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Tras los «Aires murcianos» de Vicente Medina

Salvador García Jiménez



VICENTE MEDINA

[Archena, 1866 - Rosario de Santa Fe, 1937)

Quienes han estudiado hasta ahora la obra de Vicente Medina suelen etiquetarlo, junto a Gabriel y Galán, con el otro 98, tal vez por su apego al habla dulce de la huerta murciana. Respecto a su relación con el grupo, aparte de vivir como soldado voluntario la experiencia de Filipinas, mereció elogios de Unamuno y Azorín. Su poema Cansera y todas las consideraciones que hace de España en su Patria chica (1920), tras la cita rotunda de Saavedra Fajardo -«Mejor es gobernar bien que ampliar el imperio»-, son un auténtico jirón de regeneracionismo. A la hora de definir el carácter de su obra aparece igualmente cierta vacilación que acaba por encasillarlo en el realismo popular, como hace Manuel Alvar. Para evitar tales reiteraciones bastaría leer su extensa producción, que el poeta editó con no pocos sacrificios.

Soberbio de la humildad, como un amigo íntimo lo calificó, publicó, además de sus poemas y teatro en dialecto panocho, veintiséis preciosos volúmenes encuadernados en badana. Editados en Rosario de Santa Fe (Argentina) desde 1919 a 1927, él lo llamó Colección de las Obras Completas. Su autobiografía se puede espigar mayormente en la introducción a La canción de la huerta (1905), en la mencionada Patria chica y en Humo (1921), que desprenden fragancias de sencillez. La Academia Alfonso X el Sabio de Murcia, además de haber publicado los más valiosos Estudios sobre Vicente Medina (1987), la edición a cargo de Mariano de Paco de su Teatro (1987) y los Aires murcianos (1985), anuncia en prensa la esperada Biografía escrita por Manuel Enrique Medina Tornero, depositario actualmente de su obra total, inédita y publicada.

Vicente Medina es el poeta de Murcia, como Salzillo su escultor. Desde su nacimiento en Archena, el 27 de octubre de 1866, hasta su muerte en Argentina, el 17 de agosto de 1957, quien tanto sufrió y gozó los caprichos de la fortuna, tuvo sueños recurrentes de convertirse en un clásico, como se lo hizo creer, entre otros, Joan Maragall.

La existencia de Medina es la de un personaje literario. Atesoró riquezas regentando un hotel de lujo en la tierra del tango, a la que se marchó como el joven Rosmann de la América de Kafka, para vivir en sus propias carnes El proceso por un desfalco en «Remonda, Monserrat & Cía.», historia que publicaron los jefes de su propia empresa. Ya en la cárcel, nada se ha escrito de ello aún, se convirtió, como Alberto Moravia en nuestros días, en un viejo verde del relato erótico. De los nueve tomos mecanografiados de este período, atribuibles a su pluma por todos los indicios, solo a tres se ha tenido acceso. Aprendiz de los oficios más modestos como Melville, escribió un libro sobre el mar, y, aunque al parecer mostrase todos los rasgos de un anarquista utópico, publicó un buen manojo de páginas sobre el comunismo. En los últimos años no ha cuajado el viaje al cementerio de la Piedad, de la ciudad argentina Rosario de Santa Fe, para traer sus restos en vuelo hasta Archena.

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Tras los aires murcianos de Vicente Medina


I

Como Vicente Medina nos permite con la lectura de su obra atravesar la Región Murciana de parte a parte, nos hemos preguntado en cien ocasiones por dónde empezar, hasta que, fatigados de trazar las rutas de sus Aires murcianos, dimos por fin con la invitación más atrayente: partir de Guardamar del Segura, en Alicante, retiro que Medina necesitaba junto a su familia, lejos de rencores producidos por sus mítines a favor del Frente Popular, para escribir con el acompañamiento del oleaje lo que concluiría en su breve estancia en Mallorca: El mar, un libro de poemas que aún permanece inédito. Porque Guardamar y Orihuela eran para él parte de Murcia: azules y verdes especialmente preferidos. Guardamar en la senectud del poeta y la música manriqueña del Segura en su desembocadura obligan a desplazarnos unos pocos kilómetros de la región para ir río arriba, tras la nostalgia y el tango de un viejo ruiseñor:


Ya cansado y agotado...
a ti llego, Guardamar...
a ti llego como el río...
Los ríos van a la mar.

