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El marqués de Torre-Tagle

El marqués de Torre-Tagle

Del proceso (que original existe en uno de los tomos de manuscritos de la Biblioteca de Lima) resultan siete declaraciones conformes de que el muchacho, en el poco tiempo que vivió en Yauli, nunca dio nota de su conducta, aunque era un tantico aficionado a la Coquerita; pues la escribió unas décimas (¡así serían ellas!) para que las cantase en tono de yaraví.

Esto era grave, muy grave. ¿No sería también cómplice de la Coquerita en la fenecida causa del pasquín de los negritos?

La Real Audiencia, compuesta a la sazón de los oidores marqués de Corpa, Tagle, Cavero-Henríquez, Rezabal y Vélez, ordenó que los escribanos Castellanos y Egúsquiza, en calidad de peritos, practicasen un cotejo de letras, y ellos dijeron que la t, la e, la b y la y eran iguales en la caja aunque no en el perfil, y que Pepito Alarcón era, por ende, un pillete revolucionario que disfrazaba su letra.

En un pelo de pluma estaba, pues, el destino del infeliz ex novicio. Pero la Providencia hizo que el corregidor de Jauja apresara a tres indios sospechosos, los cuales declararon ser ellos los autores del pasquín atribuido a la Coquerita y del de la nochebuena de Navidad, y que, en realidad, eran cabecillas de un motín de indios, que por causa que expusieron menudamente no pudo estallar.

Así libró de ir a presidio, por lo menos, el calumniado muchacho.



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ArribaAbajo De cómo un príncipe fue alcalde en el Perú

Catedral de Trujillo

Catedral de Trujillo

A riesgo de que se incomoden conmigo los trujillanos y me llamen hasta excomulgado a matacandelas y hereje vitando, ocúrreseme hoy sacar a plaza conseja que con ellos y con su tierra se relaciona. Júroles, empero, no proceder de malicia o con segunda intención, que hombre no soy de trastienda ni de burbujas de jabón. Ésta es una tradicioncilla que, como ciertas jamonas, tiene la frescura de las uvas conservadas. Basta de algórgoras, y a tus fuelles, sacristán.


I

Grave desacuerdo había por los años de 1795 entre el ilustrísimo señor don Manuel Sobrino y Minayo, vigésimo obispo de Trujillo, y su señoría el señor don Vicente Gil y Lemus, intendente de esa región y sobrino de su excelencia el virrey bailio don fray Francisco Gil de Taboada Lemus y Villamarín.

Era el caso que el intendente había autorizado una corrida de toros en domingo, día consagrado al Señor; y el obispo veía en esto mucho de irreligiosa desobediencia a las prescripciones de la Iglesia; pues por asistir   —92→   a la profana fiesta y llegar a tiempo de obtener cómodo asiento, algunos cristianos, que cristianos tibios serían por andar a caza de pretexto, olvidaban cumplir el obligado precepto de oír misa.

El señor Sobrino y Minayo, a pesar de la mitra, era aficionado a la camorra; y tanto que la armó y gorda por poner en vigencia una ordenanza de Felipe II, la cual disponía que las hembras de enaguas airadas vistieran, para no ser confundidas con las honestas damas, de paño pardo con adornos de picos; de donde, por si ustedes lo ignoran, les diré que tuvo origen la fase andar a picos pardos. El señor intendente dijo que eso de legislar sobre el vestido y la moda era asunto de sastres y costureras más que de la autoridad; que la regia ordenanza había caído en desuso; y que, por fin, antes se pondría a clavar banderillas y a estoquear un toro bravo, que en dimes y diretes con el sexo que se viste por la cabeza.

La cosa se ponía cada día más en candela, y la ciudad estaba dividida en bandos: el que acataba los escrúpulos del obispo, y el que simpatizaba con los humos de resistencia de la autoridad civil.

El obispo plumeaba largo, y hasta había logrado que la Inquisición tuviera con ojo al margen el nombre del intendente, como sospechoso en la fe; varapalo que también alcanzó a su tío el virrey, el que en un registro que original existe entre los manuscritos de la Biblioteca de Lima, figura como lector de libros prohibidos.

Por su parte el intendente tampoco tenía ociosa la pluma, y por cada correo de Valles (que así llamaban al que mensualmente llegaba a Lima trayendo la correspondencia de los pueblos del Norte), enviaba a la Real Audiencia y al virrey una resma de oficios, epístolas y memoriales contra el obispo. En uno de ellos acusaba su señoría al mitrado de desacato a la majestad del monarca, porque en el escudo de armas de la ciudad, colocado en el salón principal del seminario, había suprimido la corona real.

