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Transitorio

Emilia Pardo Bazán


[Nota preliminar: edición digital a partir de la de «La Ilustración Española y Americana» núm. 25, 1912, y cotejada con la edición crítica de Juan Paredes Núñez (Cuentos completos, La Coruña, Fundación Pedro Barrié de la Maza, Conde de Fenosa, 1990, T. IV, pp. 22-25).]



Mi amigo el inglés me inspiró la humorada de pasar la Semana Santa en un pueblo. Hay que empezar por decir que en Madrid la Semana Santa es cosa sumamente aburrida, a pesar de los supuestos encantos de los claveles rojos bajo las blancas mantillas y otros toques de color local, cuya falsedad y sello postizo se advierten al punto; pero yo, con los cuarenta, me he vuelto enemigo de viajes, y estoy habituado a entretener la Semana Santa rodeado de libros y atento a la composición de las minutas de vigilia, muy regaladas, pues mi cocinera es extremada en las bisques y en el lenguado a la Chambord.

A tan sencillo programa recreativo hube de renunciar, porque Kinsly, con su genio activo y escudriñador, con su sangre siempre en ebullición, bajo la apariencia flemática de la raza, manifestó la resolución irrevocable de presenciar la Semana Santa de Alhamamora, very interesting, a su juicio. Y aquí me tienen ustedes haciendo la maleta para trasladarme a un pueblo de Andalucía, del cual apenas si en toda mi vida había oído pronunciar el nombre cuatro veces. En el vasto cementerio de los libros sí que había encontrado no escasas referencias a Alhamamora; hechos gloriosos, proezas heroicas, iban unidas al pasado de la ciudad hoy tan olvidada, perdida en hermoso rincón de la Sierra. ¡Bueno! Habría que resignarse y visitar Alhamamora; si no, Kinsly no me dejaría en paz... Los caracteres decididos influyen en los indecisos, como yo, porque los sugestionan un momento, haciéndoles creer que hay algo que vale la pena, en este mundo, de moverse, de renunciar a sus caros hábitos y a sus deliciosas comodidades... Y cuenta que no es muy corto, desde Madrid, el viaje a Alhamamora. ¡Veinte horas de tren!

Pero mi amigo, que ha dado ya dos veces la vuelta al mundo, se reía de mis exclamaciones.

¿Qué demonios me importaba? La noche en el sleeping, la tarde charlando, revisando Guías, mirando por las ventanillas el paisaje y fumando un poco, cosa que Kinsly no hace sino en España. Fuera de aquí se acabó el smoking.

Yo me explico la afición a los viajes de este inglés (por otra parte muy simpático), al notar esa rara cualidad suya, de adaptarse a los países donde se encuentra, y desmintiendo la rigidez que caprichosamente atribuimos a sus compatriotas, de impregnarse como una esponja de los hábitos, ideas y gustos de la gente que les rodea. En vez de llevarse a todos lados la tetera y la Biblia, Kinsly se divierte en hacerse, ya que no un alma, por lo menos una exterioridad exótica. Cuando entró en el departamento donde yo, resignado a beber el cáliz de la excursión, le esperaba, venía envuelto en una capita torera, bordada de trencilla, con embozos carmesíes, prenda legítima de la calle de la Cruz, y cubría su cabeza rubia -milagro que no la hubiese teñido de negro- un flexible cordobés. Viendo que me reía, y notando mi británico ulster y mi gorrilla escocesa, exclamó, en el buen español que gasta, porque es un consumado políglota:

-¡Se han trocado los papeles!

Nos alojamos en la mejor fonda de Alhamamora, lo cual equivale a decir un posadón infecto, y, apenas aseados, salimos a recorrer iglesias, que es una de las aficiones de Kinsly. Era el Miércoles Santo, y ya por la tarde habría procesión. Teníamos comprometido el mejor balcón de la fonda consabida, y, de pechos en él, vimos desfilar las hermosas imágenes, de talla los rostros y las manos, de rico tisú y terciopelo bordado de oro las vestimentas. Y Kinsly, que tiene el don de averiguar lo que no le importa miaja, me dijo, al ver pasar la efigie más bella: un San José atribuido a Montañés:

-Esta procesión es, sin duda, very interesting, y ya me felicito de haber venido: pero lo más típico es lo de mañana y lo del Viernes. Muchas de las imágenes son de carne: representan a los santos personas vivas.

-Sí, ya lo sé -respondí, pues tenía noticia de esa particularidad, que no es privativa únicamente de Alhamamora.

-Pero aquí sucede este año una cosa grave -advirtió el inglés-: se ven en un gran conflicto...

-¡Y ya se ha enterado usted! -dije riendo.

