Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —87→  

ArribaAbajoCapricho de limeña

Yo no sé, lector, si conoces una de mis leyendas tradicionales titulada Pepe Bandos, en la cual procuré pintar el carácter, enérgico hasta rayar en arbitrario, del virrey don José de Armendáriz, marqués de Castelfuerte. Hoy, como complemento de aquélla, se me antoja referirte uno de los arranques de su excelencia, arranque que me dejé olvidado en el tintero.


I

Don Álvaro de Santiponce, maestro de todas las artes y aprendiz de cosa ninguna, era por los años de 1731 un joven hidalgo andaluz, avecindado en Lima, buen mozo y gran trapisondista. Frecuentador de garitos y rondador de ventanas, tenía el genio tan vivo que, a la menor contradicción, echaba mano por el estoque y armaba una de mil diablos. De sus medios de fortuna podía decirse aquello de presunción y pobreza todo en una pieza, y aplicarle, sin temor de incurrir en calumnia, la redondilla:


   «Del hidalgo montañés
don Pascual Pérez Quiñones,
eran las camisas nones
y no llegaban a tres».



Con motivo de la reciente ejecución de Antequera, la ciudad estaba amagada de turbulencias, y el virrey había hecho publicar bando para que después de las diez de la noche no anduviesen los vecinos por las calles; y a fin de que su ordenanza no fuese letra muerta, multiplicó las rondas, y aun él mismo salía a veces al frente de una a recorrer la ciudad.

Nuestro andaluz no era hombre de sacrificar un galanteo a la obediencia del bando, y una noche pillolo la ronda departiendo de amor al pie de una reja.

-¡Hola, hola, caballerito, dese usted preso! -le dijo el jefe de la ronda.

-¡Un demonio! -contestó Santiponce, y desenvainando el fierro empezó a repartir estocadas, hiriendo a un alguacil y logrando abrirse paso.

Corría el hidalgo, tras él los ministriles, hasta que, dos o tres calles adelante, viendo abierta la puerta de una casa, colose en ella, y sin aflojar el paso penetró en el salón.

  —88→  

Hallábase la familia de gran tertulia, celebrando el cumpleaños de uno de sus miembros, cuando nuestro hidalgo vino con su presencia a aguar la fiesta.

La señora de la casa era una aristocrática limeña, llamada doña Margarita de ***, muy pagada de lo azul de su sangre, como descendiente de uno de los caballeros de espuela dorada ennoblecidos por la reina doña Juana la Loca por haber acompañado a Pizarro en la conquista. La engreída limeña era esposa de uno de los más ricos hacendados del país que, si bien no era de acuartelada nobleza, tenía en alta estima los pergaminos de su mujer.

Impúsola el hidalgo de la cuita en que se hallaba, pidiéndola mil perdones por haber turbado el sarao, y la señora lo condujo al interior de la casa.

Entraba en las quijotescas costumbres de la época y como rezago del feudalismo el no negar asilo ni al mayor criminal, y los aristócratas tenían a orgullo comprometer la negra honrilla defendiendo hasta la pared del frente la inmunidad del domicilio. Había en Lima casas que se llamaban de cadena y en las cuales, según una real cédula, no podía penetrar la justicia sin previo permiso del dueño, y aun esto en casos determinados y después de llenarse ciertas tramitaciones. Nuestra historia colonial está llena de querellas sobre asilo, entre los poderes civil y eclesiástico y aun entre los gobiernos y los particulares. Hoy, a Dios gracias, hemos dado de mano a esas antiguallas, y al pie del altar mayor se le echa la zarpa encima al prójimo que se descantilla; y aunque en la Constitución reza escrito no sé qué artículo o paparrucha sobre inviolabilidad del hogar doméstico, nuestros gobernantes hacen tanto caso de la prohibición legal como de los mostachos del gigante Culiculiambro. Yaquí, pues la ocasión es calva, voy a aprovechar la oportunidad para referir el origen de un refrancito republicano.

Cierto presidente de cuyo nombre me acuerdo, pero no se me antoja apuntarlo, veía un conspirador en todos los que no éramos partidarios de su política, y daba gran trajín a la autoridad de policía, encargándola de echar guante y hundir en un calabozo a los oposicionistas.

Media noche era por filo cuando un agente de la prefectura con un cardumen de ministriles, escalando paredes, se sopló de rondón en una casa donde recelábase que estuviera escondido un demagogo de cuenta. Asustose la familia, que estaba ya en brazos do Morfeo, ante tan repentina irrupción de vándalos, y el dueño de casa, hombre incapaz de meterse en barullos de política, pidió al seide que le enseñara la orden escrita, y firmada por autoridad competente, que lo facultara para allanar su domicilio.

-¡Qué orden ni qué niño muerto! -contestó el agente-. Aquí no hay más Dios que Mahoma, y yo que soy su profeta.

