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ArribaAbajoParte Segunda

Del amor y el odio



ArribaAbajoSección I

Del objeto y causas del amor y el odio


Es imposible por completo dar una definición de las pasiones del amor y el odio, y esto porque producen meramente una impresión simple sin mezcla o composición. Sería innecesario intentar una descripción de ellas partiendo de su naturaleza, origen, causas y objetos, porque serán los asuntos de la presente investigación y porque estas pasiones son lo suficientemente conocidas por sí mismas mediante nuestro sentir corriente y experiencia. Esto lo hemos hecho observar siempre con respecto al orgullo y la humildad y lo repetimos aquí con respecto al amor y al odio, y de hecho existe una semejanza tan grande entre estos dos pares de pasiones que nos hallamos obligados a comenzar resumiendo nuestros razonamientos concernientes a las primeras para poder explicar las últimas.

Así como el objeto inmediato del orgullo y la humildad es el yo o la persona idéntica de cuyos pensamientos, acciones y sensaciones somos íntimamente conscientes, el objeto del amor y el odio se halla en alguna otra persona de cuyos pensamientos, acciones y sensaciones no somos conscientes. Esto es, por experiencia, suficientemente evidente. Nuestro amor u odio se hallan siempre dirigidos a algún ser sensible externo a nosotros, y cuando hablamos de amor a nosotros mismos no lo hacemos en sentido directo y no tiene la sensación que éste produce nada de común con la tierna sensación que es producida por un amigo o por una amante. Lo mismo sucede con el odio. Podemos sentirnos martirizados por nuestras propias faltas y locuras, pero jamás sentimos cólera u odio más que por las injurias de los otros.

Sin embargo, aunque el objeto del amor y el odio sea siempre alguna otra persona, es claro que el objeto no constituye, hablando propiamente, la causa de esta pasión ni es suficiente por sí solo para excitarla. Ya que el amor y el odio son completamente contrarios en su sensación y tienen el mismo objeto, si este objeto fuese la causa de ellos produciría las dos pasiones opuestas en igual grado, y puesto que desde el primer momento se destruirían la una a la otra, no sería capaz ninguna de ellas de presentarse. Debe, por consiguiente, existir alguna causa independiente de su objeto.

Si consideramos las causas del amor y el odio, hallaremos que son muy diversas y que no tienen muchos elementos comunes. La virtud, el conocimiento, el ingenio, el buen sentido, el buen humor de una persona producen amor o estima, del mismo modo que sus cualidades opuestas odio o desprecio. Las mismas pasiones surgen de perfecciones corporales como la hermosura, fuerza, ligereza, destreza, y de sus contrarios, y también de las ventajas y desventajas externas de familia, posesiones, vestidos, nación y clima. Todos estos objetos son los que, por sus diferentes cualidades, pueden producir amor y estima u odio y desprecio.

Partiendo de la consideración de estas causas podemos derivar una nueva distinción entre la cualidad que opera y el sujeto en la que está colocada. Un príncipe que posee un soberbio palacio obtiene la estima del pueblo por este hecho: primeramente, por la belleza del palacio, y segundo, por la relación de propiedad que le enlaza con aquél. La supresión de uno de estos dos factores destruye la pasión, lo que prueba evidentemente que su causa es compuesta.

Sería aburrido seguir las pasiones del amor y el odio a través de todas las observaciones que hemos hecho con motivo del orgullo y la humildad, y que son también aplicables a este segundo par de pasiones. Es suficiente hacer notar, en general, que el objeto del amor y el odio es evidentemente alguna persona pensante y que la sensación de la primera pasión es siempre agradable y la de la segunda desagradable. Podemos, por consiguiente, suponer con alguna apariencia de probabilidad que la causa de estas dos pasiones es siempre referida a un ser pensante y que la causa de la primera produce un placer separado y la de la segunda un dolor separado.

Uno de estos supuestos, a saber: que la causa del amor y el odio debe ser referida a una persona o a un ser pensante, para producir estas pasiones, es no sólo probable, sino demasiado evidente, para ser contestada. La virtud y el vicio, cuando son considerados en abstracto; la belleza y la deformidad, cuando se hallan en objetos inanimados; la pobreza y la riqueza, cuando conciernen a una tercera persona, no producen grado alguno de amor u odio, estima o desprecio con respecto de aquellos que no tienen relación con todo ello. Una persona que mira por la ventana y me ve a mí en la calle y detrás de mí un hermoso palacio que ninguna relación tiene conmigo, no creo que se pretenda que me otorgue el mismo respeto que si yo fuese el propietario del palacio.

No es evidente a primera vista que una relación de impresiones se requiera para estas pasiones por la razón que en la transición se confunden tanto una impresión con la otra que en cierto modo no se pueden distinguir. Pero del mismo modo que en el orgullo y la humildad fuimos capaces de hacer la separación y de probar que cada causa de estas pasiones produce un dolor o placer separado, nos es dado observar aquí el mismo método con éxito, y en consecuencia examinar las varias causas del amor y el odio. Sin embargo, como yo tengo prisa por llegar a una plena y decisiva prueba de este sistema, dejo este examen por el momento, y mientras tanto intentaré relacionar con mi presente estudio todos mis razonamientos concernientes al orgullo y la humildad, por un argumento, fundado en una indiscutible experiencia.

Hay pocas personas que estando satisfechas con su propio carácter, talento o fortuna no deseen mostrarse a las gentes y adquirir el amor o aprobación del género humano. Ahora bien: es evidente que las mismas cualidades y circunstancias, que son las causas de orgullo o estima de sí mismo, son también las causas de vanidad o de deseo de reputación y que nosotros exhibimos siempre las particularidades de las que nos hallamos más satisfechos. Si el amor y la estima no fuesen producidos por las mismas cualidades que el orgullo, teniendo en cuenta cómo estas cualidades son atribuidas a nosotros mismos y los otros, este modo de proceder sería absurdo y no podría esperar nadie una correspondencia de sus sentimientos con los de cualquiera otra persona con la que éstos son compartidos. Es cierto que pocos pueden formarse sistemas exactos de pasiones o hacer reflexiones sobre su naturaleza general y semejanzas. Pero aun sin un progreso semejante, en filosofía no nos hallamos sometidos a muchos errores en este particular, pues somos guiados de un modo suficiente por la experiencia común y por el género de presentación, que nos indica qué voluntad actúa en los otros, por lo que la experimentamos inmediatamente en nosotros mismos. Puesto que la misma cualidad que produce orgullo o humildad causa el amor o el odio, todos los argumentos que han sido empleados para probar que las causas de las primeras pasiones producen un dolor o placer separado son aplicables con igual evidencia a las causas de las últimas.




ArribaAbajoSección II

Experimentos para confirmar este sistema


Considerando debidamente estos argumentos no hallará nadie escrúpulos para asentir a la conclusión que yo saco de ellos, y que concierne a la transición de impresiones y de ideas relacionadas especialmente, dado que es éste un principio por sí mismo fácil y natural. Pero para que podamos poner este sistema fuera de duda, tanto con referencia al amor y al odio como al orgullo y humildad, será apropiado hacer algunos nuevos experimentos acerca de estas pasiones y también recordar algunas de las observaciones que hemos antes ya realizado.

Para hacer estos experimentos supongamos que estoy en compañía de una persona por la que primeramente no experimentaba ningún sentimiento, ni de amistad ni de enemistad. Aquí tengo el objeto natural y último de estas cuatro pasiones situado ante mí. Yo mismo soy el objeto propio del orgullo o la humildad; la otra persona es el objeto del amor o el odio.

Consideremos ahora con atención la naturaleza de estas pasiones y su situación con respecto de cada una de las otras. Es evidente que aquí hay cuatro afecciones colocadas como en un cuadrado, o en un enlace regular y en determinada distancia. Las pasiones del orgullo y la humildad, lo mismo que las del amor y el odio, se hallan enlazadas por la identidad de su objeto, que para el primer par de pasiones es el yo y para el segundo alguna otra persona. Estas dos líneas de comunicación o conexión forman los dos lados opuestos de un cuadrado. Además, orgullo y amor son pasiones agradables; odio y humildad, desagradables. Esta semejanza de sensación entre orgullo y amor y entre humildad y odio forma una nueva conexión y puede ser considerada como constituyendo los dos otros lados del cuadrado. En total: el orgullo se relaciona con la humildad, el amor con el odio, por sus ideas; el orgullo con el amor, la humildad con el odio, por sus sensaciones o impresiones.

Digo, pues, que nada puede producir alguna de estas pasiones sin encerrar una doble relación, a saber: la de las ideas con el objeto de la pasión y la de la sensación con la pasión misma. Esto es lo que debemos probar por nuestros experimentos.

Primer experimento. -Para proceder con el mayor orden en este experimento, supongamos que estando colocado en la situación antes mencionada, a saber, en compañía con alguna otra persona, se presenta un objeto que no tiene relación ni en las impresiones ni en las ideas con alguna de estas pasiones. Así, supongamos que miramos una piedra vulgar u otro objeto común que no se refiere a ninguno de los dos y no causa por sí mismo ninguna emoción o placer o pena independiente; es evidente que un objeto tal no producirá en nosotros ninguna de las cuatro pasiones. Ensayemos con cada una sucesivamente. Apliquemos el caso al amor, al odio, a la humildad y al orgullo; ninguna de estas pasiones surge ni en su grado más mínimo imaginable. Cambiemos el objeto tan frecuentemente como nos plazca, con la única condición de que escojamos uno que no contiene ninguna de las dos antedichas relaciones. Repitamos el experimento en todas las disposiciones de las que es susceptible el espíritu. Ningún objeto, en la vasta variedad de la naturaleza ni en disposición alguna, produce una pasión sin estas relaciones.

Segundo experimento. -Puesto que un objeto que carece de estas dos relaciones no puede jamás producir una pasión, concedámosle solamente una de estas relaciones y veamos qué se sigue. Así, supongamos que miro a una piedra o un objeto común que se refiere a mí o a mi compañero, y por este medio adquiere una relación de ideas con el objeto de la pasión; es claro que, considerando el asunto a priori, ninguna emoción, de cualquier género que sea, puede ser esperada razonablemente; pues aparte de que una relación de ideas actúa secreta y tranquilamente en el espíritu, concede un impulso igual hacia las pasiones opuestas de orgullo y humildad, amor y odio, teniendo en cuenta que el objeto concierne a nosotros o los otros; esta oposición de las pasiones debe destruir a ambas y dejar al espíritu perfectamente libre de alguna afección o emoción. Este razonamiento a priori se confirma por la experiencia. Ningún objeto trivial o vulgar que no cause un dolor o placer independiente de la pasión será capaz, por su propiedad o relaciones con nosotros o los otros, de producir las afecciones de orgullo o de humildad, amor u odio.

Tercer experimento. -Es evidente, por consiguiente, que una relación de ideas no es capaz por sí sola de hacer surgir estas afecciones. Apartemos esta relación y en su lugar coloquemos una relación de impresiones, presentando un objeto que es agradable o desagradable, pero que no tiene relación con nosotros o nuestro compañero, y observemos las consecuencias. Al considerar el asunto primeramente a priori, como en el precedente experimento, podemos concluir que el objeto tendrá una escasa e incierta conexión con estas pasiones; pues, aparte de que esta relación no es una relación indiferente, no tiene el inconveniente de la relación de ideas ni nos dirige con igual fuerza a dos pasiones contrarias, que por su oposición se destruyen entre sí. Si consideramos, por otra parte, que esta transición de la sensación a la afección no está producida por un principio que produce una transición de ideas, sino que, al contrario, aunque una impresión pase fácilmente a otra, se supone el cambio de objetos contrario a todos los principios que causan una transición de este género podemos concluir de esto que nada será una causa durable o firme de una pasión si está enlazada con la pasión tan sólo por una relación de impresiones. Lo que nuestra razón concluirá por analogía, después de considerar estos argumentos, será que un objeto que produce placer o dolor, pero no tiene ninguna suerte de conexión ni con nosotros ni con los otros, puede dar una tendencia al espíritu para que éste naturalmente experimente orgullo o amor, humildad u odio y busque otros objetos en los que, mediante una doble relación, pueda hallar estas afecciones; pero un objeto que posee tan sólo una de estas relaciones, aunque una de las más ventajosas, no puede originar jamás una pasión constante y estable.

Afortunadamente, hallamos que todo este razonamiento está de acuerdo con la experiencia y el fenómeno de las pasiones. Supongamos que yo voy viajando con un compañero a través de una comarca en la cual los dos somos completamente extranjeros; es evidente que si el paisaje es hermoso, los caminos son agradables y las posadas cómodas, esto me pondrá de buen humor, tanto con respecto a mí como con respecto a mi compañero de viaje; pero si yo supongo que la comarca no tiene relación ni conmigo mismo ni con mi amigo, no puede ser aquélla la causa inmediata del orgullo o el amor, y, por consiguiente, si yo no hallo que la pasión se refiere a un otro objeto que muestre con uno de nosotros dos una relación más estrecha, mis emociones han de ser más bien consideradas como una fluctuación de una disposición elevada o humana que como una pasión estable. El caso es el mismo cuando el objeto produce dolor.

