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ArribaAbajoUn libro condenado

Noticias sobre el autor y su obra



I

Galán de capa y espada e hidalgo de relumbrón, en ocasiones, y en otras legítimo mozo cunda y de todo juego, era en el primer cuarto del siglo XVII un don Pedro Mexía de Ovando, que así lucía guantes de ámbar, chapeo con escudete de oro y plumerillo y parmesana azul de paño veintidoceno con acuchillados de raso carmesí, en los opulentos salones del señorial palacio de los virreyes marqués de Montes Claros y príncipe de Esquilache, como arrastraba su decoro en los chiribitiles de la Barranquita, Pampa de Lara y Tajamar de los Alguaciles, a la sazón cuarteles de los hampones, tahúres, bajamaneros, proxenetas, pecatrices y demás gentualla de pasaporte sucio y vergüenza traspapelada.

Nacido en España e hijo segundo de un caballero del hábito de Santiago, después de haberse batido como bravo en el combate naval que en la isla de Pinos sostuvo la real armada con la escuadra del pirata Francisco Drake, vino nuestro don Pedro al Perú, donde su hidalga alcurnia y lo gallardo de su persona le abrieron de par en par las puertas de los más aristocráticos salones de la ciudad de los reyes. Más tarde lo irregular de su conducta dio motivo para que se le recibiese con tibieza, como si dijéramos a más no poder; y tales serían los desaires con que alguna hija de buen solar lo abrumara en un sarao, que despechado el mancebo, echose a escribir un libro con el nada caballeresco propósito de bajar el copete a encopetada familia, poniéndola como diz que Dios puso al perico: verde y en estaca.

No llevaba veinticuatro horas de dado a luz el engendro, cuando ya media edición se había vendido, y las familias de Lima andaban más alborotadas que gallinero de aldea con zorro a la vista; pues no pocas de ellas aparecían vulneradas con barras de bastardía, villano abolengo o cualquiera otra mácula de poca limpieza de sangre. Esto era gordo, muy gordo, en tiempos en que la sangre de la mayoría de los limeños no era roja o plebeya como hogaño, sino de añil subido

Los satirizados pusieron el grito en el séptimo cielo de Mahoma, y aun hubo quien pretendiera encomendar el desagravio a fornido negro caporal   —42→   de hacienda, el cual, armado de gruesa tranca de algarrobo, se comprometió a dejarla caer a plomo sobre las costillas del insolente autor, y seguir menudeando los garrotazos hasta verlo molido y como para las andas de la caridad. Pero don Pedro, que era tan vivo como una anguila y que sabía escurrirse por entre los dedos, acertó a esquivar la paliza.

El inquisidor don Andrés Gaitán, azuzado por los enemigos de Ovando, metió su cucharada en el asunto, y dijo que habiéndose ocupado el escritor de nombres y personas que, según constaba en los registros del Tribunal, eran infectos (descendientes de herejes), era el libro caso de Inquisición. Por ende, y con la calificación de un dominico que en un par de horitas hizo la digestión del libro, su señoría se echó sobre los ejemplares que aún quedaban en la imprenta de Jerónimo de Contreras, y mandó leer en la catedral y en las parroquias edicto conminando con pena de excomunión mayor a todo el que teniendo el libro no lo entregase en término de tres días al Santo Oficio.

Era tan colosal el pánico que la Inquisición inspiraba a los candorosos vecinos de Lima, que apenas expirado el plazo tuvo el inquisidor Gaitán la complacencia de ver devorados en una hoguera, que se encendió en el panecillo de la casa del Tribunal, cuatrocientos sesenta y cuatro ejemplares de una edición que alcanzó a la cifra de quinientos ochenta, según lo consigna el escritor chileno Toribio Medina en el segundo tomo de su interesante Historia de la Inquisición de Lima, publicada en 1887.

Ítem decretó su señoría que el heraldista fuese preso a las cárceles de la Inquisición; pero cuando acudieron por él los alguaciles ya el pájaro había volado, y con vuelo tan alto que no paró hasta Méjico, donde gobernaba como virrey el marqués de Gelves, deudo y favorecedor de don Pedro.

En el tomo I del Nobiliario de Indias, impreso en Madrid en 1892, se encuentra un romance publicado en Lima contra el autor de la Ovandina y no pocas noticias sobre el libro.

