Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[131]→  

ArribaAbajo La llorona del Viernes Santo

Cuadro tradicional de costumbres antiguas


Ilustración

Existía en Lima hasta hace cincuenta años una asociación de mujeres todas garabateadas de arrugas y más pilongas que piojo de pobre, cuyo oficio era gimotear y echar lagrimones como garbanzos. ¡Vaya una profesión perra y barrabasada! Lo particular es que toda socia era vieja como el pecado, fea como un chisme y con pespuntes de bruja y rufiana. En España dábanlas el nombre de plañidoras; pero en estos reinos del Perú se las bautizó con el de doloridas o lloronas.

Que el gobierno colonial hizo lo posible por desterrarlas, me lo prueba un bando o reglamento de duelos que el virrey don Teodoro de Croix mandó promulgar en Lima con fecha 31 de agosto de 1786, y que he tenido oportunidad de leer en el tomo XXXVIII de Papeles varios de la Biblioteca Nacional. Dice así, al pie de la letra, el artículo 12 del bando: «El uso de las lloronas o plañideras, tan opuesto a las máximas de nuestra religión como contrario a las leyes, queda perpetuamente proscrito y abolido, imponiéndose a las contraventoras la pena de un mes de servicio en un hospital, casa de misericordia o panadería». Parece que este bando fue, como tantos otros, letra muerta.

No bien fallecía prójimo que dejase hacienda con qué pagar un decente funeral, cuando el albacea y deudos se echaban por esas calles en busca de la llorona de más fama, la cual se encargaba de contratar a las comadres que la habían de acompañar. El estipendio, según reza un añejo centón que he consultado, era de cuatro pesos para la plañidera en   —132→   jefe y dos para cada subalterna. Y cuando los dolientes echándola de rumbosos añadían algunos realejos sobre el precio de tarifa, entonces las doloridas estaban también obligadas a hacer algo de extraordinario, y este algo era acompañar el llanto con patatuses, convulsiones epilépticas y repelones. Ellas, en unión de los llamados pobres de hacha que concurrían con un cirio en la mano, esperaban a la puerta del templo la entrada y salida del cadáver para dar rienda suelta a su aflicción de contrabando.

Dígase lo que se quiera en contra de ellas; pero lo que yo sostengo es que ganaban la plata en conciencia. Habíalas tan adiestradas que no parece sino que llevaban dentro del cuerpo un almacén de lágrimas; tanto eran éstas bien fingidas, merced al expediente de pasarse por los ojos los dedos untados en zumo de ajos y cebollas. Con frecuencia, así habían conocido ellas al difunto como al moro Muza, y mentían que era un contento exaltando entre ayes y congojas las cualidades del muerto.

-¡Ay, ay! ¡Tan generoso y caritativo! -y el que iba en el cajón había sido usurero nada menos.

¡Ay, ay! ¡Tan valiente y animoso! -y el infeliz había liado los bártulos por consecuencia del mal de espanto que le ocasionaron los duendes y las penas.

-¡Ay, ay! ¡Tan honrado y buen cristiano! -y el difunto había sido, por sus picardías y por lo encallecida que traía la conciencia, digno de morir en alto puesto, es decir, en la horca.

Y por este tono eran las jeremiadas.

No concluía aquí la misión de las lloronas. Quedaba aún el rabo por desollar; esto es, la ceremonia de recibir el duelo en casa del difunto durante treinta noches. Enlutábanse con cortinajes negros la sala y cuadra, alumbrándolas con un fanal o guardabrisa cubierta por un tul que escasamente dejaba adivinar la luz, o bien encendían una palomilla de aceite que despedía algo como amago de claridad, pero que realmente no servía sino para hacer más terrífica la lobreguez. Desde las siete de la noche los amigos del finado entraban silenciosos en la sala y tomaban asiento sin proferir palabra. Un duelo era en buen romance una congregación de mudos.

La cuadra era el cuartel general de las faldas y de las pulgas. Las amigas incitaban a los varones en no mover sus labios, lo cual, bien mirado, debía ser ruda penitencia para las hijas de Eva. Sólo a las lloronas les era lícito sonarse con estrépito y lanzar de rato en rato un ¡ay Jesús! o un suspiro cavernoso, que parecía queja del otro mundo.

Escenas ridículas acontecían en los duelos. Un travieso, por ejemplo, largaba media docena de ratoncillos en la cuadra, y entonces se armaba una de gritos, carreras, chillidos y pataletas.

  —133→  

Por fortuna, con las campanadas de las ocho terminaba la recepción: aquí eran los apuros entre las mujeres. Ninguna quería ser la primera en levantarse. Llamábase este acto romper el chivato.

A la postre se decidía alguna a dar esta muestra de coraje, y acercándose a la no siempre inconsolable viuda, le decía:

-¡Cómo ha de ser! Hágase la voluntad de Dios. Confórmate, hija mía, que él está entre santos y descansando de este mundo ingrato. No te dés a la pena, que eso es ofender a quien todo lo puede.

Y todas iban despidiéndose con idéntica retahíla.

Cuando la familia regresaba de dar el pésame, por supuesto que ponían sobre el tapete a la viuda y a la concurrencia, y cortaban las muchachas, con la tijera que Dios les dio, unos sayos primorosos. Lo que es la abuela o alguna tía, a quienes el romadizo había impedido ir a cumplir con la viuda, preguntaban:

-¿Y quién rompió el chivato?

-Doña Estatira, la mujer del escribano.

-Ella había de ser, ¡la muy sin vergüenza! ¡Ya se ve..., una mujer que tiene coraje para llamarse Estatira!...