Cuarto experimento. -Habiendo hallado que ni un objeto sin una relación de ideas o impresiones ni un objeto que tiene sólo una relación pueden cansar nunca orgullo o humildad, la razón sola nos convencerá, sin un cuarto experimento, de que todo lo que posee una doble relación debe necesariamente excitar estas pasiones, pues es evidente que debe contener alguna causa. Pero para dejar a la duda el menor espacio posible renovemos nuestros experimentos y veamos si el suceso, en este caso, corresponde a nuestras esperanzas. Escojo un objeto, por ejemplo, una virtud que causa una satisfacción separada; a este objeto concedo una relación con el yo, y hallo que de estas circunstancias surge inmediatamente una pasión. Pero ¿qué pasión? Precisamente la del orgullo, para la que este objeto posee una doble relación. Su idea es relacionada con la del yo, objeto de la pasión; la sensación que produce asemeja a la sensación de la pasión. Para estar seguro de que no me engaño en este experimento suprimo la primera relación, después la otra, y hallo que cada supresión destruye la pasión y produce un objeto completamente indiferente. Pero no estoy contento con esto. Hago todavía un ulterior ensayo, y en lugar de suprimir la relación la cambio por otra de otro género. Supongo que la virtud es de mi compañero, no de mí mismo, y observo lo que se sigue de esta alteración. Inmediatamente percibo que la afección se transforma, y dejando de ser orgullo, en el que existe sólo una relación, a saber: de impresiones, se convierte en amor, que está determinado por una doble relación de impresiones e ideas. Repitiendo el mismo experimento, cambiando de nuevo la relación de las ideas, reduzco la impresión al orgullo, y por una nueva repetición la convierto otra vez en amor y benevolencia. Estando convencido de la influencia de esta relación ensayo el efecto de la otra, y cambiando la virtud por el vicio convierto la impresión agradable que surge de la primera en la desagradable que procede de la última. El efecto también aquí responde a lo esperado. El vicio, cuando pertenece a otro, excita, por medio de la doble relación, la pasión del odio en lugar del amor, que por la misma razón surge de la virtud. Para continuar el experimento cambio de nuevo la relación de ideas y supongo que el vicio se refiere a mí. ¿Qué se sigue? Lo que es usual. Un subsiguiente cambio de la pasión de odio en humildad. Esta humildad la transformo en orgullo por un nuevo cambio de impresión, y hallo después de todo esto que he terminado la serie y por estos cambios he conseguido levar la pasión a la situación en que la hallé primeramente.

Pero para hacer el asunto aún más cierto altero el objeto, y en lugar de vicio y virtud ensayo con la belleza o fealdad, riqueza o pobreza, poder y servidumbre. Estos objetos presentan una serie del mismo tipo que la anterior por el cambio de sus relaciones, y en cualquier orden que proceda, ya sea a través de orgullo, amor, odio, humildad, ya sea a través de humildad, odio, amor y orgullo, el experimento no presenta diversidad alguna. Estima y desprecio, de hecho, surgen en algunas ocasiones, en lugar de amor y odio; pero aquéllas son en el fondo las mismas pasiones, tan sólo diversificadas por algunas causas que explicaremos más adelante.

Quinto experimento. -Para dar más grande autoridad a estos experimentos, cambiemos la situación de las circunstancias tanto como sea posible y coloquemos las pasiones y objetos en todas las diversas posiciones de que son susceptibles. Supongamos, aparte de las relaciones mencionadas, que la persona con la que hacemos todos estos experimentos se halla íntimamente enlazada con nosotros por la sangre o por la amistad. Es, así lo supondré, mi hijo o mi hermano o se halla relacionada conmigo por un largo comercio familiar. Supongamos primeramente que la causa de la pasión adquiere una doble relación de impresiones e ideas con esta persona y dejemos ver qué efectos resultan de todas estas complicadas atracciones y relaciones.

Antes que considere lo que de hecho ellas son, determinemos lo que ellas pueden ser, de acuerdo con mi hipótesis. Es claro que, según sea la impresión agradable o desagradable, la pasión del amor o del odio debe surgir con respecto a la persona que se halla enlazada con la causa de la impresión, por esta doble relación que en todo lo dicho he requerido. La virtud de un hermano me hace amarle, y su vicio o infamia debe excitar la pasión contraria. Pero para juzgar solamente de la situación de las cosas no debo esperar que las afecciones permanezcan aquí y que no se transformen en otra impresión. Como aquí hay una persona que, por medio de una doble relación, es el objeto de mi pasión, un razonamiento análogo me lleva a pensar que la pasión se transformará ulteriormente. La persona tiene una relación de ideas conmigo mismo, según lo supuesto; la pasión de la que ella es el objeto, por ser agradable o desagradable, tiene una relación con el orgullo y la humildad. Es evidente, pues, que una de estas pasiones debe surgir del amor o el odio.

Este es el razonamiento que yo hago de acuerdo con mi hipótesis, y me place hallar al experimentarlo que todo responde exactamente a mi explicación. La virtud o el vicio de un hijo o hermano no sólo excitan amor u odio, sino que, por una nueva transición producida por causas similares, dan lugar a orgullo o humildad. Nada causa una mayor vanidad que una cualidad notable en nuestra familia y nada mortifica más que su vicio o infamia. Esta exacta conformidad de la experiencia con el razonamiento es una prueba convincente de la solidez de la hipótesis acerca de la cual ahora razonamos.

Sexto experimento. -Esta evidencia aumentará aún si hacemos el experimento a la inversa y manteniendo las mismas relaciones comenzamos solamente con otra pasión. Supongamos que en lugar del vicio o la virtud de un hijo o un hermano, que causa primero amor u odio, colocamos estas cualidades buenas o malas en nosotros mismos, sin una inmediata conexión con la persona que está relacionada con nosotros: la experiencia nos muestra que por este cambio de la situación se rompen los eslabones de la cadena y que el espíritu no pasa de una pasión a otra, como en el ejemplo precedente. Jamás amamos u odiamos a un hijo o a un hermano por la virtud o el vicio que discernimos en nosotros mismos, aunque es evidente que las mismas cualidades en aquéllos nos producirían un sensible orgullo o humildad. Esto puede a primera vista estimarse contrario a mi hipótesis, puesto que las relaciones de las impresiones e ideas son en ambos casos las mismas. Orgullo y humildad son impresiones relacionadas con el amor y el odio. Yo mismo me hallo relacionado con la persona. Deberá, por lo tanto, ser esperado que iguales causas produzcan iguales efectos y que una transición perfecta surja de la doble relación, como en los otros casos. Esta dificultad puede fácilmente resolverse por las siguientes reflexiones:

Es evidente que, puesto que somos siempre íntimamente conscientes de nosotros mismos y de nuestros sentimientos y pasiones, sus ideas deben afectarnos con una mayor vivacidad que las ideas de los sentimientos y pasiones de alguna otra persona. Ahora bien: todo lo que nos afecta con vivacidad y aparece bajo una luz plena e intensa nos fuerza, en cierto modo, a considerarlo y se presenta al espíritu a la más pequeña indicación o trivial relación. Por la misma razón, cuando está presente atrae hacia sí nuestra atención y la impide vagar por otros objetos, aunque sea fuerte la relación que éstos tengan con nuestro primer objeto. La imaginación pasa fácilmente de las ideas obscuras a las vivaces y difícilmente de las vivaces a las obscuras. En el primer caso la relación es ayudada por otro principio; en el segundo caso está dificultada por él.

Ahora bien: yo he observado que estas dos facultades del espíritu, la imaginación y las pasiones, se asisten mutuamente en sus actividades cuando sus tendencias son similares y cuando actúan sobre un mismo objeto. El espíritu experimenta siempre una propensión a pasar de una pasión a otra relacionada con ella, y esta propensión es facilitada cuando el objeto de una pasión está relacionado con el de la otra. Los dos impulsos coinciden y hacen el tránsito total más suave y fácil. Pero si sucede que aunque la relación de ideas, estrictamente hablando, continúa la misma su influencia en cuanto a la transición no tiene lugar, es evidente que su influencia sobre las pasiones debe cesar como siendo dependientes de esta transición. Esta es la razón de por qué el orgullo o la humildad no se transforman en amor u odio con la misma facilidad con que las últimas pasiones se cambian en éstas. Si una persona es mi hermano, yo lo soy suyo igualmente; pero aunque las relaciones sean recíprocas tienen efectos muy diferentes sobre la imaginación. El paso es suave y patente, partiendo de la consideración de alguna persona relacionada con nosotros mismos, de quien somos siempre conscientes. Pero cuando las afecciones se dirigen a nosotros mismos la fantasía no pasa con la misma facilidad de este objeto a otra persona, se halle tan enlazada como se quiera con nosotros. Esta transición fácil o difícil de la imaginación actúa sobre las pasiones y facilita o retarda su transición; lo que es una clara prueba de que ambas facultades, pasiones e imaginación, se encuentran enlazadas y que, las relaciones de las ideas tienen una influencia sobre las afecciones. Aparte de innumerables experimentos que prueban esto, hallamos aquí que, aun cuando la relación permanece, si por una particular circunstancia su efecto usual sobre la fantasía, que produce una asociación o transición de ideas, se suprime, desaparece su efecto acostumbrado sobre las pasiones, consistente en hacernos pasar de una a otra.

Alguien quizá hallará una contradicción entre este fenómeno y el de la simpatía, en la que el espíritu pasa fácilmente de la idea de nosotros mismos a la de otro objeto relacionado con nosotros. Pero esta dificultad se desvanecerá si consideramos que en la simpatía nuestra propia persona no es el objeto de una pasión ni hay nada que haga que se fije nuestra atención sobre nosotros mismos, como en el caso presente, donde suponemos nos hallamos afectados por humildad u orgullo. Nosotros mismos, independientemente de la percepción de todo otro objeto, no somos en realidad nada; razón por la que debemos dirigir la vista a los objetos externos, y es natural para nosotros considerar con más atención lo que está cerca de nosotros o se nos asemeja. Pero cuando el yo es el objeto de la pasión no es natural abandonar la consideración de él hasta que la pasión desaparezca, en cuyo caso la doble relación de impresiones e ideas no puede operar más tiempo.

Séptimo experimento. -Para someter este razonamiento en su totalidad a un ulterior examen hagamos un nuevo experimento, y del mismo modo que hemos visto antes los efectos de las pasiones e ideas relacionadas, supongamos ahora una identidad de pasiones que acompaña a una relación de ideas y consideremos los efectos de esta nueva situación. Es evidente que una transición de pasiones de un objeto al otro debe aquí con toda razón ser esperada, puesto que la relación de ideas se supone que continúa aún y una identidad de impresiones debe producir una más fuerte conexión que la más perfecta semejanza que puede ser imaginada. Si, por consiguiente, una doble relación de impresiones e ideas es capaz de producir una transición de la una a la otra, mucho más lo será una identidad de impresiones con una relación de ideas. De acuerdo con esto, hallamos que cuando odiamos o amamos una persona, la pasión raramente continúa con sus límites iniciales, sino que se extiende a todos los objetos contiguos y comprende los amigos y relaciones de aquella persona a quien amamos u odiamos. Nada es más natural que experimentar cariño por el hermano de un amigo nuestro con motivo de esta amistad, sin necesidad de ningún examen detallado de su carácter. Una querella con una persona nos produce odio por toda su familia, aunque sea ésta enteramente inocente con respecto a lo que nos desagrada. Ejemplos de este género se encuentran por todas partes.

Hay sólo una dificultad en este experimento, y que es necesario tener en cuenta antes de seguir más adelante. Es evidente que aunque toda pasión pasa fácilmente de un objeto a otro relacionado con él, esta transición se hace con mayor facilidad cuando el objeto más importante se presenta primero y le sigue el de menos importancia que cuando el orden se invierte y el de menos importancia aparece antes. Así, es más natural para nosotros amar al hijo por su padre que al padre por el hijo, al criado por el amo que al amo por el criado, al súbdito por el príncipe que al príncipe por el súbdito. De igual modo concebimos más fácilmente un odio por toda una familia cuando nuestra primitiva querella ha sido con el jefe de la misma que cuando nos hemos disgustado con un hijo, con un criado o con algún otro miembro inferior. En breve, nuestras pasiones, del mismo modo que los otros objetos, descienden con mayor facilidad que ascienden.

Para que comprendamos en qué consiste la dificultad de la explicación de este fenómeno debemos considerar que la misma razón que determina la imaginación a pasar de los objetos remotos a los próximos produce igualmente un cambio, más fácil, de lo menos a lo más que de lo más a lo menos. Todo lo que tiene mayor influencia es lo más notado, y lo más notado se presenta más rápidamente a la imaginación. Somos más aptos para omitir en un objeto lo que hay de trivial que lo que aparece como un elemento considerable; especialmente si el último se presenta el primero en el tiempo y llama primeramente nuestra atención. Así, si una casualidad nos hace considerar los satélites de Júpiter, nuestra fantasía se halla naturalmente determinada para producir la idea de este planeta; pero si primeramente reflexionamos sobre el planeta, es más natural para nosotros el omitir sus satélites. La mención de las provincias de un imperio lleva nuestro pensamiento a considerar el imperio, pero la fantasía no vuelve con la misma facilidad a la consideración de las provincias. La idea del criado nos hace pensar en el amo, la del súbdito lleva nuestra atención hacia el príncipe. Pero la misma relación no tiene una influencia igual para llevarnos en sentido contrario. Y en esto se halla fundado el reproche de Cornelia a sus hijos, de que debían sentirse avergonzados de ser más conocidos por el nombre de la hija de Escipión que por el de la madre de los Gracos. Esto era, con otras palabras, exhortarlos a hacerse por sí mismos ilustres y famosos, como su abuelo, porque de otro modo, la imaginación del pueblo pasando por ella, que era la intermediaria, y colocada en igual relación con ambos, habría abandonado este nombre y los habría designado con el que fuese más considerable y de mayor actualidad. Sobre el mismo principio se funda la costumbre corriente de llevar las mujeres casadas el nombre de sus maridos, más bien que los maridos los nombres de sus mujeres, y también la ceremonia de conceder la precedencia a los que honramos y respetamos. Podemos hallar muchos otros ejemplos para confirmar este principio, si no fuese completamente evidente.

Ahora bien: puesto que la fantasía halla la misma facilidad de pasar de lo menos a lo más que de lo remoto a lo contiguo, ¿por qué no auxilia esta transición de ideas a la transición de pasiones, en el primer caso como en el segundo? Las virtudes de un amigo o hermano producen primero orgullo y después amor, porque en este caso la imaginación pasa de lo remoto a lo contiguo, de acuerdo con su tendencia natural. Nuestra virtud no produce primero orgullo y después amor a un amigo o hermano, porque el paso en este caso sería de lo próximo a lo remoto, lo que es contrario a su tendencia. El amor o el odio de un inferior no causa fácilmente una pasión por el superior, aunque sea ésta la tendencia natural de la imaginación, mientras que el amor u odio a un superior causa una pasión hacia el inferior análoga, lo que es contrario a la antedicha tendencia. En breve, la misma facilidad de transición no actúa de la misma manera sobre lo superior y lo inferior que sobre lo contiguo y lo remoto. Estos dos fenómenos, que parecen contradictorios, requieren cierta atención para ser reconciliados.

