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  -C IIr-  

ArribaAbajoActo IV

ARGUMENTO DEL CUARTO ACTO

Celestina, andando por el camino, habla consigo misma hasta llegar a la puerta de Pleberio, donde halló a Lucrecia, criada de Pleberio. Pónese con ella en razones. Sentidas por Alisa, madre de Melibea, y sabido que es Celestina, hácela entrar en casa. Viene un mensajero a llamar a Alisa. Vase. Queda Celestina en casa con Melibea y le descubre la causa de su venida.


 

LUCRECIA, CELESTINA, ALISA, MELIBEA.

 

CELESTINA.-  Ahora que voy sola quiero mirar bien lo que Sempronio ha temido de este mi camino. Porque aquellas cosas que bien no son pensadas, aunque algunas veces hayan buen fin, comúnmente crían desvariados efectos. Así que la mucha especulación nunca carece de buen fruto, que, aunque yo he disimulado con él, podría ser que, si me sintiesen en estos pasos de parte de Melibea, que no pagase con pena que menor fuese que la vida, o muy amenguada quedase, cuando matar no me quisiesen, manteándome o azotándome cruelmente. ¡Pues amargas cien monedas serían éstas! ¡Ay, cuitada de mí, en qué lazo me he metido, que por me mostrar solícita y esforzada pongo mi persona al tablero! ¿Qué haré, cuitada, mezquina de mí, que ni el salir afuera es provechoso ni la perseverancia carece de peligro? Pues, ¿iré o tornarme he? ¡Oh dudosa y dura perplejidad! ¡No sé cuál escoja por más sano! ¡En el osar, manifiesto peligro; en la cobardía, denostada, perdida! ¿A dónde irá el buey que no are? Cada camino descubre sus dañosos y hondos barrancos. Si con el hurto soy tomada, nunca de muerta o encorozada falto, a bien librar. Si no voy, ¿qué dirá Sempronio? Que todas éstas eran mis fuerzas, saber y esfuerzo, ardid y ofrecimiento, astucia y solicitud. Y su amo Calisto, ¿qué dirá?, ¿qué hará?, ¿qué pensará, sino que hay nuevo engaño en mis pisadas y que yo he descubierto la celada por haber más provecho de estotra parte, como   -C IIv-   sofística prevaricadora? O si no se le ofrece pensamiento tan odioso, dará voces como loco, dirame en mi cara denuestos rabiosos. Propondrá mil inconvenientes que mi deliberación presta le puso, diciendo: «Tú, puta vieja, ¿por qué acrecentaste mis pasiones con tus promesas? Alcahueta falsa, para todo el mundo tienes pies, para mí lengua; para todos obra, para mí palabras; para todos remedio, para mí pena; para todos esfuerzo, para mí faltó; para todos luz, para mí tiniebla. Pues, vieja traidora, ¿por qué te me ofreciste? Que tu ofrecimiento me puso esperanza; la esperanza dilató mi muerte, sostuvo mi vivir, púsome título de hombre alegre. Pues no habiendo efecto, ni tú carecerás de pena ni yo de triste desesperación». ¡Pues triste yo! ¡Mal acá, mal acullá, pena en ambas partes! Cuando a los extremos falta el medio, arrimarse el hombre al más sano es discreción. Más quiero ofender a Pleberio que enojar a Calisto. Ir quiero, que mayor es la vergüenza de quedar por cobarde que la pena, cumpliendo como osada lo que prometí, pues jamás al esfuerzo desayuda la fortuna. Ya veo su puerta. En mayores afrentas me he visto. ¡Esfuerza, esfuerza, Celestina! No desmayes, que nunca faltan rogadores para mitigar las penas. Todos los agüeros se aderezan favorables o yo no sé nada de esta arte. Cuatro hombres que he topado, a los tres llaman Juanes y los dos son cornudos. La primera palabra que oí por la calle fue de achaque de amores. Nunca he tropezado como otras veces. Las piedras parece que se apartan y me hacen lugar que pase. Ni me estorban las haldas ni siento cansancio en andar. Todos me saludan. Ni perro me ha ladrado ni ave negra he visto, tordo ni cuervo ni otras nocturnas. Y lo mejor de todo es que veo a Lucrecia a la puerta de Melibea. Prima es de Elicia, no me será contraria.



LUCRECIA.-  ¿Quién es esta vieja que viene haldeando?

CELESTINA.-  Paz sea en esta casa.