Vicente Medina, ante las circunstancias políticas, tuvo que despegarse, haciéndose jirones el corazón, de la tierra a la que regresó para morir. Fatal destino el de realizar otra travesía a Argentina, donde una mañana de agosto diría adiós a la luz con sus setenta y un años deshojados. A los labios nos vienen sus versos más sobrecogedores:


Cuando mi horica me llegue
quiero morir en mi tierra,
verla al cerrarse mis ojos
y tener mi hoyico en ella.

De Guardamar vayámonos a ese humilde y risueño rosario de playas marmenorenses que él solía frecuentar:



Blanco sobre azul de añil,
pueblecitos de la mar:
La Ribera, San Javier,
San Pedro del Pinatar...

Pueblecitos de la mar:
Torrevieja, Los Alcázares...
la mar... blancos pueblecillos
entre palmeras... ¡oasis!

A escasa distancia de Cartagena, el visitante podrá entrar en el Portús, apretado racimo de casitas donde nuestro poeta vivió durante tres meses. Se trata de una ínfima playa destinada actualmente a los nudistas, como si la Plaie lascive, texto que escribió en la prisión argentina, se lo hubiese pronosticado. Del Portús trasladémonos, como él lo hacía, a Cartagena, ávido de recoger todos esos ecos de adolescencia, de poeta recién casado, de escritura febril a pesar de sus pluriempleos. La calle Mayor, que cualquier visitante termina por recorrer, nos hará experimentar la emoción de estar siendo espiados a través de miradores o celosías por testigos de su época. En la Peña del Abanico del Café de la Marina, desaparecido con la invasión del comercio bancario, el joven Medina asistía a una tertulia literaria. Probablemente tuvo también en esta calle su segunda residencia de alquilar -la primera, en la conocida y céntrica calle de San Francisco, no se ha podido tampoco identificar-, como deducimos al comprobar la dirección que nos proporciona en La canción de la huerta. Pedidos al autor: Calle Mayor, 5, 3c, desde donde saldría apresurado para pasar ante la Casa de Cervantes -tras su fachada, conservada en perfecto estado, ofrece hoy sus servicios la Caja de Ahorros del Mediterráneo- antes de penetrar en el casino, antigua propiedad de los marqueses de la Casa Tilly, buscando sus artículos repartidos por toda la prensa cartagenera. Al final del leve descenso de la calle, el Ayuntamiento, que, como el palacio de Aguirre en la calle de la Merced, encierra crepúsculos modernistas y primaveras de escayola. Frente a su puerta, la callejuela de la Subida de las Monjas; avancemos por ella hasta tropezamos a su término con otra de las huellas de Vicente Medina que ha respetado el tiempo: el rótulo IMPRENTA LA TIERRA, recordatorio de las horas que allí consumió como redactor del diario que se editaba con el mismo nombre de la imprenta. Volvamos sobre nuestros pasos, y a espaldas del Ayuntamiento, la brisa del puerto nos dará en el rostro. Cantado por Virgilio en su Eneida cuando persigue sitio ideal para el desembarco de Eneas, el puerto de Cartagena fue el más codiciado por todos los navegantes. A nuestro lado se elevará, como una ballena disecada, el monumental submarino de Isaac Peral. Detengámonos donde la mirada otoñal de un hombre que sufrió cárcel en el exilio evocaba su juventud raptada por el mar: aquí fue destinado a los veintidós años como cabo de Infantería de Marina; de aquí partió a Mahón y a Filipinas, plazas que él mismo había solicitado. Mucho más tarde, a los cuarenta y dos años, abandona nuevamente Cartagena a bordo del vapor «Sagunto» para dirigirse a Barcelona y embarcarse posteriormente a Montevideo. Próxima a nuestra parada, la calle Real nos conducirá hacia el Arsenal, en cuyas dependencias administrativas Vicente Medina trabajó de contable. La fuente de azulejería que tuvo en los años veinte se ha vuelto a reconstruir con toda fidelidad. Al reanudar el viaje por esta misma calle pronto desembocaremos en la salida hacia Murcia. El poeta, en este período crepuscular sobre todo, dejaría el mar atrás como nosotros, entre los distantes molinos cartageneros, sediento de vega murciana y tierra archenera.




