiempo contemplándolas amorosamente?

     -¡Qué suicidio ni qué ocho cuartos! -exclamó Román, descendiendo listamente de su árbol apenas se alejó el mendigo-. Pues Dios me ha venido a ver, aprovechemos la ocasión y empuñémosla por el único pelo de la calva. ¡Árbol feliz el que tal abono tiene!

     Y se puso a la obra, y desenterró poco más de doscientas peluconas de esas que bajo el Indice et Hispaniarum Rex lucían el busto de Carlos III o Carlos IV.



IV

     Román volvió a habilitar la tienda, y su comercio de platería marchó viento en popa. Aleccionado por los días de penuria, puso coto a los derroches de su mujer, cuyo carácter, por milagro sin duda de la Divina Providencia, para quien no hay imposibles, mejoró notablemente.

     Ovillitos enfermó de gravedad al descubrir que su tesoro se había convertido en pájaro y volado del encierro. El infeliz ignoraba que el dinero no es monje cartujo que gusta de estar guardado y criar moho, y que es un libertino que se desvive por andar al aire libre y de mano en mano. Mendigos ha habido en todos los tiempos que a su muerte han dejado un caudal decente.

     Román murió, ya en los tiempos de la república, repartiéndose entre sus herederos una fortuna que se estimó en más de cien mil pesos.

     Una de las cláusulas de su testamento, que hemos leído, señala durante veinticinco años la suma de treinta pesos al mes para misas en sufragio del alma de Ovillitos.



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El virrey de la adivinanza

Crónica de la época del trigésimo octavo virrey del Perú

     Preguntábamos hace poco tiempo a cierto anciano amigote nuestro sobre la edad que podría contar una respetable matrona de nuestro conocimiento; y el buen viejo, que gasta más agallas que un ballenato, nos dijo después de consultar su caja de polvillo:

     -Yo le sacaré de curiosidad, señor cronista. Esa señora nació dos años antes de que se volviera a España el virrey de la adivinanza... Conque ajuste usted la cuenta.

     La respuesta nada tenía de satisfactoria; porque así sabíamos quién fue el susodicho virrey, como la hora en que el goloso padre Adán dio el primer mordisco a la agridulce manzana del Edén.

     -¿Y quién era ese señor adivino?

     -¡Hombre! ¿No lo sabe usted? El virrey Abascal, ese virrey a quien debe Lima su cementerio y la mejor escuela de Medicina de América, y bajo cuyo gobierno se recibió la última partida de esclavos africanos, que fueron vendidos a seiscientos pesos cada uno.

     Pero por más que interrogamos al setentón nada pudimos sacar en limpio, porque él estaba a obscuras en punto a la adivinanza. Echámonos a tomar lenguas, tarea que nos produjo el resultado que verá el lector, si tiene la paciencia de hacernos compañía hasta el fin de este relato.



I

¡Fortuna te dé dios!

     Cuentan que el asturiano D. Fernando de Abascal era en sus verdes años un hidalgo segundón, sin más bienes que su gallarda figura y una rancia ejecutoria que probaba siete ascendencias de sangre azul, sin mezcla de moro ni judío. Viéndose un día sin blanca y aguijado por la necesidad, entró como dependiente de mostrador en una a la sazón famosa hostería de Madrid contigua a la Puerta del Sol, hasta que su buena estrella le deparó conocimiento con un bravo alférez del real ejército, apellidado Valleriestra, constante parroquiano de la casa, quien brindó a Fernandico una plaza en el regimiento de Mallorca. El mancebo asió la ocasión por el único pelo de la calva, y después de gruesas penurias y dos años de soldadesca, consiguió plantarse la jineta; y tras un gentil sablazo, recibido y devuelto en el campo de batalla de 1775, pasó sin más examen a oficial. A contar de aquí, empezó la fortuna a sonreír a don Fernando, tanto que en menos de un lustro ascendió a capitán como una loma.

     Una tarde en que a inmediaciones de uno de los sitios reales disciplinaba su compañía, acertó a pasar la carroza en que iba de paseo su majestad, y por uno de esos caprichos frecuentes no sólo en los monarcas, sino en los gobernantes republicanos, hizo parar el carruaje para ver evolucionar a los soldados. En seguida mandó llamar al capitán, le preguntó su nombre, y sin más requilorio le ordenó regresar al cuartel y constituirse en arresto.

     Dábase de calabazadas nuestro protagonista, inquiriendo en su magín la causa que podría haberlo hecho incurrir en el real desagrado; pero cuanto más se devanaba el caletre, más se perdía en extravagantes conjeturas. Sus camaradas huían de él como de un apestado; que cualidad de las almas mezquinas es abandonar al amigo en la hora de la desgracia, viniendo por ende a aumentar su zozobra el aislamiento a que se veía condenado.

     Pero como no queremos hacer participar al lector de la misma angustia, diremos de una vez que todo ello era una amable chanza del monarca, quien vuelto a Madrid llamó a su secretario, y abocándose con él:

     -¿Sabes -le interrogó- si está vacante el mando de algún regimiento?

     -Vuestra majestad no ha nombrado aún el jefe que ha de mandar, en la campaña del Rosellón, el regimiento de las Órdenes militares.

     -Pues extiende un nombramiento de coronel para el capitán D. José Fernando de Abascal, y confiérele ese mando.

     Y su majestad salió dejando cariacontecido a su ministro.

     Caprichos de esta naturaleza eran sobrado frecuentes en Carlos IV. Paseando una tarde en coche, se encontró detenido por el Viático que marchaba a casa de un moribundo. El rey hizo subir en su carroza al sacerdote, y cirio en mano acompañó al Sacramento hasta el lecho del enfermo. Era éste un abogado en agraz que, restablecido de su enfermedad, fue destinado por Carlos IV a la Audiencia del Cuzco, en donde el zumbón y epigramático pueblo lo bautizó con el apodo del oidor del Tabardillo. Sigamos con Abascal.

     Veinticuatro horas después salía de su arresto, rodeado de las felicitaciones de los mismos que poco antes le huían cobardemente. Solicitó luego una entrevista con su majestad, en la que tras de darle las gracias por sus mercedes, se avanzó a significarle la curiosidad que lo aquejaba de saber lo que motivara su castigo.

     El rey, sonriendo con aire paternal, le dijo:

     -¡Ideas, coronel, ideas!

     Terminada la campaña de Rosellón, en que halló gloriosamente tumba de soldado el comandante en jefe del ejército D. Luis de Carbajal y Vargas, conde de la Unión y natural de Lima, fue Abascal ascendido a brigadier y trasladado a América con el carácter de presidente de la Real Audiencia de Guadalajara.

     Algunos años permaneció en México D. Fernando, sorprendiéndose cada día más del empeño que el rey se tomaba en el adelanto de su carrera. Claro es también que Abascal prestaba importantísimos servicios a la corona. Baste decir que al ser trasladado al Perú con el título de virrey, hizo su entrada en Lima, por retiro del Excmo. Sr. D. Gabriel de Avilés, a fines de julio de 1806, anunciándose como mariscal de campo, y que seis años después fue nombrado marqués de la Concordia, en memoria de un regimiento que fundó con este nombre para calmar la tempestad revolucionaria y del que, por más honrarlo, se declaró coronel.

     Abascal fue, hagámosle justicia, esclarecido militar, hábil político y acertado administrador.

     Murió en Madrid en 1821, a los setenta y siete años de edad, invistiendo la alta clase de capitán general.

     Sus armas de familia eran: escudo en cruz; dos cuarteles en gules con castillo de plata, y dos en oro, con un lobo de sable pasante.



II

Gajes del oficio

     Allá por los años de 1815, cuando la popularidad de virrey don José Fernando de Abascal comenzaba a convertirse en humo, cosa en que siempre viene a parar el incienso que se quema a los magnates, tocole a su excelencia asistir a la Catedral en compañía del Cabildo, Real Audiencia y miembros de la por entonces magnífica Universidad de San Marcos, para solemnizar una fiesta de tabla. Habíase encargado del sermón un reverendo de la orden de predicadores, varón muy entendido en súmulas, gran comentador de los santos padres y sobre cuyo lustroso cerviguillo descansaba el doctoral capelo.

     Subió su paternidad al sagrado púlpito, ensartó unos cuantos latinajos, y después de media hora en que echó flores por el pico ostentando una erudición indigesta y gerundiana, descendió muy satisfecho entre los murmullos del auditorio.

     Su excelencia, que tenía la pretensión de hombre entendido y apreciador del talento, no quiso desperdiciar la ocasión que tan a las manos se le presentaba, aunque para sus adentros el único mérito que halló al sermón fue el de la brevedad, en lo cual, según el sentir de muy competentes críticos de esa época, no andaba el señor marqués descaminado. Así es que cuando el predicador se hallaba más embelesado en la sacristía, recibiendo plácemes de sus allegados y aduladores, fue sorprendido por un ayuda de campo del virrey que en nombre de su excelencia le invitaba a comer en palacio. No se lo hizo por cierto repetir el convidado y contestó que, con sacrificios de su modestia, concurriría a la mesa del virrey.

     Un banquete oficial no era en aquellos tiempos tan expansivo como en nuestros días de congresos constitucionales; sin embargo de que ya, por entonces, empezaba la república a sacar los pies del plato y se hablaba muy a las callandas de patria y de libertad. Pero, volviendo a los banquetes, antes de que se me vaya el santo al cielo por echar una mano de político palique, si bien no lucía en ellos la pulcra porcelana, se ostentaba en cambio la deslumbradora vajilla de plata; y si se desconocía la cocina francesa con todos sus encantos, el gusto gastronómico encontraba mucho de sólido y suculento, y váyase lo uno por lo otro.

     Nuestro reverendo, que así hilvanaba un sermón como devoraba un pollo en alioli o una sopa teóloga con prosaicas tajadas de tocino, hizo cumplido honor a la mesa de su excelencia; y aun agregan que se puso un tanto chispo con sendos tragos de catalán y Valdepeñas, vinos que, sin bautizar, salían de las moriscas cubas que el marqués reservaba para los días de mantel largo, junto con el exquisito y alborotador aguardiente de Motocachi.

     Terminada la comida, el virrey se asomó al balcón que mira a la calle de los Desamparados, y allí permaneció en sabrosa plática con su comensal hasta la hora del teatro, única distracción que se permitía su excelencia. El fraile, a quien el calorcillo del vino prestaba más locuacidad de la precisa, dio gusto a la lengua, desatándola en bellaquerías que su excelencia tomó por frutos de un ingenio esclarecido.

     Ello es que en esa noche el padre obtuvo una pingüe capellanía, con la añadidura de una cruz de brillantes para adorno de su rosario.