LUCRECIA.-  Celestina, madre, seas bienvenida. ¿Cuál Dios te trajo por estos barrios no acostumbrados?

CELESTINA.-  Hija, mi amor, deseo de todos vosotros, traerte encomiendas de Elicia y aun ver a tus señoras, vieja y moza, que, después que me mudé al otro barrio, no han sido de mí visitadas.

LUCRECIA.-  ¿A eso sólo saliste de tu casa? Maravíllome de ti, que no es esa tu costumbre ni sueles dar paso sin provecho.

CELESTINA.-  ¿Más provecho quieres, boba, que cumplir hombre tus deseos? Y también, como a las viejas nunca nos fallecen necesidades, mayormente a mí que tengo de mantener hijas ajenas, ando a vender un poco de hilado.

LUCRECIA.-  ¡Algo es lo que yo digo! En mi seso estoy que nunca metes aguja sin sacar reja. Pero mi señora la vieja urdió una tela; tiene necesidad de ello, tú de venderlo. Entra y espera aquí, que no os desavendréis.



ALISA.-  ¿Con quién hablas, Lucrecia?

LUCRECIA.-  Señora, con aquella vieja de la cuchillada que solía vivir en las tenerías, a la cuesta del río.

ALISA.-  Ahora la conozco menos. Si tú me das a entender   -C IIIr-   lo incógnito por lo menos conocido, es coger agua en cesto.

LUCRECIA.-  ¡Jesú, señora!, más conocida es esta vieja que la ruda. No sé cómo no tienes memoria de la que empicotaron por hechicera, que vendía las mozas a los abades y descasaba mil casados.

ALISA.-  ¿Qué oficio tiene?, quizá por aquí la conoceré mejor.

LUCRECIA.-  Señora, perfuma tocas, hace solimán y otros treinta oficios. Conoce mucho en hierbas, cura niños y aun algunos la llaman la vieja lapidaria.

ALISA.-  Todo eso dicho no me la da a conocer. ¡Dime su nombre, si le sabes!

LUCRECIA.-  ¿Si lo sé, señora? No hay niño ni viejo en toda la ciudad que no le sepa, ¿habíale yo de ignorar?

ALISA.-  Pues, ¿por qué no le dices?

LUCRECIA.-  ¡He vergüenza!

ALISA.-  ¡Anda, boba, dile! No me indignes con tu tardanza.

LUCRECIA.-  Celestina, hablando con reverencia, es su nombre.

ALISA.-  ¡Ji, ji, ji! ¡Mala landre te mate! Si de risa puedo estar viendo el desamor que debes de tener a esa vieja, que su nombre has vergüenza nombrar. Ya me voy recordando de ella. ¡Una buena pieza! No me digas más. Algo me vendrá a pedir. Di que suba.

LUCRECIA.-  Sube, tía.



CELESTINA.-  Señora buena, la gracia de Dios sea contigo y con la noble hija. Mis pasiones y enfermedades han impedido mi visitar tu casa, como era razón, mas Dios conoce mis limpias entrañas, mi verdadero amor, que la distancia de las moradas no despega el amor de los corazones. Así que lo que mucho deseé, la necesidad me lo ha hecho cumplir. Con mis fortunas adversas otras, me sobrevino mengua de dinero. No supe mejor remedio que vender un poco de hilado que para unas toquillas tenía allegado. Supe de tu criada que tenías de ello necesidad. Aunque pobre y no de la merced de Dios, vesle aquí, si de ello y de mí te quieres servir.

ALISA.-  Vecina honrada, tu razón y ofrecimiento me mueven a compasión, y tanto, que quisiera cierto más hallarme en tiempo de poder cumplir tu falta que menguar tu tela. Lo dicho te agradezco. Si el hilado es tal, serte ha bien pagado.

CELESTINA.-  ¿Tal, señora? Tal sea mi vida y mi vejez y la de quien parte quisiere de mi jura. Delgado como el pelo de la cabeza, igual, recio como cuerdas de vihuela, blanco como el copo de la nieve, hilado todo por estos pulgares, aspado y aderezado. Veslo aquí en madejitas. Tres monedas me daban ayer por la onza, así goce de esta alma pecadora.

ALISA.-  Hija Melibea, quédese esta mujer honrada contigo, que ya me parece que es tarde para ir a visitar a mi hermana, su mujer de Cremes, que desde ayer no la he visto, y también que viene su paje a llamarme, que se le arreció desde un rato acá el mal.

