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- II -

Efecto de los reglamentos que determinan el modo de producción


Cuando los gobiernos han tratado de las operaciones de la industria agrícola, ha sido casi siempre favorable su intervención. La imposibilidad de dirigir las diversas operaciones de la agricultura; la multitud de gentes que ocupa muchas veces aisladamente en toda la extensión de un territorio y en un gran número de empresas separadas, desde las grandes casas de labor hasta las huertas de los más miserables aldeanos; el poco valor de sus productos con respecto a su volumen: todas estas circunstancias, de que no se puede prescindir por la naturaleza misma de la agricultura, han imposibilitado felizmente los reglamentos que hubieran puesto trabas a esta clase de industria. Los gobiernos animados del amor del bien público han debido en consecuencia limitarse a distribuir premios y estímulos, y a difundir instrucciones que muchas veces han contribuido eficacísimamente a los progresos de este arte. La escuela veterinaria de Alfort, la hacienda experimental de Rambullet, y la introducción de los merinos son para la agricultura francesa verdaderos beneficios cuya extensión y perfección le han sido proporcionadas por la solicitud de las diversas administraciones que han gobernado la Francia en medio de las borrascas políticas.

El gobierno que se desvela en conservar las comunicaciones; que protege las cosechas, y castiga las negligencias culpables, como la de no descocar los árboles, produce un bien análogo al que hace con la conservación del orden y de las propiedades que son tan favorables, o por mejor decir tan indispensables para la producción159.

Las ordenanzas de Francia sobre plantíos y cortas de montes, las cuales son quizá indispensables (a lo menos en muchas de las disposiciones que contienen) para la conservación de esta especie de producto, parece que bajo otros aspectos establecen una sujeción capaz de introducir el desaliento en este género de cultivo, que conviene especialmente en ciertos terrenos como son los sitios montuosos; que es necesario para tener lluvias suficientes; y que sin embargo decae de día en día.

Pero ninguna industria ha siclo tan vejada, en cuanto a sus operaciones, por la manía reglamentaria, como la que se emplea en las fábricas.

Se han hecho muchos reglamentos con el objeto de reducir el número de los productores, ya fijándole de oficio y ya exigiendo de ellos ciertas condiciones para ejercer su industria. Este es el origen de las veedurías, de las maestrías, y de los gremios de artes y oficios. Cualquiera que sea el medio que se emplee, el efecto es el mismo; y así se establece a expensas del consumidor una especie de monopolio u de privilegio exclusivo cuya ganancia reparten entre sí los productores privilegiados, los cuales pueden acordar con mucha facilidad medidas favorables a sus intereses, porque tienen juntas legales, síndicos y otros dependientes. En esta especie de reuniones se llama prosperidad del comercio y ventaja del Estado, la prosperidad y ventaja de la corporación; y en lo que menos se piensa en ellas es en examinar si las ganancias que se esperan son el resultado de una producción verdadera, o sólo un dinero que muda de bolsillo, y pasa de los consumidores a los productores privilegiados.

Este es el motivo porque los que ejercen una profesión cualquiera que sea, se sienten naturalmente inclinados a solicitar reglamentos por parte de la autoridad pública; y como ésta encuentra siempre en semejantes solicitudes la ocasión de sacar dinero, se halla muy dispuesta a despacharles favorablemente.

Por otra parte, los reglamentos lisonjean el amor propio de los que mandan; les dan cierta exterioridad de sabiduría y prudencia, y confirman su autoridad, que parece tanto más indispensable cuanto mayor es la frecuencia con que se ejerce. Por eso no hay quizá un solo país en Europa donde tenga el hombre la libertad de disponer de su industria y de sus capitales del modo que más le convenga; y en la mayor parte ni aun la de mudar de sitio y de profesión cuando le agrade. No basta tener voluntad y talento para ser fabricante o mercader de telas de lana o de seda, de quincalla o de licores, sino que además es necesario haber ganado la maestría o carta de examen, y estar incorporado en un gremio160.

Las maestrías son además un medio de ejercer la policía, no aquella policía favorable a la seguridad de los particulares y del público, y que se puede desempeñar siempre a poca costa y sin vejaciones, sino de aquella otra que emplean los malos gobiernos, sin detenerse en gastos, a fin de conservar y extender su autoridad. Por medio de favores honoríficos o pecuniarios dispone el gobierno de los jefes que da a la corporación de los maestros. Lisonjeados estos jefes o síndicos con el poder y las distinciones anejas a su grado, procuran merecerlas mostrándose condescendientes con el gobierno; son sus intérpretes para con las personas de su profesión, le designan las que son temibles por su firmeza, y aquellas que se prestan fácilmente a cuanto se quiere; se da a todo esto el colorido de bien general; y en los discursos de oficio u en los que se dirigen al público se insertan razones bastante plausibles para mantener unas restricciones contrarias a la libertad, o para establecer otras nuevas, porque no hay pleito, por malo que sea, en que no se pueda alegar alguna razón favorable.

La principal ventaja, y la que se cita con más confianza, es la de proporcionar al consumidor productos ejecutados con mayor perfección; garantía que favorece al comercio nacional, y asegura la continuación del favor de los extranjeros.

¿Pero se consigue esta ventaja por medio de las maestrías? ¿Son estas una garantía suficiente de que el gremio se compone no sólo de hombres de bien, sino tan delicados como deberían serlo para no engañar jamás a sus conciudadanos ni al extranjero?

Dícese que las maestrías facilitan la ejecución de los reglamentos que comprueban y certifican la buena calidad de los productos; pero aun con las tales maestrías, ¿no son ilusorias estas comprobaciones y certificados? y en caso de que sean absolutamente necesarias ¿no hay ningún otro medio más sencillo para conseguirlo?

La larga duración del aprendizaje no asegura mejor la perfección del trabajo. La aptitud del obrero, y un salario proporcionado al mérito, de su producto son las únicas cosas que aseguran eficazmente esta perfección. «No hay profesión mecánica, dice Smiht, cuyas operaciones no puedan enseñarse en pocas semanas, y para algunas de las más comunes hasta un corto número de días. Es verdad que la destreza de manos no se puede adquirir sino a fuerza de ejercicio; ¿pero no se adquiriría más pronto esta práctica, si en vez de emplearse un joven en trabajar como aprendiz, esto es, por fuerza, desidiosamente y si interés se le pagase según el mérito y la cantidad de su obra, quedando él con la obligación de reembolsar al maestro los materiales que echase a perder por inexperiencia o poca maña?161». Empezando el aprendizaje un año después, y dedicando este año a las escuelas de enseñanza mutua, con dificultad se me hará creer que los productos fuesen menos perfectos; y seguramente la clase trabajadora sería menos grosera.

Si los aprendizajes fuesen un medio de obtener productos más perfectos, los productos de España valdrían tanto como los de Inglaterra. Desde la abolición de las maestrías y de los aprendizajes forzados llegó la Francia a un estado de perfección de que estaba muy lejos antes de esta época.

Entre todas las artes mecánicas es quizá la más difícil la del jardinero y labrador, y es la única que se permite ejercer sin aprendizaje. ¿Se cogen por eso frutas menos hermosas y legumbres menos abundantes? Si hubiese medio de formar una corporación de cultivadores, pronto se nos hubiera persuadido que es imposible tener buenos cogollos de lechuga ni sabrosos melocotones, sin una multitud de reglamentos compuestos de muchos centenares de artículos.

En fin, esos reglamentos, aun suponiendolos útiles, son ilusorios una vez que se puedan eludir, y no hay ciudad de fábricas donde se consiga con dinero la dispensa de todo género de pruebas; de modo que no solamente vienen a ser estas una garantía inútil, sino una ocasión de connivencias e injusticias: lo cual es odioso.

Los que sostienen el sistema reglamentario citan en apoyo de su opinión, la prosperidad de las fábricas de Inglaterra donde es bien notorio que hay muchas trabas para el ejercicio de la industria fabril; pero desconocen las verdaderas causas de esta prosperidad. Las causas de la prosperidad de la industria en la gran Bretaña, dice Smith162, «son la libertad de comercio, que a pesar de nuestras restricciones, es sin embargo igual y quizá superior a la que se goza en cualquier otro país del mundo: la facultad de exportar sin derechos, casi todos los productos de la industria doméstica, sea el que fuere su destino; y lo que es aun más importantes, la libertad ilimitada de transportarlas de uno a otro extremo del reino, sin tener que dar cuenta a nadie, y sin estar expuesto en ninguna oficina a la menor visita, a la más leve pregunta, &c.». Añádase a esto el respeto inviolable de todas las propiedades, ya sea por parte de todos los agentes del gobierno sin excepción, ya de los particulares los capitales inmensos acumulados con el trabajo y la economía; en fin el hábito inculcado desde la infancia de hacer todas las cosas con cuidado y discernimiento, y se tendrá una explicación suficiente de la prosperidad fabril de Inglaterra.

Las personas que citan a esta nación para justificar las cadenas con que quisieran oprimir la industria, ignoran que las ciudades de Inglaterra donde la industria es más floreciente, y donde las fábricas de aquel país han llegado a un grado muy alto de esplendor, son precisamente aquellas que no tienen gremios de oficios163, como Manchester, Birmingham y Liverpool, que dos siglos ha no eran más que unas aldeas, y ahora ocupan el primer lugar después de Londres, siendo muy superiores a York, Cantorbery, y aun a Bristol, ciudades antiguas, favorecidas, y capitales de las principales provincias, pero cuya industria estaba sujeta a trabas góticas.

«La ciudad y la parroquia de Halifax, dice un autor inglés reputado por hombre de mucha instrucción en las cosas de su país164, han cuadruplicado, de cuarenta años a esta parte, el número de habitantes y muchas ciudades sujetas a las corporaciones han experimentado una diminución visible. Las casas situadas en el recinto, de la ciudad de Londres se alquilan mal, al paso que Westminster, Southwark y los demás arrabales adquieren un acrecentamiento con tino, porque estos son libres, y la ciudad tiene noventa y dos compañías exclusivas de todas clases, cuyos miembros concurren todos los años a aumentar la pompa de la marcha triunfal del Lord-Corregidor».

Es bien notoria la prodigiosa actividad de las fábricas de algunos arrabales de París, y principalmente del de S. Antonio, donde la industria gozaba de muchas franquicias. Algún producto, hay que sólo se sabía fabricar allí. ¿Cómo sucedía pues que en aquellos parajes se mostraba más habilidad, sin aprendices ni oficiales, que en el resto de la ciudad donde estaban en observancia esas reglas que se trata de pintarnos como tan esenciales? Porque no hay maestro más hábil que el interés privado.

Algunos ejemplos darán a entender mejor que los raciocinios cuán contrarias son a los progresos de la industria las corporaciones y las maestrías.

Argand, inventor de los velones de doble corriente de aire, descubrimiento que ha aumentado más de un triplo la cantidad de luz artificial de que podemos gozar por el mismo precio, fue perseguido ante el Parlamento por el gremio de hojalateros, cerrajeros, herreros de corte, y herradores de por mayor, los cuales reclamaban el privilegio exclusivo de hacer velones y candiles165.

Lenoir, hábil constructor de instrumentos de física y matemáticas en París, tenía un hornillito, para sacar el modelo de los metales de que se servía; y fueron a demolerle los síndicos mismos del gremio de fundidores, de modo que el artista se vio obligado, a recurrir al Rey para conservarle, lo que consiguió como una gracia.

La fabricación de los palastros barnizados estuvo desterrada de Francia hasta la revolución, porque pide obreros y herramientas que pertenecen a diferentes profesiones, y no se podía ejercer sin estar agregado a muchos gremios. Se llenaría un volumen con las vejaciones que en perjuicio de los esfuerzos personales se han cometido en la sola ciudad de París por efectos del sistema reglamentario; y se llenaría otro con las ventajas que han resultado de haberse destruido estas trabas a consecuencia de la revolución.

Así como un arrabal prospera al lado de una ciudad de gremios, y así como una ciudad libre de trabas prospera en medio de un país donde el gobierno se mezcla en todo, de la misma manera una nación donde la industria estuviese desembarazada de todo obstáculo prosperaría en medio de otras naciones reglamentadas. Siempre que ha habido una garantía contra las vejaciones de los grandes, contra el intrincado laberinto de la injusticia y contra las violencias de los ladrones, las que siempre han prosperado más han sido aquellas en que ha habido menos formalidades que observar. Sully, que pasó la vida en estudiar y en poner en práctica los medios propios para que floreciese la Francia, era del mismo dictamen, y miraba166 la multiplicidad de edictos y ordenanzas como un obstáculo directo para la prosperidad del estado167.

Se dirá que si fuesen libres todas las profesiones, quedarían arruinados por la concurrencia un gran número de los que las abrazasen. Podría suceder esto alguna vez aunque es poco probable que se precipitasen muchos competidores en una carrera que les ofreciese cortas ganancias; pero aun cuando esta desgracia sucediese de tiempo en tiempo, sería el mal mucho menor que el de sostener de un modo permanente el precio de los productos a una tasa que perjudica a su consumo, y empobrece, con respecto a los mismos productos, al total de les consumidores.

Si los principios de una sana política condenan los actos del gobierno que limitan la facultad que debe tener todo hombre para disponer libremente de sus talentos y de sus facultades, es aun más difícil justificar semejantes medidas consultando los principios del derecho natural. «El patrimonio del pobre, dice el autor de la Riqueza de las naciones, consiste enteramente en la fuerza y destreza de sus dedos. No dejarle la libre disposición de esta fuerza y destreza, siempre que no las emplee en perjuicio de los demás hombres, es atentar contra la propiedad más indisputable».

