Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoActo XIX

ARGUMENTO DEL DECIMONOVENO ACTO

  -[H VIv]-   Yendo Calisto con Sosia y Tristán al huerto de Pleberio a visitar a Melibea, que lo estaba esperando, y con ella Lucrecia, cuenta Sosia lo que le aconteció con Areúsa. Estando Calisto dentro del huerto con Melibea, viene Traso y otros por mandado de Centurio a cumplir lo que había prometido a Areúsa y a Elicia, a los cuales sale Sosia. Y oyendo Calisto desde el huerto donde estaba con Melibea el ruido que traían, quiso salir fuera, la cual salida fue causa que sus días pereciesen, porque los tales este don reciben por galardón, y por esto han de saber desamar los amadores.


 

SOSIA, TRISTÁN,CALISTO, MELIBEA, LUCRECIA.

 

SOSIA.-  Muy quedo, para que no seamos sentidos, desde aquí al huerto de Pleberio te contaré, hermano Tristán, lo que con Areúsa me ha pasado hoy, que estoy el más alegre hombre del mundo. Sabrás que ella, por las buenas nuevas que de mí había oído, estaba presa de amor y enviome a Elicia rogándome que la visitase. Y dejando aparte otras razones de buen consejo que pasamos, mostró al presente ser tanto mía cuanto algún tiempo fue de Pármeno. Rogome que la visitase siempre, que ella pensaba gozar de mi amor por tiempo. Pero yo te juro, por el peligroso camino en que vamos, hermano, y así goce de mí, que estuve dos o tres veces por me arremeter a ella, sino que me empachaba la vergüenza de verla tan hermosa y arreada, y a mí con una capa vieja ratonada. Echaba de sí en bullendo un olor de almizque; yo hedía al estiércol que llevaba dentro en los zapatos. Tenía unas manos como la nieve, que, cuando las sacaba de rato en rato de un guante, parecía que se derramaba azahar por casa. Así por esto, como porque tenía un poco ella de hacer, se quedó mi atrever para otro día, y aun porque a la primera vista de todas las cosas no son bien tratables, y cuanto más se comunican mejor se entienden en su participación.

TRISTÁN.-  Sosia, amigo, otro seso más maduro y experimentado que no el mío era necesario para darte consejo en este negocio, pero lo que con mi tierna edad y mediano natural alcanzo al presente te diré. Esta mujer es marcada ramera, según tú me dijiste, cuanto con ella te pasó has de creer que no carece de engaño. Sus ofrecimientos fueron falsos y no sé yo a qué fin. Porque, amarte por gentilhombre, ¿cuántos más tendrá ella desechados? Si por rico, bien sabe que no tienes más del polvo que se te pega del almohaza. Si por hombre de linaje, ya sabrá que te llaman Sosia y a tu padre llamaron Sosia, nacido y criado en una aldea quebrando terrones con un arado, para lo cual eres tú más dispuesto que para enamorado. Mira, Sosia, y acuérdate bien si te quería sacar algún punto del secreto de este camino que ahora vamos, para con lo que supiese revolver a Calisto y Pleberio, de envidia del placer de Melibea. Cata que la envidia es una incurable enfermedad donde asienta, huésped que fatiga la posada, en lugar de galardón;   -[H VIIr]-   siempre goza del mal ajeno. Pues si esto es así, ¡oh cómo te quiere aquella malvada hembra engañar con su alto nombre, del cual todas se arrean! Con su vicio ponzoñoso quería condenar el ánima por cumplir su apetito, revolver tales casas para contentar su dañada voluntad. ¡Oh arrufianada mujer, y con qué blanco pan te daba zarazas! Querría vender su cuerpo a trueco de contienda. Óyeme y, si así presumes que sea, ármale trato doble cual yo te diré, que quien engaña al engañador... ya me entiendes. Y si sabe mucho la raposa, más el que la toma. Contramínale sus malos pensamientos, escala sus ruindades cuando más segura la tengas, y cantarás después en tu establo «uno piensa el bayo y otro el que lo ensilla».

SOSIA.-  ¡Oh Tristán, discreto mancebo, mucho más has dicho que tu edad demanda! Astuta sospecha has remontado y creo que verdadera. Pero, porque ya llegamos al huerto y nuestro amo se nos acerca, dejemos este cuento, que es muy largo, para otro día.



CALISTO.-  Poned, mozos, la escala y callad, que me parece que está hablando mi señora de dentro. Subiré encima de la pared y en ella estaré escuchando por ver si oiré alguna buena señal de mi amor en ausencia.

MELIBEA.-  Canta más, por mi vida, Lucrecia, que me huelgo en oírte mientras viene aquel señor, y muy paso entre estas verduricas, que no nos oirán los que pasaren.

LUCRECIA
   ¡Oh quién fuese la hortelana
de aquestas viciosas flores,
por prender cada mañana
al partir a tus amores!

    Vístanse nuevas colores
los lirios y el azucena;
derramen frescos olores
cuando entre por estrena.

MELIBEA.-  ¡Oh cuán dulce me es oírte! De gozo me deshago. No ceses, por mi amor.