CELESTINA.-  Por aquí anda el diablo aparejando oportunidad, arreciando el mal a la otra. ¡Ea!, buen amigo, ¡tener recio! Ahora es mi tiempo o nunca. No la dejes, llévamela de aquí a quien digo.

ALISA.-  ¿Qué dices, amiga?

CELESTINA.-  Señora, que maldito sea el diablo y mi pecado, porque en tal tiempo hubo de crecer el mal de tu hermana que no habrá para nuestro negocio oportunidad. ¿Y qué mal es el suyo?

ALISA.-  Dolor de costado, y tal que, según del mozo supe que quedaba, temo no sea mortal.   -C IIIv-   Ruega tú, vecina, por amor mío, en tus devociones, por su salud a Dios.

CELESTINA.-  Yo te prometo, señora, en yendo de aquí, me vaya por estos monasterios donde tengo frailes devotos míos, y les dé el mismo cargo que tú me das. Y demás de esto, antes que me desayune, dé cuatro vueltas a mis cuentas.

ALISA.-  Pues, Melibea, contenta a la vecina en todo lo que razón fuere darle por el hilado. Y tú, madre, perdóname, que otro día se vendrá en que más nos veamos.

CELESTINA.-  Señora, el perdón sobraría donde el yerro falta. De Dios seas perdonada, que buena compañía me queda. Dios la deje gozar su noble juventud y florida mocedad, que es tiempo en que más placeres y mayores deleites se alcanzarán. Que, a la mi fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo por venir, vecina de la muerte, choza sin rama que se llueve por cada parte, cayado de mimbre que con poca carga se doblega.

MELIBEA.-  ¿Por qué dices, madre, tanto mal de lo que todo el mundo con tanta eficacia gozar y ver desea?

CELESTINA.-  Desean harto mal para sí, desean harto trabajo. Desean llegar allá porque llegando viven y el vivir es dulce y viviendo envejecen. Así que el niño desea ser mozo y el mozo viejo y el viejo, más; aunque con dolor. Todo por vivir, porque dicen «viva la gallina con su pepita». Pero, ¿quién te podría contar, señora, sus daños, sus inconvenientes, sus fatigas, sus cuidados, sus enfermedades, su frío, su calor, su descontentamiento, su rencilla, su pesadumbre, aquel arrugar de cara, aquel mudar de cabellos su primera y fresca color, aquel poco oír, aquel debilitado ver, puestos los ojos a la sombra, aquel hundimiento de boca, aquel caer de dientes, aquel carecer de fuerza, aquel flaco andar, aquel espacioso comer? Pues ¡ay, ay, señora!, si lo dicho viene acompañado de pobreza, allí verás callar todos los otros trabajos, cuando sobra la gana y falta la provisión, que jamás sentí peor ahíto que de hambre.

MELIBEA.-  Bien conozco que hablas de la feria según te va en ella. Así que otra canción dirán los ricos.

CELESTINA.-  Señora hija, a cada cabo hay tres leguas de mal quebranto. A los ricos se les va la gloria y descanso por otros albañales de asechanzas que no se parecen ladrillados por encima con lisonjas. Aquel es rico que está bien con Dios; más segura cosa es ser menospreciado que temido. Mejor sueño duerme el pobre que no el que tiene de guardar con solicitud lo que con trabajo ganó y con dolor ha de dejar. Mi amigo no será simulado, y el del rico sí. Yo soy querida por mi persona, el rico por su hacienda. Nunca oye verdad, todos le hablan lisonjas a sabor de su paladar, todos le han envidia. Apenas hallarás un rico que no confiese que le sería mejor estar en mediano estado o en honesta pobreza. Las riquezas no hacen rico, mas ocupado; no hacen señor, mas mayordomo. Más son los poseídos de las riquezas que no los que las   -C IIIIr-   poseen. A muchos trajo la muerte, a todos quita el placer, y a las buenas costumbres ninguna cosa es más contraria. ¿No oíste decir «durmieron su sueño los varones de las riquezas y ninguna cosa hallaron en sus manos»? Cada rico tiene una docena de hijos y nietos que no rezan otra oración, no otra petición, sino rogar a Dios que le saque de medio de ellos. No ven la hora que tener a él so la tierra y lo suyo entre sus manos y darle a poca costa su morada para siempre.

MELIBEA.-  Madre, gran pena tendrás por la edad que perdiste. ¿Querrías volver a la primera?