III

Sucesos notables en la época de Abascal

     A los cuatro meses de instalado en el gobierno don José Fernando de Abascal, y en el mismo día en que se celebraba la inauguración de la junta propagadora del fluido vacuno, llegó a Lima un propio con pliegues que comunicaban la noticia de la reconquista de Buenos Aires por Liniers. El propio, que se apellidaba Otayza, hizo el viaje de Buenos Aires a Lima en treinta y tres días, y quedó inutilizado para volver a montar a caballo. El virrey le asignó una pensión vitalicia de cincuenta pesos; que lo rápido de tal viaje raya, hoy mismo, en lo maravilloso y hacía al que lo efectuó digno de recompensa.

     El 1.º de diciembre de 1806 se sintió en Lima un temblor que duró dos minutos y que hizo oscilar las torres de la ciudad. La braveza del mar en el Callao fue tanta, que las olas arrojaron por sobre la barraca del capitán del puerto una ancla que pesaba treinta quintales. Gastáronse ciento cincuenta mil pesos en reparar las murallas de la ciudad, y nueve mil en construir el arco o portada de Maravillas.

     En 1808 se instaló el Colegio de abogados y se estrenó el cementerio general, en cuya fábrica se emplearon ciento diez mil pesos. Dos años después se inauguró solemnemente el colegio de San Fernando para los estudiantes de Medicina.

     Entre los acontecimientos notables de los años 1812 y 1813 consignaremos el gran incendio de Guayaquil que destruyó media ciudad, un huracán que arrancó de raíz varios árboles de la alameda de Lima, terremotos en Ica y Piura y la abolición del Santo Oficio.

     En octubre de 1807 se vio en Lima un cometa, y en noviembre de 1811 otro que durante seis meses permaneció visible sin necesidad de telescopio.

     Los demás sucesos importantes -y no son pocos- de la época de Abascal se relacionan con la guerra de Independencia, y exigirían de nosotros un estudio ajeno a la índole de las Tradiciones.



IV

Que trata del ingenioso medio de que se valió un fraile para obligar al marqués a renunciar el gobierno

     El virrey, que se encontraba hacía algún tiempo en lucha abierta con los miembros del Cabildo y el alto clero, se burlaba de los pasquines y anónimos que pululaban, no sólo en las calles, sino hasta en los corredores de palacio. La grita popular, que amenazaba tomar las serias proporciones de un motín, tampoco le inspiraba temores, porque su excelencia contaba con dos mil quinientos soldados para su resguardo, y con cuerdas nuevas de cáñamo para colgar racimos humanos en una horca.

     Que Abascal era valiente hasta la temeridad lo comprueba, entre muchas acciones de su vida, la que vamos a apuntar. Hallábase, como buen español, durmiendo siesta en la tarde del 7 de noviembre de 1815 cuando le avisaron que en la plaza de Santa Catalina estaba formado el regimiento de Extremadura en plena rebeldía contra sus jefes, y que la desmoralización se había extendido ya a los cuarteles de húsares y dragones. El virrey montó precipitadamente a caballo, y sin esperar escolta penetró solo en los cuarteles de los sublevados, bastando su presencia y energía para restablecer el orden.

     Realizada por entonces la Independencia de algunas repúblicas americanas, la idea de libertad hacía también su camino en el Perú. Abascal había sofocado la revolución en Tacna y en el Cuzco, y sus esfuerzos por el momento se consagraban a vencerla en el Alto Perú. Mientras él permaneciese al frente del poder juzgaban los patriotas de Lima que era casi imposible salir avante.

     Felizmente, el premio otorgado por Abascal al molondro predicador vino a sugerir a otro religioso agustino, el padre Molero, hombre de ingenio y de positivo mérito, que sus motivos tendría para sentirse agraviado, la idea salvadora que sin notable escándalo fastidiase a su excelencia obligándole a irse con la música a otra parte. Para ejecutar su plan le fue necesario ganarse al criado en cuya lealtad abrigaba más confianza el virrey, y he aquí cómo se produjo el mayor efecto a que un sermoncillo de mala muerte diera causa.

     Una mañana, al acercarse el marqués de la Concordia a su mesa de escribir, vio sobre ella tres saquitos, los que mandó arrojar a la calle después de examinar su contenido. Su excelencia se encolerizó, dio voces borrascosas, castigó criados, y aun es fama que se practicaron dos o tres arrestos. La broma probablemente no le había llegado a lo vivo hasta que se repitió a los quince días.

     Entonces no alborotó el cotarro, sino que muy tranquilamente anunció a la Real Audiencia que no sentándole bien los aires de Lima y necesitando su salud de los cuidados de su hija única, la hermosa Ramona Abascal -que recientemente casada con el brigadier Pereira había partido para España-, se dignase apoyar la renuncia que iba a dirigir a la corte. En efecto, por el primer galeón que zarpó del Callao para Cádiz envió el consabido memorial, y el 7 de julio de 1816 entregó el mando a su favorito D. Joaquín de la Pezuela.

     Claro, muy claro vio Abascal que la causa de la corona era perdida en el Perú, y como hombre cuerdo prefirió retirarse con todos sus laureles. Él escribió a uno de sus amigos de España estas proféticas palabras: «Harto he hecho por atajar el torrente, y no quiero, ante la historia y ante mi rey, cargar con la responsabilidad de que el Perú se pierda para España entre mis manos. Tal vez otro logre lo que yo no me siento con fuerzas para alcanzar».

     La honradez política de Abascal y su lealtad al monarca superan a todo elogio. Una espléndida prueba de esto son las siguientes líneas, que transcribimos de su biógrafo D. José Antonio de Lavalle.

     «España, invadida por las huestes de Napoleón, veía atónita los sucesos del Escorial, el viaje a Bayona y la prisión de Valencey, e indignada de tanta audacia, levantábase contra el usurpador. Pero con la prisión del rey se había perdido el centro de gravedad en la vasta monarquía de Fernando VII; y las provincias americanas, aunque tímidamente aún, comenzaban a manifestar sus deseos de separarse de una corona que moralmente no existía ya. Dicen que en Lima se le instó a Abascal para que colocase sobre sus sienes la corona de los Incas. Asegúrase que Carlos IV le ordenó que no obedeciese a su hijo; que José Bonaparte le brindó honores, y que Carlota, la princesa del Brasil, le dio sus plenos poderes. El noble anciano no se dejó deslumbrar por el brillo de una corona. Con las lágrimas en los ojos cerró los oídos a la voz del que ya no era su rey; despreció indignado los ofrecimientos del invasor de su patria, y llamó respetuosamente a su deber a la hermana de Fernando. La población de Lima esperaba con la mayor ansiedad el día destinado para jurar a Fernando VII; pues nadie ignoraba las encontradas intrigas que rodeaban a Abascal, la gratitud que éste tenía a Carlos IV y la amistad que lo unía a Godoy. El anhelo general en Lima era la independencia bajo el reinado de Abascal. Nobleza, clero, ejército y pueblo lo deseaban, y lo esperaban. Las tropas formadas en la Plaza, el pueblo apiñado en las calles, las corporaciones reunidas en palacio aguardaban una palabra. Abascal, en su gabinete, era vivamente instado por sus amigos. Hombre al fin, sus ojos se deslumbraron con el esplendor del trono, y dicen que vaciló un momento. Pero volviendo luego en sí, tomó su sombrero y salió con reposado continente al balcón de palacio, y todos le escucharon atónitos hacer la solemne proclamación de Fernando VII y prestar juramento al nuevo rey. Un grito inmenso de admiración y entusiasmo acogió sus palabras, y el rostro del anciano se dilató con el placer que causa la conciencia del deber cumplido; placer tanto más intenso cuanto más doloroso ha sido vencer, para alcanzarlo, la flaca naturaleza de la humanidad».



V

La curiosidad se pena

     Ahora saquemos del limbo al lector.

     El contenido de los saquitos que tan gran resultado produjeron era:

SAL-HABAS-CAL

     Sin consultar brujas descifró su excelencia esta charada en acción. Sopla, vivo te lo doy, y si muerto me lo das, tú me lo pagarás.

     He aquí por qué tomó el tole para España el Excmo. Sr. D. José Fernando de Abascal y por qué es llamado el virrey del Acertijo.



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¡¡Buena laya de fraile!!

Crónica de la época del virrey marqués de Viluma

(A Aureliano Villarán)

I

     Fray Pablo Negrón era andaluz y vestía el hábito mercedario. Enemigo de hacer vida conventual, residía constantemente en alguna hacienda de los valles inmediatos a Lima, en calidad de capellán del fundo.

     Fray Pablo habría sido un fraile ejemplar, si el demonio no hubiera desarrollado en él una loca afición por el toreo. Destrísimo capeador, a pie y a caballo, pasaba su tiempo en los potreros sacando suertes a los toros, y conocía mejor que el latín de su breviario la genealogía, cualidades y vicios de ellos. Él sabía las mañas del burriciego y del corniveleto, y su lenguaje familiar no abundaba en citas teológicas, sino en tecnicismos tauromáquicos.

     Hasta 1818 no se dio en este siglo corrida en la ciudad de los reyes y lugares de diez leguas a la redonda en cuyos preparativos no hubiera intervenido fray Pablo, ni hubo torero que no le debiese utilísimas lecciones y muy saludables consejos. El mismo Casimiro Cajapaico, aquel famoso capeador de a caballo por quien escribe el marqués de Valleumbroso que merecía le erigiesen estatua, solía decir: «Si no fuera quien soy, quisiera ser el padre Negrón».

     Inútil era que el comendador de la Merced y aun el arzobispo Las Heras amonestasen al fraile para que rebajase algunos quilates a su afición tauromáquica. Su paternidad hacía ante ellos propósito de enmienda; pero lo mismo era ver un animal armado de puntas como leznas, que desvanecérsele el propósito. La afición era en él más poderosa que la conveniencia y el deber.

     Grandes fiestas se preparaban en Lima por el mes de agosto de 1816 para celebrar la recepción del nuevo virrey del Perú D. Joaquín de la Pezuela, primer marqués de Viluma. En el programa entraban tres tardes de toros en la plaza Mayor; pues no se efectuaban en el circo de Acho las lidias que tenían por objeto festejar al monarca o a su representante.

     Los listines que en esta ocasión se obsequiaron a los oidores, cabildantes y personas caracterizadas, no estaban impresos en raso blanco, como hasta entonces se había acostumbrado, sino en raso carmesí. Es verdad que en ellos, después de enaltecer, como era justo, las dotes administrativas y sociales del Sr. de la Pezuela, hablaba mucho el poeta de regar el suelo peruano con sangre de insurgentes.