El escudo de armas de Trujillo fue dado a la ciudad por Carlos V. Constaba de un solo cuartel, en el que, sobre fondo de azur, se alzaban dos columnas en plata sosteniendo una corona de oro. Dos bastos de gules sobre fondo de aguas, en sinople, y en el centro de ellos la letra K (inicial de Karolus V), formaban un aspa con las columnas. Este escudo, mantelado, estaba sobre el pecho de una águila, en sable.

En la cuestión de los toros declaró la Real Audiencia que era indiferente lidiarlos en día festivo o de trabajo; y que por lo tanto, ni el intendente se había extralimitado ni el obispo faltado a su deber reclamando contra lo que, en conciencia, creía infractorio de prescripciones eclesiásticas. Dedada de miel a ambos poderes.

En lo relativo a los picos pardos, dijo la Audiencia que el obispo hacía   —93→   muy bien en querer que la oveja limpia no se confundiese con la oveja sarnosa; pero que también el intendente había estado en lo juicioso declarando que en España e Indias había caído en desuso la pragmática real, desde el advenimiento del cuarto Felipe al trono español. Otra dedada de miel.

En lo del escudo resultó culpable de descuido o distracción el pintor, que la soga rompe siempre por lo más débil; honrado el obispo, porque comprobó haber reprendido oportunamente al pintamonas; y enaltecido el intendente, porque acreditó celo y amor a los fueros de la majestad real. Para repartir con sagacidad dedadas de miel, no tenía pareja la Audiencia de Lima.




II

Aunque, como se ha visto, la Real Audiencia cuidó mucho de no agraviar a ninguno de los contendientes, abriéndoles así campo para una reconciliación, no por eso cesaron ellos de estar a mátame la yegua, que de matarte he el potro.

Vino el 1.º de enero de 1796, día en que el Cabildo debía proceder a la elección de alcalde de la ciudad, cargo altamente honorífico, y que se disputaban ese año entre un señor Mariadiegue y un señor Velezmoro, ambos hidalgos de sangre más azul que el añil de Costa Rica, y muy acaudalados vecinos de Trujillo. El intendente Gil patrocinaba la candidatura del primero, y el obispo se declaró favorecedor entusiasta del antagonista.

Influencias por aquí e influencias por allá, intriguillas vienen e intriguillas van, ello es que retenidos los veinticuatro regidores con voz y voto, resultó que doce cedulillas sacaron el nombre de Velezmoro y las otras doce el de Mariadiegue.

Aplazose la elección para el siguiente día, y cada partido aprovechó las horas trabajando con tesón para conquistar un voto. Pero el resultado fue idéntico.

El 3 de enero debía efectuarse la votación decisiva. Si el empate subsistía, tocaba a la suerte decidir. Trujillo no podía quedarse sin alcalde. ¡Qué habrían dicho en el otro barrio las almas de Francisco Pizarro, fundador de la ciudad, y de Diego de Agüero, su primer alcalde!

En la mañana de ese día tuvo el señor obispo barruntos de que uno de los regidores de su bando no jugaba limpio; pues una su hija de espíritu le avisó, bajo secreto de confesonario, que a media noche habrán tenido misteriosa y larga conferencia intendente y cabildante, y que aquél se frotaba con regocijo las manos, como quien dice: «¡Se divirtió el obispillo! ¿Adónde había de ir conmigo?».

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No era el señor Sobrino y Minayo hombre para descorazonarse por tan poco, y convocando, sin pérdida de minuto, a los once regidores en cuya lealtad fiaba, les dijo:

-Amigos míos, hoy nos parten por la hipotenusa, si nos descuidamos; que el bellaco de don Teodosio se ha comprometido a hacernos una perrada. Lo sé de buena tinta. Pero ya que no podemos sacar amante a nuestro protegido, es muy hacedero estorbar el triunfo del adversario.

-¿Y cómo, ilustrísimo sector? -preguntaron los cabildantes.

-De una manera muy sencilla. Lanzando hoy a la arena un candidato tan prestigioso, que ha de tener los gregüescos muy bien amarrados el regidor que le niegue el voto.

Los velezmoristas se quedaron boquiabiertos. Al fin, uno de ellos dijo:

-No encuentro, señor obispo, quién pueda ser el personaje de tanto fuste que nos saque del atrenzo.

