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ArribaAbajo Sastre y sisón, dos parecen y uno son

-¡Ea, ea!, señor Pedro Gutiérrez, despabílese usarced, ponga los huesos de puntal y véngase conmigo al Cabildo, que sus señorías los alcaldes don Nicolás de Rivera y don Juan Tello han menester decirle cuatro razones al alma. Y no me venga contando milagros, a mí que he sido arzobispo.

-Téngase allá, don Currutaco, y cada uno fume de su tabaco -contestó el llamado Pedro Gutiérrez, que era un hombrecillo con una boca que más que boca era bocacalle, y unos ojuelos tan saltones que amenazaban salirse de la jurisdicción de la cara-. ¿Qué tiene el señor Rivera el Viejo que ver en cosas de menestralería? ¡Por San Millán el Cogolludo! ¿Quién lo mete a Juan Zoquete en si arremete o no arremete? Derogue el Cabildo su arancel, y habremos la fiesta en paz.

-Tenga quieta, señor Pedro Gutiérrez, esa su perla de oro, y no le venga por ella un tabardillo pintado con la justicia -interrumpió el alguacil del Cabildo, que no era otro el que recado tan alarmante traía al menestral-. Déjese usarced de ensalivarme la oreja, que alguacil soy y tengo hipos de gobierno, y a fuer de tal, le echo la zarpa encima al mismísimo lucero del alba, y lo aposento en la casa de poco trigo y muchas pulgas. Conque así, no juguemos a la pizpirigaña, ni andemos por caballetes de tejado, no sea que la candela se hiele en la chimenea y resulte peor lo roto que lo descosido Déjese querer, maestro, que no todo ha de ser lo que tase un sastre, y véngase conmigo en haz y en paz a lo de sus señorías los alcaldes.

Vínosele a las mientes a Pedro Gutiérrez aquello de que lo que no hacen tres ccc, charrasca, capa y corazón, no lo harán otras tres ccc, coroza, capacete y cobardía; púsose candado en la bocacalle, y diciéndose para su sayo de tiritaña flamenca «¡A Roma por bulas!», echó a caminar a la vera del alguacil.

Esto pasaba en noviembre de 1536, casi a los dos años de fundada Lima.

Y era el caso que los cuatro sastres, únicos que la ciudad poseía para vestir a poco más de mil pobladores españoles, se habían conchabado para cobrar precios muy subidos por la hechura de un jubón acuchillado, unos gregüescos de piti-pití, un rebocillo parmesano o una falda de damasco con tontillo de rebusca y corpiño de terciopelo, que en ese siglo   —10→   eran los sastres modistas del sexo bello. ¿Qué limeña, con humos de elegancia, se habría dejado en 1536 vestir por modista o sastresa? También es cierto que aún no había limeñas.

El Cabildo se propuso poner a raya a los sastres, y dictó una ordenanza o arancel, contra el cual se insolentó Pedro Gutiérrez, que era el más caracterizado del gremio. Y diose a murmurar con tanta destemplanza contra sus señorías los alcaldes, que éstos se amostazaron, enviaron al alguacil en busca del maldiciente, le echaron una peluca de padre y muy señor mío y por seis horas lo enjaularon en la cárcel. En la mar los lenguados, y en chirona los deslenguados.

Pero Pedro Gutiérrez, el sastrecillo, era más templado que sus tijeras, y elevó recurso al Cabildo; recurso que, sin alterar su ortografía, copio del tomo 42 de Documentos del Archivo de Indias.

«Muy magnífico señor, y muy nobles señores:

»Pedro Gutiérrez, sastre y vezino de esta Cidbad, beso la mano de Vuestra Señoría e Mercedes, e digo: Que por Vuestra Señoría e Mercedes fue mandada tasar la ropa de vestir que fazen los sastres, e cada uno cobrasse e le hobieron de pagar las dichas ropas que fizciesen, en lo cual yo e los otros de mi oficio recibimos mucho daño e perjuicio, ansí porque nos ponen precios de las dichas ropas e son muy pequeños, de manera que con ellos no ganamos de comer, según están los mantenimientos de pan, e vino e carne, que valen tan caros que una hanega de maíz vale dos castellanos, e más una oveja siete pesos, e aun assí no se falla, de manera que antes vendo de lo que tengo ganado para comer, que no lo gano de presente. Por tanto suplico a Vuestra Señoría e mercedes hayan por bien quitar la dicha tasa e arancel, e si así Vuestra Señoría e Mercedes lo fizcieren, farán bien e lo que es de justicia e a lo que son obligados; pues en Castilla no hay tassas ni aranceles en lo de los oficios de sastrería. E donde no lo quitasen Vuestra Señoría e Mercedes, protesto de me quexar ante su Majestad del agravio que recibo con la dicha tasa o arancel».