Como la transición de ideas se hace aquí contra la tendencia natural de la imaginación, esta facultad debe ser dominada por algún principio más fuerte y de otro género, y ya que aquí no hay nada presente al espíritu sino impresiones e ideas, este principio debe residir necesariamente en las impresiones. Ahora bien: ha sido observado que las pasiones o impresiones se enlazan sólo por su semejanza y que donde dos pasiones colocan al espíritu en la misma o similar disposición es natural pasar de la una a la otra; por el contrario, una repugnancia entre las disposiciones produce una dificultad en las pasiones; pero puede observarse que esta repugnancia puede surgir de una diferencia de grado lo mismo que de una diferencia de cualidad, y no experimentamos una mayor dificultad para pasar repentinamente de un pequeño grado de amor a un pequeño grado de odio que de un grado pequeño a uno grande de las mismas pasiones. Un hombre que está tranquilo o moderadamente agitado es tan diferente, en cierto respecto, de él mismo cuando se halla dominado por una pasión violenta como pueden serlo entre sí dos personas distintas; no es fácil pasar de un extremo al otro sin un considerable intervalo intermedio.

No es menor la dificultad, si no es más grande, de pasar de una pasión fuerte a una débil que de una débil a una fuerte, dado que una de las pasiones, al surgir, destruye la otra y las dos no pueden existir al mismo tiempo. Sin embargo, el caso es enteramente diferente cuando las pasiones se unen y actúan sobre el espíritu al mismo tiempo. Una pasión débil cuando se adiciona a una fuerte no produce un cambio tan considerable en la disposición como una fuerte cuando se adiciona a una débil, razón por la cual existe una más íntima conexión entre el grado grande y el pequeño que entre el pequeño y el grande.

El grado de una pasión depende de la naturaleza de su objeto, y una afección dirigida a una persona que es considerada por nosotros como honorable invade y posee el espíritu mucho más que una pasión que tiene por objeto una persona que estimamos menos. Aquí, pues, la contradicción entre la tendencia de la imaginación y la pasión se presenta. Cuando dirigimos nuestro pensamiento desde un objeto grande a uno pequeño la imaginación halla más facilidad para pasar del pequeño al grande que del grande al pequeño; pero la afección, por el contrario, encuentra una mayor dificultad, y como las afecciones son un principio más poderoso que la imaginación, no es de admirar que prevalezcan y conduzcan al espíritu por su propio camino. A pesar de la dificultad de pasar de una idea de lo grande a la de lo pequeño, una pasión dirigida a lo primero produce siempre una pasión similar dirigida a lo segundo cuando lo grande y lo pequeño se hallan relacionados entre sí. La idea del criado, lleva nuestro pensamiento más fácilmente a la del amo, pero el odio del amo produce con mayor facilidad cólera o mala voluntad hacia el criado. La pasión más fuerte en este caso es la que tiene la precedencia, y no produciendo la adición de la más débil un cambio considerable en la disposición, el paso se hace de este modo más fácil y natural entre ellas.

Así como en el experimento precedente hallamos que una relación de ideas que por una particular circunstancia cesa de producir su efecto usual facilitando la transición de las ideas cesa igualmente de actuar sobre las pasiones, en el que sigue hallaremos la misma propiedad con respecto de las impresiones. Dos grados diferentes de la misma pasión se ponen en relación entre sí de un modo seguro; pero si el menor es el primero que se presenta no posee o posee en pequeño grado la tendencia a evacar el mayor, y esto porque la adición del mayor al menor produce una alteración más sensible del estado de ánimo que la adición del pequeño al grande. Estos fenómenos, si se consideran debidamente, serán pruebas convincentes de la hipótesis presente.

Estas pruebas serán confirmadas si consideramos la manera cómo el espíritu concilia la contradicción que yo he observado entre las pasiones y la imaginación. La fantasía pasa con más facilidad de lo menor a lo mayor que de lo mayor a lo menor. Por el contrario, una pasión violenta produce más fácilmente una débil que una débil una violenta. En esta oposición, la pasión, en último término, prevalece sobre la imaginación; pero esto sucede comúnmente acomodándose la primera a la última y buscando alguna otra cualidad que pueda compensar el principio del que surge la oposición. Cuando amamos a un padre o cabeza de familia casi no pensamos en sus hijos o criados; pero cuando éstos se hallan presentes a nosotros o cuando podemos de algún modo servirlos, la proximidad y contigüidad en este caso aumenta su importancia o al menos suprime la oposición que la fantasía hace para la transición de los afectos. Si la imaginación halla una dificultad para pasar de lo grande a lo pequeño halla una igual facilidad para pasar de lo remoto a lo contiguo, lo que reduce el problema a una igualdad y deja la vía libre para el tránsito de una pasión a otra.

Octavo experimento. -He hecho observar que la transición del amor o el odio al orgullo o humildad es más fácil que la del orgullo o la humildad al amor u odio, y que la dificultad que la imaginación halla al pasar de lo contiguo a lo remoto es la causa de por qué sólo raramente tenemos un ejemplo de la transición últimamente citada de estas afecciones. Debo, sin embargo, hacer una excepción, a saber: cuando la verdadera causa del orgullo o la humildad se halla en alguna otra persona, pues en este caso la imaginación se ve obligada a considerar la persona y no puede-limitar su consideración a nosotros mismos. Así, nada produce más rápidamente cariño o afección por una persona que su aprobación de nuestra conducta y carácter, como, por otra parte, nada inspira un odio tan grande como su censura o desprecio. Aquí es evidente que la pasión original es orgullo o humildad, cuyo objeto es el yo, y que esta pasión se transforma en amor u odio, cuyo objeto es alguna otra persona, a pesar de la regla que yo he establecido de que la imaginación pasa con dificultad de lo contiguo a lo remoto. La transición en este caso no se hace meramente por la relación existente entre nosotros y la otra persona, sino porque la otra persona es la causa real de nuestra primera pasión, y, en consecuencia, se halla ligada íntimamente con ella. Su aprobación es la que produce orgullo, su desaprobación la que produce humildad. No es, pues, de extrañar que la imaginación ande a la inversa su camino acompañada con las pasiones relacionadas del amor y el odio. Esto no es una contradicción, sino una excepción de la regla, y una excepción que surge de la misma razón que la regla misma.

Una excepción como ésta es más, por consiguiente, una confirmación de la regla. Y de hecho, si consideramos los ocho experimentos que hemos expuesto, hallaremos que el mismo principio aparece en todos ellos y que por medio de una transición que surge de una doble relación de impresiones e ideas se producen orgullo y humildad y amor y odio. Un objeto sin relación alguna52 o con una sola no produce jamás una de estas pasiones, y hallamos que la pasión varía siempre en conformidad con la relación. Es más, podemos observar que siempre que la relación, por alguna circunstancia particular, no tiene su efecto usual, produciendo una transición de ideas o impresiones53, cesa de actuar sobre las pasiones y da lugar al orgullo o el amor, humildad u odio. Hallamos aún que esta regla se mantiene como buena a pesar de la apariencia de su contrario54, y del mismo, modo que sabemos por experiencia que una relación no tiene efecto cuando el examen nos muestra ciertas circunstancias particulares que evitan la transición, en los casos en que esta circunstancia, aunque presente, no evita la transición se encuentra que este hecho surge de alguna otra circunstancia que compensa aquélla. Así, no sólo las variaciones se reducen por sí mismas en un principio general, sino las variaciones de las variaciones.




ArribaAbajoSección III

Dificultades resueltas


Ante tantas y tan evidentes pruebas, tomadas de la experiencia diaria y de la observación, parece superfluo entrar en el examen particular de todas las causas del amor y el odio. Emplearé, pues, el final de esta parte: primero, resolviendo algunas dificultades concernientes a causas particulares de estas pasiones, y segundo, examinando las afecciones compuestas que surgen de la combinación del amor y el odio con otras emociones.

Nada es más evidente que una persona adquiere nuestro cariño o está expuesta a nuestra mala voluntad según el placer o dolor que recibimos de ella, y que las pasiones acompañan exactamente a las sensaciones en todos sus cambios y variaciones. Sean los que quieran los medios empleados, sus servicios, su belleza, su adulación para hacerse útil o agradable a nosotros, puede estar segura de nuestra afección, y del mismo modo, sean los que quieran los agravios o desagrados, jamás dejará de excitar nuestra cólera u odio. Cuando nuestra nación se halla en guerra con otra detestamos a ésta como poseyendo el carácter de cruel, pérfida, injusta y violenta; pero siempre nos estimamos, tanto a nosotros, como a nuestros aliados, como equitativos, moderados y clementes. Si el general de nuestros enemigos tuvo éxito, sólo con dificultad le concedemos la figura, y el carácter de un hombre. Es un hechicero, tiene comunicación con los demonios, como se dice de Oliverio Cromwell y del duque de Luxemburgo; es sangriento, y se complace en la muerte y la destrucción. Si el éxito cae de nuestra parte, nuestro jefe tiene todas las cualidades opuestas, y es un modelo de virtud, de valor y de noble conducta. A su perfidia llamamos sagacidad; su crueldad es un mal inseparable de la guerra. En resumen: tendemos a hacer desaparecer o a dignificar cada una de sus faltas, dotándolas con el nombre de la virtud que se les aproxima. Es evidente que el mismo modo de pensar reina en la vida corriente.

Hay algunos que añaden otra condición y exigen no solamente que el dolor y el placer surjan de una persona, sino también que surjan a sabiendas y con un particular designio e intención. Un hombre que nos hiere y ofende por accidente no llega a ser nuestro enemigo por esto, ni nos sentimos ligados por lazos de gratitud con el que nos hace un servicio de la misma manera. Por la intención juzgamos de las acciones, y según ésta es buena o mala, llegan a ser aquéllas causas de amor u odio.

Aquí debemos hacer una distinción. Si la cualidad de otro que agrada o desagrada es constante e inherente a la persona y carácter, causará amor u odio independiente de la intención; de otro modo se requieren un conocimiento y designio para originar estas pasiones. Una persona que sea desagradable por su fealdad o insensatez es objeto de nuestra aversión, aunque nada es más cierto que dicha persona no tiene la menor intención de desagradarnos por estas cualidades; pero si el desagrado procede de una acción, no de una cualidad, que es producida y desaparece en un momento, es necesario, para producir alguna relación y enlazar esta acción suficientemente con la persona, que se derive de un particular pensamiento y designio previo. No es suficiente que la acción surja de la persona y la tenga como su inmediata causa y autor. Esta relación sola es demasiado débil e inconstante para ser el fundamento de estas pasiones. No alcanza a la parte sensible y pensante, y ni procede de algo durable en ella ni deja algo tras de sí, sino que pasa en un momento y como si nunca hubiera existido. Por el contrario, una intención muestra ciertas cualidades, que permaneciendo después que la acción ha sido realizada la enlazan con la persona y facilitan la transición de ideas de la una a la otra. Jamás podemos pensar en ella sin reflexionar sobre estas cualidades, a menos que el arrepentimiento y un cambio de vida hayan producido una alteración en este respecto, caso en el que la pasión se halla en cierto modo alterada. Esto es, por consiguiente, una razón de por qué se requiere una intención para excitar amor u odio.

Debemos además considerar que una intención, además de fortalecer la relación de ideas, es necesaria frecuentemente para producir una relación de impresiones y dar origen al placer y al dolor, pues se puede observar que el elemento principal de una injuria es el desprecio y odio que se revela en la persona que nos injuria, y sin esto la mera afrenta nos produce un dolor menos sensible. Del mismo modo, un favor es agradable capitalmente porque halaga nuestra vanidad y es una prueba de cariño y estima por parte de la persona que lo realiza. Al desaparecer la intención hace desaparecer la mortificación en un caso y la vanidad en el otro, y debe así, en consecuencia, producir una notable disminución en las pasiones de amor y odio.

Concedo que estos efectos, que provienen de la supresión del designio y que consisten en disminuir la relación de las impresiones y las ideas, no son totales y que tampoco son capaces para suprimir totalmente estas relaciones; pues puedo preguntarme ahora si la supresión del designio es capaz de suprimir la pasión de amor u odio. La experiencia, estoy seguro de ello, nos muestra lo contrario, y nada es más cierto que los hombres frecuentemente caen en una cólera violenta por injurias que ellos mismos deben confesar que han sido involuntarias y accidentales. Esta emoción, sin embargo, no puede ser de larga duración, pero es bastante para mostrar que existe una conexión natural entre dolor y cólera y que la relación de impresiones operará sobre la base de una débil relación de ideas. Sin embargo, cuando la violencia de la impresión se halla algo atenuada el defecto de la relación comienza a ser mejor notado, y como el carácter de la persona no se halla de ningún modo incluido en tales injurias, que son casuales e involuntarias, sucede rara vez que experimentemos con respecto de ella una enemistad duradera.

Para ilustrar esta doctrina con un ejemplo correspondiente podemos hacer notar que no sólo el dolor que procede de otra persona por accidente tiene poca fuerza para excitar una pasión, sino que también sucede lo mismo con aquel que procede de una necesidad o deber reconocido. Uno que tenga el designio real de dañarnos, no naciendo éste de odio ni de mala voluntad, sino de la justicia y equidad, no provoca por nuestra parte odio hacia él si somos en algún grado razonables; sin embargo, él es la causa, y la, causa conocida, de nuestro sufrimiento. Examinemos un poco este fenómeno.

Es evidente, en primer lugar, que esta circunstancia no es decisiva, y aunque pueda ser capaz de disminuir las pasiones rara vez puede suprimirlas. ¡Qué pocos criminales existen que no experimenten mala voluntad por los que los acusan o por el juez que los condena, aunque son conscientes de que son merecedores de ello! De igual modo, nuestro antagonista en un pleito o nuestro competidor para un empleo son considerados habitualmente como enemigos, aunque debemos reconocer, si reflexionamos un momento, que sus motivos son tan justificables como los nuestros.

Además, podemos considerar que cuando recibimos daño por parte de una persona nos inclinamos a imaginarla como criminal, y sólo con extrema dificultad reconocemos su justicia o inocencia. Esta es una prueba clara de que, independientemente de la opinión de la intención dañina, todo daño o dolor tiene la tendencia natural a excitar nuestro odio y que después buscamos las razones que puedan justificar y fundamentar la pasión. Aquí la idea del daño no produce la pasión, sino que surge de ella.