Por más que cavilo no acierto a darme cuenta del porqué de esta murmuración. ¡Caramba! Supongo que una visita no ha de ser eterna, y que alguien ha de dar ejemplo en lo de tomar el camino de la puerta, y que no hay ofensa a Dios ni al prójimo en llamarse Estatira.

En cada noche recibía la llorona una peseta columnaria y un bollo de chocolate. Y no se olvide que la ganga duraba un mes cabal.

Sólo en el fallecimiento de los niños no tenían las lloronas misión que desempeñar. ¡Ya se ve! ¡Angelitos al cielo!

Pero entre todas las plañidoras había una que era la categoría, el non plus ultra del género, y que sólo se dignaba asistir a entierro de virrey, de obispos o personajes muy encumbrados. Distinguíase con el título de la llorona del Viernes Santo. El pueblo la llamaba con otro nombre que, por no ruborizar a nuestras lectoras, dejamos en el fondo del tintero.

Así se decía: «El entierro de don Fulano ha estado de lo bueno lo mejor. ¡Con decirte, niña, que hasta la llorona del Viernes Santo estuvo en la puerta de la iglesia!».

Para mí sólo hay una profanación superior a ésta, y es la que anualmente se realiza en las grandes ciudades con el paseo o romería que en noviembre se emprende al cementerio. La vanidad de los vivos y no el dolor de los deudos es quien ese día adorna las tumbas con flores, cintas y coronas emblemáticas. «¿Qué se diría de nosotros? -dicen los cariñosos parientes-. Es preciso que los demás vean que gastamos lujo». Y encontré vanidad hasta en la muerte, dice el más sabio de los libros.

  —134→  

Las losas sepulcrales son objeto de escarnio y difamación en esa romería.

-¡Hombre! -dice un mozalbete a otro chisgarabís de su estofa, pasando revista a las lápidas-. Mira quién está aquí... La Carmencita... ¿No te acuerdas, chico?... La que fue querida de mi primo el banquero, y le costó un ojo de la cara... Muchacha muy caritativa... y bonita, eso sí, sólo que se pintaba las cejas y fruncía la boca para esconder un diente mellado. -¡Preciosa corona le han puesto a don Melquiades! Mejor se la puso su mujer en vida. -¡Buen mausoleo tiene don Junípero! ¡Podía ser mejor, que para eso robó bastante cuando fue ministro de Hacienda! ¡Valiente pillo! -Fíjate en el epitafio que le han puesto a don Milón, que no fue sino un borrico con herrajes de oro y albarda de plata. ¡Llamar pozo de ciencia y de sabiduría a ese grandísimo cangrejo! -¡Gran zorra fue doña Remedios! La conocí mucho, mucho. ¡Como que casi tuve un lance con el Juan Lanas de su marido! -No sabía yo que se había ya muerto el marqués del Algarrobo. ¡Bien viejo ha ido al hoyo! ¡Como que era contemporáneo de los espolines de Pizarro! -¡Pucha! Aquí está un patriota abnegado, de esos que dan el ala para comerse la pechuga y que saben sacar provecho de toda calamidad pública.

Y basta para muestra de irreverente murmuración. A estos maldicientes les viene a pelo la copla popular:


    «El zapato traigo roto,
¿con qué lo remendaré?;
con picos de malas lenguas
que propalan lo que no es».



El verdadero dolor huye del bullicio. Ir de paseo al cementerio el día de finados por ver y hacerse ver, por aquello de «¿adónde vas, Vicente?, adonde va toda la gente», como se va a la plaza de toros; por novelería y por matar tiempo, es cometer el más repugnante y estúpido de los sacrilegios.

Dejo en paz a los difuntos y vuelvo a las lloronas.

Los padres mercenarios, en competencia con lo que la víspera hacían los agustinianos, sacaban el Viernes Santo en procesión unas andas7 con el sepulcro de Cristo, y tras ella, y rodeada de multitud de beatas, iba una mujer desgreñada, dando alaridos, echando maldiciones a Judas, a Caifás, a Pilatos y a todos los sayones; y lo gracioso es que, sin que se escandalizase alma viviente, lanzaba a los judíos apóstrofes tan subidos de punto como el llamarlos hijo de la mala palabra.

De la capilla de la Vera Cruz salía también a las once de la noche la famosa procesión de la Minerva, que, como se sabe, era costeada por los   —135→   nobles descendientes de los compañeros de Pizarro, quien fue el fundador de la aristocrática hermandad y obtuvo que el Papa enviara para la iglesia un trozo del verdadero lignum crucis, reliquia que aún conservan los dominicos.

Pero en esta procesión todo era severidad, a la vez que lujo y grandeza. La aristocracia no dio cabida nunca a las lloronas, dejando ese adorno para la popular procesión de los mercenarios.

El arzobispo don Bartolomé María de las Heras no había gozado de esas mojigangas; y el primer año, que fue el de 1807, en que asistió a la procesión hizo, a media calle, detener las andas, ordenando que se retirase aquella mujer escandalosa que, sin respeto a la santidad del día, osaba pronunciar palabrotas inmundas.

¿Creerán ustedes que el pueblo se arremolinó para impedirlo? Pues así como suena. ¡No faltaba más que deslucir la procesión eliminando de ella a la llorona!

El sagaz arzobispo se sonrió y, acatando la voluntad del pueblo, mandó que siguiese su curso la procesión; pero en el año siguiente prohibió con toda entereza a los mercenarios semejante profanación.

En cuanto a las plañidoras de entierros, ellas pelecharon por algunos años más.

Como se ve por este ligero cuadro, si había en Lima oficio productivo era el de las lloronas. Pero vino la Patria con todo su cortejo de impiedades, y desde entonces da grima morirse; pues lleva uno al mudar de barrio la certidumbre de que no lo han de llorar en regla.

