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ArribaAbajoParte Tercera

Del conocimiento y la probabilidad



ArribaAbajoSección I

Del conocimiento


Existen siete géneros diferentes de relaciones filosóficas13, a saber: semejanza, identidad, relaciones de tiempo y lugar, relación de cantidad o número, grados en alguna cualidad, oposición y causalidad. Estas relaciones pueden dividirse en dos clases: las que dependen enteramente de las ideas que comparamos entre sí y las que pueden cambiar sin cambio alguno en las ideas. Por la idea de un triángulo descubrimos la relación de igualdad que sus tres ángulos tienen con dos rectos, y esta relación es invariable, mientras que nuestra idea permanece la misma. Por el contrario, las relaciones de contigüidad y distancia entre dos objetos pueden cambiarse meramente por una alteración de su lugar sin cambio alguno de los objetos mismos o de sus ideas, y el lugar depende de muchos accidentes diferentes que no pueden ser previstos por el espíritu. Lo mismo sucede con la identidad y la causalidad. Dos objetos, aunque semejantes en absoluto y aun apareciendo en el mismo lugar en tiempos diferentes, pueden ser diferentes numéricamente, y como la fuerza por la que un objeto produce otro no puede jamás descubrirse meramente por su idea, es evidente que causa y efecto son relaciones de las que nos informamos por la experiencia y no por el razonamiento o reflexión abstracta. No existe ningún fenómeno particular, aun el más simple, que pueda ser explicado por las cualidades de los objetos tal como se nos aparecen o que pueda ser previsto sin la ayuda de nuestra memoria y experiencia.

Resulta, por consiguiente, que de estas siete relaciones filosóficas quedan sólo cuatro que, dependiendo únicamente de las ideas, pueden ser objetos del conocimiento y certidumbre. Estas cuatro son: semejanza, oposición, grados en la cualidad y relaciones de la cantidad o número. Tres de estas relaciones pueden descubrirse a primera vista y corresponden más propiamente al dominio de la intuición que al de la demostración. Cuando un objeto se asemeja a otro la semejanza se revelará ya en un principio a la vista o más bien a nuestro espíritu y rara vez requerirá un segundo examen. El caso es el mismo en la oposición y en los grados de cualidad. Nadie puede dudar de que la existencia y no existencia se destruyen entre sí y que son completamente incompatibles y contrarias, y aunque sea imposible juzgar exactamente de los grados de una cualidad, como color, sabor, calor, frío, cuando la diferencia entre ellos es muy pequeña, es, sin embargo, fácil decidir que una de ellas es superior o inferior a la otra cuando su diferencia es considerable. Apreciamos siempre esta diferencia a primera vista, sin necesidad de ninguna investigación o razonamiento.

Podemos proceder de la misma manera al determinar las relaciones de cantidad o número y podemos de una ojeada observar la superioridad o inferioridad entre números y figuras, especialmente cuando la diferencia es muy grande y notable. En cuanto a la igualdad o proporción exacta, podemos tan sólo conjeturarla partiendo de una consideración particular, excepto en muy pocos números o en porciones de extensión muy limitadas que se comprenden en un instante y en las que percibimos la imposibilidad de caer en un error considerable. En los demás casos debemos establecer las relaciones con alguna libertad o proceder de una manera más artificiosa.

He hecho observar ya que la geometría o el arte por el que fijamos las relaciones de las figuras, aunque supera con mucho en universalidad y exactitud a los juicios imprecisos de los sentidos y la imaginación, no logra jamás, sin embargo, una perfecta precisión y exactitud. Sus primeros principios se obtienen también de la apariencia general de los objetos, y esta apariencia no puede aportarnos seguridad alguna si observamos la prodigiosa pequeñez de que la naturaleza es susceptible. Nuestras ideas parecen dar una perfecta seguridad de que dos líneas rectas no pueden tener un segmento común; pero si consideramos estas ideas hallaremos que suponen siempre una inclinación sensible de dos líneas y que cuando el ángulo que forman es extremamente pequeño no poseemos un criterio tan preciso de línea recta que nos asegure de la verdad de esta proposición. Sucede lo mismo con las más de las decisiones primarias de las matemáticas.

Por consiguiente, sólo quedan el álgebra y la aritmética como las únicas ciencias en las que podemos elevar el encadenamiento del razonamiento a un elevado grado de complicación y mantener, sin embargo, una perfecta exactitud y certidumbre. Poseemos un criterio preciso por el cual juzgamos de la igualdad y relación de los números, y según corresponden o no a este criterio determinamos sus relaciones sin posibilidad de error. Cuando dos números se combinan de modo que el uno tiene siempre una unidad que corresponde a cada unidad del otro, decimos que son iguales, y precisamente por la falta de este criterio de igualdad en la extensión la geometría puede difícilmente ser estimada como una ciencia perfecta e infalible.

No estará fuera de lugar aquí el obviar una dificultad que puede surgir de mi afirmación de que, aunque la geometría no llega a la precisión y certidumbre perfecta que son peculiares de la aritmética y el álgebra, sin embargo, supera a los juicios imperfectos de nuestros sentidos e imaginación. La razón de por qué atribuyo algún defecto a la geometría es que sus principios originales y fundamentales se derivan meramente de las apariencias y puede quizá imaginarse que este defecto debe siempre acompañarla e impedirle alcanzar una mayor exactitud en la comparación de los objetos e ideas que la que nuestra vista o imaginación por sí sola es capaz de alcanzar. Yo concedo que este defecto la acompaña en tanto que la aparta de la aspiración a una plena certidumbre; pero ya que estos principios fundamentales dependen de las apariencias más fáciles y menos engañosas, conceden a sus consecuencias un grado de exactitud del que estas consecuencias, consideradas aisladamente, son incapaces. Es imposible para la vista determinar que los ángulos de un quiliágono son iguales a 1.996 ángulos rectos o hacer alguna conjetura que se aproxime a esta relación; pero cuando determina que las líneas rectas no pueden coincidir, que no podemos trazar más que una recta entre dos puntos dados, su error no puede ser de importancia alguna. Y esta es la naturaleza y uso de la geometría, a saber: llevarnos a apariencias tales que por su simplicidad no pueden hacernos caer en un error considerable.

Debo aprovechar la ocasión para proponer una segunda observación referente a nuestros razonamientos demostrativos, que es sugerida por el objeto mismo de las matemáticas. Es usual entre los matemáticos pretender que las ideas que constituyen el objeto de su investigación son de una naturaleza tan refinada y espiritual que no caen bajo la concepción de la fantasía, sino que deben ser comprendidas por una visión pura e intelectual, de la que tan sólo las facultades superiores del alma son capaces. La misma concepción aparece en muchas de las partes de la filosofía y se emplea principalmente para explicar nuestras ideas abstractas y para mostrar cómo podemos formarnos la idea de un triángulo, por ejemplo, que no sea ni isósceles, ni escaleno, ni limitada una longitud y proporción particular de los lados. Es fácil ver por qué los filósofos están tan entusiasmados con esta noción de las percepciones espirituales y refinadas, ya que por su medio ocultan muchos de sus absurdos y rehúsan someterse a las decisiones de las ideas claras, apelando a las que son obscuras e inciertas. Pero para destruir este artificio no necesitamos más que reflexionar acerca del principio sobre el que hemos insistido de que todas nuestras ideas son copia de nuestras impresiones. De aquí podemos concluir inmediatamente que, ya que todas las impresiones son claras y precisas, las ideas que son copias de ellas deben ser de la misma naturaleza y no pueden nunca, más que por nuestra culpa, contener algo tan obscuro e intrincado. Una idea es por su naturaleza más débil y tenue que una impresión; pero siendo en los restantes respectos la misma, no puede implicar un misterio muy grande. Si su debilidad la hace obscura, nuestra tarea es remediar este defecto tanto como sea posible, haciendo a la idea estable y precisa, y hasta conseguir esto es en vano pretender razonar y filosofar.




ArribaAbajoSección II

De la probabilidad y de la idea de causa y efecto


Esto es todo lo que estimo necesario observar referente a las cuatro relaciones que son el fundamento de la ciencia. En cuanto a las otras tres, que no dependen de la idea y pueden estar ausentes o presentes mientras la idea permanece la misma, será conveniente explicarlas más en particular. Estas tres relaciones son: identidad, situaciones en tiempo y lugar y causalidad.

Todo razonamiento no consiste más que en la comparación y en el descubrimiento de las relaciones constantes o inconstantes que dos o más objetos mantienen entre sí. Podemos hacer esta comparación cuando estos dos objetos se hallan presentes a los sentidos, o cuando ninguno de ellos está presente, o cuando lo está uno solo. Cuando los dos objetos están presentes a los sentidos, juntamente con la relación, llamamos a esto más bien percepción de razonamiento, y no existe en este caso una actividad del pensamiento o una acción propiamente hablando, sino una mera admisión pasiva de las impresiones a través de los órganos de la sensación. Según este modo de pensar, no podemos admitir como razonamiento las observaciones que podemos hacer referentes a la identidad y a las relaciones de tiempo y lugar, pues en ninguna de ellas el espíritu puede ir más allá de lo que está inmediatamente presente a los sentidos o descubrir la existencia real o las relaciones de los objetos. Tan sólo la causalidad produce una conexión que nos da la seguridad de la existencia o acción de un objeto que fue seguido o precedido por la existencia o acción de otro, y no pueden las otras dos relaciones usarse en el razonamiento excepto en tanto que le afectan o son afectadas por él. No existe nada en los objetos que nos persuada de que están siempre remotos o siempre contiguos, y cuando descubrimos por la experiencia y la observación que su relación en este particular es invariable, concluimos que existe alguna causa secreta que los separa o los une. El mismo razonamiento se aplica a la identidad. Suponemos fácilmente que un objeto puede continuar individualmente el mismo aunque muchas veces desaparezca y se presente de nuevo a los sentidos, y le atribuimos una identidad, a pesar de la interrupción de la percepción, siempre que concluimos que si hubiéramos mantenido nuestra vista constantemente dirigida a él nos hubiera producido una percepción invariable o ininterrumpida. Esta conclusión, que va más allá de las impresiones de nuestros sentidos, puede fundarse solamente en la conexión de causa y efecto, y de otro modo no podríamos tener seguridad alguna de que el objeto no ha cambiado, aunque el nuevo objeto pueda parecerse mucho al que estuvo primeramente presente a nuestros sentidos. Siempre que descubrimos una semejanza perfecta tal consideramos si es común en esta especie de objetos o si es posible o probable que una causa pueda operar para producir el cambio y semejanza, y según lo que determinemos referente a estas causas y efectos pronunciamos nuestro juicio concerniente a la identidad del objeto.

Resulta, pues, aquí que, de las tres relaciones que no dependen de las meras ideas, la única que puede ser llevada más allá de los sentidos e informarnos de existencias y objetos que no podemos ver o tocar es la causalidad. Debemos, por consiguiente, tratar de explicar plenamente esta relación antes de que dejemos esta cuestión del entendimiento.

Para comenzar debidamente debemos considerar la idea de la causalidad y ver de qué origen se deriva. Es imposible razonar con exactitud y entender perfectamente la idea acerca de la que razonamos, y es imposible entender perfectamente una idea sin seguirla hasta su origen y examinar la impresión primaria de la que surge. El examen di la impresión concede claridad a la idea y el examen de la idea concede una claridad igual a todos nuestros razonamientos.

Dirijamos, por consiguiente, nuestra vista a dos objetos cualesquiera de los que llamamos causa y efecto e indaguemos en todos sentidos para hallar la impresión que produce esta idea de una importancia tan prodigiosa. A primera vista percibo que no debo buscar una cualidad particular de los objetos, ya que cualquiera que sea la cualidad que elija hallo siempre algún objeto que no la posee y que, sin embargo, cae bajo la denominación de causa y efecto. De hecho no hay nada existente ni externa ni internamente que no pueda ser considerado como causa o efecto, aunque es manifiesto que no hay ninguna cualidad que corresponda universalmente a todos los seres y les conceda el derecho a esta denominación.

La idea de la causalidad debe derivarse de alguna relación entre los objetos y debemos ahora intentar descubrir esta relación. Hallo, en primer lugar, que todos los objetos que se consideran como causa y efecto son contiguos y que nada puede operar en un tiempo o lugar que se halle algo separado del de su propia existencia. Aunque los objetos distantes puedan a veces parecer producirse los unos a los otros, se halla después de más detenido examen que están enlazados por una cadena de causas contiguas entre ellas y con los objetos distantes, y cuando en un caso particular no podemos descubrir esta conexión presumimos que existe. Podemos considerar, pues, la relación de contigüidad como esencial a la de causalidad; al menos podemos suponer que lo es, según la opinión general, hasta que hallemos una ocasión más apropiada para esclarecer esta cuestión, examinando qué objetos son o no son susceptibles de yuxtaposición y enlace.

La segunda relación que haré observar como esencial para las causas y efectos no es tan universalmente reconocida, sino que se halla sometida a alguna controversia. Es esta la de la prioridad en el tiempo de la causa con respecto del efecto. Algunos pretenden que no es absolutamente necesario que una causa preceda a su efecto, sino que un objeto o acción en el primer momento de su existencia puede ejercer su cualidad productiva y dar lugar a otro objeto o acción perfectamente contemporáneo con él mismo. Pero además de que la experiencia en muchos casos parece contradecir esta opinión, podemos establecer la relación de prioridad por una inferencia o razonamiento. Es una máxima establecida en la filosofía natural y moral que un objeto que existe en algún tiempo en su plena perfección sin producir otro no es su única causa, sino que es auxiliado por algún otro principio que le saca de su estado de inactividad y le hace ejercer la energía que poseía secretamente. Ahora bien; si una causa puede ser totalmente contemporánea de su efecto, es cierto, según esta máxima, que todas las causas deben serlo, ya que si alguna de ellas retrasa su actuación un momento no se ejercita en el tiempo individual debido, en el que podía haber operado, y, por consiguiente, no es una causa propiamente dicha. La consecuencia de esto no sería nada menos que la destrucción de la sucesión de causas que observamos en el mundo y de hecho la total aniquilación del tiempo, pues si una causa fuese contemporánea de su efecto y este efecto de sus efectos, y así sucesivamente, es claro que no existiría nada semejante a la sucesión y que todos los objetos deberían ser coexistentes.