Sin embargo como es también de derecho natural que se sujete a reglas la industria que sin ellas pudiera llegar a ser perjudicial a los demás ciudadanos, se obliga muy justamente a los médicos, cirujanos y boticarios a sufrir exámenes que acrediten su idoneidad. La vida de sus conciudadanos depende de sus conocimientos, y se puede exigir que estos se hagan constar; pero, no parece que deba fijarse el número de los profesores, ni el modo con que deben instruirse. La sociedad tiene interés en asegurarse de su aptitud, y nada más.

Por la misma razón son buenos y útiles los reglamentos, cuando en vez de determinar la naturaleza de los productos y los métodos de su fabricación, se limitan a precaver un fraude o una práctica que perjudica evidentemente a otras producciones o a la seguridad pública.

No conviene que un fabricante pueda anunciar en su marca una calidad superior a la que ha fabricado. Su fidelidad interesa al consumidor indígena a quien debe proteger el gobierno, o interesa igualmente al comercio que hace fuera de su país, porque el extranjero cesa muy pronto de dirigirse a la nación que le engaña.

Adviértase que no es este el caso de aplicar el interés personal del fabricante como la mejor garantía; porque hallándose en vísperas de dejar su profesión, puede querer aumentar sus ganancias a costa de la buena fe, y sacrificar lo por venir de que ya no necesita, a lo presente, de que goza todavía. De este modo perdieron toda su estimación en el comercio de Levante desde el año 1783 las fábricas francesas de paños, y fueron preferidas las alemanas e inglesas168.

Aun hay más. El sólo nombre de la tela, y aun el de la ciudad en que se fabricó, equivale frecuentemente a la marca. Se sabe por larga experiencia que las telas que vienen de tal parte tienen tal ancho, como también cuál es el número de hilos de la urdimbre. Fabricar en la misma ciudad una tela del mismo nombre, y apartarse del uso recibido, es ponerle una marca falsa.

Esto basta, a mi juicio, para indicar hasta donde puede extenderse la intervención útil del gobierno, el cual debe reducirse a certificar la verdad de la marca, y por lo demás no se mezclará absolutamente en la producción. Quisiera yo que no se perdiese de vista que esta intervención, aun siendo útil, es un mal169: en primer lugar, porque veja y atormenta a los particulares, y en segundo porque es costosa al contribuyente cuando la intervención del gobierno es gratuita, esto es, cuando se ejecuta a expensas del tesoro público, y al consumidor cuando se cobran anticipadamente los gastos de ella por medio de un impuesto sobre mercancía; porque el efecto de este impuesto es encarecerla, y el encarecimiento es una nueva carga para el consumidor indígena, y un motivo de exclusión para el extranjero.

Si la intervención del gobierno es un mal, todo buen gobierno usará de ella lo menos que pueda. Así, no garantirá la calidad de aquellas mercancías en que él mismo pudiera ser engañado más fácilmente que el comprador, ni tampoco aquellas cuya calidad no puede ser comprobada por sus agentes, porque todo gobierno tiene la desgracia de haber de contar siempre con la negligencia, incapacidad y culpables condescendencias de ellos; pero admitirá, por ejemplo, el contraste del oro y de la plata; pues que la ley de estos metales no podría comprobarse sino for medio de una operación química muy complicada, que la mayor parte de los compradores no son capaces de ejecutar, y que aun cuando llegasen a conseguirlo, les costaría más de lo que pagan al gobierno por ejecutarla en lugar de ellos.

Cuando un particular inventa en Inglaterra un producto nuevo, u descubre un método desconocido, obtiene un privilegio exclusivo para fabricar este producto, u para servirse de este método, que es lo que llamamos nosotros patente de invención.

Como no tiene entonces competidores en esta especie de producción, puede durante el tiempo del privilegio aumentar el precio de ella más de lo necesario para reembolsarse de sus anticipaciones con los intereses, y para pagar las ganancias de su industria. Es esta una recompensa que concede el gobierno a expensas de los consumidores del nuevo producto; y en un país tan prodigiosamente productivo como Inglaterra, donde por consecuencia hay muchas gentes acaudaladas que están en observación de cuanto puede proporcionarles algún nuevo goce, suele ser muy considerable esta recompensa.

Hace algunos años que inventó un inglés cierto resorte de figura espiral, que colocado entre las sopandas de los coches, suavizaba extraordinariamente sus movimientos. Un privilegio exclusivo en un objeto tan tenue bastó para enriquecer a este individuo.

¿Quién podría quejarse con razón de semejante privilegio, que ni destruye ni coarta ningún género de industria anteriormente conocida; y cuyos gastos son pagados por los que buenamente lo quieren? Los que no tienen por conveniente pagarlos, satisfacen sus necesidades precisas y las de comodidad y recreo del mismo modo que antes de la invención.

Sin embargo como todo gobierno debe hacer continuos esfuerzos para mejorar la suerte de su país, no puede privar para siempre a los demás productores de la facultad de dedicar una parte de sus capitales y de su industria a esta producción, que podían inventar ellos mismos en lo sucesivo; ni privar por mucho tiempo a los consumidores de la ventaja de adquirirla al precio a que puede bajar por efecto de la concurrencia.

Las naciones extranjeras, sobre las cuales no tiene poder alguno, admitirían sin restricción este ramo de industria, y de este modo serían más favorecidas que la nación en que hubiese tenido origen.

Los ingleses, que han sido imitados en esto por la Francia170, han establecido con mucho juicio que semejantes privilegios no duren más que cierto número de años, al cabo de los cuales se pone a disposición de todos la fabricación de la mercancía que fue objeto del privilegio.

Cuando el método privilegiado es de tal naturaleza que pueda permanecer oculto, ordena el mismo privilegio que se haga público luego que espire el término de la concesión. El productor privilegiado (que en este caso parece no tiene necesidad alguna de privilegio) logra con él la ventaja de que si cualquiera otra persona llegase a descubrir el método secreto no podría hacer uso de él hasta que esperase el término del privilegio.

No es necesario que la autoridad pública discuta la utilidad del método u su novedad; porque si no es útil, el mal será para el inventor, y si no es nuevo, todos tienen derecho para probar que ya era conocido, y se usaba de él con plena libertad; y también, en este caso es el daño para el inventor, que pagó inútilmente los gastos del privilegio de invención.

No se perjudica pues al público con este género de estímulo, antes bien pueden resultarle de él grandes ventajas.

Las reflexiones precedentes acerca de los reglamentos que tienen relación con la naturaleza de los productos o con los medios que se emplean para producir no han podido abrazar la totalidad de las medidas de esta clase adoptadas en todos los países civilizados, y aun cuando yo las hubiera examinado todas, el examen habría sido incompleto el día siguiente, porque los nuevos reglamentos se suceden con muy poca interrupción. Lo que importaba era restablecer los principios por los cuales se pueden preveer sus efectos.

Creo sin embargo que debo detenerme todavía en tratar de dos géneros de comercio que han dado motivo a muchos reglamentos; y ésta será la materia de dos párrafos particulares.




- III -

De las compañías privilegiadas


El gobierno concede algunas veces a particulares, pero con más frecuencia a compañías de comercio, el derecho exclusivo de comprar y vender ciertos géneros, como el tabaco, por ejemplo; o de traficar con cierta región, como la India.

Hallándose separados los competidores por la fuerza del gobierno, los comerciantes privilegiados suben sus precios sobre la tasa que establecería el libre comercio. Algunas veces determina el gobierno mismo esta tasa, poniendo así límites al favor que concede a los productores y a la injusticia que comete con los consumidores. Otras veces no disminuye sus precios la compañía privilegiada sino cuando los perjuicios que le causa la reducción en la cantidad de las ventas son mayores que las ganancias que le resultan del alto precio de las mercancías. En ambos casos, el consumidor paga el género más caro de lo que vale, y comúnmente se reserva el gobierno una parte de las ganancias de este monopolio.

Como no hay medida ruinosa que no pueda ser y no haya sido apoyada con argumentos plausibles, se ha dicho que para comerciar con ciertos pueblos es necesario tomar precauciones que sólo son asequibles, a las compañías. Ya se trata de conservar fortalezas y de mantener una marina; como si fuese necesario sostener un comercio que no puede hacerse sino a mano armada; como si hubiese necesidad de ejércitos cuando se pretende seguir el camino de la justicia; y como si las fuerzas que mantiene el Estado para proteger a sus súbditos, no le costasen ya unas sumas cuantiosas. Otras veces se alegan ciertos miramientos diplomáticos que son indispensables. Los chinos, por ejemplo, son tan adictos a ciertas formalidades, tan suspicaces, y tan independientes de las demás naciones por la distancia e inmensidad de su imperio y por la naturaleza de sus necesidades que sólo se puede negociar con ellos por un favor especial, que está muy expuesto a perderse. Es necesario carecer de su te, de sus sedas y mahones, o tomar las precauciones sin las cuales nos sería imposible su adquisición: y las relaciones particulares pudieran turbar la armonía necesaria para el comercio entre las dos naciones.

¿Pero es bien seguro que los agentes de una compañía, muy altivos de ordinario, y que se sienten protegidos por las fuerzas militares, ya sea de su nación, o ya de su compañía misma? ¿es bien seguro, digo, que sean más a propósito para conservar relaciones de buena amistad, que los particulares, los cuales están necesariamente más sumisos a las leyes de los pueblos que los reciben, y tienen un interés personal en evitar todo mal procedimiento, porque de lo contrario estarían expuestos sus bienes y quizá también sus personas?171En fin, poniéndose en lo peor, y dando por sentado que sin una compañía privilegiada fuese imposible el comercio de la China ¿nos veríamos por eso privados de los productos de aquel país? No por cierto. Siempre se hará el comercio de los géneros de la China, porque este comercio conviene a los chinos y a la nación que le hace. ¿Habría que pagar estos géneros a un precio extravagante? No se debe suponer así, cuando se ve que las tres cuartas partes de las naciones de Europa, sin enviar ni un solo buque a la China, están bien provistas de te, de sedas y de mahón a precios muy razonables.

Hay otro argumento más generalmente aplicable, y de que se ha hecho uso con mejor éxito; a saber: Una compañía que compra sola en el país cuyo comercio exclusivo le está concedido, no establece en él concurrencia de compradores, y por consiguiente obtiene los géneros mas baratos.

En primer lugar, no se habla con exactitud cuando se dice que el privilegio aleja toda concurrencia. Aleja en verdad la concurrencia de los compatriotas, que sería utilísima a la nación; pero no excluye del mismo comercio a las compañías privilegiadas ni a los negociantes libres de los demás Estados.

En segundo lugar, hay muchos géneros cuyos precios no aumentarían en razón de la concurrencia que se afecta temer, y que en realidad es de poco momento.

Si saliesen buques de Marsella, Burdeos y puerto Oriente para ir a comprar te a la China, no se ha de creer que los armadores de todos estos buques reunidos comprasen más te que el que puede consumir o vender la Francia, porque temerían mucho no poder deshacerse de él. No comprando pues para nosotros sino lo que se compra con el mismo objeto y destino por otros negociantes, no se aumentará el despacho del te en la China, ni escaseará allí más este género. Para que los negociantes franceses le pagasen más caro, sería necesario que se encareciese también para los chinos; y en un país donde se vende cien veces más te que el que consumen todos los europeos juntos no subiría sensiblemente su precio por el aumento que le diesen algunos negociantes de Francia.

Más aun cuando fuera cierto que hubiese en el Oriente algunas mercancías que pudiesen encarecerse por la concurrencia europea ¿por qué había de ser esto un motivo para invertir, con respecto a aquellas regiones solamente, las reglas que se siguen en todos los demás países? ¿Se da por ventura a una compañía el privilegio exclusivo de ir a Alemania a comprar quincalla y mercería y revenderla entre nosotros para que la paguemos menos cara a los Alemanes?

Si se observase con respecto al Oriente la misma conducta que con las demás naciones extranjeras, el precio de ciertas mercancías no estaría mucho tiempo sobre la tasa a que naturalmente deben llegar en Asia por los gastos de su producción, porque este precio subido excitaría a producirlas, y la concurrencia de los vendedores se pondría muy pronto a nivel con la de los compradores.

Supongamos sin embargo que la ventaja de comprar barato fuese tan real como se pretende. En tal caso sería necesario por lo menos que participase la nación de esta baja de precio, y que los consumidores nacionales, pagasen menos caro lo que la compañía paga también menos caro. Pero sucede puntualmente todo lo contrario por la sencilla razón de que no estando la compañía realmente libre de competidores en sus compras, supuesto que los tiene en las demás naciones, se halla en entera libertad para sus ventas, porque sus compatriotas no pueden comprar sino de ella sola las mercancías que forman el objeto de su comercio, siendo excluidas por una prohibición las que pudieran traer de la misma especie los negociantes extranjeros. La compañía es árbitra en fijar los precios, sobre todo cuando cuida, como lo exige su propio interés, de no tener el mercado completamente surtido, o understocked, según la expresión de los Ingleses; de modo que siendo los pedidos algo superiores al surtido, la concurrencia de los compradores sostenga el precio de la mercancía172.

Así, no solamente logran las compañías una ganancia usuraría a expensas del consumidor, sino que le obligan también a pagar los daños y los fraudes inevitables en una máquina tan grande, gobernada por directores y agentes sin número, esparcidos de un extremo a otro de la tierra. Sólo el comercio llamado por los Ingleses interlope173 y el contrabando pueden poner límites a los enormes abusos de las compañías privilegiadas, y considerados bajo este aspecto no dejan de traer utilidad.