  —89→  

-Pues sin orden no le permito a usted que atropelle mi casa.

-¡Qué chocheces! No parece usted peruano. ¡Ea, muchachos, a registrar la casa!

-Las garantías individuales amparadas por la Constitución...

El esbirro no dejó continuar su discurso al leguleyo ciudadano, porque lo interrumpió exclamando:

-¿Constitución, y a estas horas? Que lo amarren al señor.

Y no hubo tu tía, y desde esa noche nació el refrancito con que el buen sentido popular expresa lo inútil que es protestar contra las arbitrariedades, a que tan inclinados son los que tienen un cachito de poder.

La casa de doña Margarita era conocida por casa de cadena, y así lo comprobaban los gruesos eslabones de la que se extendía a la entrada del zaguán. Había en la casa un sótano o escondite, cuya entrada era un secreto para todo el mundo, menos para la señora y una de sus criadas de confianza, y bien podía echarse abajo el edificio sin que se descubriese el misterioso rincón.

El jefe de la ronda dio su espada en la puerta de la calle a un alguacil; y así desarmado llegó al salón, y con muy corteses palabras reclamó la persona del delincuente.

Doña Margarita se subió de tono; contestó al representante de la autoridad que ella no era de la raza de Judas para entregar a quien se había puesto bajo la salvaguardia de su nobleza, y que así se lo dijese a Pepe Bandos, que en cuanto a ella se le daba una higa de sus rabietas.

Y como cuando la mujer da rienda a la sin hueso, echa y echa palabras y no se agotan éstas como si brotaran de un manantial, trató al pobre guardián del orden de corchete y esbirro vil, y a su excelencia de perro y excomulgado, aludiendo a la carga de caballería dada contra los frailes de San Francisco el día de la ejecución de Antequera.

Palabra y piedra suelta no tienen vuelta. El de la ronda soportó impasible la andanada, retirose mohíno y, después de rodear la calle de alguaciles, encaminose a palacio, hizo despertar al virrey, y lo informó, de canto a canto y sin omitir letra, de lo que acontecía, y de cómo la noble señora había puesto de oro y azul, dejándolo para agarrado con tenacillas, el respeto debido al que en estos reinos del Perú aspiraba a ser mirado como la persona misma de su majestad don Felipe V.




II

Conocido el carácter del de Castelfuerte, es de suponer que se le subió la mostaza a las narices. En el primer momento estuvo tentado de saltar por sobre la cadena y los privilegios, aprehender a la insolente limeña, y   —90→   con sus pergaminos nobiliarios encerrarla en la cochera, que así se llamaba un cuarto de la cárcel de corte destinado para arresto de mujeres de vida airada.

Pero, calmándose un tanto, reflexionó que haría mal en extremarse con una hija de Eva, y que su proceder sería estimado como indigno de un caballero. «Aindamáis, pensó, la mujer esgrime la lengua, arma ofensiva y defensiva que la dio naturaleza; pero cuando la mujer tiene editor responsable, lo más llano es irse derecho a éste y entenderse de hombre a hombre».

Y, pensado y hecho, llamó a un oficial y enviolo a las volandas donde el marido de doña Margarita, que se encontraba en la hacienda a pocas leguas de Lima, con una carta en la que, después de informarle de los sucesos, concluía diciéndole:

«Tiempo es, señor mío, de saber quién lleva en su casa los gregüescos. Si es vuesa merced, me lo probará poniendo en manos de la justicia, antes de doce horas, al que se ha amparado de faldas; y si es la irrespetuosa compañera que le dio la Iglesia, dígamelo en paridad para ajustar mi conducta a su respuesta.

»Dé Dios nuestro Señor a vuesa merced la entereza de fundar buen gobierno en su casa, que bien lo ha menester, y no me quiera mal por el deseo.- El marqués de Castelfuerte».

A la burlona y amenazadora carta del virrey, contestó el marido muy lacónicamente:

«Duéleme, señor marqués, el desagrado de que me habla; y en él interviniera, si la carta de vuecencia no encerrara más de agravio a mi honra y persona que de amor a los fueros de la justicia. Haga vuecencia lo que su buen consejo y prudencia le dicten, que en ello no habré enojo; advirtiendo que el marido que ama y respeta a su compañera de tálamo y madre de sus hijos, deja a ésta por entero el gobierno del hogar, en el resguardo de que no ha de desdecir de lo que debe a su fama y nombre.

»Guarde Dios los días de vuecencia, para bien de estos pueblos y major servicio de su majestad.- Carlos de ***».

Como se ve, las dos epístolas eran dos cantáridas, chispeantes de ironía.

Al recibir Armendáriz la contestación de don Carlos lo mandó traer preso a Lima.