El Cabildo se reconcomió con la amenaza del zurcidor de tela, de ocurrir al mismo rey en demanda de justicia, y después de alambicarlo en dos sesiones borrascosas, decretó:

-«Proveído lo que conviene, está bien proveído; e de presente no puede proveerse otra cosa, e quéxese como quexarse le pluguiere-. E yo, Domingo de la Presa, escribano e notario público, fui presente a lo que proveído es, e por ende fize este mío signo en testimonio de verdad.- Domingo de la Presa».



¡Vaya un apellido muy de escribano!

Para testarudo Pedro Gutiérrez. Lo ofreció y lo cumplió. Pidió copia   —11→   de lo actuado, diósela el de la Presa por su correspondiente cumquibus, y memorialito a España. Helo aquí:

«Sacra, Cesárea, Cathólica Majestad:

»Pedro Gutiérrez, sastre, vezino de la cibdad de los Reyes, que es en la provincia del Perú, digo: Que la justicia e regimiento de dicha cibdad, sin causa ni razón alguna, solamente por sus propios intereses e por enemistad que me tienen, fizieron cierto arancel, por el cual tassaron los precios que yo había de llevar por las ropas que fiziese; e no embargante que les pedí e requerí que lo revocasen e me desagraviasen, por ser fecho en perjuicio mío, e cosa nunca vista en estos reinos ni en todas las Indias, mayormente que gastaba con mi muxer, e fijos e casa, mucho más que se ganaba al dicho oficio, por estar la tierra muy cara, la dicha justicia e regimiento no lo quisieron fazer ni remediar. Suplico a Vuestra Majestad que, en la menor forma e manera que de derecho haya lugar, mande revocar lo prevenido e mandado por las dichas justicia e regimiento, que yo me presento ante Vuestra Majestad, en grado de apelación del agravio e injusticia que me fizieron, e pido ampliamiento de justicia».



No sé si Carlos V mandó decretar la petición, porque eso no consta en los documentos que a la vista tengo.

Al gobernador don Francisco Pizarro no le supo a mieles esto de que un pobre diablo de sastrecillo apelase, y ante el monarca, de la manera como en su gobernación se administraba justicia. Y presúmolo así porque paseando una tarde don Francisco por la calle de Guitarreros (hoy do Jesús María, en la vecindad de la Merced), calle donde vivía la madre de los hijos del conquistador, vio a Pedro Gutiérrez parado en la puerta de su tienda, y poniéndole la mano sobre el hombro, le dijo:

-Hermano Pedro Gutiérrez, no sea cabeza dura y déjese de andar al morro con el Cabildo, que pez chico no come a peje grande. Aténgase a mi consejo y librará con ventura.

-¿Y cuál es el consejo de su señoría?

-Que del paño saque las hechuras.

Pedro Gutiérrez quedó por un instante mirando con aire alelado al gobernador; mas luego diose una palmada en la frente, como diciéndose: «¡Ah, bruto! ¡Y no ocurrírseme cosa tan sencilla!». Sin embargo, como el sastre no era de los que dan puntada en falso, quiso ratificación, y preguntó:

-¿Es paridad de consejo o chiste do su señoría?

-Consejo, maestro, consejo... -y continuó don Francisco calle adelante.

-Pues contando con la venia de su señoría, yo y mis compañeros nos atendremos al consejo.

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Y desde entonces los sastres de Lima se creyeron suficientemente autorizados para, sin escrúpulo de conciencia, sisar en la tela, lo que dio origen al refrán: Sastre y sisón, dos parecen y uno son.