Ahora bien: esta ganancia, según se acaba de analizar ¿lo es para la nación que tiene una compañía privilegiada? De ningún modo, pues toda ella se cobra de esta nación: y el valor que paga el consumidor sobre el precio que tendría la mercancía en un comercio libre, no es ya un valor producido, sino un valor que regala el gobierno al comerciante a expensas del consumidor.

Se me dirá quizá que por lo menos queda esta ganancia en el seno de la nación, y se gasta en ella. Muy bien; ¿pero quién es el que la gasta? No se tenga esta pregunta por intempestiva. Si un individuo de una familia se apoderase de la mayor parte de sus rentas, se hiciese vestidos magníficos, y comiese regaladamente, ¿le oirían con gusto las demás personas de la misma familia si les dijese: ¿qué os importa que sea yo el que gaste o lo seáis vosotros? Al cabo, ¿no es la misma renta total la que se gasta? Luego es indiferente que se haga esto de un modo u de otro...

Esta ganancia, a un mismo tiempo exclusiva y usuraria, daría inmensas riquezas a las compañías privilegiadas, si fuera posible que sus negocios estuviesen bien dirigidos; pero la codicia de los agentes, el largo tiempo que exigen las empresas, la distancia de los que han de dar cuentas, y la incapacidad de los interesados son otras tantas causas que están labrando continuamente su ruina. La actividad y la perspicacia del interés personal son todavía más necesarias en los asuntos delicados y de larga duración que en todos los demás. ¿Y qué vigilancia activa y perspicaz pueden ejercer unos accionistas que suelen ser en número de muchos centenares, y tienen casi todos que cuidar de intereses más apreciables para ellos?174

Tales son las consecuencias de los privilegios concedidos a las compañías de comercio; consecuencias necesarias que resultan de la naturaleza del sistema exclusivo, y que si bien pueden modificarse por ciertas circunstancias, es imposible llegar a destruirlas. Así, la compañía inglesa de las Indias no ha sido tan desgraciada como las tres o cuatro compañías francesas que se ha intentado establecer en diferentes épocas175. Aquella compañía es al mismo tiempo soberana; y las soberanías más detestables pueden subsistir muchos siglos, como lo acredita la de los mamelucos en Egipto.

Las industrias privilegiadas traen consigo algunos otros inconvenientes de orden inferior. Sucede muchas veces que un privilegio exclusivo ahuyenta y transporta al extranjero los capitales y la industria que sólo aspiraban a fijarse en el país. En los últimos tiempos del reinado de Luis XIV, no pudiendo sostenerse la compañía de las Indias a pesar de su privilegio exclusivo, cedió su ejercicio a algunos armadores de S. Maló, mediante una pequeña parte en las ganancias. Comenzaba a reanimarse este comercio bajo los auspicios de la libertad; y en el año 1714, época en que expiraba enteramente el privilegio de la compañía, habría adquirido toda la actividad que permitía la triste situación de la Francia; pero la compañía solicité y obtuvo que se prorrogase el privilegio, cuando algunos negociantes habían ya principiado a hacer expediciones por su cuenta. Un navío mercante de S. Maló, mandado por un Bretón llamado Lamerville, llegó a las costas de Francia, de vuelta de la India. Quiso entrar en el puerto, y se le dijo que no podía, porque aquel comercio no era ya libre, y habiéndose visto obligado a continuar su viaje hasta el primer puerto de la Bélgica, entró en Ostende, donde vendió su cargamento. Instruido el gobernador de la Bélgica de la inmensa ganancia que había tenido el capitán francés, le propuso que volviese a la India con buques que se aprestarían al efecto: hizo en consecuencia varios viajes por cuenta de diferentes individuos, y éste fue el origen de la compañía de Ostende176.

Hemos visto que los consumidores franceses no podían dejar de perder en este monopolio, y efectivamente perdieron en él. Pero a lo menos debía producir ganancias a los interesados. Lejos de eso, perdieron también, a pesar del monopolio del tabaco, el de las loterías, y otros que les concedió el gobierno177. «En fin, dice, Voltaire, sólo ha quedado a los franceses en la India el sentimiento de haber expendido sumas inmensas para mantener una compañía que jamás ha tenido la menor ganancia, jamás ha pagado nada a los accionistas ni a sus acreedores, con el producto de su tráfico, ni ha subsistido en su administración indiana sino por medio de un latrocinio secreto178.

Puede justificarse el privilegio exclusivo de una compañía, cuando no hay otro medio de entablar un comercio enteramente nuevo con pueblos remotos o bárbaros. Entonces viene a ser una especie de privilegio de invención, cuya ventaja cubre los riesgos de una empresa arriesgada y los gastos de primera tentativa; y los consumidores no pueden quejarse de la carestía de los productos, los cuales serían sin aquel medio mucho más caros, pues no los tendrían absolutamente. Pero, a la manera que los privilegios de invención, no debe durar éste más que el tiempo necesario para indemnizar completamente a los empresarios de sus anticipaciones y de sus riesgos. Pasado este término, sería un donativo que se les haría gratuitamente a expensas de sus conciudadanos, que tienen por naturaleza el derecho de adquirir donde puedan, y al precio más bajo que les sea posible, los géneros que apetecen.

Se pudieran hacer con corta diferencia acerca de las fábricas privilegiadas los mismos raciocinios que acerca de los privilegios relativos al comercio. La causa de que los gobiernos se muestren tan fáciles en adoptar este género de medidas es que, por una parte, se les presenta la ganancia sin detenerse a examinar cómo y por quién se paga; y por otra, que estas pretendidas ganancias pueden apreciarse bien o mal, con razón o sin ella, por medio de cálculos numéricos, al paso que los inconvenientes y pérdidas no pueden absolutamente sujetarte a cálculo, porque recaen sobre muchas partes del cuerpo social de un modo indirecto, general y complicado. Se ha dicho que en materias de Economía política era necesario referirse únicamente a los guarismos; pero al considerar que no hay operación detestable que no se haya sostenido y determinado por medio de cálculos aritméticos, creería yo más bien que son los guarismos los que acaban con los estados.




- IV -

De los reglamentos relativos al comercio de granos


Parece que unos principios tan generalmente aplicables deben ser con respecto a los granos lo que son con respecto a todas las demás mercancías. Pero el trigo, u el alimento, cualquiera que sea, que forma la parte principal del sustento de un pueblo, merece algunas consideraciones especiales.

En todo país se multiplican los habitantes a proporción de las subsistencias. Los víveres abundantes y baratos facilitan la población: la escasez produce el efecto contrario179; pero ninguno de estos efectos puede ser tan rápido como la sucesión de las cosechas. Una cosecha puede exceder en un quinto u quizá en un cuarto a la que se regula por mediana; y puede ser inferior a ella en la misma proporción; pero un país como la Francia, que tiene en este año treinta millones de habitantes, no puede tener treinta y seis en el próximo siguiente; y si hubiese de bajar a veinte y cuatro millones en el espacio de un año, no podría suceder esto sino a consecuencia de calamidades horrorosas. Es pues necesario, por una desgracia aneja a la naturaleza de las cosas que un país esté superabundantemente provisto en los años buenos, y que en los malos experimente una escasez mayor o menor.

Por lo demás, este inconveniente es general en todos los objetos de su consumo; pero no siendo la mayor parte de una necesidad indispensable, la privación de ellos que se experimenta por cierto tiempo no equivale a la privación del sustento necesario. El precio subido de un producto que llega a faltar excita eficazmente al comercio a traerle de más lejos y a mayor coste; pero cuando un producto es indispensable, como el trigo: cuando el retardo de algunos días en su llegada es una calamidad: cuando es tan considerable el consumo de este producto, que no bastan para él los medios ordinarios de que puede disponer el comercio: cuando por su peso y volumen no se puede transportar de un paraje algo distante, sobre todo por tierra, sin triplicar o cuadruplicar su precio medio, entonces no sería acertado fiar enteramente esta provisión al cuidado de los particulares. Si el trigo ha de traerse de afuera, puede suceder que escasee y por consiguiente esté caro en los países mismos de donde se acostumbra extraerle; puede el gobierno de estos países prohibir su salida, y puede también ocurrir una guerra marítima que impida su llegada. No siendo este un género sin el cual se pueda pasar aun por pocos días, el menor retardo es una sentencia de muerte, a lo menos para una parte de la población.

A fin de que la cantidad media de las provisiones fuese como la cosecha media, sería necesario que cada familia hiciesen en los años abundantes una provisión o reserva igual a lo que puede faltarle para sus necesidades en un año escaso. Pero esta precaución sólo puede esperarse de un número muy corto de particulares. La mayor parte tienen muy pocos medios (prescindiendo de su imprevisión) para anticipar, algunas veces por espacio de muchos años, el valor de su provisión; les faltaría sitio para conservarla, y les serviría de grande embarazo en los casos de mudanza.

¿Se puede fiar en los especuladores sobre el cuidado de hacer reservas a depósitos de granos? A primera vista parece que su propio interés debería bastar para determinarlos a ello; porque hay una diferencia muy notable entre el precio a que se puede comprar el trigo en un año abundante, y aquel a que se puede vender en tiempo de escasez. Pero estos momentos suelen estar separados por largos intervalos: semejantes operaciones no se repiten cuando se quiere, ni presentan una serie regular de negocios. El número y la magnitud de los almacenes, y la compra de granos obligan a hacer anticipaciones considerables que cuestan grandes intereses: las manipulaciones del trigo son numerosas, la conservación incierta, las infidelidades fáciles, y las violencias populares posibles. Todo esto se ha de pagar con unas ganancias que se repiten rara vez, y que por lo mismo es posible que no basten para determinar a los particulares a una clase de especulaciones que serían sin duda las más útiles, pues que están fundadas en unas compras que se hacen cuando el productor tiene necesidad de vender, y en unas ventas que se verifican cuando, el consumidor halla difícilmente qué comprar.

A falta de depósitos hechos por los consumidores mismos o por especuladores, y ya que como hemos visto, no se podría contar prudentemente con este recurso ¿sería imposible que los hiciese con buen éxito la administración pública que representa los intereses generales? No ignoro que en algunos países de corta extensión, y en gobiernos económicos como la Suiza, han producido los pósitos cuantas ventajas podían esperarse de este establecimiento; pero no los creo practicables en los estados grandes y cuando se trata de abastecer poblaciones numerosas; porque la anticipación del capital y los intereses que cuesta son un obstáculo para los gobiernos del mismo modo que para los especuladores, y aun mayor para aquellos, supuesto que los más no hallan quien les preste con iguales ventajas que a los particulares abonados. Tienen todavía contra sí otro inconveniente de más consideración, cual es el de haber de dirigir un asunto que por su naturaleza es comercial, y en que es necesario comprar, conservar y vender mercancías. Turgot probó muy bien en sus cartas sobre el comercio de granos que un gobierno no podría jamás hallarse servido con economía en esta clase de negocios, porque todo el mundo está interesado en abultar sus gastos, y nadie lo está en disminuirlos. ¿Quién puede asegurar que se ejecutará semejante operación de un modo conveniente, cuando ha de ser dirigida por una autoridad que no admite examen ni comprobación subsiguiente, y en que por lo común son dictadas las providencias por ministros, o por personas constituidas en dignidad, y nada versadas en la práctica de esta clase de negocios? ¿Quién puede asegurar que un terror pánico no obligará a echar mano de las provisiones antes del tiempo prescripto, u que una empresa política o una guerra no variará su destino?

Parece que en general no se puede contar con las reservas o depósitos hechos en los años de abundancia para los de escasez, sino cuando se hacen y dirigen por compañías de negociantes que gocen de gran consistencia y dispongan de todos los medios ordinarios del comercio, y quieran encargarse de la compra, conservación y renovación de los granos, en virtud de reglas convencionales y mediante unas ventajas que les compensen los inconvenientes de la operación, la cual sería entonces segura y eficaz porque los contratantes darían garantías; y costaría menos al público que de cualquiera otro modo. Se pudiera tratar con diversas compañías por lo tocante a las ciudades principales, y hallándose éstas provistas en los tiempos de escasez por medio de los depósitos de granos, dejarían de hacer compras en las campiñas y de disminuir por consiguiente las provisiones que estas necesitan.

Por lo demás, las reservas y los pósitos no son más que unos medios subsidiarios de provisión, y sólo para los tiempos de escasez. Las mejores provisiones y las más considerables son siempre las del más libre comercio. Este consiste principalmente en llevar el grano desde las casas de labor a los principales mercados; y después, en transportarle, pero en cantidades mucho menores, desde las provincias en que abunda a aquellas en que escasea, como también en exportarle cuando está barato, y en importarle cuando está caro.

La ignorancia popular ha mirado siempre con horror a los que se dedican al comercio de granos; y los gobiernos se han declarado con demasiada frecuencia a favor de las preocupaciones y de los terrores populares. Los principales cargos que se han hecho a los comerciantes en trigo se reducen a que estancan este género para subir su precio, o a que por lo menos logran en la compra y venta unas ganancias que no son más que una contribución gratuita impuesta al productor y al consumidor.

En primer lugar, ¿se ha formado una idea clara de lo que se entiende por estanco u monopolio de granos? ¿Se dará por ventura este nombre a las reservas que se hacen en los años abundantes y cuando el grano está barato? Pero hemos visto que no hay operaciones más favorables que estas, y que aun son el único medio de acomodar una producción necesariamente desigual a unas necesidades constantes. Los grandes depósitos de granos comprados a bajo precio son los que deben tranquilizar al público, y así no sólo merecen la protección, sino también el estímulo del gobierno.

