Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoActo XII

ARGUMENTO DEL DUODÉCIMO ACTO

Llegando la media noche, Calisto, Sempronio y Pármeno, armados, van para casa de Melibea. Lucrecia y Melibea están cabe la puerta, aguardando a Calisto. Viene Calisto. Háblale primero Lucrecia. Llama a Melibea. Apártase Lucrecia. Háblanse por entre las puertas Melibea y Calisto. Pármeno y Sempronio en su cabo departen. Oyen gentes por la calle. Apercíbense para huir. Despídese Calisto de Melibea, dejando concertada la tornada para la noche siguiente. Pleberio, al son del ruido que había en la calle, despierta. Llama a su mujer, Alisa. Preguntan a Melibea quién da patadas en su cámara. Responde Melibea a su padre fingiendo que tenía sed. Calisto, con sus criados, va para su casa hablando. Échase a dormir. Pármeno y Sempronio van a casa de Celestina, demandan su parte de la ganancia. Disimula Celestina. Vienen a reñir. Échanle mano a Celestina; mátanla. Da voces Elicia. Viene la justicia y prende a ambos.


  -F Vv-    

CALISTO,LUCRECIA, MELIBEA, SEMPRONIO, PÁRMENO, PLEBERIO, ALISA,CELESTINA, ELICIA.

 

CALISTO.-  Mozos, ¿qué hora da el reloj?

SEMPRONIO.-  Las diez...

CALISTO.-  ¡Oh cómo me descontenta el olvido en los mozos! De mi mucho acuerdo en esta noche y tu descuidar y olvido se haría una razonable memoria y cuidado. ¿Cómo, desatinado, sabiendo cuánto me va en ser diez u once, me respondías a tiento lo que más aína se te vino a la boca? ¡Oh cuitado de mí! Si por caso me hubiera dormido y colgara mi pregunta de la respuesta de Sempronio para hacer de once diez, y así de doce once, saliera Melibea, yo no fuera ido, tornárase de manera que ni mi mal hubiera fin ni mi deseo ejecución. No se dice en balde que «mal ajeno de pelo cuelga».

SEMPRONIO.-  Tanto yerro me parece sabiendo, preguntar, como ignorando, responder. Mejor sería, señor, que se gastase esta hora que queda en aderezar armas que en buscar cuestiones.

CALISTO.-  Bien me dice este necio. No quiero en tal tiempo recibir enojo; no quiero pensar en lo que pudiera venir sino en lo que fue; no en el daño que resultara de su negligencia sino en el provecho que vendrá de mi solicitud. Quiero dar espacio a la ira, que, o se me quitará o se me ablandará. Descuelga, Pármeno, mis corazas y armaos vosotros, y así iremos a buen recaudo, porque, como dicen, «el hombre apercibido, medio combatido».

PÁRMENO.-  Helas aquí, señor.

CALISTO.-  Ayúdame aquí a vestirlas. Mira tú, Sempronio, si parece alguno por la calle.

SEMPRONIO.-  Señor, ninguna gente parece y, aunque la hubiese, la mucha oscuridad privaría el viso y conocimiento a los que nos encontrasen.



CALISTO.-  Pues andemos por esta calle, aunque se rodee alguna cosa, porque más encubiertos vamos. Las doce da ya; buena hora es.

PÁRMENO.-  Cerca estamos.

CALISTO.-  A buen tiempo llegamos. Párate tú, Pármeno, a ver si es venida aquella señora por entre las puertas.

PÁRMENO.-  ¿Yo, señor? Nunca Dios   -[F VIr]-   mande que sea en dañar lo que no concerté. Mejor será que tu presencia sea su primer encuentro, por que, viéndome a mí, no se turbe de ver que de tantos es sabido lo que tan ocultamente quería hacer y con tanto temor hace. O porque quizá pensará que la burlaste.

CALISTO.-  ¡Oh qué bien has dicho! La vida me has dado con tu sutil aviso, pues no era más menester para me llevar muerto a casa que volverse ella por mi mala providencia. Yo me llego allá; quedaos vosotros en ese lugar.



PÁRMENO.-  ¿Qué te parece, Sempronio, cómo el necio de nuestro amo pensaba tomarme por broquel para el encuentro del primer peligro? ¿Qué sé yo quién está tras las puertas cerradas? ¿Qué sé yo si hay alguna traición? ¿Qué sé yo si Melibea anda, por que le pague nuestro amo su mucho atrevimiento, de esta manera? Y, más aún, no somos muy ciertos decir verdad la vieja. No sepas hablar, Pármeno, sacarte han el alma sin saber quién. No seas lisonjero, como tu amo quiere, y jamás llorarás duelos ajenos. No tomes en lo que te cumple el consejo de Celestina y hallarte has a oscuras. Ándate ahí con tus consejos y amonestaciones fieles: ¡darte han de palos! No vuelvas la hoja y quedarte has a buenas noches. Quiero hacer cuenta que hoy me nací, pues de tal peligro me escapé.