-Pues no se devanen los sesos vuesas mercedes por encontrarlo, que ya yo me he tomado ese trajín.

-Entonces, cuente su señoría ilustrísima con nuestros votos. ¿Y puede, si no peca de indiscreta la pregunta, saberse el nombre del nuevo alcalde?

-Calmen vuesas mercedes su impaciencia. Mi secretario irá luego al Cabildo y les llevará las cedulillas. Entretanto, tenemos tres horas por delante que, bien aprovechadas, nos darán colosal victoria. Mi carroza me aguarda, y voyme al campo enemigo. Dios guarde a ustedes, caballeros.

Echoles el obispo una bendición, dejose besar el pastoral anillo, y los once cabildantes se retiraron.




III

A las dos de la tarde, y por diez y ocho votos contra seis, fue proclamado alcalde de primer voto de la muy ilustre ciudad de Trujillo, en el Perú, el excelentísimo señor don Manuel Godoy, príncipe de la Paz, duque de Alcudia, ministro omnipotente de Carlos IV y amante idolatrado de la reina María Luisa, a la cual diz que en la guitarra solía cantarle con muchísimo salero esta copla:


   «Benditos los nueve meses
que estuviste, que estuviste,
en el vientre de tu madre
para consolar a un triste».



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-Manuel -díjole una mañana a su valido el monarca español-, ¿cierto es que te han hecho alcalde?

-Y tan cierto -contestó sonriendo el favorito- como que he aceptado la honra, y quiero acompañar la aceptación con algunas provisiones, que vuestra majestad firmará, haciendo mercedes a sus buenos y leales vasallos los trujillanos.

Y sacó tres pliegos de la cartera.

-Celebro que medres, hombre, y alégranme como propias tus bienandanzas. Trae, Manuel, trae -dijo Carlos IV, y sin leer el contenido, puso el sacramental-. Yo el rey.

Por la primera de estas reales cédulas se acordaban muchas preeminencias al Cabildo y ciudad de Trujillo, y que el alcalde de segunda nominación desempeñase las funciones que a Godoy correspondían.

Por la segunda se ennoblecía a la ciudad hasta donde ya no era posible más; porque se añadían a su escudo de armas tres reales de oro, en sautor, sobre las columnas de plata. Esto es metal sobre metal, lo que en heráldica vale tanto o más que ser primo hermano de Dios-Padre. Desde entonces los trujillanos blasonan, y con razón, de ser tan nobles como el rey. Lima, con ser Lima, no luce en su escudo de armas metal sobre metal. Honra tamaña estaba reservada para Trujillo.

La última que, a mi escaso entender, era la morrocotuda, establecía que los buques pudieran ir directamente de Cádiz a Huanchaco, lo que importaba poner a Trujillo en condición superior a casi todos los pueblos del virreinato. Con tal condición, prosperidad y riqueza eran consecuencia segura para el vecindario.

Cuando se recibieron en Trujillo estas reales cédulas, el obispo Sobrino y Minayo no pudo holgarse con la lectura de ellas; porque acababa de pasar a mejor vida, como dicen los que se precian de saberlo.

¡Pero vean ustedes lo ingrata que es la humanidad y lo olvidadizos que son los pueblos! A pesar de gangas y mercedes de tanto calibre, Trujillo fue la primera ciudad del Perú que en el día de Inocentes (28 de diciembre de 1820) proclamó en pleno Cabildo la independencia patria, extendiendo y firmando acta por la que los vecinos juraban defender, no sólo la libertad peruana, sino también (a usanza de los caballeros de Santiago, Alcántara y Calatrava) la pureza de María Santísima (sic). Mas parece que alguien hizo al marqués de Torre-Tagle (verdadera alma del pronunciamiento) caer en la cuenta de que era inconveniente esa mezcolanza de   —96→   religión y política; y al día siguiente (29 de diciembre) se firmó nueva acta, suprimiendo en ella lo relativo a la Santa Madre de Jesús.

Parlerías y murmuraciones envidiosas a un lado. Nadie le quitará a Trujillo la gloria de haber tenido por alcalde a un príncipe, ni la de que en su escudo de armas haya lucido metal sobre metal1.