Alguien ha confundido al autor de la Ovandina con don Diego de Mexía el sevillano, autor de un tomo de poesías titulado Parnaso Antártico, impreso en Sevilla por los años de 1608, poeta a quien Pedro de Oña elogió calurosamente en dos de sus sonetos. La confusión nace de que don Diego, después de haber residido diez años en Lima consagrado al comercio, en que le fue prósperamente, se trasladó también a Méjico en 1596; esto es, veinticinco años antes de que apareciera el libro que la Inquisición enviara al cenicero.

Como el brazo de la Inquisición era de una largura inconmensurable, alcanzó hasta Méjico, donde si bien no se enjauló al prójimo, se le previno que en caso de reimprimir el libro (si hallaba impresor capaz de cargar   —43→   con una excomunión) o de dar a la estampa la segunda parte que de la Ovandina tenía prometida, no habría ya misericordia para él, sino mancuerda y tostón.

Don Pedro Mexía de Ovando se trasladó a Guanajuato, donde entiendo que murió en 1636, habiendo antes contraído matrimonio con la hija de un acaudalado mercader. Barrunto también que no volvió a escribir más prosa que la de los billetes amatorios a su novia, si es que para engatusar a la muchacha tuvo necesidad de gastar tinta, escarmentado como debió quedar con el recio peligro en que la pluma lo pusiera.




II

El capítulo que precede, y en el que ahora con amplitud de datos he hecho variaciones substanciales, apareció en mi libro Ropa vieja. En ese artículo consigné cuanto por tradición llegara a mi conocimiento sobre el autor y su obra, de la que casi tenía perdida esperanza de hojear ejemplar.

Mi buena estrella puso ayer bajo mis espejuelos un infolio que era ni más ni menos que el anhelado libro, y ahí va el lacónico extracto que su lectura me ha sugerido.




III

Primera parte de los cuatro libros de la Ovandina de don Pedro Mexía de Ovando, donde se trata de la naturaleza y origen de la nobleza de muchas nobilísimas casas, quien la dedica al Excelentísimo señor don Diego Pimentel, marqués de Gelves, Virrey, Gobernador y Capitán General de la Nueva España.

Tal es el título de un curioso y ya muy raro libro en folio menor, de 340 páginas, impreso en Lima en 1621 por Jerónimo de Contreras. Grabados sobre madera, y probablemente por buril de artista peruano, trae noventa y seis escudos de armas, aparte del retrato del autor. Exhíbese éste en arreo militar, armado con coraza de acero, luciendo rizado bigote que contrasta con los gemelos que cabalgan sobre perfilada nariz.

Después de la tasa en que los señores de la Real Audiencia ordenan que no se venda el libro a precio mayor de veintisiete pesos menos dos reales, viene la aprobación suscrita por el doctor don Alonso Bravo de Saravia y Sotomayor, caballero de Santiago, del Consejo de Su Majestad y aindamáis consultor del Santo Oficio, el cual declara no haber encontrado cosa que contradiga a nuestra santa fe católica, y por ende opina   —44→   que se acuerde licencia para la impresión, a fin de que no quede en la obscuridad libro tan bien trabajado y su autor sin el premio que merece. Con tan autorizado dictamen no incumbía al virrey príncipe de Esquilache más que decretar, como lo hizo en 30 de enero de 1620, acordando a don Pedro Mexía de Ovando diez años de privilegio para impresión y expendio de la obra.

Tras corta dedicatoria al virrey marqués de Gelves, de quien, como del de Esquilache, asegura el autor ser pariente, viene el prólogo, en el cual da por razón de bautizar la Ovandina con su segundo apellido la de ser este libro el hijo primogénito de su entendimiento.

El volumen que a la vista tenemos comprende los dos primeros libros de la Ovandina, que en cuanto a los dos restantes, a pesar de estar escritos, no llegaron a imprimirse, porque la Inquisición, como hemos dicho, los anatematizó. Como tratado de heráldica o ciencia del blasón, no puede desconocerse que don Pedro tuvo pasmosa erudición histórica, y que al ocuparse de entroncamientos de familia podía dar tres tantos y la salida al mejor rey de armas que comiera pan en los dominios vastísimos de la Católica Majestad.

Capítulos hay en el libro primero muy entretenidos por el candor en que el heraldista admite como verdades evangélicas paparruchas de grueso calibre. Para solaz de los lectores voy a consignar la más gorda.