II

En menos de una hora llegaremos a Murcia por la autopista que se construye, y al atravesar el puente Viejo, cerca del Ayuntamiento y la Glorieta, fácil será rastrear la memoria medinense en cuatro de sus amores: la catedral, el paseo del Malecón, el teatro Romea y la plaza de las Flores. Dejemos al margen el río Segura, que bajo la Virgen de los Peligros cruza como una serpiente, moribundo y maloliente, para pesadilla de los murcianos, catedráticos todos de ecología. Ascendiendo a la torre de la catedral, tras extasiarnos con sus nidos angélicos y todas las luces y suspiros barrocos, obtendremos el privilegio abarcador de las águilas. La ciudad, que fue calificada por Unamuno «la más huérfana de España», aún celebra sus besos milenarios del verdor y la piedra dorada. Al norte, los yesqueros de Churra, Cabezo de Torres y Monteagudo reverberan con rabiosa sed; al mediodía, la sierra de Carrascoy, con la Fuensanta y la Alberca a sus pies. Los pólenes florecen y florecen en todas direcciones con agua de las trágicas riadas.

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Teatro Romea de Murcia

Frente a su maceta de malvas -malvaseda la llamaba, por la suavidad de sus hojas-, en un atardecer argentino, el heraldo de la huerta se sentiría en la más completa soledad, porque no hay ruiseñores en América, aunque Cristóbal Colón creyera haberlos escuchado. Allí, luchando el escritor huertano como una luciérnaga por revivir el sol de Murcia, lloraría como un árbol en noche de rocío. Al pie de los Andes, hubiera querido traerse también su río:


Dulce es el agua que corre,
verde la orillica está...
Un no sé qué del Segura
tiene el río Tunuyán.

Bajando del cielo catedralicio para dar un corto paseo hasta el Malecón, comprobaremos la desaparición del bíblico palmeral que inmortalizó Vicente Medina en sus fotos iluminadas, y regresando Gran Vía abajo, torciendo a la derecha por el hotel Internacional, descubriremos la gracia recientemente restaurada del teatro Romea, donde Vicente Medina estrenó, el 10 de marzo de 1901, su drama En lo oscuro, y el 5 de abril de 1931, presidiendo la fiesta del Gay-Saber a su regreso de Argentina, pregonó su largo noviazgo con la huerta: «Y os confesaré que en este poeta que tenéis delante amasó la naturaleza un sentimental, y un fenicio, cuyos ojos, encantado ante la blancura de los azahares, sueñan con el ojo de las naranjas.» Deambulemos por el hotel Victoria, convertido en centro comercial, y a sus espaldas, avanzando hacia la cercana plaza de las Flores, pisaremos las aceras del antiguo edificio del diario Línea, que fue cuatro siglos antes residencia de la Inquisición.

Las vendedoras de una eterna primavera de invernadero nos anunciarán la llegada. Sorprendentemente, aún podremos repetir el rito de Vicente Medina y de todos los huertanos de su época que viajaban a Murcia: comprar pasteles de carne en la confitería de Bonache; seguir por Platería hacia las cuatro esquinas, y en Trapería, en sentido opuesto a la catedral, que se alza al fondo, avanzar hasta el jardín de Santo Domingo, donde oculta el cielo el mismo ficus que daba sombra al cantor de la huerta. Si fuese primavera, nos admiraríamos de cómo Murcia se abre como todos los libros del poeta: La barraca, La reina de la huerta, Murcia, la de las flores... Las cuatro estaciones y los cien sueños de Vicente Medina se nos cruzan en Murcia entre aquellas cuatro esquinas.