No es de extrañar que la pasión produzca la opinión de la injuria, pues de otro modo tendría que sufrir una considerable disminución, lo que todas las pasiones evitan tanto como es posible. La supresión del daño puede suprimir la cólera sin probar que la cólera surge sólo de la injuria. El daño y la justicia son dos objetos contrarios, de los cuales uno tiene la tendencia a producir odio y otro amor, y según sus diferentes grados y nuestro particular modo de pensar prevalece uno de los objetos y excita la pasión que le es propia.




ArribaAbajoSección IV

Del amor producido por las relaciones


Habiendo dado una razón de por qué varias acciones que causan un placer o dolor real no excitan ningún grado o excitan un grado mínimo de las pasiones de amor u odio hacia sus autores, será necesario mostrar en qué consiste el placer o desagrado de varios objetos que por experiencia sabemos que producen estas pasiones.

De acuerdo con el precedente sistema, se requiere siempre una doble relación de impresiones e ideas entre la causa y el efecto para producir amor u odio. Pero aunque esto es universalmente válido es de notar que la pasión del amor puede ser producida por una relación sola de un género diferente, a saber: la existente entre nosotros y el objeto, o, hablando más propiamente, que esta relación va acompañada siempre de las otras dos. Todo lo que se halla unido a nosotros por algún lazo puede seguramente ser el objeto de nuestro amor, de un modo proporcional a esta relación, sin necesidad de indagar sus otras propiedades. Así, la relación de sangre produce el lazo más fuerte de que el espíritu es capaz en el amor de los padres a los hijos, y en menor grado, la misma afección cuando la relación disminuye. No sólo la consanguinidad tiene este efecto, sino cualquier otra relación, sin excepción. Amamos a nuestros compatriotas, a nuestros vecinos, a los que hacen un trabajo análogo al nuestro, a los que ejercen nuestra misma profesión y hasta aquellos que llevan nuestro nombre. Cada una de estas relaciones se estima como un lazo y tiene un reducido derecho a requerir nuestra afección.

Existe otro fenómeno paralelo a este, a saber: que el trato social, sin ningún género de relación, da lugar al amor o al cariño. Cuando hemos intimado con una persona a quien tratamos habitualmente, aunque frecuentando su compañía no hayamos notado que posea ninguna cualidad notable, no podemos menos de preferirla a personas extrañas de cuyo superior mérito nos hallamos persuadidos. Estos dos fenómenos, el de los efectos de la relación y el del trato, se esclarecen mutuamente y pueden ser explicados por el mismo principio.

Los que encuentran un placer en declamar contra la naturaleza humana han observado que el hombre es incapaz de bastarse a sí mismo, y por esto cuando rompe los lazos que le unen con los objetos externos cae inmediatamente en la más profunda melancolía y desesperación. De esto -dicen- procede la continua busca de las diversiones del juego, de la caza, de los negocios, por las cuales intentamos olvidarnos de nosotros mismos y despertar nuestros espíritus animales del estado lánguido en el cual caen cuando no se hallan agitados por alguna activa y vivaz emoción. Concuerdo con esta manera de pensar en tanto que concedo que el espíritu es insuficiente para su propio entretenimiento y que busca naturalmente objetos externos que puedan producir una sensación viva y agitar los espíritus animales. Ante la presencia de un objeto tal despiértase como de un sueño, la sangre fluye con un nuevo impulso, el corazón se siente poderoso, y el hombre entero adquiere un vigor que no puede obtener en sus momentos solitarios y tranquilos. Por esto la compañía es naturalmente tan placentera, por presentar el más amable de todos los objetos, a saber: un ser racional y pensante, análogo a nosotros mismos, que nos comunica todas las acciones de su espíritu, nos hace confidente de sus más íntimos sentimientos y afecciones y nos deja ver en cada momento de su producción todas las emociones que son causadas por un objeto. Toda idea vivaz es agradable, pero sobre todo la de una pasión; porque una idea tal llega a ser una especie de pasión y concede una agitación más sensible al espíritu que ninguna otra imagen o concepción.

Una vez admitido esto, el resto será fácil. Del mismo modo que la compañía de los extraños nos es agradable durante algún tiempo corto, porque vivifica nuestro pensamiento, nos es la compañía de nuestras relaciones y gentes de nuestro trato especialmente agradable porque posee este efecto en un mayor grado y es de influencia más duradera. Todo lo que está en relación con nosotros es concebido de una manera vivaz por la fácil transición de nosotros mismos al objeto relacionado. Así, pues, el hábito del trato facilita la consideración y fortalece la concepción de algún objeto. El primer caso es paralelo a nuestros razonamientos de causa y efecto; el segundo, a la educación. Y como el razonamiento y la educación coinciden solamente en producir una idea vivaz y enérgica de un objeto, es esto el único elemento común a la relación y al trato. Esta debe ser, por consiguiente, la cualidad determinante por la cual producen aquéllos sus efectos comunes y amor o cariño; siendo uno de los efectos, debe derivarse de la fuerza y viveza de la concepción. Una concepción tal es particularmente agradable y nos hace mirar con buenos ojos todo lo que la produce cuando es el objeto propio del cariño y la benevolencia.

Es manifiesto que los hombres se unen según sus peculiares temperamentos y disposiciones, y que los hombres de temperamento alegre aman a los alegres y los serios sienten afección por los serios. Esto no sólo sucede cuando notan esta semejanza entre sí y los otros, sino también por el curso natural de la disposición y por una cierta simpatía que surge entre caracteres similares. Cuando notan la semejanza ésta actúa del mismo modo que una relación, produciendo un enlace de ideas. Cuando no la notan, actúa en virtud de algún otro principio, y si este último principio es similar al primero, debe esto ser admitido como una confirmación del precedente razonamiento.

La idea de nosotros mismos está siempre íntimamente presente y concede un grado notable de vivacidad a la idea de algún otro objeto con el que se halla relacionada. Esta idea vivaz se cambia gradualmente en una impresión real por ser estos dos géneros de la percepción en gran parte lo mismo y diferir sólo en su grado de fuerza y vivacidad. Pero este cambio debe producirse con la mayor facilidad, de modo que nuestro temperamento natural nos conceda una inclinación a la misma impresión que observamos en otros y haga que surja con una ocasión insignificante. En este caso la semejanza convierte la idea en una impresión, no sólo por medio de la relación y concediendo la vivacidad original a la idea relacionada, sino también presentando tales materiales como capaces de inflamarse con la más pequeña chispa. Y como en ambos casos existe un amor o afección debidos a la semejanza, resulta que la simpatía con los otros es agradable solamente por conceder una emoción a los espíritus, pues una simpatía fácil y las emociones correspondientes son lo único común a la relación, trato y semejanza.

La gran propensión que los hombres tienen al orgullo debe ser considerada como un fenómeno similar. Frecuentemente sucede que después de haber vivido un tiempo considerable en una ciudad, aunque al principio sea ésta desagradable para nosotros, cuando nos hacemos familiares con los objetos y contraemos un trato, aunque tan sólo sea con las calles y las casas, la aversión disminuye por grados y por último se transforma en la pasión opuesta. El espíritu halla una satisfacción y bienestar en la consideración de los objetos a los que está acostumbrado y los prefiere, naturalmente, a aquellos otros que, aunque en sí mismos posean quizá más valor, le son menos conocidos. Por la misma cualidad del espíritu somos inclinados a tener una buena opinión de nosotros mismos y de todos los objetos que nos atañen. Estos aparecen más claros, son más agradables, y, por consiguiente, motivos más adecuados de orgullo y vanidad que los otros.

No será inoportuno, al tratar de las afecciones que experimentamos mediante nuestro trato y relaciones, poner de relieve algunos interesantes fenómenos que a ellas se refieren. Es fácil notar en la vida corriente que los hijos consideran debilitada la relación de su madre por el segundo matrimonio de ésta y no la consideran con los mismos ojos que si hubiera permanecido en estado de viudez. No sucede sólo esto cuando aquéllos han notado alguna inconveniencia en el segundo matrimonio o cuando el marido es muy inferior, sino siempre y aparte de estas consideraciones, y solamente porque de este modo ha llegado a ser parte de otra familia. Esto también tiene lugar con respecto al matrimonio del padre, pero en un grado mucho menor, y es cierto que los lazos de sangre no se rompen tanto en el último caso como en el del matrimonio de la madre. Estos dos fenómenos son notables por sí mismos, pero mucho más si se comparan entre sí.

Para producir una relación perfecta entre dos objetos se requiere no solamente que la imaginación sea llevada del uno al otro por semejanza, contigüidad o causalidad, sino también que pueda retroceder del segundo al primero con la misma facilidad. A primera vista esto parece una consecuencia inevitable y necesaria. Si un objeto se parece a otro, este último debe parecerse necesariamente al primero. Si un objeto es causa de otro, este segundo objeto debe ser efecto del primero. Lo mismo sucede con la contigüidad; por consiguiente, siendo la relación siempre recíproca puede pensarse que el regreso de la imaginación del segundo al primero debe en cada caso ser tan natural como el paso del primero al segundo. Pero un ulterior examen descubrirá nuestro error. Supongamos que el segundo objeto, aparte de su relación recíproca con el primero, tiene una firme relación con un tercer objeto; en este caso, el pensamiento, pasando del primer objeto al segundo, no retrocede con la misma facilidad, aunque la relación continúa siendo la misma, sino que es llevado prestamente al tercer objeto mediante una nueva relación que se le presenta, y que da un nuevo impulso a la imaginación. Esta nueva relación, por consiguiente, debilita el lazo entre el primero y segundo objeto. La fantasía es por su propia naturaleza instable e inconstante y considera siempre dos objetos como más fuertemente relacionados cuando encuentra igualmente fácil el paso progresando que retrocediendo, que cuando es fácil sólo en una de estas direcciones. La doble dirección es un género de doble lazo y relaciona los objetos del modo más íntimo y firme.

El segundo matrimonio de la madre no rompe la relación de hijo a antecesor, y esta relación basta para llevar mi imaginación de mí a ella con la mayor facilidad y comodidad. Pero cuando la imaginación ha llegado a este punto de vista encuentra que su objeto está asediado por tantas relaciones que exigen su atención, que no sabe cuál elegir y se encuentra dudosa con respecto a qué nuevo objeto se dirigirá. Los lazos de interés y deber la enlazan con otra familia y dificultan el regreso de la fantasía de ella hacia mí, lo que sería necesario para mantener esta unión. El pensamiento no tiene ya la vibración requerida para avanzar fácil y perfectamente y se entrega a su inclinación al cambio. Avanza con facilidad, pero retrocede con dificultad, y por esta interrupción se halla mucho más debilitada la relación que si el paso estuviera abierto y franco por ambos lados.

Para dar ahora una razón de por qué estos efectos no se siguen en el mismo grado del segundo matrimonio del padre, debemos reflexionar sobre lo que ya ha sido probado: que aunque la imaginación va fácilmente de la consideración de los objetos menos importantes a los de más importancia, no retrocede con la misma facilidad desde los importantes que desde los no importantes. Cuando mi imaginación pasa de mí a mi padre, no pasa tan fácilmente de él a su segunda mujer ni lo considera formando parte de otra familia, sino siendo aún cabeza de la misma familia de la que yo formo parte. Su superioridad impide la fácil transición del pensamiento desde él a su esposa, pero deja libre el paso abierto para volver a mí a través de la misma relación de padre e hijo. No se halla sumido en la nueva relación que ha adquirido, de modo que el doble movimiento o vibración del pensamiento es aún fácil y natural. Por ceder la fantasía a su inconstancia, el lazo de padre e hijo conserva su plena fuerza e influencia.

Una madre no cree debilitada su relación con un hijo porque se halla unida a otro marido, ni un hijo lo cree con respecto a su padre porque éste se relacione con un hermano. El tercer objeto se halla aquí en relación con el primero y con el segundo, de modo que la imaginación va y viene a través de ellos con la más grande facilidad.




ArribaAbajoSección V

De nuestra estima por el rico y poderoso


Nada tiene mayor tendencia a producirnos estima por alguna persona que su poder y riquezas, y nada tiende más a causarnos desprecio que su pobreza o mezquindad; y como estima y desprecio pueden ser considerados como una especie de amor y odio, debe ser éste lugar adecuado para explicar dichos fenómenos.

Aquí sucede, afortunadamente, que la gran dificultad no consiste en descubrir un principio capaz de producir un efecto tal, sino en escoger el capital y predominante entre varios que se presentan por sí mismos. La satisfacción que experimentamos por la riqueza de los otros y la estima que tenemos por sus poseedores puede ser atribuida a tres diferentes causas:

Primero. A los objetos que ellos poseen, como casas, jardines, equipajes, que siendo agradables por sí mismos, necesariamente producen un sentimiento de placer en todo el que los considera o examina.

Segundo. A la espera de ventajas por parte del rico o poderoso, por unirnos éste a su posesión.

Tercero. A la simpatía, que nos hace partícipes de la satisfacción de todo el que se nos aproxima.

Todos estos principios pueden concurrir en la producción del presente fenómeno. La cuestión es saber a cuál podemos principalmente atribuírselo.

Es cierto que el primer principio, a saber, la consideración de objetos agradables, tiene una influencia más grande de lo que a primera vista nos parece. Rara vez reflexionamos sobre lo que es hermoso o feo, agradable o desagradable, sin experimentar una emoción de placer o dolor, y aunque estas emociones no son muy aparentes en nuestro modo indolente y común de pensar, es fácil descubrirlas ya en la lectura, ya en la conversación. Los hombres de ingenio dirigen el discurso sobre asuntos que agradan a nuestra imaginación, y los poetas jamás presentan otros objetos que los de esta naturaleza. Míster Philips ha escogido la palabra sidra para asunto de un excelente poema; cerveza no hubiera sido tan propia por no ser agradable ni a la vista ni al paladar; pero hubiera preferido vino a las dos anteriores si su comarca natal le hubiera proporcionado un licor tan agradable. Debemos, pues, deducir de aquí que toda cosa agradable a los sentidos es también en la misma medida agradable a la fantasía y sugiere al pensamiento la imagen de la satisfacción que produce por su aplicación real a los órganos corporales.

Aunque estas razones pueden llevarnos a comprender esta sensibilidad de la imaginación entre las causas del respeto que sentimos por el rico y poderoso, existen otras razones que nos impiden considerarla como la única o principal; pues, dado que las ideas de placer pueden tener influencia solamente por medio de su vivacidad, que las hace aproximarse a las impresiones, es más natural que tengan esta influencia las ideas que son favorecidas por las más de las circunstancias y posean una tendencia natural a llegar a ser fuertes y vivaces, lo que sucede con nuestras ideas de las pasiones y sensaciones de una criatura humana. Toda criatura humana se nos asemeja, y por esto tiene una ventaja sobre todos los otros objetos al actuar sobre la imaginación.