A las lloronas las hemos reemplazado con algo peor si cabe..., con las necrologías de los periódicos.

Ilustración



  —136→  

ArribaAbajo¡A nadar, peces!

Posible es que algunos de mis lectores hayan olvidado que el área en que hoy está situada la estación del ferrocarril de Lima al Callao constituyó en días no remotos la iglesia, convento y hospital de los padres juandedianos.

En los tiempos del virrey Avilés, es decir, a principios del siglo, existía en el susodicho convento de San Juan de Dios un lego ya entrado en años, conocido entre el pueblo con el apodo de el padre Carapulcra, mote que le vino por los estragos que en su rostro hiciera la viruela.

Gozaba el padre Carapulcra de la reputación de hombre de agudísimo ingenio, y a él se atribuyen muchos refranes populares y dichos picantes. Aunque los hermanos hospitalarios tenían hecho voto de pobreza, nuestro lego no era tan calvo que no tuviera enterrados en un rincón de su celda cinco mil pesos en onzas de oro.

Era tertulio del convento un mozalbete de aquellos que usaban arito de oro en la oreja izquierda y lucían pañuelito de seda filipina en el bolsillo de la chaqueta, que hablaban ceceando, que eran los donpreciso en las jaranas de medio pelo, que chupaban más que esponja y que rasgueaban de lo lindo, haciendo decir maravillas a las cuerdas de la guitarra.

Sus barruntos tuvo éste de que el hermano lego no era tan pobre de solemnidad como las reglas de su instituto lo exigían; y diose tal maña, que el padre Carapulcra llegó a confesarle en confianza que realmente tenía algunos maravedises en lugar seguro.

-Pues ya son míos -dijo letra sí el niño Cututeo, que tal era el nombre de guerra con que el mocito había sido solemnemente bautizado entre la gente de chispa, arranque y traquido.

Estas últimas líneas están pidiendo a gritos una explicación. Démosla a vuela pluma.

El bautismo de un mozo de tumbo y trueno se hacía delante de una botija de aguardiente cubierta de cintas y flores. El aspirante la rompía de una pedrada, que lanzaba desde tres varas de distancia, y el mérito estribaba en que no excediese de un litro la cantidad de licor que caía al suelo; en seguida el padrino servía a todos los asistentes, mancebos y damiselos; y antes de apurar la primera copa, pronunciaba un speach, aplicando al candidato el apodo con que desde ese instante quedaba inscrito en la cofradía de los legítimos chuchumecos. Concluida esta ceremonia,   —137→   empezaba una crápula de esas de hacer temblar el mundo y sus alrededores.

Entre esos bohemios del vicio era mucha honra poder decir:

-Yo soy chuchumeco legítimo y recibido, no como quiera, sino por el mismo Pablo Tello en persona, con botija abierta, arpa, guitarra y cajón.

Largo podríamos escribir sobre este tema y sobre el tecnicismo o jerigonza que hablan los afiliados; pero ello es comprometedor y peliagudo, y será mejor que lo dejemos para otro rato, que no se ganó Zamora en una hora.

Una tarde en que con motivo de no sé qué fiesta hubo mantel largo en el refectorio de los juandedianos, se agarraron a trago va y trago viene el lego y el chuchumeco, y cuando aquél estaba ya medio chispo, hubo de parecerle a éste propicia la oportunidad para aventurar el golpe de gracia.

-Si su paternidad me confiara parte de esos realejos que tiene ociosos y criando moho, permita Dios que el piscolabis que he bebido se me vuelva en el buche rejalgar o agua de estanque con sapos y sabandijas, si antes de un año no se los he triplicado.

El demonio de la codicia dio un mordisco en el corazón del lego.

-Mire su paternidad -prosiguió el niño-. Yo he sido mancebo de la botica de don Silverio, y tengo la farmacopea en la punta de la uña. Con dos mil pesos ponemos una botica que le eche la pata encima a la del Gato.

-¡Con tan poco, hombre! -balbuceó el juandediano.

-Y hasta con menos; pero me fijo en suma redonda porque me gusta hacer las cosas en grande y sin miseria. Un almirez, un morterito de piedra, una retorta, un alambique, un tarro de sanguijuelas, unas cuantas onzas de goma, linaza, achicoria y raíz de altea, unos frascos vistosos, vacíos los más y pocos con drogas, y pare usted de contar... Es cuanto necesitamos. Créame su paternidad. Con cuatro simples, en un verbo le pongo yo la primera botica de Lima.

Y prosiguió, con variaciones sobre el mismo tema, excitando la codicia del hospitalario y halagando su vanidad con llamarlo a roso y belloso su paternidad.

Mucho alcanza un adulador, sobre todo cuando sabe exagerar la lisonja. A propósito de adulaciones, no recuerdo en qué cronicón he leído que uno de los virreyes del Perú fue hambre que se pagaba infinito de que lo creyesen omnipotente. Discurríase una noche en la tertulia palaciega sobre el Apocalipsis y el juicio final; y el virrey, volviéndose a un garnacha, mozo limeño y decididor, que hasta ese momento no había despegado los labios para hablar en la cuestión, le dijo: «Y usted, sesgos doctor,   —138→   ¿cuándo cree que se acabará el mundo?». «Es claro -contestó el interpelado-, cuando vuecelencia mande que se acabe». Agrega el cronista que el virrey tomó por lisonja fina la picante y epigramática respuesta. ¡Si viviría el hombre convencido de su omnipotencia!

A la postre, el buen lego mordió en el anzuelo y empezó por desenterrar cien peluconas.