-¡Y bien, señor mío! -le dijo el virrey-. Conmigo no hay chancharras mancharras. Doce horas de piano le acordé para que entregase al reo. ¿En qué quedamos? ¿Han de ser mangas o tijeretas?

-Será lo que plazca a vuecencia, que aunque me acordara un siglo no   —91→   haría yo fuerza a mi mujer para que entregue al que sufre persecuciones por la justicia.

-¡Que no!... -exclamó furioso el marqués-. Pues esta misma noche va usted con títeres y petacas desterrado a Valdivia; que ¡por mi santo patrón el de las azucenas! no ha de decirse de mí que un maridillo linajudo me puso la ceniza en la frente. ¡Bonito hogar es el de vuesa merced, en donde canta la gallina y no cacarea el gallo!

Pero como en palacio las paredes se vuelven oídos, súpose en el acto por todo Lima que en la fragata María de los Ángeles, lista para zarpar esa noche del Callao, iba a ser embarcado el opulento don Carlos. Doña Margarita cogió el manto y, acompañada de dueña, rodrigón y paje, salió a poner la ciudad en movimiento. El arzobispo y varios canónigos, oidores, cabildantes y caballeros titulados fueron a palacio para pretender que el marqués cejase en lo relativo al destierro; pero su excelencia, después de dar órdenes al capitán de su escolta, se había encerando a dormir, previniendo al mayordomo que, aunque ardiese Troya, nadie osara despertarlo.

Cuando al otro día asistió el virrey al acuerdo de la Real Audiencia, ya la María de los Ángeles había desaparecido del horizonte. Uno dedos oidores se atrevió a insinuarse, y el marqués le contestó:

-Que doña Margarita entregue al delincuente, y volverá de Valdivia su marido.

Pero doña Margarita era de un temple de alma como ya no se usa. Amaba mucho a su esposo; mas creía envilecerlo y envilecerse accediendo a la exigencia del marqués.

En punto a tenacidad, dama y virrey iban de potencia a potencia.




III

Y pasaron años.

Y doña Margarita enviaba por resmas cartas y memoriales a la corte de Madrid, y se gastaba un dineral en misas, cirios y lámparas, para que los santos hiciesen el milagro de que Felipe V le echase una filípica a su representante.

Y en estas y las otras, don Carlos murió en el destierro.

Y Armendáriz regresó a España en 1730, donde fue agraciado con el toisón de oro.

Bajo el gobierno de su sucesor, el marqués de Villagarcía, salió don Álvaro de Santiponce a respirar el aire libre; y para quitar a la justicia la tentación de ocuparse de su persona, se embarcó sin perder minuto para una de las posesiones portuguesas.

  —92→  

El marqués de Castelfuerte se disculpaba de este abuso de autoridad, diciendo: «Cometilo para que los maridos aprendan a no permitir a sus mujeres desacatos contra la justicia y los que la administran; pero dudo que aproveche el ejemplo; pues por más que se diga en contrario, los hijos de Adán seremos siempre unos bragazas, y ellas llevarán la voz de mando y harán de nosotros cera y pábilo».





  —[93]→  

ArribaAbajo La trenza de sus cabellos

Al poeta español don Tomás Rodríguez Rubí, autor de un drama que lleva el mismo título de esta tradición


Ilustración


I

De cómo Mariquita Martínez no quiso que la llamasen Mariquita la pelona


Allá por los años de 1731 paseábase muy risueña por estas calles de Lima Mariquita Martínez, muchacha como una perla, mejorando lo presente, lectora mía. Paréceme estarla viendo, no porque yo la hubiese conocido ¡qué diablos! (pues cuando ella comía pan de trigo, este servidor de ustedes no pasaba de la categoría de proyecto en la mente del Padre Eterno), sino por la pintura que de sus prendas y garabato hizo un coplero de aquel siglo, que por la pinta debió ser enamoradizo y andar bebiendo los vientos tras de ese pucherito de mistura. Marujilla era de esas limeñas   —94→   que tienen más gracia andando que un obispo confirmando, y por las que dijo un poeta:


   «Parece en Lima más clara
la luz, que cuando hizo Dios
el sol que al mundo alumbrara,
puso amoroso en la cara
de cada limeña, dos».



En las noches de luna era cuando había que ver a Mariquita paseando, Puente arriba y Puente abajo, con albísimo traje de zaraza, pañuelo de tul blanco, zapatito de cuatro puntos y medio, dengue de resucitar difuntos y la cabeza cubierta de jazmines. Los rayos de la luna prestaban a la belleza de la joven un no sé qué de fantástico; y los hombres, que nos pirramos siempre por esas fantasías de carne y hueso, la echaban una andanada de requiebros, a los que ella por no quedarse con nada ajeno, contestaba con aquel oportuno donaire que hizo proverbiales la gracia y la agudeza de la limeña.