Si este argumento aparece satisfactorio, bien: si no, ruego al lector me conceda la misma libertad que yo me he tomado en el caso precedente suponiendo que lo es, pues hallará que la cosa no tiene gran importancia. Habiendo así descubierto o supuesto que las dos relaciones de contigüidad y sucesión son esenciales a las causas y efectos, hallo que me encuentro detenido y no puedo proseguir adelante, considerando un caso particular de causa y efecto. El movimiento en un cuerpo se considera, mediante el choque, como causa del movimiento en otro. Cuando consideramos estos objetos con la mayor atención, hallamos que un cuerpo se aproxima al otro y que el movimiento de uno precede al del otro, pero sin un intervalo sensible. Es en vano torturarnos con una reflexión y pensamiento ulterior sobre este asunto. No podemos ir más lejos considerando este caso particular.

Si alguno quisiese dejar este caso y pretender definir una causa diciendo que es algo productivo de otra cosa, es evidente que no dirá nada. Pues ¿qué entiende por producción? ¿Puede dar una definición de ella que no sea lo mismo que la de causalidad? Si lo puede, deseo que me la presente; si no puede, se mueve en un círculo y da términos sinónimos en lugar de una definición.

¿Debemos contentamos con estas dos relaciones de contigüidad y sucesión como aportándonos una idea completa de la causalidad? De ningún modo. Un objeto puede ser contiguo y anterior a otro sin ser considerado como su causa. Existe una conexión necesaria que debe ser tenida en consideración, y esta relación es de mucha mayor importancia que ninguna de las dos antes mencionadas.

Aquí de nuevo investigo el objeto en todos sentidos para descubrir la naturaleza de esta conexión necesaria y hallar la impresión o impresiones de las que esta idea puede ser derivada. Cuando dirijo mi vista a las cualidades conocidas de los objetos descubro inmediatamente que la relación de causa y efecto no depende en lo más mínimo de ellas. Cuando considero sus relaciones no puedo hallar ninguna más que las de contigüidad y sucesión, que ya he considerado como imperfectas y no satisfactorias. ¿Debe hacerme afirmar la falta de esperanza en el éxito que yo poseo aquí una idea que no va precedida de una impresión similar? Esto sería una prueba demasiado fuerte de ligereza e inconstancia, ya que el principio contrario ha sido establecido tan firmemente que no admite duda alguna, al menos hasta que hayamos examinado más plenamente la dificultad presente.

Debemos, por consiguiente, proceder del mismo modo que aquellos que, buscando algo que les está oculto y no hallándolo en el lugar que esperan, van a dar a los campos vecinos sin una idea clara de su designio, esperando que su buena fortuna los guíe por último hacia lo que buscan. Es necesario para nosotros abandonar la consideración directa de la cuestión referente a la naturaleza de la conexión necesaria que entra en nuestra idea de causa y efecto y tratar de hallar algunas otras cuestiones cuyo examen nos aporte quizá una indicación que pueda servirnos para aclarar la dificultad presente. De estas cuestiones se presentan dos que debo proceder a examinar y que son las que siguen:

Primera. ¿Por qué razón declaramos necesario que algo cuya existencia ha comenzado debe tener también una causa?

Segunda. ¿Por qué concluimos que tales causas particulares deben tener necesariamente tales efectos particulares, y cuál es la naturaleza de esta inferencia que hacemos de las unas a los otros y de la creencia en que nos basamos?

Haré observar antes de que vaya más lejos que aunque las ideas de causa y efecto se derivan tanto de las impresiones de reflexión como de las de sensación, sin embargo, a causa de la brevedad, menciono corrientemente sólo las últimas, como el origen de estas ideas, aunque deseo que todo lo dicho de ellas pueda hacerse extensivo a las primeras. Las pasiones se hallan enlazadas con sus objetos y con otras pasiones lo mismo que los cuerpos externos se hallan enlazados entre sí. La misma relación, pues, de causa y efecto que corresponde a los unos debe ser común a todos ellos.




ArribaAbajoSección III

Por qué una causa es siempre necesaria


Para comenzar con la primera cuestión, referente a la necesidad de la causa, es una máxima general en filosofía que todo lo que comienza a existir debe tener una causa de su existencia. Esto se admite como cierto en todos los razonamientos sin que se dé o se pida una prueba. Se supone que se funda en la intuición y que es una de las máximas que, aunque pueden ser negadas de palabra, es imposible que los hombres duden en el fondo de ellas. Sin embargo, si examinamos esta máxima mediante la idea o conocimiento antes explicado, no descubriremos en ella señal alguna de una certidumbre intuitiva de este género, sino que, por el contrario, hallaremos que su naturaleza es extraña a esta especie de convicción.

Toda certidumbre surge de la comparación de las ideas y del descubrimiento de las relaciones que son inalterables, en tanto que las ideas continúan las mismas. Estas relaciones son: semejanza, relaciones de cantidad y número, grados de una cualidad y oposición, ninguna de las cuales se halla implicada en la proposición de que todo lo que tiene un comienzo tiene también una causa de existencia. Esta proposición, por consiguiente, no es intuitivamente cierta. Al menos el que afirme que es intuitivamente cierta debe negar que estas son las únicas relaciones infalibles y debe hallar alguna otra relación de este género implicada en ella; para examinar esto habrá tiempo suficiente.

Aquí, sin embargo, existe un argumento que prueba al mismo tiempo que la proposición precedente no es ni intuitiva ni demostrativamente cierta. Jamás podemos demostrar la necesidad de la causa de cada nueva existencia o nueva modificación de existencia sin mostrar a la vez la imposibilidad que existe de que algo pueda comenzar a ser sin algún principio productivo, y si la última proposición no puede ser probada debemos desesperar de llegar a ser capaces de probar la primera. Ahora bien; podemos convencernos de que la última proposición es totalmente incapaz de una prueba demostrativa considerando que todas las ideas diferentes pueden separarse las unas de las otras, y que, como las ideas de causa y efecto son evidentemente diferentes, nos será fácil concebir que un objeto no exista en un momento y exista en el próximo momento sin unir con él la idea diferente de una causa o principio productivo. Por consiguiente, la separación de la idea de una causa de la de una existencia que comienza es claramente posible para la imaginación y, por consecuencia, la separación actual de estos objetos es posible en tanto que no implica contradicción ni absurdo, y es, pues, incapaz de ser refutada por algún razonamiento que parta de meras ideas, sin el que es imposible demostrar la necesidad de una causa.

Según esto, hallaremos después del debido examen que toda demostración que ha sido presentada en favor de la necesidad de la causa es falaz y sofística. Todos los puntos del espacio y del tiempo, dicen algunos filósofos14, en los que podemos suponer que comienza a existir algún objeto son en sí mismos iguales, y a menos que no exista una causa que sea peculiar a un tiempo y a un lugar y que por este medio determine y fije la existencia, debe quedar eternamente ésta en suspenso y el objeto jamás podrá comenzar a ser por algo que fije su principio. Sin embargo, yo me pregunto si es algo más difícil suponer que el tiempo y el lugar son fijados sin causa alguna que suponer que la existencia se halla determinada de esta manera. La primera cuestión que se nos presenta en este asunto es siempre si el objeto existirá a no; la segunda, cuándo y dónde debe comenzar a existir. Si la supresión de una causa fuera intuitivamente absurda en un caso, debe serlo también en el otro, y si este absurdo no se explicase sin una prueba en un caso, la requeriría también en el otro. El absurdo, pues, de un supuesto no puede constituir jamás una prueba del otro, ya que ambos se hallan en el mismo plano y deben ser o no admitidos por el mismo razonamiento.

El segundo argumento15 que yo encuentro que se usa en este problema tropieza con la misma dificultad. Se dice que todo debe tener una causa, pues si algo careciese de causa se produciría por sí mismo, es decir, existiría antes de haber existido, lo que es imposible. Pero este razonamiento es claramente erróneo, porque supone que en nuestra negación de una causa afirmamos lo que negamos expresamente, a saber: que debe existir una causa que por consiguiente se considera que es el objeto mismo, y esto sin duda alguna es una contradicción evidente. El decir que algo es producido o, para expresarnos más propiamente, comienza a existir sin una causa, no es afirmar que es causa de sí mismo, sino que, por el contrario, al excluir todas las causas externas se excluye a fortiori la cosa misma que es creada. Un objeto que existe absolutamente sin causa no es ciertamente su propia causa, y cuando se afirma que el uno sigue a la otra se supone el punto en cuestión y se toma como cierto que es totalmente imposible que algo pueda comenzar a existir sin causa, y que por la exclusión de un principio productivo debemos recurrir a otro.

Sucede lo mismo con el tercer argumento16 que ha sido empleado para demostrar la necesidad de una causa. Todo lo que se produce sin causa es producido por nada, o, en otras palabras, no tiene nada por causa; pero nada puede jamás ser una causa como tampoco puede ser algo o igual a dos ángulos rectos. Por la misma intuición que percibimos que nada no es igual a dos ángulos rectos o no es algo, percibimos que no puede ser jamás una causa y, por consiguiente, percibimos que todo objeto tiene una causa real de su existencia.

Creo que no será necesario emplear muchas palabras para mostrar la debilidad de este argumento después de lo que he dicho del precedente. Los dos se hallan fundados en la misma falacia y se derivan del mismo giro de pensamiento. Basta observar solamente que cuando excluimos todas las causas debemos excluirlas realmente y ni suponer aun nada o el objeto mismo como causa de existencia, y, por consecuencia, no podemos obtener argumento alguno partiendo del absurdo de estos supuestos para probar el absurdo de la conclusión. Si todo debe tener una causa, se sigue que por la exclusión de otras causas debemos aceptar el objeto mismo o nada como causa; pero el punto central de la cuestión es si todo debe o no tener causa, lo que, por consiguiente, según un razonamiento preciso, no puede jamás tomarse como cierto.

Existen gentes más superficiales que dicen que todo efecto debe tener una causa, porque esto va implicado en la idea del efecto. Todo efecto supone necesariamente una causa, siendo efecto un término relativo del que causa es el correlativo. Sin embargo, esto no prueba más que todo ser deba ser precedido por una causa que se sigue de que todo marido debe tener una mujer, que todo hombre debe estar casado. El verdadero estado de la cuestión consiste en saber si todo objeto que comienza a existir debe su existencia a una causa, y esto es lo que yo afirmo que no es cierto ni intuitiva ni demostrativamente, y espero haberlo probado bastante por el razonamiento que precede.

Ya que no es por el conocimiento o por un razonamiento científico por lo que derivamos la opinión de la necesidad de una causa para cada nueva producción, dicha opinión debe necesariamente surgir de la observación y experiencia. La próxima cuestión, pues, debe ser naturalmente saber cómo la experiencia da lugar a un principio tal. Sin embargo, como encuentro que será más conveniente reducir esta cuestión a la que sigue, a saber: por qué concluimos que tales causas particulares tengan tales efectos particulares y por qué hacemos una inferencia de los unos a los otros, debemos hacer de ésta el asunto de nuestra investigación futura. Quizá se hallará, en último término, que la misma respuesta sirva para ambas cuestiones.




ArribaAbajoSección IV

De los elementos componentes de nuestros razonamientos relativos a la causa y efecto


Aunque el espíritu, en sus razonamientos de causa y efecto, dirige su vista más allá de los objetos que vemos o recordamos, no puede perderlos de vista enteramente ni razonar tan sólo sobre sus propias ideas sin alguna mezcla de impresiones, o al menos de las ideas de la memoria que son equivalentes a las impresiones. Cuando inferimos efectos partiendo de causas debemos establecer la existencia de estas causas, para hacer lo cual sólo tenemos dos caminos: la percepción inmediata de nuestra memoria o sentido o la inferencia partiendo de otras causas, causas que debemos explicar de la misma manera por una impresión presente o por una inferencia partiendo de sus causas, y así sucesivamente hasta que lleguemos a un objeto que vemos o recordamos. Es imposible para nosotros proseguir en nuestras inferencias al infinito, y lo único que puede detenerlas es una impresión de la memoria o los sentidos más allá de la cual no existe espacio para la duda o indagación.

Para dar un ejemplo de esto debemos elegir un asunto de historia y considerar por qué razón lo creemos o rechazamos. Así, creemos que César fue asesinado en el Senado en los idus de Marzo, y esto porque el hecho está establecido basándose en el testimonio unánime de los historiadores, que concuerdan en asignar a este suceso este tiempo y lugar precisos. Aquí ciertos caracteres y letras se hallan presentes a nuestra memoria o sentidos, caracteres que recordamos igualmente que han sido usados como signos de ciertas ideas; estas ideas estuvieron en los espíritus de los que se hallaron inmediatamente presentes a esta acción y que obtuvieron las ideas directamente de su existencia o fueron derivadas del testimonio de otros y éstas a su vez de otro testimonio por una graduación visible hasta llegar a los que fueron testigos oculares y espectadores del suceso. Es manifiesto que toda esta cadena de argumentos o conexión de causas y efectos se halla fundada en un principio en los caracteres o letras que son vistos o recordados y que sin la autoridad de la memoria o los sentidos nuestro razonamiento entero sería quimérico o carecería de fundamento. Cada eslabón de la cadena estaría enlazado en este caso con otro, pero no existiría nada fijo en los dos extremos de ella capaz de sostenerla en su totalidad, y, por consecuencia, no existiría ni creencia ni evidencia. Esto es realmente lo que sucede con todos los argumentos hipotéticos o razonamientos partiendo de un supuesto, por no existir en ellos ni una impresión presente ni una creencia en una existencia real.