SEMPRONIO.-  Paso, paso. Pármeno, no saltes ni hagas ese bollicio de placer, que darás causa que seas sentido.

PÁRMENO.-  Calla, hermano, que no me hallo de alegría cómo le hice creer que por lo que a él cumplía dejaba de ir, ¡y era por mi seguridad! ¿Quién supiera así rodear su provecho como yo? Muchas cosas me verás hacer, si estás de aquí adelante atento, que no las sientan todas personas, así con Calisto como con cuantos en este negocio suyo se entremetieren. Porque soy cierto que esta doncella ha de ser para él cebo de anzuelo o carne de buitrera, que suelen pagar bien el escote los que a comerla vienen.

SEMPRONIO.-  Anda, no te penen a ti esas sospechas, aunque salgan verdaderas. Apercíbete: a la primera voz que oyeres, tomar calzas de Villadiego.

PÁRMENO.-  Leído has donde yo; en un corazón estamos. Calzas traigo y aun borceguíes de esos ligeros que tú dices, para mejor huir que otro. Pláceme que me has, hermano, avisado de lo que yo no hiciera de vergüenza de ti, que nuestro amo, si es sentido, no temo que escapará de manos de esta gente de Pleberio, para podernos después demandar cómo lo hicimos e incusarnos el huir.

SEMPRONIO.-  ¡Oh Pármeno amigo, cuán alegre y provechosa es la conformidad en los compañeros! Aunque por otra cosa no nos fuera buena Celestina, era harta la utilidad que por su causa nos ha venido.

PÁRMENO.-  Ninguno podrá negar lo que por sí se muestra. Manifiesto es que con vergüenza el uno del otro, por no ser odiosamente acusado de cobarde, esperaremos aquí la muerte con nuestro amo, no siendo más de él merecedor de ella.

SEMPRONIO.-  Salido debe haber Melibea. Escucha, que hablan quedito.

PÁRMENO.-  ¡Cómo temo que no sea ella, sino alguna que finja su voz!

SEMPRONIO.-  ¡Dios nos libre de traidores!, no nos hayan tomado la calle por do tenemos de huir, que de otra cosa no tengo temor.



  -[F VIv]-  

CALISTO.-  Ese bullicio más de una persona lo hace. Quiero hablar, sea quien fuere. ¡Ce, señora mía!

LUCRECIA.-  La voz de Calisto es ésta. Quiero llegar. ¿Quién habla? ¿Quién está fuera?

CALISTO.-  Aquel que viene a cumplir tu mandado.

LUCRECIA.-  ¿Por qué no llegas, señora? Llega sin temor acá, que aquel caballero está aquí.

MELIBEA.-  ¡Loca, habla paso! Mira bien si es él.

LUCRECIA.-  Allégate, señora, que sí es, que yo lo conozco en la voz.

CALISTO.-  Cierto soy burlado. No era Melibea la que me habló. ¡Bullicio oigo, perdido soy! Pues, viva o muera, que no he de ir de aquí.

MELIBEA.-  Vete, Lucrecia, a acostar un poco. ¡Ce, señor! ¿Cómo es tu nombre? ¿Quién es el que te mandó ahí venir?

CALISTO.-  Es la que tiene merecimiento de mandar a todo el mundo, la que dignamente servir yo no merezco. No tema tu merced de se descubrir a este cautivo de tu gentileza, que el dulce sonido de tu habla, jamás de mis oídos se cae, me certifica ser tú mi señora Melibea. Yo soy tu siervo Calisto.

MELIBEA.-  La sobrada osadía de tus mensajes me ha forzado a haberte de hablar, señor Calisto, que habiendo habido de mí la pasada respuesta a tus razones, no sé qué piensas más sacar de mi amor de lo que entonces te mostré. Desvía estos vanos y locos pensamientos de ti por que mi honra y persona estén, sin detrimento de mala sospecha, seguras. A esto fue aquí mi venida, a dar concierto en tu despedida y mi reposo. No quieras poner mi fama en la balanza de las lenguas maldicientes.