Mariquita era de las que dicen: «Yo no soy la salve para suspirar y gemir. ¡Vida alegre, y hacer sumas hasta que se rompa el lápiz o se gaste la pizarra!».

En la época colonial casi no se podía transitar por el Puente en las noches de luna. Era ese el punto de cita para todos. Ambas aceras estaban ocupadas por los jóvenes elegantes, que a la vez que con el airecito del río, hallaban refrigerio al calor canicular, deleitaban los ojos clavándolos en las limeñas que salían a aspirar la fresca brisa, embalsamando la atmósfera con el suave perfume de los jazmines que poblaban sus cabelleras.

La moda no era lucir constantemente aderezos de rica pedrería, sino flores; y tal moda no podía ser más barata para padres y maridos, que con medio real de plata salían de compromisos y aun sacaban alma del purgatorio.

Todas las tardes de verano cruzaban por las calles de Lima varios muchachos, y al pregón de ¡el jazminero! salían las jóvenes a la ventana de reja, y compraban un par de hojas de plátano sobre las que había una porción de jazmines, diamelas, aromas, suches, azahares, flores de chirimoya y otras no menos perfumadas. La limeña de entonces buscaba sus adornos en la naturaleza y no en el arte.

La antigua limeña no usaba elixires odontálgicos ni polvos para los dientes; y sin embargo, era notable la regularidad y limpieza de éstos. Ignorábase aún que en la caverna de una muela se puede esconder una   —95→   California de oro, y que con el marfil se fabricarían mandíbulas que nada tendrían que envidiar a las que Dios nos regalara. ¿Saben ustedes a quién debía la limeña la blancura de sus dientes? Al raicero. Como el jazminero, era éste otro industrioso ambulante que vendía ciertas raíces blandas y jugosas, que las jóvenes se entretenían en morder restregándolas sobre los dientes.

Parece broma; pero la industria decae. Ya no hay jazmineros ni raiceros, y es lástima; que a haberlos les caería encima una contribución municipal que los partiera por el eje, en estos tiempos en que hasta los perros pagan su cuota por ejercer el derecho de ladrar. Y, con venia de ustedes, también se han eclipsado el pajuelero o vendedor de mechas azufradas, el puchero o vendedor de puntas de cigarros, el anticuchero y otros industriosos.

Digresiones a un lado, y volvamos a Mariquita.

La limeña de marras no conoció peluquero ni castañas, sino uno que otro ricito volado en los días de repicar gordo, ni fierros calientes ni papillotas, ni usó jamás aceitillo, bálsamos, glicerina ni pomadas para el pelo. El agua de Dios y san se acabó, y las cabelleras eran de lo bueno lo mejor.

Pero hoy dicen las niñas que el agua pudre la raíz del pelo, y no estoy de humor para armar gresca con ellas sosteniendo la contraria. También los borrachos dicen que prefieren el licor, porque el agua cría ranas y sabandijas.

Mariquita tenía su diablo en su mata de cabellos. Su orgullo era lucir dos lujosas trenzas que, como dijo Zorrilla pintando la hermosura de Eva,


«la medían en pie la talla entera».



Una de esas noches de luna iba Mariquita por el Puente lanzando una mirada a éste, esgrimiendo una sonrisa a aquél, endilgando una pulla al de más allá, cuando de improviso un hombre la tomó por la cintura, sacó una afilada navaja y ¡zis! ¡zas! en menos de un periquete la rebanó una trenza.

Gritos y confusión. A Mariquita le acometió la pataleta, la gente echó a correr, hubo cierre de puertas y a palacio llegó la noticia de que unos corsarios se habían venido a la chita callando por la boca del río y tomado la ciudad por sorpresa.

En conclusión, la chica quedó mocha, y para no dar campo a que la llamasen Mariquita la pelona, se llamó a buen vivir, entró en un beaterio y no se volvió a hablar de ella.



  —96→  
II

De cómo la trenza de sus cabellos fue causa de que el Perú tuviera una gloria artística


El sujeto que por berrinche había trasquilado a Mariquita era un joven de veintiséis años, hijo de un español y de una india. Llamábase Baltasar Gavilán. Su padre lo había dejado algunos cuartejos; pero el muchacho, encalabrinado con la susodicha hembra, se olió a gastar hasta que vio el fondo de la bolsa, que ciertamente no podía ser perdurable como las cinco monedas de Juan Espera-en-Dios, alias el Judío Errante.

Era padrino de Baltasar el guardián de San Francisco, fraile de muchas campanillas y circunstancias, quien, aunque profesaba al ahijado gran cariño, echó un sermón de tres horas al informarse del motivo que traía en cuitas al mancebo. El alcalde del crimen reclamó en los primeros días la persona del delincuente; pero fuese que Mariquita meditara que, aunque ahorcaran a su enemigo, no por eso había de recobrar la perdida trenza, o lo más probable, que el influjo de su reverencia alcanzase a torcer las narices a la justicia, lo cierto es que la autoridad no hizo hincapié en el artículo de extradición.