Además, si consideramos la naturaleza de esta facultad y la gran influencia que todas las relaciones tienen sobre ella, nos persuadiremos fácilmente de que siempre que las ideas de los vinos, música y jardines agradables de que goza un hombre rico pueden hacerse vivaces y gratas, la fantasía no se limitará a ellas, sino que se dirigirá a los objetos con ellas relacionados y en particular a la persona que los posee. Lo más natural es que la idea agradable o imagen produzca aquí una pasión hacia la persona por medio de su relación con el objeto, de modo que inevitablemente debe formar parte de la concepción originaria, puesto que aquélla constituye el objeto de la pasión derivada. Si forma parte de la concepción originaria y se considera como gozando de aquellos objetos agradables, es la simpatía la que propiamente produce la afección, y el tercer principio es más poderoso y universal que el primero.

Hay que añadir a esto que la riqueza y el poder por sí, aunque no sean empleados, causan naturalmente estima y respeto, y que, por consecuencia, estas ideas no surgen de la idea de algún objeto bello y agradable. Es cierto que el dinero implica un género de representación de tales objetos por el poder que concede de obtenerlos, y por esta razón podría ser estimado apropiado para sugerir las imágenes agradables que hacen surgir la pasión; pero como esta posibilidad se halla muy distante, es más natural para nosotros considerar un objeto contiguo, a saber: la satisfacción que este poder proporciona al que lo posee. De esto nos hallaremos más convencidos si consideramos que las riquezas representan los bienes de la vida tan sólo por medio de la voluntad que las emplea; que, por consiguiente, implican, en su verdadera naturaleza, la idea de una persona que no puede ser considerada sin algún género de simpatía en cuanto a sus sensaciones y goces.

Podemos confirmar esto por una reflexión que parecerá quizá a alguno demasiado sutil y refinada. He observado ya que la facultad, separada de su ejercicio, o no tiene sentido, o es sólo una posibilidad o probabilidad de existencia, por la cual un objeto se aproxima a la realidad y tiene una sensible influencia sobre el espíritu. He hecho también observar que esta aproximación por una ilusión de la fantasía aparece mucho más grande cuando nosotros poseemos la facultad que cuando la posee otro, y que en el primer caso los objetos parecen tocar al margen de la realidad y producen casi una satisfacción igual que si se hallaran en nuestra posesión. Ahora afirmo que cuando nosotros estimamos una persona por sus riquezas debemos experimentar este sentimiento con su poseedor, y que sin una simpatía tal la idea de los objetos agradables que la riqueza le concede, la facultad de producirlos, tendrá una débil influencia sobre nosotros. Un hombre avaro es respetado por su dinero, aunque escasamente puede decirse que posee un poder; es decir, existe una escasa posibilidad o probabilidad de emplearlo en la adquisición de los placeres y comodidades de la vida. Sólo a él parece este poder perfecto y completo, y, por consiguiente, debemos experimentar sus sentimientos por simpatía antes de que tengamos una intensa idea de estos goces o le estimemos por ellos.

Así, hemos hallado que el Primer principio, a saber: la idea agradable de los objetos cuyo goce proporciona la riqueza, se reduce en gran medida al tercero y se resuelve en una simpatía con la persona que estimamos o amamos. Examinemos ahora el segundo principio, a saber: la agradable espera de ventajas, y veamos qué fuerza podemos atribuirle.

Es claro que aunque las riquezas y la autoridad conceden indudablemente a su poseedor la facultad de prestarnos servicios, esta facultad no puede considerarse de la misma especie que la que le permite gozar a él mismo y satisfacer sus apetitos. El amor a sí mismo aproxima el poder y el ejercicio íntimamente en el último caso; pero para producir un efecto similar en el primero debemos suponer una amistad y benevolencia que nos una con la suerte del rico. Sin esta circunstancia es difícil concebir en qué podemos fundar nuestras esperanzas de ventajas por parte de las riquezas de los otros, aunque aquí nada es más cierto que estimamos y respetamos naturalmente al rico aun antes de descubrir en él una disposición favorable hacia nosotros.

Voy más lejos, y observo que no solamente respetamos al rico y poderoso cuando muestra una inclinación a servirnos, sino también cuando nos hallamos muy lejos de la esfera de su actividad: de modo que no es de suponer que esté dotado de esta facultad. Los prisioneros de guerra son tratados siempre con el respeto correspondiente a su posición, y es cierto que las riquezas influyen mucho en la determinación de la condición de una persona. Si el nacimiento y cualidad contribuyen a ello, esto nos proporciona un argumento del mismo género. ¿Pues qué es lo que llamamos un hombre de buena cuna más que una persona que proviene de una larga serie de antecesores ricos y poderosos y que adquiere nuestra estima por su relación con personas que nosotros estimamos? Sus antecesores, por consiguiente, aunque muertos, son respetados en alguna medida por sus riquezas, y en consecuencia sin ningún género de esperanza.

Para no ir tan lejos y considerar los prisioneros de guerra y los muertos como ejemplos de la estima desinteresada por las riquezas, observemos con un poco de atención fenómenos que se nos presentan en la vida y conversación corrientes. Un hombre poseedor de una suficiente fortuna que llega a hallarse en compañía de extraños trata a éstos con diferentes grados de respeto y deferencia, según ha sido informado de sus diferentes fortunas y condiciones, aunque es imposible que se haya propuesto, y quizá no quiera aceptarla, ninguna ventaja por parte de ellos. Un viajero es siempre admitido en sociedad y recibido con cortesía en proporción con su séquito y equipaje, ya se dirija a él un hombre de grande o de moderada fortuna. En breve, los diferentes rangos de los hombres se hallan en gran medida determinados por la riqueza, y esto tanto con respecto a los superiores como a los inferiores, extranjeros y próximos.

Surge aquí una respuesta a estos argumentos, basada en la influencia de las reglas generales. Puede pretenderse que estando acostumbrados a esperar socorro y protección del rico y poderoso, y estimarle por esto, hacemos extensivos dichos sentimientos al que se le asemeja en fortuna, pero del que no podemos esperar ventaja alguna. La regla general perdura siempre, y concediendo un impulso a la imaginación, hace surgir paralelamente la pasión del mismo modo que si el objeto que le es propio fuera real y existente.

Que este principio no tiene lugar aquí aparecerá claramente si consideramos que para establecer una regla general y extenderla más allá de sus límites propios se requiere una cierta uniformidad en nuestra experiencia y una gran superioridad de los casos que están de acuerdo con la regla sobre los contrarios. Aquí el hecho es completamente diferente. De cien hombres de crédito y fortuna que yo encuentre existe quizá sólo uno del que yo puedo esperar alguna ventaja: de modo que es imposible que pueda hacerse valer un hábito en el presente fenómeno.

En resumen, no queda nada que pueda producirnos estima por el poder y riquezas y desprecio por la debilidad y pobreza más que el orgullo que surge de la simpatía, por la cual participamos de los sentimientos del rico y del pobre y tomamos parte en su placer o desgracia. Las riquezas producen una satisfacción a su poseedor, y esta satisfacción es referida al espectador por la imaginación, lo que produce una idea semejante a la impresión original en vivacidad y fuerza. Esta idea agradable o impresión se enlaza con el amor, que es una pasión agradable. Procede de un ser pensante y consciente, que es el verdadero objeto del amor. De esta relación de impresiones e identidad de ideas la pasión surge de acuerdo con mi hipótesis.

El mejor método de reconciliarnos con esta opinión es dar una ojeada a todo el universo y observar la fuerza de la simpatía a través de la creación animal entera y la fácil comunicación de los sentimientos por parte de un ser pensante a otro. En todos los seres que no se devoran entre sí y no son agitados por pasiones violentas aparece un notable deseo de compañía, que los asocia sin tener en cuenta las ventajas que puedan sacar de su unión. Esto es más notable entre los hombres, por ser las criaturas del universo que poseen el más ardiente deseo de sociedad y están dotados con las mayores ventajas para ella. No podemos concebir algún deseo que no tenga relación con la sociedad. Una absoluta soledad es quizá el más grande castigo que podemos sufrir. Todo placer languidece cuando se goza sin compañía y todo dolor se hace más cruel e intolerable. Sean las que sean las pasiones que nos dominan -orgullo, ambición, avaricia, curiosidad, venganza, codicia-, la simpatía es el alma del principio animador de todas ellas y no tendrían ninguna fuerza si nos abstrajéramos de los pensamientos y sentimientos de los otros. Haced que las fuerzas y elementos de la Naturaleza se dediquen a servir y a obedecer a un hombre; haced que el Sol salga y se ponga a su orden, que los mares y los ríos se muevan a su agrado, que la Tierra le proporcione todo lo que le es útil y agradable: éste continuará siendo un desgraciado hasta que le proporcionéis otra persona con la que pueda disfrutar de su felicidad y de cuya estima y amistad pueda gozar.

Podemos confirmar esta conclusión relativa al aspecto total de la vida humana mediante casos particulares en los que la fuerza de la simpatía es verdaderamente notable. Las más de las clases de belleza se derivan de este origen, y aunque nuestro primer objeto sea algún fragmento de materia inanimada e insensible, rara vez permanecemos en él y no dirigimos nuestra vista a su influencia sobre las criaturas racionales y sensibles. Un hombre que nos muestra una casa o edificio tiene particular cuidado, entre otras cosas, en poner de relieve la comodidad de las habitaciones, las ventajas de su situación y el poco espacio perdido en escaleras, antecámaras y pasillos, y de hecho es evidente que el elemento capital de la belleza consiste en estos particulares. La observación de la comodidad produce placer, pues la comodidad es una belleza. Pero ¿de qué manera produce placer? Es cierto que nuestro interés no se halla en lo más mínimo considerado, y puesto que ésta es una belleza de interés y no de forma, por decirlo así, debe deleitarnos meramente por la comunicación espiritual y simpatía con el propietario de la vivienda. Participamos de su interés por la fuerza de la imaginación y sentimos la misma satisfacción que la que naturalmente le ocasionan los objetos.

Esta observación se extiende a las mesas, sillas, escritorios, chimeneas, carruajes, arados, y en general a toda obra de arte, siendo una regla general que su belleza se deriva de su utilidad y de su adecuación al fin a que se halla destinada. Puesto que esto es una ventaja que concierne sólo al poseedor, nada sino la simpatía puede interesar al espectador de ella.

Es evidente que nada hace más agradable a un campo que su fertilidad y que difícilmente las ventajas de ornamento y situación serán capaces de igualar esta belleza. Sucede lo mismo con las plantas y árboles que con el campo en el que crecen. No sé si una llanura cubierta con aliaga y retama puede ser en sí tan bella como una colina cubierta de viñas y olivares, aunque jamás aparecerá así al que sepa el valor de cada una de estas tierras. Esta es una belleza meramente de imaginación, y no tiene su fundamento en lo que aparece a los sentidos. Fertilidad y valor tienen una clara referencia al uso, y lo mismo sucede con las riquezas, abundancia, goces, en los que, aunque no tenemos esperanza de participar, tomamos parte por la vivacidad de la fantasía, y en cierta medida los disfrutamos con su poseedor.

No hay regla más razonable en la pintura que equilibrar las figuras colocándolas con la mayor exactitud sobre su propio centro de gravedad. Una figura que no está bien equilibrada es desagradable, porque sugiere la idea de su caída, daño o dolor, ideas que son dolorosas cuando por la simpatía adquieren un grado elevado de vivacidad y fuerza.

A esto se añade que el elemento capital de la belleza personal se halla en el aire de salud y vigor y en una constitución de los miembros que promete fuerza y actividad. La idea de la belleza no puede ser explicada más que por simpatía.

En general, podemos notar que los espíritus de los hombres son espejos de los de los otros hombres, no sólo porque reproducen las emociones de los otros, sino también porque los rayos de las pasiones, sentimientos y opiniones pueden ser reflejados varias veces y pueden decaer por grados insensibles. Así, el placer que un hombre rico recibe de sus posesiones, al comunicarse al espectador causa placer y estima, sentimientos que siendo de nuevo percibidos y experimentados con simpatía aumentan el placer del poseedor, y siendo reflejados de nuevo se convierten en un nuevo fundamento del placer y estima en el espectador. Ciertamente que existe una satisfacción originaria de las riquezas derivada del poder que conceden de gozar de todos los placeres de la vida, y puesto que ésta es su verdadera naturaleza y esencia debe constituir el origen primero de todas las pasiones que surgen de ellas. Una de las pasiones más considerables entre éstas es la del amor o estima de los otros, que, por consiguiente, procede de la simpatía con el placer del poseedor. El poseedor experimenta así, pues, un placer secundario debido a sus riquezas, y que surge del amor y estima que adquiere por ellas, y este placer no es sino una segunda reflexión del placer originario, que procede de aquellas mismas. Esta satisfacción secundaria o vanidad es una de las principales ventajas de las riquezas y es la razón capital de por qué las deseamos para nosotros o las estimamos en los otros. Aquí aparece, pues, un tercer efecto del placer original, después del que es difícil distinguir las imágenes y reflexiones, a causa de su debilidad y confusión.