     Fray Pablo que, como hemos dicho, no era ningún lego confitado, anduvo de hacienda en hacienda, en unión de la cuadrilla de toreros, presenciando lo que se llama prueba del ganado y decidiendo sobre el mérito de cada bicho. Los hacendados, a competencia, querían exhibir lo más fino de la cría, y el fallo del mercedario era por ellos acatado sin observación,

     La prueba general del ya escogido ganado se efectuó en la chacarilla del Estanco, donde había gran corral con burladeros. Entre los toros que allí se probaron hubo uno bautizado con el nombre de Relámpago y oriundo de los montes de Retes. El torero Lorenzo Pizí le sacó algunas suertes, y en el canto de una uña estuvo que el animal lo despanzurrara.

     Pizí era un negro retinto, enjuto, de largas zancas y medianamente diestro en el oficio. Terminada la prueba, lo llamó aparte fray Pablo y le dijo:

     -Mira, negro, cómo te manejas con el Relámpago y no comas confianza, que aunque es cierto que a los toros más que con el estoque se les mata con el corazón, bueno será que estés sobre aviso para que no te suceda un percance y vayas al infierno a contarle cuentos a la puerca de tu madre. Ese animal es tuerto del cuerno derecho, y por la asta sana se va recto al bulto. Es toro de sentido, de mucha cabeza y de más pies que un galgo. Con él no hay que descomponerse, sino aguardar a que entre en jurisdicción y humille, aunque el mejor modo y manera de trastearlo es a pasatoro, y luego una buena por todo lo alto y a la cruz. Pero es suerte poco lucida y no te la aconsejo. Conque abre el ojo, negrito; porque si te descuidas, te chinga el toro y ¡abur, melones!

     -Su merced, padre, lo entiende, como que es facultativo, y ya verá a la hora de la función que no predicó en desierto -contestó el torero.



II

     D. Joaquín de la Pezuela y Sánchez, teniente general de los reales ejércitos, caballero gran cruz de la orden de Isabel la Católica y primer marqués de Viluma, estaba al mando de las tropas que en el Alto-Perú combatían a los insurgentes, cuando, por haber insistido Abascal en renunciar el cargo de virrey, fue nombrado para sucederle, y tomó posesión del puesto el 17 de agosto de 1817. En sus oficios de renuncia habíalo Abascal recomendado al monarca como el más digno de reemplazarlo en las funciones de virrey.

     Pezuela que, en la clase de general, había sido el organizador del cuerpo de artillería y quien dirigió la fábrica del cuartel de Santa Catalina, fue siempre el favorito de Abascal, que influyó para que obtuviera ascensos en su carrera. Parece, sin embargo, que al sentarse el marqués de Viluma bajo el solio de los virreyes, no correspondió con la gratitud que a su benefactor debía. Así lo deduzco de los siguientes párrafos que extracto de un escritor contemporáneo.

     Pezuela, criatura de Abascal, que desde comandante de artillería lo fue elevando hasta hacerlo nombrar virrey, apenas se vio en palacio se ocupaba en censurar, con los bajos cortesanos que rodean al sol que nace, las medidas de su respetable antecesor, deshacía cuanto él había dispuesto, hostilizaba a sus adeptos, le desconocía ciertas prerrogativas de virrey cesante y, por fin, rodeaba de espías al anciano marqués de la Concordia, quien mientras terminaba sus arreglos de viaje a Europa, vivía en casa de un amigo en la calle de la Recoleta.

     Tres días antes de partir, envió Abascal un recado a Pezuela pidiéndole órdenes. El virrey, correspondiendo a ese acto de social etiqueta, fue de tiros largos a casa de Abascal, que lo recibió en cama por hallarse enfermo. Al entrar el marqués de Viluma al dormitorio, lo hizo exclamando:

     -¡Excelentísimo compañero!

     -¿Quién es? -dijo Abascal sacando su blanca cabeza por entre las cortinas del lecho.

     Turbado Pezuela por lo extraño de la pregunta, repuso:

     -¡Cómo! ¿No me conoce vuecelencia? Soy Pezuela.

     -¿Pezuela? -insistió el marqués de la Concordia-. ¿Ese a quien hice coronel de artillería? ¿Ese a quien hice general en jefe?

     -Sí, sí -balbuceó el virrey.

     -¡Ah! -exclamó Abascal incorporándose en la cama-. Si es ese misino, déme usted un abrazo.

     Como veremos después, a su turno tuvo también Pezuela que habérselas con un ingrato. Lo midieron con la misma vara con que él midió a Abascal.

     La casa que habitó Pezuela antes de ser virrey fue la llamada hoy de los Ramos, en la calle de San Antonio, vecina al monasterio de la Trinidad. En ella nació su hijo el ilustre literato D. Juan de la Pezuela, conde de Cheste y actual director de la Real Academia Española.

     Bajo el gobierno del marqués de Viluma se implantaron cuatro máquinas a vapor, traídas de Inglaterra, para desaguar las minas del Cerro de Pasco; se recibió una real cédula aboliendo las abusivas mitas, y se experimentó en Lima una epidemia, a la que, por la suma debilidad en que quedaban los convalecientes, bautizó el pueblo con el nombre de Mangajo. El mangajo fue un catarral bilioso con síntomas parecidos a los de la fiebre amarilla. Quizá desde entonces viene el decir en Lima, por todo hombre desgarbado y sin vigor físico: «¡Vaya usted con Dios, mangajo!».

     En cuanto a sucesos revolucionarios, los más notables de esa época fueron el suplicio en la plaza de Lima de los patriotas Alcázar, Gómez y Espejo; las excursiones de lord Cochrane y el apresamiento, en la rada del Callao, de la fragata, Esmeralda, cargada con dos millones de pesos; el desembarco de San Martín en Pisco, la defección del batallón de Numancia, la derrota del general español O'Reilly, que se suicidó un mes más tarde arrojándose al mar, y el curioso incidente de haberse recibido un día por el virrey, a las dos de la tarde, la noticia oficial del descalabro de los patriotas en Cancharayada, y una hora después, cuando entregados al regocijo estaban los realistas de la capital quemando cohetes y repicando campanas, fondeó en el Callao otro buque portador de documentos que anunciaban la victoria de Maypú, en que quedó aniquilado el dominio español en Chile. Entre la primera y segunda batalla mediaron diez y seis días.

     En 1816 había llegado al Perú D. José de Laserna, con el carácter de mariscal de campo y enviado por el rey para mandar el ejército que maniobraba sobre Tupiza; mas a fines de 1819 vino de España su destitución, porque lo acusaron ante el monarca de ser masón o propagandista de doctrinas liberales y opuestas al absolutismo despótico que imperaba en la metrópoli. Pezuela se negó a enviarlo a Madrid, y escribió a Fernando VII abogando por Laserna y pidiendo se le dejase en el Perú, donde tenía el gobierno necesidad de sus servicios. En España esperaban a Laserna la cárcel y el destierro. Iniciadas en septiembre de 1820 las conferencias o armisticio de Miraflores entre los comisionados de San Martín y los de Pezuela, púsose Laserna a la cabeza del partido de oposición, y el 28 de enero de 1821 amotinose el ejército acantonado en Asnapuquio, intimando al marqués de Viluma que en el término de cuatro horas entregase el mando al teniente general Laserna, proclamado virrey por los motinistas. Pezuela, sin elementos para resistir y procediendo con patriotismo, puso el poder en manos de su ingrato amigo.

     Los revolucionarios de Asnapuquio habían principiado por emplear la difamación como arma contra el virrey. Una mañana apareció este pasquín en el primer patio de palacio:

                                                  «Nació David para rey,                                 
para sabio Salomón,
para soldado Laserna,
Pezuela para ladrón».

     Dicen que la injuria llegó a lo vivo al marqués de Viluma, que ciertamente no era merecedor del calificativo. Pezuela manejó con pureza los caudales públicos.

     En caso de muerte o imposibilidad física de Pezuela era al general Lamar a quien correspondía ejercer interinamente el cargo de virrey; pero aparte de que Lamar no era motinista ni ambicioso, por su condición de americano mirábanlo los militares españoles con desafecto. El honrado Lamar no se dio por entendido del desaire y siguió sirviendo con lealtad al rey hasta que, sin desdoro para su nombre y fama, pudo en 1823 cambiar de bandera.

     Para el orden numérico y cronológico de la historia es Laserna el último virrey del Perú; pero para mí -será ello una extravagancia- la lista de los verdaderos virreyes termina en Pezuela. En Laserna veo un virrey de cuño falso; un virrey carnavalesco y de motín; un virrey sin fausto ni cortesanos, que no fue siquiera festejado con toros, comedias ni certamen universitario; un virrey que, estirando la cuerda, sólo alcanzó a habitar cinco meses en palacio, como huésped y con la maleta siempre lista para cambiar de posada; un virrey que vivió luego a salto de mata para caer como un pelele en Ayacucho; un virrey, en fin, prosaico, sin historia ni aventuras. Y virrey que no habla a la fantasía, virrey sin oropel y sin relumbrones, es una falsificación del tipo, como si dijéramos un santo sin altar y sin devotos.



III

     Llegó el día de la corrida.

     Su excelencia, acompañado de su esposa, la altiva doña Ángela Cevallos, Real Audiencia y gran comitiva de ayudantes y amigos, ocupaba la galería de palacio, y el Ilmo. Las Heras, con el cabildo eclesiástico, mostrábase en los balcones de la casa arzobispal.

     En las barandas de los portales estaba lo más granado de la aristocracia limeña, así damas como caballeros, y el pueblo ocupaba andamios colocados bajo la arquería de los portales y gradas de la catedral.

     Pasando por alto la descripción del toril, situado en la esquina de Judíos, el lujo de las enjalmas, adornos de la plaza, distribución de la cuadrilla y otras menudencias, que no es mi ánimo escribir un relato circunstanciado de la función, vengamos al quinto toro.

     Era éste el famoso Relámpago, gateado, de Retes, enjalma carmesí bordada de plata, obsequio del gremio de pasamaneros.

     Recibiolo Casimiro Cajapaico en un alazán tostado, raza del Norte (Andahuasi), y le sacó cuatro suertes revolviendo y dos a la carrera.

     Entró Juanita Breña, en un zaino manchado, raza de Chile, y le dio tres suertes, sentando el caballo en la última para esperar nueva embestida. ¡Por la encarnación del diablo que se lució la china!

     A ésta, como a Cajapaico, lo arrojaron de todas las barandas muchísimos pesos fuertes y aun monedas de oro.

     Después que los chulos se desempeñaron bastante bien, mandó el ayuntamiento tocar banderillas. Cantoral le clavó con mucha limpieza y a volapié, a topacarnero o al quiebro, que de ello no estoy seguro, un par de rehiletes de fuego en el cerviguillo.