Dice don Pedro que fue en domingo y día 25 de marzo cuando Dios principió a hacer el mundo, y sobre este punto no aguanta conversación, manifestándose resuelto a darse de cintarazos con cualquiera que osare contradecirlo. Apóyase en la autoridad de un par de Santos Padres falibles y de un Padre Santo infalible, y no entiendo en qué cálculos matemáticos sobre la letra dominical. Cuéntanos después que Adán (¡pícaro goloso!) sólo permaneció siete horas en el Paraíso, que vivió 930 años y que murió en día viernes 30 de marzo. Me parece que esto es estar bien informado, y el que tenga más exactas noticias que avise por correo.

Capítulo especial consagra Ovando a probar que ni Abel ni Caín ni retoño alguno de Adán fueron caballeros hijodalgos, ni gozaron de las prerrogativas de la verdadera nobleza. En aquella edad (dice el autor) era Dios muy justiciero, frase que nos obliga a deducir que hogaño se ha acaramelado Su Divina Majestad un tantito con nosotros los pecadores, y nos da menos palo que el que repartía en los primitivos tiempos. Decididamente la humanidad está de enhorabuena en el siglo que vivimos. No todo ha de ser rigor y tratarlo a uno a la baqueta como al infeliz Adán. Concluye don Pedro estableciendo que sólo desde Nemrod ha habido nobleza, pues fue ese babilónico bandido el primer hombre que se invistió con el altísimo título de rey.

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Tengo para mí que éste sería uno de los capítulos que sulfuraron al inquisidor Gaitán hasta el punto de encontrar masa de hereje en el autor; y también sospecho que otro capítulo en que Ovando niega a ciertas familias el derecho de anteponer la partícula de al apellido, debió levantar gran polvareda en la sociedad limeña, tan dada a lo nobiliario entonces como ahora en nuestra edad democrática, en que tratándose de humillos aristocráticos no sólo hay crème sino crème de la crème. ¡Valiente bodrio!

El segundo libro de la Ovandina se contrae exclusivamente a enaltecer la nobleza de algunos apellidos, y principalmente los de Mexía y Ovando, que son los del autor, así como el de los Borja o Borgia, que era el del virrey príncipe de Esquilache. ¡Fuego de Dios y lo santificado que presenta al papa Alejandro VI, y lo aquilatada que resulta en castidad y demás virtudes la célebre Lucrecia Borgia!

Algunas páginas dedica el heraldista a probar que los del apellido Mogollón procedieron de los Ovando y no los Ovando de los Mogollón, lo que nos hace presumir que entre ambas casas existía alguna quisquilla.

Hubo familias a las que por un grifo, dragante, barra, armiño, losange, panela, vero, besante, escaque o roel de más o de menos ocasionó don Pedro Mexía de Ovando un dolorazo de cabeza, como sucedió con la de los Ron, de quienes dijo que tenían por armas una bocina de oro en campo de azur, y por orla el mote los de Ron comen a este son, de sable (negro) en campo de oro. ¡Calumnia de protervo! Los de Ron parece que siguieron en Lima proceso para probar que la leyenda de su escudo no era en sable, sino en gules (rojo) sobre campo de oro.

Historietas graciosas como la de un obispo, pariente del autor, que fue resucitado por San Francisco, no escasean en la Ovandina. Vaya de muestra una sobre don Tristán de Puga, señor de Cotos en Galicia, y de antigua y cuartelada nobleza. Atacado alevosamente en el campo por un robusto pechero, desenvainó don Tristán la charrasca, y tiró un revés que partió en dos partes mitad por mitad al asesino. El de Puga exclamó entonces, maravillado de la pujanza de su propio brazo: ¡Corpo de Deos con vilao! ¡Y como estaba podre! (¡Cuerpo de Dios con el villano! ¡Y cómo estaba de podrido!).

Y basta; que para dar a mis lectores idea del libro excomulgado por la Inquisición de Lima, sobra con lo borroneado.





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ArribaAbajo La gran querella de los barberos

(A Emilio Gutiérrez de Quintanilla)

Barbero de Lima con su excomunión encima, era refrán corriente entre las viejas de esta coronada ciudad de los reyes, y a no pocas se lo oí, allá en mis mocedades. También recuerdo haberles oído este otro: «médico viejo, cirujano mozo y barbero que le apunte el bozo».