-Sí, por el sacristán de la iglesia de Gracia coeli, con el cual he conversado largo y tendido, y por dos pesetillas me ha enterado de los chismes del lugar. Figúrese usted que están en un verdadero apuro. La procesión del Viernes Santo, en que figura el Nazareno con la cruz a cuestas, sale de Gracia coeli, y el Nazareno, que es de carne y hueso, lo hace siempre un vecino de los más honrados. Según parece, en estos pueblos la idea de la honradez es especial. En nuestros aburridos centros civilizados hacemos consistir la honradez en estar a bien con la ley y los tribunales, cualquiera que sea nuestra conducta; pero aquí se tienen por honrados si practican ciertos principios de pundonor y lealtad a la palabra empeñada, aunque anden en pleito con la justicia, y ésta los busque para prenderlos. He aquí el caso del Nazareno actual. Ya no se le puede sustituir: sería hacerle una ofensa. Lo malo es que se susurra que el gobernador de la provincia enviará un piquete de la Guardia Civil, para decoro de la procesión, que es aquí la más solemne, y viene a presenciarla gente de todos los pueblos de la Sierra; ¡calcule usted la situación del Nazareno si, reconocido por los guardas y preso, acaso sin darle tiempo a quitarse su túnica morada y su peluca de bucles...! La situación -añadió Kinsly, después de una pausa- sería verdaderamente dramática y cómica a la vez, y yo he de seguir las peripecias. ¡No hay encanto como éste, amigo mío! ¡Intervenir en los asuntos de una comarca donde veinticuatro horas antes no habéis puesto los pies! ¡Figurarse que por veinticuatro horas es uno español de Alhamamora, que es serlo dos veces! ¡Que tiene uno un alma en la cual haya atavismos de frailes, santones, conquistadores y ascetas! ¡Que es uno árabe!

Vi tan entusiasmado a Kinsly, que no tuve el mal gusto de discutir su diversión. ¡Feliz quien se divierte a su manera! Y no me sorprendió nada saber que desde la mañana del Viernes Santo vivió en la sacristía de Gracia coeli, ayudando a los preparativos de la procesión; y que, en compañía del sacristán, del cual se había hecho excelente amigo, arregló los accesorios del sacro misterio representado, que iba a desfilar por las calles entapizadas de juncia.

-Creo -me secreteó a la hora del almuerzo- que tendremos Nazareno, porque, como en la capital hay temores de huelga, no quieren distraer fuerza enviándola aquí.

Por la tarde -la procesión había de salir a las tres o tres y media- acompañé a mi amigo a la sacristía de Gracia coeli. Allí estaba ya el honrado vecino a quien en el reparto correspondía el papel de Nazareno. Era un hombre como de treinta años, de hermosa faz semítica, que revelaba cierta inquietud en sus movimientos y actitudes. Conociendo sus relaciones de compadrazgo con los bandidos de la partida del célebre Mosqueta, se comprendía aquel desasosiego, aquel mirar suyo hacia la puerta incesante.

-No vienen, amigo; no tenga cuidado -repetía Kinsly-. Y ya, a tres horas, no es posible que vengan...

Vestida su túnica de color de lirio, rizada la belleza, del típico rostro de la peluca, cuyos rizos lo encuadraban, estalló la nueva:

-¡Ahí está la Guardia! ¡Ahí llega!

Dijérase que el grito y el anuncio, en vez de caer en la sacristía donde se preparaba religiosa ceremonia, había resonado en la cueva donde una partida de bandoleros se entregaba al descanso... El Nazareno, que ya afianzaba el hombro sobre el cojín interior hecho de trapos la realmente pesada cruz de madera que había de portear, con ayuda del Cirineo, lo menos dos horas, la soltó, dejándola caer estrepitosamente y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, por la puerta trasera de la sacristía, que comunicaba con un lóbrego pasadizo, salió disparado huyendo. El párroco, los curas todos, rompieron en exclamaciones de pena y susto:

-Y ahora, ¿quién hace el Nazareno? Fue entonces -me parece estarlo viendo- cuando Kinsly, sonriente, solícito, se adelantó prodigando saludos.

-Yo, si ustedes quieren, señores...

Y como el clero se consultase con la mirada, adivinó el inglés su recelo y añadió:

-Gratuitamente... Cinco duritos de limosna para el Santo Nazareno además...

Dicho y hecho... No cabía sospecha alguna y el tiempo apremiaba... Kinsly siempre chancero, profirió:

-Yo no tengo pendiente nada con la Guardia Civil... Venga al vasito de vino que iba a beberse ese buen hombre...

Apurado el vaso, entregada por adelantado la limosna, quitóse Kinsly la capa, me la confió con el sombrero, revistió la túnica, se encajó la peluca y dio a su rostro, no feo, la expresión dramática propia del caso. Diez minutos después iba por las calles de Alhamamora cargado con la cruz de madera, pero habiendo aligerado con el goce de la aventura el peso de la cruz de la vida, el tedio que acaso secretamente le devorase... Y cuando más tarde me confiaba sus impresiones, se restregaba las manos al exclamar:

-Lo más gracioso de todo..., que las gentes no conocían a su Nazareno, y murmuraban: «Pero este tío, ¿quién es?» ¡Si hubiesen sabido que era un hereje! Verdad que al ir así, con el madero a cuestas, yo me sentía católico... ¡Más católico que usted, de seguro!





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