¿Se entiende por estanco u monopolio de granos los almacenes formados cuando el trigo empieza a escasear y encarecerse, los cuales hacen que escasee y se encarezca más? En efecto, como estos no aumentan los recursos de un año a expensas de otro en que había habido un sobrante, no tienen la misma utilidad, y obligan a pagar un servicio que no hacen; pero, yo no creo que esta maniobra ejecutada con los granos haya producido jamás efectos muy funestos. El trigo es uno de los géneros que se producen más generalmente; y para poder disponer de su precio y fijarle como se quiera, sería necesario privar a muchísimas gentes de la posibilidad de vender, tener inteligencias en un espacio demasiado vasto, y valerse de un crecidísimo número de agentes. Es además uno de los géneros más pesados y más embarazosos con relación a su precio, y cuyo acarreo y almacenaje son por consecuencia más difíciles y de mayor coste. No se puede reunir una porción de trigo de algún valor en cualquier lugar que sea, sin que lo sepan una multitud de personas180. En fin, es un género expuesto a echarse a perder; un género que no se puede conservar todo el tiempo que se quiere, y que en las ventas que es preciso hacer de él se expone a pérdidas enormes, cuando se especula en grandes cantidades.

Son pues difíciles y por consiguiente poco temibles los acopios por especulación. Los peores y los más inevitables se componen de aquella multitud de reservas de precaución que hacen todos en su casa cuando amenaza la escasez. Unos guardan por exceso de precaución, algo más de lo que bastaría para su consumo: los arrendadores, los propietarios, cultivadores, los molineros y panaderos, gentes que por su profesión están autorizadas para tener algún repuesto de granos, se lisonjean con la esperanza de ganar, deshaciéndose más tarde de su sobrante, y hacen que sea éste algo mayor que en tiempos regulares; de suerte que este gran número de acopios pequeños forma, por razón de su multitud, una masa superior a la de todos los que puede reunir los especuladores.

Pero ¿qué se diría, si estos cálculos, por más reprehensibles que sean, produjesen todavía alguna utilidad? Cuando el trigo no esta caro, se consume en mayor cantidad, se prodiga, y aun se da a los animales. El temor de una escasez que esta todavía remota o una subida de precio no muy considerable, no contienen tan pronto esta prodigalidad. Si entonces los que tienen granos almacenados, los guardan más y más, esta carestía anticipada obliga a todo el mundo a estar sobre aviso, y particularmente los pequeños consumidores que reunidos, son los que hacen el mayor consumo, encuentran en esto motivos de ahorro y de frugalidad. Nada se desperdicia de un alimento que va subiendo de precio, y además se procura reemplazarle con otras substancias alimenticias; de modo que la codicia de unos reemplaza la prudencia que falta a otros; y finalmente, cuando llegan a venderse los granos reservados, la oferta que de ellos se hace, modera en beneficio del consumidor el precio general de este producto.

En cuanto al pretendido tributo que el negociante en granos impone al productor y al consumidor, es éste un cargo que suele hacerse con igual injusticia a cualquiera otra especie de comercio; y ciertamente sería fundado, si pudieran ponerse los productos en manos de los consumidores sin ninguna anticipación de fondos, sin almacenes, sin cuidado, sin combinaciones ni dificultades. Pero estas dificultades son efectivas, y nadie puede vencerlas a menos costa que el que lo tiene por oficio. Observe un legislador a los mercaderes grandes y pequeños, y los verá en continuo movimiento, corriendo el país para ver dónde pueden comprar barato, para averiguar dónde hace falta algún género, restableciendo con su concurrencia los precios en los parajes en que son demasiado bajos para la producción, y en aquellos en que on demasiado altos para la comodidad del consumidor. ¿Y de quién pudiera esperarse esta útil actividad? ¿Del cultivador, del consumidor o del gobierno?

Ábranse comunicaciones fáciles, y sobre todo canales de navegación, únicas comunicaciones que pueden convenir a los géneros pesados y embarazosos; dese entera seguridad a los traficantes, y déjeseles el cuidado de lo demás. Ellos no harán que sea copiosa una cosecha escasa; pero repartirán siempre lo que puede repartirse, del modo más favorable a las necesidades y a la producción. Sin duda dijo por esto Smith, que después de la industria del cultivador ninguna es más favorable a la producción de granos que la de los comerciantes de este género.

De las falsas ideas que se han formado acerca de la producción y del comercio de víveres han nacido un tropel de leyes, de reglamentos, de ordenanzas ruinosas, contradictorias, dadas en todos los países según lo exigían las necesidades momentáneas y solicitadas frecuentemente por la gritería del pueblo. El desprecio y el peligro que con este motivo recayeron sobre lo especuladores en granos, han puesto más de una vez este comercio en manos de los fabricantes de ínfima clase, tanto por sus sentimientos como por sus facultades, resultando de aquí lo que sucede siempre, esto es, que se ha hecho el mismo tráfico, pero obscuramente y de un modo mucho más gravoso, porque las gentes a quienes se abandonaba esta industria habían de tratar de indemnizarse de los inconvenientes y riesgos que lleva consigo.

Cuando se ha puesto tasa al precio de los granos, el efecto de esta providencia ha sido que se oculten y desaparezcan. Se mandaba después a los arrendadores que los llevasen al mercado; se prohibía venderlos en las casas, y todas estas violaciones de la propiedad, acompañadas, como se deja entender, de pesquisas inquisitoriales, de violencias e injusticias proporcionaban siempre unos recursos miserables. En materias de administración, del mismo modo que en las de moral, no consiste la habilidad en querer que se haga, sino en hacer que se quiera. Jamás se proveen de géneros los mercados por medio de gendarmes y esbirros181.

El gobierno que quiere abastecer con sus compras, nunca consigue subvenir a las necesidades del país, y ahuyenta las provisiones que hubiera proporcionado el libre comercio. Ningún negociante está dispuesto, como el gobierno, a comerciar para perder.

Durante la escasez que hubo en 1775 en varias provincias de Francia, la municipalidad de León y algunas otras, con el objeto de atender a las necesidades de sus administrados, compraban trigo en las campiñas, y volvían a venderle con pérdida en la ciudad; y obtuvieron al mismo tiempo, para pagar los gastos de esta operación, un aumento en los derechos de entrada que pagaban los géneros. Aumentó la escasez y debía suceder así, pues sobre no ofrecerse a los tratantes más que un mercado en que se vendían los géneros por menos de su valor, se les hacía pagar un multa cuando los llevaban a él182.

Cuanto más necesario es un género, tanto menos conviene que su precio sea inferior a su tasa natural. Un encarecimiento accidental del trigo es sin duda una circunstancia sensible, pero que depende de causas que ordinariamente no pueden alejarse con las fuerzas humanas183; y no es justo que el hombre añada otra desgracia a ésta, haciendo leyes malas porque ha tenido una mala cosecha, o un tiempo poco favorable para las labores del campo.

No es más feliz el gobierno en el comercio de importación que en el comercio interior. A pesar de los enormes sacrificios hechos en 1816 y 1817 por el cuerpo municipal de París para abastecer esta capital con compras hechas en el extranjero, el consumidor pagó el pan a un precio exorbitante, se le engañó siempre en el peso, se le dio pan de malísima calidad y por último llegó a faltar184.

Nada diré de las primas o premios de importación, supuesto que la mejor de todas es el precio subido que se ofrece por el trigo y la harina en los países donde escasean: y si esta prima de 200, o 300 por ciento no basta para excitar al transporte; no creo que ningún gobierno pueda ofrecer otras que sean capaces de estimular a los importadores.

Estarían los pueblos menos expuestos a la escasez, si usasen de más variedad en sus manjares. Cuando un solo producto forma la parte principal del sustento de un pueblo, es este infeliz luego que llega a faltar aquel producto. Esto es lo que sucede siempre que escasea el trigo en Francia, o el arroz en el Indostán. Pero cuando el pueblo se sirve de varias substancias para alimentarse, como la vaca y el carnero, las aves caseras, las legumbres, raíces, frutas, pesca, según las localidades, está más segura su subsistencia, porque es difícil que falten a un mismo tiempo todos estos géneros185.

Serían más raras las escaseces, si se extendiese y perfeccionase el arte de conservar sin mucho gasto los alimentos que abundan en ciertas estaciones y en ciertos lugares, como los peces; pues lo que sobra en estas ocasiones, serviría en otras en que hace falta. Una libertad muy grande en las relaciones marítimas de las naciones proporcionarían sin mucho gasto a las que ocupan latitudes templadas los frutos que concede la naturaleza con tanta profusión a la Zona tórrida186. Yo no sé hasta qué punto sería posible conservar y transportar las bananas: ¿pero no se ha halado este medio para el azúcar que reducido a diferentes formas presenta un alimento agradable y sano, y se produce con tal abundancia en toda la tierra hasta el grado 38 de latitud, que a no ser por nuestras malas leyes podríamos tenerle comúnmente, a pesar de los gastos del comercio, mucho más barato que la carne, y al mismo precio que muchas de nuestras frutas y legumbres?187

Volviendo al comercio de granos, no quisiera yo que fundándose en lo que he dicho acerca de las ventajas de la libertad, se intentase aplicarla sin medida a todos los casos. Nada es más peligroso que un sistema absoluto, sostenido con demasiada rigidez, sobre todo cuando se trata de aplicarle a las necesidades y a los errores del hombre. Lo mejor es dirigirse siempre a los principios que están reconocidos por buenos, y hacer que se adopten por medios cuya acción obre insensiblemente, y por lo mismo de un modo más infalible. Cuando el precio de los granos llega a exceder de cierta tasa fijada de antemano, ha producido buenos efectos el prohibir su exportación, o a lo menos el sujetarla a un derecho algo subido; porque vale más que los que están determinados a hacer el contrabando, paguen la prima de seguridad al estado que a los aseguradores.

Hasta ahora se ha considerado, en este párrafo, la excesiva carestía de los granos como el único inconveniente que debía temerse; pero en 1815 temió la Inglaterra que bajase demasiado su precio a causa de la introducción de los granos extranjeros. La producción de granos, como cualquiera otra, es más dispendiosa entre los ingleses que en los pueblos vecinos, por muchas razones que es inútil examinar aquí, y principalmente por la enormidad de los impuestos. Por medio del comercio podían venderse en Inglaterra los granos extranjeros por las dos terceras partes del precio a que venían a salir al cultivador productor. ¿Convendría dejar libre la importación; y exponiendo al cultivador a que perdiese por sostener la concurrencia de los importadores de trigo, imposibilitarle para pagar el arrendamiento y los impuestos, y poner la Inglaterra, por lo tocante a su sustento, a discreción de los extranjeros, y quizá de sus enemigos? O prohibiendo, los granos extranjeros ¿se había de dar una prima a los arrendadores a expensas de los consumidores, aumentar con respecto al obrero la dificultad de subsistir, y con el precio subido de los géneros de primera necesidad, encarecer también todos los productos manufacturados de Inglaterra, y quitarles la posibilidad de sostener la concurrencia con los del extranjero?

Esta cuestión ha dado lugar a grandes contiendas, así en las asambleas deliberantes, como en varios impresos; y estas contiendas en que tenían razón los dos partidos opuestos, prueban, entre paréntesis, que el vicio principal estaba fuera de la cuestión: quiero decir, en el influjo excesivo que pretende tener la Inglaterra en la política del globo, y que la obliga hacer esfuerzos desproporcionados a la extensión de su territorio.

Como quiera que sea, estas discusiones sostenidas por una y otra parte con grandes conocimientos y mucha capacidad, han contribuido a poner más en claro los efectos de la intervención del gobierno en las provisiones, y han sido quizá favorables al sistema de libertad.

En efecto ¿cual es la reflexión más poderosa que hacían los partidarios de la prohibición de los granos extranjeros?

Que era necesario fomentar el cultivo del país, aun cuando fuese a expensas de los consumidores, para que no pudiese ser hambreado por los extranjeros: y se señalaban dos casos en que era principalmente de temer este riesgo: primero, el de una guerra en que una potencia preponderante pudiese impedir la importación cuando esta fuese necesaria; y segundo aquel en que se experimentase escasez aun en los países de mucho trigo, y retuviesen estos sus propias cosechas para su subsistencia188.

Respondíase a esto, que llegando a ser la Inglaterra un país que importase granos con regularidad y constancia, se acostumbrarían otros muchos países a vendérsele; lo cual favorecería y extendería el cultivo del trigo candeal en ciertos parajes de Polonia, de España, de Berbería, o de la América septentrional; que entonces estos países no podrían menos de vender, así como la Inglaterra no podría menos de comprar; que Bonaparte mismo, el más furioso enemigo de esta nación, le había enviado trigo, durante la mayor fuerza de las hostilidades para recibir de ella dinero; que jamás falta la cosecha a un mismo tiempo en muchos países que están a largas distancias; y que un gran comercio de granos, bien establecido, obliga a hacer provisiones de antemano, y a formar depósitos considerables que alejarían, más que ninguna otra causa, la posibilidad de la escasez, de modo que se puede afirmar con buenas razones, y por la experiencia de Holanda y de algunos otros estados, que aquellos en que no se coge trigo son precisamente los que nunca están expuestos a escaseces, ni aun a carestías muy considerables189.

Sin embargo, es preciso confesar que hay graves inconvenientes en arruinar el cultivo, de los cereales aun en los países en que son fáciles las provisiones por medio del comercio. El alimento es la primera necesidad de los pueblos, y no es prudencia reducirse a traerle de parajes demasiado distantes. Convengo en que son incómodas las leyes que prohíben la entrada de granos para proteger los intereses del arrendador a expensas de los fabricantes; pero los impuestos excesivos, los empréstitos, una diplomacia, una corte, y ejércitos ruinosos son también circunstancias incómodas, y más gravosas al cultivador que al fabricante. Es necesario restablecer por medio de un abuso el equilibrio natural destruido por otros abusos; de lo contrario todos los labradores se convertirían en artesanos, y llegaría a ser demasiado precaria la existencia del cuerpo social.