Sin esta pícara afición mía a revolver papeles viejos y respirar polvo y polilla, de fijo que me habría quedado sin saber por qué los barberos de mi tierra cargan con el mochuelo que, con caridad tan poca, les colgaban las abuelitas, que no eran hembras de dar puntadas sin nudo, y que para tratarlos de excomulgados tendrían justificado motivo. Entremos, pues, en materia, y tradición al canto.


I

Un domingo de agosto del año 1626, hallábase agolpado gran concurso de gente a la puerta de la catedral de Lima, templo que apenas llevaba diez meses de consagrado, leyendo un cartelón o edicto, de cuya parte considerativa quiero hacer gracia al lector, limitándome a copiar sólo la dispositiva, que a la letra dice:

«Mandamos que, de aquí en adelante, sea bien guardado el domingo, día del Señor; que no se abran las tiendas en día de fiesta; ni afeiten los barberos; ni se venda en el lugar que llaman Baratillo; ni los panaderos amasen en estos días; ni de las haciendas del campo se traiga alfalfa; porque todas estas fatigas se pueden prevenir la víspera, y dejar siquiera un día de alivio a la multitud de esclavos que no miran posible otro descanso que en su muerte.- Gonzalo, arzobispo de los Reyes.- Ante mí, licenciado Diego de Córdova».



Como todo tiene su razón de ser, hay que considerar que el arzobispo de Campo (muchos cronistas le llaman de Ocampo) pretendió con este edicto aliviar la desventurada condición de los negros esclavos y de los indios mitayas o sujetos a las antiguas encomiendas, a quienes amos y encomenderos avarientos obligaban a trabajar con brutal exceso. Así se explica uno la abundancia de días festivos y de media fiesta, como llamaban a aquellos en los que sólo era forzoso trabajar hasta las doce de la mañana. Los españoles, que ponían orejas de mercader a las reales órdenes sobre la materia, se quedaban tamañitos ante la más ligera imposición   —47→   de la autoridad eclesiástica. Resultó de aquí que de los trescientos sesenta y cinco días del año, la mitad fuesen de huelga, más o menos completa. A mi juicio, el edicto de su ilustrísima tanto era político como evangélico.

Don Gonzalo de Ocampo

Don Gonzalo de Ocampo
cuarto arzobispo de Lima

Sepan ustedes que sólo del contrato ajustado en julio de 1696 entre el Consejo de Indias y la compañía real de Guinea para la introducción en América de treinta mil negros, correspondieron al Perú doce mil esclavos, que se vendieron en el Callao desde 300 hasta 400 pesos ensayados cada uno. La sexta parte quedó en el servicio doméstico, y fue la menos desdichada; pero el resto pasó a las rudas faenas agrícolas, donde el látigo, esgrimido por feroz caporal, andaba a nalga qué quieres. Adivinar se deja que el edicto archiepiscopal fue acogido con entusiasta aplauso por siervos y servidores, y visto de mal ojo por la gente rica y acomodada; pero los barberos, cuya condición era excepcional, pusieron el grito en el quinto cielo.




II

A ciencia cierta, nadie sabe desde cuándo hubo barberos y navajas sobre la tierra. Los judíos, contemporáneos de Cristo, se afeitaban con una especie de piedra pómez, y los griegos y romanos se aplicaban a la barba un líquido corrosivo que con frecuencia les ocasionaba enfermedades de la piel. Sólo desde los tiempos de Nerón, tan hábil para inventar suplicios, empieza la historia a ocuparse de los barberos, dándoles renombre de charlatanes y murmuradores; y tanto que uno de ellos, que por primera vez iba a palacio, le preguntó al rey:

-¿Cómo quiere vuestra majestad que le afeite?

-Sin chistar palabra -contestó el monarca.

La historia cuenta que los barberos se han entrometido algunas veces en la política, pero siempre con pícara estrella. A Pedro Labrosse, barbero de Felipe el Atrevido, y a Oliverio el Gamo, barbero de Luis XI, los afeitó en toda regla el verdugo; y si Bejarano, barbero del tirano Francia del Paraguay, no tuvo idéntico final, por lo menos le arrimaron doscientos   —48→   zurriagazos en plena plaza de la Asunción. Escarmentados en aquellos tres ejemplos, los barberos de mi tierra no pasan, en política, de graciosos zurcidores de bolas, y su opinión es siempre la de la barba que jabonan. Ni quitan ni ponen rey. Con un parroquiano son más gobiernistas que el ministerio, y con otro más revolucionarios que la demagogia: con éste jesuitas e intolerantes, y con aquél masones y liberales hasta la pared del frente. Los barberos son como el maná de los israelitas: se acomodan a todo paladar.