Y la botica se puso, luciendo en el mostrador cuatro redomas con aguas de colores y una garrafa con pececitos del río. En los escaparates se ostentaban también algunos elegantes frascos de drogas; pero con el pretexto de que hoy se necesitaba tal bálsamo y mañana cual menjurje, llegó el boticario a arrancarle a su socio todas las muelas que tenía bajo tierra.

Y pasaron meses; y el mocito, que entendía de picardías más que una culebra, le hacía cuentas alegres, hasta que aburrido Carapulcra le dijo:

-Pues, señor, es preciso que demos un balance, y cuanto más pronto mejor.

-Convenido -contestó impávido Catuteo-: mañana mismo nos ocuparemos de eso.

Y aquella tarde vendió a otros del oficio por la mitad de precio cuanto había en los escaparates, y la botica quedó limpia sin necesidad de escoba.

Cuando al día siguiente fue Carapulcra en busca del compañero para dar principio al balance, se encontró con que el pájaro había volado, y por única existencia la garrafa de los peces.

Púsose el lego furioso, y en su arrebato cogió la garrafa y la arrojó a la acequia diciendo:

-¡A nadar, peces!

Y he aquí, por si ustedes lo ignoran, el origen de esta frase.

Y luego el padre Carapulcra, tomándose la cabeza entre las manos, se dejó caer sobre un sillón de vaqueta, murmurando:

-¡Ah, pícaro! Con cuatro simples me dijo que se ponía una botica... ¡Embustero! Él la puso con sólo un simple... ¡y ese fui yo!



  —139→  

ArribaAbajo Un capítulo de frailes

Reñidísima fue en 1793 la elección de Provincial entre los agustinos de Lima. El partido criollo salió cola; y fray Diego de Peña, sacerdote español, obtuvo el triunfo. Los padres fray Juan Fernández y fray Carlos Chávarri, bien pertrechados de documentos, se embarcaron, entre gallos y media noche, resueltos a alcanzar de su majestad o del Padre Santo la nulidad de la elección. El primero tomó la ruta de Cartagena y la Habana, y el segundo la de Panamá. Viste llevaba, además, el propósito de conseguir la revocatoria de una sentencia sobre él recaída como falso calumniante, por haber dicho que el anterior Provincial, fray Manuel Terón, era contrabandista de tabacos.

El Provincial de Lima, al darse cuenta de la escapatoria de sus dos subalternos, no se quedó con los brazos cruzados, y previa reunión y acuerdo del Definitorio, comisionó al padre Terón para que, con el carácter de Procurador, lo defendiese ante el monarca, hiciese arrestar a los frailes prófugos y obtuviese que quedaran perpetuamente privados de voz activa y pasiva los padres Arteaga, Calderón y los tres hermanos Suero, frailes díscolos, escandalosos y tumultuarios, a juicio del partido vencedor.

Sin embargo de que, por la guerra entre España y Francia, estaban los mares poblados de corsarios, el padre Terón llegó a Europa sin el menor contratiempo. No tuvieron igual dicha los emisarios del bando criollo. El padre Chávarri murió de fiebres en Panamá o Cartagena, y el otro cayó en poder de los franceses.

Encontrándose el procurador Terón sin opositores, obtuvo fácilmente del rey cuanto solicitaba el Provincial padre Peña; y Roma le acordó, no sólo la ratificación de todo lo conseguido del poder temporal, sino el título de Asistente o Visitador, con facultades para meter en vereda a sus bochincheros hermanos del Perú, título que fue también reconocido por el Consejo de Indias.

El 30 de junio de 1796, en circunstancia de hallarse el Provincial padre Peña de paseo en el Cuzco, las campanas de San Agustín se echaron a vuelo festejando el regreso del padre Procurador. El padre Zumarán que, por la ausencia del superior, ejercía el cargo de Vicario, no vio de buen ojo las facultades de que venía investido Terón. Consultó sobre ello al real Acuerdo, y éste le contestó: «Quien manda, sabe lo que manda, y cartuchera al cañón».

Estalló la bomba. Los agustinos se dividieron en bandos. Uno por el   —140→   padre Zumarán, candidato de los criollos para el venidero capítulo; y otro por el padre Terón, quien, dicho sea de paso, exhibía a su hermano fray Ramón para futuro Provincial.

Así los ánimos, llegó del Cuzco el padre Peña, y su llegada fue echar leña que avivara más la hoguera. Pidió a Terón que le presentase credenciales y éste cumplió en el acto. Peña no encontró muy en regla algunos documentos, declaró que el Asistente se había extralimitado en el ejercicio de sus funciones y que, por ende, merecía ser juzgado. Encomendó el seguimiento de la causa al padre Francisco Leuro, fraile de muchas campanillas; y éste que, de antiguo, no era buen camarada con Terón, le ajustó las clavijas en un examen de cuentas por administración de bienes en la época en que fray Manuel fue Provincial.

San Agustín era una olla de grillos. El padre Aristizábal, el padre Vega y el padre Castellanos estaban de punta con el Provincial y con el padre Salas sobre validez de unas patentes; y los padres Acosta, Figueroa, Urquina y Loyola se mascaban y no se tragaban.

Pesado sería enumerar todas las quisquillas e intrigas de que prolijamente se ocupa tan curioso manuscrito que a la vista tenemos. Titúlase éste: Relación que hace un imparcial de los sucesos acaecidos en la provincia de los agustinos del Perú, antes y después de la celebración del Capítulo provincial de este año de 1797. Haremos, pues, gracia al lector de fastidiosos detalles.