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Capítulo XVIII

Si el gobierno aumenta la riqueza nacional, haciéndose él mismo productor


Una empresa industrial, cualquiera que sea, causa pérdidas, cuando los valores consumidos en la producción exceden al valor de los productos190. Estas pérdidas, ya las sufran los particulares o el gobierno, son reales y efectivas para la nación; son un valor que hay de menos en el país.

En vano se pretendería que mientras pierde el gobierno, ganan los agentes, los hombres industriosos y los obreros que emplea. Si la empresa no se sostiene por sí misma, no paga su coste: las sumas que produce no igualan a las que se invierten en ella; y pagan la diferencia los que suministran para los gastos de los gobiernos, esto es, los contribuyentes191.

La fábrica de tapices de los Gobelinos, sostenida por el gobierno de Francia, consume lanas, sedas y tintes, como también la renta del local y la manutención de los obreros: cosas que deberían ser reembolsadas con sus productos, y que están muy lejos de serlo. Así pues, en vez de ser aquella fábrica un manantial de riquezas, no digo para el gobierno, el cual sabe muy bien que pierde en ella, sino para la nación entera, es para ésta una causa siempre subsistente de pérdida, supuesto que pierde anualmente todo el valor en que los consumos de la fábrica, inclusos los sueldos, que son también un verdadero consumo, exceden a sus productos. Lo mismo se puede decir de la fábrica de China de Sevres, y creo que de todas las que corren por cuenta de los gobiernos192.

Se asegura que es necesario este sacrificio, porque suministra al gobierno un medio de hacer regalos y de adornar sus palacios. No es éste el lugar oportuno para examinar hasta qué punto está mejor gobernada una nación cuando hace regalos y cuando adorna sus palacios. Pase, pues que así se quiere, que sean necesarios estos regalos y adornos; pero en tal caso no conviene que una nación añada a los sacrificios que exige su magnificencia y liberalidad, las pérdidas que ocasiona el uso mal combinado de sus medios. Más útil le será comprar buenamente lo que juzgue que debe dar: con lo que, sacrificando menos dinero, es probable que logre productos igualmente preciosos, porque los particulares fabrican a menos costa que el gobierno.

Los esfuerzos del Estado para crear productos tienen otro inconveniente, que es el de perjudicar a la industria de los particulares, no de aquellos que tratan con él, y toman sus medidas para no perder nada, sino de los que son competidores suyos. El estado es un agricultor, un cultivador, un negociante que tiene demasiado dinero a su disposición, y cuida muy poco de sus propios intereses. Puede consentir en vender un producto por menos de lo que cuesta: puede también consumir, producir y acopiar en poco tiempo tal cantidad de productos que se desordene violentamente la proporción natural de los precios de las cosas; y toda mutación repentina de precios es funesta. El productor funda sus cálculos en el valor presumible de los productos luego que estén acabados, y nada le desanima tanto como una variación que deja burlados todos los cálculos. Las pérdidas que experimente serán tan poco merecidas como las ganancias extraordinarias que puedan resultarle de semejantes variaciones. Si tiene ganancias, serán estas un nuevo gravamen para los consumidores.

No ignoro que hay empresas que no puede menos de administrar el gobierno por sí mismo, pues no puede fiar a los particulares el cuidado de construir sus navíos, ni quizá el de fabricar la pólvora, sin embargo de que en Francia se hacen los cañones, los fusiles, los carros y cajones por empresarios particulares, sin que pruebe mal este método, que acaso podría hacerse más extensivo supuesto que el gobierno no puede obrar por sí solo, sino que necesita valerse de personas intermedias, las cuales tienen otros intereses que les llaman más la atención. Si por una consecuencia de su posición poco favorable, es casi siempre engañado en las contratas que hace, no debe multiplicar las ocasiones de serlo, haciéndose empresario, esto es, abrazando una profesión que multiplica infinito las ocasiones de contratar con los particulares.

Si el gobierno es mal productor por sí mismo, puede a lo menos favorecer eficazmente la producción de los particulares por medio de establecimientos públicos bien ideados, ejecutados y conservados, y particularmente con los caminos, canales y puertos.

Los medios de comunicación favorecen la producción precisamente del mismo modo que las máquinas que multiplican los productos de nuestras fábricas y abrevian su producción; porque proporcionan el mismo producto a menos costa, lo que equivale exactamente a un producto mayor obtenido con el mismo gasto. Aplicado este cálculo a la inmensa cantidad de mercancías, que cubren los caminos de un imperio populoso y rico, desde las legumbres que se llevan al mercado hasta los productos de todos los puntos del globo, que desembarcando en los puertos se difunden después por la superficie de un continente; este cálculo, digo, si pudiera ejecutarse, daría por resultado una economía casi inapreciable en los gastos de producción. La facilidad de las comunicaciones equivale a la riqueza natural y gratuita que se halla en un producto, cuando esta facilidad recae sobre los que habrían de renunciarse enteramente o perderse, si no fuera por ella. Supongamos que hay medios de transportar desde el monte hasta la llanura algunos árboles muy hermosos que se pierden en ciertos parajes escarpados de los Alpes y Pirineos: desde este momento se adquiere la utilidad total de las maderas que ahora se pudren en el lugar en que caen, y resulta un aumento de renta para el propietario del terreno y para el consumidor de su madera.

Las academias, las bibliotecas, las escuelas públicas, los museos, fundados por gobiernos ilustrados, contribuyen a la producción de las riquezas, descubriendo nuevas verdades, propagando las que ya se conocen, y dirigiendo de este modo a los que traten de emprender obras de industria, en las aplicaciones que pueden hacerse de los conocimientos del hombre a sus necesidades193. Lo mismo se puede decir de los viajes que se emprenden a expensas del público, cuyos resultados son tanto más brillantes cuanto en nuestros días son por lo común hombres de un mérito muy distinguido, los que se dedican a esta clase de investigaciones.

Nótese que no se deben condenar los sacrificios que se hacen para extender los límites de los conocimientos humanos, o sólo para conservar su depósito, aun cuando se refieran a aquellos cuya utilidad inmediata no se descubre. Todos los conocimientos humanos están enlazados; y es necesario que una ciencia puramente especulativa haga progresos, para que otra que ha dado motivo a las más felices aplicaciones los haga igualmente. Por otra parte, es imposible preveer hasta qué punto puede llegar a ser útil un fenómeno que parece objeto de mera curiosidad. Cuando el holandés Otto Guericke sacó las primeras chispas eléctricas ¿se hubiera podido sospechar que abrirían el camino a Franklin para dirigir el rayo y preservar de él nuestros edificios, empresa que parecía, tan superior a los esfuerzos del poder humano?

Pero entre todos los medios que tienen los gobiernos para favorecer la producción, el más eficaz es el de cuidar de la seguridad de las personas y de las propiedades, sobre todo cuando las defienden aun de los tiros del poder arbitrario194. Los beneficios que con esta sola protección recibe la prosperidad general exceden a los males que le han hecho todas las trabas inventadas hasta ahora. Las trabas comprimen el vuelo de la producción; pero la falta de seguridad la suprime enteramente.

Basta, para convencerse de ello, comparar los estados sujetos a la dominación otomana con los de nuestra Europa occidental. Mírese casi toda el África, la Arabia, la Persia, esa Asia menor, cubierta en otros tiempos de ciudades tan florecientes, de las cuales, según la expresión de Montesquieu, sólo quedan vestigios en Estrabón. Allí roban los salteadores y los Bajás: de allí han huido la riqueza y la población; y los pocos hombres que quedan están destituidos de todo. Al contrario, fíjese la vista en Europa, y se advertirá que aunque está muy lejos de ser tan floreciente como llegará a serlo, prosperan en ella casi todos los estados a pesar de que gimen bajo un tropel de reglamentos e impuestos, debiéndose únicamente esta ventaja a que sus habitantes viven por lo común libres de los ultrajes personales y de los despojos arbitrarios.

Me he olvidado de hablar de otro medio por el cual puede un gobierno contribuir a aumentar momentáneamente las riquezas de su país, y consiste en despojar a las demás naciones de sus propiedades muebles para llevarlas a la suya, como también en imponerles enormes tributos para despojarlas de los bienes que están todavía por nacer, que es lo que hicieron los Romanos en los últimos tiempos de la república y durante el mando de los primeros Emperadores. Este sistema es análogo al que siguen las gentes que abusan de su poder y maña para enriquecerse. Estos tales no producen, sino que roban los productos de los demás.

Hago mención de este medio de acrecentar las riquezas de una nación, por abrazarlos todos, pero sin pretender que sea el más honroso ni aun el más seguro. Si los Romanos hubieran seguido con la misma perseverancia otro sistema; si hubiesen tratado de difundir la civilización entre los bárbaros y de establecer con ellos relaciones de que hubieran resultado necesidades reciprocas, es probable que subsistiría aún el poder romano.




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Capítulo XIX

De las Colonias y de sus productos


Las colonias son unos establecimientos formados en países lejanos por una nación más antigua a que se da el nombre de metrópoli. Cuando esta nación quiere extender sus relaciones en un país populoso ya civilizado, y cuya conquista ofrecen grandes dificultades, se limita a establecer en él una factoría o un lugar de contratación, donde trafican sus factores conforme a las leyes de país, como lo han ejecutado los Europeos en el Japón y en la China. Cuando las colonias sacuden la autoridad del gobierno de la metrópoli, dejan de llamarse colonias, y se hacen estados independientes.

Una nación funda ordinariamente colonias cuando su población numerosa se halla demasiado reducida y estrecha en su antiguo territorio, y cuando la persecución obliga a salir de él a ciertas clases de habitantes.

Parece que fueron éstas las únicas causas que movieron a los pueblos antiguos a fundar colonias, pero los modernos han tenido además otros motivos para establecerlas. El arte de la navegación, perfeccionado por ellos, les ha enseñado nuevos rumbos, y descubierto países desconocidos: han pasado a otro hemisferio y a climas habitados por gentes bárbaras e insociables, no para fijarse en ellos y destinarlos por morada a su posteridad, sino para recoger sus géneros preciosos, y llevar a su patria los frutos de una producción precipitada y considerable.

Conviene observar estos diversos motivos, porque de ellos nacen dos sistemas coloniales muy diferentes en sus efectos. Pudiera llamarse el primero Sistema colonial de los antiguos, y el segundo Sistema colonial de los modernos, aunque entre estos últimos naya habido colonias fundadas por los mismos principios, especialmente en la América septentrional.

La producción en las colonias formadas según el sistema de los antiguos no es muy grande al principio; pero se aumenta con rapidez. No se elige comúnmente por patria adoptiva sino aquella cuyo terreno es fértil, el clima favorable o la situación conveniente para el comercio; prefiriéndose por punto general los países del todo nuevos, ya sea que estuviesen antes enteramente inhabitados, o que sólo tuviesen por habitantes algunas tribus groseras, y de consiguiente poco numerosas e incapaces de agotar las facultades productivas del terreno.

Las familias educadas en un país civilizado, que van a establecerse en otro nuevo, llevan a él los conocimientos teóricos y prácticos, que son uno de los principales elementos de la industria; llevan el hábito del trabajo, por cuyo medio se ponen en ejercicio estas facultades, y el hábito de la subordinación, tan necesaria para conservar el orden social: llevan también algunos capitales, no en dinero sino en herramientas y en varias provisiones; y en fin no dividen con ningún propietario los frutos de un terreno virgen, cuya extensión excede por mucho tiempo a lo que pueden cultivar. A estas causas de prosperidad se debe añadir la que acaso es mayor que todas, esto es, el deseo que tienen todos los hombres de mejorar su suerte y de pasar del modo más feliz el género de vida que han abrazado definitivamente.

Por rápido que haya parecido el acrecentamiento de los productos en todas las colonias fundadas conforme a este principio, habría sido más notable, si los colonos hubiesen llevado consigo grandes capitales; pero va hemos observado que no son las familias favorecidas de la fortuna las que expatrían. En efecto, rara vez se ve que los hombres que se hallan en estado de disponer de un capital suficiente para vivir con algún regalo en su país natal donde pasaron los años de su infancia que tan hermoso le hacen a sus ojos, renuncien sus hábitos, sus amigos y parientes, para correr la suerte siempre incierta, y sufrir los rigores siempre inevitables de un nuevo establecimiento. He aquí por qué las colonias carecen de capitales en sus principios, y una de las razones de que sea en ellas tan subido el interés del dinero.

A la verdad se forman allí más pronto los capitales que en los estados civilizados desde tiempos antiguos. Parece que al retirarse de su país natal, dejan en él los colonos parte de sus vicios: se desprenden de toda idea de fausto, de ese fausto que tan caro, cuesta en Europa, y sirve tan poco. En las regiones adonde van, es necesario no estimar sino las cualidades útiles, y no se consume más de lo que exigen las necesidades razonables, que se sacian con más facilidad que las facticias. Tienen pocas ciudades, y sobre todo no las tienen grandes; la vida agrícola, que por lo común se ven obligados a abrazar, es la más económica de todas; y en fin su industria es proporcionalmente la más productiva, y la que exige muchos capitales.

El gobierno de la colonia participa de las cualidades que distinguen a los particulares: se ocupa en lo que le incumbe, disipa muy poco, no trata de inquietar a nadie, por lo que son moderadas las contribuciones, o tal vez no existen; y tomando poco u nada de las rentas de los administrados, les facilita medios de multiplicar sus ahorros, los cuales se convierten en capitales productivos.