No necesito observar que no existe una objeción precisa a la presente doctrina de que no podemos razonar sobre nuestras conclusiones o principios pasados sin recurrir a las impresiones de las que primeramente surgieron; pues aun suponiendo que estas impresiones estén enteramente borradas de la memoria, la convicción que produjeron subsiste aún y es igualmente cierto que todo razonamiento, relativo a las causas y efectos se deriva originalmente de alguna impresión, de la misma manera que la seguridad de una demostración procede siempre de una comparación de ideas, aunque continúe después que la comparación se ha olvidado.




ArribaAbajoSección V

De las impresiones de los sentidos y la memoria


En este razonamiento de la causalidad empleamos materiales que son de una naturaleza mixta y heterogénea y que, a pesar de estar enlazados, son esencialmente diferentes los unos de los otros. Todos nuestros argumentos relativos a las causas y efectos consisten en una impresión de la memoria o los sentidos y la idea de la existencia que produce el objeto, de la impresión o que es producida por ella. Por consiguiente, tenemos aquí tres cosas que explicar, a saber: primero, la impresión originaria; segundo, la transición a la idea de la causa o efecto relacionado; tercero, la naturaleza y cualidades de esta idea.

En cuanto a las impresiones que surgen de los sentidos, su causa última es, en mi opinión, perfectamente inexplicable por la razón humana y será siempre imposible decidir con certidumbre si surgen inmediatamente del objeto o son producidas por el poder creador del espíritu o se derivan del autor de nuestro ser. No es tampoco esta cuestión de importancia alguna para nuestro propósito presente. Podemos realizar inferencias partiendo de la coherencia de nuestras percepciones, ya sean éstas verdaderas o falsas, ya representen a la naturaleza exactamente o sean meras ilusiones de los sentidos.

Cuando buscamos la característica que distingue la memoria de la imaginación debemos percibir inmediatamente que no puede hallarse en las ideas simples que se nos presentan, ya que estas dos facultades toman sus ideas simples de las impresiones y no pueden ir nunca más allá de estas percepciones originales. Estas facultades tampoco se distinguen entre sí por la disposición de sus ideas complejas, pues aunque es una propiedad peculiar de la memoria el conservar el orden y posición original de sus ideas, mientras que la imaginación las altera y cambia como le place, esta diferencia, sin embargo, no es suficiente para distinguirlas por su actuación o hacérnoslas conocer la una por la otra, siendo imposible recordar las impresiones pasadas para compararlas con nuestras ideas presentes y ver si su disposición es exactamente similar. Por consiguiente, ya que la memoria no se caracteriza por el orden de sus ideas complejas ni por la naturaleza de sus ideas simples, se sigue que la diferencia entre ella y la imaginación está en su fuerza y vivacidad superior. Cuando un hombre se entrega a su fantasía para fingir alguna escena pasada de aventuras, no existiría posibilidad alguna de distinguir esto de un recuerdo de un género igual si las ideas de la imaginación no fuesen más débiles y más obscuras.

Sucede frecuentemente que, cuando dos hombres han tomado parte en una acción o un suceso, uno de ellos la recuerda mucho mejor que otro, y puede experimentar la mayor dificultad del mundo para hacer que su compañero la recuerde. Recorre en vano varias circunstancias; menciona el tiempo, el lugar, la compañía, lo que se dijo, lo que se hizo, hasta que, por último, tropieza con alguna circunstancia afortunada que despierta el todo y procura a su amigo una memoria perfecta de cada cosa. Aquí la persona que olvida concibe desde un principio todas las ideas del discurso de la otra con las mismas circunstancias de tiempo y lugar, aunque las considera como meras ficciones de la imaginación. Pero tan pronto como la circunstancia mencionada suscita su memoria, las mismas ideas aparecen con un nuevo aspecto y poseen, en cierto modo, una cualidad afectiva diferente de la que tenían antes. Sin más alteración que la de la cualidad afectiva se convierten inmediatamente en ideas de la memoria y se les presta asentimiento.

Por consiguiente, ya que la imaginación puede representarse los mismos objetos que la memoria puede ofrecemos y ya que estas facultades se distinguen solamente por la diferente cualidad afectiva de las ideas que nos presentan, será conveniente examinar cuál es la naturaleza de esta cualidad afectiva. Aquí creo que todo el mundo estará de acuerdo conmigo en que las ideas de la memoria son más fuertes y vivaces que las de la fantasía.

Un pintor que quiera representar una pasión o emoción de cualquier género tratará de tomar el gesto de una persona dominada por una emoción análoga, para vivificar nuestras ideas y darles una fuerza y vivacidad superior a la que se halla en las que son meras ficciones de la imaginación. Cuanto más reciente es la memoria, tanto más clara es la idea, y cuando después de un largo intervalo se vuelve a considerar el objeto de ella, se halla siempre que la idea se ha borrado mucho si no se ha olvidado del todo. Dudamos frecuentemente acerca de las ideas de la memoria cuando se hacen muy débiles y tenues, y somos incapaces de determinar si una imagen procede de la fantasía o la memoria cuando no se presenta tan vivamente que pueda distinguir esta última facultad. Se dice: me parece que recuerdo un suceso, pero no estoy seguro. Un largo período de tiempo casi lo ha borrado de nuestra memoria y nos deja inciertos acerca de si es o no pura creación de la fantasía.

Del mismo modo que una idea de la memoria, al perder su fuerza y vivacidad, puede degenerar en un grado tal que pueda ser tomada por una idea de la imaginación, una idea de la imaginación, a su vez, puede adquirir una fuerza tal que pase a ser una idea de la memoria y a producir sus efectos sobre la creencia y el juicio. Esto se nota en los casos de los mentirosos, que por la frecuente repetición de sus mentiras llegan a creer que las recuerdan como realidades, la costumbre y el hábito poseyendo en este caso, como en muchos otros, la misma influencia en el espíritu que la naturaleza y fijando la idea con igual fuerza y vigor.

Así, resulta que la creencia o asentimiento que acompaña siempre a la memoria y los sentidos no es sino la vivacidad de las percepciones que están presentes y que esto sólo los distingue de la imaginación. La creencia consiste en este caso en sentir una impresión inmediata de los sentidos o una repetición de esta impresión en la memoria. La fuerza y la vivacidad de la percepción son tan sólo las que constituyen el primer acto del juicio y proporcionan el fundamento del razonamiento que construimos sobre él cuando establecemos la relación de causa y efecto.




ArribaAbajoSección VI

De la inferencia de la impresión a la idea


Es fácil observar que al establecer esta relación la inferencia que realizamos de la causa al efecto no se deriva meramente de una consideración de estos objetos particulares y de una penetración de sus esencias capaz de descubrir la dependencia del uno con respecto del otro. No existe objeto alguno que implique la existencia de otro si consideramos estos objetos en sí mismos, y jamás vamos más allá de las ideas que nos formamos de ellos. Una inferencia tal aumentaría el conocimiento e implicaría la absoluta contradicción e imposibilidad de concebir algo diferente; pero como todas las ideas diferentes son separables, es evidente que no puede existir una imposibilidad de este género. Cuando pasamos de una impresión presente a la idea de un objeto es posible que hayamos separado la idea de impresión y hayamos puesto en su lugar otra idea.

Por consiguiente, sólo por experiencia podemos inferir la existencia de un objeto partiendo de la del otro. La naturaleza de la experiencia es ésta. Recordamos haber tenido frecuentemente casos de la existencia de una especie de objetos y también recordamos que los individuos de otra especie de objetos han acompañado siempre a aquéllos y han existido en un orden regular de contigüidad y sucesión con respecto a ellos. Así, recordamos haber visto la especie de objetos que llamamos llama y haber sentido la especie de sensación que llamamos calor. Igualmente recordamos su unión constante en todos los casos pasados. Sin más requisitos, llamamos a los unos causas y a los otros efectos e inferimos la existencia de los unos partiendo de la de los otros. En todos estos casos, de los que obtenemos el enlace de causas y efectos particulares, tanto las causas como los efectos han sido percibidos por los sentidos y son recordados; pero en la totalidad de los casos en que razonamos acerca de ellos existe tan sólo un miembro percibido o recordado y el otro se suple de acuerdo con nuestra experiencia pasada.

Así, al avanzar hemos descubierto insensiblemente una nueva relación entre la causa y el efecto cuando menos lo esperábamos y nos ocupábamos totalmente de otro asunto. Esta relación es su enlace constante. La contigüidad y la sucesión no son suficientes para permitirnos declarar ante dos objetos que el uno es la causa y el otro el efecto, a menos que percibamos que estas dos relaciones se mantienen firmes en varios casos. Podemos ver ahora la ventaja de abandonar la consideración directa de esta relación para descubrir la naturaleza de la conexión necesaria que constituye una parte tan esencial de ella. Podemos esperar que por este medio lleguemos por último a nuestro fin propuesto, aunque, a decir verdad, esta relación que acabamos de descubrir del enlace constante parece hacernos progresar muy poco en nuestro camino, pues no implica mas que análogos objetos han sido enlazados por análogas relaciones de contigüidad y sucesión, y parece evidente, al menos a primera vista, que por este medio no podemos jamás descubrir una nueva idea y que tan sólo podemos multiplicar, pero no ampliar los objetos de nuestra mente. Puede pensarse que lo que no sacamos de un objeto no podemos sacarlo de ciento que sean del mismo género y se asemejen en absoluto en todas sus circunstancias. Como nuestros sentidos nos muestran en un caso dos cuerpos o cualidades, en ciertas relaciones de sucesión y continuidad nuestra memoria nos presenta solamente una multitud de casos en que hallamos siempre cuerpos, movimientos o propiedades análogas en análogas relaciones. De la repetición de una impresión pasada, aunque sea al infinito, no surgirá una nueva idea original como lo es la del enlace necesario, y el número de impresiones no tiene en este caso más efecto que el limitarnos a una sola. Pero aunque este razonamiento parece exacto y manifiesto, como sería locura desesperar tan pronto, debemos continuar la marcha de nuestro discurso, y habiendo hallado que después del descubrimiento del enlace constante con los objetos hacemos siempre una inferencia de un objeto al otro, debemos examinar la naturaleza de esta inferencia y de la transición de la impresión a la idea. Quizá resultará, en último término, que el enlace necesario depende de la inferencia en lugar de depender la inferencia del enlace necesario.

Ya que resulta que la transición de una impresión presente en la memoria o los sentidos a una idea o a un objeto, que llamamos causa o efecto, se funda en la experiencia pasada y en nuestro recuerdo de su enlace constante, se nos pone ahora la cuestión de si la experiencia produce la idea por medio del entendimiento o la imaginación, de si somos determinados a hacer esta transición por la razón o por una cierta asociación o relación de percepciones. Si la razón nos determinase, procedería basándose en el principio de que casos de los que no tenemos experiencia deben asemejarse a aquellos de que tenemos experiencia y que el curso de la naturaleza continúa siendo siempre el mismo de un modo uniforme. Por consiguiente, para esclarecer este asunto consideremos todos los argumentos sobre los que se supone fundada esta proposición, y como éstos deben derivarse de nuestro conocimiento o probabilidad, dirijamos nuestra vista a cada uno de estos grados de evidencia y veamos si proporcionan una conclusión exacta de esta naturaleza.

Nuestro método precedente de razonar nos convencerá fácilmente de que no existen argumentos demostrativos para probar que los casos de que no tenemos experiencia se asemejan a aquellos de que tenemos experiencia. Podemos al menos concebir un cambio en el curso de la naturaleza, lo que prueba de un modo suficiente que este cambio no es absolutamente imposible. El formarnos una idea clara de algo constituye un argumento innegable para su posibilidad y es por sí solo una refutación de cualquier demostración pretendida en contra de él.

La probabilidad, en tanto que no descubre las relaciones de las ideas consideradas como tales, sino solamente las de los objetos, debe en cierto respecto basarse en las impresiones de nuestra memoria y sentido y en ciertos respectos también en nuestras ideas. Si no existiese una mezcla de alguna impresión en nuestros razonamientos probables, la conclusión sería totalmente quimérica, y si no existiese una mezcla de ideas, la acción del espíritu al observar la relación no sería propiamente hablando razonamiento, sino sensación. Por consiguiente, es necesario que en todo razonamiento probable exista algo presente al espíritu visto o recordado, y que partiendo de esto inferamos la existencia de algo enlazado con ello que no sea ni visto recordado.

La única conexión o relación de ideas que puede llevarnos más allá de las impresiones inmediatas de nuestra memoria y sentidos es la de causa y efecto, y esto porque es la única sobre la que puede fundarse una inferencia exacta de un objeto a otro. La idea de causa y efecto se deriva de la experiencia, que nos informa de qué objetos particulares en todos los casos pasados han ido constantemente unidos con otros del mismo género, y cuando un objeto similar a uno de éstos se presume hallarse inmediatamente presente en su impresión suponemos la existencia de otro similar a su acompañante usual. Según esta explicación de las cosas, que es, a mi parecer, de todo punto indiscutible, la probabilidad se funda en la presunción de una semejanza entre los objetos de los que tenemos experiencia y aquellos de que no tenemos ninguna y, por consiguiente, es imposible que esta presunción surja de la probabilidad. El mismo principio no puede ser a la vez la causa y el efecto de otro, y esto es quizá la única proposición concerniente a esta relación que es cierta intuitiva o demostrativamente.