III

Antes de dirigirnos a Archena, la patria chica del poeta, iniciemos un breve periplo por el cinturón verdeante de Murcia, saliendo de ella por la carretera de Madrid hacia Espinardo, cuyos arrabales, por exhibir el polvo como fruto exclusivo, se han convertido en el brazo industrial de la ciudad. Observará el visitante a su salida que casi todas las avenidas murcianas se han plantado de moreras, el árbol mítico del gusano de la seda, símbolo de resurrecciones y primaveras. Al tomar el desvío hacia Madrid, rebasados el barrio de San Basilio y la Escuela de Maestría Industrial, tendremos que imaginarnos cómo fue el Huerto de las Bombas, abatido hoy por las empresas constructoras, cuyo descomunal escudo, con salvajes labrados en piedra del siglo XVI, ya se contemplaría trasplantado en el paseo del Malecón murciano. En Espinardo, famoso por su pimentón de color cinabrio, nos deslumbrará una gallarda torre del XVI, la del palacio marquesal de los Vélez, donde Polo de Medina mantuvo las disertas Academias de Jardín. Hoy alberga a monjas y estudiantes del colegio de la Consolación. Los huertos vecinos de Guadalupe queman al sol su incensario de azahar. Enseguida, La Ñora, coronada de cerros ocres y pelados, arrodillada ante el monasterio de los Jerónimos, cuya silueta le trae cierto aire a El Escorial. Fundado en 1579, el exterior es de una severa sobriedad, pero el recargamiento irrumpe en el patio y en la decoración del templo.

En La Ñora -deformación de noria por el dialecto-, el atractivo mayor es el azud que apadrina el lugar y da nombre a los pimientos de bola. La gigantesca rueda eleva el agua de la Aljufía en cangilones, sustentándose en un arco de ladrillo con dibujo gótico. Este famoso artificio de 1396, que se nos volverá a repetir junto al Museo de la Huerta de Alcantarilla, es la clave de la vega, donde el agua, en juego infatigable, se entrega a su parlería. Medina la inmovilizó en su laboratorio fotográfico y la redujo a juguete en sus hojas de libreta para ilustrar crueldades de la chiquillería:


Poquicas comparanzas
hallara pa mi vida, como aquella:
una ñorica hicieron los zagales
en el mismo quijero de la cieca,
       y a un pajarico de esos,
alegría y encanto de la huerta,
       a estilo de una Mula
lo engancharon a ella.

A orillas de las arboledas que se extienden hacia Javalí Viejo, entre los jazmineros que aún trepan a los balcones e hicieron perfumista a nuestro escritor, descubriremos la antigua Fábrica de la Pólvora, que el Estado adquirió en 1747 para que cobijara en 1802 el Arma de Artillería. En estos parajes, sus Aires murcianos deshojaron los crisantemos de la elegía. Y a los cuatro vientos, aldeas y caseríos que, con el misticismo de sus nombres árabes, nos devuelven la paz perdida. Sobre ellos, la algarabía de los gorriones nos traerá a la memoria una muestra del pasajero sarampión becqueriano que padeció Vicente Medina:


¡En el fondo de los valles y en los altos de las lomas,
de flor llenos,
ostentaban su blancura,
como galas virginales de la tierra, los almendros!

Javalí Viejo y Javalí Nuevo, cortados por el alfanje del río, nos traen por el margen derecho las cigarras de Alcantarilla, donde el escritor Pedro Jara Carrillo tiene sombra de mármol, y rótulo de calle el beato franciscano Andrés Himbernón, del que cuentan las hagiografías que se desgastaba el hábito volando en sus levitaciones por el monte jumillano de Santa Ana. Sobre la acequia de la Barrera, otra ñora refresca la mirada, y a veinte pasos de ella, el Museo de la Huerta, homenaje, sin ninguna placa que lo afirme, más hondo al medinismo. Todo cuanto en este paraíso nombrara el hijo de Juan de Dios «el de los romances» se encuentra embalsamado bajo la luz hiriente: telares de seda, refajos, cetras, cántaras, lebrillos, papel de leja..., y la barraca, nido del poeta que fue construido también en Argentina, como si solo en ella recibiera calor su corazón:


A la orillica del río
y mirándose en el agua,
está como satisfecha
y orgulloso mi barraca...
...
Yo no envidio los palacios
que en las ciudades levantan,
que en ellos, con ser tan grandes,
el corazón se me aplana.
Y, en cambio, en mi barraquica,
que es tan pequeña, se ensancha.