ArribaAbajoBarchilón

(A don Andrés A. Silva, en Caracas)

Ni el Diccionario de la Real Academia, en su última edición, ni otro alguno de los diversos que he hojeado y ojeado, traen la palabra barchilón, muy familiar en Lima. Y sin embargo, pocas son las voces que mejor derecho que ésta podrían alegar para merecer carta de naturalización en la lengua de Castilla. Tuve hace cinco años el honor de proponerla a la Real Academia, que si bien aceptó más de doce de los peruanismos que me atreví a indicarle, me desairó, entre otros, el verbo exculpar, tan usado en nuestros tribunales de justicia; el adjetivo plebiscitario, empleado en la prensa política de mi tierra, y el verbo panegirizar, que no contrasta, ciertamente, con el verbo historiar que el diccionario trae. Por mucho que respete los motivos que asistieran a mis ilustrados compañeros para desdeñarme éstas y otras palabrillas, no quiero callar en lo que atañe a la voz barchilón. Ella tiene historia, e historia tradicional, que es un otro ítem más. Paso a narrarlas.


I

Siete años eran corridos desde que los alborotos, provocados por la intemperancia del virrey Blasco Núñez y las ambiciones de Gonzalo Pizarro y de los encomenderos, tuvieron fin en la memorable rota de Xaquixahuana o Saxa-huamán, el 9 de abril de 1545. El vencedor don Pedro de la Gasca ahorcó vencidos como quien ahorca ratas, encareciendo el precio del cáñamo y haciendo del de verdugo el más laborioso de todos los oficios. En cuerda y azote se gastaba maese Juan Enríquez, verdugo real del Cuzco, un dineral, y los emolumentos del cargo no eran para compensar derroche tamaño.

Pedro Fernández Barchilón, natural de Córdoba, en España, fue uno de los pizarristas condenados a muerte, por haber militado como cabo de piqueros en la compañía del bravo Juan Acosta.

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Ajusticiados Gonzalo y sus tenientes Carvajal y Acosta, dejose para el siguiente día la ejecución de Fernández Barchilón y de otros prisioneros caracterizados.

Deudo de nuestro personaje debió ser un don Luis Fernández Barchilón, cura del valle de Moquegua, que impuso a sus feligreses, bajo pena de excomunión, el compromiso de contribuir a prorrata a costearle los cigarros, el café y el chocolate. Trescientos pesos al año gastaban los moqueguanos en satisfacer las tres premiosas exigencias del cura de almas, amén de los gajes parroquiales y de cuatro mil duros en que se calculaban los diezmos y primicias.

De socaliñas de esta especie se halla sembrada nuestra historia colonial. Hasta el tesoro público era pagano de los vicios de los poderosos. Así, por ejemplo, fue el Perú quien galardonaba a las queridas del cuarto virrey, conde de Nieva, sus amorosas complacencias. Y para que a mí, que soy hombre más serio que el principio de un pleito, no me tomen los lectores por calumniador y embustero, ahí van dos partidas, copiadas al pie de la letra de los libros de las Cajas Reales y autorizadas por Pedro de Avendaño, secretario de la Audiencia de Lima.

«A doña Julia de Salduendo, que es tan verde como un alcacer florido, trescientos pesos de renta cada año por una vida.- A doña Leonor de Obando, que vive en la ciudad de los Reyes, y tiene una hija de buen donaire, y ambas son bien verdosas y gente menuda, trescientos pesos de renta por una vida».



Éstas y otras lindezas del virrey que, por mujeriego, tuvo tristísimo fin a inmediaciones de la que hoy es plaza de Bolívar y antes fue de la Inquisición, las encontrará el lector en las interesantes Relaciones de Indias de nuestro amigo don Marcos Jiménez de la Espada.

Digresión a un lado, y sigamos con el cabo de piqueros.

Parece que no era Fernández Barchilón hombre de gran coraje, sino de los que hacen ascos a la muerte; porque, puesto en capilla aquella noche, acongojose a punto de tener pataleta como una doña melindres. Auxiliaba a los sentenciados el padre Chávez, religioso franciscano, quien movido a lástima por el llanto y extremos del cabo de piqueros, fuese a La Gasca, y pidiole encarecidamente que conmutara la pena impuesta a ese pobre diablo de rebelde.

-Tanto valdría, señor gobernador, ahorcar a una liebre -dijo el fraile.