ArribaAbajoSección VI

De la benevolencia y de la cólera


Las ideas pueden ser comparadas con la extensión y la solidez de la materia, y las impresiones, especialmente las reflexivas, con los colores, sabores, olores y otras cualidades sensibles. Las ideas jamás admiten una unión total, sino que están dotadas de un género de impenetrabilidad, por la cual se excluyen mutuamente y son capaces de formar un compuesto por su combinación, no por su mezcla. Por otra parte, las impresiones y pasiones son susceptibles de una entera unión, y como los colores, pueden fundirse tan perfectamente entre sí que cada una de ellas puede perderse en el todo y contribuir tan sólo a variar la impresión uniforme que surge del conjunto. Algunos de los más curiosos fenómenos del espíritu humano se derivan de esta propiedad de las pasiones. Al examinar los ingredientes que son capaces de unirse con el amor y el odio comienzo a darme cuenta, en alguna medida, de un obstáculo con que han tropezado todos los sistemas de filosofía que el mundo ha conocido hasta ahora. Se halla corrientemente que, al explicar las operaciones de la Naturaleza, por alguna hipótesis particular, entre un número de experimentos que corresponde exactamente a los principios que intentamos establecer, existe siempre algún fenómeno que es más rebelde y que no se somete tan fácilmente a nuestro propósito. No debe sorprendernos de que suceda esto en filosofía natural. La esencia y composición de los cuerpos externos es tan obscura, que necesariamente debemos en nuestros razonamientos, o más bien conjeturas, concernientes a ellos encontrarnos con contradicciones y absurdos. Pero como las percepciones del espíritu son perfectamente conocidas y yo he procedido con todo cuidado en los razonamientos relativos a ellas, puedo esperar siempre evitar las contradicciones que han existido en todo otro sistema. Según esto, la dificultad que ahora tengo presente no es de ningún modo contraria a mi sistema, sino que tan sólo se aparta un poco de la simplicidad, que fue hasta ahora su principal fuerza y belleza.

Las pasiones del amor y el odio van siempre seguidas por benevolencia y cólera, o mejor enlazadas con ellas. Dicha unión es la que capitalmente distingue a estas afecciones de las del orgullo y la humildad, pues orgullo y humildad son puras emociones del alma sin relación con el deseo y que no llevan inmediatamente a la acción. Por el contrario, el amor y el odio no se hallan completos en sí mismos ni permanecen en la emoción que producen, sino que llevan el espíritu a algo más allá de ellas. El amor se halla siempre seguido de un deseo de felicidad para la persona amada y de una aversión por su miseria, y del mismo modo el odio produce un deseo de miseria y una aversión de la felicidad de la persona odiada. Una diferencia tan notable entre estos dos pares de pasiones, orgullo y humildad, amor y odio, que en otras propiedades se corresponden, merece nuestra atención.

La unión de este deseo y aversión con el amor y el odio puede ser explicada por dos diferentes hipótesis. La primera es que el amor y el odio poseen no solamente una causa que los despierta, a saber: el placer o el dolor, y un objeto al que se refieren, a saber: la persona o ser pensante, sino también un fin que intentan alcanzar, a saber: la felicidad o miseria de la persona amada u odiada; todo lo cual, combinándose, produce solamente una pasión. Según este sistema, el amor no es más que el deseo de felicidad de otra persona, y el odio, el deseo de su miseria. El deseo y la aversión constituyen la verdadera naturaleza del amor y el odio. No son sólo inseparables, sino lo mismo.

Esto es evidentemente contrario a la experiencia, pues aunque es cierto que jamás amamos a una persona sin desear su felicidad, ni odiamos a ninguna sin desear su miseria, estos deseos surgen tan sólo de las ideas de felicidad o miseria de nuestro amigo o enemigo, que nos son presentadas por la imaginación y no son absolutamente esenciales al amor o el odio. Son los más corrientes y naturales sentimientos de estas afecciones, pero no los únicos. Las pasiones pueden expresarse de muchos modos distintos y pueden subsistir durante un tiempo considerable sin que se reflexione sobre la felicidad o miseria de sus objetos, lo que prueba claramente que estos deseos no son lo mismo que el amor y el odio ni constituyen una parte esencial de ellos.

Por consiguiente, podemos inferir de aquí que la benevolencia y la cólera son pasiones diferentes del amor y el odio y unidas sólo con ellas por la constitución originaria del espíritu. Del mismo modo que la naturaleza se ha conducido con el cuerpo dándole ciertos apetitos e inclinaciones que aumenta, disminuye o cambia, según la situación de sus fluidos o sólidos, ha procedido con el alma. Cuando nos hallamos poseídos de amor u odio surge en el espíritu el deseo correspondiente de felicidad o miseria, y varía con cada variación de las pasiones opuestas. Este orden de los hechos no es necesario, abstractamente considerado. El amor y el odio pueden no hallarse unidos con estos deseos, o su conexión particular puede haber sido invertida. No veo contradicción en suponer un deseo de producir la miseria unido al amor y un deseo de producir la felicidad acompañando al odio. Si la sensación de la pasión y el deseo fueran opuestos, la naturaleza podrá alterar la sensación sin alterar la tendencia y por este medio hacerlos compatibles entre sí.




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De la compasión


Aunque el deseo de felicidad o miseria de los otros, según el amor o el odio que les profesemos, sea un instinto originario implantado en nuestra naturaleza, hallamos que puede ser imitado en muchas ocasiones y surgir de principios secundarios. La piedad es una preocupación por el dolor de los otros y la malicia un goce en el mismo, sin que haya una amistad o enemistad que ocasione esta preocupación o este goce. Sentimos compasión aun por los extranjeros y por aquellos que nos son completamente indiferentes, y si nuestra mala voluntad para con otros procede de algún daño o injuria no se presentará, propiamente hablando, malicia, sino venganza. Sin embargo, si examinamos estas afecciones de piedad y malicia hallaremos que son secundarias y que surgen de afecciones originarias que se hallan modificadas por alguna particular modalidad del pensamiento o imaginación.

Será fácil explicar la pasión de piedad partiendo del precedente razonamiento relativo a la simpatía. Tenemos una idea vivaz de todo lo relacionado con nosotros. Todas las criaturas humanas se relacionan con nosotros por semejanza. Por consiguiente, sus personas, sus intereses, sus pasiones, sus dolores y penas deben impresionarnos de una manera vivaz y producir una emoción similar a la original, pues una idea vivaz se convierte fácilmente en una impresión. Si esto es cierto en general, debe serlo más aún en la aflicción y pena. Éstas tienen siempre una influencia más poderosa y duradera que cualquier otro placer y goce.

El espectador de una tragedia pasa a través de una larga serie de emociones: tristeza, terror, indignación, y otras afecciones, que el poeta expone mediante los personajes que maneja. Como muchas tragedias terminan de un modo feliz y ninguna de ellas puede ser compuesta sin reveses de la fortuna, el espectador simpatiza con todos estos cambios y obtiene un goce ficticio, así como toda otra pasión. A menos que no se afirme que cada pasión distinta se comunica por una cualidad distinta y original y que no se deriva del principio general de la simpatía antes explicado, debe concederse que todas ellas surgen del antedicho principio. Hacer excepción de alguna en particular debe aparecer muy irracional. Dado que todas se hallan presentes en el espíritu de una persona y después aparecen en el de otra y que la forma de su aparición, primero como idea, después como impresión, es en cada caso la misma, la transición debe surgir en virtud de un idéntico principio. Al menos estoy seguro de que este modo de razonar se considerará cierto tanto en la filosofía natural como en la vida corriente.

A esto se añade que la piedad depende en gran medida de la contigüidad y hasta de la contemplación del objeto, lo que es una prueba de que se deriva de la imaginación, y ni es preciso mencionar que los niños y las mujeres son más propensos a la piedad por hallarse guiados en mayor grado por aquella facultad. La misma debilidad que los hace desfallecer ante la vista de una espada desnuda, aun en las manos de su mejor amigo, los hace apiadarse de los que encuentran sufriendo una pena o aflicción. Los filósofos que derivan esta pasión de no sé qué sutiles reflexiones sobre la instabilidad de la fortuna y de que nuestro ser se halla sometido a las mismas miserias que vemos, hallarán que estas observaciones les son contrarias, entre otras muchas que me sería fácil presentar.

Nos queda tan sólo ahora que indicar un interesante y notable fenómeno, a saber: que la pasión comunicada por simpatía adquiere a veces fuerza de la debilidad de su original y que hasta surge por la transición desde afecciones que no existen. Así, cuando una persona obtiene una merced honrosa o hereda una gran fortuna nos alegramos tanto más de su prosperidad cuanto menos dicha persona parece conmoverse por ello y es mayor la ecuanimidad e indiferencia que muestra en su goce. De igual modo, un hombre que no se siente abatido por su desgracia es el que compadecemos más, a causa de su paciencia, y si esta virtud va tan lejos que suprime todo aspecto de dolor aun aumenta más nuestra compasión. Cuando una persona de mérito cae en lo que vulgarmente se considera como una gran desgracia nos formamos una noción de su condición, y pasando con nuestra fantasía de la causa al efecto, concebimos primero una idea vivaz de su pena y después sentimos una impresión de ésta, olvidando enteramente la grandeza de alma que le eleva sobre tales emociones o considerándola sólo en tanto que aumenta nuestra admiración, amor o cariño por ella. Sabemos por experiencia que un grado semejante de pasión se halla unido usualmente con una desgracia semejante, y aunque existe una excepción en el presente caso, nuestra imaginación se halla guiada por la regla general y nos hace concebir una idea tan vivaz de la pasión, o más bien sentir tanto la pasión misma como si la persona se hallase dominada realmente por ella. Por los mismos principios nos avergonzamos de aquellos que se conducen locamente ante nosotros, aunque ellos no muestran darse cuenta de la vergüenza ni parecen ser conscientes en lo más mínimo de su locura. Todo esto procede de la simpatía; pero de la simpatía de un género parcial y que considera sus objetos sólo de un lado, sin considerar el otro, que es contrario y destruiría la emoción que surge del primer aspecto.

Tenemos, pues, casos en que la indiferencia o insensibilidad de la desgracia aumenta nuestro interés por el desgraciado, aunque la indiferencia no proceda de alguna virtud o magnanimidad. Es una agravante del asesinato que éste sea cometido en personas sumidas en el sueño o en perfecta seguridad, como en el caso, que los historiadores observan gustosos, de un príncipe niño aún y cautivo en las manos de sus enemigos, que es más digno de compasión cuanto menos sensible es de su condición miserable. El hallarnos enterados de la calamitosa situación de la persona nos sugiere una idea y sensación vivaz de pena, que es la pasión que generalmente la acompaña, y esta idea se hace más vivaz y la sensación más violenta por el contraste con la seguridad e indiferencia que observamos en la persona misma. El contraste, de cualquier género que sea, jamás deja de afectar a la imaginación, especialmente cuando es presentado por el sujeto, y esto es de lo que la piedad depende enteramente55.




ArribaAbajoSección VIII

De la malicia y la envidia


Debemos ahora explicar la pasión de la malicia, que imita los efectos del odio, así como la piedad lo hace con los del amor, y nos proporciona un goce en los sufrimientos y miserias de los otros sin que exista por su parte ni ofensa ni injuria.

Los hombres se hallan tan poco gobernados por la razón en sus sentimientos y opiniones, que juzgan siempre de los objetos más por comparación que por su valor y mérito intrínseco. Cuando el espíritu considera un cierto grado de perfección o está acostumbrado a él, todo lo que no le iguala, aunque sea realmente estimable, posee, sin embargo, el mismo efecto sobre las pasiones que lo defectivo y malo. Es ésta una cualidad originaria del alma y similar a la que observamos todos los días en nuestro cuerpo. Haced que un hombre caliente una mano y enfríe la otra: la misma agua le parecerá al mismo tiempo caliente y fría, según la disposición de los diferentes órganos. Un débil grado de una cualidad que sucede a otro más fuerte produce la misma sensación que si fuera menos intenso de lo que realmente es, y aun a veces que la cualidad opuesta. Un dolor débil que sucede a un dolor violento parece insignificante, o más bien se convierte en un placer, del mismo modo que, por otra parte, un dolor violento que sucede a uno débil parece doblemente penoso e insufrible.

Nadie puede dudar de esto con respecto a nuestras pasiones y sensaciones; pero puede surgir aquí alguna dificultad con respecto a nuestras ideas y objetos. Cuando un objeto aumenta o disminuye para nuestra imaginación, en virtud de su comparación con otros, la imagen o idea del objeto es siempre la misma y es igualmente extensa en la retina y en el cerebro u órgano de la percepción. Los ojos refractan los rayos de la luz, y el nervio óptico lleva las imágenes al cerebro de la misma manera, sea grande o pequeño el objeto de que proceden, y ni aun la imaginación altera las dimensiones de un objeto por la comparación con otros. La cuestión es cómo partiendo de la misma impresión y de la misma idea podemos pronunciar juicios tan diferentes relativos al mismo objeto y admirar unas voces su tamaño mientras que otras despreciamos su pequeñez. Esta variación de nuestro juicio debe ciertamente proceder de una variación de alguna percepción; pero como la variación no está en la impresión inmediata o idea del objeto, debe residir en alguna otra impresión que le acompaña.

Para explicar esta cuestión debo hacer uso de dos principios, uno de los cuales será más detalladamente expuesto en el curso de este TRATADO; el otro ya ha sido explicado. Creo que sin dificultad puede establecerse como una máxima general que ningún objeto se presenta a los sentidos y ninguna imagen se forma por la fantasía que no vaya acompañada de alguna emoción o movimiento de los espíritus proporcionado a ello, y aunque el hábito nos haga insensibles a esta sensación y nos lleve a confundirla con el objeto o idea será fácil, mediante cuidadosos y exactos experimentos, separarla y distinguirla. Pues, para poner sólo ejemplos tomados del caso de la extensión y número, es evidente que un objeto muy grande, como, por ejemplo, el océano, una extensa llanura, una vasta cadena de montañas, una gran selva, o una numerosa colección de objetos, como un ejército, una flota, una muchedumbre, excitan en el espíritu una emoción sensible, y que la admiración que surge ante estos objetos es uno de los placeres más vivos que es capaz de gozar la naturaleza humana. Ahora bien: como esta admiración aumenta o disminuye con el aumento o disminución de los objetos, podemos concluir, según nuestro precedente principio, que es un efecto compuesto procedente de la unión de varios efectos que surgen de cada parte de la causa. Así, pues, cada parte de la extensión y cada unidad del número producen una emoción separada, que se refiere a ellas cuando es concebida por el espíritu, y aunque esta emoción no es siempre agradable, ahora, por su unión con otras y por la agitación de los espíritus en un debido grado, contribuye a la producción de la admiración, que es siempre agradable. Si esto se concede con respecto a la extensión y el número, no podemos encontrar dificultad alguna en concederlo con respecto a la virtud y el vicio, talento y estupidez, riqueza y pobreza, felicidad y desgracia y otros objetos de este género, que se hallan siempre acompañados de una evidente emoción.