CELESTINA.-  Loco es, señora, el caminante que, enojado del trabajo del día, quisiese volver de comienzo la jornada para tornar otra vez a aquel lugar, que todas aquellas cosas cuya posesión no es agradable, más vale poseerlas que esperarlas, porque más cerca está el fin de ellas cuanto más andado del comienzo. No hay cosa más dulce ni graciosa al muy cansado que el mesón. Así que, aunque la mocedad sea alegre, el verdadero viejo no la desea, porque el que de razón y seso carece, cuasi otra cosa no ama sino lo que perdió.

MELIBEA.-  Siquiera por vivir más, es bueno desear lo que digo.

CELESTINA.-  Tan presto, señora, se va el cordero como el carnero. Ninguno es tan viejo que no pueda vivir un año, ni tan mozo que hoy no pudiese morir. Así que en esto poca ventaja nos lleváis.

MELIBEA.-  Espantada me tienes con lo que has hablado. Indicio me dan tus razones que te haya visto en otro tiempo. Dime, madre, ¿eres tú Celestina, la que solía morar a las tenerías cabe el río?

CELESTINA.-  Hasta que Dios quiera.

MELIBEA.-  Vieja te has parado. Bien dicen que los días no van en balde. Así goce de mí, no te conociera, sino por esa señaleja de la cara. Figúraseme que eras hermosa. Otra pareces, muy mudada estás.

LUCRECIA.-  ¡Ji, ji, ji! ¡Mudada está el diablo! ¡Hermosa era con aquel su «Dios os salve» que traviesa la media cara!

MELIBEA.-  ¿Qué hablas, loca? ¿Qué es lo que dices? ¿De qué te ríes?

LUCRECIA.-  De cómo no conocías a la madre.

CELESTINA.-  Señora, ten tú el tiempo que no ande, tendré yo mi forma que no se mude. ¿No has leído que dicen «vendrá el día que en el espejo no te conozcas»? Pero también yo encanecí temprano y parezco de doblada edad. Que así goce de esta alma pecadora y tú de ese cuerpo gracioso, que de cuatro hijas que parió mi madre, yo fui la menor. Mira cómo no soy vieja como me juzgan.

MELIBEA.-  Celestina, amiga, yo he holgado mucho en verte y conocerte. También hasme dado placer con tus razones. Toma tu dinero y vete con Dios, que me parece que no debes haber comido.

CELESTINA.-  ¡Oh angélica imagen! ¡Oh perla preciosa, y cómo te lo dices! Gozo me toma en verte hablar. ¿Y no sabes que por la divina boca fue dicho contra aquel infernal tentador que no de solo pan viviremos? Pues así es, que no el solo comer mantiene, mayormente a mí, que me suelo estar uno y dos días negociando encomiendas ajenas ayuna, salvo hacer por los buenos, morir por ellos. Esto tuve siempre, querer más trabajar sirviendo a otros que holgar contentando a mí.   -C IIIIv-   Pues, si tú me das licencia, direte la necesitada causa de mi venida, que es otra que la que hasta ahora has oído, y tal, que todos perderíamos en me tornar en balde sin que la sepas.

MELIBEA.-  Di, madre, todas tus necesidades, que si yo las pudiere remediar, de muy buen grado lo haré, por el pasado conocimiento y vecindad que pone obligación a los buenos.

CELESTINA.-  ¿Mías, señora? Antes ajenas, como tengo dicho, que las mías de mi puerta adentro me las paso sin que las sienta la tierra, comiendo cuando puedo, bebiendo cuando lo tengo. Que con mi pobreza jamás me faltó, a Dios gracias, una blanca para pan y un cuarto para vino, después que enviudé, que antes no tenía yo cuidado de lo buscar, que sobrado estaba en un cuero en mi casa, y uno lleno y otro vacío. Jamás me acosté sin comer una tostada en vino y dos docenas de sorbos, por amor de la madre, tras cada sopa. Ahora, como todo cuelga de mí, en un jarrillo mal pecado me lo traen, que no caben dos azumbres. Seis veces al día tengo de salir por mi pecado, con mis canas a cuestas, a le henchir a la taberna. Mas no muera yo de muerte hasta que me vea con un cuero o tinajica de mis puertas adentro, que en mi ánima no hay otra provisión, que, como dicen, «pan y vino anda camino, que no mozo garrido». Así que, donde no hay varón, todo bien fallece. Con mal está el huso cuando la barba no anda de suso. Ha venido esto, señora, por lo que decía de las ajenas necesidades y no mías.

MELIBEA.-  Pide lo que querrás, sea para quien fuere.