CALISTO.-  A los corazones aparejados con apercibimiento recio contra las adversidades, ninguna puede venir que pase de claro en claro la fuerza de su muro. Pero el triste que, desarmado y sin proveer los engaños y celadas, se vino a meter por las puertas de tu seguridad, cualquiera cosa que en contrario vea es razón que me atormente y pase, rompiendo todos los almacenes en que la dulce nueva estaba aposentada. ¡Oh malaventurado Calisto! ¡Oh cuán burlado has sido de tus sirvientes! ¡Oh engañosa mujer Celestina! ¡Dejárasme acabar de morir y no tornaras a vivificar mi esperanza para que tuviese más que gastar el fuego que ya me aqueja! ¿Por qué falsaste la palabra de esta mi señora? ¿Por qué has así dado con tu lengua causa a mi desesperación? ¿A qué me mandaste aquí venir, para que me fuese mostrado el disfavor, el entredicho, la desconfianza, el odio, por la misma boca de esta que tiene las llaves de mi perdición y gloria? ¡Oh enemiga! ¿Y tú no me dijiste que esta mi señora me era favorable? ¿No me dijiste que de su grado mandaba venir este su cautivo al presente lugar, no para me desterrar nuevamente de su presencia, pero para alzar el destierro ya por otro su mandamiento, puesto antes de ahora? ¿En quién hallaré yo fe? ¿A dónde hay verdad? ¿Quién carece de engaño? ¿A dónde no moran falsarios? ¿Quién es claro enemigo? ¿Quién es verdadero amigo? ¿Dónde no se fabrican traiciones? ¿Quién osó darme tan cruda esperanza de perdición?

MELIBEA.-  Cesen, señor mío, tus verdaderas querellas, que ni mi corazón basta para las sufrir ni mis ojos para lo disimular. Tú lloras de tristeza, juzgándome cruel; yo lloro de placer, viéndote tan fiel. ¡Oh mi señor   -[F VIIr]-   y mi bien todo, cuánto más alegre me fuera poder ver tu faz que oír tu voz! Pero, pues no se puede al presente más hacer, toma la firma y sello de las razones que te envié escritas en la lengua de aquella solícita mensajera. Todo lo que te dijo confirmo, todo lo he por bueno. Limpia, señor, tus ojos, ordena de mí a tu voluntad.

CALISTO.-  ¡Oh señora mía, esperanza de mi gloria, descanso y alivio de mi pena, alegría de mi corazón! ¿Qué lengua será bastante para te dar iguales gracias a la sobrada e incomparable merced que, en este punto de tanta congoja para mí, me has querido hacer en querer que un tan flaco e indigno hombre pueda gozar de tu suavísimo amor? Del cual, aunque muy deseoso, siempre me juzgaba indigno, mirando tu grandeza, considerando tu estado, remirando tu perfección, contemplando tu gentileza, acatando mi poco merecer y tu alto merecimiento, tus extremadas gracias, tus loadas y manifiestas virtudes. Pues, ¡oh alto Dios!, ¿cómo te podré ser ingrato, que tan milagrosamente has obrado conmigo tus singulares maravillas? ¡Oh cuántos días antes de ahora pasados me fue venido ese pensamiento a mi corazón! Por imposible lo rechazaba de mi memoria, hasta que ya los rayos ilustrantes de tu muy claro gesto dieron luz en mis ojos, encendieron mi corazón, despertaron mi lengua, extendieron mi merecer, acortaron mi cobardía, destorcieron mi encogimiento, doblaron mis fuerzas, desadormecieron mis pies y manos, finalmente, me dieron tal osadía que me han traído con su mucho poder a este sublimado estado en que ahora me veo. Oyendo de grado tu suave voz, la cual, si antes de ahora no conociese y no sintiese tus saludables olores, no podría creer que careciesen de engaño tus palabras. Pero, como soy cierto de tu limpieza de sangre y hechos, me estoy remirando si soy yo Calisto, a quien tanto bien se hace.

MELIBEA.-  Señor Calisto, tu mucho merecer, tus extremadas gracias, tu alto nacimiento, han obrado que, después que de ti hube entera noticia, ningún momento de mi corazón te partieses, y, aunque muchos días he pugnado por lo disimular, no he podido tanto que, en tornándome aquella mujer tu dulce nombre a la memoria, no descubriese mi deseo. Y viniese a este lugar y tiempo, donde te suplico ordenes y dispongas de mi persona según quieras. Las puertas impiden nuestro gozo, las cuales yo maldigo y sus fuertes cerrojos, y mis flacas fuerzas, que ni tú estarías quejoso ni yo descontenta.

CALISTO.-  ¿Cómo, señora mía? ¿Y mandas que consienta a un palo impedir nuestro gozo? Nunca yo pensé que, demás de tu voluntad, lo pudiera cosa estorbar. ¡Oh molestas y enojosas puertas!, ruego a Dios que tal fuego os abrase como a mí da guerra, que con la tercia parte seríais en un punto quemadas. Pues, por Dios, señora mía, permite que llame a mis criados para que las quiebren.