Baltasar, para distraerse en su forzada vida monástica, empezó por labrar un trozo de madera y hacer de él los bustos de la Virgen, el niño Jesús, los tres Reyes Magos y, en fin, todos los accesorios del misterio de Belén. Aunque las figuras eran de pequeñas dimensiones, el conjunto quedó lucidísimo y los visitantes del guardián propalaban que aquello era una maravilla artística. Alentado con los elogios, Gavilán se consagró a hacer imágenes de tamaño natural, no sólo en madera, sino en piedra de Huamanga, algunas de las cuales existen en diversas iglesias de Lima.

La obra más aplaudida de nuestro artista fue una Dolorosa, que no sabemos si se conserva aún en San Francisco. El virrey marqués de Villagarcía, noticioso del mérito del escultor, quiso personalmente convencerse, y una mañana se presentó en la celda convertida en taller. Su excelencia, declarando que los palaciegos se habían quedado cortos en el elogio, departió familiarmente son el artista; y éste, animado por la amabilidad del virrey, le dijo que ya le aburría la clausura, que harto purgada estaba su falta en tres años de vida conventual y que anhelaba ancho campo y libertad. El marqués se rascó la punta de la oreja, y le contestó que la sociedad necesitaba un desagravio, y que pues en el Puente había   —97→   dado el escándalo, era preciso que en el Puente se ostentase una obra cuyo mérito hiciese olvidar la falta del hombre para admirar el genio del artista. Y con esto, su excelencia giró sobre los talones y tomó el camino de la puerta.

Cinco meses después, en 1738, celebrábase en Lima con solemne pompa y espléndidos festejos la colocación sobre el arco del Puente de la estatua ecuestre de Felipe V.

En la descripción que de estas fiestas hemos leído, son grandes los encomios que se tributan al artista. Desgraciadamente para su gloria, no le sobrevivió su obra; pues en el famoso terremoto de 1746, al derrumbarse una parte del arco, vino al suelo la estatua.

Y aquí queremos consignar una coincidencia curiosa. Casi a la vez que caía de su pedestal el busto del monarca, recibiose en Lima la noticia de la muerte de Felipe V a consecuencia de una apoplejía fulminante, que es como quien dice un terremoto en el organismo.




III

De cómo una escultura dio la muerte al escultor


Los padres agustinianos sanaban, hasta poco después de 1824, la célebre procesión de Jueves Santo, que concluía, pasada la media noche, con no poco barullo, alharaca de viejas y escapatoria de muchachas. Más de veinte eran las andas que componían la procesión, y en la primera de ellas iba una perfecta imagen de la muerte con su guadaña y demás menesteres, obra soberbia del artista Baltasar Gavilán.

El día en que Gavilán dio la última mano al esqueleto fueron a su taller los religiosos y muchos personajes del país, mereciendo entusiasta y unánime aprobación el buen desempeño del trabajo. El artista alcanzaba un nuevo triunfo.

Baltasar, desde los tiempos en que vivió asilado en San Francisco, se había entregado con pasión al culto de Baco, y es fama que labró sus mejores efigies en completo estado de embriaguez.

Hace poco leí un magnífico artículo sobre Edgardo4 Poe y Alfredo de Musset, titulado El alcoholismo en literatura. Baltasar puede dar tema para otro escrito que titularíamos El alcoholismo en las Bellas Artes.

El alcohol retemplaba el espíritu y el cuerpo de nuestro artista; era su ninfa Egeria, por decirlo así. Idea y fuerza, sentimiento y verdad, todo lo hallaba Baltasar en el fondo de una copa.

Para celebrar el buen término de la obra que le encomendaron los agustinos, fuese Baltasar con sus amigos a la casa de bochas y se tomó   —98→   una turca soberana. Agarrándose de las paredes, pudo a las diez de la noche volver a su taller, cogió pedernal, eslabón y pajuela, y encendiendo una vela de sebo se arrojó vestido sobre la cama.

A media noche despertó. La mortecina luz despedía un extraño reflejo sobre el esqueleto colocado a los pies del lecho. La guadaña de la Parca parecía levantada sobre Baltasar.

Espantado y bajo la influencia embrutecedora del alcohol, desconoció la obra de sus manos. Dio horribles gritos, y acudiendo los vecinos comprendieron por la incoherencia de sus palabras la alucinación de que era víctima.

El gran escultor peruano murió loco el mismo día en que terminó el esqueleto, de cuyo mérito artístico hablan aún con mucho aprecio las personas que en los primeros años de la independencia asistieron a la procesión de Jueves Santo.