-Si es tan mandria ese belitre como su paternidad lo pinta -contestó La Gasca-, harémosle merced de la vida, y que vaya a servir en las galeras de Su Majestad, a ración y sin sueldo.

Casi enloqueció de gozo Pedro Fernández Barchilón, cuando el franciscano le comunicó que quedaba salvo de hacer zapatetas en la horca.

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No se limitó a este servicio el buen padre Chávez, sino que, llevándose a su celda al favorecido, le proporcionó recursos para que fugase del Cuzco.




II

San Juan de la Frontera o Huamanga (hoy Ayacucho) fue fundada por los capitanes Francisco de Cárdenas y Vasco de Guevara, tenientes de don Francisco Pizarro. Primitivamente se hizo la fundación el 7 de marzo de 1539 en el lugar llamado Quinua; pero en 25 de abril de 1540 se trasladó al sitio actual, atendiendo a lo frío, lluvioso e insalubre de Quinua.

Diose a la fundación el nombre de San Juan, en memoria de la batalla de Chupas, ganada por los realistas contra los rebeldes que capitaneaba Almagro el Mozo, el día vísperas de aquella festividad. El nombre de la Frontera nació de que el Inca Manco, con sus huestes, ocupaba a la sazón las crestas de los Andes fronterizas a la nueva ciudad. Y en cuanto a la voz Guamanga, refiere la tradición que cuando el Inca Viracocha realizó la conquista de este territorio, dijo, dando de comer a su halcón favorito: ¡Huamanccaca! ¡Hártate, halcón!

Más tarde cambiose el nombre de San Juan de la Frontera por el de San Juan de la Victoria, conmemorando un triunfo de las armas españolas sobre los vasallos del infortunado Manco.

Fundado por el Cabildo en 1555 el hospital de Guamanga, diose la administración de él a un hombrecillo de cinco pies escasos de talla, rechoncho, barrigudo, chato y con una cara siempre de pascuas.

Este hospital disfruta de la prerrogativa de tener cinco días fijos en el año para que los enfermos que logran la fortuna de morir en uno de ellos vayan derechitos al cielo sin pasar por más aduanas, salvo que sean escribanos, para los cuales no hay privilegio posible. No hay tradición de que en el cielo haya entrado ninguno de ese gremio.

El administrador era nada menos que Pedro Fernández Barchilón, el antiguo soldado de Gonzalo Pizarro, quien llevaba su caridad hasta el punto de atender personalmente a las más groseras necesidades de un enfermo.

-¡Barchilón! -gritaban los enfermos, familiarizados con nuestro bonachón émulo de San Juan de Dios, y él no se hacía esperar para aplicarle un clister al necesitado.

Y como no siempre sabían los enfermos el nombre de los dos o tres indios que ayudaban a Pedro Fernández en su caritativa faena, se dio, por generalización, el nombre de barchilones a los sirvientes de hospital.

Del de Guamanga pasó a los de Lima y a los de Méjico y a los de toda la América latina la palabra barchilón, con que se designa a la última   —15→   jerarquía de sirvientes de hospital. Hasta los franceses dicen monsieur le barchilón. Sépalo la Real Academia de la Lengua.

La que al principio fue peruanismo, es ya reconocido americanismo. ¡Gloria a Pedro Fernández Barchilón! Su caridad inmortalizó su apellido.






ArribaAbajoPasquín y contrapasquín

Dicen unos que fue el excelentísimo señor don Francisco Javier de Venegas, teniente general de los reales ejércitos y quincuagésimo noveno virrey de Méjico, el personaje de esta tradición; y otros dicen que lo fue el excelentísimo señor don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y montero mayor de Felipe II. Sabido es que el de Cañete, apenas llegó al Perú, probó que era hombre bragado y de sangre en el ojo, pues bastole el simple informe de que los conquistadores Piedrahita y Díaz el Membrudo estaban siempre así listos para un fregado como para un barrido, esto es, con ánimo dispuesto al barullo, para que, sin más averiguarlo, exclamase su excelencia:

-¡Voto a los pelos del diablo! ¿Esas tenemos, señor Alonso Díez? Pues adelante con calzones de ante. ¡Hola! ¿Y el de Piedrahita luce barba pintada? ¡Malo! Barba de tres colores no la gastan sino traidores, ¡Pardiobre!