PÁRMENO.-  ¿No oyes, no oyes, Sempronio? A buscarnos quiere venir para que nos den mal año. No me agrada cosa esta venida. ¡En mal punto creo que se empezaron   -[F VIIv]-   estos amores! Yo no espero más aquí.

SEMPRONIO.-  Calla, calla, escucha, que ella no consiente que vamos allá.

MELIBEA.-  ¿Quieres, amor mío, perderme a mí y dañar mi fama? No sueltes las riendas a la voluntad. La esperanza es cierta, el tiempo breve cuanto tú ordenares. Y pues tú sientes tu pena sencilla y yo la de entrambos, tú solo dolor, yo el tuyo y el mío, conténtate con venir mañana a esta hora por las paredes de mi huerto. Que si ahora quebrases las crueles puertas, aunque al presente no fuésemos sentidos, amanecería en casa de mi padre terrible sospecha de mi yerro. Y, pues sabes que tanto mayor es el yerro cuanto mayor es el que yerra, en un punto será por la ciudad publicado.

SEMPRONIO.-  ¡En hora mala acá esta noche venimos! Aquí nos ha de amanecer, según del espacio que nuestro amo lo toma. Que, aunque más la dicha nos ayude, nos han en tanto tiempo de sentir de su casa o vecinos.

PÁRMENO.-  Ya ha dos horas que te requiero que nos vamos, que no faltará un achaque.

CALISTO.-  ¡Oh mi señora y mi bien todo! ¿Por qué llamas yerro a aquello que por los santos de Dios me fue concedido? Rezando hoy ante el altar de la Magdalena me vino con tu mensaje alegre aquella solícita mujer.



PÁRMENO.-  ¡Desvariar, Calisto, desvariar! Por fe tengo, hermano, que no es cristiano lo que la vieja traidora con sus pestíferos hechizos ha rodeado y hecho. Dice que los santos de Dios se lo han concedido e impetrado. Y con esta confianza quiere quebrar las puertas, y no habrá dado el primer golpe cuando sea sentido y tomado por los criados de su padre, que duermen cerca.

SEMPRONIO.-  Ya no temas, Pármeno, que harto desviados estamos. En sintiendo el bollicio, el buen huir nos ha de valer. Déjale hacer, que, si mal hiciere, él lo pagará.

PÁRMENO.-  Bien hablas, en mi corazón estás. Así se haga. Huyamos la muerte, que somos mozos. Que no querer morir ni matar no es cobardía, sino buen natural. Estos escuderos de Pleberio son locos, no desean tanto comer ni dormir como cuestiones y ruidos. Pues más locura sería esperar pelea con enemigo que no ama tanto la victoria y vencimiento como la contina guerra y contienda. ¡Oh, si me vieses, hermano, cómo estoy, placer habrías! A medio lado, abiertas las piernas, el pie izquierdo adelante, puesto en huida, las faldas en la cinta, la adarga arrollada, y so el sobaco, por que no me empache. ¡Que, por Dios, que creo huyese como un gamo, según el temor que tengo de estar aquí!

SEMPRONIO.-  Mejor estoy yo, que tengo liado el broquel y el espada con las correas, por que no se me caigan al correr, y el casquete en la capilla.

PÁRMENO.-  ¿Y las piedras que traías en ella?

SEMPRONIO.-  Todas las vertí por ir más liviano, que harto tengo que llevar en estas corazas que me hiciste vestir por importunidad, que bien las rehusaba de traer porque me parecían para huir muy pesadas. ¡Escucha, escucha! ¿Oyes, Pármeno? ¡A malas andan! ¡Muertos somos! Bota presto, echa hacia casa de Celestina, no nos atajen por nuestra casa.

PÁRMENO.-  ¡Huye, huye, que corres poco! ¡Oh pecador de mí, si nos han de   -[F VIIIr]-   alcanzar, deja broquel y todo!

SEMPRONIO.-  ¿Si han muerto ya a nuestro amo?

PÁRMENO.-  No sé, no me digas nada; corre y calla, que el menor cuidado mío es ése.

SEMPRONIO.-  ¡Ce, ce, Pármeno! Torna, torna callando, que no es sino la gente del alguacil, que pasaba haciendo estruendo por la otra calle.

PÁRMENO.-  Míralo bien. No te fíes en los ojos, que se antoja muchas veces uno por otro. No me habían dejado gota de sangre. Tragada tenía ya la muerte, que me parecía que me iban dando en estas espaldas golpes. En mi vida me acuerdo haber tan gran temor ni verme en tal afrenta, aunque he andado por casas ajenas harto tiempo y en lugares de harto trabajo, que nueve años serví a los frailes de Guadalupe, que mil veces nos apuñeábamos yo y otros. Pero nunca, como esta vez, hube miedo de morir.