Ilustración





  —99→  

ArribaAbajo Un reo de inquisición

Don Manuel Mavila era en 1751 el farmacéutico más acreditado de Lima. Su botica hallábase situada en la calle de Palacio, y por lo mismo que vendía jaropes y drogas por doble precio del que cobraban sus cofrades, la candidez limeña no se hacía remolona para darle preferencia y el boticario alcanzaba gran cosecha de duros.

No hay oficio menos expuesto a mermas ni de más seguras ganancias que el de los que se consagran a despachar recetas, constituyéndose en alguaciles de la muerta y auxiliares de los galenos. Todos los Bancos de emisión y descuento corren peligro de presentarse en quiebra; pero no hay tradición de que haya quebrado un boticario, aquí ni en Jerusalén.

Mavila era un andaluz simpático y decidor, y en el año en que lo presentamos frisaba apenas en la edad de Cristo. Córdova y Urrutia dice en sus Tres épocas que era además famoso médico, noticia que no encuentro comprobada en los papeles viejos que a la vista tengo.

A nuestro boticario lo tenía flechado en regla una limeñita de rechupete y azúcar cande. Habíala pedido a sus padres, aceptado ellos el envite y señaládose el próximo domingo de Cuasimodo para que el cura los atase en la tierra como en el cielo. La cosa parecía no admitir ya vuelta de hoja. Pero ahí verán ustedes y sabrán lo que es canela, y cómo en la boca del horno se quema la torta mejor amasada.

Un vejete con más lacras que conciencia de escribano, hermano de no sé cuántas cofradías y familiar del Santo Oficio de la Inquisición, echaba también la baba por la muchacha, y al verse derrotado no quiso abandonar el campo sin quemar el último cartucho.

El andaluz gozaba fama de poco o nada devoto, pues rara vez se le veía en la iglesia y no desperdiciaba ocasión de hablar pestes contra frailes y beatas.

Una tarde hallábase en la puerta de la botica, cubierta la cabeza con una gorra de nutria, en el momento en que todas las campanas de la ciudad daban el toque de oraciones. Los transeúntes se detuvieron, se quitaron los sombreros, se persignaron y rezaron la salutación de estilo. Fuese distracción de Mavila o falta de respeto por las prácticas religiosas, ello es que se quedó con la gorra encasquetada.

A la sazón pasaba su rival, el vejete, quien se puso a gritar como un poseído:

-¡Hereje! ¡Quítate la gorra y persígnate!

  —100→  

El andaluz le contestó con mucha sorna:

-Diga, compadre, ¿me lo manda o me lo ruega?

-Te lo mando, pícaro hereje, con el derecho que la Iglesia da a todo fiel cristiano.

-Pues sepa usted, tío Choncholí, que no me da la gana de obedecer.

La disputa con el familiar de la Santa subió de punto y empezó a agruparse gente.

-¡Que se quite la gorra!

-¡Que se persigne!

-¡Muera el hereje!

Y de los gritos pasaron a vías de hecho, lanzando piedras sobre los frascos y amenazando hacer una barrumbada con botica y boticario.

Acudió la guardia de palacio al sitio del bochinche, y tras ella, ¡Dios nos libre y nos defienda!, la calesita verde de la Inquisición.

El desventurado Mavila fue a parar con su humanidad en una mazmorra del Santo Oficio.

Corrieron seis meses, y después de haber apurado más torturas que las que en el purgatorio amagan al pecador, lo pusieron un día en la calle, no sin que hubiera hecho primero abjuración de levi ante sus señorías los inquisidores contra la herética pravedad y comprometídose a confesar y comulgar en todas las solemnes festividades de la Iglesia.

En sus meses de encierro había el infeliz envejecido como si sobre él hubiera pasado medio siglo. Su cabello, antes negro como el ala del cuervo, sc tornó blanco como el algodón, y hondas arrugas surcaban su rostro, poco ha fresco y juvenil. Ítem, se encontró arruinado, porque nadie compraba ni un emplasto en la botica del hereje.

Lo único que consoló a Mavila al librarse de las garras de un tribunal que difícilmente soltaba su presa, fue la noticia de que el vejete le había birlado la novia.




ArribaAbajo Por una misa

En uno de los códices del Archivo Nacional aparece constancia de que, cuando la expulsión de la Compañía de Jesús, existía pendiente entre ésta y los padres paulinos un grave y curioso litigio.

De la lectura de ese códice he sacado una moraleja inmoralísima, y es que por muy convencido que uno esté de que no le asiste justicia, debe   —101→   pleitear y pleitear, y embromar y ganar tiempo, para ver qué es lo que Dios hace en favor nuestro.

Fue el caso que un acaudalado español dejó por cláusula testamentaria una valiosa hacienda a los padres paulinos, sin más obligación para éstos que celebrar una misa, a la una del día, en sufragio de su alma; mas si por casualidad, descuido o malicia dejasen de cumplir una sola vez con el compromiso, pasaría la hacienda a ser propiedad de la archicofradía de Nuestra Señora de la O, bajo el patronato de los hijos de Loyola.