Si alguien intenta eludir este argumento, y, sin determinar si nuestro razonamiento acerca de este asunto se deriva de la demostración o de la probabilidad, pretende que todas las conclusiones de causa y efecto se basan sobre un razonamiento sólido, desearé tan sólo que este razonamiento se me indique para que sea sometido a nuestro examen. Se dirá quizá que después de la experiencia del enlace constante de ciertos objetos razonamos de la siguiente manera: Un objeto cualquiera se encuentra que siempre produce otro. Es imposible que tuviese este efecto si no se hallase dotado de un poder de producción. El poder implica necesariamente el efecto y, por consiguiente, existe un fundamento exacto para hacer una conclusión partiendo de la existencia de un objeto para llegar a la de su acompañante usual. La producción pasada implica un poder; el poder implica una nueva producción, y la nueva producción es lo que inferimos partiendo del poder y de la producción pasada.

Me sería fácil mostrar la fragilidad de este razonamiento si quisiese hacer uso de las observaciones que ya he presentado de que la idea de la producción es la misma que la de causalidad y que la existencia no implica ni cierta ni demostrativamente un poder en algún otro objeto, o si fuese conveniente anticipar lo que ya tendré ocasión de indicar más adelante con referencia a la idea que nos formamos de poder y eficacia. Pero como un modo tal de proceder me parece o que debilita mi sistema, por hacer reposar una parte de él sobre otra, o que introduce una confusión en mi razonamiento, debo tratar de mantener mi afirmación presente sin una ayuda semejante.

Por consiguiente, se concederá por un momento que la producción de un objeto por otro implica un poder y que es te poder se halla enlazado con su efecto. Pero habiendo probado ya que el poder no consiste en las propiedades sensibles de la causa, y no existiendo presente a nosotros más que las cualidades sensibles, yo pregunto por qué se presume en otros casos que el mismo poder existe dada meramente la apariencia de estas cualidades. El recurrir a la experiencia pasada no decide nada en el caso presente, y lo más que puede probar es solamente que el objeto que produce otro se hallaba en este instante preciso dotado de un poder tal; pero no puede probar jamás que el mismo poder debe continuar en el mismo objeto o colección de cualidades sensibles, y mucho menos que un poder semejante va siempre unido con iguales cualidades sensibles. Si se dice que tenemos experiencia de que el mismo poder continúa unido con el mismo objeto y que objetos análogos están dotados de poderes análogos, vuelvo a hacer mi pregunta de por qué sacamos de esta experiencia una conclusión que va más allá de los casos pasados de los que tenemos experiencia. Si se responde a esta cuestión del mismo modo que a la precedente, la respuesta da aún ocasión a una nueva cuestión del mismo género, y así al infinito, lo que prueba claramente que el razonamiento precedente no tiene un fundamento exacto.

Así, no sólo nuestra razón fracasa en el descubrimiento del último enlace de causa y efecto, sino que aun después que la experiencia nos ha informado acerca de su enlace constante es imposible para nosotros convencernos por la razón de por qué debemos extender esta experiencia más allá de los casos particulares que han caído bajo nuestra observación. Suponemos, pero no somos jamás capaces de probarlo, que debe existir una semejanza entre los objetos de los cuales hemos tenido experiencia y los que se hallan más allá del alcance de nuestro descubrimiento.

Hemos encontrado ya ciertas relaciones que nos hacen pasar de un objeto a otro, aun cuando no existe una razón que nos determine a este tránsito, y podemos establecer como regla general que siempre que el espíritu, de un modo constante y uniforme, hace una transición sin razón alguna, se halla influido por estas relaciones. Ahora bien; esto es lo que ocurre precisamente en el caso presente. La razón jamás puede mostrarnos el enlace de un objeto con otro, aunque esté auxiliada por la experiencia y la observación de su enlace constante en todos los casos pasados. Así, pues, cuando el espíritu pasa de una idea o impresión de un objeto a la idea o creencia de otro no está determinado por la razón, sino por ciertos principios que asocian entre sí las ideas de estos objetos y las unen en la imaginación. Si las ideas no tuviesen mayor unión en la fantasía que los objetos parecen tenerla para el entendimiento, no podríamos hacer jamás una inferencia de causa a efecto ni podría reposar la creencia sobre hechos. La inferencia, pues, depende tan sólo de la unión de las ideas.

Los principios de unión entre las ideas los he reducido a tres tipos generales, y he afirmado que la idea o impresión de un objeto despierta naturalmente la idea de otro objeto semejante, contiguo o enlazado con ella. Concedo que estos principios no son ni infalibles ni la única causa de unión entre las ideas. No son causas infalibles, pues se puede fijar la atención durante algún tiempo en un objeto y no ir más allá de él. No son las únicas causas, pues el pensamiento tiene un movimiento muy irregular al recorrer sus objetos y puede pasar de los cielos a la tierra, de un extremo a otro de la creación, sin método u orden alguno. Sin embargo, aunque reconozco esta debilidad en estas tres relaciones y la irregularidad de la imaginación, afirmo que los únicos principios generales que asocian las ideas son semejanza, contigüidad y causalidad.

Existe de hecho un principio de unión entre las ideas que a primera vista parece ser diferente de alguno de éstos, pero que en el fondo se hallará que depende del mismo origen. Cuando un ejemplar de una especie de objetos se halla por experiencia que va constantemente unido con un ejemplar de otra especie, la apariencia de un nuevo individuo de una de las especies sugiere naturalmente el pensamiento de su acompañante acostumbrado. Así, ya que una idea particular va unida corrientemente a una palabra particular, no se requiere más que la audición de esta palabra para producir la idea correspondiente, y es casi imposible para el espíritu, aun por sus mayores esfuerzos, evitar esta transición. En este caso no es en absoluto necesario que después de la audición de un sonido determinado reflexionemos sobre una experiencia pasada y consideremos que la idea ha estado enlazada usualmente con el sonido. La imaginación, por sí misma, suple a la reflexión y se halla tan habituada a pasar de la palabra a la idea, que no se interpone ni un momento entre la audición de la una y la concepción de la otra.

Aunque yo reconozco que esto es un principio verdadero de asociación entre las ideas, afirmo que es el mismo que el que existe entre las ideas de causa y efecto y que constituye una parte esencial de nuestros razonamientos basados en esta relación. No tenemos otra noción de causa y efecto más que la de ciertos objetos que han sido enlazados siempre juntos y que en todos los casos pasados se ha hallado que son inseparables. No podemos penetrar en la razón del enlace. Solamente observamos la cosa misma y hallamos siempre que, partiendo del enlace constante, los objetos requieren su unión en la imaginación. Cuando la impresión del uno llega a estarnos presente nos formamos inmediatamente una idea de su acompañante acostumbrado y, por consecuencia, podemos establecer como una parte de la definición de una opinión o creencia que es una idea relacionada o asociada con una impresión presente.

Así, aunque la causa sea una relación filosófica implicando contigüidad, sucesión y enlace constante, sin embargo, solamente en tanto que es una relación natural y produce una unión entre nuestras ideas somos capaces de razonar sobre ella o de hacer una inferencia partiendo de ella.




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De la naturaleza de la idea o creencia


La idea de un objeto es una parte esencial de la creencia acerca de él, pero no toda ella. Concebimos muchas cosas que no creemos. Para descubrir, pues, más plenamente la naturaleza de la creencia, o de las cualidades de las ideas a que asentimos, debemos tener en cuenta las siguientes consideraciones:

Es evidente que todos los razonamientos de causas o efectos terminan en conclusiones que se refieren a hechos, esto es, que se refieren a la existencia de objetos o de sus cualidades. Es también evidente que la idea de existencia no es nada diferente de la idea de un objeto, y que cuando después de la simple concepción de algo queremos concebirlo como existente, en realidad no añadimos nada a nuestra primera idea o la alteramos. Así, cuando afirmamos que Dios existe nos formamos simplemente la idea de un ser tal como nos es presentado, y la existencia que le atribuimos no es concebida por una idea particular que unamos a la idea de sus otras cualidades y que pueda nuevamente ser separada y distinguida de ellas. Voy aún más lejos, y no contento con afirmar que la concepción de la existencia de un objeto no es una adición a su simple concepción, mantengo igualmente que la creencia en la existencia no aporta una nueva idea para unirla con las que componen la idea del objeto. Cuando yo pienso en Dios, cuando yo lo pienso como existente y cuando creo que existe, mi idea de él ni aumenta ni disminuye. Pero como es cierto que existe una gran diferencia entre la simple concepción de la existencia de un objeto y la creencia en él, y como esta diferencia no está en los elementos o composición de la idea que concebimos, se sigue que debe estar en la manera de concebirlo. Supóngase que una persona presente ante mí establece proposiciones a las cuales no puedo asentir: que César murió en su cama, que la plata es más fusible que el plomo o el mercurio más pesado que el oro; es evidente que, a pesar de mi incredulidad, entiendo claramente lo que quiere decir y me formo las mismas ideas que él se forma. Mi imaginación está dotada con las mismas facultades que la suya y no le es posible concebir una idea que yo no pueda concebir o enlazar ideas que yo no pueda enlazar. Por consiguiente, pregunto en qué consiste la diferencia entre creencia y no creencia con respecto de una proposición. La respuesta es fácil con respecto a las proposiciones que son probadas por intuición o demostración. En este caso, la persona que asiente no sólo concibe las ideas de acuerdo con la proposición, sino que es llevado necesariamente a concebirlas de una manera particular o inmediatamente o por la interposición de otras ideas. Todo lo que es absurdo es ininteligible y no es posible para la imaginación concebir algo contrario a la demostración. Sin embargo, como en los razonamientos de la causalidad y referentes a los hechos esta necesidad absoluta no puede tener lugar y la imaginación se halla libre de concebir ambos lados de la cuestión, yo me pregunto aún en qué consiste la diferencia entre incredulidad y creencia, ya que en ambos casos la concepción de la idea es igualmente posible y requerida.

No es una respuesta satisfactoria decir que una persona que no asiente a la proposición que presentamos, cuando ha concebido el objeto de la misma manera que nosotros, lo concibe inmediatamente de un modo diferente y tiene ideas diferentes de él. Esta respuesta no es satisfactoria, no porque contenga alguna falsedad, sino porque no descubre toda la verdad. Se confiesa que en todos los casos en que disentimos de una persona concebimos ambos lados de la cuestión; pero como podemos creer tan sólo en uno, se sigue evidentemente que la creencia debe hacer alguna diferencia entre la concepción a la que asentimos y aquella de que disentimos. Podemos combinar, unir, separar, confundir y variar nuestras ideas de mil modos diferentes; pero hasta que aparece algún principio que fija una de estas situaciones diferentes no tenemos en realidad una opinión, y este principio no añadiendo nada a las ideas precedentes, puede cambiar tan sólo la manera de concebirlas.

Todas las percepciones del espíritu son de dos géneros, a saber: impresiones e ideas que difieren entre sí tan sólo por sus diferentes grados de fuerza y vivacidad. Nuestras ideas son copia de nuestras impresiones y las representan en todas sus partes. Cuando se quiere cambiar la idea de un objeto particular no se puede hacer más que aumentar o disminuir su fuerza y vivacidad. Si se hace otro cambio en ella representará un objeto diferente o impresión. Sucede lo mismo con los colores. Un determinado matiz de un color puede adquirir un nuevo grado de viveza o claridad sin otra variación; pero si se produce alguna otra variación deja de ser el mismo matiz o color; así, que como la creencia no hace más que variar la manera de que concebimos algún objeto, puede solamente conceder a nuestras ideas una fuerza y vivacidad adicionales. Por consiguiente, una opinión o creencia puede ser más exactamente definida como una idea vivaz relacionada o asociada con una impresión presente17.

He aquí los momentos capitales de los argumentos que nos conducen a esta conclusión: Cuando inferimos la existencia de un objeto partiendo de la de otro, algún objeto debe hallarse presente a la memoria o los sentidos para ser el fundamento de nuestro razonamiento, ya que el espíritu no puede realizar sus inferencias al infinito. La razón no puede jamás convencernos de que la existencia de un objeto implica la de otro; así, que cuando pasamos de la impresión del uno a la idea o creencia del otro no nos hallamos determinados por la razón, sino por el hábito o un principio de asociación. Sin embargo, la creencia es algo más que una simple idea. Es una manera peculiar de formarnos una idea, y como la misma idea puede solamente variar por la variación de sus grados de fuerza y vivacidad, se sigue de todo lo anterior que la creencia es una idea vivaz producida por una relación con la impresión presente según la definición que precede.

La actividad del espíritu, que constituye la creencia en algún hecho, parece hasta ahora haber sido uno de los más grandes misterios de la filosofía, aunque nadie ha sospechado que existía alguna dificultad para explicarlo. Por mi parte, debo confesar que encuentro una dificultad considerable en este caso, y que, aun cuando me parece que entiendo el asunto perfectamente, no hallo palabras para expresar lo que quiero decir. Concluyo por una inducción que me parece muy evidente: que una opinión o creencia no es más que una idea que es diferente de una ficción, no en la naturaleza o en el orden de sus partes, sino en la manera de ser concebida. Pero cuando quiero explicar esta manera, apenas encuentro alguna palabra que responda plenamente a mi representación, sino que me veo obligado a recurrir al sentimiento de cada uno para dar una noción perfecta de esta actividad del espíritu. Una idea a la que se asiente es sentida de un modo diferente que una idea ficticia que la fantasía nos presenta, y este sentimiento diferente intento explicarlo llamándole una fuerza, viveza, solidez, firmeza, fijeza superior. Esta variedad de términos, que parece ser tan poco filosófica, tiende tan sólo a expresar el acto del espíritu que hace más presentes para nosotros las realidades que las ficciones y que las hace tener más importancia en el pensamiento y les concede una influencia superior sobre las pasiones y la imaginación. Con tal de que estemos de acuerdo con respecto a la cosa es innecesario discutir con respecto a las palabras. La imaginación domina todas sus ideas y puede unirlas, mezclarlas y variarlas de todos los modos posibles. Puede concebir objetos con todas las circunstancias de lugar y tiempo. Puede presentárnoslos, en cierto modo, tan vivamente como si hubiesen existido. Pero como es imposible que esta facultad pueda por sí misma lograr nunca la creencia, es evidente que la creencia no consiste ni en la naturaleza ni en el orden de nuestras ideas, sino en la forma de su concepción y en su afección con respecto al espíritu. Confieso que es imposible explicar perfectamente este sentimiento o forma de concepción. Hacemos uso de palabras que expresan algo próximo. Su verdadero y propio nombre es creencia, que es un término que todo el mundo entiende de un modo suficiente en la vida diaria. En filosofía no podemos hacer más que afirmar que hay algo sentido por el espíritu que distingue las ideas del juicio de las ficciones de la imaginación, les da más fuerza e influencia, las hace aparecer de mayor importancia, las fija en el espíritu y las convierte en los principios directores de nuestras acciones.