CELESTINA.-  Doncella graciosa y de alto linaje, tu suave habla y alegre gesto, junto con el aparejo de liberalidad que muestras con esta pobre vieja, me dan osadía a te lo decir. Yo dejo un enfermo a la muerte, que con sola palabra de tu noble boca salida que le lleve metida en mi seno, tiene por fe que sanará, según la mucha devoción tiene en tu gentileza.

MELIBEA.-  Vieja honrada, no te entiendo, si más no declaras tu demanda. Por una parte, me alteras y provocas a enojo; por otra, me mueves a compasión. No te sabría volver respuesta conveniente, según lo poco que he sentido de tu habla. Que yo soy dichosa si de mi palabra hay necesidad para salud de algún cristiano, porque hacer beneficio es semejar a Dios, y más que el que beneficio lo recibe cuando es a persona que le merece. Y el que puede sanar al que padece, no lo haciendo, le mata. Así que no ceses tu petición por empacho ni temor.

CELESTINA.-  El temor perdí mirando, señora, tu beldad, que no puedo creer que en balde pintase Dios unos gestos más perfectos que otros, más dotados de gracias, más hermosas facciones, sino para hacerlos almacén de virtudes, de misericordia, de compasión, ministros de sus mercedes y dádivas, como a ti. Pues como todos seamos humanos, nacidos para morir, y sea cierto que no se puede decir nacido el que para sí solo nació. Porque sería semejante a los brutos animales, en los cuales aun hay algunos piadosos, como se dice del unicornio, que se humilla a cualquiera doncella. El perro, con todo su ímpetu y braveza, cuando viene   -C Vr-   a morder, si se echan en el suelo, no hace mal: esto de piedad. Pues, ¿las aves? Ninguna cosa el gallo come que no participe y llame las gallinas a comer de ello. El pelícano rompe el pecho por dar a sus hijos a comer de sus entrañas. Las cigüeñas mantienen otro tanto tiempo a sus padres viejos en el nido, cuanto ellos le dieron cebo siendo pollitos. Pues tal conocimiento dio la natura a los animales y aves, ¿por qué los hombres habemos de ser más crueles? ¿Por qué no daremos parte de nuestras gracias y personas a los prójimos, mayormente cuando están envueltos en secretas enfermedades y tales que, donde está la melecina, salió la causa de la enfermedad?

MELIBEA.-  Por Dios, sin más dilatar, me digas quién es ese doliente, que de mal tan perplejo se siente que su pasión y remedio salen de una misma fuente.

CELESTINA.-  Bien tendrás, señora, noticia en esta ciudad de un caballero mancebo, gentilhombre de clara sangre, que llaman Calisto.

MELIBEA.-  ¡Ya, ya, ya! Buena vieja, no me digas más, no pases adelante. ¿Ése es el doliente por quien has hecho tantas premisas en tu demanda?, ¿por quien has venido a buscar la muerte para ti?, ¿por quien has dado tan dañosos pasos, desvergonzada barbuda? ¿Qué siente ese perdido, que con tanta pasión vienes? De locura será su mal. ¿Qué te parece? Si me hallaras sin sospecha de ese loco, ¿con qué palabras me entrabas? No se dice en vano que el más empecible miembro del mal hombre o mujer es la lengua. ¡Quemada seas, alcahueta, falsa, hechicera, enemiga de honestad, causadora de secretos yerros! ¡Jesú, Jesú! ¡Quítamela, Lucrecia, de delante, que me fino, que no me ha dejado gota de sangre en el cuerpo! Bien se lo merece, esto y más, quien a estas tales da oídos. Por cierto, si no mirase a mi honestidad, y por no publicar su osadía de ese atrevido, yo te hiciera, malvada, que tu razón y vida acabaran en un tiempo.

CELESTINA.-  ¡En hora mala acá vine, si me falta mi conjuro! ¡Ea, pues, bien sé a quién digo! ¡Ce, hermano, que se va todo a perder!

MELIBEA.-  ¿Aun hablas entre dientes delante mí para acrecentar mi enojo y doblar tu pena? ¿Querrías condenar mi honestidad por dar vida a un loco? ¿Dejar a mí triste por alegrar a él y llevar tú el provecho de mi perdición, el galardón de mi yerro? ¿Perder y destruir la casa y la honra de mi padre por ganar la de una vieja maldita como tú? ¿Piensas que no tengo sentidas tus pisadas y entendido tu dañado mensaje? Pues yo te certifico que las albricias que de aquí saques no sean sino estorbarte de más ofender a Dios, dando fin a tus días. Respóndeme, traidora, ¿cómo osaste tanto hacer?