De este modo, con pocos capitales primitivos o llevados de la metrópoli, exceden prontamente los productos anuales de las colonias a sus consumos. De aquí el acrecentamiento rápido de riquezas y de población que se advierte en ellas; porque al paso que se forman capitales, se busca el trabajo industrial del hombre, y ya se sabe que los hombres nacen donde quiera que hay necesidad de ellos195.

Ahora se puede comprehender por que son tan rápidos los progresos de estas colonias. Entre los antiguos, parece que Efeso y Mileto, en el Asia menor, Tarento y Crotona en Italia, Siracusa y Agrigento en Sicilia sobrepujaron en poco tiempo a sus metrópolis. Las colonias inglesas de la América septentrional que en nuestros tiempos modernos son las que más se asemejan a las de los Griegos, han ofrecido un espectáculo quizá no tan brillante, pero no menos digno de notarse, y que no está todavía concluido.

Es de esencia de las colonias formadas sobre este principio, esto es, sin proyectos de volver a la antigua patria, el constituirse en un gobierno independiente de su metrópoli: y cuando esta. conserva la pretensión de darles leyes, se le opone una resistencia que naturalmente llega a vencer tarde o temprano, y hace lo que la justicia y el interés bien entendido aconsejaban que se hiciese desde el principio.

Paso a tratar de las colonias formadas según el sistema colonial de los modernos.

Los que las fundaron, fueron por la mayor parte aventureros que no buscaron una patria adoptiva, sino riquezas que pudiesen llevar a su antiguo país para gozar de ellas196.

Los primeros hallaron por una parte en las Antillas, en México, en el Perú, y después en el Brasil, y pot otra en las Indias orientales, con que saciar su codicia, a pesar de que era bien grande. Después de agotar los recursos acumulados por los indígenas, se vieron obligados a recurrir a la industria para beneficiar las minas de aquellos nuevos países y aprovecharse de las riquezas no menos preciosas de su agricultura. Reemplazáronlos otros colonos que por la mayor parte conservaron más o menos el ánimo de regresar, y el deseo, no de vivir cómodamente en sus tierras y de dejar en ellas, cuando muriesen, una familia feliz y una reputación libre de toda mancha, sino el deseo de ganar mucho para ir a gozar en otras partes de sus inmenso provechos. Este motivo introdujo medios violentos de beneficiar las minas y las tierras, siendo la esclavitud el primero de los de esta clase.

¿Cuál es el efecto de la esclavitud relativamente a la producción? ¿Es menos costoso el servicio productivo del esclavo que el del hombre libre? Esta es una de las cuestiones a que dan lugar las colonias modernas, consideradas en sus relaciones con la multiplicación de las riquezas.

Steuart, Turgot y Smith están de acuerdo en que el trabajo del esclavo sale más caro, y produce menos que el del hombre libre. Se fundan en que toda persona que no trabaja ni consume por su cuenta, trabaja lo menos y consume lo más que puede, en que no tiene ningún interés en dedicarse a su trabajo con la inteligencia y esmero necesario para asegurar su buen éxito; en que la fatiga excesiva con que se le abruma, le abrevia la vida, y ocasiona reemplazos costosos; y por último, en que el trabajador libre tiene el cuidado de mantenerse a sí mismo, al paso que el señor debe cuidar de mantener al esclavo; y siendo imposible que el señor ejecute ésta con tanta economía como el trabajador libre, debe salirle más caro el servicio del esclavo197.

Los que piensan que el trabajo del esclavo es menos costoso que el del hombre libre, hacen un cálculo análogo al que sigue. La manutención anual de un negro de las Antillas no pasa de 300 francos en las haciendas donde se les trata con más humanidad. Añádase a esto el interés del precio de su compra, y supóngase de diez por ciento, porque es vitalicio. Siendo el precio de un negro ordinario 2000 fr. con corta diferencia, será el interés de 200 fr. A lo sumo. Así, se puede calcular que cada negro cuesta anualmente a su señor 500 francos. Pero el trabajo de un hombre libre sale más caro en el mismo país, supuesto que los jornales se pagan allí de cinco a seis o siete francos, y algunas veces a mayor precio. Tomemos el término medio de seis francos, no contemos más de trescientos días de trabajo al año, y resultará que sus salarios anuales ascienden a la suma de 1800 francos, en lugar de 500198.

Es fácil comprender que el consumo del esclavo ha de ser menor que el del obrero libre. Poco le interesa a su señor que goce de la vida: lo que le importa es que la conserve. Toda la guardarropa de un negro está reducida a un pantalón y a un chaleco; su habitación es una choza sin ningún mueble; su alimenta la yuca, a la cual añaden de cuando en cuando los señores más humanos un poco de bacalao. Una población de obreros libres, considerada en general, tiene que mantener mujeres, niños y enfermos; y los lazos del parentesco, de la amistad, del amor, y del agradecimiento multiplican en ella los consumos. Entre los esclavos, las fatigas del hombre de edad madura eximen frecuentemente al dueño de una hacienda de la necesidad de mantener al anciano. Las mujeres y los niños gozan muy poco del privilegio de su flaqueza; y la dulce inclinación que reúne los sexos está sujeta a los cálculos de un señor.

¿Cuál es el motivo que contrapesa en todos los hombres el deseo que los impele a satisfacer sus necesidades y sus gustos? Sin duda es el deseo de economizar sus recursos. Las necesidades convidan a extender el consumo; la economía procura reducirle: y cuando obran estos dos motivos en una misma persona, es claro que el uno puede servir de contrapeso al otro. Pero, entre el señor y el esclavo debe inclinarse necesariamente la balanza al lado de la economía: las necesidades y los deseos están de parte del más débil, y las razones de economía de parte del más fuerte. Por eso era sabido en Santo Domingo que el producto neto de una plantación reintegraba en seis años el precio de su compra, al paso que en Europa este producto neto no es apenas más que el 25.º a el 30.º del precio de la compra de una tierra, y algunas veces no tanto. Smith refiere en otra parte que los colonos de las islas inglesas convienen en que el ron y el melote bastan para cubrir todos los gastos de un ingenio y que el azúcar es ganancia liquida: lo cual, dice, es lo mismo que si nuestros arrendadores de Europa pagasen sus gastos y arrendamientos con la paja sola, y les quedase de ganancia neta todo el grano. Dígaseme si hay muchos modos de emplear capitales que produzcan semejantes utilidades.

Pero estas utilidades mismas ¿qué es lo que prueban? Que si no es caro el trabajo del esclavo lo es prodigiosamente la industria del señor. El consumidor nada gana en esto, pues los productos no se dan mas baratos. Lo que resulta de aquí es que un productor se enriquece a expensas de otro; o por mejor decir, lo que resulta es un sistema vicioso de producción que se opone a los progresos más brillantes de la industria. Un escavo es un ser depravado, y no lo es menos su señor; ni uno ni otro pueden llegar a ser completamente industriosos; y depravan al hombre libre que no tiene esclavos. No puede mirarse con estimación el trabajo en un país donde es una afrenta; ni se puede sostener sino con cierto aparato de indolencia y de ociosidad aquella supremacía forzada y contraria a la naturaleza, que es el fundamento de la esclavitud. La inacción del espíritu es una consecuencia de la del cuerpo; y cuando se tiene el látigo en la mano está por demás la inteligencia.

Algunos viajeros, dignos de toda mi confianza, me han asegurado que miraban como imposible que hiciesen las artes ningún progreso en el Brasil y en los demás establecimientos de América, mientras estén infectados con la esclavitud. Los estados de la América septentrional, que caminan más rápidamente a la prosperidad, son aquellos en que no está admitida la esclavitud. Los habitantes de la Carolina y de la Georgia que tienen esclavos, y cogen excelente algodón, no saben trabajarle; y se ven obligado en tiempos de guerra a enviarle por tierra a Nueva York, con grandes dispendios, para que le hilen allí. Este mismo algodón vuelve después, con unos gastos considerables, al paraje donde se cogió, para que le consuman los que no supieron darle las preparaciones correspondientes. Así son castigados los países que permiten a algunos hombres exigir de sus semejantes, por medio de la violencia, un trabajo forzado, en cambio de las privaciones que les imponen. ¿No está aquí también la sana política en contradicción con la humanidad?

Nos resta examinar cuáles son con respecto a la producción los efectos del comercio de las metrópolis con sus colonias. Supongo siempre la colonia en un estado de dependencia; porque desde el punto en que sacude el yugo de la metrópoli ya no tiene más que el origen de colonia y se halla con respecto a su antigua metrópoli en el mismo pie que cualquiera otra nación del globo.

Para asegurarla metrópoli a los productos de su suelo y de su industria las salidas que proporciona el consumo de la colonia le prohíbe ordinariamente la facultad de comprar las mercancías europeas fuera de la misma metrópoli, lo cual proporciona a los mercaderes de ésta la facultad de vender sus mercancías a los colonos por algo más de lo que valen; y éste es un beneficio adquirido por los súbditos de la metrópoli a expensas de los colonos, que son igualmente súbditos suyos. Si se considera la colonia y la metrópoli como un mismo estado, la pérdida destruye la ganancia; porque aquella sujeción nada produce con respecto a la riqueza nacional sino gastos de aduanas y de administración, que aumentan las cargas de los contribuyentes.

Al mismo tiempo que se obliga a los colonos a comprar de los mercaderes de la metrópoli, se les pone también en la precisión de vender a estos exclusivamente sus productos coloniales: lo que, dándoles un privilegio, y librándolos de toda concurrencia extranjera, les proporciona un aumento de ganancia que no es un valor producido, sino una utilidad que pagan los colonos. La pérdida que se experimenta por un lado destruye también la ganancia que se logra por otro, no con respecto a los particulares, pues lo que gana por este media un negociante de Habra o de Burdeos, está bien ganado; sino porque se hace que lo pierda otro u otros muchos súbditos del mismo estado, que tenían iguales derechos a la benevolencia del gobierno. Es cierto que los colonos se indemnizan por otros medios; pero estas indemnizaciones son una desgracia para la clase de los esclavos, como lo hemos visto, o para los habitantes de la metrópoli, como vamos a verlo.

En efecto, se obliga a estos (porque todo este sistema va acompañado de sujeciones, de trabas y privilegios) a proveerse en sus colonias de los géneros coloniales de su consumo; y se prohíbe a toda colonia extranjera y a cualquiera otro habitante del globo, el traer a nuestros puertos ninguna especie de géneros coloniales199, o a lo menos se les hace pagar una multa considerable con el nombre de derecho de entrada.

Parece que el consumidor de la metrópoli debería a lo menos, en virtud del privilegio exclusivo que tiene su país de comprar del colono, gozar de un favor notable en los precios de los géneros coloniales; pero ni aun se aprovecha de esta injusticia, porque una vez que lleguen a Europa las mercancías, pueden los negociantes extranjeros venderlas a todas las demás naciones, y particularmente a las que no tienen colonias; de suerte que el colono no goza de la concurrencia de los compradores, y entre tanto es víctima de ella el consumidor de la metrópoli.

Todas estas pérdidas sufridas principalmente por la clase de los consumidores, clase tan importante por su número que multiplica sin fin los efectos de un mal sistema, por las útiles funciones que desempeña en todas las partes del mecanismo social, por las contribuciones que suministra al gobierno, en las cuales consiste todo el nervio del estado: todas estas pérdidas se dividen en dos partes; una de ellas es absorbida por los gastos que se hacen inútilmente en la producción de los géneros equinocciales, supuesto que se podrían conseguir en otras partes a menos costa200; y estos gastos los pagan los consumidores sin utilidad de nadie. La otra parte pagada igualmente por el consumidor, sirve para proporcionar riquezas a los que tienen haciendas en las colonias y a los negociantes que trafican en géneros coloniales. Estas riquezas, que son verdaderas contribuciones impuestas a los pueblos y reunidas en un corto número de manos, llaman mucho la atención, y son lo que entiende el vulgo cuando habla de los ricos productos de las colonias y del comercio colonial. Casi todas las guerras del siglo XVIII han nacido del empeño en conservar estos pretendidos productos; y por la misma causa se han creído obligadas las potencias de Europa a mantener con gastos muy crecidos administraciones civiles y judiciales, marina y establecimientos militares en las extremidades del mundo201.

Cuando fue nombrado Poivre Intendente de la Isla de Francia, se convenció de que en los cincuenta años que habían pasado desde que se fundó aquella colonia, había costado ya a la Francia su conservación 60 millones de francos, continuaba ocasionándole grandes gastos, y no le producía nada absolutamente202.

Es verdad que los sacrificios que se habían hecho entonces, y se hicieron después para conservar la Isla de Francia, tenían también por objeto conservar los establecimientos de las Indias orientales; pero cuando se sepa que estos han costado aun mucho más, ya al gobierno, ya a los accionistas de la antigua y nueva compañía, será preciso convenir en que se ha pagado muy cara a la Isla de Francia la ventaja de sufrir grandes pérdidas en Bengala y en Coromandel.