LUCRECIA
   Alegre es la fuente clara
a quien con gran sed la vea;
mas muy más dulce es la cara
de Calisto a Melibea,

    pues, aunque más noche sea,
con su vista gozará.
¡Oh cuando saltar le vea,
qué de abrazos le dará!

    Saltos de gozo infinitos
da el lobo viendo ganado;
con las tetas los cabritos,
-[H VIIv]-
Melibea con su amado.

    Nunca fue más deseado
amado de su amiga,
ni huerto más visitado,
ni noche más sin fatiga.

MELIBEA.-  Cuanto dices, amiga Lucrecia, se me representa delante. Todo me parece que lo veo con mis ojos. Procede, que a muy buen son lo dices, y ayudarte he yo.

LUCRECIA y
MELIBEA
   Dulces árboles sombrosos,
humillaos cuando veáis
aquellos ojos graciosos
del que tanto deseáis.

    Estrellas que relumbráis,
Norte y Lucero del día,
¿por qué no le despertáis
si duerme mi alegría?

MELIBEA.-

Óyeme tú, por mi vida, que yo quiero cantar sola.

   Papagayos, ruiseñores,
que cantáis al alborada,
llevad nueva a mis amores
como espero aquí asentada.

La media noche es pasada
      y no viene;
sabedme si hay otra amada
      que lo detiene.

CALISTO.-  Vencido me tiene el dulzor de tu suave canto; no puedo más sufrir tu penado esperar. ¡Oh mi señora y mi bien todo! ¿Cuál mujer podía haber nacida, que desprivase tu gran merecimiento? ¡Oh salteada melodía! ¡Oh gozoso rato! ¡Oh corazón mío! ¿Y cómo no pudiste más tiempo sufrir sin interrumpir tu gozo y cumplir el deseo de entrambos?

MELIBEA.-  ¡Oh sabrosa traición! ¡Oh dulce sobresalto! ¿Es mi señor de mi alma, es él? No lo puedo creer. ¿Dónde estabas, luciente sol? ¿Dónde me tenías tu claridad escondida? ¿Había rato que escuchabas? ¿Por qué me dejabas echar palabras sin seso al aire con mi ronca voz de cisne? Todo se goza este huerto con tu venida. Mira la luna cuán clara se nos muestra, mira las nubes cómo huyen, oye la corriente agua de esta fontecica, ¡cuánto más suave murmurio zurrío lleva por entre las frescas hierbas! Escucha los altos cipreses cómo se dan paz unos ramos con otros por intercesión de un templadico viento que los menea. Mira sus quietas sombras cuán oscuras están y aparejadas para encubrir nuestro deleite. Lucrecia, ¿qué sientes, amiga? ¿Tórnaste loca de placer? Déjamele, no me le despedaces, no le trabajes sus miembros con tus pesados abrazos. Déjame gozar lo que es mío, no me ocupes mi placer.

CALISTO.-  Pues señora y gloria mía, si mi vida quieres, no cese tu suave canto. No sea de peor condición mi presencia, con que te alegras, que mi ausencia, que te fatiga.

MELIBEA.-  ¿Qué quieres que cante, amor mío? ¿Cómo cantaré, que tu deseo era el que regía mi son y hacía sonar mi canto? Pues, conseguida tu venida, desapareciose el deseo, destemplose el tono de mi voz. Y pues tú, señor, eres el dechado de cortesía y buena crianza, ¿cómo mandas a mi lengua hablar y no a tus manos que estén quedas? ¿Por qué no olvidas estas mañas? Mándalas estar sosegadas y dejar su enojoso uso y conversación incomportable. Cata, ángel mío, que así como me es agradable tu vista sosegada, me es enojoso tu riguroso trato. Tus honestas burlas me dan placer, tus deshonestas manos me fatigan cuando pasan de la razón. Deja estar mis ropas en su lugar y, si quieres ver si es el hábito de encima de seda o de paño, ¿para qué me tocas en la camisa, pues cierto es de lienzo? Holguemos y burlemos de otros mil modos que yo te mostraré, no me destroces ni maltrates como sueles. ¿Qué provecho te trae   -[H VIIIr]-   dañar mis vestiduras?

CALISTO.-  Señora, el que quiere comer el ave quita primero las plumas.

LUCRECIA.-  Mala landre me mate si más los escucho. ¿Vida es ésta? ¡Que me esté yo deshaciendo de dentera y ella esquivándose por que la rueguen! Ya, ya, apaciguado es el ruido, no hubieron menester despartidores. Pero también me lo haría yo si estos necios de sus criados me hablasen entre día; ¡pero esperan que los tengo de ir a buscar!

MELIBEA.-  ¿Señor mío, quieres que mande a Lucrecia traer alguna colación?

CALISTO.-  No hay otra colación para mí sino tener tu cuerpo y belleza en mi poder. Comer y beber, dondequiera se da por dinero, en cada tiempo se puede haber y cualquiera lo puede alcanzar. Pero lo no vendible, lo que en toda la tierra no hay igual que en este huerto, ¿cómo mandas que se me pase ningún momento que no goce?