     Tocaron a muerte, y armado de estoque y bandola se presentó Lorenzo Pizí, vestido de morado y plata. Encaminose a la galería del virrey, y después de brindarle el toro con la frase «por vuecencia, su ascendencia, descendencia y toda la noble concurrencia», tomó pie frente a las gradas y a seis varas del pilancón que por ese lado tenía la monumental fuente de la plaza.

     Fray Pablo, que asistía a la lidia desde uno de los andamios del portal de Botoneros, se puso a gritar desaforadamente:

     -¡Quítate de ahí, negro jovero, que no tienes vuelo! Acuérdate de la lección y no me vayas a dejar feo.

     Pero Lorenzo Pizí no tuvo tiempo para atender observaciones y cambiar de sitio; porque el gateado, que era pegajoso y ligero de pies, se le vino al bulto, y después del primer pase de muleta, sin dar espacio al matador para franquear el pilancón y ponerse del lado del cuerno tuerto, revolvió con la rapidez de su nombre y en los pitones levantó ensartado el matachín.

     Un grito espantoso, lanzado a la vez por quince mil bocas, resonó en la plaza, sobresaliendo la voz del mercedario.

     -¡Zapateta! ¿No te lo dije, negro bruto? ¿No te lo dije? -y terciándose la capa brincó del andamio y a todo correr se dirigió al pilancón.

     El toro dejó sobre la arena al moribundo Pizí para arrojarse sobre el intruso fraile, quien con mucho desparpajo se quitó la capa blanca y se puso a sacarle suertes a la navarra, a la verónica y a la criolla, hasta cansar al bicho, dando así tiempo para que los chulos retirasen al malaventurado torero.

     Ante la gallardía con que fray Pablo burlaba a la fiera, el pueblo no pudo dejar de sentirse arrebatado de entusiasmo, y palmoteando lo lucido de las suertes, repetían todos:

     -¡Buena laya de fraile!

     Viven aún personas que asistieron a la corrida y que dicen no ha pisado el redondel capeador más eximio que fray Pablo Negrón.

     Muerto el Relámpago a traición, por los desgarretadores y el puntillero Beque, pues ni Esteban Corujo, que era el primer espada, tuvo coraje para estoquearlo, llevaron a nuestro fraile preso al convento de la Merced.

     Dicen que allí el comendador fray Mariano Durán reunió en la sala capitular a todos los padres graves, y que éstos, cirio en mano, trajeron a su escandaloso compañero, al que el Superior aplicó unos cuantos disciplinazos. Ítem, se le declaró suspenso de misa y demás funciones sacerdotales y se le prohibió salir del convento sin licencia de su prelado.

     Fray Pablo se fastidiaba soberanamente del encierro en los claustros y su salud empezó a decaer. Alarmados los conventuales, consultaron médicos, y éstos resolvieron que sin pérdida de minuto saliese de Lima el enfermo.

     Enviáronlo los buenos padres a tomar aires en la Magdalena, pueblecito distante dos millas de la ciudad, amonestándolo mucho para que no volviese a sacar suertes a los toros.

     Sermón perdido. Fray Pablo recobró la salud, como por ensalmo, tan luego como pudo ir de visita a Orbea, Matalechuzas y demás haciendas del valle y echar la capa al primer bicho con astas. Al fin encontrose con la horma de su zapato en un furioso berrendo que le dio tal testarada contra una tapia, que le dejó para siempre desconcertado un brazo y, por consiguiente, inutilizado para el capeo.

     Verdad es que, como a los músicos viejos, le quedó el compás y la afición, y su dictamen era consultado en toda cuestión intrincada de tauromaquia. El hombre era voto en la materia, y a haber vivido en tiempo de la república práctica, creada por el presidente D. Manuel Pardo -y cuyos democráticos frutos saborearán nuestros choznos-, habría figurado dignamente en una de las juntas consultivas que se inventaron; verbigracia, en la de instrucción pública o en la de demarcación territorial.



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Con días y ollas venceremos

     A principios de junio de 1821, y cuando acababan de iniciarse las famosas negociaciones o armisticio de Punchauca entre el virrey Laserna y el general San Martín, recibió el ejército patriota, acantonado en Huaura, el siguiente santo, seña y contraseña: Con días -y ollas- venceremos.

     Para todos, exceptuando Monteagudo, Luzuriaga, Guido y García del Río, el santo y seña era una charada estúpida, una frase disparatada; y los que juzgaban a San Martín más cristiana y caritativamente se alzaban de hombros murmurando: «¡Extravagancias del general!».

     Sin embargo, el santo y seña tenía malicia o entripado, y es la síntesis de un gran suceso histórico. Y de eso es de lo que me propongo hoy hablar, apoyando mi relato, más que en la tradición oral que he oído contar al amanuense de San Martín y a otros soldados de la patria vieja, en la autoridad de mi amigo el escritor bonaerense D. Mariano Pelliza, que a vuela pluma se ocupa del santo y seña en uno de sus interesantes libros.



I

     San Martín, por juiciosas razones que la historia consigna y aplaude, no quería deber la ocupación de Lima al éxito de una batalla, sino a los manejos y ardides de la política. Sus impacientes tropas, ganosas de habérselas cuanto antes con los engreídos realistas, rabiaban mirando la aparente pachorra del general; pero el héroe argentino tenía en mira, como acabamos de apuntarlo, pisar Lima sin consumo de pólvora y sin lo que para él importaba más, exponer la vida de sus soldados; pues en verdad no andaba sobrado de ellos.

     En correspondencia secreta y constante con los patriotas de la capital, confiaba en el entusiasmo y actividad de éstos para conspirar, empeño que había producido ya, entre otros hechos de importancia para la causa libertadora, la defección del batallón Numancia.

     Pero con frecuencia los espías y las partidas de exploración o avanzadas lograban interceptar las comunicaciones entre San Martín y sus amigos, frustrando no pocas veces el desarrollo de un plan. Esta contrariedad, reagravada con el fusilamiento que hacían los españoles de aquellos a quienes sorprendían con cartas en clave, traía inquieto y pensativo al emprendedor caudillo. Era necesario encontrar a todo trance un medio seguro y expedito de comunicación.

     Preocupado con este pensamiento, paseaba una tarde el general, acompañado de Guido y un ayudante, por la larga y única calle de Huaura, cuando, a inmediaciones del puente, fijó su distraída mirada en un caserón viejo que en el patio tenía un horno para fundición de ladrillos y obras de alfarería. En aquel tiempo, en que no llegaba por acá la porcelana hechiza, era éste lucrativo oficio; pues así la vajilla de uso diario como los utensilios de cocina eran de barro cocido y calcinado en el país, salvos tal cual jarrón de Guadalajara y las escudillas de plata, que ciertamente figuraban sólo en la mesa de gente acomodada.

     San Martín tuvo una de esas repentinas y misteriosas inspiraciones que acuden únicamente al cerebro de los hombres de genio, y exclamó para sí: «¡Eureka! Ya está resuelta la X del problema».

     El dueño de la casa era un indio entrado en años, de espíritu despierto y gran partidario de los insurgentes. Entendiose con él San Martín, y el alfarero se comprometió a fabricar una olla con doble fondo, tan diestramente preparada que el ojo más experto no pudiera descubrir la trampa.

     El indio hacía semanalmente un viajecito a Lima, conduciendo dos mulas cargadas de platos y ollas de barro, que aún no se conocían por nuestra tierra las de peltre o cobre estañado. Entre estas últimas y sin diferenciarse ostensiblemente de las que componían el resto de la carga, iba la olla revolucionaria, llevando en su doble fondo importantísimas cartas en cifra. El conductor se dejaba registrar por cuanta partida de campo encontraba, respondía con naturalidad a los interrogatorios, se quitaba el sombrero cuando el oficial del piquete pronunciaba el nombre de Fernando VII, nuestro amo y señor, y lo dejaban seguir su viaje, no sin hacerle gritar antes «¡Viva el rey! ¡Muera la patria!». ¿Quién demonios iba a imaginarse que ese pobre indio viejo andaba tan seriamente metido en belenes de política?

     Nuestro alfarero era, como cierto soldado, gran repentista o improvisador de coplas que, tomado prisionero por un coronel español, éste como por burla o para hacerlo renegar de su bandera le dijo:

     -Mira, palangana, te regalo un peso si haces una cuarteta con el pie forzado que voy a darte:

                                               Viva el séptimo Fernando                                 
con su noble y leal nación.

     -No tengo el menor conveniente, señor coronel -contestó el prisionero-. Escuche usted:

                                                     Viva el séptimo Fernando                                 
con su noble y leal nación;
pero es con la condición
de que en mí no tenga mando...
y venga mi patacón.


II

     Vivía el Sr. D. Francisco Javier de Luna Pizarro, sacerdote que ejerció desde entonces gran influencia en el país, en la casa fronteriza a la iglesia de la Concepción, y él fue el patriota designado por San Martín para entenderse con el ollero. Pasaba éste a las ocho de la mañana por la calle de la Concepción pregonando con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Ollas y platos! ¡Baratos! ¡Baratos!, que, hasta hace pocos años, los vendedores de Lima podían dar tema para un libro por la especialidad de sus pregones. Algo más. Casas había en que para saber la hora no se consultaba reloj, sino el pregón de los vendedores ambulantes.

     Lima ha ganado en civilización; pero se ha despoetizado, y día por día pierde todo lo que de original y típico hubo en sus costumbres.

     Yo he alcanzado esos tiempos en los que parece que, en Lima, la ocupación de los vecinos hubiera sido tener en continuo ejercicio los molinos de masticación llamados dientes y muelas. Juzgue el lector por el siguiente cuadrito de cómo distribuían las horas en mi barrio, allá cuando yo andaba haciendo novillos por huertas y murallas y muy distante de escribir tradiciones y dragonear de poeta, que es otra forma de matar el tiempo o hacer novillos.

     La lechera indicaba las seis de la mañana.

     La tisanera y la chichera de Terranova daban su pregón a las siete en punto.

     El bizcochero y la vendedora de leche-vinagre, que gritaba ¡a la cuajadita!, designaban las ocho, ni minuto más ni minuto menos.

     La vendedora de zanguito de ñajú y choncholíes marcaba las nueve, hora de canónigos.

     La tamalera era anuncio de las diez.

     A las once pasaban la melonera y la mulata de convento vendiendo ranfañote, cocada, bocado de rey, chancaquitas de cancha y de maní, y fréjoles colados.

     A las doce aparecían el frutero de canasta llena y proveedor de empanaditas de picadillo.

     La una era indefectiblemente señalada por el vendedor de ante con ante, la arrocera y el alfajorero.