CELESTINA.-  Tu temor, señora, tiene ocupada mi disculpa. Mi inocencia me da osadía, tu presencia me turba en verla irada y lo que más siento y me pena es recibir enojo sin razón ninguna. Por Dios, señora, que me dejes concluir mi dicho, que ni él quedará culpado ni yo condenada, y verás cómo es todo más servicio de Dios que pasos deshonestos; más para dar salud al enfermo que para dañar la fama al médico. Si pensara, señora, que tan de ligero   -C Vv-   habías de conjeturar de lo pasado nocibles sospechas, no bastara tu licencia para me dar osadía a hablar en cosa que a Calisto ni a otro hombre tocase.

MELIBEA.-  ¡Jesú! No oiga yo mentar más ese loco, saltaparedes, fantasma de noche, luengo como cigüeña, figura de paramento mal pintado; si no, aquí me caeré muerta. ¡Éste es el que el otro día me vio y comenzó a desvariar conmigo en razones haciendo mucho del galán! Dirasle, buena vieja, que si pensó que ya era todo suyo y quedaba por él el campo, porque holgué más de consentir sus necedades que castigar su yerro, quise más dejarle por loco que publicar su atrevimiento. Pues avísale que se aparte de este propósito y serle ha sano; si no, podrá ser que no haya comprado tan cara habla en su vida. Pues sabe que no es vencido sino el que se cree serlo, y yo quedé bien segura y él ufano. De los locos es estimar a todos los otros de su calidad, y tú, tórnate con su misma razón, que respuesta de mí otra no habrás ni la esperes, que por demás es ruego a quien no puede haber misericordia, y da gracias a Dios, pues tan libre vas de esta feria. Bien me habían dicho quién tú eras y avisado de tus propiedades, aunque ahora no te conocía.

CELESTINA.-  ¡Más fuerte estaba Troya, y aun otras más bravas he yo amansado! Ninguna tempestad mucho dura.

MELIBEA.-  ¿Qué dices, enemiga? Habla, que te pueda oír. ¿Tienes disculpa alguna para satisfacer mi enojo y excusar tu yerro y osadía?

CELESTINA.-  Mientras viviere tu ira, más dañará mi descargo, que estás muy rigurosa y no me maravillo, que la sangre nueva poca calor ha menester para hervir.

MELIBEA.-  ¿Poca calor? Poca la puedes llamar, pues quedaste tú viva y yo quejosa sobre tan gran atrevimiento. ¿Qué palabra podías tú querer para ese tal hombre que a mí bien me estuviese? Responde, pues dices que no has concluido, y quizá pagarás lo pasado.

CELESTINA.-  Una oración, señora, que le dijeron que sabías de Santa Polonia para el dolor de las muelas. Asimismo tu cordón, que es fama que ha tocado todas las reliquias que hay en Roma y Jerusalén. Aquel caballero que dije pena y muere de ellas. Ésta fue mi venida. Pero, pues en mi dicha estaba tu airada respuesta, padézcase él su dolor en pago de buscar tan desdichada mensajera, que, pues en tu mucha virtud me faltó piedad, también me faltará agua si a la mar me enviara. Pero ya sabes que el deleite de la venganza dura un momento, y el de la misericordia para siempre.

MELIBEA.-  Si eso querías, ¿por qué luego no me lo expresaste? ¿Por qué me lo dijiste por tales palabras?

CELESTINA.-  Señora, porque mi limpio motivo me hizo creer que, aunque en otras cualesquier lo propusiera, no se había de sospechar mal. Que si faltó el debido preámbulo fue porque la verdad no es necesario abundar de muchas colores. Compasión de su dolor, confianza de tu magnificencia, ahogaron en mi boca al principio la expresión de la causa. Y pues conoces, señora,   -[C VIr]-   que el dolor turba, la turbación desmanda y altera la lengua, la cual había de estar siempre atada con el seso; por Dios que no me culpes. Y si el otro yerro ha hecho, no redunde en mi daño, pues no tengo otra culpa sino ser mensajera del culpado. No quiebre la soga por lo más delgado. No semejes la telaraña, que no muestra su fuerza sino contra los flacos animales. No paguen justos por pecadores. Imita la divina justicia, que dijo: «El ánima que pecare, aquella misma muera»; a la humana, que jamás condena al padre por el delito del hijo ni al hijo por el del padre. Ni es, señora, razón que su atrevimiento acarree mi perdición, aunque, según su merecimiento, no tendría en mucho que fuese él el delincuente y yo la condenada, que no es otro mi oficio sino servir a los semejantes. De esto vivo y de esto me arreo. Nunca fue mi voluntad enojar a unos por agradar a otros, aunque hayan dicho a tu merced en mi ausencia otra cosa. Al fin, señora, a la firme verdad el viento del vulgo no la empece. Una sola soy en este limpio trato. En toda la ciudad pocos tengo descontentos. Con todos cumplo, los que algo me mandan, como si tuviese veinte pies y otras tantas manos.