Regresando a Murcia tras este corto paseo por la carretera de Granada, a medio kilómetro después de Alcantarilla, podremos desviarnos a mano izquierda por sus pedanías -La Raya, Rincón de Beniscornia y Rincón de Seca- para gozar de los escenarios que Vicente Medina empleaba en ¡Lorenzo!, La sombra del hijo o El alma del molino, dramas que se abren con una común advertencia: «La escena en la Vega de Murcia.» Internándose el viajero en la espesura de melocotoneros y naranjos, podrá imaginar a Vicente Medina ante las acequias, los parrales de sombra, los gatos y pollos sueltos, escribiendo con la misma facilidad con que vuelan los vencejos.

Antes de volver a tomar por el Rincón de Seca la carretera de entrada a Murcia que habíamos abandonado, digamos que en él reside la más famosa campana de auroros de la región, perteneciente por la historia a la Hermandad de la Virgen del Rosario de la Aurora. Esta cuadrilla de músicos cantores suele salir los sábados y algunos días de precepto, aunque en tiempo de nuestro escritor lo hiciera desde las doce de la noche hasta las seis de la madrugada. Vicente Medina, que abundó en ir tras ellos en la mocedad, nos deja en Patria chica su mejor retrato:

El eremitorio de los campos es honestísimo, se llama Casa de la Virgen... Los cánticos de sus auroras melancólicos, piadosos, hacen manar en la dureza del espíritu, las aguas puras de la fe sencilla.



Alejémonos de Murcia por la carretera de Espinardo que ya conocemos. Nada más rebasarlo se nos anunciará el campus universitario. A continuación, la industrial Molina del Segura y, a doce kilómetros, Archena.




IV

En Archena, el viajero pronto leerá, a unos cien metros de la iglesia, en la plaza del Príncipe, casa número 9, la placa que conmemora pegada a su pared el nacimiento del poeta. Partiendo del tiempo grabado en la piedra, dejándonos guiar por el callejero que se menciona en Mi pueblecico, uno de los poemas de ¡Allá lejicos!..., tropezaremos con su imagen en bronce frente a las flores del jardín de Villarrías. Tras la despedida, dirijámonos hacia el encantador balneario donde nuestro poeta pregonaba con voz infantil periódicos y libros antes de recorrer, como un personaje de Dickens, los oficios más humildes. Los colores resplandecientes de estos parajes nos invitan a mencionar a Inocencio Medina Vera, que cantaba con sus pinceles el costumbrismo huertano con la misma ternura e inspiración que su primo Vicente Medina. Los dos emigrarían a América como almas gemelas, ansiosos de laurel y de fortuna; pero el pintor moriría en la pobreza.

El visitante ha de iniciar a pie la subida al cerro de los Intes, y allí hallará, en ruinas, la finca que mandó construir el poeta con el dinero que le producían las tierras que cultivó al pie de los Andes, antes de venderlas a una compañía de ferrocarril. La llamaba «Jeja», nombre con que se conocen en Archena las plantas que ocupaban el cabezo, y desde ella se obtienen las vistas más privilegiadas de toda la vega del río. Regresemos a continuación a orillas de la carretera, y en dirección hacia Ceutí, antes de llegar a Los Torraos, se nos presentará la posibilidad de dar el mismo paseo de Vicente Medina: unos tres kilómetros y medio desde la ribera del río Segura hasta el río Muerto. Con los sones del agua, de los chopos, nos llevaremos de Archena recuerdos inolvidables.