     A las dos de la tarde la picaronera, el humitero y el de la rica causa de Trujillo atronaban con sus pregones.

     A las tres el melcochero, la turronera y el anticuchero o vendedor de bisteque en palito clamoreaban con más puntualidad que la Mariangola de la Catedral.

     A las cuatro gritaban la picantera y el de la piñita de nuez.

     A las cinco chillaban el jazminero, el de las caramanducas y el vendedor de flores de trapo, que gritaba: ¡Jardín, jardín! ¿Muchacha, no hueles?

     A las seis canturreaban el raicero y el galletero.

     A las siete de la noche pregonaban el caramelero, la mazamorrera y la champucera.

     A las ocho el heladero y el barquillero.

     Aún a las nueve de la noche, junto con el toque de cubrefuego, el animero o sacristán de la parroquia salía con capa colorada y farolito en mano pidiendo para las ánimas benditas del purgatorio o para la cera de Nuestro Amo. Este prójimo era el terror de los niños rebeldes para acostarse.

     Después de esa hora, era el sereno del barrio quien reemplazaba a los relojes ambulantes, cantando, entre piteo y piteo: «¡Ave María Purísima! ¡Las diez han dado! ¡Viva el Perú, y sereno!». Que eso sí, para los serenos de Lima, por mucho que el tiempo estuviese nublado o lluvioso, la consigna era declararlo ¡sereno! Y de sesenta en sesenta minutos se repetía el canticio hasta el amanecer.

     Y hago caso omiso de innumerables pregones que se daban a una hora fija.

     ¡Ah, tiempos dichosos! Podía en ellos ostentarse por pura chamberinada un cronómetro; pero para saber con fijeza la hora en que uno vivía, ningún reloj más puntual que el pregón de los vendedores. Ése sí que no discrepaba pelo de segundo ni había para qué limpiarlo o enviarlo a la enfermería cada seis meses. ¡Y luego la baratura! Vamos; si cuando empiezo a hablar de antiguallas se me va el santo al cielo y corre la pluma sobre el papel como caballo desbocado. Punto a la digresión, y sigamos con nuestro insurgente ollero.

     Apenas terminaba su pregón en cada esquina, cuando salían a la puerta todos los vecinos que tenían necesidad de utensilios de cocina.



III

     Pedro Manzanares, mayordomo del señor Luna Pizarro, era un negrito retinto, con toda la lisura criolla de los budingas y mataperros de Lima, gran decidor de desvergüenzas, cantador, guitarrista y navajero, pero muy leal a su amo y muy mimado por éste. Jamás dejaba de acudir al pregón y pagar un real por una olla de barro; pero al día siguiente volvía a presentarse en la puerta, utensilio en mano, gritando: «Oiga usted, so cholo ladronazo, con sus ollas que se chirrean toditas... Ya puede usted cambiarme esta que le compré ayer, antes de que se la rompa en la tutuma para enseñarlo a no engañar al marchante. ¡Pedazo de pillo!».

     El alfarero sonreía como quien desprecia injurias, y cambiaba la olla.

     Y tanto se repitió la escena de compra y cambio de ollas y el agasajo de palabrotas, soportadas siempre con paciencia por el indio, que el barbero de la esquina, andaluz entrometido, llegó a decir una mañana:

     -¡Córcholis! ¡Vaya con el cleriguito para cominero! Ni yo, que soy un pobre de hacha, hago tanta alharaca por un miserable real. ¡Recórcholis! Oye, macuito. Las ollas de barro y las mujeres que también son de barro, se toman sin lugar a devolución, y el que se lleva chasco ¡contracórcholis! se mama el dedo meñique, y ni chista ni mista y se aguanta el clavo, sin molestar con gritos y lamentaciones al vecindario.

     -Y a usted, so godo de cuernos, cascabel sonajero, ¿quién le dio vela en este entierro? -contestó con su habitual insolencia el negrito Manzanares-. Vaya usted a desollar barbas y cascar liendres, y no se meta en lo que no le va ni le viene, so adefesio en misa de una, so chapetón embreado y de ciento en carga...

     Al oírse apostrofar así, se le avinagró al andaluz la mostaza, y exclamó ceceando:

     -¡María Zantícima! Hoy me pierdo... ¡Aguárdate, gallinazo de muladar!

     Y echando mano al puñalito o limpiadientes, se fue sobre Perico Manzanares, que sin esperar la embestida se refugió en las habitaciones de su amo. ¡Quién sabe si la camorra entre el barbero y el mayordomo habría servido para despertar sospechas sobre las ollas; que de pequeñas causas han surgido grandes efectos! Pero, afortunadamente, ella coincidió con el último viaje que hizo el alfarero trayendo olla contrabandista: pues el escándalo pasó el 5 de julio, y al amanecer del siguiente día abandonaba el virrey Laserna la ciudad, de la cual tomaron posesión los patriotas en la noche del 9.

     Cuando el indio, a principios de junio, llevó a San Martín la primera olla devuelta por el mayordomo del Sr. Luna Pizarro, hallábase el general en su gabinete dictando la orden del día. Suspendió la ocupación, y después de leer las cartas que venían en el doble fondo, se volvió a sus ministros García del Río y Monteagudo y les dijo sonriendo:

     -Como lo pide el suplicante.

     Luego se aproximó al amanuense y añadió:

     -Escribe, Manolito, santo, seña y contraseña para hoy: Con días -y ollas- venceremos.

     La victoria codiciada por San Martín era apoderarse de Lima sin quemar pólvora; y merced a las ollas que llevaban en el vientre ideas más formidables siempre que los cañones modernos, el éxito fue tan espléndido, que el 28 de julio se juraba en Lima la Independencia y se declaraba la autonomía del Perú. Junín y Ayacucho fueron el corolario.



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Pan, queso y raspadura

I

     El mes de diciembre de 1821 principiaba tomando el ejército español, mandado personalmente por el virrey La-Serna la ofensiva sobre el ejército patriota, a órdenes del bravo general Sucre, ese Bayardo de la América.

     Ambos ejércitos marchaban paralelamente y casi a la vista, separados por el caudaloso río Pampas, y cambiándose de vez en cuando algunos tiros. El jefe español se proponía, ante todo, cortar la comunicación de los patriotas con Lima, a la vez que forzar a éstos a descender al llano abandonando las crestas de Matará.

     Sucre, comprendiendo el propósito del enemigo, se apresuró a ganar el día 3 la quebrada de Corpahuaico; y habían avanzado camino en ella las divisiones de vanguardia y centro, cuando la retaguardia fue bruscamente atacada por las tropas de Valdez, el más inteligente y prestigioso de los generales españoles. Los patriotas perdieron en esa jornada todo el parque, uno de los cañones que formaban su artillería y cerca de trescientos hombres. El desastre habría sido trascendental si el batallón Vargas, mandado por el comandante Trinidad Morán, no hubiera desplegado heroica bizarría, dando con su resistencia tiempo para que el ejército acabase de pasar el peligroso desfiladero.

     ¡Triste burla de la suerte! Treinta años después, el 3 de diciembre de 1854, el general D. Trinidad Morán era fusilado en la plaza de Arequipa, en el mismo día aniversario de aquel en que salvó al ejército patriota y con él acaso la independencia de América.

     El 8 las tropas realistas, ocupando las alturas de Pacaicasa y del Cundurcunca (cuello de cóndor), tenían cortada para los patriotas la comunicación con el valle de Jauja. Los independientes tomaban posiciones primero en Tambo-Cangallo, después en el pueblecito de Quinua, a cuatro leguas de Huamanga, y finalmente, a la falda del Cundurcunca, Retirarse sobre Ica o retroceder camino del Cuzco era, si no imposible, plan absurdo.

     El ejército del virrey se componía de doce batallones de infantería, cinco cuerpos de caballería y catorce cañones. Su fuerza efectiva era de nueve mil trescientos hombres.

     Los patriotas contaban sólo con diez batallones, cuatro regimientos de caballería y un cañón que, como recuerdo glorioso, se conservaba hasta 1881 en el museo del cuartel de artillería de Lima. Total, cinco mil ochocientos hombres.

     Inmensa, como se ve, era la superioridad de los españoles; pero cada hora que corría sin combatir hacía más aflictiva la situación del reducido ejército patriota en el que, para mayor conflicto, sólo había carne para racionar a la tropa por uno o dos días más.

     El general La-Mar se dirigió a una choza de pastores que servía de alojamiento a Sucre. Éste le tendió afectuosamente la mano y le dijo:

     -¡Y bien, compañero! ¿Qué haría usted en mi condición?

     -Dar mañana la batalla, y vencer o morir -contestó La-Mar.

     -Pienso lo mismo, y me alegro de que no haya discrepancia en nuestra manera de apreciar la situación.

     Y Sucre salió a la puerta de la choza, llamó a su ayudante y le dio orden de convocar inmediatamente para una junta de guerra a los principales jefes del ejército.

     Una hora después, los generales Sucre, La-Mar, Córdova, Miller, Lara y Gamarra, que era el jefe de Estado Mayor, y los comandantes de cuerpo se encontraban congregados a la puerta de la choza, sentados sobre tambores e improvisados taburetes de campaña.



II

     Una ligera noticia biográfica de los principales miembros de la junta de guerra paréceme que viene aquí como anillo en dedo.

     Antonio José de Sucre nació en Cumaná en 1793, y desde la edad de diez y seis años se enroló en las filas patriotas. En 1813 mandaba ya un batallón. Desde la batalla de Pichincha empezó a figurar como general en jefe. Siendo, en 1828, presidente de Bolivia, envió su poder a un amigo para contraer matrimonio, en Quito, con la marquesa de Solanda, y ¡curiosa coincidencia! el mismo día, 18 de abril, en que se celebraba la ceremonia nupcial, era Sucre herido, en Chuquisaca, al sofocar un movimiento revolucionario. El gran mariscal de Ayacucho fue villanamente asesinado el 4 de junio de 1830, en la montaña de Berruecos.

     D. José de La-Mar nació en Guayaquil en 1777, y fue llevado por uno de sus deudos a un colegio de Madrid. En 1794, entró en la carrera militar e hizo la campaña del Rosellón al lado del limeño conde de la Unión que mandaba en jefe el ejército español. En el sitio de Zaragoza era ya coronel y muy querido de Palafox. Defendiendo un fuerte cayó mortalmente herido, y su curación fu penosísima. En Valencia mandó después un cuerpo de cuatro mil hombres y, tomado prisionero, el mariscal Soult lo remitió al depósito de Dijón. En 1814, Fernando VII lo ascendió a general y lo envió al Perú con alto destino militar. En 1823 elevó su renuncia ante el virrey La-Serna, y aceptada por éste y desligado de todo compromiso con España, tomó servicio en favor de la causa americana. Presidente constitucional del Perú, en 1828, fue derrocado por la más injustificable revolución, y murió desterrado en San José de Costa Rica, en 1830.