MELIBEA.-  No me maravillo, que un solo maestro de vicios dicen que basta para corromper un gran pueblo. Por cierto, tantos y tales loores me han dicho de tus falsas mañas que no sé si crea que pedías oración.

CELESTINA.-  Nunca yo la rece, y si la rezare no sea oída, si otra cosa de mí se saque, aunque mil tormentos me diesen.

MELIBEA.-  Mi pasada alteración me impide a reír de tu disculpa, que bien sé que ni juramento ni tormento te hará decir verdad, que no es en tu mano.

CELESTINA.-  Eres mi señora. Téngote de callar, hete yo de servir, hasme tú de mandar. Tu mala palabra será víspera de una saya.

MELIBEA.-  Bien lo has merecido.

CELESTINA.-  Si no la he ganado con la lengua, no la he perdido con la intención.

MELIBEA.-  Tanto afirmas tu ignorancia que me haces creerlo que puede ser. Quiero, pues, en tu dudosa disculpa tener la sentencia en peso y no disponer de tu demanda al sabor de ligera interpretación. No tengas en mucho ni te maravilles de mi pasado sentimiento, porque concurrieron dos cosas en tu habla, que cualquiera de ellas era bastante para me sacar de seso: nombrarme ese tu caballero que conmigo se atrevió a hablar, y también pedirme palabra sin más causa, que no se podía sospechar sino daño para mi honra. Pero, pues todo viene de buena parte, de lo pasado haya perdón, que en alguna manera es aliviado mi corazón viendo que es obra pía y santa sanar los apasionados y enfermos.

CELESTINA.-  ¡Y tal enfermo, señora! Por Dios, si bien le conocieses, no le juzgases por el que has dicho y mostrado con tu ira. En Dios y en mi alma, no tiene hiel; gracias, dos mil; en franqueza, Alejandro; en esfuerzo, Héctor; gesto de un rey; gracioso, alegre, jamás reina en él tristeza. De noble sangre, como sabes, gran justador, pues verlo armado, un San Jorge. Fuerza y esfuerzo no tuvo   -[C VIv]-   Hércules tanta. La presencia y facciones, disposición, desenvoltura, otra lengua había menester para las contar. Todo junto semeja ángel del cielo. Por fe tengo que no era tan hermoso aquel gentil Narciso que se enamoró de su propia figura cuando se vio en las aguas de la fuente. Ahora, señora, tiénele derribado una sola muela que jamás cesa de quejar.

MELIBEA.-  ¿Y qué tanto tiempo ha?

CELESTINA.-  Podrá ser, señora, de veintitrés años, que aquí está Celestina, que le vio nacer y le tomó a los pies de su madre.

MELIBEA.-  Ni te pregunto eso ni tengo necesidad de saber su edad; sino qué tanto ha que tiene el mal.

CELESTINA.-  Señora, ocho días, que parece que ha un año en su flaqueza. Y el mayor remedio que tiene es tomar una vihuela, y tañe tantas canciones y tan lastimeras que no creo que fueron otras las que compuso aquel Emperador y gran músico Adriano de la partida del ánima, por sufrir sin desmayo la ya vecina muerte. Que, aunque yo sé poco de música, parece que hace aquella vihuela hablar. Pues, si acaso canta, de mejor gana se paran las aves a le oír que no a aquel Anfión, de quien se dice que movía los árboles y piedras con su canto. Siendo éste nacido, no alabaran a Orfeo. Mira, señora, si una pobre vieja como yo, si se hallará dichosa en dar la vida a quien tales gracias tiene. Ninguna mujer lo ve que no alabe a Dios, que así lo pintó, pues, si le habla acaso, no es más señora de sí de lo que él ordena. Y pues tanta razón tengo, juzga, señora, por bueno mi propósito, mis pasos saludables y vacíos de sospecha.

