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ArribaAbajoLas cuatro PPPP de Lima

Arzobispo de Guatemala era por los años de 1750 el peruano don fray Pedro Pablo Pardo, a la vez que el cargo de capitán general, gobernador y presidente de la Real Audiencia guatemalteca era desempeñado por otro peruano, el señor don José de Araujo y Río.

Del último no sé más sino que antes de ser trasladado a Guatemala había servido en Quito los cargos de oidor y presidente de la Audiencia.

En cuanto a don fray Pedro Pablo Pardo Figueroa, sé que nació en Lima, que perteneció a la orden de mínimos de San Francisco de Paula, que como procurador de su convento pasó tres años entre Madrid y Roma, y que fue el último obispo y el primer arzobispo que tuvo Guatemala. Consiguió lo que en vano habían pretendido sus diez y ocho antecesores; esto es, que la catedral de Guatemala fuese en 1742 elevada a metropolitana.

En tiempo no remoto se ha dicho que Lima tiene tres M M M notables -Mujeres, Médicos y Músicos-. En los antiguos, es decir, hasta antes de que entrara la patria, todo el mundo decía que Lima era la ciudad de las cuatro P P P P. Viejos y mozos hablaban de estas cuatro letras, sin cuidarse de averiguar a qué aludían. Gracias al Inca Concolorcorbo y a su desvergonzado librejo Lazarillo de caminantes, he logrado averiguar la significación de las enigmáticas letras.

Cuenta Concolorcorbo que un día, y escrita con almagre, apareció en la puerta de la casa arzobispal de Guatemala la siguiente copla:


   «Regalo cincuenta pesos,
con más un refresco encima,
al que a descifrarme acierte
las cuatro P P P P de Lima».



Aquella noche fue el acertijo tema obligado de conversación en la tertulia de Su Ilustrísima; y como nadie diese en bola y fuesen los asistentes cortesanos y aduladores, dijo un canónigo:

-¿A qué devanarnos más los sesos, caballeros? Las cuatro P P P P quieren decir Pedro, Pablo, Pardo, Perulero.

Y todos aplaudieron, y ya a darse por ejecutoriada la lisonjera solución, cuando entró de visita un caballero limeño que estaba a la sazón   —82→   de tránsito en Guatemala, y que a juzgar por la gallardía y compostura de su persona y traje, debía ser hombre de fuste, de mucho fuste.

Vestía el tal sombrero caramanduca con toquilla de cinta de la China, asegurada por hebilla de oro guarnecida de brillantes, abrigándose el cuello con un pañuelo de clarín, bordado de seda negra. La capa era de paño azul de Carcasona, y la chupa de terciopelo negro con botones de oro. Los calzones eran de los llamados de tapabalazo, también de terciopelo, y remataban sobre la rodilla con una charretera de tres dedos de ancho, de galón de oro. Las medias eran de las mejores de seda filipina y los zapatos de cordobán de lustre, a doble suela, con estrellita de oro sobre el empeine. En la mano lucía seis o siete riquísimas tumbagas, y de un ojal de la chaquetilla pendía gruesa cadena con esmeraldas por eslabones. La camisa parecía ser de finísimo elefante (imitación de olán batista), con tres andanadas de trencillas de Quito y encarrujados de encaje de Flandes.

Descrito el traje, mis lectores convendrán conmigo en que no era un pelafustán, sino muy empingorotada persona, el limeño que de visita entrara en el salón de su paisano el arzobispo.

-A buen tiempo llega vuesa merced -le dijo el arzobispo, después de las fórmulas de saludo-, que estos caballeros anclan, desde hace una hora, dándose cabeza con cabeza por desenmarañar cierto enigma.

Y lo puso al tanto de lo que ocurría.

-¡Bah, bah, bah! -contestó el limeño sacando una caja de oro, que bien pesaría libra y media, y sorbiendo una narigada del cucarachero-. ¿Y en tan poca agua se ahogaban vuesas mercedes? Pues sepan, de hoy para siempre, que las cuatro P P P P de Lima son Pila, Puente, Pan y... Peines.

Yo sabía que el virrey Amat, cuando su querida la Perricholi le preguntaba qué novedades había en Lima, solía contestar: «La Pila, el Puente y el Pan, como se estaban se están»; pero esto de los Peines..., ¡cuerno!, la verdad sea dicha, no estaba en mis libros. Cierto que este virrey, entre los juegos de aguas que proyectó para un paseo público, llegó a ver concluida una cascada (que hoy no existe) conocida con el nombre de los Peines; pero a ella mal podía aludir, un cuarto de siglo antes, el mitrado de Guatemala.