     El granadino José María Córdova nació en 1800, y en 1822 era general de brigada en premio de su bravura en Boyacá y otros combates. En el mismo campo de Ayacucho fue ascendido a general de división, y cuando acompañando a Bolívar en su paseo triunfal hasta Potosí, el vecindario del Cuzco obsequió al libertador una corona de oro y piedras preciosas, éste no la aceptó y la puso sobre la cabeza de Córdova. La guerra civil se enseñoreó de Colombia en 1829, y Córdova fue asesinado después de una derrota.

     Agustín Gamarra nació en el Cuzco en 1785, y aunque sus padres pretendieron hacer de él un teólogo, abandonó el colegio y sentó plaza de cadete en el ejército español, alcanzando en él hasta comandante. Proclamada en 1821 la independencia, tomó servicio con los patriotas, que lo reputaban, después de Sucre y La-Mar, como el militar más competente en materia de organización, disciplina y estrategia. Entrado ya el Perú en el régimen constitucional, fue perenne perturbador del orden y vivió siendo siempre o presidente o conspirador. Tuvo gloriosa muerte en el campo de batalla de Ingavi, en 1840.



III

     La junta de guerra decidió por unanimidad de votos dar la batalla en la mañana del siguiente día.

     Terminada la sesión, Sucre llamó a su asistente y le dijo: «Sirve las once a estos caballeros».

     Y volviéndose a sus compañeros de junta, añadió: «Conténtense ustedes con mis pobrezas, que para festines tiempo queda si Dios nos da mañana la victoria y una bala no nos corta el resuello».

     Y el asistente puso sobre un tambor una botella de aguardiente, un trozo de queso, varios panes y una chancaca.

     -¡Banquete de príncipes golosos! -exclamó Córdova.

     -No moriremos de indigestión -dijo La-Mar, poniendo una rebanada de queso dentro de un pan y cortando con el cuchillo un trocito de chancaca.

     A este tiempo el coronel O'Connor, primer ayudante de Estado Mayor, se acercó a Sucre, preguntándole:

     -Mi general, ¿quiere usía dictarme el santo y seña que se ha de comunicar al ejército?

     -¡Ahítate, glotón! Pan, queso y raspadura(5) -continuó diciendo La-Mar y pasando a Miller la ración que acababa de arreglar.

     -¡Pan, queso y raspadura! -repitió el gallardo inglés aceptando el agasajo-. ¡Very well! ¡Muchas gracias!

     Sucre se volvió hacia Miller, y le dijo sonriendo:

     -¿Qué ha dicho usted, general?

     -¡Nothing! ¡Nada! ¡Nada! Pan, queso y raspadura...

     -Coronel O'Connor, ahí tiene usted el santo, seña y contraseña precursores del triunfo.

     Y sacando Sucre del bolsillo su librito de memorias, arrancó una página y escribió sobre ella con lápiz:

PAN, QUESO Y RASPADURA



     Tal fue el santo, seña y contraseña del ejército patriota al romperse los fuegos en el campo de Ayacucho.



IV

     La batalla de Ayacucho tuvo, al iniciarse, todos los caracteres de un caballeresco torneo.

     A las ocho de la mañana del 9 de diciembre el bizarro general Monet se aproximó con un ayudante al campo patriota, hizo llamar al no menos bizarro Córdova, y le dijo:

     -General, en nuestro ejército como en el de ustedes hay jefes y oficiales ligados por vínculos de familia o de amistad íntima: ¿sería posible que, antes de rompernos la crisma, conversasen y se diesen un abrazo?

     -Me parece, general, que no habrá inconveniente. Voy a consultarlo -contestó Córdova.

     Y envió a su ayudante donde Sucre, quien en el acto acordó el permiso.

     Treinta y siete peruanos entre jefes y oficiales, y veintiséis colombianos, desciñéndose la espada, pasaron a la línea neutral donde, igualmente sin armas, los esperaban ochenta y dos españoles.

     Después de media hora de afectuosas expansiones regresaron a sus respectivos campamentos, donde los aguardaba el almuerzo.

     Concluido éste, los españoles, jefes, oficiales y soldados, se vistieron de gran parada, en lo que los patriotas no podían imitarlos por no tener más ropa que la que llevaban puesta.

     Sucre vestía levita azul cerrada con una hilera de botones dorados, sin banda, faja ni medallas, pantalón azul, charreteras de oro y sombrero apuntado con orla de pluma blanca. El traje de La-Mar se diferenciaba en que vestía casaca azul en lugar de levita. Córdova tenía el mismo uniforme de Sucre y, en vez de sombrero apuntado, un jipijapa de Guayaquil.

     A las diez volvió a presentarse Monet, a cuyo encuentro adelantó Córdova.

     -General -le dijo aquél-, vengo a participarle que vamos a principiar la batalla.

     -Cuando ustedes gusten, general -contestó el valiente colombiano-. Esperaremos para contestarle a que ustedes rompan los fuegos.

     Ambos generales se estrecharon la mano y volvieron grupas.

     No pudo llevarse más adelante la galantería por ambas partes.

     A los americanos nos tocaba hacerlos honores de la casa, no quemando los primeros cartuchos mientras los españoles no nos diesen el ejemplo.

     En Ayacucho se repitió aquello de: A vous, messieurs les anglaises, que nous sommes chez nous.



V

     A poco más de las diez de la mañana, la división Monet, compuesta de los batallones Burgos, Infante, Guías y Victoria, a la vez que la división Villalobos formada por los batallones Gerona, Imperial y Fernandinos, empezaron a descender de las alturas sobre la derecha y centro de los patriotas.

     La división Valdez, organizada con los batallones Cantabria, Centro y Castro, había dado un largo rodeo y aparecía ya por la izquierda. La caballería, al mando de Ferraz, constaba de los húsares de Fernando VII, dragones de la Unión, granaderos de la Guardia y escuadrones de San Carlos y de alabarderos. Las catorce piezas de artillería estaban también convenientemente colocadas.

     Los patriotas esperaban el ataque en línea de batalla. El ala derecha era mandada por Córdova y se componía de los batallones Bogotá, Voltíjeros, Caracas y Pichincha. La división del general Lara, con los batallones Vargas, Rifles y Vencedores, ocupaba el centro. La-Mar, con los cuatro cuerpos peruanos, sostenía la izquierda. La caballería, a órdenes de Miller, se componía de los húsares de Junín y de Colombia y de los granaderos de Buenos Aires.

     Cada batallón de la infantería española constaba de ochocientas plazas por lo menos, y entre los patriotas raro era el cuerpo que excedía de la mitad de esa cifra.

     Sucre, en su brioso caballo de batalla, recorría la línea, y deteniéndose en el centro de ella, dijo con entonación de voz que alcanzó a repercutir en los extremos:

     -¡Soldados! De los esfuerzos de hoy pende la suerte de la América del Sur. ¡Que otro día de gloria corone vuestra admirable constancia!

     Y espoleando su fogoso corcel, se dirigió hacia el ala que ocupaban los peruanos.

     La-Mar, el adalid sin miedo y sin mancilla, alentó a sus tropas con una proclama culta, a la vez que entusiasta y breve, y que ni la historia ni la tradición han cuidado de conservar.

     Los batallones contestaron con un estruendoso ¡viva el Perú!, y rompieron el fuego sobre la división Valdez que había tomado ya la iniciativa del combate. Era en esa ala donde la victoria debía disputarse más reñidamente.

     Entretanto la división Monet avanzaba sobre la de Córdova, y el coronel Guas, que mandaba el antiguo batallón Numancia, cuyo nombre cambió Bolívar con el de Voltíjeros, dijo a sus soldados:

     -¡Numantinos! Ya sabéis que para vosotros no hay cuartel. ¡Ea! A vencer o morir matando.

     Sucre, que acudía con oportunidad allí donde su presencia era necesaria, le gritó a Córdova:

     -General, tome usted la altura y está ganada la batalla.

     El valiente Córdova, ese gallardo paladín de veinticuatro años, por toda respuesta se apeó del caballo y, alzando su sombrero de jipijapa(6) en la punta de su espada, dio esta original voz de mando:

     -¡División! ¡De frente! ¡Arma a discreción y paso de vencedores!

     Y dando una irresistible carga a la bayoneta, sostenido por la caballería de Miller que acuchillaba sin piedad a los húsares de Fernando VII, sembró pronto el pánico en la división Monet.

     Sospecho que también la historia tiene sus pudores de niña melindrosa. Ella no ha querido conservar la proclama del general Lara a la división del centro, proclama eminentemente cambrónica; pero la tradición no la ha olvidado, y yo, tradicionista de oficio, quiero consignarla. Si peco en ello, pecaré con Víctor Hugo; es decir, en buena compañía.

     La malicia del lector adivinará los vocablos que debe sustituir a los que yo estampo en letra bastardilla. Téngase en cuenta que la división Lara se componía de llaneros y gente cruda a la que no era posible entusiasmar con palabritas de salón.

     -¡Zambos del espantajo! -les gritó-. Al frente están los godos puchueleros. El que manda la batalla es Antonio José de Sucre que, como saben ustedes, no es ningún cangrejo. Conque así, apretarse los calzones y..... ¡a ellos!

     Y no dijo más, y ni Mirabeau habría sido más elocuente.

     Y tan furiosa fue la arremetida sobre la división Villalobos, en la cual venía el virrey, que el batallón Vargas no sólo alcanzó a derrotar el centro enemigo, sino que tuvo tiempo para acudir en auxilio de La-Mar, cuyos cuerpos empezaban a ceder terreno ante el bien disciplinado coraje de los soldados de Valdez.

     Secundó a Vargas el regimiento húsares de Colombia, cuyo jefe, el coronel venezolano Laurencio Silva, cayó herido. Llevado al hospital y puesto un vendaje a la herida, preguntó al cirujano:

     -Dígame, socio... ¿Cree usted que moriré de ésta?

     -Lo que es morir me parece que no; pero tiene usted lo preciso para pasar algunos meses bien divertido.

     -¡Ah! Pues si no muero de ésta, venga mi caballo, que todavía hay jarana para un cuarto de hora y quiero estar en ella hasta el conchito. Y con agilidad suma, sin escuchar las reflexiones de su amigo el cirujano, saltó sobre el caballo y volvió a meterse en lo recio del fuego.