MELIBEA.-  ¡Oh cuánto me pesa con la falta de mi paciencia, porque, siendo él ignorante y tú inocente, habéis padecido las alteraciones de mi airada lengua! Pero la mucha razón me releva de culpa, la cual tu habla sospechosa causó. En pago de tu buen sufrimiento, quiero cumplir tu demanda y darte luego mi cordón. Y, porque para escribir la oración no habrá tiempo sin que venga mi madre, si esto no bastare, ven mañana por ella muy secretamente.

LUCRECIA.-  ¡Ya, ya, perdida es mi ama! Secretamente quiere que venga Celestina. Fraude hay; más le querrá dar que lo dicho.

MELIBEA.-  ¿Qué dices, Lucrecia?

LUCRECIA.-  Señora, que baste lo dicho, que es tarde.

MELIBEA.-  Pues, madre, no le des parte de lo que pasó a ese caballero, por que no me tenga por cruel o arrebatada o deshonesta.

LUCRECIA.-  No miento yo, que mal va este hecho.

CELESTINA.-  Mucho me maravillo, señora Melibea, de la duda que tienes de mi secreto. No temas, que todo lo sé sufrir y encubrir, que bien veo que tu mucha sospecha echó, como suele, mis razones a la más triste parte. Yo voy con tu cordón tan alegre que se me figura que está diciéndole allá el corazón la merced que nos hiciste y que lo tengo de hallar aliviado.

MELIBEA.-  Más haré por tu doliente, si menester fuere, en pago de lo sufrido.

CELESTINA.-  Más será menester y más harás, y aunque no se te agradezca.

MELIBEA.-  ¿Qué dices, madre, de agradecer?

CELESTINA.-  Digo, señora, que todos lo agradecemos y serviremos, y todos   -[C VIIr]-   quedamos obligados. Que la paga más cierta es cuando más la tienen de cumplir.

LUCRECIA.-  ¡Trastócame esas palabras!

CELESTINA.-  ¡Hija Lucrecia! ¡Ce! Irás a casa y darte he una lejía con que pares esos cabellos más que el oro. No lo digas a tu señora, y aun darte he unos polvos para quitarte ese olor de la boca, que te huele un poco, que en el reino no lo sabe hacer otra sino yo, y no hay cosa que peor en la mujer parezca.

LUCRECIA.-  Oh, Dios te dé buena vejez, que más necesidad tenía de todo eso que de comer.

CELESTINA.-  Pues, ¿por qué murmuras contra mí, loquilla? Calla, que no sabes si me habrás menester en cosa de más importancia. No provoques a ira a tu señora más de lo que ella ha estado. Déjame ir en paz.

MELIBEA.-  ¿Qué le dices, madre?

CELESTINA.-  Señora, acá nos entendemos.

MELIBEA.-  Dímelo, que me enojo cuando yo presente se habla cosa de que no haya parte.

CELESTINA.-  Señora, que te acuerde la oración, para que la mandes escribir. Y que aprenda de mí a tener mesura en el tiempo de tu ira, en la cual yo usé lo que se dice que del airado es de apartar por poco tiempo, del enemigo por mucho. Pues tú, señora, tenías ira con lo que sospechaste de mis palabras, no enemistad. Porque, aunque fueran las que tú pensabas, en sí no eran malas, que cada día hay hombres penados por mujeres y mujeres por hombres, y esto obra la natura. Y la natura ordenola Dios, y Dios no hizo cosa mala. Y así quedaba mi demanda, comoquiera que fuese, en sí loable, pues de tal tronco procede, y yo libre de pena. Más razones de éstas te diría, sino porque la prolijidad es enojosa al que oye y dañosa al que habla.

MELIBEA.-  En todo has tenido buen tiento, así en el poco hablar en mi enojo como con el mucho sufrir.

CELESTINA.-  Señora, sufrite con temor, porque te airaste con razón. Porque con la ira morando, poder no es sino rayo. Y por esto pasé tu rigurosa habla hasta que su almacén hubiese gastado.

MELIBEA.-  En cargo te es ese caballero.

CELESTINA.-  Señora, más merece, y si algo con mi ruego para él he alcanzado, con la tardanza lo he dañado. Yo me parto para él, si licencia me das.

MELIBEA.-  Mientras más aína la hubieras pedido, más de grado la hubieras recaudado. Ve con Dios, que ni tu mensaje me ha traído provecho ni de tu ida me puede venir daño.