Era el padre Leuro quien más en candela ponía las cosas, y Dios sabe hasta dónde habrían ido los escándalos, si el sagaz virrey O'Higgins no se hubiera apresurado a cortar por lo sano, disponiendo que, pues estaba próximo el día del Capítulo, fuese el nuevo Definitorio el llamado a fallar en todos los puntos contenciosos. Aviniéronse los dos partidos; el criollo porque, contando con veintitrés votos de barreta, consideraba su triunfo segurísimo; y el partido español porque, aunque sólo disponía de veintitrés votos, inamovibles como roca; sus motivos tendría para no dar la victoria por un maravedí menos. Ítem, el virrey amenazaba con mandar a España, bajo partida de registro, a todo fraile tumultuario, fuese peninsular o criollo.

La ciudad estaba conmovida. La anarquía reinaba en las familias, pues no había ni hombre ni varón que no se encontrase afiliado en alguno de los bandos. Las influencias para conquistar un voto iban y venían estérilmente, porque cada fraile, de los cuarenta y cinco electores, permanecía inconquistable.

A las cuatro de la tarde del 30 de julio de 1797, una compañía de granaderos y un piquete de dragones rodearon el convento. A las cinco, la comunidad se dirigió a la portería para recibir al señor don Tomás Calderón,   —141→   oidor de la Real Audiencia, comisionado por el virrey para presidir el Capítulo.

Comenzó la gran batalla. De lo que pasó, a puerta cerrada, en la Sala Capitular, nada nos dice el bien informado y minucioso autor de la Relación. Sólo refiere que, entre otros documentos, se dio lectura a una patente del Consejo de Indias, por la que se dispensaba al padre Ramón Terón del requisito de edad para ser elegido en cualquier cargo.

Por entonces, según el censo oficial formado en 1791, había en Lima mil ciento ocho frailes y quinientas setenta monjas. ¡Cifra es!

Todo Lima, nobles y plebeyos, matronas y damiselas, gente de medio pelo y de pelo entero, se agrupaba en las calles vecinas al convento. Los limeños de entonces se interesaban en la elección de un prelado o abadesa más que ahora en la de presidente de la República. Y si exagero, que no valga.

En política tenemos hoy neutrales o indiferentes. En Capítulo de convento no había neutralidad ni indiferentismo posibles. Hasta las monjas confeccionaban pastillas y mixturas y mechas de sahumerio para obsequiar al vencedor, cuando éste resultaba ángel de su coro. En elección de presidente, a las monjas ni les va ni les viene: monjas se quedan, y ni con sus oraciones ayudan a un candidato republicano.

A las nueve de la noche, las campanas de San Agustín repicaron estrepitosamente y la atmósfera se iluminó con cohetes voladores y de lagrimilla. El Capítulo había concluido.

-¿Quién habrá vencido? -preguntaba en la calle, trémulo de zozobra, un caballero español.

-¡Miren qué pregunta! -contestaba un barberillo desvergonzado-. ¿Quién ha de haber ganado sino nosotros, los criollos, que contamos con veintitrés de barreta?

-Atente a barretas y al barreteros, pedazo de cándido, y estarás fresco como lechuga -murmuraba una beata, no de mal cariz, de esas que regalan pañuelo con notitas al padre confesor. El de esta perla sin oriente era un gallego agustino.

Al cabo, un novicio se asomó por una ventana de la esquina de Calonge dando este vítor:


   «¡Ya se acabó la elección!
La concordia vino, al fin,
¡Que viva San Agustín!
¡Vítor el padre Terón!».



No es más veloz el telégrafo de nuestros días para transmitir (cuando la transmite) una noticia, que lo fue el vítor del novicio.

  —142→  

-¡Imposible! -decían en la calle los partidarios del padre Zumarán, que eran la mayoría del pueblo.

Pues sí, señor, así como suena Cristo tuvo en su apostolado un Judas, y también lo tuvieron los criollos.

¡El padre fray Ramón Terón había sacado veintitrés votos!...

Pero lo que parecía imposible era que el Judas hubiese sido precisamente el fraile más comprometido en la causa de los criollos y el que mayor guerra había hecho al Procurador. La voz pública, no sabemos con qué fundamento, acusaba al padre Leuro. La mala llaga sana, pero la mala fama mata. Ahí verán ustedes.

«Esta especie -dice el cronista a quien extracto- se propagó en la misma noche por todo Lima, excitando la indignación y el desprecio contra el religioso. No se oía por calles y plazas sino que se había vendido por cantidad de miles, y en los mismos vítores se oía que el voto del padre Leuro había dado el triunfo. Pero el padre Leuro ocurrió al palacio del virrey, todo arrebatado y pidiendo que se castigase calumnia de tanta gravedad; y con la razón casi perdida, pues hasta sus copartidarios del convento lo calificaban de traidor, fue a asilarse en los claustros de San Francisco. De allí dirigió una carta muy conceptuosa al Provincial electo, en la que le decía que nunca había sido persona de su aprobación para el provincialato. ¿Qué ser diabólico había urdido y propalado la calumnia infame? Éste es un problema que, si Dios no hace un milagro, se quedará en problema por los siglos de los siglos».

El nuevo Provincial, fray Ramón Terón, no disfrutó por mucho tiempo de su victoria. El 4 de agosto, a los quince días de su elección, murió atacado repentinamente de cólera negra, que así escribe el cronista, sin que atine yo ni me atreva a descifrar cuál es el nombre que hoy da la ciencia a ese mal. Reemplazole en el cargo su hermano fray Manuel.

Tres meses después se adquirieron pruebas irrefutables de que el padre Leuro no había sido el Judas, sino otro religioso (cuyo nombre, por caridad cristiana, calla el cronista) de la intimidad del padre Zumarán, y en quien éste confiaba tanto como en sí mismo.