Y mandó descabezar bochincheros.

Sea de ello lo que fuere, virrey peruano o virrey mejicano, que ahogarme en tan poca agua sería como dejarme cortar juego, de mano y con cinco estuches, cuéntase, por contadores de cuenta, historia muy de contar. Y es ella que su excelencia hizo su entrada solemne en la capital del virreinato (llámese Lima o Méjico, peccata minuta) luciendo modesta capa, jubón y gregüescos de paño negro, sin guirindola de encajes, cruces, veneras, bordados ni relumbrones, y que miró muy por encima del hombro a los engreídos criollos, serranos de la costa y marisqueadores de la sierra que asistieron al besamanos de palacio.

Fama traía el virrey de ser viejo de malas pulgas, socarrón y de arrequives, nada comadrero, y capaz el día en que amaneciera con la vena gruesa de ahorcar, a topanarices y por vía de desayuno, al más empingorotado, siquier fuese paraninfo de los cielos y campana gorda de la guapeza. Su excelencia, en vez de espada y daga toledana, ceñía al cinto un guadifeño de esos de virola y golpetillo, que era como repetir lo que dijo el virrey Blasco Núñez, cuando por su mano dio muerte al factor Suárez de Carvajal: «¡Ojo, que conmigo no hay tustús ni papelorios, sino puñalada   —16→   limpia y tenteperro; que mal vinagre o buen jerez, para mí todo es igual».

Al otro día del recibimiento oficial, apareció en una de las puertas de palacio un cartel con los siguientes versos, que literariamente juzgados no valen un pitoche o corachín negro, pero que en lo substanciosos eran para ocasionar un tabardillo pintado a gobernante de poca enjundia y menos cuajo:


   «Tu cara no es de excelencia
ni tu traje de virrey:
Dios ponga tiento en tus manos
para que acates la ley».



¡Por vida de Mendotirillas, padre de Mentirijillas, que el pasquín era insolente! Por aquellos tiempos (1555), en que la imprenta no era libre, ni esclava (pues tipos y prensa vinieron al Perú treinta años más tarde), era el pasquín la válvula de escape de ese infiernillo llamado opinión pública.

El virrey, que no era hombre de dejarse ensalivar la oreja y que no se anclaba por caballete de tejado, dijo para su capisayo:

-¡Orza, orca de buen grado, bergantín empavesado! ¡No que no! La habilidad del artillero está en poner el punto en su punto, y a mí no se me ha de helar la candela en la chimenea; que gato caminero embiste al mur en el agujero. Y pues búlleme el papo por devolver la burbujilla, vamos a ver si salgo con canto de perdiz desmachihembrada o con argumento que prometa acabar en punta, liso y raso, menudo y repicado.

Y su excelencia sentose a la escribanía, calose gafas venecianas, y como Dios le dio a entender compuso esta espinela, que mandó colocar en otro cartelito debajo del primero:


   «¿Mi cara no es de excelencia
ni mi traje de virrey?
¡Bien! Mas represento al rey
y tengo su omnipotencia.
Esta sencilla advertencia
os hago por lo que importe.
La ley ha de ser mi norte
y ¡ay! del que la ultraje osado...
Conque ¡cuidado!... y ¡cuidado!
antes que pescuezos corte».



El contrapasquín fue como irse al tuetanillo y dejar la carnaza. Santo remedio, como huesecito de monja milagrera. Nadie volvió a mechificar a su excelencia con coplitas ni bufonadas, y eso que el señor virrey (que santa gloria haya) nos jugó algunas de premonstratense y abad mitrado.



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ArribaAbajo La mina de Santa Bárbara


I

Era el día de la festividad del Corpus, y contábase el año 1564 de la era cristiana.

El Cabildo de la ciudad de Guamanga, que apenas tenía un cuarto de siglo de fundada, había echado, como se dice, la casa por la ventana para celebrar con esplendidez el día solemne de la cristiandad. En sólo cirios de cinco libras para alumbrar la iglesia parroquial, había gastado el Cabildo veinte mil ducados. La cera fue artículo carísimo en los primeros tiempos de la conquista.