Ilustración

Trujillo.- El Cabildo





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ArribaAbajoCallao y Chalaco

Ha vuelto a ponerse sobre el tapete de las disquisiciones la cuestión relativa al origen de las voces Callaco y Chalaco. En 1885, los diarios El País y El Callao me compelieron a emitir una opinión. Dije por entonces: «Sin humos de maestro o de autoridad, en asuntos de historia patria, voy ligeramente a borronear lo que, como resultado de mi afición a ese género de estudios, he alcanzado a obtener sobre la fundación del primer puerto de la República y origen de su nombre. Lleno así el deber de contribuir, siquiera sea con un dato, al esclarecimiento de puntos obscuros en nuestro pasado colonial. Dejo la cuestión en pie y para que otros digan la palabra final, limitándome a acumular hechos y noticias que acaso sean de provecho para la juventud estudiosa; y sobre los datos que a granel exhibo, otro podrá ir más adelante en la investigación».

He aquí el artículo que publiqué por entonces, y que hoy reproduzco por haberse reabierto la discusión.


I

Datos preliminares


Que hasta dos años después de la fundación de Lima no fue el Callao más que humildísima ranchería de pescadores, lo comprueba el acuerdo que celebró el Cabildo de los Reyes en 6 de mayo de 1537, en virtud del cual dio licencia a Diego Ruiz, español, para que edificase un tambo o mesón de paredes sólidas. Ya en 1555 llegó a haber hasta seis casas de ladrillos y adobes, cinco bodegas o almacenes del mismo material y gran crecimiento en la ranchería de Pitipilí. El 20 de septiembre de este año, y a petición de Juan de Astudillo Montenegro, nombró el Cabildo a Cristóbal Garzón para el cargo de alguacil del puerto, y en 21 de octubre regularizó el rapartimiento de solares, señalando dos para iglesia y casa del párroco.

El Callao empezó a tener carácter formal de población en 1566, pues fue en 25 de enero de ese año cuando el Cabildo de Lima le nombró un alcalde, con funciones en lo civil y en lo criminal. Y tal sería la importancia que fue conquistándose el Callao, que en 1671 el rey le acordó título de ciudad.

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A mi juicio, debió ser después de 1549 cuando se generalizó el nombre Callao para hablar del puerto vecino; porque autografiada, y a la vista, tengo una carta de don Pedro de La Gasca a los príncipes de Hungría y Bohemia (Maximiliano y María), gobernadores de España, dándoles cuenta del estado de los asuntos en el Perú. Ese documento está así datado: Puerto de la ciudad de los Reyes, a 6 de diciembre de 1549.

No es argumento que destruya esta opinión mía el de que el Palentino, en su Historia de las guerras civiles de los conquistadores, hable del Callao de Lima: pues el minucioso cronista empezó a escribir su libro en 1566, dándolo a la estampa en 1571.

El Callao llegó a su apogeo después del tremendo terremoto del 20 de octubre de 1687, en que una salida del mar inundó la ciudad. Entonces fue cuando quedó definitivamente anillada y amurallada en forma triangular, y cuando tuvo el palacio, las siete iglesias y los seis conventos de que habla el virrey conde de Superunda en su Memoria, magnificencias todas que desaparecieron en la ruina del 28 de octubre de 1746.

Cuando el primer terremoto (1687), entre vecinos y guarnición contaba el Callao mil ochocientos habitantes; y en 1746, según las relaciones de Llanos Zapata y del capitán don Victorino Montero del Águila, excedían de siete mil quinientos los vecinos.

En el censo de 1832 figura el Callao con dos mil trescientos vecinos; y en el oficial de 1876 con más de treinta y dos mil.

A los que deseen mayor copia de datos sobre el Callao antiguo, les recomendamos la lectura de la carta-informe del marqués de Obando acerca del terremoto de 1746, y la descripción que de ese puerto escribió en 1785 don José Ignacio Lequanda, contador de la Real Aduana. No menos preciosas páginas noticieras son las del jesuita Bernabé Cobo, que de 1650 a 1653 residió en el Callao, como rector de la casa que allí tuvo la Compañía, y las del erudito limeño Córdova y Urrutia, cuyo libro tiene la importancia de un catálogo de datos curiosos.