Con cebo tal vivían los jesuitas espiando constantemente a sus antagonistas. Tres de aquéllos concurrían diariamente a la misa de una; y los paulinos, por la conveniencia que les traía el puntual cumplimiento de la obligación, andaban siempre al pespunte. La misa de una en su iglesia era cosa más segura que la salida del sol.

Aconteció que entre el superior o general de los paulinos y el fraile designado por riguroso turno semanal para celebrar la consabida misa, hubo una noche la de Dios es Cristo por no sé qué quisquilla fútil; que se apercibieron de ella los jesuitas, y azuzaron al reverendo para que se vengase del general haciéndole una que le llegase al tuetanillo del alma. Y el fraile, que era un calvatrueno y de poco meollo, se dejó seducir, fijándose más en el berrinche que iba a ocasionar a su superior que en el perjuicio a los intereses del convento.

Aquella mañana fueron de visita a la hora del desayuno tres jesuitas; y el general, llenando fórmulas de estricta cortesía, no tuvo inconveniente para invitarlos a almorzar. Pasaron al refectorio, y allí encontraron ocupando sus asientos a todos los frailes, excepto el destinado para celebrar la misa de una. Apuraban ya la jícara de chocolate cuando se presentó el ausente, y poniéndose de rodillas delante del superior dijo:

-Perdone su reverencia, y nombre, por hoy, padre que me reemplace. Atacome un vahído en la calle, auxiliáronme en una casa, vino el físico, declaró que era debilidad mi dolencia, me prescribió que almorzase...

-¡Pero su paternidad no lo obedecería!... -interrumpió el general guiñándole un ojo, como para llamarle la atención sobre los tres comensales.

-Desgraciadamente, reverendo padre, la dueña de la casa se apareció como enviada por el diablo, con unas magras tan delicadas, y unos pastelillos que parecían hechos por manos de ángel, y unos chicharroncitos tan suculentos, y unas oleosas verdinegras de Moquegua, y un tamalito serrano, y un sevichito de pescado chilcano con naranja agria, y una tortillita de camarones con rabanito y cebolla, y...

-Acabe, padre, acabe.

-Sucumbí a la tentación, y almorcé como un canónigo en casa ajena.

Después de tan terminante confesión, la comunidad entera prorrumpió   —102→   en imprecaciones contra el goloso, y los jesuitas se despidieron a la francesa, sin que nadie reparase en su ausencia, que harto atortolados estaban los frailes para atender a importunos.

-Todo no se ha perdido -dijo al fin el general, después de larga cavilación-. Espere, padre, que voy a solicitar de su ilustrísima licencia para que, atendiendo a lo especial de las circunstancias, le permita celebrar. Casos se han visto, y fresco está todavía el del señor Barroeta.

Pero precisamente lo del arzobispo Barroeta y el escándalo y turbulencias que produjo determinaron a su ilustrísima para negar al general de los paulinos lo que solicitaba. Aquel día no hubo misa de una, y fue este el tema de conversación en todo Lima.

Una semana más tarde los jesuitas reclamaban la posesión de la hacienda y los paulinos opusieron no sé qué triquiñuelas. El arzobispo y la Real Audiencia declararon que la cláusula testamentaria no admitía interpretación y que era clara como la luz. Los paulinos se encastillaron en que la frase por casualidad, descuido o malicia no comprendía intriga o cohecho, y apelaron ante el rey y su Consejo. Con esto no se propusieron más que enredar la pita y ganar tiempo; pero eso bastó y sobró para que ganaran un pleito perdido, que ganarlo fue el encontrarse de la noche a la mañana con que ya no había parte contraria que agitase el litigio.

Mientras el proceso iba navegando para España, dictó Carlos III la real cédula que partió por el eje a los jesuitas.




ArribaAbajo De asta y rejón

Supongo, lector, que tienes edad para haber conversado con contemporáneos del virrey Pezuela, y que hablándote de una hija de Eva esforzada y varonil, les habrás oído esta frase: Es mujer de asta y rejón.

¿Que sí has oído la frase? Pues entonces allá va el origen de ella, tal cual me ha sido referido por un descendiente de la protagonista.


I

En una de las casas de la calle de Aparicio vivía por los años de 1760 la señora doña Feliciana Chávez de Mesía.

Era doña Feliciana lo que se llamaba una mujer muy de su casa y que, a pesar de ser rica hasta el punto de sacar al sol la vajilla de plata labrada y los zurrones de pesos duros, no pensaba en emperejilarse, sino en aumentar   —103→   su caudal. Dueña de una hacienda en los valles próximos a la ciudad y de la panadería del Serrano, tenía en el patio de su casa dos vastos almacenes donde vendía por mayor harina, azúcar, aceite y otros artículos de general consumo.