SEMPRONIO.-  Y yo, ¿no serví al cura de San Miguel, y al mesonero de la plaza, y a Mollejas el hortelano? Y también yo tenía mis cuestiones con los que tiraban piedras a los pájaros que asentaban en un álamo grande que tenía, porque dañaban la hortaliza. Pero guárdete Dios de verte con armas, que aquél es el verdadero temor. No en balde dicen «cargado de hierro y cargado de miedo». ¡Vuelve, vuelve, que el alguacil es, cierto!



MELIBEA.-  Señor Calisto, ¿qué es esto que en la calle suena? Parecen voces de gente que van en huida. ¡Por Dios, mírate, que estás a peligro!

CALISTO.-  Señora, no temas, que a buen seguro vengo. Los míos deben de ser, que son unos locos y desarman a cuantos pasan, y huiríales alguno.

MELIBEA.-  ¿Son muchos los que traéis?

CALISTO.-  No, sino dos, pero, aunque sean seis sus contrarios, no recibirán mucha pena para les quitar sus armas y hacerlos huir según su esfuerzo. Escogidos son, señora, que no vengo a lumbre de pajas. Si no fuese por lo que a tu honra toca, pedazos harían estas puertas. Y si sentidos fuésemos, a ti y a mí librarían de toda la gente de tu padre.

MELIBEA.-  ¡Oh, por Dios, no se cometa tal cosa! Pero mucho placer tengo que de tan fiel gente andes acompañado, bien empleado es el pan que tan esforzados sirvientes comen. Por mi amor, señor, pues tal gracia la natura les quiso dar, sean de ti bien tratados y galardonados, por que en todo te guarden secreto. Y cuando sus osadías y atrevimientos les corrigieres, a vueltas del castigo mezcla favor, por que los ánimos esforzados no sean con encogimiento diminutos e irritados en el osar a sus tiempos.

PÁRMENO.-  ¡Ce, ce, señor! Quítate presto de aquí, que viene mucha gente con hachas y serás visto y conocido, que no hay donde te metas.

CALISTO.-  ¡Oh mezquino yo, y cómo es forzado, señora, partirme de ti! Por cierto, temor de la muerte no obrara tanto como el de tu honra. Pues que así es, los ángeles queden con tu presencia. Mi venida será, como ordenaste, por el huerto.

MELIBEA.-  Así sea, y vaya Dios contigo.



PLEBERIO.-  Señora mujer, ¿duermes?

ALISA.-  Señor, no.

PLEBERIO.-  ¿No oyes bullicio en el retraimiento de tu hija?

ALISA.-  Sí oigo. ¡Melibea, Melibea!

PLEBERIO.-  No te oye. Yo la llamaré más recio. ¡Hija mía Melibea!

MELIBEA.-  ¿Señor?

PLEBERIO.-  ¿Quién da   -[F VIIIv]-   patadas y hace bullicio en tu cámara?

MELIBEA.-  Señor, Lucrecia es, que salió por un jarro de agua para mí, que había sed.

PLEBERIO.-  Duerme, hija, que pensé que era otra cosa.

LUCRECIA.-  Poco estruendo los despertó; con pavor hablaban.

MELIBEA.-  No hay tan manso animal que con amor o temor de sus hijos no asperee. Pues, ¿qué harían si mi cierta salida supiesen?

CALISTO.-  Cerrad esa puerta, hijos. Y tú, Pármeno, sube una vela arriba.

SEMPRONIO.-  Debes, señor, reposar y dormir eso que queda de aquí al día.

CALISTO.-  Pláceme, que bien lo he menester. ¿Qué te parece, Pármeno, de la vieja que tú me desalababas? ¿Qué obra ha salido de sus manos? ¿Qué fuera hecho sin ella?

PÁRMENO.-  Ni yo sentía tu gran pena ni conocía la gentileza y merecimiento de Melibea, y así no tengo culpa. Conocía a Celestina y sus mañas. Avisábate como a señor, pero ya me parece que es otra. Todas las ha mudado.

CALISTO.-  ¿Y cómo mudado?

PÁRMENO.-  Tanto que, si no lo hubiese visto, no lo creería. ¡Mas así vivas tú como es verdad!

CALISTO.-  Pues, ¿habéis oído lo que con aquella mi señora he pasado? ¿Qué hacíais? ¿Teníais temor?

SEMPRONIO.-  ¿Temor, señor, o qué? Por cierto, todo el mundo no nos le hiciera tener. ¡Hallado habías los temerosos! Allí estuvimos esperándote muy aparejados y nuestras armas muy a mano.