Se puede aplicar el mismo raciocinio a las posiciones puramente militares que se han tomado en las otras tres partes del mundo. En efecto, si se pretendiese que se ha conservado a mucha costa un establecimiento, no para aprovecharse de él, sino para extender y asegurar el poder de la metrópoli, se pudiera responder del mismo modo. Este poder no es útil, cuando se ejerce a larga distancia, sino para asegurar la posesión de las colonias; y si las colonias mismas no son una ventaja ¿a qué fin comprar tan cara su conservación?203

La pérdida de las colonias inglesas de la América septentrional fue una verdadera ganancia para Inglaterra204, y es este un hecho que no he visto disputado en ninguna parte. Sin embargo, para tratar de conservarlas, hizo durante la guerra de América un gasto extraordinario e inútil de más de mil y ochocientos millones de francos. ¡Cálculo deplorable! La Inglaterra hubiera podido ganar lo mismo, esto es, hacer independientes sus colonias sin gastar en esto un maravedí, conservar la sangre de sus soldados, y mostrarse generosa a los ojos de la Europa y en las páginas de la historia205. Los desaciertos que cometió el gobierno de Jorge III durante la guerra de la revolución de América, desaciertos que por desgracia sostuvo un parlamento corrompido y una nación orgullosa, fueron imitados por Bonaparte, cuando quiso volver a sojuzgar la Isla de Sto. Domingo; y solamente la distancia y el mar pudieron impedir que esta guerra fuese tan fatal como la de España; siendo así que la independencia de Sto. Domingo, reconocida de un modo franco y liberal podía a proporción ser tan útil comercialmente a la Francia como lo fue a la Inglaterra la de los Estados Unidos206, porque ya es tiempo de dejar a un lado los lamentos a que da lugar la pérdida de nuestras colonias, como si éstas hubiesen sido el manantial de la prosperidad de Francia. En primer lugar, la Francia goza ahora de más prosperidad que cuando tenía colonias: de lo cual, es buen testigo su población. Sus rentas, antes de la revolución, no podían alimentar más que a 25 millones de habitantes; y ahora (en 1819) alimentan a 30 millones. En segundo lugar, es necesario no tener idea de los primeros principios de la Economía política para figurarse que en el hecho de perder la Francia sus colonias, perdió también el comercio que hacia en ellas. ¿No compraba los géneros de la colonia con productos de su propia creación? Si después ha comprado géneros equinocciales, aunque haya sido por conducto de sus enemigos ¿no los ha pagado con productos creados también por ella misma?

Convengo en que la ignorancia y las pasiones de los gobiernos le han hecho pagar los mismos géneros mucho más caros de lo que debía haberlos pagado; pero ahora que los paga por su tasa natural (salvo los derechos de entrada) y los paga con sus productos ¿qué es lo que ha perdido? Nada. Las borrascas políticas han cambiado el curso de este comercio: no siendo ya preciso que el azúcar y el café nos lleguen exclusivamente por Nantes y Burdeos, han debido decaer estas ciudades; pero consumiendose en Francia tanto azúcar y café por lo menos como se consumía anteriormente, lo que no viene por Nantes y Burdeos, pasa por otras fronteras. La Francia no tiene para pagar estas mercancías sino lo que tenía anteriormente, quiero decir, los productos de su suelo, de sus capitales e industria; porque esto y nada más es lo que tiene todo país para comprar lo que no roba; y aun habría ganado mucho la Francia con el comercio que reemplaza al que hacía con sus colonias, si no fuese por la continua lucha que hay entre las ideas rancias y el curso natural de las cosas.

Se me dirá que las colonias suministran ciertos géneros que sólo se dan en ellas; y que si no poseemos algún rincón de aquel territorio privilegiado por la naturaleza de penderemos de la nación que se apodere de él, la cual tendrá la venta exclusiva de los productos coloniales y nos los hará pagar al precio que quiera.

Pero está actualmente demostrado que los géneros que con impropiedad llamamos coloniales, se dan y prevalecen entre los trópicos donde quiera que las localidiades se prestan a su cultivo, sin excluir las especerias de las Molucas, que se cultivan con buen éxito en Cayena, y probablemente en otros muchos parajes. Entre todos los comercios era quizá el más exclusivo el que hacían de estas especerias los Holandeses, pues ellos eran los únicos que poseían las únicas islas que las producen, y no dejaban que nadie se acercase a ellas. ¿Ha carecido la Europa de estos productos? ¿Los ha pagado a peso de oro? ¿Deberemos llorar el no haber comprado a costa de doscientos años de guerras, de veinte combates navales, de algunos centenares de millones de francos, y de la sangre de quinientos mil hombres, la ventaja de pagar algunos sueldos menos la pimienta y el clavo?

Nótese que este ejemplo es el más favorable al sistema colonial; porque es difícil suponer que la provisión del azúcar; de un producto que se cultiva en la mayor parte de Asia, África y América, pudiese estancarse como la de las especerías; ¿y aun se arrebata esta última a la codicia de los poseedores de las Molucas, sin disparar un tiro?

Los antiguos ganaban amigos, por medio de sus colonias, en todo el mundo entonces conocido; pero los pueblos modernos sólo han sabido hacer en las suyas súbditos, esto es, enemigos. Como los gobernadores enviados por la metrópoli no piensan pasar toda la vida en el país que administran y gozar en él del sosiego y de la estimación pública, no tienen interés en hacerle féliz y verdaderamente rico. Saben que serán respetados en la metrópoli a proporción del caudal con que vuelvan a ella, y no en razón de la conducta que hayan observado en la colonia: y si a esto se añade el poder casi discrecionario que es preciso conceder al que va a gobernar países muy distantes, tendremos todos los principios de que se componen en general las peores administraciones.

Mas siendo muy poco lo que se puede contar con la moderación de los gobernantes, porque son hombres, y como por otra parte participan lentamente de los progresos de las luces, a causa de que hay una multitud de agentes civiles, militares, empleados en rentas y negociantes, que tienen grande interés en hacer más y más impenetrable el velo que los rodea, y en embrollar unas cuestiones que si no fuera por ellos serían muy sencillas, sólo nos es dado esperar del curso natural de las cosas la ruina de un sistema que por espacio de trescientos o cuatrocientos años ha disminuido mucho las inmensas ventajas que los hombres de las cinco partes del mundo207 han sacado u deben sacar de sus grandes descubrimientos y del movimiento extraordinario de su industria desde el siglo XVI.




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Capítulo XX

De los viajes y de la expatriación con respecto a la riqueza nacional


Cuando llega a Francia un viajero extranjero, y gasta diez mil francos no se ha de creer que los gana la Francia. El viajero compra con estos diez mil francos unos valores que destruye: lo cual es lo mismo que si habiendo permanecido en país extranjero hubiese hecho llevar de Francia los géneros que ha consumido en ella. El efecto es el mismo, que el de un comercio hecho con otro país en que no se gana el principal del valor suministrado, sino solamente un beneficio mayor, o menor sobre este principal.

No se ha hecho hasta ahora esta reflexión; porque fundándose en el principio de que el único valor real es el que se muestra bajo la forma de un metal, se veía a la llegada de un extranjero un valor de diez mil francos traído en oro u en plata, y se llamaba esto una ganancia de diez mil francos, como si el sastre que viste al extranjero, el fondista que le mantiene, el joyero que le surte de alhajas, no le suministrasen ningún valor en cambio de su dinero y ganasen todo lo que importan sus cuentas.

La ventaja que proporciona consiste en los provechos o ganancias del comercio de los objetos que se le venden; y esta ventaja no debe despreciarse, porque todo aumento de comercio es un bien208. Sin embargo, conviene reducirla a su justo valor, para preservarse de las locas profusiones a cuya costa se ha creído que era necesario adquirirla. Un autor de los más ponderados en cuanto a conocimientos comerciales, dice que: «los espectáculos deben ser muy grandes, muy magnificos y en número considerable; y que este es un comercio en que la Francia recibe siempre sin dar». Pero es muy al contrario, porque la Francia da, esto es, pierde la totalidad de los gastos; de espectáculos, los cuales no tienen otra ventaja que el placer que proporcionan, y no suministran, en reemplazo de los valores que consumen, ningún otro valor. Pueden ser cosas muy agradables como diversión; pero son seguramente cosas muy ridículas como cálculos.¿Qué juicio se formaría de un mercader que diese bailes en su tienda, pagase titiriteros, y distribuyese refrescos con el objeto de que prosperase su comercio?

Por otra parte ¿es seguro que una fiesta, o un espectáculo, por magnificos que se supongan, atraigan muchos extranjeros? ¿No acudirán estos mucho más por razón del comercio, de los ricos tesoros de antigüedades, de un gran número de obras primorosas del arte, que no se encuentran en ningún otro país, del clima, de aguas y baños singularmente favorables a la salud, del deseo de visitar ciertos lugares célebres por grandes acontecimientos y de aprender una lengua que se ha hecho muy general? Yo me inclino a creer que el goce de algunos placeres fútiles jamás ha atraído mucha gente cuando han mediado largas distancias. Se andan algunas leguas por ver un espectáculo o una fiesta; pero rara vez se emprende un viaje con este motivo. No, es verosímil que el deseo de ver el teatro de la ópera de París sea la causa que mueva a tantos Alemanes, Ingleses e Italianos a visitar en tiempo de paz la capital de Francia, que por fortuna tiene derechos mucho más justos a la curiosidad general. Los españoles miran sus corridas de toros como un espectáculo sumamente divertido y vistoso; y sin embargo no creo que sean muchos los franceses que hayan hecho un viaje a Madrid para lograr esta diversión. Semejantes espectáculos son frecuentados por los extranjeros que han pasado al país con otros motivos; pero no es esto lo que los impele a emprender sus viajes.

Las ponderadas fiestas de Luis XIV producían un efecto aun más perjudicial, porque no se gastaba en ellas el dinero de los extranjeros, sino el de los franceses que acudían de las provincias para disipar en algunos días lo que hubiera bastado para la manutención de sus familias por espacio de un año; de suerte que perdían allí los franceses lo que se consumía por mano del Rey, y cuyo valor se recaudaba por medio de las contribuciones, como también lo que se consumía por mano de los particulares. Se perdía el principal de las cosas consumidas, para que algunos mercaderes lograsen ganancias sobre este principal, cuando las hubieran logrado del mismo modo, dando un curso más útil a sus capitales y a su industria.

La adquisición verdaderamente útil para una nación es la de un extranjero que se establece en ella llevando consigo todos sus bienes; porque así adquiere la nación dos manantiales de riquezas, a saber, industria y capitales, lo que equivale a un aumento de territorio sin contar el de una población preciosa, cuando el extranjero lleva al mismo tiempo afecto y virtudes. «Al advenimiento de Federico Guillermo a la regencia, dice el Rey de Prusia en su historia de Brandemburgo209, no se fabricaban en aquel país sombreros, medias, sargas, ni ninguna tela de lana. La industria de los Franceses nos enriqueció con todas estas manufacturas. Ellos establecieron fábricas de paños, de estameñas, de telas ligeras, de gorros, de medias de telar; hicieron sombreros de castor, de pelo de conejo, y de liebre, y todo género de tintes. Algunos de aquellos refugiados abrieron tiendas, y vendieron por menos los productos de la industria de los otros. Berlín tuvo plateros, joyeros, relojeros y escultores; y los Franceses que se establecieron en las llanuras, cultivaron el tabaco, y produjeron excelentes frutos eu un país arenoso, que mediante su actividad y esmero llegó a convertirse en huertas admirables».

Mas si la expatriación acompañada de industria, de capitales y de afecto es una pura ganancia para la patria adoptiva, no hay pérdida más lastimosa para la patria abandonada. Así, decía con mucha razón la Reina Cristina de Suecia, hablando de la revocación del edicto de Nantes, que Luis XIV se había cortado el brazo izquierdo con el derecho.

No se crea que es posible precaver esta desgracia con leyes coercitivas. No se detiene por fuerza a un ciudadano si no se le encarcela; ni se le priva de la disposición de sus bienes a no confiscárselos. Prescindiendo del fraude que frecuentemente es imposible impedir ¿no puede convertir sus propiedades en mercancías cuya salida está permitida y aun sea fomentada, y dirigirlas o hacer que se dirijan a país extranjero? ¿No es esta exportación una pérdida real de valor? ¿Qué medio tiene un gobierno para adivinar que no será seguida de un retorno?210

El mejor modo de detener a los hombres y de atraerlos, es ser justo y bueno con ellos, y asegurar a todos el goce de los derechos que miran como más preciosos: la libre disposición de sus personas y bienes, la facultad de ir y venir, de quedarse, de hablar, de leer y de escribir con entera seguridad.

Examinados nuestros medios de producción, e indicadas las circunstancias en que se emplean con más o menos fruto, sería un trabajo inmenso y ajeno de mi asunto detenerme a recorrer todos los diferentes géneros de productos de que se componen las riquezas del hombre; sobre lo cual pudieran escribirse muchos tratados particulares. Pero hay entre estos productos uno cuya naturaleza y uso no son bien conocidos, y sirven mucho para ilustrar la materia de que se trata. Por eso, antes de acabar la primera parte de esta obra me determino a hablar de las monedas, considerando también el gran papel que hacen en el fenómeno de la producción, como que son el principal agente de nuestros cambios.




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Capítulo XXI

De la naturaleza y uso de las Monedas



- I -

Consideraciones generales


En una sociedad, por poco civilizada que esté, no produce cada individuo, todo lo que exigen sus necesidades; y aun sucede muy rara vez que una sola persona llegue a crear un producto completo; pero aun cuando cada productor hiciese por sí solo todas las operaciones productivas indispensables para completar un producto, sus necesidades no se limitan a una sola cosa, sino que son sumamente variadas: y así cada productor se ve obligado a proporcionarse todos los demás objetos de su consumo, cambiando lo que le sobra de aquello que produce en un solo género, por los demás productos que le son necesarios.