II

Dos orígenes inaceptables de la palabra Callao


Por disposición del conde de Toreno, ministro de Fomento a la sazón, se publicó en Madrid en 1877 una lujosísima obra de más de mil páginas en folio mayor, titulada Cartas de Indias, y de la que el gobierno español envió de regalo un ejemplar a la antigua Biblioteca de Lima. Desaparecido éste en 1881, ha sido reemplazado con otro ejemplar, obsequio del señor don Joaquín J. de Osma. Al final de la obra hay un vocabulario geográfico, en el que se lee lo siguiente:

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«CALLAO (EL).- Así se empezó a llamar el puerto de la ciudad de los Reyes, desde los años de 1549, por una pesquería indiana, de antiguo establecida en aquel punto. Callao en lengua yunga o de la costa significa cordero».



Afírmelo quien lo afirmare, eso de que Callao significa cordero, no merece gastar tinta en refutarlo. Es un testimonio antojadizamente levantado al yunga.

Con motivo de esta investigación etnológica, he leído también (y por la primera vez en letras de molde) hace pocos días un nuevo origen de la voz Callao. Dice un articulista, con angelical candor, que viendo Pizarro la mansedumbre de las olas, exclamó: «¡Qué callado es este mar!». Y así como Balboa bautizó el mar del Sur con el nombre de Pacífico, nuestro puerto mereció el de Callado, que no lo es, porque bastante ruido mete por el lado de la mar brava. Si Pizarro hubiera sido andaluz y no extremeño, o si entre los primeros conquistadores, en vez de vascos y castellanos, hubiera habido siquiera un centenar de hijos de la tierra de María Zantízima, posible es que hubieran lanzado un «¡Sonsoniche! ¡Y qué Callao es este demonio de mar!».

Lo de que Callao viene de Callado no puede, pues, tomarse en serio. Ni a Cieza de León, ni al Palentino, ni al jesuita Acosta, ni al agustino Calancha, ni a cronista alguno del siglo XVI se les ocurrió llamar Callado al puerto del Callao. Pase tal nombre como un esfuerzo de ingenio, y punto y acápite.




III

¿Es indígena la voz Callao?


Hasta 1878 era para mí artículo de fe que la palabra Callao viene de la voz indígena calla o challua (costa y pesca, por generalización), y así lo dije por aquellos tiempos a mis amigos los señores Flores Guerra, Alejandro O. Deusto y José Gregorio García, que más de una vez, me dispensaron el honor de consultar mi opinión sobre el origen de la voz Callao. Vigorizaba mi creencia la circunstancia de que hoy mismo se da el nombre de cala al acto de la pesca; y para ser lógico tenía que reconocer el mismo origen indígena a la palabra chalaco. Y que estas opiniones mías estaban muy lejos de ser desautorizadas o de no apoyarse en autoridad histórica o lingüística, lo compruebo con las siguientes líneas que copio de la página 28, edición sevillana de 1603, hecha por mandato del Concilio de Lima, de la Gramática del arte aymará. Dicen así: «Otros nombres hay compuestos de dos sustantivos, porque en esta lengua no hay nombres adjetivos para significar la materia de que está hecha   —100→   alguna cosa, como terrenus aureus, etc.; ni hay nombres derivados de ciudades o provincias, como hispalensis, peruvianus, etc.; y en lugar de éstos usan los indios de los nombres sustantivos, poniendo primero el que significa la materia de la cosa o la ciudad, domus lapidea, calauta (casa de piedra), o bien homo-cuzquensis, cuzcc-haque (hombre del Cuzco».

Siguiendo esta regla, y denominando chala (costa) al Callao, tendríamos, para designar al hombre allí nacido, challa-haque, del que por corrupción pudo salir chalaco.

No falta quien afirme que el nombre Chalaco, en el departamento de Piura, tiene idéntica derivación. Arena, se dice también en aymará challacuchal-llacu, y como este pueblo está situado en arenales, vendría su nombre de chala-lacu (arena) y no de chala (costa) o de challa-haque (hombre de la costa). Alcedo en su Diccionario geográfico dice que Chalaco es pueblo y asiento de minas en el corregimiento de Piura, y rehúye entrar en explicaciones sobre su nombre.

Desde luego ni la palabra Callao, ni la palabra chalaco pertenecen al quechua; pues no se encuentran en el vocabulario de esa lengua publicado en 1707 por el jesuita González Holguín; ni en el del franciscano Honorio Mossi, impreso en Sucre en 1860; ni en el que publicó el padre Torres Rubio en Roma en 1603; ni en el que se imprimió en 1585, por orden del Concilio limense; ni en el arreglado por Francisco del Canto en 1614. Tampoco se encuentran estas voces en el vocabulario chanchaisuyo del padre Figueredo, impreso en 1700, ni en el yunga del párroco don Fernando de la Carrera, impreso en 1644.