     ¡Qué hombres, Cristo mío! ¡Qué hombres! Setenta minutos de batalla, casi toda cuerpo a cuerpo, empleando los patriotas el sable y la bayoneta más que el fusil, pues desde Corpaguaico, donde perdieron el parque, se hallaban escasos de pólvora (cincuenta y dos cartuchos por plaza), bastaron para consumar la independencia de América.



VI

     A las doce del día el virrey La-Serna, ligeramente herido en la cabeza, se encontraba prisionero de los patriotas, y ¡lo que son las ironías del destino! en ese mismo día, a esa misma hora, en Madrid, el rey D. Fernando VII firmaba para La-Serna el título de conde de los Andes.

     La rivalidad entro Canterac, favorito del virrey y jefe de Estado Mayor de los españoles, y Valdez, el más valiente, honrado y entendido de los generales realistas, influyó algo para la derrota. El plan de batalla fue acordado sólo entre La-Serna y Canterac, yal ponerlo en conocimiento de Valdez tres horas antes de iniciarse el combate, éste murmuró al oído del coronel del Cantabria, que era su íntimo amigo:

     -¡Nos arreglaron los insurgentes! Ese plan de batalla han podido urdirlo dos frailes gilitos, pero no dos militares. Los enemigos nos habrán hecho flecos antes de que lleguemos a la falda del cerro, y aun superado este inconveniente, no nos dejarán formar línea ordenada de batalla. En fin, soldado soy y mi obligación es ir sin chistar al matadero y cumplir, como Dios me ayude, con mi rey y con mi patria.

     -¿Qué hacer, mi general? -contestó el jefe del Cantabria estrechando la mano de su superior-. ¡Caro vamos a pagar las francesadas de Canterac!

     Desbandada su división que, en justicia sea dicho, se batió admirablemente, Valdez descabalgó y, sentándose sobre una piedra, dijo con estoicismo:

     -Esta comedia se la llevó el demonio. ¡Canario! De aquí no me muevo y aquí me matan.

     Un grupo de sus soldados, de quienes era muy querido, lo tomó en peso y consiguió transportarlo algunas cuadras fuera del campo.

     A la caída del sol, Canterac firmaba la capitulación de Ayacucho, y tres días más tarde dirigía a Simón Bolívar esta carta, que acaso medio siglo después trajo a la memoria Napoleón III al rendirse prisionero en Sedán:

     «Excmo. Sr. libertador D. Simón Bolívar: Como amante de la gloria, aunque vencido, no puedo menos que felicitar a vuecelencia por haber terminado su empresa en el Perú con la jornada de Ayacucho. Con este motivo tiene el honor de ofrecerse a sus órdenes y saludarle, en nombre de los generales españoles, su afectísimo y obsecuente servidor que sus manos besa. -José de Canterac.- Guamanga a 12 de diciembre de 1824».



VII

     A las dos de la tarde, fatigado por la sangrienta al par que gloriosa faena del día, llegó el general Miller a la puerta de la tienda de Sucre, donde sólo encontró al leal asistente.

     -Pancho -le dijo el alegre inglés-, dame un traguito de algo que refresque y un bocado para comer.

     El asistente le contestó:

     -Mi general, dispense usía si no le ofrezco otra cosa que lo mismo de ayer: un sorbo de aguardiente, pan, queso y raspadura.

     -Hombre, guárdate la raspadura y tráeme lo demás, que para raspadura basta con la que hemos dado a los godos.



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El fraile y la monja del Callao

     Escribo esta tradición para purgar un pecado gordo que contra la historia y la literatura cometí cuando muchacho.

     Contaba diez y ocho años y hacía pinicos de escritor y de poeta. Mi sueño dorado era oír entre los aplausos de un público bonachón los destemplados gritos «¡el autor! ¡el autor!». A esa edad todo el monte antojábaseme orégano y cominillo, e imaginábame que con cuatro coplas mal zurcidas y una docena de articulejos peor hilvanados había puesto una pica en Flandes y otra en Jerez. Maldito si ni por el forro consultaba clásicos, ni si sabía por experiencia propia que los viejos pergaminos son criadero de polilla. Casi casi me habría atrevido a dar quince y raya al más entendido en materias literarias, siendo yo entonces uno de aquellos zopencos que, por comer pan en lugar de bellota, ponen al Quijote por las patas de los caballos, llamándolo libro disparatado y sin pies ni cabeza. ¿Por qué? Porque sí. Este porque sí será una razón de pie de banco, una razón de incuestionable y caprichosa brutalidad, convengo; pero es la razón que alegamos todos los hombres a falta de razón.

     Como la ignorancia es atrevida, echeme a escribir para el teatro; y así Dios me perdone si cada uno de mis engendres dramáticos no fue puñalada de pícaro al buen sentido, a las musas y a la historia. Y sin embargo, hubo público bobalicón que llamara a la escena al asesino poeta y que, en vez de tirarle los bancos a la cabeza, le arrojara coronitas de laurel hechizo. Verdad es que por esos tiempos no era yo el único malaventurado que con fenomenales producciones desacreditaba el teatro nacional, ilustrado por las buenas comedias de Pardo y de Segura. Consuela ver que no es todo el sayal alforjas.

     Titulábase uno de mis desatinos dramáticos Rodil, especie de alacrán de cuatro colas o actos, y ¡sandio de mí! fuí tan bruto que no sólo creí a mi hijo la octava maravilla, sino que ¡mal pecado! consentí en que un mi amigo, que no tenía mucho de lo de Salomón, lo hiciera poner en letras de molde. ¡Qué tinta y qué papel tan mal empleados!

     Aquello no era drama ni piñón mondado. Versos ramplones, lirismo tonto, diálogo extravagante, argumento inverosímil, lances traídos a lazo, caracteres imposibles, la propiedad de la lengua tratada a puntapiés, la historia arreglada a mi antojo y... vamos, aquello era un mamarracho digno de un soberbio varapalo. A guisa, pues, de protesta contra tal paternidad escribo esta tradición, en la que, por lo menos, sabré guardar respetos a los fueros de la historia y la sombra de Rodil no tendrá derecho para querellarse de calumnia y dar de soplamocos a la mía cuando ambas se den un tropezón en el valle de Josafat.

     «¡Basta de preámbulo y al hecho!», exclamó el presidente de un tribunal, interrumpiendo a un abogado que se andaba con perfiles y rodeos en un alegato sobre filiación o paternidad de un mamón. El letrado dijo entonces de corrido: «El hecho es un muchacho hecho: el que lo ha hecho niega el hecho: he aquí el hecho».



I

     Con la batalla de Ayacucho quedó afianzada la independencia de Sud-América. Sin embargo, y como una morisqueta de la Providencia, España dominó por trece meses más en una área de media legua cuadrada. La traición del sargento Moyano, en febrero de 1824, había entregado a los realistas una plaza fuerte y bien guarnecida y municionada. El pabellón de Castilla flameaba en el Callao, y preciso es confesar que la obstinación de Rodil en defender este último baluarte de la monarquía rayó en heroica temeridad. El historiador Torrente, que llama a Rodil el nuevo Leonidas, dice que hizo demasiado por su gloria de soldado, Stévenson y aun García Camba convienen en que Rodil fue cruel hasta la barbarie, y que no necesitó mantener una resistencia tan desesperada para dejar su reputación bien puesta y a salvo el honor de las armas españolas.

     Sin esperanzas de que llegasen en su socorro fuerzas de la península, ni de que en el país hubiese una reacción en favor del sistema colonial, viendo a sus compañeros desaparecer día a día, diezmados por el escorbuto y por las balas republicanas, no por eso desmayó un instante la indomable terquedad del castellano del Callao.

     Mucho hemos investigado sobre el origen del nombre Callao que lleva el primer puerto de la república, y entre otras versiones, la más generalizada es la de que viene por la abundancia que hay en su playa del pequeño guijarro llamado por los marinos zahorra o callao.

     A medida que pasan los años, la figura de Rodil toma proporciones legendarias. Más que hombre, parécenos ser fantástico que encarnaba una voluntad de bronce en un cuerpo de acero. Siempre en vigilia, jamás pudieron los suyos saber cuáles eran las horas que consagraba al reposo, y en el momento más inesperado se aparecía como fantasma en los baluartes y en la caserna de sus soldados. Ni la implacable peste que arrebató a seis mil de los moradores del Callao lo acometió un instante; pues Rodil había empleado el preservativo de hacerse abrir fuentes en los brazos.

     Rodil era gallego y nacido en Santa María del Trovo. Alumno de la universidad de Santiago de Galicia, donde estudiaba jurisprudencia, abandonó los claustros junto con otros colegiales, y en 1808 sentó plaza en el batallón de cadetes literarios. En abril de 1817 llegó al Perú con el grado de primer ayudante del regimiento del Infante. Ascendido poco después a comandante, se le encomendó la formación del batallón Arequipa. Rodil se posesionó con los reclutas de la solitaria islita del Alacrán, frente a Arica, donde pasó meses disciplinándolos, hasta que Osorio lo condujo a Chile. Allí concurrió Rodil, mandando el cuerpo que había creado, a las batallas de Talca, Cancharayada y Maypú.

     Regresó al Perú, tomando parte activa en la campaña contra los patriotas, y salió herido el 7 de julio de 1822 en el combate de Pucarán.

     Al encargarse del gobierno político y militar del Callao en 1824 el brigadier D. José Ramón Rodil, hallábase condecorado con las cruces de Somorso, Espinosa de los Monteros, San Payo, Tumames, Medina del Campo, Tarifa, Pamplona y Cancharayada, cruces que atestiguaban las batallas en que había tenido la suerte de encontrarse entre los vencedores. Sitiado el Callao por las tropas de Bolívar, al mando del general Salom, y por la escuadra patriota, que disponía de 171 cañones, fue verdaderamente titánica la resistencia. La historia consigna la para Rodil decorosa capitulación de 23 de enero de 1826, en que el bravo jefe español, vestido de gran uniforme y con los honores de ordenanza, abandonó el castillo para embarcarse en la fragata de guerra inglesa Briton. El general La-Mar, que era, valiéndome de una feliz expresión del inca Garcilaso, un caballero muy caballero en todas sus cosas, tributó en esta ocasión justo homenaje al valor y la lealtad de Rodil, que desde el 1.º de marzo de 1824, en que reemplazó a Casariego en el mando del Callao, hasta enero de 1826 casi no pasó día sin combatir.

     Rodil tuvo durante el sitio que desplegar una maravillosa actividad, una astucia sin límites y una energía incontestable para sofocar complots. En sólo un día fusiló treinta y seis conspiradores, acto de crueldad que lo rodeó de terrorífico y aun supersticioso respeto. Uno de los fusilados en esa ocasión fue Frasquito, muchacho andaluz muy popular por sus chistes y agudezas y que era el amanuense de Rodil.