Ahora, en el último tercio del siglo XIX, prometo yo de regalo, no los cincuenta duros y el refresco del curioso coplero guatemalteco, sino... cualquiera futesa que no sea plata ni cosa que lo valga..., al que me averigüe qué pudieron ofrecer de notable los peines de cuerno que se fabricaban en Lima en el siglo de nuestros abuelos.



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ArribaAbajoEl castigo de un traidor


I

En la noche del 25 de julio de 1749 todo era entrada de hombres, con aire de misterio, en el salón de una casa situada a inmediaciones de la Iglesia parroquial de San Lázaro, que era por aquel año uno de los barrios menos poblados de Lima; porque el reciente terremoto de 1746 había reducido a escombros no pocos edificios de esa circunscripción.

El salón a que nos referimos se hallaba casi a obscuras, que nombre de alumbrado no merece una mortecina lámpara de aceite, puesta sobre una mesa con tapete de paño negro, y delante de un crucifijo, a cuyos pies se veía una espada desnuda.

Escaños y sillas de vaqueta estaban ocupados por los concurrentes.

En la pieza vecina al salón hallábase un ataúd con cuatro cirios o blandones fúnebres. Dentro del ataúd yacía un cadáver.

Todo el que entraba besaba los pies del Cristo, y blandiendo la espada, decía:

-No vengo, no, a renovar dolores. Sí vengo, sí, a asegurar a deudo y amigos que si, conforme ha sido Dios, hubiera sido un hombre quien la vida le ha quitado, con esta espada vengaría tal agravio.

Y dejando el acero en su lugar, iba ceremoniosamente a sentarse. Tal era, por aquel siglo, lo que se llamaba hacer el duelo por el difunto, y tal, sin quitar sílaba ni añadir letra, la obligada retahíla de los dolientes.

A las nueve de la noche se realizaba el transporte del cadáver a la iglesia, en cuyo cementerio o bóveda debía ser sepultado al día siguiente, después de la respectiva misa de requiem, responsos e hisopazos.




II

Todos los concurrentes guardaban respetuoso silencio hasta que, a la primera campanada de las nueve, púsose de pie uno de ellos y dijo en dialecto quechua:

-Hermanos, hace cinco meses que en Amancaes proclamasteis por inca del Perú a mi padre muy amado el noble curaca Chonqui. Dios lo ha llamado a sí... ¡Dios sea bendito! Pero la obra de redención emprendida por   —84→   el que en breve se esconderá en la tumba, no puede perecer con él, y a mí está encomendado el triunfo. Renovemos, pues, ante los restos humanos del que fue nuestro inca y señor el juramento de dar libertad a la patria esclavizada.

Los presentes, con excepción de un mestizo llamado Jorge Gobea, extendieron el brazo derecho hacia el sitio donde se destacaba el ataúd, y contestaron: «Juramos».

Y en procesión condujeron el cadáver a la cercana iglesia parroquial.

Eran los acompañantes más de cuarenta entre mestizos e indios nobles, caciques, en su mayor parte, de los pueblos inmediatos a Lima.

Al salir del templo de San Lázaro, el hijo de Chonqui estrechó la mano de cada uno de sus amigos, dándoles esta consigna:

-Ten presente, hermano, el día de San Miguel Arcángel. Perseverancia y fe. Hasta entonces.

-No lo olvidaremos -contestaban los conspiradores; pues ya habrá conocido el lector, que más que de dar sepultura al difunto, se trataba de alzar bandera contra España.

Y los conjurados se alejaron silenciosos en direcciones diversas.

Jorge Gobea, aquel que no había extendido el brazo para jurar, se encaminó a la plaza Mayor, donde paseando alrededor de la monumental pila, que no ostentaba el jardín, mármoles ni la cincelada verja de nuestros días, lo esperaba un embozado.

-¡Y bien! -dijo éste al que llegaba-. ¿Has señalado ya el día?

-Sí, excelentísimo señor -contestó el mestizo-. Todo se apresta para dentro de tres meses, en el día de San Miguel Arcángel.

Y el virrey conde de Superunda, que no era otro el embozado, volteó la espalda al denunciante y enderezó sus pasos a palacio.




III

El 26 de junio fue día de gran alarma en la ciudad; porque el gobierno se echó a hacer prisiones, no sólo de indios principales, sino de algunos negros influyentes en las cofradías africanas.