CALISTO.-  ¿Habéis dormido algún rato?

SEMPRONIO.-  ¿Dormir, señor? ¡Dormilones son los mozos! Nunca me asenté ni aun junté, por Dios, los pies, mirando a todas partes para, en sintiendo, poder saltar presto y hacer todo lo que mis fuerzas me ayudaran. Pues Pármeno, aunque parecía que no te servía hasta aquí de buena gana, así se holgó cuando vio los de las hachas como lobo cuando siente polvo de ganado, pensando poder quitárselas hasta que vio que eran muchos.

CALISTO.-  No te maravilles, que procede de su natural ser osado y, aunque no fuese por mí, hacíalo porque no pueden los tales venir contra su uso, que, aunque muda el pelo la raposa, su natural no despoja. Por cierto, yo dije a mi señora Melibea lo que en vosotros hay y cuán seguras tenía mis espaldas con vuestra ayuda y guarda. Hijos, en mucho cargo os soy. Rogad a Dios por salud, que yo os galardonaré más cumplidamente vuestro buen servicio. Id con Dios a reposar.



PÁRMENO.-  ¿A dónde iremos, Sempronio? ¿A la cama a dormir o a la cocina a almorzar?

SEMPRONIO.-  Ve tú donde quisieres, que, antes que venga el día, quiero yo ir a Celestina a cobrar mi parte de la cadena. Que es una puta vieja, no le quiero dar tiempo en que fabrique alguna ruindad con que nos excluya.

PÁRMENO.-  Bien dices. Olvidádolo había. Vamos entrambos y, si en eso se pone, espantémosla de manera que le pese, que sobre dinero no hay amistad.

SEMPRONIO.-  ¡Ce, ce, calla!, que duerme cabe esta ventanilla. Ta, ta, señora Celestina, ábrenos.

CELESTINA.-  ¿Quién llama?

SEMPRONIO.-  Abre, que son tus hijos.

CELESTINA.-  No tengo yo hijos que anden a tal hora.

SEMPRONIO.-  Ábrenos a Pármeno y Sempronio, que nos venimos acá almorzar contigo.

CELESTINA.-  ¡Oh locos traviesos! Entrad, entrad. ¿Cómo venís a tal hora, que ya amanece? ¿Qué habéis hecho? ¿Qué os ha pasado? ¿Despidiose la esperanza de Calisto o vive   -G [Ir]-   todavía con ella, o cómo queda?

SEMPRONIO.-  ¿Cómo, madre? Si por nosotros no fuera ya anduviera su alma buscando posada para siempre. Que, si estimarse pudiese a lo que de allí nos queda obligado, no sería su hacienda bastante a cumplir la deuda, si verdad es lo que dicen que la vida y persona es más digna y de más valor que otra cosa ninguna.

CELESTINA.-  ¡Jesú! ¿Que en tanta afrenta os habéis visto? Cuéntamelo, por Dios.

SEMPRONIO.-  Mira qué tanta que, por mi vida, la sangre me hierve en el cuerpo en tornarlo a pensar.

CELESTINA.-  Reposa, por Dios, y dímelo.

PÁRMENO.-  Cosa larga le pides, según venimos alterados y cansados del enojo que habemos habido. Harías mejor en aparejarnos a él y a mí de almorzar; quizá nos amansaría algo la alteración que traemos. Que cierto te digo que no querría ya topar hombre que paz quisiese. Mi gloria sería ahora hallar en quién vengar la ira que no pude en los que nos la causaron, por su mucho huir.

CELESTINA.-  ¡Landre me mate si no me espanto en verte tan fiero! Creo que burlas. Dímelo ahora, Sempronio, tú, por mi vida: ¿qué os ha pasado?

SEMPRONIO.-  Por Dios, sin seso vengo, desesperado; aunque para contigo por demás es no templar la ira y todo enojo, y mostrar otro semblante que con los hombres. Jamás me mostré poder mucho con los que poco pueden. Traigo, señora, todas las armas despedazadas, el broquel sin aro, la espada como sierra, el casquete abollado en la capilla. Que no tengo con que salir un paso con mi amo cuando menester me haya, que quedó concertado de ir esta noche que viene a verse por el huerto. Pues, ¿comprarlo de nuevo? ¡No mandó un maravedí en que caiga muerto!

CELESTINA.-  Pídelo, hijo, a tu amo, pues en su servicio se gastó y quebró. Pues sabes que es persona que luego lo cumplirá, que no es de los que dicen «vive conmigo y busca quien te mantenga». Él es tan franco que te dará para eso y para más.