Lo que sí nunca pudo descubrirse fue quién hubiera sido el malvado que dio vida a la calumnia.

Ya era tarde para que el padre Leuro gozase de la dicha de saber que su nombre y fama estaban limpios de mancha.

El honrado agustino se había vuelto loco.



  —143→  

ArribaAbajo Conversión de un libertino


    Un faldellín he de hacerme
de bayeta de temblor,
con un letrero que diga:
¡misericordia, Señor!



(Copla popular en 1746)                


En el convento de la Merced existe un cuadro representando un hombre a caballo (que no es San Pedro Nolasco, sino un criollo del Perú), dentro de la iglesia y rodeado de la comunidad. Como esto no pudo pintarse a humo de pajas, sino para conmemorar algún suceso, dime a averiguarlo, y he aquí la tradición que sobre el particular me ha referido un religioso.


I

Don Juan de Andueza era todo lo que hay que ser de tarambana y mozo tigre. Para esto de chamuscar casadas y encender doncellas no tenía coteja.

Gran devoto de San Rorro, patrón de holgazanes y borrachos, vivía, como dicen los franceses, au jour le jour, y tanto se le daba de lo de arriba como de lo de abajo. Mientras encontrara sobre la tierra mozas, vino, naipes, pendencias y francachelas, no había que esperar reforma en su conducta.

Para gallo sin traba, todo terreno es cancha.

El 28 de octubre de 1746 hallábase en una taberna del Callao, reunido con otros como él y media docena de hembras de la cuerda, gente toda de no inspirar codicia ni al demonio. El copeo era en regla, y al son de una guitarra con romadizo, una de las mozuelas bailaba con su respectivo galán una desenfrenada sajuriana o cueca, como hoy decimos, haciendo contorsiones de cintura, que envidiaría una culebra, para levantar del suelo con la boca y sin auxilio de las manos un cacharro de   —144→   aguardiente. A la vez y llevando el compás con palmadas cantaban los circunstantes:


   «Levantámelo, María;
levantámelo, José;
si tú no me lo levantas
yo me lo levantaré.
   ¡Que se quema el sango!
      ¡No se quemará,
pues vendrán las olas
y lo apagarán!».



Aquella bacanal no podía ser más inmunda, ni la bailarina más asquerosamente lúbrica en sus movimientos. Eso era para escandalizar hasta un budinga. Con decir que la jarana era de las llamadas de cascabel gordo ahorro gasto de tinta.

La zamacueca o mozamala es un bailecito de mi tierra y que, nacido en Lima, no ha podido aclimatarse en otros pueblos. Para bailarlo bien es indispensable una limeña con mucha sal y mucho rejo. Según la pareja que lo baila, puede tocar en los extremos: fantásticamente espiritual o desvergonzadamente sensual: habla al alma o a los sentidos. Todo depende de la almea.

Refieren que un arzobispo vio de una manera casual bailar la mozamala, y volviéndose al familiar que lo acompañaba, preguntó:

-¿Cómo se llama este bailecito?

-La zamacueca, ilustrísimo señor.

-Mal puesto nombre. Esto debe llamarse la resurrección de la carne.




II

Acababan de picar a bordo del navío de guerra San Fermín (construido en 1731 en el astillero de Guayaquil, con gasto do ochenta mil pesos) las diez y media de la noche, cuando un ruido espantoso, acompañado de un atroz sacudimiento de tierra, vino a interrumpir a los jaranistas. Pasado éste, y sin cuidarse de averiguar lo ocurrido en la población, volvió aquella gentuza a meterse en el chiribitil y a continuar el fandango.

Un cuarto de hora después Juan de Andueza, que habla dejado su caballo a la puerta del lupanar, salió para sacar cigarros de la bolsa del pellón, y de una manera inconsciente dirigió la mirada hacia el mar. El espectáculo que éste ofrecía era tan aterrador, que Andueza se puso de un brinco sobre la silla, y aplicando espuela al caballo, partió al escape, no sin gritar a sus compañeros de orgía:

  —145→  

-¡Agarrarse, muchachos, que el mar se sale y apaga el sango!

En efecto, el mar, como un gladiador que reconcentra sus fuerzas para lanzarse con mayor brío sobre su adversario, se había retirado dos millas de la playa, y una ola gigantesca y espumosa avanzaba sobre la población.

De los siete mil habitantes del Callao, según las relaciones del marqués de Obando, del jesuita Lozano y del ilustrado Llanos Zapata, no alcanzó al número de doscientos el de los que salvaron de perecer arrastrados por las olas.

El terremoto, habido a las diez y media de la noche, ocasionó en Lima no menores estragos; pues de setenta mil habitantes quedaron cuatro mil sepultados entre las ruinas de los edificios. «En tres minutos -dice uno de los escritores citados- quedó en escombros la obra de doscientos once años, contados desde la fundación de la ciudad».

Aunque los templos no ofrecían seguro asilo, y algunos, como al de San Sebastián, estaban en el suelo, abriéronse las puertas de las principales iglesias, cuyas comunidades elevaban preces al Altísimo, en unión del aterrorizado pueblo, que buscaba refugio en la casa del Señor.

Entretanto, ignorábase en Lima el atroz cataclismo del Callao, cuando después de las once, un jinete, penetrando a escape por un lienzo derrumbado de la muralla, cruzó el Rastro de San Jacinto y la calle de San Juan de Dios, y viendo abierta la iglesia de la Merced, lanzose en ella y llegó a caballo hasta cerca del altar mayor, con no poco espanto del afligido pueblo y de los mercenarios, que no atinaban a hallar disculpa para semejante profanación.