Se verá que esta definición está de acuerdo con el sentimiento y la experiencia de cada uno. Nada es más evidente que estas ideas a las que asentimos son más fuertes, firmes y vivaces que las imaginaciones inconexas del que hace castillos en el aire. Si una persona se pone a leer un libro tal como una novela y otra una historia verdadera, conciben claramente las mismas ideas y en el mismo orden, y la incredulidad del uno y la creencia del otro no impiden a ambos poner en el autor el sentido del libro. Sus palabras producen las mismas ideas en ambos, aunque su testimonio no tiene la misma influencia sobre ellos. El último tiene una concepción más vivaz de todos los incidentes, entra más profundamente en las preocupaciones de las personas, se representa sus acciones, caracteres, amistades y enemistades, y llega hasta formarse una noción de su figura, porte y personalidad. El primero, en cambio, que no da crédito al testimonio del autor, tiene una concepción más débil y lánguida de todas estas particularidades, y fuera del estilo y naturalidad de la composición, puede sacar muy poco placer de ella.




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De las causas de la creencia


Habiendo así explicado la naturaleza de la creencia y mostrado que consiste en una idea vivaz relacionada con la impresión presente, procedamos ahora a examinar de qué principio se deriva y qué concede vivacidad a la idea.

Establecería gustoso, como una máxima general de la ciencia de la naturaleza humana, que cuando una impresión llega a estarnos presente, no sólo conduce al espíritu a ideas que están relacionadas con ella, sino que también comunica a éstas una cantidad de su fuerza y vivacidad. Todas las actividades del espíritu dependen en gran medida de su disposición cuando las realiza; y según que los espíritus estén más o menos excitados y la atención más o menos fija, la acción tendrá siempre más o menos vigor y vivacidad. Por consiguiente, cuando un objeto que excita y vivifica el pensamiento se presenta, toda actividad a la que el espíritu se aplique será más intensa y vivaz tan largo tiempo como esta disposición continúe. Ahora bien; es evidente que la continuación de la disposición depende enteramente de los objetos sobre los que el espíritu actúa, y que un nuevo objeto da de un modo natural una nueva dirección a los espíritus animales y cambia la disposición del mismo modo que, por el contrario, cuando el espíritu se fija de una manera constante en el mismo objeto o pasa fácil e insensiblemente a lo largo de objetos relacionados, la disposición tiene una duración mucho más larga. Por esto sucede que cuando el espíritu se halla vivificado por una impresión presente, se forma una idea más vivaz de los objetos relacionados por una transición natural de la dis posición del uno a los otros. El cambio de un objeto es tan fácil que el espíritu no es casi sensible a él, sino que se aplica a la concepción de la idea relacionada con toda la fuerza y vivacidad que adquiere de la impresión presente.

Si al considerar la naturaleza de la relación y la facilidad de la transición que le es esencial podemos convencernos de la realidad de este fenómeno, bien; si no, debo confesar que baso mi confianza capital en la experiencia para probar un principio tan importante. Por consiguiente, podemos presentar, como el primer experimento para nuestro presente propósito, que ante la apariencia de un retrato de un amigo ausente nuestra idea de él se vivifica evidentemente por la semejanza y que toda pasión que esta idea ocasiona, sea de alegría o pena, adquiere nueva fuerza y vigor. A producir este efecto concurren una relación y una impresión presente. Cuando el retrato no posee semejanza con él o al menos no es tomado por suyo no lleva nuestro pensamiento hacia él, y cuando se halla ausente, lo mismo que la persona, aunque el pensamiento pueda pasar del uno al otro se experimenta que su idea por esta transición es más bien debilitada que vivificada. Nos agrada ver el retrato de un amigo cuando está ante nosotros; pero cuando está ausente preferimos considerarlo directamente, más bien que por su reproducción en una imagen que se halla igualmente distante y es igualmente obscura.

Las ceremonias de la religión católica romana pueden ser consideradas como experimentos de la misma naturaleza. Los devotos de esta extraña superstición dicen, en defensa de las mascaradas que se les echan en cara, que experimentan el buen efecto de estos movimientos externos, posturas y acciones en la vivificación de su devoción y aumento de su fervor, que de otro modo decaería si se dirigiese enteramente a objetos distantes e inmateriales. Representamos los objetos de nuestra fe, dicen, con objetos e imágenes sensibles y los hacemos más presentes a nosotros por la presencia inmediata de estos tipos de lo que es posible hacerlos meramente por una visión y contemplación intelectual. Los objetos sensibles tienen siempre una mayor influencia sobre la fantasía que los otros, y conceden esta influencia fácilmente a las ideas con que están relacionados y a las que se les asemejan. Solamente inferiré de estas prácticas y este razonamiento que el efecto de la semejanza, consistente en vivificar la idea, es muy corriente, y como en todo caso deben concurrir una semejanza y una impresión presente, poseemos experimentos abundantes para probar la realidad de los principios precedentes.

Podemos dar más fuerza a estos experimentos mediante otro de diferente género, considerando los efectos de la contigüidad del mismo modo que los de la semejanza. Es cierto que la distancia disminuye la fuerza de toda idea y que cuando nos aproximamos a un objeto, aunque no se descubra a nuestros sentidos, actúa sobre el espíritu con una influencia que imita a la impresión inmediata. El pensamiento de un objeto lleva rápidamente al espíritu al que le es contiguo, pero sólo la presencia actual de un objeto la transporta con una vivacidad superior. Cuando me hallo a pocas millas de mi casa todo lo relativo a ella me impresiona más directamente que cuando me encuentro distante doscientas leguas, aunque a esta distancia aun la reflexión acerca de algo en la vecindad de mis amigos y familia produce una idea de ellos. Sin embargo, como en este último caso ambos objetos del espíritu son ideas, a pesar de existir una fácil transición entre ellas, esta transición por sí sola no es capaz de conceder una vivacidad superior a alguna de las ideas por faltar una impresión inmediata18.

Nadie puede dudar de que la causalidad tiene la misma influencia que las otras dos relaciones de semejanza y contigüidad. Las gentes supersticiosas se apasionan por las reliquias de los santos y hombres piadosos por la misma razón que buscan tipos e imágenes para vivificar su devoción, y aquéllas les proporcionan una más íntima y vigorosa concepción de estas vidas ejemplares que desean imitar. Ahora bien; es evidente que unas de las mejores reliquias que el devoto puede procurarse son las cosas que han servido al santo, y si sus vestidos e instrumentos se consideran siempre así es porque dispuso en un tiempo de ellos y fueron manejados y usados por él, por cuyo respecto han de ser considerados como efectos imperfectos y como enlazados con él por una más breve cadena de consecuencias que aquellos por los cuales conocemos la realidad de su existencia. Este fenómeno prueba claramente que una impresión presente mediante la relación de causalidad, puede vivificar una idea y, por consecuencia, producir la creencia o asentimiento según la anterior definición de ésta.

Pero ¿por qué necesitamos buscar otros argumentos para probar que una impresión presente, juntamente con una relación o transición de la fantasía, puede vivificar una idea cuando el mismo caso de nuestro razonamiento bastará sólo para este propósito? Es cierto que debemos tener una idea de todo hecho que creemos. Es cierto que esta idea surge solamente de una relación con una impresión presente. Es cierto que la creencia no añade nada a la idea, sino que tan sólo cambia nuestra manera de concebirla y la hace más fuerte y vivaz. La conclusión presente, relativa a la influencia de la relación, es la consecuencia inmediata de todas estas afirmaciones, y cada afirmación aparece como segura e infalible. Nada entra en esta actividad del espíritu más que una impresión presente, una idea vivaz y una relación o asociación en la fantasía entre la impresión y la idea, así que no puede existir sospecha de error.

Para esclarecer aún más este asunto, considerémoslo como se hace con una cuestión en la filosofía natural que haya que determinar por experiencia y observación. Supongo que existe un objeto que se me presenta, partiendo del cual obtengo cierta conclusión y me formo ideas, de las cuales digo que las creo o que las presto mi asentimiento. Es evidente aquí que, aunque pueda pensarse que el objeto que está presente a mis sentidos y aquel cuya existencia infiero por el razonamiento se influyan recíprocamente por sus fuerzas o cualidades particulares, como el fenómeno de creencia que en el presente examino es meramente interno, siendo dichas fuerzas y cualidades enteramente desconocidas, no pueden éstas tener parte en su producción. La impresión presente es la que debe ser considerada como la causa verdadera y real de la idea y de la creencia que la acompaña. Debemos, por consiguiente, tratar de descubrir, mediante experimentos, las cualidades particulares que la capacitan para producir un efecto tan extraordinario.

Primeramente, pues, hago observar que la impresión presente no tiene este efecto por su propia fuerza y eficacia en tanto que se la considera por sí misma como una percepción única, limitada al momento presente. Hallo que una impresión partiendo de la cual, una vez presentada, no puedo lograr ninguna conclusión, puede más tarde llegar a ser el fundamento de la creencia cuando poseo la experiencia de sus consecuencias usuales. Debemos en cada caso haber observado la misma impresión en ejemplos pasados y haber hallado que iba constantemente unida con alguna otra impresión. Esto está confirmado por una multitud tal de experimentos que no admite la más pequeña duda.

De una segunda observación concluyo que la creencia que acompaña a la impresión presente y es producida por un cierto número de impresiones y enlaces pasados surge inmediatamente sin una nueva actividad de la razón o imaginación. De esto puedo estar cierto, porque jamás me doy cuenta de una actividad tal y no hallo en el sujeto nada en que pueda fundarse. Ahora bien; como llamamos costumbre a todo lo que procede de una repetición pasada, sin un nuevo razonamiento o conclusión, podemos establecer como una verdad cierta que toda la creencia que sigue a una impresión presente se deriva tan sólo de aquel origen. Cuando nos hallamos acostumbrados a ver dos impresiones enlazadas entre sí, la aparición de la idea de la una despierta inmediatamente en nosotros la idea de la otra.

Habiéndonos convencido plenamente acerca de este punto, hago una tercera serie de experimentos para conocer si se requiere algo más que la transición habitual para la producción de este fenómeno de la creencia. Cambio, pues, la primera impresión en una idea y observo que, aunque la transición habitual a la idea correlativa continúa aún, no existe, en realidad, ni creencia ni persuasión. Una impresión presente es, pues, absolutamente necesaria para este proceso, y cuando después de esto comparo una impresión con una idea y hallo que su única diferencia consiste en sus diferentes grados de fuerza y vivacidad, concluyo de todo ello que la creencia es una concepción más vivida e intensa de una idea que procede de su relación con una impresión presente.

Así, todo razonamiento probable no es más que una especie de sensación. No sólo en poesía y música debemos seguir nuestro gusto y sentimientos, sino también en filosofía. Cuando yo estoy convencido de un principio sucede tan sólo que una idea me impresiona más fuertemente. Cuando yo doy la preferencia a una serie de argumentos sobre otra no hago más que decidir de mi sentimiento relativo a la superioridad de su influencia. Los objetos no poseen una conexión entre sí que pueda descubrirse, y por ningún otro principio más que por la costumbre, que actúa sobre la imaginación, podemos hacer una inferencia partiendo de la apariencia del uno para llegar a la existencia del otro.

Es digno de ser observado que la experiencia pasada, de la que dependen todos nuestros juicios relativos a la causa y al efecto, puede actuar sobre nuestro espíritu de una manera tan insensible que no nos demos jamás cuenta de ello, y hasta en cierto modo puede sernos desconocido esto. Una persona que se detiene en su camino por encontrar un río que lo atraviesa prevé las consecuencias de su avance, y el conocimiento de las consecuencias le es sugerido por la experiencia pasada, que le informa de ciertos enlaces de causas y efectos. ¿Podemos, sin embargo, pensar que en esta ocasión reflexiona sobre alguna experiencia pasada y recuerda casos que ha visto u oído, para descubrir los efectos del agua sobre los cuerpos animales? Seguramente que no; no es éste el modo como procede en su razonamiento. La idea de hundirse va tan íntimamente unida con la del agua y la idea de ahogarse tan inmediatamente unida con la de hundirse, que el espíritu realiza la transición sin el auxilio de la memoria. El hábito actúa antes de que tengamos tiempo para la reflexión. Los objetos parecen tan inseparables que no nos detenemos ni un momento al pasar del uno al otro. Pero como esta transición procede de la experiencia y no de una conexión primaria entre las ideas, debemos reconocer necesariamente que la experiencia puede producir una creencia y un juicio relativo a causas y efectos por una actividad separada y sin pensar en ello. Esto hace desaparecer todo pretexto, si es que queda alguno, para afirmar que el espíritu se convence razonando sobre el principio de que casos de que no tenemos experiencia deben parecerse necesariamente a aquellos de que la tenemos; pues aquí hallamos que el entendimiento o imaginación puede hacer inferencias partiendo de la experiencia pasada sin reflexionar sobre ello, y mucho menos sin formarse un principio concerniente a ello o razonar sobre este principio.