¡Qué tiempos aquellos! En materia de trabajo nuestras abuelas eran la romana del diablo, y cuando un hombre se casaba encontraba en la conjunta, no sólo la costilla complementaria de su individuo, sino un socio mercantil que le ahorraba el gasto de dependientes.

El marido de doña Feliciana hacía tres años que había ido a Ica a establecer una sucursal de la casa de Lima, quedándose la señora al frente de múltiples operaciones comerciales; y como si Dios se complaciera en echar su bendición sobre la trabajadora limeña, en cuanto negocio ponía mano encontraba una ganancia loca.

Pero no todo es tortas y pan pintado en este valle de lágrimas, y cuando más confiada estaba doña Feliciana en que su marido no pensaba sino en ganar peluconas, recibió de Ica una carta anónima en que la informaban, con puntos y comas, de cómo el señor Mesía tenía su chichisbeo, y cómo gastaba el oro y el moro con la sujeta, y que la susodicha no valía un carámbano ni llegaba a la suela del zapato de doña Feliciana, que aunque jamona, se conservaba bastante apetecible y no era digna de que el perillán de su marido la hiciese ascos. Dijo la gallina de cierto cuento: «Poner huevo y no comer trigo, esa no va conmigo».

El anónimo levantó roncha en el espíritu de la señora y se dio a pensar en la infidelidad del señor Mesía; y tanto zumbó en su alma el tábano de los celos, que decidió remontar el vuelo, caerle al cuello al perjuro y sorprenderlo en el gatuperio. Pero era el caso que para ir en esos tiempos a Ica se gastaba muchos días y se corría mil peligros; y como las bodegas no podían quedar cerradas o a merced de un dependiente, resolviose a venderlas, concisión que encargó a un español apellidado Vilches, que era su compadre y hombre para ella de toda confianza.

En esos tiempos las transacciones eran muy expeditivas, como que no se estilaban muchas fórmulas, y antes de cuarenta y ocho horas vio doña Feliciana entrar por las puertas de su casa algunas talegas de a mil. La señora regaló a Vilches una de ellas en recompensa de su actividad, y desembarazada de estorbos alistó su viaje para tres días después.




II

Aquella noche doña Feliciana echó sus cuentas y resolvió que, apenas amaneciese Dios, debía depositar su dinero y alhajas en casa de un comerciante de proverbial honradez. Pero sus celosas cavilaciones por un lado,   —104→   y por otro sus cálculos rentísticos, la quitaron el sueño, y en ello tuvo no poca ventura.

Serían las dos de la madrugada, hora de gatos y ladrones, cuando sintió un ligero y cauteloso ruido de pasos en el traspatio. Aguzó el oído, y se convenció de que en una puerta que comunicaba a su dormitorio estaban aplicando lo que, no en tecnicismo de botica, sino en el de los hijos de Caco, se llamaba entonces una ventosa. Consistía este expediente en abrir por medio del fuego un boquete en la madera.

Doña Feliciana saltó con presteza del lecho, y de una esquina del cuarto tomó una asta o varilla de palo a cuyo extremo adaptó un puntiagudo rejoncillo de hierro. Era esta el arma con que acostumbraban salir al campo todos los hacendados.

Así prevenida, nuestra heroína se colocó en acecho tras de la puerta. Apenas la ventosa hubo dejado expedito un gran agujero, asomó por él una cabeza doña Feliciana, sin dar el quién vive, le clavó el rejoncillo en la nuca.

El ladrón exhaló un grito de muerte y sus compañeros pusieron pies en pared. Entonces la señora dio voces, alborotose el vecindario, acudió la ronda, y con universal sorpresa hallaron moribundo al honrado Vilches, quien cantó de plano y denunció a sus compañeros de empresa.




III

Todos se hicieron lenguas del arrojo de doña Feliciana, y en Lima no se hablaba de otra cosa. A haber habido periódicos, la habrían consagrado un estrepitoso bombo en la crónica local.

La fama de su hazaña la había precedido a Ica, adonde llegó una mañana, armada de asta y rejón, y abocándose a su marido le dijo:

-A Lima, señor mío, y a su casa, si no quiere usted que haga en su personita otro tanto de lo que hice en la de Vilches y lo deje tal que no sirva ni para simiente de rábanos.

El señor Mesía tembló como azogado, mandó ensillar la mula y sin chistar ni mistar obedeció el precepto.

Desde entonces ella llevó en la casa los pantalones, y él fue el más fiel de los maridos de que hacen mención las historias sagradas y profanas, como que sabía que le iba la pelleja en el primer tropezón en que lo pillase madama.

Mucho cuento es tener por compañera una mujer de asta y rejón.