Aunque Collao tiene alguna semejanza con Callao, hay que advertir que la primera palabra no pertenece al aymará. Esa palabra es derivada de colla (mina) o collo (cerro) en lengua yunga; y el nombre Collao, dado a esa región, puede aludir a la cadena de cerros y a los minerales que en ellos se encuentran. Este dato viene a probar que existió antagonismo entre los dialectos del antiguo imperio incásico. En el yunga colla es cerro o mina, y en el aymará, con sólo el cambio de una letra, es costa o arena: dos voces, rival la una de la otra, como lo fueron los pueblos que hablaron esas lenguas.




IV

¿Es castellana la voz Callao?


Ojeando más que hojeando en 1878 un libro viejo impreso en Londres en 1660, con el título English navigators, encontreme con una relación   —101→   de las expediciones de los piratas Drake y Cavendish, que como es sabido pasearon por estos mares, a su regalado gusto, desde 1577 hasta 1588; esto es, cuando el puerto estaba todavía, como si dijéramos en mantillas. Describiendo la playa, dice uno de ellos... «composed of the debris of marine shell, nammed Callao».

Más tarde consulté otra obra en cuatro volúmenes, impresa igualmente en Londres en 1774, con el mismo título English navigators. En ella encontré también un relato de las empresas de Sir Drake; pero la descripción del Callao es rapidísima y no hallé repetida aquella noticia.

No obstante, mi curiosidad se había despertado, y seguí investigando.

El jesuita Domenico Coleti en su Dizionario storico geografico della America meridionale, impreso en Venecia en 1771, dice:

«CALLAO (Callaum, calavia).- Popolazione col titolo de cittá avuto nel 1671. Giorgio Spelberg fece l' asedio nel 1615, e Giacomo Germin, dito il Romito, nel 1624, ma ambidue inutilmente. Era ricca, popolosa e ben fortificata».



El dato carecía de importancia, si al latinizar la palabra Callao no la tradujese calavia, que es la voz con que la marinería, en algunos puntos de la costa italiana, designa al lastre.

El Petit Dictionnaire géographique de l' Amerique espagnole, impreso en París en 1712, dice en la página 103:

«CALLAO (caillou). Port principale de Lima, etc.».



Para los franceses la voz callao significaba guijarro, piedra pequeña; esto es, zahorra o lastre.

El señor Paz Soldán, en su Diccionario de peruanismos, impreso en 1883, consagra un artículo a la palabra Callao. Copiaré lo pertinente:

«Aunque la voz Callao no se encuentra en el Diccionario de Salvá ni en el de la Academia, la trae el de Fernández Cuesta, en la acepción de guija, peladilla de río, y también en la de zahorra, que quiere decir lastre. Después de dar las definiciones que preceden, Fernández Cuesta agrega que en términos de marina callao quiere decir una de las calidades de fondo y de playa, acepción que parece decisiva en favor de la etimología. Es igualmente voz portuguesa callao, que vale guijarro; y no falta quien derive callao de la voz griega xalix, que significa lapillus, calx silex, caemente. Todas las acepciones de Callao que dejamos registradas concurren en la descripción que del Callao hace el padre Bernardo Torres en su crónica agustina, publicada en Lima en 1667. Dice: Su playa limpia, pedregosa, muy útil para lastrar las naves que entran y salen del continente».





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V

Conclusión


Minuciosa investigación hemos hecho por averiguar si antes de 1747 se designó con el nombre de chalacos a los vecinos del puerto. Ni en libro ni en documento alguno hemos hallado escrita tal palabra, sino con posterioridad al año del famoso terremoto, lo que hasta cierto punto es argumento contra la creencia de que chalaco es corrupción de la voz indígena challahaque (hombre de la costa).

Para la construcción del actual Callao, por ruina del antiguo a consecuencia del terremoto e inundación de 1746, se emplearon, en calidad de peones y albañiles, negros esclavos de la tribu o cofradías de los chalas. Dícese que los limeños, para burlarse de los nuevos pobladores del puerto, dieron en llamarlos chalas chalacos. Este origen no pasa de ser una tradición o conseja popular, y por lo tanto no puede ser considerado seriamente.

Y como no sé más, en relación con las voces callao y chalaco, ni he de echarme por los espacios de la fantasía a rebuscar orígenes, pongo punto final a estos renglones.





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