A las once de la mañana, funcionando de maestro de ceremonias y con una campanilla de oro en la mano, salió del templo don Francisco de Cárdenas, luciendo la venera y manto de caballero de Santiago. Acompañábanlo, con campanillas de plata, don Pedro de Contreras y don García Martínez de Castañeda, de la orden de Alcántara.

Abrían la procesión los cofrades de Nuestra Señora del Rosario con su mayordomo el ricacho minero don Juan García de Vega. Llevaban todos capa de gala y cirio de a libra.

Tras la cofradía venían veintiséis religiosos del convento dominico, fundado en 1548, con su prior fray Jerónimo de Villanueva.

Seguíamos treinta franciscanos, orden fundada en 1552. Y presididos por el comendador fray Sebastián de Castañeda, venían veinticinco mercenarios. Éstos tenían la antigüedad de fundación en Guamanga.

Después de las comunidades religiosas, y en medio de ocho vecinos acaudalados, iba don Amador de Cabrera llevando el guión del Santísimo.

Seguían doce monaguillos con pebeteros de filigrana, que despedían nubes de aromado incienso, y el palio parroquial, de brocatel de seda, con varillas de plata sostenidas por seis regidores del Cabildo.

Tras el párroco y los eclesiásticos que lo acompañaban bajo el palio, llevando la Custodia de oro deslumbradora de pedrería preciosa, venían el alcalde don Juan de Palomino, de la orden de Montesa, y el corregidor don Hernán Guillén de Mendoza con el resto de cabildantes y empleados reales.

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El estandarte de la ciudad ostentaba un castillo de oro con un cordero y una bandera, y era conducido por el alférez real don Miguel de Astete, natural de Calahorra, el mismo que en Cajamarca derribó a Atahualpa de las andas de oro en que lo conducían sus vasallos y le arrancó la borla imperial. En 1535, Astete, a quien habían tocado en el repartimiento del rescate nueve mil pesos de oro y trescientos sesenta marcos de plata, se fue a España en el navío San Miguel, conductor de gran tesoro para la corona. Allí escribió una relación de la conquista que, según Jiménez de la Espada, se conserva inédita en uno de los archivos. Después de tres años de permanencia en su patria, volviose al Perú, y fue uno de los principales fundadores de Guamanga.

Escoltaban la procesión cuarenta hidalgos, en lujoso atavío de alabarderos reales, capitaneados por don Francisco de Angulo, primer alcalde de minas, y por el veedor don Gonzalo de Reinoso.

Detúvose la procesión frente a tres soberbios altares, cuya mesa era formada por barras de plata.

La procesión, que pasaba por entre arcos cubiertos de flores y joyas, no habría sido más suntuosa ni en la capital del virreinato.

En el arrabal o barrio de Carmencca, los naturales del país recibieron al Santísimo con loas, tarasca, gigantes y gigantilla, danza de pallas y diversos festejos.

Los cohetes atronaban el espacio, y el contento de la muchedumbre era indescriptible.

A las dos de la tarde una compañía de cinco comediantes, traídos ad hoc de Lima, representó un auto sacramental que fue ruidosamente aplaudido.

Don Amador de Cabrera, que llevaba en una mano el guión parroquial y en la otra el sombrero con cintillo de oro esmaltado de brillantes, queriendo gozar a su sabor del auto, entregó el sombrero a su paje, que era un indiecito de diez años, hijo de uno de los caciques de Guancavilca.

Pero ello fue que, en el barullo de Carmencca, valioso cintillo y elegante chapeo desaparecieron de manos del muchacho. También éste se hizo humo.




II

Apenas si Cabrera paró mientes en la pérdida, que no era su merced como don César Gallego, quien para socorrer en una necesidad a otro paisano suyo, sacó un gran talego rebosando de monedas, tomó un duro y   —19→   lo dio al necesitado. Éste, que era un mozo de agudo ingenio, rechazó la dádiva, diciendo:


   «Probando está ese talego
de tus nombres el contraste:
como César empuñaste,
y diste como gallego».



Al día siguiente, almorzaba don Amador de Cabrera, en compañía de su esposa doña Inés de Villalobos, cuando se le presentó el cacique de Guancavilca, padre del pajecito que, temeroso de castigo, había ido a refugiarse en la casa paterna.