LUCRECIA.-  Ya me duele a mí la cabeza de escuchar, y no a ellos de hablar ni los brazos de retozar ni las bocas de besar. ¡Andar!, ya callan, a tres me parece que va la vencida.

CALISTO.-  Jamás querría, señora, que amaneciese, según la gloria y descanso que mi sentido recibe de la noble conversación de tus delicados miembros.

MELIBEA.-  Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visitación incomparable merced.

SOSIA.-  ¿Así, bellacos, rufianes, veníais a asombrar a los que no os temen? ¡Pues yo juro que si esperarais, que yo os hiciera ir como merecíais!

CALISTO.-  Señora, Sosia es aquel que da voces. Déjame ir a valerle, no le maten, que no está sino un pajecico con él. Dame presto mi capa, que está debajo de ti.

MELIBEA.-  ¡Oh triste de mi ventura! No vayas allá sin tus corazas; tórnate a armar.

CALISTO.-  Señora, lo que no hace espada y capa y corazón, no lo hacen corazas y capacete y cobardía.

SOSIA.-  ¿Aún tornáis? Esperadme, quizá venís por lana.

CALISTO.-  Déjame, por Dios, señora, que puesta está el escala.

MELIBEA.-  ¡Oh desdichada yo!, y, ¿cómo vas tan recio y con tanta prisa y desarmado a meterte entre quien no conoces? ¡Lucrecia, ven presto acá, que es ido   -[H VIIIv]-   Calisto a un ruido! Echémosle sus corazas por la pared, que se quedan acá.

TRISTÁN.-  Tente, señor, no bajes, que idos son; que no era sino Traso el cojo y otros bellacos que pasaban voceando, que se torna Sosia. Tente, tente, señor, con las manos al escala.

CALISTO.-  ¡Oh, válgame Santa María! ¡Muerto soy! ¡Confesión!

TRISTÁN.-  Llégate presto, Sosia, que el triste de nuestro amo es caído del escala y no habla ni se bulle.

SOSIA.-  ¡Señor, señor! ¡A esotra puerta! ¡Tan muerto es como mi abuelo! ¡Oh gran desventura!



LUCRECIA.-  ¡Escucha, escucha! ¡Gran mal es éste!

MELIBEA.-  ¿Qué es esto? ¿Qué oigo? ¡Amarga de mí!

TRISTÁN.-  ¡Oh mi señor y mi bien muerto! ¡Oh mi señor despeñado! ¡Oh triste muerte sin confesión! Coge, Sosia, esos sesos de esos cantos, júntalos con la cabeza del desdichado amo nuestro. ¡Oh día de aciago! ¡Oh arrebatado fin!

MELIBEA.-  ¡Oh desconsolada de mí! ¿Qué es esto? ¿Qué puede ser tan áspero acontecimiento como oigo? Ayúdame a subir, Lucrecia, por estas paredes. Veré mi dolor, si no, hundiré con alaridos la casa de mi padre. ¡Mi bien y placer, todo es ido en humo, mi alegría es perdida, consumiose mi gloria!

LUCRECIA.-  Tristán, ¿qué dices, mi amor? ¿Qué es eso que lloras tan sin mesura?

TRISTÁN.-  ¡Lloro mi gran mal, lloro mis muchos dolores! Cayó mi señor Calisto del escala y es muerto. Su cabeza está en tres partes. Sin confesión pereció. Díselo a la triste y nueva amiga que no espere más su penado amador. Toma tú, Sosia, de esos pies; llevemos el cuerpo de nuestro querido amo donde no padezca su honra detrimento, aunque sea muerto en este lugar. ¡Vaya con nosotros llanto, acompáñenos soledad, síganos desconsuelo, visítenos tristeza, cúbranos luto y dolorosa jerga!

MELIBEA.-  ¡Oh la más de las tristes triste! ¡Tan poco tiempo poseído el placer, tan presto venido el dolor!

LUCRECIA.-  Señora, no rasgues tu cara ni meses tus cabellos. Ahora en placer, ahora en tristeza, ¿qué planeta hubo que tan presto contrarió su operación? ¿Qué poco corazón es éste? Levanta, por Dios, no seas hallada de tu padre en tan sospechoso lugar, que serás sentida. Señora, señora, ¿no me oyes? No te amortezcas, por Dios, ten esfuerzo para sufrir la pena, pues tuviste osadía para el placer.

MELIBEA.-  ¿Oyes lo que aquellos mozos van hablando? ¿Oyes sus tristes cantares? Rezando llevan con responso mi bien todo, muerta llevan mi alegría. No es tiempo de yo vivir. ¿Cómo no gocé más del gozo, cómo tuve en tan poco la gloria que entre mis manos tuve? ¡Oh ingratos mortales, jamás conocéis vuestros bienes sino cuando de ellos carecéis!

LUCRECIA.-  ¡Avívate, aviva!, que mayor mengua será hallarte en el huerto que placer sentiste con la venida ni pena con ver que es muerto. Entremos en la cámara. Acostarte has. Llamaré a tu padre y fingiremos otro mal, pues éste no es para se poder encubrir.