La historia contemporánea sólo nos habla de dos barberos afortunados: el del rey don Miguel de Portugal, que por la suavidad de su navaja y otras habilidades, mereció del soberano el título de marqués de Queluz, y el famoso Jazmín, tan eximio poeta como habilidoso peluquero, cuyos versos arrancaron a la pluma de Carlos Nodier los más entusiastas elogios.

Decididamente, los barberos en nuestro siglo del vapor y la luz eléctrica están en vía de rehabilitación. Me alegro por los pericotes.




III

Volvamos al atrio de la catedral.

Casi los treinta que en ese año componían el gremio de filos desuellacaras, estaban allí reunidos leyendo, releyendo y comentando el cartelón, hasta que el más letrado de entre ellos, llamado Pepe Ortiz, tomó la palabra y dijo:

-Señores, si el abad de lo que canta yanta, el barbero manduca de la barba que retruca, y entre Pupa y Pupajor, Dios escoja lo mejor. Creo que discurro con lógica... ¿Digo mal o digo bien?

-¡Sí, sí! ¡Muy bien! ¡Muy bien!

-Entonces, prosigo. Si trabajando a destajo no nos cunde el trabajo, y todo es hora chiquita con sol y sombrita, acatando el edicto vamos a colocarnos en la condición del asnillo de Gil García, que cada día menos comía. Probemos, pues, que el viento que corre muda la veleta, mas no la torre, y sin más gori-gori reclamemos del edicto.

El palmoteo y los vítores fueron estrepitosos. Dos o tres abrazaron al orador, y otros le apretaron la mano diciéndole: «Pepe, eres todo un hombre, y como tú hay pocos».

Restablecida la calma, uno, que probablemente era el Celso Bazán de aquel siglo, alzó el brazo, como quien pide venia para hablar, y dijo:

-Compañero, bien pensado y mejor hablado; bien mascado y mejor remojado. Se dice que, por trabajar en domingo, logramos medros, y no saben que en este mundo mezquino, donde hay para pan no hay para tocino, y que el barbero no es fraile cucarro que deja la misa por el jarro.   —49→   Somos como los hijos de Medinilla, que nunca salieron de papilla, y lo de que con un mucho y dos poquitos se hacen ricos infinitos..., ¡mamola!...; eso y el queso empacha, y que se lo cuenten al abate Cucaracha. Conque, como dice Pepe, Dios sea con nosotros, y a protestar, muchachos.

El entusiasmo llegó a su colmo, y unas mocitas con más sal que las salinas de Huacho, que estaban de espectadoras, casi se comieron a besos al orador, diciéndole:


   Turroncito de alfeñique,
botón de pitiminí,
si no estás enamorado
enamórate de mí.
   El alma me has robado,
      dame la tuya,
que el ladrón es preciso
      que restituya.



-Alto ahí, camandulense, y mientras descansas maja estas granzas -saltó un viejo con opalanda y birrete, fértil de orejas, viudo del ojo izquierdo y tartamudo de la pierna derecha, a quien llamaban Cuzcurrita y que diz que era el barbero de los canónigos y de la curia, un pobre hombre que de a legua exhalaba olor a vinajeras de sacristía. Sabedlo, coles, que espinacas hay en la olla y que es herejía luterana rezongar contra lo que mandan los ministros de la Iglesia. Por eso dijo San Ambrosio..., no..., no..., que fue San Agustín..., tampoco..., en fin, alguien lo dijo y yo lo repito..., nácenle alas a la hormiga para que se pierda más aína. Conque comed y no gimades, soberbios de Lucifer, o gemid y no comades. He dicho. Pajas al pajar y barberos a rapar.

-Hombre -replicó Pepe Ortiz-, para mujer de a dos reales, marido de a dos migajas. Para las barbas que tú desuellas, bien te estás con ellas, que sólo un cristiano dejado de Dios y de Santa María se pone en manos de barbero zahorí que tiene un Cristo negro pintado en el cielo de la boca.

-Aguilucho sin agallas -insistió Cuzcurrita, rojo de cólera ante tamaña injuria-, no seré yo, brujo y zahorí, como me apodas, el que por el alabado deje el conocido y véame perdido. Excomunión con usarcedes y no conmigo, que no pecaré de novedoso ni de...