-Perdona a mi hijo, viracocha, y sé bueno para con él -dijo el anciano.

-¿Y en qué ha pecado el muchacho para solicitar gracia de mí? El pecador fui yo, que no debí confiar prenda de codicia a un niño.

-Y yo, viracocha, vengo a pagarte...

-No me ofendas, cacique -interrumpió Amador de Cabrera-, que ofensa es que me tengas por tacaño a quien afligen pérdidas de bienes. Cierto es que el cintillo vale seis mil ducados; pero doylo por bien perdido, ya que fue en la fiesta del Santísimo. No se hable más del asunto, y vuelva el chico a casa, que Inés y yo lo queremos como a hijo.

Una lágrima de agradecimiento asomó a los ojos del cacique, y besando la mano de Cabrera, dijo:

-Tu generosidad y nobleza me obligan a revelarte un secreto que te hará el hombre más rico del Perú. Manda ensillar tu caballo, y ven conmigo a Guancavilca.

Dice el cronista Montesinos que don Amador de Cabrera, tomando entonces los dos cabos o extremos de una cinta, le contestó al viejo:

-No tengo hermano, y tú, cacique, lo serás mío. Seremos tan iguales como los dos cabos de esta cinta.




III

Veinticuatro horas después don Amador de Cabrera era dueño de la famosa mina de azogue de Huancavelica, y realmente el hombre más rico del Perú, pues sólo la mina le daba, libre de menudencias, una renta de 250 pesos diarios.




IV

Aquí habría puesto punto final a la tradición; pero un amigo cree que debo completarla con apuntes biográficos que sobre el acaudalado   —20→   minero Jiménez de la Espada y Mendiburu proporcionan. Haré, pues, una rapidísima biografía, y el que más extensa la quiera búsquela en otras fuentes.

Amador de Cabrera, natural de Cuenca, en España, emparentado con los marqueses de Moya y condes de Chinchón, vino al Perú en 1555 en busca de la madre gallega (fortuna) en la comitiva del virrey marqués de Cañete. Su excelencia no halló otra manera de protegerlo que casándolo con la hija del conquistador Hernando de Villalobos, heredera del rico repartimiento de Angaraes.

Poseedor de la Todos Santos, Descubridora o Santa Bárbara, que por estos tres nombres es conocida la mina de cinabrio, rival de las de Almadén, convino en 1572 en cederla a la corona por la suma de doscientos cincuenta mil ducados. Firmada ya la escritura de cesión, arrepintiose Cabrera, alegando lesión enormísima, pues según dictamen de peritos, la mina era de balde por un millón. Más que el pleito, la ambición de poseer un título de Castilla espoleó a don Amador de Cabrera, que era sobradamente rico, para emprender viaje a España; y cuando ya casi tenía conseguido el título, no sé si de conde o marqués, sorprendiolo la ñata en 1576. La mina quedó incorporada a la real corona, sin que por eso dejara de ser semillero de litigios con sobrinos y deudos del hidalgo conquense.





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ArribaAbajoEl rosal de Rosa

(A mi hija Augusta)

Ilustración

Por los años de 1581, el griego Miguel Acosta y los navieros y comerciantes de Lima hicieron una colecta que, en menos de dos meses, subió a cuarenta mil pesos, para fundar un hospital destinado a la asistencia de marineros, gente toda que, al llegar a América, pagaba la chapetonada, frase con la que nuestros mayores querían significar que el extranjero, antes de aclimatarse, era atacado por la terciana y por lo que entonces se llamaba bicho alto y hoy disentería.

Estableciose así el hospital del Espíritu Santo, suprimido en 1821, y que desde entonces ha servido de Museo Nacional, de colegio para señoritas, de Escuela Militar, de Filarmónica, de cuartel, de comisaría, etcétera, etc. Los pontífices acordaron al hospital del Espíritu Santo gracias y preeminencias que no dispensaron a otros establecimientos de igual carácter en Lima.