La causa, encomendada al oidor don Pedro José Bravo de Castilla, gracias a la aplicación de tormento a los reos, que es el medio más expedito para hacer cantar hasta a los mudos, quedó terminada el 20 de julio; y el 22 seis de los caudillos fueron ahorcados y descuartizados, poniéndose las cabezas en escarpias sobre el arco del Puente y en las portadas de Lima. Muchos de los comprometidos fueron condenados a presidio perpetuo en Chagres, Ceuta y Juan Fernández.

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Tal fue el desenlace de la históricamente conocida con el nombre de conspiración de Amancaes.

Don Pedro Antonio de Barroeta

Don Pedro Antonio de Barroeta
decimotercio arzobispo de Lima

El virrey Manso de Velazco, en la Memoria o relación sobre los principales sucesos de su época de gobierno, dice que por dos sacerdotes tuvo noticias vagas de la conspiración; y que entonces logró introducir un espía en el seno de los conjurados, adquiriendo por tal medio conocimiento seguro de todos los planes.

Parece que el secreto de la confesión no era muy escrupulosamente guardado en los tiempos del coloniaje. Clérigos revelaron a Francisco Pizarro el complot de los partidarios de Almagro el Mozo, y a cada paso en la historia del virreinato encontramos a curas y frailes desempeñando papel de denunciantes.

El centón de donde extracto estas noticias añade: «Se tomaron grandes precauciones para que los indios y mestizos, negros y mulatos, no se amotinaran estorbando la ejecución. En la puerta de palacio se colocó la caballería del virrey; frente al callejón de Petateros, la caballería de milicias; en las gradas de la Catedral, las dos compañías del comercio; y, bajo el Cabildo, cuarenta indios nobles con bala en boca. Al primer reo, el indio Chonqui, se le ahorcó a las ocho de la mañana, y de media en media hora se ajustició a los otros cinco».

En la noche de ese fatal día desapareció de Lima el mestizo denunciante Jorge Gobea. Díjose que cuatro hombres, puñal en mano, lo habían sorprendido y forzado a seguirlos.




IV

Desde 1743 el indio Juan Santos, en las montañas de Chanchamayo, se había proclamado inca bajo el nombre de Atahualpa II, rey de los Andes; y a la cabeza de tribus salvajes se adueñó del cerro de la Sal, amagando   —86→   invadir Tarma, Huancayo, Huánuco y otras poblaciones. Las autoridades españolas se pusieron a la defensiva y artillaron el fuerte de Quimiri, que a la postre cayó en poder de las huestes bárbaras, las que sin compasión degollaron a los soldados prisioneros. En 1749 rugiose que Juan Santos había sido asesinado por sus vasallos; y los indios de las poblaciones civilizadas, que simpatizaban y aun mantenían inteligencia secreta con aquel caudillo, se echaron abiertamente a conspirar en Lima.

Las reuniones se efectuaron desde enero de ese año en la pampa de Amancaes; y el número de los conjurados, en sólo la capital del virreinato, excedía de dos mil. He aquí el plan. Aprovechando de que el 29 de septiembre, fiesta de San Miguel Arcángel, era costumbre que indios y negros formasen comparsas, para las que amos y patrones les prestaban escopetas y sables, se proponían, a la vez que incendiar cuatro extremos de la ciudad y desbordar uno de los brazos del río, asesinar sorpresivamente en medio del barullo de las llamas y de la inundación al virrey y a todos los españoles. También el presidio del Callao debía sublevarse, y en la general matanza sólo serían perdonados los sacerdotes.




V

Engañose de medio a medio el virrey Manso de Velazco al creer que con los cadalsos levantados en Lima el 22 de julio había aterrorizado a los indios y hecho imposible la rebelión.

En 29 de septiembre, día de San Miguel, estalló la revolución de una manera imponente en Huarochirí, casi a las puertas de Lima. Más de cincuenta españoles fueron victimarios. El espíritu revolucionario se extendió al corregimiento de Canta y otros; y aunque vencidos en ellos por falta de armas y de organización, se reconcentraron en Huarochirí más da veinte mil indios decididos a combatir sin tregua.

Las tropas realistas, a órdenes del marqués de Monterrico y del conde de Castillejo, se encargaron de aniquilar la revolución en su último atrincheramiento. Pero los meses corrían, y los rebeldes cobraban aliento de hora en hora, porque los soldados del rey eran impotentes para batir a los indios en las empinadas y riscosas breñas.

Sin la anarquía (y aun la traición) en el campo de los sublevados, otro habría sido el éxito de la contienda. El virrey habría tenido que tratar de potencia a potencia con los de Huarochirí, y alcanzado éstos concesiones y privilegios en favor de su tan abatida raza.

Desde mayo de 1750 empezaron a obtener ventajas los realistas, y el 6 de julio fueron ahorcados en la plaza de Lima los dos principales caudillos de la revolución.