En general podemos observar que en todos los enlaces más firmes y uniformes de causas y efectos, como lo son la gravedad, el choque, la solidez, etcétera, el espíritu jamás dirige su vista expresamente a la consideración de la experiencia pasada, aunque en otras asociaciones y objetos más raros e inhabituales puede ayudarse la costumbre y transición de ideas por esta reflexión. Es más; hallamos en algunos casos que la reflexión produce la creencia sin la costumbre, o, más propiamente hablando, que la reflexión produce la costumbre de una manera oblicua y artificial. Me explicaré. Es cierto que no solamente en filosofía, sino aun en la vida corriente, podemos lograr el conocimiento de una causa particular por un experimento único con tal de que sea hecho con juicio y después de suprimir cuidadosamente todas las circunstancias extrañas y superfluas. Ahora bien; como después de un experimento de este género el espíritu, basándose en la apariencia de una causa o de un efecto, puede realizar una inferencia relativa a la existencia de su correlativo, y como un hábito jamás puede adquirirse por un único caso, podría pensarse que la creencia no puede estimarse en este caso efecto del hábito. Sin embargo, esta dificultad se desvanecerá si consideramos que, si bien aquí suponemos tener un único experimento de un efecto particular, poseemos, sin embargo, millones de ellos para convencernos del principio de que objetos iguales, colocados en iguales circunstancias, producirán siempre iguales efectos, y como este principio ha sido establecido por un hábito suficiente, concede evidencia y firmeza a toda opinión a que se aplique. La conexión de las ideas no es habitual después de un experimento único; pero esta conexión se comprende bajo otro principio que es habitual, lo que nos lleva de nuevo a nuestra hipótesis. En todos los casos transferimos nuestra experiencia a los casos de que no tenemos experiencia, ya sea expresa o tácitamente, o directa o indirectamente.

No debo concluir este asunto sin observar que es muy difícil hablar de las operaciones del espíritu con absoluta propiedad y exactitud, porque el lenguaje corriente ha hecho rara vez una distinción penetrante entre ellas, sino que ha designado generalmente con el mismo término todas las que se parecen mucho entre sí. Esto es una fuente de obscuridad y confusión casi inevitable en el autor, de tal modo que puede dar lugar frecuentemente a dudas y objeciones del lector, en las cuales, si fuese de otro modo, no habría ni pensado. Así, mi posición general de que una opinión o creencia no es más que una idea fuerte y vivaz, derivada de una impresión presente relacionada con ella, puede encontrar la siguiente objeción por razón de una pequeña ambigüedad en las palabras fuerte y vivaz. Puede decirse que no sólo una impresión puede dar lugar al razonamiento, sino que una idea puede también tener la misma influencia, dado mi principio de que todas nuestras ideas se derivan de las impresiones correspondientes; pues suponiendo que me forme una idea presente, de la que he olvidado la correspondiente impresión, soy capaz de concluir, partiendo de esta idea, que esta impresión ha existido una vez, y como esta conclusión va acompañada de la creencia, puede preguntarse de dónde vienen las cualidades de fuerza y vivacidad derivadas que constituyen esta creencia. A esto contesto rápidamente: de la idea presente, pues como la idea no se considera aquí como la representación de un objeto ausente, sino como una percepción real en el espíritu, de la que somos íntimamente conscientes, debe ser capaz de conceder a todo lo que está relacionado con ella la misma cualidad, llámese ésta firmeza, solidez, fuerza o vivacidad con que el espíritu reflexiona sobre ella y está asegurado de su existencia presente. La idea suple aquí a la impresión y es totalmente lo mismo en lo que respecta a nuestro propósito presente.

Basándonos en los mismos principios no tenemos por qué sorprendernos de oír hablar del recuerdo de una idea, esto es: de la idea de una idea y de su fuerza y vivacidad superior a las concepciones inconexas de la imaginación. Reflexionando sobre nuestros pensamientos pasados, no sólo bosquejamos los objetos en los que hemos pensado, sino que también concebimos la acción del espíritu en la meditación, este cierto no se qué del cual es imposible dar una definición o descripción, pero que cada uno entiende suficientemente. Cuando la memoria ofrece una idea de esto y se lo representa como pasado, es fácil concebir que la idea puede tener más vigor y firmeza que cuando pensamos en un pensamiento pasado del que no tenemos recuerdo.

Después de esto, todo el mundo entenderá cómo podemos formamos la idea de una impresión o de una idea y cómo podemos creer en la existencia de una impresión y de una idea.




ArribaAbajoSección IX

De los efectos de otras relaciones y otros hábitos


Tan convincentes como puedan parecer los precedentes argumentos, no debemos, sin embargo, contentarnos con ellos, sino que debemos considerar el asunto en todos sus aspectos para hallar algunos nuevos puntos de vista desde los cuales podamos ilustrar y confirmar principios tan fundamentales y extraordinarios. Una vacilación cuidadosa, antes de admitir una nueva hipótesis, es una disposición tan digna de alabanza en los filósofos y tan necesaria para el examen de la verdad, que merece se la tenga en cuenta y requiere que se presente todo argumento que pueda tender a su satisfacción y se refute toda objeción que pueda ser un obstáculo para su razonamiento.

He observado frecuentemente que, además de la causa y el efecto, las dos relaciones de semejanza y contigüidad deben ser consideradas como principios asociadores del pensamiento y como capaces de llevar la imaginación de una idea a otra. He hecho observar también que, cuando dos objetos están enlazados entre sí por alguna de estas relaciones, si uno de ellos se halla inmediatamente presente a la memoria o los sentidos, no solamente el espíritu es llevado a su correlativo por medio del principio de asociación, sino también que lo concibe con una fuerza y vigor adicional por la actuación de este principio y de la impresión presente. Todo esto lo he hecho observar para confirmar, por analogía, mi explicación de nuestros juicios referentes a la causa y el efecto. Sin embargo, este mismo argumento puede quizá volverse contra mí y, en lugar de ser una confirmación de mi hipótesis, convertirse en una objeción a ella; pues puede decirse que, si todas las partes de la hipótesis fueran ciertas, a saber: que estas tres especies de relación se derivasen del mismo principio; que sus efectos, consistentes en reforzar y vivificar nuestras ideas, fuesen los mismos, y que la creencia fuese más que una concepción intensa y vivida de una idea, se seguiría que la acción del espíritu no sólo puede derivarse de la relación de causa y efecto, sino también de la de contigüidad y semejanza. Pero como hallamos por experiencia que la creencia surge solamente de la causa y que no podemos hacer una inferencia de un objeto a otro, excepto cuando se hallan enlazados por esta relación, pode mos concluir que existe algún error en el razonamiento que nos lleva a tales dificultades.

Esta es la objeción; consideremos ahora su solución. Es evidente que todo lo que se halla presente a la memoria e impresiona el espíritu con una vivacidad que se asemeja a la de una impresión inmediata debe ser un factor considerable en todas las actividades del espíritu y debe distinguirse con facilidad de las meras ficciones de la imaginación. De estas impresiones o ideas de la memoria formamos una especie de sistema que comprende todo lo que recordamos haber estado presente, ya sea la percepción interna o a los sentidos, y cada término de este sistema unido a la impresión presente es lo que llamamos realidad. Sin embargo, el espíritu no se detiene aquí, pues hallando que, además de este sistema de percepciones, existe otro enlazado por el hábito, o, si se quiere, por la relación de causa y efecto, procede a la consideración de sus ideas, y como experimenta que en cierto modo es determinado a considerar estas ideas particulares y que la costumbre o relación por la cual está determinado no admite el cambio más mínimo, las construye en un nuevo sistema que igualmente designa con el título de realidad. El primero de estos sistemas es objeto de la memoria y los sentidos; el segundo, del juicio.

Es el último principio el que puebla el mundo y nos permite conocer existencias que por su distancia en tiempo y lugar se hallan más allá del alcance de los sentidos y la memoria. Mediante él finjo el universo en mi imaginación y fijo mi atención en la parte que me agrada. Me formo una idea de Roma, a la que jamás vi ni recuerdo, pero que se halla enlazada con impresiones que yo recuerdo haber recibido en la conversación y en los libros de los viajeros e historiadores. Esta idea de Roma la coloco en una cierta situación en la idea de un objeto que llamo la tierra. Uno a ella la concepción de un gobierno particular, religión y vida. Considero el tiempo pasado e imagino su fundación, sus varias revoluciones, triunfos y desgracias. Todo esto, y lo demás que yo creo, no son más que ideas, aunque por su fuerza y orden fijo que surge del hábito y la relación de causa y efecto se distinguen de las otras ideas que son tan sólo producto de la imaginación.

En cuanto a la influencia de la contigüidad y semejanza, podemos observar que, si el objeto contiguo o semejante es comprendido en este sistema de realidades, no hay duda alguna de que estas dos relaciones ayudarán a la de causa y efecto y fijarán la idea relacionada con más fuerza en la imaginación. Debo ampliar esto ahora. Mientras tanto, llevo mi observación un poco más lejos y afirmo que, aun cuando el objeto relacionado no sea más que fingido, la relación servirá para vivificar la idea y aumentar su influencia. Sin duda alguna, un poeta será el más capaz de hacer la descripción más intensa de los Campos Elíseos al ser impulsada su imaginación por la vista de una bella pradera o jardín, del mismo modo que puede por su fantasía colocarse en medio de estas regiones fabulosas y, por la contigüidad fingida, vivificar su imaginación.

Sin embargo, aunque no puedo excluir totalmente las relaciones de semejanza y contigüidad de la actividad de la fantasía, se puede observar que cuando se presentan solas su influencia es muy débil o incierta. Del mismo modo que la relación de causa y efecto se requiere para persuadirnos de alguna existencia real, se requiere esta persuasión para dar fuerza a estas otras relaciones, pues cuando ante la apariencia de una impresión no sólo fingimos otro objeto, sino que igualmente, de un modo arbitrario y por nuestro mero capricho y placer, concedemos una relación particular a la impresión, puede esto tener tan sólo una pequeña influencia sobre el espíritu y no existe razón alguna para que al volver sobre la misma impresión nos hallemos determinados a colocar el mismo objeto en la misma relación con ella. No existe ninguna necesidad para que el espíritu finja algún objeto semejante y contiguo, y si lo finge, existe una necesidad muy pequeña para que se limite al mismo sin una diferencia o variación; y de hecho, una ficción tal se funda tan poco en la razón, que nada más que el puro capricho puede determinar el espíritu a formársela, y siendo este principio fluctuante e incierto, es imposible que pueda jamás actuar con un grado considerable de fuerza y constancia. El espíritu prevé y anticipa el cambio, y aun desde el primer momento experimenta lo inconexo de sus actividades y el débil dominio que tiene de sus objetos. Y como esta imperfección es muy sensible en cada caso particular, aumenta por la experiencia y la observación cuando comparamos los varios casos que recordamos y forma una regla general contraria a que repose alguna seguridad en estos momentáneos chispazos de luz que surgen en la imaginación partiendo de una fingida semejanza o contigüidad.

La relación de causa y efecto tiene todas las ventajas opuestas. Los objetos que presenta son fijos e inalterables. Las impresiones de la memoria jamás cambian en un grado considerable y cada impresión surge acompañada de una idea precisa que ocupa su lugar en la imaginación como algo sólido, real, cierto e invariable. El pensamiento se halla siempre determinado a pasar de la impresión a la idea y de la impresión particular a la idea particular sin ninguna elección o vacilación.

No contento con refutar esta objeción, debo tratar de sacar de ella una prueba de la doctrina presente. La contigüidad y la semejanza tienen un efecto muy inferior al de la causalidad, pero tienen algún efecto y aumentan la convicción de una opinión y la vivacidad de una concepción. Si esto puede probarse en varios casos nuevos, además de los que ya hemos observado, será un argumento de no poca consideración en favor de que la creencia no es mas que una idea vivaz relacionada con una impresión presente.

Para comenzar con la contigüidad ha sido notado, tanto entre los mahometanos como entre los cristianos, que los peregrinos que han visto La Meca o Tierra Santa son creyentes mucho más fieles y celosos que los que no han tenido esta ventaja. Un hombre cuya memoria le presenta una imagen vivaz del Mar Rojo, del Desierto, Jerusalén y Galilea no puede dudar jamás de los hechos milagrosos que son narrados por Moisés o los evangelistas. La idea vivaz de los lugares pasa por una fácil transición a los hechos que se suponen están relacionados con ellos por contigüidad y aumentan la creencia por el aumento de la vivacidad de la concepción. El recuerdo de estos campos y ríos tiene la misma influencia sobre el vulgo que un nuevo argumento y la tiene por las mismas causas.