El segundo principio al que debo referirme es el de la sumisión a las reglas generales, que tiene una influencia tan poderosa en las acciones del entendimiento y es capaz de imponerse a los mismos sentidos. Cuando se sabe por experiencia que un objeto va siempre acompañado de otro, cada vez que el primer objeto aparece, aunque cambiado en circunstancias importantes, pasamos naturalmente a la concepción del segundo, y concebimos una idea de él de una manera tan intensa y vivaz como si hubiéramos inducido su existencia por la más justa y auténtica conclusión de nuestro entendimiento. Nada puede desengañarnos, ni aun nuestros sentidos, que en lugar de corregir este falso juicio se hallan frecuentemente pervertidos por él y parecen autorizar su error.

La conclusión que yo saco de estos dos principios, unida a la influencia de la comparación antes mencionada, es muy breve y decisiva. Todo objeto va acompañado de una emoción proporcionada a él: un objeto grande, de una gran emoción; un objeto pequeño, con una pequeña emoción. Un objeto grande siguiendo a un objeto pequeño produce una emoción grande siguiendo a una pequeña. Ahora bien: una gran emoción sucediendo a una pequeña llega a ser aún más grande y crece más allá de su ordinaria proporción. Como existe un cierto grado de emoción que generalmente acompaña a una dada magnitud del objeto, cuando la emoción crece, naturalmente imaginamos que el objeto ha crecido igualmente. El efecto lleva nuestra atención hacia su causa usual; un cierto grado de emoción, hacia una cierta magnitud del objeto, y no comprendemos que la emoción pueda cambiar por la comparación sin cambiar algo en el objeto. Aquellos que conocen la parte metafísica de la óptica y saben cómo transferimos los juicios y conclusiones del entendimiento a los sentidos concebirán fácilmente esta operación en su totalidad.

Pero dejando a un lado el nuevo descubrimiento de una impresión que acompaña secretamente a toda idea, debemos por lo menos aceptar el principio del que ha surgido el descubrimiento: que cuando el elemento surge los objetos aparecen más o menos grandes por su comparación con otros. Tenemos tantos ejemplos de esto, que es imposible poner en cuestión su veracidad. Precisamente de este principio derivo yo las pasiones de la malicia y la envidia.

Es evidente que debemos experimentar una satisfacción mayor o menor al reflexionar sobre nuestra condición y circunstancias, según que aparezcan más o menos afortunadas o felices y según los grados de riqueza, poder y mérito de que pensamos ser poseedores. Ahora bien: como rara vez juzgamos de los objetos por su valor intrínseco, sino que nos formamos nuestras nociones de ellos por comparación con otros objetos, resulta que según observemos mayor o menor cantidad de felicidad o desgracia en los otros estimaremos en más o en menos la que nos pertenece y sentiremos, en consecuencia, dolor o placer. La desgracia de los otros nos proporciona una idea más vivaz de nuestra felicidad, y su felicidad, una más vivaz de nuestra miseria. La primera, por consiguiente, produce placer, y la última, dolor.

Aquí existe, pues, una especie de piedad invertida o de sensaciones contrarias, que surgen en el espectador de las que son experimentadas por la persona que él tiene en cuenta. En general podemos observar que en todo género de comparación un objeto nos hace obtener de otro con el que es comparado una sensación contraria a la que surge de él mismo en su consideración directa e inmediata. Un objeto pequeño hace que uno grande aparezca aún más grande. Un objeto grande hace que uno más pequeño aparezca aún más pequeño. La fealdad por sí misma produce desagrado; pero nos proporciona un nuevo placer por su contraste con un objeto bello cuya belleza se aumenta por ella, lo mismo que, por otra parte, la belleza, que por sí misma produce placer, nos hace recibir un nuevo dolor por el contraste con algo feo cuya fealdad aumenta. Por consiguiente, debe suceder lo mismo con la felicidad y desgracia. La consideración directa del placer de otra persona nos produce, naturalmente, placer, y en consecuencia produce dolor cuando se le compara con el nuestro. El dolor de otro es en sí doloroso para nosotros; pero aumentando la idea de nuestra felicidad nos proporciona placer.

No parecerá extraño que experimentemos una sensación invertida frente a la felicidad y desgracia de los otros, puesto que hallamos que la misma comparación puede suscitar en nosotros una especie de malicia con respecto a nosotros mismos y hacer que nos alegremos de nuestras penas y nos entristezcamos por nuestros placeres. Así, la consideración de nuestros dolores pasados es agradable si nos hallamos satisfechos con nuestra condición presente, del mismo modo que, por otra parte, nuestros placeres pasados nos producen pena cuando no gozamos en el presente nada igual a ellos. La comparación, siendo la misma que cuando reflexionamos sobre los sentimientos de los otros, debe producir los mismos efectos.

Es más aún, una persona puede extender esta malicia hacia sí hasta su presente fortuna y llevarla tan lejos que busque a designio aflicción y aumente sus dolores y tristezas. Esto puede suceder en dos ocasiones. Primero: con motivo de la desgracia y desventura de un amigo o persona querida. Segundo: con motivo de los remordimientos por un crimen del que se es culpable. Del principio de la comparación es de donde surgen estos dos deseos del mal. Una persona que se concede un placer mientras su amigo se halla presa de la aflicción experimenta el dolor reflejado por su amigo más sensiblemente por la comparación con el placer originario de que él goza. Este contraste, de hecho puede también vivificar el placer presente. Sin embargo, cuando se supone que la pena es la pasión dominante, toda adición cae de este lado y se resuelve en ella, sin actuar lo más mínimo sobre la afección contraria. Lo mismo acontece con las penalidades que un hombre se inflige a sí mismo por sus pecados y faltas pasadas. Cuando un criminal reflexiona sobre las penalidades que merece, la idea de éstas es aumentada por la comparación con su presente comodidad y satisfacción, de modo que le fuerza en cierto modo a buscar el dolor para evitar un contraste tan desfavorable.

Este razonamiento explicará el origen de la envidia lo mismo que el de la malicia. La única diferencia entre estas pasiones está en que la envidia es despertada por un goce presente de otra persona, que por comparación disminuye la idea del nuestro propio, mientras que la malicia es el deseo no provocado de producir mal a otro para obtener un placer por comparación. El goce que es objeto de la envidia es comúnmente superior al nuestro. Una superioridad parece obscurecernos y presenta una comparación desagradable. Sin embargo, aun en el caso de inferioridad por parte de los otros deseamos una mayor diferencia para aumentar más la idea de nosotros mismos. Cuando esta diferencia disminuye, la comparación es menos ventajosa para nosotros, y, por consecuencia, nos proporciona menos placer y hasta es desagradable. De aquí surge la especie de envidia que los hombres sienten cuando ven que sus inferiores los alcanzan o superan en la persecución de la gloria y felicidad. En esta envidia podemos ver los efectos de la comparación reduplicados. Un hombre que se compara con su inferior obtiene un placer de esta comparación, y cuando la inferioridad disminuye por la elevación del inferior, lo que sería sólo una disminución de placer, se convierte en un dolor real por una nueva comparación con su condición precedente.

Es digno de hacer observar, en lo que concierne a la envidia que surge de la superioridad de los demás, que no es la desproporción entre nosotros y los otros la que la produce, sino, por el contrario, nuestra proximidad. Un soldado raso no siente una envidia de este género con respecto a su general como con respecto al sargento o el cabo, y un escritor eminente no siente tantos celos de un mal escritor asalariado como de un autor que se halla más próximo en mérito a él. De hecho podría pensarse que cuanto más grande es la desproporción más grande debe ser el dolor producido por la comparación; pero podemos considerar, por otra parte, que una gran desproporción suprime la relación, y o nos impide compararnos con lo que es remoto a nosotros o disminuye los efectos de la comparación. La semejanza y la proximidad producen siempre una relación de ideas, y cuando destruimos estos enlaces, aunque otros accidentes puedan unir las ideas, como no poseen entonces un lazo o cualidad que las una en la imaginación, es imposible que permanezcan largo tiempo enlazadas o tengan una influencia recíproca considerable.

Para confirmar esto podemos hacer observar que la proximidad en el grado del mérito no es sólo suficiente para hacer surgir la envidia, sino que tiene que estar auxiliada por otras relaciones. Un poeta no se siente inclinado a envidiar a un filósofo o a un poeta de diferente género o de diferente edad. Todas estas diferencias evitan o debilitan la comparación y, por consiguiente, la pasión.

Esta es también la razón de por qué todos los objetos aparecen grandes o pequeños meramente por comparación con los de la misma clase. Una montaña jamás aumenta o disminuye a nuestros ojos a mi caballo; pero cuando vemos juntos un caballo flamenco y otro galés, uno de ellos parece más grande o más pequeño que visto solo.

Por el mismo principio podemos explicar la indicación de los historiadores de que en una guerra civil cada uno de los partidos prefiere siempre llamar a un enemigo extranjero cuando se halla en peligro que someterse a sus conciudadanos. Guieciardini aplica esta indicación a las guerras de Italia, donde las relaciones entre los Estados no son, por decirlo así, más que de nombre, lengua y contigüidad. Estas relaciones, cuando van unidas a una superioridad, haciendo la comparación más natural, la hacen más gravosa y llevan a los hombres a buscar alguna otra superioridad que no vaya acompañada de relación y que de este modo pueda tener una influencia menos sensible en la imaginación. El espíritu percibe rápidamente sus ventajas y desventajas, y al hallar que su situación es más molesta cuando va unida con otras relaciones busca el modo de librarse de ellas lo más posible por la separación y rompiendo la asociación de ideas que hacen la comparación mucho más natural y eficaz. Cuando no puede romper la asociación siente un deseo más fuerte de suprimir la superioridad, y ésta es la razón de por qué los viajeros son tan pródigos en sus alabanzas de chinos o persas y al mismo tiempo desprecian las naciones vecinas que se hallan sobre un pie de rivalidad con su tierra nativa.

Los ejemplos tomados de la Historia y la experiencia común son abundantes y curiosos; pero podemos hallar otros análogos en las artes y que no son menos notables. Si un autor compusiese un tratado con una parte seria y profunda y otra fácil y humorística, todo el mundo condenaría tan extraña mezcla y lo acusaría de olvidar todas las reglas del arte y de la estética. Estas reglas del arte se hallan fundadas en la naturaleza humana, y la cualidad de la naturaleza humana, que requiere consistencia en toda producción, es la que hace al espíritu incapaz de pasar en un momento de una pasión y disposición a otra completamente diferente. Esto no nos hace censurar a Mr. Prior por unir su Alma y su Salomón en el mismo volumen, aun cuando este admirable poeta ha tenido un perfecto éxito tanto en la alegría de la una como en la melancolía del otro. Aun suponiendo que el lector recorra estas dos composiciones sin un intervalo no hallará dificultad en el cambio de las pasiones. ¿Por qué? Porque considera estas producciones como enteramente diferentes, y por esta separación de las ideas interrumpe el progreso de las afecciones e impide que la una sea influida o contradicha por la otra.

Un designio heroico y otro burlesco unidos en la pintura serían monstruosos, y sin embargo colocamos dos pinturas de caracteres tan opuestos en la misma habitación, y hasta una junto a otra, sin el menor escrúpulo o dificultad.

En una palabra: las ideas no pueden afectarse las unas a las otras ni por comparación ni por las pasiones que produzcan separadamente, a menos que no estén unidas por alguna relación que pueda producir una fácil transición de ideas y, por consiguiente, de emociones o impresiones que acompañen a las ideas y puedan asegurar el paso de la imaginación al objeto de la otra. Este principio es verdaderamente notable, porque es análogo al que hemos observado como relativo a la vez al entendimiento y a las pasiones. Supongamos dos objetos que me son presentados y que no están enlazados por ningún género de relación. Supongamos que cada uno de estos objetos separadamente produce una pasión y que estas pasiones son en sí mismas contrarias: hallamos por experiencia que la falta de relación en los objetos o ideas impide la natural contrariedad de las pasiones y que la interrupción en la transición del pensamiento aparta las afecciones entre sí y evita su oposición. Sucede lo mismo con la comparación, y de estos dos fenómenos podemos, sin peligro de error, concluir que la relación de ideas debe favorecer la transición de las impresiones, pues su ausencia sola es capaz de evitarla y de separar lo que naturalmente se habría influido recíprocamente. Cuando la ausencia de un objeto o cualidad suprime un efecto usual o natural debemos concluir que su presencia contribuye a la producción del efecto.




ArribaAbajoSección IX

De la mezcla de benevolencia y cólera con compasión y malicia


Hemos intentado explicar la piedad y la malicia. Estas afecciones surgen de la imaginación, según la situación en que coloca sus objetos. Cuando nuestra fantasía considera directamente los sentimientos de los otros y participa profundamente de ellos nos hace sensibles a las pasiones que considera, pero en particular a las de tristeza y pena. Por el contrario, cuando comparamos los sentimientos de los demás con los nuestros propios experimentamos una sensación totalmente opuesta a la original, a saber: alegría por el dolor de los otros y pena por la alegría de los otros. Esto es el único fundamento de las afecciones de piedad y malicia. Otras pasiones se funden después con ellas. Existe siempre una mezcla de amor o cariño con la piedad y de odio o cólera con la malicia. Sin embargo, debe confesarse que esta mezcla parece a primera vista contradictoria con mi sistema; pues como la piedad es un dolor y la malicia un placer que surge de la desgracia de los otros, la piedad debe producir en todos los casos odio y la malicia amor. Intentaré suprimir esta contradicción de la siguiente manera:

Para producir una transición de las pasiones se requiere una doble relación de impresiones e ideas, pues no es sólo suficiente una relación para producir este efecto; pero para que entendamos la fuerza total de esta doble relación debemos considerar que no es sola la presente sensación de dolor momentáneo la que determina el carácter de una pasión, sino su inclinación o tendencia entera desde el comienzo hasta el fin. Una impresión puede ser puesta en relación con otra no sólo cuando sus sensaciones son semejantes, como hemos expuesto en los precedentes casos, sino también cuando sus impulsos o direcciones son similares y correspondientes. Esto no puede tener lugar con respecto al orgullo y la humildad, porque éstas son sensaciones puras sin una dirección o tendencia a la acción. Por consiguiente, podemos hallar ejemplos de esta relación peculiar de impresiones en las afecciones que van acompañadas de cierto apetito o deseo, como el amor y el odio.