SEMPRONIO.-  ¡Ja! Trae también Pármeno perdidas las suyas; a este cuento en armas se le irá su hacienda. ¿Cómo quieres que le sea tan importuno en pedirle más de lo que él de su propio grado hace, pues es harto? No digan por mí que, dándome un palmo, pido cuatro. Dionos las cien monedas, dionos después la cadena. A tres tales aguijones no tendrá cera en el oído. Caro le costaría este negocio. Contentémonos con lo razonable, no lo perdamos todo por querer más de la razón, que quien mucho abarca poco suele apretar.

CELESTINA.-  ¡Gracioso es el asno! Por mi vejez, que, si sobre comer fuera, que dijera que habíamos todos cargado demasiado. ¿Estás en tu seso, Sempronio? ¿Qué tiene que hacer tu galardón con mi salario, tu soldada con mis mercedes? ¿Soy yo obligada a soldar vuestras armas, a cumplir vuestras faltas? A osadas, que me maten si no te has asido a una palabrilla que te dije el otro día viniendo por la calle, que cuanto yo tenía era tuyo y que, en cuanto pudiese con mis pocas fuerzas, jamás te faltaría. Y que, si Dios me diese buena manderecha con tu amo, que tú no perderías nada. Pues ya sabes, Sempronio, que estos ofrecimientos, estas palabras   -G [Iv]-   de buen amor, no obligan. No ha de ser oro cuanto reluce, si no, más barato valdría. Dime, ¿estoy en tu corazón, Sempronio? Verás, si aunque soy vieja, si acierto lo que tú puedes pensar. Tengo, hijo, en buena fe, más pesar, que se me quiere salir esta alma de enojo. Di a esta loca de Elicia, como vine de tu casa, la cadenilla que traje para que se holgase con ella, y no se puede acordar dónde la puso, que en toda esta noche ella ni yo no habemos dormido sueño de pesar. No por su valor de la cadena, que no era mucho, pero por su mal cobro de ella y de mi mala dicha. Entraron unos conocidos y familiares míos en aquella sazón aquí. Temo no la hayan llevado diciendo «si te vi, burleme, etc.». Así que, hijos, ahora que quiero hablar con entrambos, si algo vuestro amo a mí me dio, debéis mirar que es mío; que de tu jubón de brocado no te pedí yo parte ni la quiero. Sirvamos todos, que a todos dará según viere que lo merecen. Que si me ha dado algo, dos veces he puesto por él mi vida al tablero. Más herramienta se me ha embotado en su servicio que a vosotros. Más materiales he gastado, pues habéis de pensar, hijos, que todo me cuesta dinero, aun mi saber, que no lo he alcanzado holgando, de lo cual fuera buen testigo su madre de Pármeno, Dios haya su alma. Esto trabajé yo; a vosotros se os debe esotro. Esto tengo yo por oficio y trabajo; vosotros, por recreación y deleite. Pues así, no habéis vosotros de haber igual galardón de holgar que yo de penar. Pero, aun con todo lo que he dicho, no os despidáis, si mi cadena parece, de sendos pares de calzas de grana, que es el hábito que mejor en los mancebos parece. Y si no, recibid la voluntad, que yo me callaré con mi pérdida. Y todo esto de buen amor, porque holgasteis que hubiese yo antes el provecho de estos pasos que no otra. Y si no os contentarais, de vuestro daño haréis.

SEMPRONIO.-  No es ésta la primera vez que yo he dicho cuánto en los viejos reina este vicio de codicia. Cuando pobre, franca; cuando rica, avarienta. Así que adquiriendo crece la codicia y la pobreza codiciando, y ninguna cosa hace pobre al avariento sino la riqueza. ¡Oh Dios, y cómo crece la necesidad con la abundancia! ¿Quién la oyó esta vieja decir que me llevase yo todo el provecho, si quisiese, de este negocio, pensando que sería poco? Ahora que lo ve crecido no quiere dar nada, por cumplir el refrán de los niños, que dicen «de lo poco, poco; de lo mucho, nada».

PÁRMENO.-  Dete lo que prometió o tomémosselo todo. Harto te decía yo quién era esta vieja, si tú me creyeras.

CELESTINA.-  Si mucho enojo traéis con vosotros, o con vuestro amo o armas, no lo quebréis en mí, que bien sé dónde nace esto. Bien sé y barrunto de qué pie coxqueáis; no cierto de la necesidad que tenéis de lo que pedís, ni aun por la mucha codicia que lo tenéis, sino pensando que os he de tener toda vuestra vida atados y cautivos con Elicia y Areúsa, sin quereros buscar otras. Movéisme estas amenazas de dinero, ponéisme estos temores de la partición.   -G IIr-   Pues callad, que quien éstas os supo acarrear, os dará otras diez ahora que hay más conocimiento, y más razón, y más merecido de vuestra parte. Y si sé cumplir lo que se promete en este caso, dígalo Pármeno. ¡Dilo, di, no hayas empacho de contar cómo nos pasó cuando a la otra dolía la madre!