Detenido por los fieles el fogoso animal, dejose caer el alebronado jinete, y poniéndose de rodillas delante del comendador, gritó:

-¡Confesión! ¡Confesión! ¡El mar se sale!

Tan tremenda noticia se esparció por Lima con velocidad eléctrica, y la gente echó a correr en dirección al San Cristóbal y demás cerros vecinos.

No hay pluma capaz de describir escena de desolación tan infinita.

El virrey Manso de Velazco estuvo a la altura de la aflictiva situación, y el monarca le hizo justicia premiándolo con el título de conde de Superunda.




III

Juan de Andueza, el libertino, cambió por completo de vida y vistió el hábito de lego de la Merced, en cuyo convento murió en olor de santidad.





  —146→  

ArribaAbajoMás malo que Calleja

En Méjico es popularísima esta frase: ¡Sépase quién es Calleja!

En la guerra de la Independencia, hubo en el ejército realista un general, don Félix María Calleja, al cual dieron un día aviso de que los guachinangos o patriotas habían fusilado con poca o mucha ceremonia, que para el caso da lo mismo, cuatro o cinco docenas de prisioneros.

El general español montó a caballo y se puso a la cabeza de sus tropas diciendo: «Ahora van a saber esos pipiolos quién es Calleja!».


«Veremos de los dos cuál es más bruto.
Si Roldán eres tú, soy Ferraguto».



Y sorprendiendo a los insurgentes, cogió algunos centenares de ellos, los enterró vivos en una pampa, dejándoles en descubierto la cabeza, y mandó que un regimiento de caballería evolucionase al galope. Cuando ya no quedó bajo los cascos de los caballos cráneo por destrozar8, aquel bárbaro se dio en el pecho una palmada de satisfacción, exclamando: «¡Sépase quién es Calleja!». Y en seguida, para quedar más fresco, se bebió un canjilón de horchata con nieve.

A los hombres de la generación que empezó con el siglo, les oíamos frecuentemente decir, para ponderar la perversidad de alguno: ¡Es más malo que Calleja! Y por mucho tiempo me tuve creído que el Atila de Méjico era el Calleja del estribillo limeño; mas cuando, por malos de mis pecados, me eché a desempolvar vejeces, descubrí que en mi tierra hubo también un Calleja que, como el de allá, fue un Calleja de encargo y del décimo no codiciar. Presumo que hay apellidos de mala cepa, y que para tratar con quienes los llevan hay que persignarse, como hacen las monjitas cuando mientan al Patudo.

Y esto sentado, vamos al canto llano; que para preludio, basta.


I

Que trata de unos soldados que según autores contemporáneos tenían bajo rabo como el diablo


El 24 de abril de 1814 y en momentos en que se conspiraba en Lima largo y menudo contra la dominación española, nos llegó de Cádiz en el navío Asia el batallón Talavera, compuesto de ochocientos angelitos   —147→   escogidos entre lo más granado de los presidios de Ceuta, Melilla, la Carraca y otras academias de igual lustre. Eran los susodichos mocetones fuertes como toros, con chirlos, remiendos y costurones en la cara, y capaces, por lo feo de la estampa, de paralizarle el resuello al más pintado.

Así como los soldados del Real de Lima llamaban la atención por el morrión de pelo de oso y por el bigotazo postizo que lucían en las paradas militares, así el día de la entrada de los talaverinos, la gente se iba tras ellos, no porque cautivase a nadie la marcialidad o aspecto de los soldados, sino porque fue el primer batallón que trajo cornetas. Hasta entonces en las bandas de los cuerpos de infantería española no habían los limeños conocido más que pífanos y parches o tambores.

Años más tarde los numantinos fueron también motivo de novelería popular.

Los soldados del batallón Numancia usaban gorra con visera de plata, y muchos de sus instrumentos de música, principalmente los tambores, eran del mismo precioso metal.

A poco de su llegada a Lima eran los talaveras, como generalmente se les llamaba, la pesadilla universal. Ellos no se paraban en barras para limpiarle el bolsillo al prójimo, robarse una muchacha del pueblo, o plantarle con toda limpieza una puñalada al lucero de la mañana. Para los talaveras nada había de respetable y sagrado; y no parece sino que su majestad don Fernando el Deseado nos los mandó en lugar de la viruela, tifus u otra plaga, dándoles carta blanca para que nos tratasen como a moro sin señor.

El ilustre poeta don Andrés Bello hace la fotografía del talaverino en esta magistral octava:


   «Devoto campeón de un rey devoto,
vedle del templo hacer taberna obscena,
de la blasfemia, el desalmado voto
y su habitual interjección resuena,
de roba y pilla, y todo freno roto,
con los sagrados vasos bebe y cena,
y ni a la madre de su Dios perdona
arrancando a sus sienes la corona».



Dice un autorizado historiador, que fue un talaverino quien encontrando en la calle a la aristocrática viuda de un general, señora de exquisita belleza, se cuadró militarmente ante ella y la dirigió esta galantería de cuartel:

-¡Abur, brigadiera! ¡Que no te comiera un lobo y te vomitara en mi tarima!

  —148→  

La señora se quejó de la insolencia del soldado a Maroto, que era el coronel del cuerpo; pero Maroto, a quien estaba reservada la triste celebridad del abrazo de Vergara, contestó a la noble dama:

-No sea gazmoña, señora; que el requiebro es de lo lindo, y prueba que mis muchachos son decidores a su manera y no bañan con almizcleras palabras: agradezca la intención y perdone la rudeza.