Aquí se acabó la paciencia de los del gremio, y a los gritos de «¡Basta! ¡Fuera! ¡Mantear el monigote! ¡Cáscale las liendres! ¡Aflójale su sepan cuantos!», se escurrió Cuzcurrita en dirección al sagrario.




IV

Y alejado el único defensor del cartelón, veintiocho barberos firmaron un largo memorial que, mitad en latín y mitad en castellano y por su   —50→   respectivo cuanto vos contribuisteis (una onza de oro), les redactó el abogado de más campanillas que en Lima comía pan.

Rechazados por el arzobispo, apelaron ante el juez apostólico de Guamanga, y negada también la apelación, los rapabarbas, lejos de amilanarse con una excomunión en perspectiva, cobraron bríos y fuéronse a la Real Audiencia con un... (parece mentira tamaño coraje), con un... (hasta la mano me tiembla), con un... (¡Avemaría purísima!) recurso de fuerza. Sí, señores, como ustedes lo oyen, recurso de fuerza. ¡Cómo! ¿Creían ustedes que los barberos eran gente de volverse atrás por excomunión más o menos?

Y mientras el fiscal y el promotor andaban al morro con los Cánones y las Pandectas, y las Decretales, y el Fuero Juzgo, y las Partidas, y el Patronato y la gurrumina, el Celso Bazán se llenaba la boca exclamando:

-¡Ahora va a saber el arzobispito con quién casó Cañahueca!

¡Recurso de fuerza! ¿Y contra quién? Contra el más engreído de los arzobispos que el Perú tuvo hasta entonces. Contra un arzobispo que traía en la cartera el título de virrey, para el caso de que falleciese el marqués de Guadalcázar. ¡Contra un arzobispo a quien Felipe IV llamaba su ojito derecho, y que era el niño mimado de Su Santidad Gregorio IX!

Pero como ni el virrey, ni los oidores, ni los cabildantes y demás gente de copete pudieran conformarse con lucir el domingo barba trasnochada o de la víspera, sucedió (maravíllense ustedes, que yo ya me he maravillado) que la Real Audiencia fallara que el arzobispo hacía fuerza.

¡Victoria por los barberos!

Verdad es también que la sentencia se pronunció veinticuatro horas antes de que fuera pública en Lima la noticia de que el arzobispo don Gonzalo de Campo había fallecido en Recuay el 1.º de diciembre, envenenado por un cacique a quien desde el púlpito amonestara de lo lindo porque vivía amancebado.

Si alambicamos bien el suceso, algo de complicidad en la muerte de Su Ilustrísima les cae encima a los barberos; porque llamado el de Recuay para aplicar una sangría al moribundo, anduvo retrechero con las excusas de si era o no era domingo y de si el edicto callaba o no callaba en este caso, cuando vencidos sus escrúpulos se decidió a acudir, empleó un cuarto de hora en buscar lanceta y a la postre fue llevando una lanceta roma. Cuando él entró en el dormitorio hacía ya minuto y medio que era don Gonzalo alma de la otra vida.

Desde entonces los barberos de Lima disfrutan del privilegio de trabajar en domingo, gracias a su ñeque y circunstanflaucia, como diría Celso Bazán, mi barbero.





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ArribaAbajoEl alacrán de fray Gómez

(A Casimiro Prieto Valdez)

Ilustración


   Principio principiando;
      principiar quiero,
por ver si principiando
      principiar puedo.



In diebus illis, digo, cuando yo era muchacho, oía con frecuencia a las viejas exclamar, ponderando el mérito y precio de una alhaja: «¡Esto vale tanto como el alacrán de fray Gómez!».

Tengo una chica remate de lo bueno, flor de la gracia y espumita de la sal, con unos ojos más pícaros y trapisondistas que un par de escribanos:


   ...Chica
      que se parece
al lucero del alba
      cuando amanece.



Al cual pimpollo he bautizado, en mi paternal chochera, con el mote de alacrancito de fray Gómez. Y explicar el dicho de las viejas y el sentido   —52→   del piropo con que agasajo a mi Angélica, es lo que me propongo, amigo y camarada Prieto, en esta tradición.

El sastre paga deudas con puntadas; y yo no tengo otra manera de satisfacer la literaria que con usted he contraído que dedicándole estos cuatro palotes.