Podemos hacer una observación igual relativa a la semejanza. Hemos notado que la conclusión que hacemos partiendo de un objeto presente, para llegar a su causa o efecto ausente, no se funda jamás en las cualidades que observamos en este objeto considerado en sí mismo o, en otras palabras, que es imposible determinar de otro modo más que por experiencia lo que resultará de un fenómeno o lo que le ha precedido. Pero aunque esto sea tan evidente en sí mismo que no parece necesitar de prueba, sin embargo, los filósofos han imaginado que existe una causa aparente por la comunicación del movimiento y que un hombre razonable puede inmediatamente inferir el movimiento de un cuerpo partiendo del impulso que otro imprime sin recurrir a ninguna observación pasada. Que es falsa esta opinión lo mostrará una prueba fácil, pues si una inferencia tal puede ser hecha meramente partiendo de las ideas de cuerpo, movimiento e impulso, debe remontar a una demostración y debe implicar la absoluta imposibilidad de un supuesto contrario. Todo efecto, pues, además de la comunicación del movimiento, implica una contradicción formal, y no sólo es imposible que pueda existir, sino también que pueda concebirse. Sin embargo, pronto podemos convencernos de lo contrario formándonos una idea clara y consistente de un cuerpo moviendo a otro, de su reposo inmediatamente después del contacto o de su regreso en la misma línea en que vino, o de su destrucción o de su movimiento circular o elíptico y en breve de un número infinito de otros cambios a los que puede suponerse se halla sometido. Estos supuestos son todos consistentes y naturales, y la razón de por qué imaginamos que la comunicación del movimiento es más consistente y natural, no sólo que estos supuestos, sino también que algún otro efecto natural, se funda en la relación de semejanza entre la causa y el efecto, que va unida aquí a la experiencia y enlaza los objetos entre sí de la manera más estrecha e íntima, de modo que nos hace imaginarlos como absolutamente inseparables. La semejanza, pues, tiene la misma influencia que la experiencia o una influencia paralela a ésta, y como el único efecto inmediato de la experiencia es asociar nuestras ideas entre sí, se sigue que toda creencia surge de la asociación de ideas, según mi hipótesis.

Se concede universalmente por los escritores de óptica que el ojo ve siempre el mismo número de puntos físicos, y que un hombre en la cumbre de una montaña no tiene presente a sus sentidos una imagen más grande que la que posee cuando está encerrado en el más estrecho recinto o habitación. Tan sólo por experiencia inferimos el tamaño del objeto partiendo de algunas cualidades peculiares de la imagen, y esta inferencia del juicio se confunde con la sensación, como es común en otras ocasiones. Ahora bien; es evidente que la inferencia del juicio es aquí mucho más vivaz que lo que acostumbra a ser en nuestros razonamientos corrientes y que un hombre tiene una concepción más vivaz de la vasta extensión del Océano mediante la imagen que percibe por su vista cuando se halla en la cumbre de un alto promontorio que cuando oye solamente el rugir de las aguas. Experimenta un placer más sensible ante su magnificencia, lo que es una prueba de su idea más vivaz, y confunde su juicio con la sensación, lo que es otra prueba de ello. Como la inferencia es igual en los dos casos, la vivacidad superior de la concepción, en un caso, no puede proceder más que de que, al hacer la inferencia partiendo de la vista, además del enlace por el hábito, existe también una semejanza entre la imagen y el objeto, acerca del cual inferimos que fortalece la relación y hace pasar la vivacidad de la impresión a la idea relacionada con un movimiento más fácil y más natural.

Ninguna debilidad de la naturaleza humana es más universal y notable que lo que llamamos comúnmente credulidad, o sea el prestar fácilmente fe al testimonio de los otros, y esta debilidad se explica también, naturalmente, partiendo de la influencia de la semejanza. Cuando admitimos un hecho basándonos en el testimonio humano, nuestra fe surge del mismo origen que nuestras inferencias de causas a efectos y de efectos a causas, y no existe nada más que nuestra experiencia de los principios que rigen la naturaleza humana para darnos alguna seguridad de la veracidad de los hombres. Sin embargo, aunque la experiencia sea el verdadero criterio de este lo mismo que de los otros juicios, rara vez nos guiamos enteramente por ella, sino que experimentamos una inclinación notable a creer todo lo que nos es dicho, aun lo relativo a las apariciones, encantos y prodigios tan contrarios como sean éstos a la experiencia y observación cotidianas. Las palabras o discursos de los otros hombres tienen una íntima conexión con ciertas ideas en su espíritu, y estas ideas tienen también una conexión con los hechos u objetos que representan. Esta última conexión se exagera mucho y se atrae nuestro asentimiento más allá de lo que la experiencia puede justificarla, lo que no puede proceder más que de la semejanza entre las ideas y los hechos. Otros efectos solamente ponen de relieve sus causas de una manera indirecta; pero el testimonio de los hombres lo hace directamente y debe ser considerado tanto una imagen como un efecto. No debemos maravillarnos, por consiguiente, de que seamos tan precipitados en nuestras inferencias que parten de él y seamos guiados menos por nuestra experiencia en nuestros juicios relativos a él que en los que hacemos sobre otros asuntos.

Del mismo modo que cuando la semejanza va unida con la causalidad fortifica nuestros razonamientos, la falta de ella en un grado elevado es capaz de destruirlos casi por entero. De esto existe un notable caso en la despreocupación y estupidez universal de los hombres con respecto a su estado futuro, por el que muestran una incredulidad obstinada, mientras que prestan una ciega credulidad en otras ocasiones. De hecho no existe un asunto más amplio para el asombro del estudioso y de tristeza para el hombre piadoso que el observar la negligencia de la totalidad del género humano en lo que respecta a su condición futura, y con razón muchos teólogos eminentes no experimentan escrúpulo alguno en afirmar que, aunque el vulgo no posee los principios formales de la infidelidad, sin embargo es en su corazón realmente infiel y no posee nada análogo a lo que podemos llamar una creencia en la duración eterna de las almas; pues consideremos, por una parte, que los teólogos han hablado con tanta elocuencia con respecto a la importancia de la inmortalidad, y al mismo tiempo reflexionemos que, aunque en los asuntos de la retórica podemos presentar nuestra explicación con alguna exageración, debemos conceder en este caso que las figuras más poderosas son infinitamente inferiores al asunto; después de esto, dirijamos nuestra vista a la prodigiosa seguridad de los hombres en este particular. Me pregunto si las gentes creen realmente lo que les ha sido inculcado y lo que pretenden afirmar; la respuesta es manifiestamente negativa. Como la creencia es un acto del espíritu y que surge de la costumbre, no es extraño que la falta de semejanza pueda deshacer lo que el hábito ha establecido y disminuir la fuerza de la idea del mismo modo que el último principio la aumenta. Un estado futuro se halla tan alejado de nuestra comprensión y tenemos una idea tan obscura del modo como existiremos después de la disolución del cuerpo, que todas las razones que podamos aducir, por muy poderosas que sean en sí mismas y por muy reforzadas que se hallen por la educación, no son capaces, con imágenes tan torpes, de dominar esta dificultad o conceder una autoridad suficiente o fuerza a la idea. Prefiero más bien atribuir esta incredulidad a la idea débil que nos formamos de nuestra condición futura derivada de la falta de semejanza con nuestra vida presente que derivarla de su lejanía, pues observo que los hombres se preocupan siempre de lo que pueden esperar después de su muerte, con tal de que tenga que ver con este mundo, y pocos son indiferentes a su nombre, su familia, amigos y patria en un cierto período de tiempo.

De hecho, la falta de semejanza en este caso destruye tan enteramente la creencia, que excepto aquellos pocos que por la fría reflexión sobre la importancia del asunto han cuidado, por meditación repetida, de fijar en sus espíritus los argumentos en favor de una vida futura, hay muy pocos que crean en la inmortalidad del alma, según un juicio fiel y firme análogo al que se deriva del testimonio de los viajeros e historiadores. Esto se ve muy notablemente siempre que los hombres tienen ocasión de comparar los placeres y dolores, las recompensas y castigos de esta vida con los de la futura, aun cuando el caso no sea el suyo mismo y no exista pasión violenta que perturbe su juicio. Los católicos romanos son ciertamente la más celosa de las sectas del mundo cristiano, y, sin embargo, pocos se encontrarán entre los miembros más refinados de esta confesión que no censuren la traición de las pólvoras y la matanza de San Bartolomé como crueles y bárbaras, aunque proyectadas y ejecutadas contra el mismo pueblo, al que, sin escrúpulo ninguno, condenan a los castigos eternos e infinitos. Todo lo que podemos decir para excusar su contradicción es que no creen realmente lo que afirman concerniente a la vida futura, y no existe una prueba mejor de ello que su misma contradicción.

Podemos añadir a esta indicación que en asuntos de religión los hombres encuentran placer en ser aterrorizados y que no hay predicadores más populares que los que excitan la mayor tristeza y las pasiones más tétricas. En los asuntos corrientes de la vida, en los que sentimos y nos hallamos penetrados de la solidez del asunto, nada puede ser más desagradable que el miedo y el terror, y sólo en las representaciones dramáticas y en los sermones religiosos nos producen siempre placer. En el último caso, la imaginación reposa indolente niente sobre una idea, y habiendo sido suavizada la pasión por la falta de la creencia en el asunto, no posee más que el efecto agradable de vivificar el espíritu y fijar la atención.

La hipótesis presente obtendrá una confirmación adicional si examinamos los efectos de otros géneros de hábito, así como de otras relaciones. Para entender esto debemos considerar que el hábito, al cual atribuyo toda creencia y razonamiento, puede actuar sobre el espíritu vigorizando una idea de dos modos distintos, pues suponiendo que en toda la existencia pasada hemos hallado que dos objetos han aparecido unidos siempre entre sí, es evidente que, en cuanto aparezca uno de estos objetos en una impresión debemos, por la costumbre, realizar una fácil transición a la idea del objeto que le acompaña usualmente, y por medio de la impresión presente y de la fácil transición debemos concebir esta idea de una manera más fuerte y más vivaz que lo hacemos con una imagen más inconexa y fluctuante de la fantasía. Pero supongamos ahora que una idea por sí sola, sin alguna de esta preparación curiosa y casi artificial, haga frecuentemente su aparición en el espíritu; esta idea debe por grados adquirir facilidad y fuerza y se debe distinguir por su firme dominio y fácil introducción de toda idea nueva y no usual. Esta es la única característica en que coinciden los dos géneros antedichos de hábito, y si resulta que sus efectos sobre el juicio son similares y proporcionados, podemos concluir ciertamente que la explicación precedente de esta facultad es satisfactoria. Pero ¿podemos dudar de esta concordancia y de su influencia sobre el juicio cuando consideramos la naturaleza y los efectos de la educación?

Todas las opiniones y nociones de las cosas a las que hemos sido habituados desde nuestra infancia arraigan tan profundamente que es imposible para nosotros, mediante todo el poder de la razón y experiencia, desarraigarlas, y este hábito no sólo se acerca en su influencia, sino que a veces supera al que surge de la constante unión inseparable de las causas y efectos. No nos debemos contentar aquí con decir que la vivacidad de la idea produce la creencia: debemos mantener que es individualmente la misma: la repetición frecuente de una idea fija a ésta en la imaginación; pero no puede jamás por sí misma producir la creencia si el acto del espíritu, por la constitución original de nuestra naturaleza, estaba tan sólo unido al razonamiento y comparación de ideas. El hábito nos lleva a una falsa comparación de ideas; este es el efecto más grande que podemos concebir con respecto de él; pero es cierto que jamás puede substituir a la comparación ni producir un acto del espíritu que corresponda naturalmente a este principio.

Una persona que ha perdido una pierna o un brazo por amputación trata durante largo tiempo de servirse de él. Después de la muerte de una persona se observa corrientemente por toda su familia, especialmente por los criados, que apenas pueden creer que ha muerto, sino que se imaginan que se halla en su cuarto o en algún otro lugar donde acostumbraban a encontrarle. Yo he oído frecuentemente en conversación, después de hablar de una persona a quien se pondera por algo, decir a alguien que no lo conocía: «No le he visto, pero casi me imagino haberlo visto cuando oigo hablar de él.» Todos estos son casos paralelos.

Si consideramos como es debido este argumento de la educación, resultará muy convincente, y tanto más cuanto que se halla fundado en uno de los fenómenos más comunes que podemos encontrar en todas partes. Estoy persuadido de que después del examen hallaremos que una mitad de las opiniones reinantes entre el género humano se debe a la educación, y que los principios que se admiten así implícitamente contrarrestan a los que se deben al razonamiento abstracto o la experiencia. Del mismo modo que los mentirosos, por la repetición frecuente de sus mentiras, llegan a recordarlas, el juicio, o más bien la imaginación, por medios análogos pueden poseer ideas tan fuertemente impresas en ellos y concebirlas tan claramente, que pueden operar sobre el espíritu de la misma manera que los sentidos, la memoria o la razón presente a nosotros. Sin embargo, como la educación es una causa artificial y no natural y como sus máximas son frecuentemente contrarias a la razón y aun entre sí mismas, en los diferentes tiempos y lugares, no es jamás, por este motivo, admitida por los filósofos, aunque en realidad se basa casi sobre el mismo fundamento de la costumbre y la repetición que nuestro razonamiento relativo a las causas y efectos19.




ArribaAbajoSección X

De la influencia de la creencia


Aunque la educación sea rechazada por la filosofía como un fundamento falaz de asentimiento a cualquier opinión, prevalece, sin embargo, en el mundo y es el motivo de por qué todos los sistemas están dispuestos a ser repudiados en un principio como nuevos y no usuales. Esto quizá será el destino de lo que ya he expuesto referente a la creencia, pues aunque las pruebas que he presentado me parecen perfectamente decisivas, no espero hacer muchos prosélitos para mi opinión. Los hombres se persuadirán difícilmente de que efectos de tanta importancia puedan nacer de principios que parecen tan insignificantes y de que la mayor parte de nuestros razonamientos, con todas nuestras acciones y pasiones, pueda derivarse tan sólo de la costumbre y el hábito. Para evitar esta objeción debo anticipar algo aquí que será considerado más apropiadamente después, cuando hablemos de las pasiones y del sentido de la belleza.