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Ésta reapareció en Huarochirí en 1783, encabezada por Felipe Tupac-Amaru y Ciriaco Flores, para ser nuevamente vencida y terminar sus promovedores en el cadalso.




VI

El día de San Miguel, al estallar la revolución, trajeron de una cueva, donde lo habían mantenido prisionero, al traidor mestizo Jorge Gobea, lo ataron a un poste, le cortaron la lengua y... la arrojaron a los perros.

El infeliz expiró, después de una hora de horrible agonía.





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ArribaAbajo Los pasquines de Yauli

Día de gran excitación en el pueblo de San Antonio de Yauli fue el 25 de diciembre, primer día de Pascua de Navidad del año de gracia 1780.

Y con razón.

Don Diego Antonio de Parada

Don Diego Antonio de Parada
decimoquinto arzobispo de Lima

En la puerta de la iglesia había aparecido, pegado con engrudo, el siguiente pasquín:

Sepan todos los agraviados de las alcabalas y de los nuevos impuestos, como el señor Emperador Tupac Amaru nos tiene notificados a todos sus amigos de esta provincia de Guarochirí como tenemos ya armas en las pascanas de Chicoxira, a cuatro leguas del pueblo de Yauyos, y en este cartel lo participo a los amigos de nuestro bando, para que ocurran al pueblo de Yauyos, donde se les habilitará de armas; pues ya no falta nada para el día citado en los dos vocablos de la seña. Valor, amigos, y... ¿quién sabe?



No era éste el primer pasquín subversivo que aparecía en Yauli; pues dos meses antes, con motivo de unas danzas llamadas de los negritos y de una comparsa de pallas, la autoridad del pueblo había manifestado complacencia por las cabriolas de los primeros y desdén por el baile de los indios que, resentidos, pusieron este pasquín:


    «De tripas de negritos
      haremos cuerdas,
para mandar chapetones
      a la...».



El corregidor de Huarochirí don Vicente de Gálvez no dejó diligencia por hacer para descubrir quién era el padre de los cuatro regloncitos tan   —89→   sucios como amenazadores; y aun el virrey Jáuregui envió desde Lima a un letrado para que ayudase al corregidor en la pesquisa. ¡Tiempo y tinta perdidos! Más de cincuenta indios principales fueron a la cárcel, y del sumario no apareció indicio acusador contra ninguno. Al fin, la autoridad tuvo que darles suelta; pero como en el pueblo había una muchacha de respingón y ojo alegre, conocida con el apodo de la Coquerita, oriunda de Huancayo, que sabía leer y escribir y que siempre andaba echando versos a sus galanes, por si era o no ella la autora del pasquincito, y sobre todo por hacer que hacemos y contentar al virrey, resolvieron corregidor y letrado expedir auto conforme a las ordenanzas de Birlibirloque, y desterrarla del pueblo en compañía de un su hermano, chico diestro en el sublime arte de la rufianería. Alguien debía pagar el picante, y la Coquerita fue la pagana.

Don Diego del Garro

Don Diego del Garro
decimocuarto arzobispo de Lima

El pasquín de Nochebuena era sin duda mucho más explícito y alarmador que el atribuido a la Coquerita; y tanto que el virrey Jáuregui y la Real Sala del Crimen dictaron providencia sobre providencia, y enviaron al corregimiento, con cuarenta soldados, al capitán Gassol y al fiscal licenciado don José de Castilla.

Como en la vez anterior, fue mucha gente a chirona, y tampoco se sacó nada en claro; pero como los comisionados recelasen que al declararlo así se les tildaría de frialdad en el servicio del rey o de torpeza para descubrir al criminal, echaron guante y trajeron con grillos y buena escolta a Lima a un muchacho de diez y siete años de edad, que contaba tres meses de residencia en Yauli, donde ejercía el cargo de maestro de escuela. La circunstancia de que algunas letras de las que él escribía guardaban semejanza con otras de las del pasquín, pareció a los jueces de investigación más que suficiente prueba de criminalidad.

Llamábase el muchacho Pepito Alarcón, era de raza blanca, y apenas nacido lo depositaron en el torno de la casa de expósitos, de donde a la edad de siete años lo sacó para educarlo una caritativa señora. A los quince años, y con licencia de su protectora, se metió novicio en Santo Domingo; pero habiéndolo azotado un día el guardián, fugose el mocito y   —90→   no paró hasta Matucana, de donde siguió peregrinando hasta llegar al Yauli y establecerse como maestro de escuela. No tuvo más que dos discípulos, que fueron los hijos del alcalde don Ubaldo López.

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