I

Éste era un lego contemporáneo de don Juan de la Pipirindica, el de la valiente pica, y de San Francisco Solano; el cual lego desempeñaba en Lima en el convento de los padres seráficos las funciones de refitolero en la enfermería u hospital de los devotos frailes. El pueblo lo llamaba fray Gómez, y fray Gómez lo llaman las crónicas conventuales, y la tradición lo conoce por fray Gómez. Creo que hasta en el expediente que para su beatificación y canonización existe en Roma, no se le da otro nombre.

Fray Gómez hizo en mi tierra milagros a mantas, sin darse cuenta de ellos y como quien no quiere la cosa. Era de suyo milagrero como aquel que hablaba en prosa sin sospecharlo.

Sucedió que un día iba el lego por el puente, cuando un caballo desbocado arrojó sobre las losas al jinete. El infeliz quedó patitieso, con la cabeza hecha una criba y arrojando sangre por boca y narices.

-¡Se descalabró, se descalabró! -gritaba la gente-. ¡Que vayan el San Lázaro por el santo óleo!

Y todo era bullicio y alharaca.

Fray Gómez acercose pausadamente al que yacía en tierra, púsole sobre la boca el cordón de su hábito, echole tres bendiciones, y sin más médico ni más botica, el descalabrado se levantó tan fresco como si golpe no hubiera recibido.

-¡Milagro, milagro! ¡Viva Fray Gómez! -exclamaron los infinitos espectadores, y en su entusiasmo intentaron llevar en triunfo al lego. Éste, para sustraerse a la popular ovación, echó a correr camino de su convento y se encerró en su celda.

La crónica franciscana cuenta esto último de manera distinta. Dice que fray Gómez, para escapar de sus aplaudidores, se elevó en los aires y voló desde el puente hasta la torre de su convento. Yo ni lo niego ni lo afirmo. Puede que sí, y puede que no. Tratándose de maravillas, no gasto tinta en defenderlas ni en refutarlas.

Aquel día estaba fray Gómez en vena de hacer milagros; pues cuando salió de su celda se encaminó a la enfermería, donde encontró a San Francisco Solano acostado sobre una tarima, víctima de una furiosa jaqueca. Pulsolo el lego, y le dijo:

  —53→  

-Su paternidad está muy débil, y haría bien en tomar algún alimento.

-Hermano -contestó el santo-, no tengo apetito.

-Haga un esfuerzo, reverendo padre, y pase siquiera un bocado.

Y tanto insistió el refitolero, que el enfermo, por libertarse de exigencias que picaban ya en majadería, ideó pedirle lo que hasta para el virrey habría sido imposible conseguir, por no ser la estación propicia pana satisfacer el antojo.

-Pues mire, hermanito, sólo comería con gusto un par de pejerreyes.

Fray Gómez metió la mano derecha dentro de la manga izquierda, y sacó un par de pejerreyes tan fresquitos que parecían acabados de salir del mar.

-Aquí los tiene su paternidad, y que en salud se le conviertan. Voy a guisarlos.

Y ello es que con los benditos pejerreyes quedó San Francisco curado como por ensalmo.

Me parece que estos dos milagritos, de que incidentalmente me he ocupado, no son paja picada. Dejo en mi tintero otros muchos de nuestro lego, porque no me he propuesto relatar su vida y milagros.

Sin embargo, apuntaré, para satisfacer curiosidades exigentes, que sobre la puerta de la primera celda del pequeño claustro que hasta hoy sirve de enfermería, hay un lienzo pintado al óleo representando estos dos milagros, con la siguiente inscripción:

«El venerable fray Gómez.- Nació en Extremadura en 1560. Vistió el hábito en Chuquisaca en 1580. Vino a Lima en 1581.- Enfermero fue cuarenta años, ejercitando todas las virtudes, dotado de favores y dones celestiales. Fue su vida un continuado milagro. Falleció en 2 de Mayo de 1631, con fama de santidad. En el año siguiente se colocó el cadáver en la capilla de Aranzazu, y en 13 de Octubre de 1810 se pasó, bajo del altar mayor, a la bóveda a donde son sepultados los padres del convento. Presenció la traslación de los restos el señor doctor don Bartolomé María de las Heras. Se restauró este venerable retrato en 30 de Noviembre de 1882 por M. Zamudio».