Se puede observar aquí de paso que no conservando cada persona para su uso sino la parte más pequeña de lo que produce; el hortelano, por ejemplo, la parte más pequeña, de las legumbres que coje, el panadero la parte más pequeña del pan que cuece, et zapatero la parte más pequeña, del calzado que hace, y así de los demás; se puede observar, digo, que la mayor parte o casi todos los productos de la sociedad se consumen a consecuencia de un cambio.

Por esta razón se ha creído falsamente que los cambios eran el fundamento, esencial de la producción de las riquezas, y sobre todo, del comercio, cuando solo hacen un papel accesorio; de suerte que si cada familia, (como se ve en algunos establecimientos del Oeste en los Estados Unidos) produjese la totalidad de los objetos de su consumo, podría pasar así la sociedad aunque no se hiciese en ella ninguna especie de cambios.

En lo demás, sólo hago esta observación con el fin de que se formen ideas exactas sobre los primeros principios.

La prueba de que conozco bien cuan favorables son los cambios para extender la producción, es que ha comenzado por establecer que son indispensables en el estado de adelantamiento de las sociedades.

Establecida la necesidad de los cambios, detengámonos un momento y consideremos cuán difícil sería a los diferentes miembros de que se componen nuestras sociedades, y que por lo común son productores en un sólo ramo u a lo sumo en un corto número de ellos, cuando aun los más indigentes son consumidores de una multitud de productos distintos; cuán difícil sería, digo, que cambiasen lo que producen por las cosas que necesitan, si fuese preciso hacer estos cambios en especie.

Iría el cuchillero a casa del panadero, y le ofrecería cuchillos por pan; pero el panadero los tiene, y lo que necesita es un vestido: busca al sastre, quisiera pagarle con pan; pero el sastre ha hecho ya su provisión y tiene necesidad de carne. Estos ejemplos pudieran multiplicarse sin fin.

Para allanar esta dificultad, no pudiendo el cuchillero, hacer aceptar al panadero una mercancía de que no tiene necesidad, procurará por lo menos ofrecerle otra que le sea fácil cambiar por todos las géneros que puedan hacerle falta. Si hay en la sociedad una mercancía que sea apetecida no por razón de los servicios que pueda prestar por sí misma, sino a causa de la facilidad que se encuentra en cambiarla por todos los productos necesarios para el consumo, una mercancía de que pueda darse una cantidad cuyo valor sea exactamente proporcionado al de la cosa que se quiere adquirir, aquella será únicamente la que el cuchillero trate de proporcionarse en cambio de sus cuchillos, porque le ha enseñado la experiencia que con ella le será fácil, por medio de otro cambio adquirir pan o cualquiera otro género que pueda necesitar.

Esta mercancía es la moneda.

Las dos cualidades pues que en igualdad de valor hacen que se prefiera la moneda corriente del país a cualquiera otra especie de mercancía son:

1.º Que puede, como admitida para que sirva de intermedio en los cambios, convenir a todos los que tienen que hacer algún cambio u alguna compra, esto es, a todo el mundo. No habiendo nadie que no esté seguro de que ofreciendo moneda, ofrece una mercancía que convendrá a todos, está seguro por el mismo hecho de poder adquirir con un sólo cambio todos los objetos de que puede tener necesidad; al paso que si tuviese en su poder cualquiera otro producto, no podría estar seguro de que este acomodaría al poseedor del producto que él quisiese adquirir.

2.º Que puede subdividirse de modo que forme exactamente un valor igual al que se quiere comprar: y así es que conviene a todos los que tienen que hacer compras, esto es, a todo el mundo. Se procura pues cambiar por numerario el producto de que hay un sobrante (que es en general el que se fabrica) porque además del motivo de que se acaba de hablar, se tiene la seguridad de poder adquirir, con el valor del producto vendido, otro producto igual solamente a una fracción o bien a un múltiplo del valor del objeto vendido; y porque se pueden comprar como se quiera, en muchas veces y en diversos lugares, los objetos que se trata de recibir en cambio del que se ha vendido.

En una sociedad muy adelantada, en que las necesidades de cada individuo son muchas y muy diferentes, y en que las operaciones productivas están repartidas en muchas manos, son los cambios aun más indispensables, llegan a hacerse más complicados, y por consiguiente es mayor la dificultad de efectuarlos en especie. Si un hombre, por ejemplo, en vez de hacer un cuchillo entero, no hace más que los mangos, como sucede en las ciudades en que hay grandes fábricas de cuchillería, este hombre no produce una sola cosa que pueda serle útil; porque nada podrá hacer de un mango de cuchillo sin hoja. Él no puede consumir la más pequeña parte de lo que produce: con que forzosamente habrá de cambiarlo todo por las cosas que le son necesarias, esto es, por pan, carne, lienzo, &c.; pero ni el panadero, ni el carnicero, ni el tejedor tienen necesidad, en ningún caso, de un producto que sólo puede convenir al fabricante de cuchillos, el cual no puede dar en cambio carne o pan, pues que no lo produce: es pues necesario que dé una mercancía que, según la costumbre del país, se pueda esperar cambiarla fácilmente por la mayor parte de los demás géneros.

Así, es tanto más necesaria la moneda cuanto más civilizado está el país, y más adelantada la separación de las ocupaciones. Sin embargo, ofrece la historia ejemplos de naciones bastante considerables, en que fue desconocido el uso de la mercancía-moneda como sucedió entre los Mexicanos211, los cuales aun en la época en que fueron subyugados por los Españoles, empezaban a emplear como moneda en su comercio menudo granos o almendras de cacao.

He dicho que era la costumbre y no la autoridad del gobierno la que daba la calidad de moneda a cierta mercancía más bien que a otra, pues aunque la moneda esté acuñada en forma de escudos, el gobierno no obliga a nadie, (a lo menos en los tiempos en que se respeta la propiedad) a dar su mercancía por escudos. Si al hacer un ajuste se conviene en recibir escudos en cambio de otro género, no es por razón del sello. Se da y se recibe moneda tan libremente como cualquiera otra mercancía, y se cambia, siempre que se juzga más conveniente, un género por otro por un tejo de oro u por una barra de plata. Se reciben pues con preferencia a cualquiera otra mercancía, por la única razón de que se sabe por experiencia que convendrán los escudos a los propietarios de las mercancías que podrán necesitarse. Esta libre preferencia es la sola autoridad que da a los escudos el uso de moneda: y si hubiese razones para creer que con una mercancía distinta de los escudos, con trigo, por ejemplo, se podrían comprar más fácilmente las cosas de que se supone que se podrá tener necesidad, no se querría dar las mercancías por escudos, se pediría trigo en cambio de ellas, y entonces vendría el trigo a ser moneda; como ha sucedido cuando era de papel la moneda reconocida por el gobierno, y no se tenía confianza en su valor.

Es pues la costumbre y no la ley de un país la que hace que cierta mercancía, inclusos los escudos, sea moneda más bien que otra mercancía cualquiera212.

Repitiéndose con más frecuencia que otro alguno el cambio de cualquier producto por mercancía-moneda se le ha dado un nombre particular. Recibir moneda en cambio es vender, darla es comprar.

Tal es el fundamento del uso de la moneda. No se crea que estas reflexiones son una especulación meramente curiosa. Todos los raciocinios, todas las leyes y reglamentos relativos a esta materia, deben estribar en estos principios. El edificio que se levantase sobre otra basa, no tendría hermosura ni solidez, y correspondería mal al objeto de su destino.

A fin de ilustrar las cualidades esenciales de la moneda y los principales accidentes que pueden tener relación con ella, trataré de estas materias en párrafos particulares, y procuraré que a pesar de esta división se pueda seguir fácilmente, prestando una atención regular, el hilo que las une, y combinarlas después de tal modo que se comprenda el juego total de este mecanismo, y la naturaleza de los desórdenes que suelen causar en él las necedades de los hombres o los acontecimientos casuales.




- II -

De la materia con que se hacen las monedas


Si, como se ha visto en el párrafo anterior se limita el uso de las monedas a servir de intermedio en el cambio de la mercancía que se quiere vender por la que se quiere comprar, poco importa la elección de la materia de las monedas. No se busca la moneda para servirse de ella como de un alimento, de un mueble o de un abrigo, sino, para revenderla, por decirlo así, para volver a darla en cambio de un objeto útil, así como se recibió en cambio de otro objeto útil. No es pues la moneda un objeto de consumo: se expende sin alteración sensible; y puede ser indiferentemente de oro, de plata, de cuero y de papel, sin que por eso, deje de servir para los mismos fines.

Sin embargo, es necesario para este efecto, que tenga un valor propio, porque cuando el vendedor se desprende de un objeto que tiene un valor, quiere recibir otro objeto que tenga un valor igual.

Hay algunas otras cualidades menos esenciales que aumentan todavía la comodidad de las monedas: La substancia que no reune todas estas diversas cualidades es de un uso incómodo, y por lo mismo no se puede esperar que este uso llegue a hacerse muy general ni dure mucho tiempo.

Dice Homero que la armadura de Diomedes había costado nueve bueyes. Si un guerrero hubiese querido comprar una armadura que sólo hubiera valido la mitad que aquella ¿cómo le habría sido posible pagar cuatro bueyes y medio? Es pues necesario que la mercancía que sirve de moneda, pueda proporcionarse, sin alteración, a los diversos productos que se trate de adquirir en cambio, y dividirse en fracciones tan pequeñas que el valor que se da pueda igualarse perfectamente con el valor de lo que se recibe.

Cuentan que en Abisinia sirve de moneda la sal. Si hubiese en Francia el mismo uso, sería necesario que el que fuese al mercado llevase consigo una montaña de sal para pagar sus provisiones. Es pues preciso que la mercancía que sirve de moneda no sea tan común que no se pueda cambiar sino transportando masas enormes de ella.

Dicen que en Terra-Nova se sirven del bacalao como de moneda, y Smith habla de una aldea de Escocia donde se usa de clavos para el mismo efecto213. Además de los muchos inconvenientes a que están expuestas estas materias, se puede aumentar rápidamente, su masa casi tanto como se quiera, lo que produciría en poco tiempo gran variación en su valor; y nadie está despuesto a recibir corrientemente una mercancía que de un momento a otro puede perder la mitad o las tres cuartas partes de su valor. Es pues necesario que la mercancía que sirve de moneda sea de una extracción bastante difícil para que aquellos que la reciben no teman verla envilecida en muy poco tiempo.

En las Maldivas, y en algunas otras partes de la India y de África, se sirven en lugar de moneda, de una especie de conchas llamadas cauris, que no tienen ningún valor intrínseco, sino es en algunas poblaciones que las usan como adorno. Esta moneda no podría bastar para naciones que traficasen con una gran parte del globo, pues sería demasiado incómoda para ellas una mercancía-moneda que no tuviese curso fuera de los límites de cierto territorio; y tanto mayor es la disposición para recibir en cambio una mercancía, cuanto mayor es el número de parajes donde esta misma mercancía es también admitida del mismo modo.

No se debe pues extrañar que todas las naciones comerciantes del mundo se hayan decidido a elegir los metales para que les sirviesen de moneda; y una vez que lo ejecutaron así las más industriosas y comerciantes, hubo de convenir a las demás hacer lo mismo.

En las épocas en que eran raros los metáles que hoy son los más comunes, se contentaban con ellos los pueblos. La moneda de los Lacedemonios era de hierro, y la de los primeros Romanos de cobre; pero al paso que se fue sacando de la tierra mayor cantidad de hierro y de cobre, tuvieron estas monedas los inconvenientes anexos a los productos de demasiado poco valor214, y hace mucho tiempo que los metales preciosos, esto es, el oro y la plata, son la moneda más generalmente adoptada.

Son singularmente a propósito para este uso, porque se dividen en tantas pequeñas porciones como necesitamos, y se reúnen de nuevo sin perder sensiblemente en el peso ni en el valor; de modo que se puede proporcionar su cantidad al valor de la cosa que se compra.

En segundo lugar, los metales preciosos son de una calidad uniforme en toda la tierra. Un gramo215 de oro puro, ya se saque de las minas de América o de Europa, o ya de los ríos de África, es exactamente igual a otro gramo de oro puro. Ni el tiempo, ni la humedad, ni el aire alteran esta cualidad, y el peso de cada parte de metal es por consiguiente una medida exacta de su cantidad y de su valor comparado con cualquiera otra parte. Dos gramos de oro tienen cabalmente doble valor que un gramo del mismo metal.

La dureza del oro y de la plata, sobre todo por medio de la liga que admiten, hace que resistan a una frotación bastante considerable, por lo que son a propósito para una circulación rápida, bien que en esta parte son inferiores a muchas piedras preciosas.

No son tan escasos, ni por consiguiente tan caros que la cantidad de oro y de plata equivalente a la mayor parte de la mercancías se oculte por su pequeñez a la acción de los sentidos; ni son todavía tan comunes que se necesite transportar una inmensa cantidad de ellos para transportar un valor considerable. Quizá dentro de muchos siglos estarán expuestos a este inconveniente, sobre todo si se descubren nuevas y abundantes minas. Entonces podrá suceder que se haga moneda con platina o con otros metales que todavía no conocemos.

En fin, el oro y la plata son susceptibles de recibir marcas y sellos que certifiquen el peso de las piezas y el grado de su pureza.

Aunque los metales preciosos que sirven de moneda tengan por lo común una liga de cierta cantidad de un metal más común, como el cobre, se desprecia el valor del metal común con que se hace aquella liga, no porque este metal común no tenga ningún valor en sí mismo, sino por que si se tratase de separarle, esta operación costaría más de lo que pudiera valer el metal común que se sacase. Por esta razón no se considera en una pieza de metal precioso que tiene liga, sino la cantidad de metal precioso puro que contiene216.



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