El pueblo tomó profunda tirria a los talaverinos, les armó celadas y frecuentemente se hallaba el cadáver de alguno en la Barranca y otras calles extremas de la ciudad.

Entonces Maroto ordenó que no saliesen del cuartel sino por grupos de a cinco y armados de bayoneta.

La vida de esos bandidos en Lima era vagar mirando desvergonzadamente a los criollos y escupiendo palabrotas capaces de escandalizar a un pilancón. Por las tardes se dirigían a las alamedas y arrabales, y jugaban a las cascaritas, juego de presidio con el que desplumaban a los bobos, cría que en todos los tiempos ha sido numerosa. Consistía este juego en hacer evolucionar tres cáscaras de nuez, y al apunte tocaba adivinar bajo cuál de ellas se encontraba una pelotilla de migaja de pan. Aquello era lo que un jugador de cubiletes llamaría levantar la moscada. Por supuesto, que de aquí surgían pendencias diarias, a las que los talaveras daban remate abriendo ojales en el cuerpo9 de los limeños, y retirándose muy orgullosos al cuartel a celebrar las hazañas, apurando enormes cacharros de anisete.

Afortunadamente para el Perú, los talaveras permanecieron poco tiempo entre nosotros y marcharon a Chile, donde Osorio, que salió de Lima para relevar al brigadier Gainza, les toleró mayores excesos y crímenes que los que por acá cometieran. En Santiago se habla aún con horror tradicional de los malditos talaveras y del capitán San Bruno que mandaba una de las compañías.

Verdad es que los patriotas de Chile supieron dar buena cuenta de ellos, matándolos sin misericordia en las batallas, y aun en las calles de la capital, que tenían aterrorizada.

Tanto en el pueblo de Lima cuanto en el santiagués estaba arraigada la creencia de que los talaveras tenían el apéndice aquel con que pintan al diablo; y así los patriotas, para convencerse de que era pura fábula lo del rabo, principiaban por cortarles el pescuezo, siempre que para ello se les presentaba ocasión propicia.

Con los talaveras no había disciplina posible. Eran fieras que los caudillos españoles lanzaban en los campos de batalla, y a las que después de la victoria no cuidaban de encadenar, dejándolas sueltas para que saciasen sus feroces instintos en las inermes poblaciones sojuzgadas.



  —149→  
II

El héroe del refrán


Don Martín Calleja era en 1815 capitán de la quinta compañía del batallón Talavera, y fama disfrutaba de ser más guapo que el que se casó con viuda y vieja y pobre y fea y con hijos.

Era el don Martín hombre de treinta y cinco años, de pequeña estatura, cargado de espaldas y de vulgarísimo rostro, escondido entre un par de pobladas patillas, como el tigre en la espesura de un bosque. El sobrescrito no podía ser más antipático, y hablando del sujeto decía el poeta limeño Larriva:


   «Martín, vende patillas
      o compra cuerpo;
si te falta persona
      te sobran pelos».



Iba un domingo el capitán Calleja hecho un gerifalte por la calle de la Sacristía de Santa Ana, que es calle ancha como conciencia de diputado ministerial. Vestía casaquilla azul ajustada, sombrero de puntas y pantalón blanco, y para la prosopopeya con que andaba veníale la acera estrecha.

Al doblar la esquina, un pobre negro, caballero en un burro, no acertó a desviar oportunamente al animal; y el talaverino parar esquivar el atropello dio un salto fuera de la vereda, pero con tan mala suerte, que metió el pie en un charco, y el lodo le puso el pantalón en condiciones de inmediato reemplazo.

Apenas se vio Calleja tan mal ataviado, se acordó de que por algo era capitán de talaveras, y desenvainando la espada, se fue sobre el burro y lo atravesó. En seguida acometió al infeliz jinete, que se puso de rodillas, juntando las manos en suplicatoria actitud y exclamando:

-¡Mi amo, por María Santísima, no me mate su merced!

Pero el capitán de la quinta no entendía de plegarias, y echando por esa boca sapos y culebras, clavó el arma en el pecho del indefenso negro. Los transeúntes que presenciaron esta crueldad sin nombre, se indignaron hasta el punto de acometer a pedradas al asesino. A la sazón venía por la calle de San Bartolomé un grupo de talaveras que, viendo a su capitán en atrenzos, desenvainaron las bayonetas y se lanzaron sobre el paisanaje, hiriendo a roso y belloso.

La sociedad limeña, que hartos motivos tenía para aborrecer a los talaveras,   —150→   acabó de exaltarse con este suceso, y personas respetables fueron donde el virrey con la querella. Su excelencia ofreció que el pueblo sería desagraviado, y que un consejo de guerra hería justicia en el matador y sus camaradas. Pero Maroto tomó cartas en el negocio, y el fiscal opinó que la vida de un esclavo no valía un pepinillo ni merecía tanta alharaca, y que a lo más que podía obligarse a don Martín era a pagar al amo del negro cuatrocientos pesos por el muerto y veinte por el burro.

Abascal, viendo el giro que tomaba el proceso, y para quitarse de engorros y compromisos, resolvió desprenderse de un batallón que tan general odiosidad se había conquistado, y entre gallos y media noche embarcó a esos pichoncitos sin hiel y se los mandó de regalo a los insurgentes de Chile, que harta sarna tuvieron que rascar con ellos.

No sabemos el fin de Calleja; pero es seguro que en Rancagua u otro campo sacaría de curiosidad a los chilenos, que harían de su cadáver el competente examen para ver si el capitán de la quinta era o no de la familia de los orangutanes por aquello de la cola.

Lo único que de él quedó en Lima fue la memoria de su crimen, en el refrán que ya ha caído en desuso: Más malo que Calleja.