En el espíritu humano se halla establecida una percepción del dolor y el placer como resorte capital y principio motor de todas sus acciones; pero el dolor y el placer tienen dos modos de hacer su aparición en el espíritu, y uno de ellos tiene efectos muy diferentes de los del otro. Pueden aparecer como una impresión para el sentimiento actual o solamente como una idea, como sucede ahora cuando los menciono. Es evidente que la influencia de éstos sobre nuestras acciones está muy lejos de ser igual. Las impresiones actúan sobre el alma siempre y en el grado más alto, pero no toda idea tiene el mismo efecto. La naturaleza ha procedido con precaución en este caso y parece haber evitado cuidadosamente los inconvenientes de los dos extremos. Si sólo las impresiones influyeran en la voluntad deberíamos en cada momento de nuestra vida hallarnos sometidos a las más grandes calamidades, porque aunque prevemos su aproximación no nos hallaríamos dotados por la naturaleza de un principio de acción que pudiese impedirnos a evitarlas. Por otra parte, si toda idea influyese en nuestras acciones, nuestra condición no se hallaría muy mejorada, pues es tal la instabilidad y actividad del pensamiento, que las imágenes de todas las cosas, especialmente de los bienes y males, se hallan siempre cruzando el espíritu, y si se hallasen guiadas por cualquier concepción de este género de los males no gozaríamos ni un momento de paz y tranquilidad.

La naturaleza ha elegido, por consiguiente, un término medio, y ni ha concedido a toda idea de un bien o un mal el poder de actuar sobre la voluntad, ni la ha privado enteramente de su influencia. Aunque una ficción de un mal no tiene eficacia, hallamos por experiencia que las ideas de los objetos que creemos que son o serán existentes producen en menor grado el mismo efecto que las impresiones que se hallan inmediatamente presentes a los sentidos y la percepción. El efecto, pues, de la creencia consiste en conceder a una simple idea la igualdad con las impresiones y concederle una análoga influencia sobre las pasiones. Este efecto sólo puede tenerlo haciendo que una idea se aproxime a una impresión en fuerza y vivacidad, pues como los diferentes grados de fuerza constituyen la diferencia original entre una impresión y una idea, deben ser, por consecuencia, la fuente de todas las diferencias en los efectos de estas percepciones, y su supresión total o parcial, la causa de toda nueva semejanza que adquieran. Dondequiera que podamos hacer que una idea se aproxime a las impresiones en fuerza y vivacidad se asemejará a ella igualmente en su influencia sobre el espíritu, y, por el contrario, cuando se asemeja a la impresión en esta influencia, como sucede en el caso presente, debe proceder esto de su aproximación en fuerza y vivacidad. La creencia, pues, ya que hace que una idea tenga los mismos efectos que las impresiones, debe hacer que se les asemeje en estas cualidades y no es más que una concepción más vivaz e intensa de una idea. Esto puede servir como un argumento adicional para el presente sistema y puede darnos una noción de la manera como nuestros razonamientos partiendo de la causalidad son capaces de actuar sobre la voluntad y las pasiones.

Del mismo modo que la creencia es casi absolutamente necesaria para excitar nuestras pasiones, las pasiones, a su vez, son muy favorables a la creencia, y no sólo los hechos que producen emociones agradables, sino también y muy frecuentemente los que nos causan dolor, llegan a ser por esta razón más prestamente objetos de opinión y fe. Un cobarde, cuyo miedo se despierta fácilmente, asiente con facilidad a toda noticia del peligro que le den, lo mismo que una persona de disposición triste y melancólica es muy crédula para todo lo que alimenta su pasión dominante. Cuando un objeto capaz de afectarnos se presenta da la alarma y excita inmediatamente un grado de su pa sión correspondiente, especialmente en las personas que son naturalmente propensas a esta pasión. Esta emoción pasa por una fácil transición a la imaginación ,y difundiéndose sobre la idea del objeto que afecta, nos hace formarnos su idea con mayor fuerza y vivacidad y nos hace asentir a ella según el sistema que precede. La admiración y la sorpresa tienen el mismo efecto que las otras pasiones, y de acuerdo con esto podemos observar que entre el vulgo los curanderos y proyectistas encuentran una fe más fácil por la razón de sus pretensiones magníficas que si se mantuviesen dentro de los límites de la moderación. El primer asombro que naturalmente acompaña a sus relaciones maravillosas se extiende sobre toda el alma, y de este modo vivifica y fortalece la idea, de manera que se asemeja a las inferencias que sacamos de la experiencia. Esto es un misterio que ya conocemos un poco y que tendremos ocasión de conocer mejor en el curso de este tratado.

Después de esta explicación de la influencia de la creencia sobre las pasiones hallaremos menos dificultad en explicar sus efectos sobre la imaginación tan extraordinarios como puedan parecer. Es cierto que no obtenemos placer de un discurso cuando nuestro juicio no asiente a las imágenes que son presentadas a nuestra fantasía. La conversación de los que han adquirido el hábito de mentir, aunque no sea en asuntos de importancia, jamás nos produce satisfacción, y esto porque las ideas que nos presentan no yendo acompañadas de la creencia no impresionan el espíritu. Los poetas mismos, aunque mentirosos por profesión, tratan siempre de dar un aire de verdad a sus ficciones, y cuando olvidan esto totalmente, sus obras, aunque ingeniosas, no serán capaces de producir mucho placer. En resumen, podemos observar que, aunque las ideas no tengan influencia ninguna sobre la voluntad y las pasiones, la verdad y la realidad son necesarias aún para hacerlas gratas a la imaginación.

Si comparamos entre sí todos los fenómenos que se presentan con relación a este asunto hallaremos que la verdad, tan necesaria como pueda parecer en todas las obras del genio, no tiene más efecto que procurar una fácil aceptación de las ideas y hacer que el espíritu se repose en ellas con satisfacción o al menos sin repugnancia. Pero como esto es un efecto que puede suponerse fácilmente que nace de la solidez y fuerza que, según mi sistema, acompaña a las ideas que son establecidas por el razonamiento de causalidad, se sigue que toda la influencia de la creencia sobre la fantasía puede explicarse partiendo de este sistema. De acuerdo con ello podemos observar que siempre que la influencia surge de otro principio que no sea la verdad o realidad, éste la suple y proporciona un agrado igual a la imaginación. Los poetas han creado lo que ellos llaman un sistema poético de las cosas que, aunque no es creído ni por ellos ni por los lectores, se estima como un fundamento suficiente para cualquier ficción. Hemos sido tan habituados a los nombres de Marte, Júpiter, Venus, que, de la misma manera que la educación fija una opinión, la constante repetición de estas ideas las hace entrar en el espíritu con facilidad y las mantiene en la fantasía sin influir el juicio. Del mismo modo los trágicos toman siempre su argumento, o por lo menos los nombres de sus personajes principales, de algún hecho conocido de la historia, y esto no para engañar a los espectadores, pues confiesan francamente que la verdad no se observa rigurosamente en todas las circunstancias, sino para procurar una aceptación más fácil, por parte de la imaginación, de los sucesos extraordinarios que representan. Es ésta una precaución que no se requiere de los poetas cómicos, cuyos personajes e incidentes, siendo de un género más familiar, son más accesibles a la concepción y son admitidos sin una formalidad tal aun cuando a primera vista pueda conocerse que son ficticios y mero producto de la fantasía.

La mezcla de verdad y falsedad de los argumentos de los poetas trágicos no sólo sirve para nuestro propósito presente, mostrando que la imaginación puede satisfacerse sin una creencia o seguridad absoluta, sino que puede en otro respecto ser considerada como una poderosa confirmación de este sistema. Es evidente que los poetas hacen uso de su artificio, consistente en tomar los nombres de sus personajes y los sucesos capitales de la historia, para procurar una más fácil aceptación del conjunto y producir una impresión más profunda sobre la fantasía y las afecciones. Los varios incidentes de la obra adquieren una especie de relación por hallarse unidos en un poema o representación, y si uno de estos incidentes puede ser un objeto de creencia, concede fuerza y vivacidad a los que se hallan relacionados con él. La viveza de la primera concepción se difunde a través de las relaciones y pasa como por muchos tubos o canales a toda idea que esté en comunicación con la primaria. Esto de hecho no puede llegar jamás a una seguridad perfecta, porque la unión entre las ideas es, en cierto modo, accidental; pero se aproxima tanto a su influencia, que puede convencernos de que se derivan del misino origen. La creencia debe agradar a la imaginación por medio de la fuerza y vivacidad que la acompaña, ya que toda idea que posee fuerza y vivacidad encontramos que es agradable a esta facultad.

Para confirmar esto podemos observar que existe una ayuda recíproca entre el juicio y la fantasía, lo mismo que entre el juicio y la pasión, y que la creencia no sólo concede vigor a la imaginación, sino que una imaginación vigorosa y fuerte es de todos los talentos el más apropiado para proporcionar la creencia y autoridad. Es difícil para nosotros negar nuestro sentimiento a lo que nos es descrito con los vivos colores de la elocuencia, y la vivacidad producida por la fantasía es, en muchos casos, más grande que la que surge de la costumbre y la experiencia. Somos arrastrados por la viva imaginación de un autor o un amigo y hasta él mismo frecuentemente es víctima de su propia fogosidad y genio.

No estará fuera de lugar notar aquí que, del mismo modo que una imaginación viva degenera muchas veces en locura o demencia y tiene con ellas una gran semejanza en su actividad, influyen éstas a su vez en el juicio del mismo modo y producen la creencia por los mismos principios. Cuando la imaginación adquiere, por un fermento extraordinario de la sangre y los espíritus, una vivacidad tal que desordena todas sus fuerzas y facultades, no hay posibilidad de distinguir entre verdad y falsedad, sino que cada ficción o idea inconexa teniendo la misma influencia que las impresiones de la memoria o las conclusiones del juicio, es admitida con el mismo valor y actúa con igual fuerza sobre las pasiones. Una impresión presente y una transición habitual no son ya necesarias para vivificar nuestras ideas. Toda quimera del cerebro es tan vivaz e intensa como cualquiera de las inferencias que designamos primeramente con el nombre de conclusiones relativas a los hechos y a veces tanto como las impresiones presentes de los sentidos.

Podemos observar el mismo efecto en la poesía, aunque en un grado menor, y es común a la poesía y la locura que la vivacidad que conceden a las ideas no se deriva de las situaciones o conexiones particulares de los objetos de estas ideas, sino del temperamento y disposición presente de la persona. Pero tan grande como sea el grado que esta vivacidad alcance, es evidente que en la poesía jamás tiene la misma cualidad afectiva que la que surge en el espíritu cuando razonamos aún basándonos en la especie más inferior de probabilidad. El espíritu puede fácilmente distinguir entre la una y la otra, y cualquiera que sea la emoción que el entusiasmo poético pueda producir a los espíritus, no es más que el mero fantasma de la creencia o la persuasión. Sucede lo mismo con la idea que con la pasión que ocasiona. No existe ninguna pasión del espíritu humano que no pueda surgir mediante la poesía, aunque al mismo tiempo las cualidades afectivas de las pasiones son muy diferentes cuando se despiertan por ficciones poéticas que cuando surgen de la creencia y la realidad. Una pasión que es desagradable en la vida real puede producir el mayor agrado en una tragedia o en un poema épico. En el último caso no nos oprime tanto: es sentida menos firme y sólidamente y no tiene otro efecto más que el agradable de excitar a los espíritus animales y despertar la atención. La diferencia de las pasiones es una prueba clara de una diferencia análoga en las ideas de las cuales las pasiones se derivan. Cuando la vivacidad surge de un enlace habitual con una impresión presente, aunque la imaginación no pueda en apariencia ser muy agitada, existe siempre algo más fuerte y real en sus actividades que en los fervores de la poesía y la elocuencia. La fuerza de nuestras actividades mentales, en este caso, lo mismo que en otro cualquiera, no ha de ser medida por la agitación aparente del espíritu. Una descripción poética puede tener un efecto más sensible sobre la fantasía que una narración histórica; puede recoger un mayor número de las circunstancias que componen una imagen o descripción completa; puede parecer que coloca el objeto ante nosotros con más vivos colores. Sin embargo, las ideas que presenta son diferentes, en cuanto a la cualidad afectiva, de las que surgen de la memoria y del juicio. Hay algo débil e imperfecto en medio de esta aparente vehemencia del pensamiento y sentimiento que acompaña a las ficciones de la poesía.

Tendremos después ocasión de hacer notar las semejanzas y diferencias entre un entusiasmo poético y una convicción seria. Mientras tanto, no puedo menos de observar que la gran diferencia en su cualidad afectiva procede, en alguna medida, de la reflexión y las reglas generales. Observamos que el vigor de la concepción que las ficciones toman de la poesía y elocuencia es una circunstancia meramente accidental, de la que toda idea es igualmente susceptible, y que estas ficciones no se hallan enlazadas con nada que sea real. Esta observación nos hace prestar algo, por nuestra parte, a la ficción, por decirlo así; pero produce que la idea sea sentida muy diferentemente de las persuasiones establecidas de un modo duradero y basadas en la memoria y el hábito. Son ambas del mismo género, pero la primera es muy inferior a las otras tanto en sus causas como en sus efectos. Una reflexión sobre las reglas generales nos aparta de aumentar nuestra creencia con cada aumento de fuerza y vivacidad de nuestras ideas. Cuando una opinión no admite duda o probabilidad opuesta le atribuimos una plena verdad, aunque la falta de semejanza o contigüidad pueda hacer su fuerza inferior a la de otras opiniones. Así, el entendimiento corrige las apariencias de los sentidos y nos hace imaginar que un objeto a veinte pies de distancia parece a la vista tan grande como uno de la misma dimensión a diez pies de distancia.

Podemos observar el mismo efecto de la poesía en un grado menor con esta sola diferencia de que la más mínima reflexión disipa las ilusiones de la poesía y coloca los objetos en su verdadera naturaleza. Sin embargo, es cierto que en el calor de un entusiasmo poético el poeta tiene una creencia artificiosa y aun una especie de visión de sus objetos, y si existe algún resto de argumento que sostenga esta creencia nada contribuye más a su plena convicción que el ardor de las figuras e imágenes poéticas que tienen tanta fuerza sobre el poeta mismo como sobre sus lectores.



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