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Emprendamos ahora viaje a la región serrana del noroeste por la carretera de Mula, rastreando, gracias a lo que se nos cuenta en Patria chica, las huellas de nuestro aprendiz de escritor:

Yo acompañaba a mi padre en sus correrías por tos pueblos a vender calendarios zaragozanos y romances. Íbamos a pie, desde Archena, a Mula, Bullas, Cehegín, Caravaca y Moratalla.



En las posadas de estos pueblos, frente al fuego de sarmientos, su padre leía los romances como un juglar, para después venderlos impresos al auditorio. Si les sorprendía la noche muy lejos de las posadas, dormían bajo las estrellas. Dichos romances sembraron simiente de poesía en el corazón del niño.

En Mula destaca su castillo, restaurado recientemente, desde el que Vicente gustaba de contemplar su amada vega. Cerca, los Baños de Mula, famosos por el pajar de amor que el pueblo ha hecho de ellos. Refajos y cerámicas pregonan la procedencia morisca de sus manos artesanas. La plaza de Mula fue otro de esos muchos poemas que Vicente Medina escribió como El Tostado.

En Bullas apenas hay que detenerse. Solo para comprar lo mismo que los vendedores de romances (Los doce pares de Francia, Lisardo el Estudiante, Diego Corrientes): vino del Carrascalejo y las exquisitas torrijas de secreta fórmula en la confitería de la plaza del Ayuntamiento. Importancia, desconocida hoy, tuvo hace veinte años su cementerio romántico del siglo XIX, con el que más de un director de teatro soñó para representar el Tenorio.

La ascensión a Cehegín por sus calles colgadas regalará al amante de la fotografía sus mejores tesoros de luz. Y ya en la cima, junto a la iglesia de la Magdalena, del siglo XV, nos asombraremos de cómo su barrio morisco del Puntarrón se precipita en cascada de tejados y calles hasta el río Argos. Cehegín es un nido de escudos heráldicos, donde uno puede sentir la nostalgia del alpargatero que hoy es solo estatua de hierro al borde de la carretera, o de los peros que se metían en las arcas para perfumar las ropas. El pero de Cehegín, novio de la manzana, habiendo hecho mejor propaganda que sus mármoles, sucumbió a favor del melocotón y el albaricoque, exigidos por las fábricas de conserva.

De Caravaca de la Cruz, Vicente Medina, en un poema de senectud propenso a la ingenuidad, publicado en su último libro, Belén de pastores, describe el milagro de la aparición de su Vera Cruz al Padre cautivo Chirinos en la misa celebrada ante el rey moro y su corte -toda Caravaca gira en torno a este hecho en su fiesta de Moros y Cristianos, que renace cada primera semana de mayo-. He aquí dos estrofas:



Parece que Caravaca
debió la CARCA llamarse...
Puede ser que Moratalla
no tuviera nombre antes.

Lo cierto es que viene bien
de la reina el «¡Cara vaca!»
y el «mórate allá» del rey...
Moratalla.

Por entre las almenas de su castillo, que guarda la cruz de dos brazos, podremos apreciar el apiñamiento del barrio medieval en sus laderas, los conventos de carmelitas que trajeron a San Juan de la Cruz desde Andalucía en siete ocasiones, el templete con escudos de Carlos III para bañar su cruz al final de la calle de la Corredera, cerca de la magnífica escultura que Pi Belda hizo del patrón de los poetas.

Moratalla, en la última parada de esta ruta, nos recibirá como Cehegín y Mula, desparramada sobre un montículo, orgullosa de 961 kilómetros cuadrados de comarca que van a morir por la carretera de Granada en los Revolcadores, el pico que proclama la máxima altitud de la región, con sus 2.001 metros. Estas tierras de cazadores, de panoramas inéditos, como el Campo de San Juan, el Sabinar o Cañada de la Cruz, lo mismo abren la flor de sus almendros que cierran con nieve sus entradas. Tras el silencio de tal blancura, por sierra de Segura, en el nacimiento de nuestro río se refleja un sol en el ocaso.







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