Al respaldo del sitio en que se edificó el hospital quedaba un lote espacioso, en el cual el propietario Gaspar Flores edificó toscamente (que don Gaspar no era rico para emprender lujosa fábrica) unos pocos cuartuchos, en uno de los cuales naciera el 30 de abril de 1586 su hija Isabel, o sea Santa Rosa de Lima, siendo pontífice Sixto V, rey de España y   —22→   sus colonias Felipe II, arzobispo de Lima Toribio de Mogrovejo y gobernando la Real Audiencia, por muerte del virrey don Martín Enríquez el Gotoso, aquel que, después de veintiún meses de gobierno, se fue al mundo de donde no se vuelve sin haber hecho nada de memorable en el país. Fue de los gobernantes que, en punto a obras públicas, realizan la de adoquinar la vía láctea y secar el Océano con una esponja.

Gran espacio de terreno ocioso quedaba en el casarón de don Gaspar Flores, que su hija supo convertir en huerto y jardinillo.

Por aquel siglo, más afición tenían en Lima al cultivo de árboles frutales que a la floricultura, y tanto que en los jardines domésticos, que públicos no los había, apenas si se veían plantas de esas que no reclaman esmero. La flor de lujo era el clavel en toda su variedad de especies.

Las rosas no se producían en el Perú; pues según lo afirma Garcilaso en sus Comentarios Reales, los jazmines, mosquetas, clavelinas, azucenas y rosas, no eran conocidas antes de la conquista. Grande fue, pues, la sorpresa de la virgen limeña cuando se encontró con que espontáneamente había brotado un rosal en su jardinillo; y rosal fue, que de sus retoños se proveyeron las familias para embellecer corredores, y las limeñas para adornar sus rizas, negras y profusas cabelleras.

Y tan a la moda pusiéronse las rosas, que el empirismo médico descubrió en ellas admirables propiedades medicinales; y las hojas secas de la flor se guardaban, como oro en paño, para emplearlas en el alivio o curación de complicadas dolencias. Mendiburu, en su artículo Lozano, dice que las primeras rosas que se produjeron en Lima fueron las del jardín del Espíritu Santo, confundiendo ésta, por la vecindad, con el de nuestra egregia limeña.

Cuentan que cuando en 1668 presentaron al Papa Clemente IX el expediente para la beatificación de Rosa, no supo disimular el Padre Santo una ligera desconfianza, y murmuró entre dientes:

-¿Santa? ¿Y limeña? ¡Hum, hum! Tanto daría una lluvia de rosas.

Y milagro fue patente, porque perfumadas hojas de rosa cayeron sobre la mesa de Su Santidad.

Añaden que nació de este incidente el entusiasmo del Papa por Rosa de Lima; pues en dos años expidió, amén del breve para su beatificación (12 de febrero de 1669), otros seis en honor de nuestra compatriota. El último fue nombrándola patrona de Lima y del Perú, y reformando la constitución de Urbano VIII para acelerar los trámites de canonización, la que realizó su sucesor, Clemente X, en 1671, junto con la de San Francisco de Borja, duque de Gandía y general de los jesuitas. Santa Rosa fue canonizada a los cincuenta y cuatro años de su fallecimiento.

Muerto Clemente IX en diciembre de 1669, hallose en su testamento   —23→   un fuerte legado para construir en Pistoya, su ciudad natal, una espléndida capilla a Santa Rosa de Lima.

El dominico Parra, en su Rosa Laureada, impresa en Madrid en 1760, dice que la primera firma que, como monarca, puso Felipe IV, fue para pedir la beatificación de Rosa; y añade que el 7 de octubre de 1668, día en que celebraron los madrileños las fiestas de beatificación, se vio lucir una estrella vecina al sol.

Cuando en febrero de 1672, siendo virrey el conde de Lemus, marqués de Sarriá y duque de Taurifanco con grandeza de España, se efectuaron las fiestas solemnes de canonización, las calles de Lima fueron pavimentadas con barras de plata, estimándose, según lo afirman cronistas que presenciaron las fiestas, en ocho millones de pesos el valor de ellas y el de las alhajas que adornaban los arcos y altares.

Fue entonces cuando don Pedro de Valladolid y don Andrés Vilela, propietarios a la sazón de la casa y jardinillo, cedieron el terreno para que en él se edificase el Santuario de Rosa de Lima.

El rosal que ella cultivara se trasplantó al jardín que tienen los padres dominicos, en el claustro principal de su convento.

Ilustración



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