     El general Canterac (que tan tristemente murió en 1835 al apaciguar en Madrid un motín de cuartel) fue comisionado por el virrey conde de los Andes para celebrar el tratado de Ayacucho, y en él se estipuló la inmediata entrega de los castillos. Al recibir Rodil la carta u oficio en que Canterac le transcribía el artículo de la capitulación concerniente al Callao, exclamó furioso: «¡Canario! Que capitulen ellos que se dejaron derrotar, y no yo. ¿Abogaderas conmigo? Mientras tenga pólvora y balas, no quiero dimes ni diretes con esos p... ícaros insurgentes».



II

     Durante el sitio disparó sobre el campamento de Bellavista, ocupado por los patriotas, 79.553 balas de cañón, 451 bombas, 908 granadas, y 34.713 tiros de metralla, ocasionando a los sitiadores la muerte de siete Oficiales y ciento dos individuos de tropa, y seis oficiales y sesenta y dos soldados heridos. Los patriotas por su parte no anduvieron cortos en la respuesta, y lanzaron sobre las fortalezas 20.327 balas de cañón, 317 bombas e incalculable cantidad de metralla.

     Al principiarse el sitio contaba Rodil en los castillos una guarnición de 2.800 soldados, y el día de la capitulación sólo tuvo 376 hombres en estado de manejar una arma. El resto había sucumbido al rigor de la peste y de las balas republicanas. En las calles del Callao, donde un año antes pasaban de 8.000 los asilados o partidarios del rey, apenas si llegaban a 700 almas las que presenciaron el desenlace del sitio. Según García Camba, fueron 6.000 las víctimas del escorbuto y 767 los que murieron combatiendo.

     En los primeros meses del sitio Rodil expulsó de la plaza 2.389 personas. El gobierno de Lima resolvió no admitir más expulsados, y viose el feroz espectáculo de infelices mujeres que no podían pasar al campamento de Miranaves ni volver a la plaza, porque de ambas partes se las rechazaba a balazos. Las desventuradas se encontraban entre dos fuegos y sufriendo angustias imposibles de relatarse por pluma humana. He aquí lo que que sobre este punto dice Rodil en el curioso manifiesto que publicó en España, sin alcanzar ciertamente a disculpar un hecho ajeno de todo sentimiento de humanidad.

     «Yo que necesitaba aminorar la población para suspender consumos que no podían reponerse, mandé que los que no pudieran subsistir con sus provisiones o industria saliesen del Callao. Esta orden fue cumplida con prudencia, con pausa y con buen éxito. La noticia de los primeros que emigraron fue animando a los que carecían de recursos para vivir en la población, y en cuatro meses me descargué de 2.389 bocas inútiles. Los enemigos, a la decimacuarta emigración de ellas entendieron que su conservación me sería nociva, y tentaron no admitirlas con esfuerzo inhumano. Yo las repelí decisivamente».

     Inútil es hacer sobre estas líneas apreciaciones que están en la conciencia de todos los espíritus generosos. Si indigna hasta la barbarie y ajena del carácter compasivo de los peruanos fue la conducta del sitiador, no menos vituperable encontrará el juicio de la historia la conducta del gobernador de la plaza.

     Rodil estaba resuelto a prolongar la resistencia; pero su coraje desmayó cuando en los primeros días de enero de 1826 se vio abandonado por su íntimo amigo el comandante Ponce de León, que se pasó a las filas patriotas, y por el comandante Riera, gobernador del castillo de San Rafael, quien entregó esta fortaleza a los republicanos. Ambos poseían el secreto de las minas que debían hacer explosión cuando los patriotas emprendiesen un asalto formal. Ellos conocían en sus menores detalles todo el plan de defensa imaginado por el impertérrito brigadier. La traición de sus amigos y tenientes había venido a hacer imposible la defensa.

     El 11 de enero se dio principio a los tratados que terminaron con la capitulación del 23 honrosa para el vencido y magnánima para el vencedor.

     Las banderas de los regimientos Infante, D. Carlos y Arequipa, cuerpos muy queridos para Rodil, le fueron concedidas para que se las llevase a España. De las nueve banderas españolas tomadas en el Callao, dispuso el general La-Mar que una se enviase al gobierno de Colombia, que cuatro se guardasen en la catedral de Lima, y las otras cuatro en el templo de Nuestra Señora de las Mercedes, patrona de las armas peruanas.

     ¿Se conservan tan preciosas reliquias? Ignoro, lector, el contenido de la pregunta.



III

     Vuelto Rodil a su patria, lo trataron sus paisanos con especial distinción y fue el único de los que militaron en el Perú a quien no aplicaron el epíteto de ayacucho con que se bautizó en España a los amigos políticos de Espartero. Rodil figuró, y en altísima escala, en la guerra civil de cristinos y carlistas; y como no nos hemos propuesto escribir una biografía de este personaje, nos limitaremos a decir que obtuvo los cargos más importantes y honoríficos. Fue general en jefe del ejército que afianzó sobre las sienes de doña María de la Gloria la corona de Portugal. Tuvo después el mando del ejército que defendió los derechos de Isabel II al trono de España, aunque le asistió poca fortuna en las operaciones militares de esta lucha, que sólo terminó cuando Espartero eclipsó el prestigio de Rodil.

     Fue virrey de Navarra, marqués de Rodil y sucesivamente capitán general de Extremadura, Valencia, Aragón y Castilla la Nueva, diputado a Cortes, ministro de la Guerra, presidente del Consejo de ministros, senador de la Alta Cámara, prócer del reino, caballero de collar y placa de la orden de la Torre y Espada, gran cruz de las de Isabel la Católica y Carlos III, y caballero con banda de las de San Fernando y San Hermenegildo. Entre él y Espartero existió siempre antagonismo político y aun personal, habiendo llegado a extremo tal, que en 1815, siendo ministro el duque de la Victoria, hizo juzgar a Rodil en consejo de guerra y lo exoneró de sus empleos, honores, títulos y condecoraciones. Al primer cambio de tortilla, a la caída de Espartero, el nuevo ministro amnistió a Rodil, devolviéndole su clase de capitán general y demás preeminencias.

     El marqués de Rodil no volvió desde entonces a tornar parte activa en la política española y murió en 1861.

     Espartero murió en enero de 1879, de más de ochenta años de edad.



IV

     Desalentados los que acompañaban a Rodil y convencidos de la esterilidad de esfuerzos y sacrificios, se echaron a conspirar contra su jefe. El presidente marqués de Torre-Tagle y su vicepresidente D. Diego Aliaga, los condes de San Juan de Lurigancho, de Castellón y de Fuente- González, y otros personajes de la nobleza colonial, habían muerto víctimas del escorbuto y de la disentería que se desarrollan en toda plaza mal abastecida. Los oficiales y tropa estaban sometidos a ración de carne de caballo, y sobrándoles el oro a los sitiados, pagaban a precios fabulosos un panecillo o una fruta. El marqués de Torre-Tagle, moribundo ya del escorbuto, consiguió tres limones ceutíes en cambio de otros tantos platillos de oro macizo, y llegó época en que se vendieron ratas como manjar delicioso.

     Por otra parte, las cartas y proclamas de los patriotas penetraban misteriosamente en el Callao alentando a los conspiradores. Hoy descubría Rodil una conspiración, e inmediatamente, sin fórmulas ni proceso, mandaba fusilar a los comprometidos, y mañana tenía que repetir los castigos de la víspera. Encontrando muchas veces un traidor en aquel que más había alambicado antes su lealtad a la causa del rey, pasó Rodil por el martirio de desconfiar hasta del cuello de su camisa.

     Las mujeres encerradas en el Callao eran las que más activamente conspiraban. Los soldados del general Salom llegaban de noche hasta ponerse a tiro de fusil y gritaban:

     -A Lima, muchachas, que la patria engorda y da colores, -palabras que eran una apetitosa promesa para las pobres hijas de Eva, a quienes el hambre y la zozobra traían escuálidas y ojerosas.



V

     A pesar de los frecuentes fusilamientos no desaparecía el germen de sedición, y vino día en que almas del otro mundo se metieron a revolucionarias. ¡No sabían las pobrecitas que D. Ramón Rodil era hombre para habérselas tiesas con el purgatorio entero!

     Fue el caso que una mañana encontraron privados de sentido y echando espumarajos por la boca a dos centinelas de un bastión lienzo de muralla fronterizo a Bellavista. Eran los tales dos gallegos crudos, mozos de letras gordas y de poca sindéresis, tan brutos como valientes, capaces de derribar a un toro de una puñada en el testuz y de clavarle una bala en el hueso palomo al mismísimo gallo de la Pasión; pero los infelices eran hombres de su época, es decir, supersticiosos y fanáticos hasta dejarlo de sobra.

     Vueltos en sí, declaró uno de ellos que a la hora en que Pedro negó al Maestro se lo apareció como vomitado por la tierra un franciscano con la capucha calada, y que con aquella. voz gangosa que diz que se estila en el otro barrio le preguntó: «¡Hermanito! ¿Pasó la monja?».

     El otro soldado declaró, sobre poco más o menos, que a él se le había aparecido una mujer con hábito de monja clarisa y díchole: «¡Hermanito! ¿Pasó el fraile?».

     Ambos añadieron que no estando acostumbrados a hablar con gente de la otra vida, se olvidaron de la consigna y de dar el quién vive, porque la carne se les volvió de gallina, se les erizó el cabello, se les atravesó la palabra en el galillo y cayeron redondos como troncos.

     D. Ramón Rodil para curarlos de espantos les mandó aplicar carrera de baquetas.

     El castellano del Real Felipe, que no tragaba ruedas de molino ni se asustaba con duendes ni demonios coronados, diose a cavilar en los fantasmas, y entre ceja y ceja se le encajó la idea de que aquello trascendía de a legua a embuchado revolucionario. Y tal maña diose y a tales expedientes recurrió, que ocho días después sacó en claro que fraile y monja no eran sino conspiradores de carne y hueso que se valían del disfraz para acercarse a la muralla y entablar por medio de una cuerda cambio de cartas con los patriotas.

     Era la del alba, cuando Rodil en persona ponía bajo sombra en la casamata del castillo una docena de sospechosos y a la vez mandaba fusilar al fraile y a la monja, dándoles el hábito por mortaja.

     Aunque a contar de ese día no han vuelto fantasmas a peregrinar o correr aventuras por las murallas del hoy casi destruido Real Felipe, no por eso el pueblo, dado siempre a lo sobrenatural y maravilloso, deja de creer a pie juntillas que el fraile y la monja vinieron al Callao en tren directo y desde el país de las calaveras, por solo el placer de dar un susto mayúsculo al par de tagarotes que hacían centinela en el bastión del castillo.

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