SEMPRONIO.-  Yo dígole que se vaya y abájase las bragas; no ando por lo que piensas. No entremetas burlas a nuestra demanda, que con ese galgo no tomarás, si yo puedo, más liebres. Déjate conmigo de razones. A perro viejo, no cuz cuz. Danos las dos partes por cuenta de cuanto de Calisto has recibido; no quieras que se descubra quién tú eres. ¡A los otros, a los otros con esos halagos, vieja!

CELESTINA.-  ¿Quién soy yo, Sempronio? ¿Quitásteme de la putería? Calla tu lengua, no amengües mis canas, que soy una vieja cual Dios me hizo, no peor que todas. Vivo de mi oficio, como cada cual oficial del suyo, muy limpiamente. A quien no me quiere no lo busco; de mi casa me vienen a sacar, en mi casa me ruegan. Si bien o mal vivo, Dios es el testigo de mi corazón. Y no pienses con tu ira maltratarme, que justicia hay para todos y a todos es igual. Tan bien seré oída, aunque mujer, como vosotros muy peinados. Déjame en mi casa con mi fortuna. Y tú, Pármeno, no pienses que soy tu cautiva por saber mis secretos y mi vida pasada, y los casos que nos acaecieron a mí y a la desdichada de tu madre. Aun así me trataba ella cuando Dios quería.

PÁRMENO.-  ¡No me hinches las narices con esas memorias; si no, enviarte he con nuevas a ella, donde mejor te puedas quejar!

CELESTINA.-  ¡Elicia, Elicia, levántate de esa cama! ¡Daca mi manto, presto!, que, por los santos de Dios, para aquella justicia me vaya bramando como una loca. ¿Qué es esto? ¿Qué quieren decir tales amenazas en mi casa? ¡Con una oveja mansa tenéis vosotros manos y braveza, con una gallina atada, con una vieja de sesenta años! ¡Allá, allá con los hombres como vosotros! ¡Contra los que ciñen espada mostrad vuestras iras, no contra mi flaca rueca! Señal es de gran cobardía acometer a los menores y a los que poco pueden. Las sucias moscas nunca pican sino los bueyes magros y flacos. Los gozques ladradores a los pobres peregrinos aquejan con mayor ímpetu. Si aquella que allí está en aquella cama me hubiese a mí creído, jamás quedaría esta casa de noche sin varón, ni dormiríamos a lumbre de pajas; pero, por aguardarte, por serte fiel, padecemos esta soledad. Y como nos veis mujeres, habláis y pedís demasías, lo cual, si hombre sintieseis en la posada, no haríais, que, como dicen, «el duro adversario entibia las iras y sañas».

SEMPRONIO.-  ¡Oh vieja avarienta, muerta de sed por dinero!, ¿no serás contenta con la tercia parte de lo ganado?

CELESTINA.-  ¿Qué tercia parte? Vete con Dios de mi casa tú. Y esotro no dé voces, no allegue la vecindad. No me hagáis salir de seso, no queráis que salgan a plaza las cosas de Calisto y vuestras.

SEMPRONIO.-  Da voces o gritos, que tú cumplirás lo que prometiste o cumplirás hoy tus días.

  -G IIv-  

ELICIA.-  Mete, por Dios, el espada. Tenlo, Pármeno, tenlo, no la mate ese desvariado.

CELESTINA.-  ¡Justicia, justicia, señores vecinos! ¡Justicia, que me matan en mi casa estos rufianes!

SEMPRONIO.-  ¿Rufianes o qué? Espera, doña hechicera, que yo te haré ir al infierno con cartas.

CELESTINA.-  ¡Ay, que me ha muerto! ¡Ay, ay, confesión, confesión!

PÁRMENO.-  Dale, dale. Acábala, pues comenzaste, que nos sentirán. ¡Muera, muera! De los enemigos, los menos.

CELESTINA.-  ¡Confesión!

ELICIA.-  ¡Oh crueles enemigos! ¡En mal poder os veáis! ¿Y para quién tuvisteis manos? Muerta es mi madre y mi bien todo.

SEMPRONIO.-  ¡Huye, huye, Pármeno, que carga mucha gente! ¡Guarte, guarte, que viene el alguacil!

PÁRMENO.-  ¡Oh pecador de mí, que no hay por dó nos vamos, que está tomada la puerta!

SEMPRONIO.-  ¡Saltemos de estas ventanas; no muramos en poder de justicia!

PÁRMENO.-  ¡Salta, que yo tras ti voy!