II

Estaba una mañana fray Gómez en su celda entregado a la meditación, cuando dieron a la puerta unos discretos golpecitos, y una voz de quejumbroso timbre dijo:

-Deo grabas... ¡Alabado sea el Señor!...

-Por siempre jamás, amén. Entre, hermanito -contestó fray Gómez.

Y penetró en la humildísima celda un individuo algo desarrapado, vera   —54→   efigies del hombre a quien acongojan pobrezas; pero en cuyo rostro se dejaba adivinar la proverbial honradez del castellano viejo.

Todo el mobiliario de la celda se componía de cuatro sillones de vaqueta, una mesa mugrienta y una tarima sin colchón, sábanas ni abrigo, y con una piedra por cabezal o almohada.

-Tome asiento, hermano, y dígame sin rodeos lo que por acá le trae -dijo fray Gómez.

-Es el caso, padre, que yo soy hombre de bien a carta cabal...

-Se le conoce y que persevere deseo, que así merecerá en esta vida terrena la paz de la conciencia, y en la otra la bienaventuranza.

-Y es el caso que soy buhonero, que vivo cargado de familia y que mi comercio no cunde por falta de medios, que no por holgazanería y escasez de industria en mí.

-Me alegro, hermano, que a quien honradamente trabaja Dios le acude.

-Pero es el caso, padre, que hasta ahora Dios se me hace el sordo, y en acorrerme tarda...

-No desespere, hermano, no desespere.

-Pues es el caso que a muchas puertas he llegado en demanda de habilitación por quinientos duros, y todas las he encontrado con cerrojo y cerrojillo. Y es el caso que anoche, en mis cavilaciones, yo mismo me dije a mí mismo: «¡Ea!, Jeromo, buen ánimo y vete a pedirle el dinero a fray Gómez; que si él lo quiere, mendicante y pobre como es, medio encontrará para sacarte del apuro». Y es el caso que aquí estoy porque he venido, y a su paternidad le pido y ruego que me preste esa puchuela por seis meses, seguro que no será por mí por quien se diga:


En el mundo hay devotos
   de ciertos santos:
la gratitud les dura
   lo que el milagro;
      que un beneficio
da siempre vida a ingratos
   desconocidos.



-¿Cómo ha podido imaginarse, hijo, que en esta triste celda encontrará ese caudal?

-Es el caso, padre, que no acertaría a responderle; pero tengo fe en que no me dejará ir desconsolado.

-La fe lo salvará, hermano. Espere un momento.

Y paseando los ojos por las desnudas y blanqueadas paredes de la celda, vio un alacrán que caminaba tranquilamente sobre el marco de la   —55→   ventana. Fray Gómez arrancó una página de un libro viejo, dirigiose a la ventana, cogió con delicadeza a la sabandija, la envolvió en el papel, y tornándose hacia el castellano viejo le dijo:

-Tome, buen hombre, y empeine esta alhajita; no olvide, sí, devolvérmela dentro de seis meses.

El buhonero se deshizo en frases de agradecimiento, se despidió de fray Gómez, y más que de prisa se encaminó a la tienda de un usurero.

La joya era espléndida, verdadera alhaja de reina morisca, por decir lo menos. Era un prendedor figurando un alacrán. El cuerpo lo formaba una magnífica esmeralda engarzada sobre oro, y la cabeza un grueso brillante con dos rubíes por ojos.

El usurero, que era hombre conocedor, vio la alhaja con codicia, y ofreció al necesitado adelantarle dos mil duros por ella; pero nuestro español se empeñó en no aceptar otro préstamo que el de quinientos duros por seis meses, y con un interés judaico, se entiende. Extendiéronse y firmáronse los documentos o papeletas de estilo, acariciando el agiotista la esperanza de que a la postre el dueño de la prenda acudiría por más dinero, que con el recargo de intereses lo convertiría en propietario de joya tan valiosa por su mérito intrínseco y artístico.

Y con este capitalito fuele tan prósperamente en su comercio, que a la terminación del plazo pudo desempeñar la prenda, y envuelta en el mismo papel en que la recibiera, se la devolvió a fray Gómez.

Este tomó el alacrán, lo puso sobre el alféizar de la ventana, le echó una bendición, y dijo:

-Animalito de Dios, sigue tu camino.

Y el alacrán echó a andar libremente por las paredes de la celda.


   Y vieja, pelleja,
aquí dio fin la conseja.



Ilustración





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