La benevolencia o el apetito que acompaña al amor es un deseo de felicidad para la persona amada y una aversión de su desgracia, lo mismo que la cólera o el apetito que acompaña al odio es un deseo de la desgracia para la persona odiada y una aversión de su felicidad. Por consiguiente, un deseo de la felicidad de otro y una aversión de su desgracia son idénticos con la benevolencia, y un deseo de su miseria y una aversión de su felicidad corresponden a la cólera. Ahora bien: la piedad es el deseo de la felicidad de otra persona y la aversión de su miseria, lo mismo que la malicia es el deseo contrario. La piedad, pues, se halla relacionada con la benevolencia y la malicia con la cólera, y así como la benevolencia la hemos hallado siempre unida con el amor por una cualidad natura y original y la cólera con el odio, se hallan enlazadas por esta cadena las pasiones de piedad y malicia con el amor y el odio.

Esta hipótesis se halla fundada en una experiencia suficiente. Un hombre que ha tomado la resolución, por algún motivo, de realizar una acción tiende naturalmente a toda consideración o motivo que pueda fortificar esta resolución y concederle autoridad e influencia sobre el espíritu. Para confirmarnos en un designio buscamos motivos que nazcan del interés, del honor, del deber. ¿Es, pues, extraordinario que la piedad y la benevolencia, la malicia y la cólera, siendo los mismos deseos surgiendo de diferentes principios, se mezclen tan completamente que lleguen a ser indistinguibles? Como la conexión entre benevolencia y amor, cólera y odio es original y primaria, no existe dificultad alguna.

Podemos añadir a este experimento otro, a saber: que la benevolencia y la cólera y, por consiguiente, el amor y el odio surgen cuando nuestra felicidad o desgracia dependen de la felicidad y desgracia de otra persona, sin ninguna relación ulterior. No dudo de que este experimento parezca tan singular que nos excuse de detenernos un momento para considerarlo.

Supongamos que dos personas del mismo oficio buscan empleo en una ciudad que no es capaz de mantener a los dos, de modo que el éxito del uno es completamente incompatible con el del otro y que todo lo que es de interés para el uno es contrario para su rival, y viceversa. Supongamos, por otra parte, que dos comerciantes, aunque viviendo en diferentes partes del mundo, constituyen sociedad y que las ganancias o pérdidas de un socio son inmediatamente ganancias o pérdidas del otro socio, acompañando a ambos la misma fortuna. Es evidente que en el primer caso el odio se sigue siempre de la contrariedad de intereses y que en el segundo el amor surge de la unión. Veamos a qué principios podemos atribuir estas pasiones.

Es claro que no surgen de la doble relación de impresiones e ideas, si consideramos sólo la sensación presente; pues, considerando el primer caso de rivalidad, aunque el placer y ventajas de un concurrente causen necesariamente mi dolor y mi pérdida, por el contrario, su pena y pérdida producen, como compensación, mi placer y ventajas, y suponiendo que tiene éxito, puedo obtener de él por este medio un grado superior de satisfacción. De la misma manera el éxito de un asociado me alegra, mientras que su mala fortuna me aflige en igual proporción, y es fácil imaginar que el último sentimiento puede predominar en ciertos casos. Sin embargo, tenga buena o mala fortuna un asociado o un concurrente, amo siempre al primero y odio siempre al segundo.

El amor del asociado no puede proceder de la relación o conexión entre él y nosotros, del mismo modo que el amor de un hermano o un compatriota. Un rival tiene así una relación tan estrecha conmigo como un asociado, pues como el placer del último causa mi placer y su dolor mi dolor, el placer del primero produce mi dolor y su dolor mi placer. La conexión, por consiguiente, de causa y efecto es la misma en ambos casos, y si en un caso la causa y el efecto tienen una ulterior relación de semejanza, poseen en el otro la de oposición, que siendo una especie de semejanza hace que el hecho sea en el fondo igual.

La única explicación que podemos dar a este fenómeno se deriva del principio de la dirección paralela antes mencionado. Nuestra preocupación por los intereses propios nos causa un placer en el placer y dolor en el dolor de nuestro asociado, del mismo modo que, por simpatía, experimentamos una sensación correspondiente a la que aparece en la persona que nos está presente. Por otra parte, el mismo interés propio nos hace sentir dolor por el placer y placer por el dolor de nuestro rival; en breve, la misma contrariedad de sentimientos que surge de la comparación y malicia. Y puesto que una dirección paralela de las afecciones que proceden del interés puede producirnos benevolencia o cólera, no es de extrañar que la misma dirección paralela derivada de la simpatía y de la comparación pueda tener el mismo efecto.

En general, podemos observar que es imposible hacer bien a los otros, por cualquier motivo que sea, sin sentir algún afecto de cariño o buena voluntad por ellos, del mismo modo que la injuria no sólo causa odio en la persona que la sufre, sino también en nosotros mismos. Estos fenómenos, de hecho pueden ser explicados en parte por otros principios.

Sin embargo, aquí se presenta una objeción considerable, que será necesario examinar antes de proseguir más adelante. He intentado probar que el poder y las riquezas o la pobreza y debilidad, que dan lugar al amor y al odio, sin producir un placer o dolor originarios, actúan sobre nosotros por medio de una sensación secundaria derivada de una simpatía con la pena o satisfacción que ellos producen en la persona que los posee. De una simpatía con su placer surge el amor; de una simpatía con su dolor, odio. Pero existe una máxima, que precisamente he establecido ahora y que es absolutamente necesaria para la explicación de los fenómenos de piedad y malicia: «Que no es la sensación presente o el dolor y el placer del momento el que determina el carácter de la pasión, sino la dirección general o tendencia de aquélla desde el principio hasta el fin.» Por esta razón la piedad o una simpatía con el dolor produce amor, y esto porque nos hace interesarnos en la buena o mala fortuna de los otros y nos produce una sensación secundaria correspondiente a la primaria, por la que tiene la misma influencia que el amor y la benevolencia. Puesto que esta regla es buena en un caso, ¿por qué no prevalece siempre y por qué la simpatía con el dolor produce una pasión además de la buena voluntad o cariño? ¿Es ser filósofo alterar este método de razonamiento y pasar de un principio a su contrario, según el fenómeno particular que se quiera explicar?

He mencionado dos diferentes causas de las que puede surgir la transición de una pasión, a saber: la doble relación de ideas e impresiones y, lo que es semejante a ella, la conformidad en la tendencia y dirección de dos deseos que nacen de diferentes principios. Ahora yo afirmo que cuando una simpatía con el dolor es débil produce odio o desprecio, por la primera causa; cuando es fuerte produce amor o cariño, por la última. Esta es la solución de la precedente dificultad, que parecía tan difícil, y éste es un principio fundado en tales argumentos evidentes que lo hubiéramos podido establecer aun cuando no fuese necesario para la explicación de ningún fenómeno.

Es cierto que la simpatía no se halla siempre limitada al momento presente, sino que frecuentemente sentimos, por comunicación, los placeres y dolores que no existen de los otros, y que solamente anticipamos mediante la fuerza de la imaginación. Pues suponiendo que yo veo una persona que me es perfectamente conocida, que, dormida sobre un campo, se halla en peligro de ser pisada por los cascos de unos caballos, correré inmediatamente en su ayuda, y en esto seré influido por el mismo principio de simpatía que me hace preocuparme por los cuidados presentes de un extraño. La mera mención de esto es suficiente. No siendo la simpatía mas que una idea vivaz convertida en una impresión, es evidente que al considerar la condición futura posible o probable de una persona podemos participar de ésta con tan vívida concepción que se convierta en nuestro propio interés, y ser por este medio sensibles a los dolores o placeres que ni nos atañen a nosotros mismos ni tienen una existencia real en el presente instante.

Sin embargo, aunque podemos mirar hacia el futuro, al simpatizar con una persona la extensión de nuestra simpatía depende en gran medida de nuestra estimación de su condición presente. Constituye un gran esfuerzo de la imaginación el formar ideas vivaces de los sentimientos presentes de los otros, así como el sentir estos sentimientos; pero es imposible que podamos extender esta simpatía al futuro sin ser ayudados por alguna circunstancia del presente que actúa sobre nosotros de una manera intensa. Cuando la miseria presente de otro tiene una gran influencia sobre mí, la vivacidad de la concepción no se confina meramente a este objeto, sino que difunde su influencia sobre todas las ideas relacionadas y me da una noción vivaz de todas las circunstancias de esta persona, ya pasadas, ya presentes o futuras, posibles, probables o ciertas. Mediante esta vivaz noción me siento interesado por ella, comunico con ella y siento una emoción simpática en mi pecho que concuerda con lo que yo imagino que ella experimenta. Si yo disminuyo la vivacidad de la primera concepción disminuyo la de las ideas relacionadas, del mismo modo que los caños no pueden dar más agua que la que sale de la fuente. Por esta disminución destruyo la visión del futuro, que es necesaria para interesarme totalmente en la fortuna de los otros. Puedo experimentar la impresión presente, pero no llevo mi simpatía más lejos, y jamás traslado la fuerza de la primera concepción a mis ideas de los objetos relacionados. Si es la miseria de otro la que se presenta de esta manera débil, la recibo por comunicación y soy afectado con todas las pasiones que se relacionan con ella; pero no me hallo hasta tal punto interesado que me preocupe por su mala o buena fortuna, y jamás siento esta simpatía extensiva ni las pasiones que se refieren a ella.

Ahora, para conocer qué pasiones se refieren a estos diferentes géneros de simpatía debemos considerar que la benevolencia es un placer original que surge del placer de la persona amada y un dolor que surge del dolor de aquella correspondencia de impresiones de la que nace un deseo de su placer o una aversión de su pena. Para hacer que una pasión transcurra paralela a la benevolencia se requiere que sintamos estas impresiones dobles correspondientes a las de la persona que consideramos, y no es una de ellas suficiente para este propósito. Cuando simpatizamos sólo con una impresión y ésta es dolorosa, la simpatía se relaciona con la cólera u odio por el dolor que nos proporciona. Pero como la simpatía, extensiva o limitada, depende de la intensidad de la primera simpatía, se sigue que la pasión del amor o el odio depende del mismo principio. Una impresión intensa, cuando es comunicada produce una doble tendencia en las pasiones, que se pone en relación con la benevolencia y el amor por una semejanza de dirección, aunque la primera impresión haya sido penosa. Una impresión débil que es dolorosa se relaciona con la cólera y el odio por la semejanza de las impresiones. La benevolencia, por consiguiente, surge de un gran grado de miseria o de un grado con el cual simpatizamos intensamente, lo que constituye el principio que yo intentaba probar y explicar.

No sólo nuestra razón garantiza este principio, sino también la experiencia. Un cierto grado de pobreza produce desprecio; pero un grado que va más allá causa compasión y buena voluntad. Podemos tener en poco a un aldeano o a un criado; pero cuando la miseria de un mendigo aparece ser muy grande o nos es pintada con colores muy vivos, simpatizamos con él en todas sus aflicciones y sentimos en nuestro corazón emociones evidentes de piedad y benevolencia. El mismo objeto causa pasiones contrarias, según sus diferentes grados. La pasión, por consiguiente, debe depender de los principios que actúan en tales grados, según mi hipótesis. El aumento de la simpatía tiene evidentemente el mismo efecto que el aumento de la miseria.

Una estéril y desolada comarca parece siempre fea y desagradable e inspira comúnmente desprecio por sus habitantes. Esta fealdad, sin embargo, procede en gran medida de una simpatía con los habitantes, como ya se hizo observar antes, pero es sólo una simpatía débil y no llega más que a la inmediata sensación, que es desagradable. La contemplación de una ciudad en cenizas sugiere sentimientos de benevolencia porque aquí participamos tan profundamente con los intereses de los miserables habitantes, que deseamos su prosperidad y lamentamos su fortuna adversa.

Sin embargo, aunque la fuerza de la impresión produce generalmente benevolencia y piedad, es cierto que llevada demasiado lejos cesa de causar este efecto. Esto quizá merecerá nuestra atención. Cuando el dolor es o pequeño en sí mismo o remoto a nosotros, no excita la imaginación ni es capaz de suscitar una preocupación igual por el bien futuro y contingente que por el mal presente y real. Cuando adquiere mayor fuerza nos sentimos tan interesados en las preocupaciones de otra persona que somos sensibles a su mala y buena fortuna, y de esta simpatía completa surgen piedad y benevolencia. Puede, sin embargo, imaginarse fácilmente que cuando el mal presente nos hiere con una fuerza mayor que la acostumbrada puede ocupar enteramente nuestra atención y evitar así la doble simpatía antes mencionada. Así hallamos que, aunque algunas personas, especialmente las mujeres, son inclinadas a sentir piedad por los criminales que van al cadalso y fácilmente imaginan que son hermosos y bien formados, si se hallan presentes a la cruel ejecución del tormento no sienten estas emociones afectuosas, sino que se hallan dominadas por el horror y no tienen tiempo de templar esta sensación dolorosa por una simpatía opuesta.

Pero el ejemplo más claro para mi hipótesis es aquel en el que por un cambio en los objetos separamos la doble simpatía, aun de un mediano grado, de la pasión, en cuyo caso hallamos que la piedad, en lugar de producir amor y cariño, como es usual, da lugar siempre a la afección contraria. Cuando hallamos una persona en la desgracia somos afectados con piedad y amor; pero el autor de esta desgracia se convierte en el objeto de nuestro más intenso odio y es detestado en proporción con el grado de nuestra compasión. Ahora, ¿por qué razón debe la misma pasión de piedad producir amor para la persona que sufre la desgracia y odio para la persona que lo produce sino porque en el último caso el autor muestra una relación solamente con la desgracia, mientras que cuando consideramos al que sufre dirigimos nuestra atención a todos los aspectos y deseamos su prosperidad lo mismo que somos sensibles a su aflicción?

Precisamente observaré, antes de abandonar el presente problema, que este fenómeno de la doble simpatía y su tendencia a causar amor puede contribuir a la producción del cariño que naturalmente abrigamos por nuestras relaciones y próximos. El hábito y la relación nos hacen penetrar profundamente en los sentimientos de los otros, y sea la que sea la fortuna que supongamos los acompaña, ésta nos es presentada por la imaginación y actúa como si fuera originariamente la nuestra propia. Nos alegramos en sus placeres y nos entristecemos en sus penas tan sólo por la fuerza de la simpatía. Nada de lo que les atañe nos es indiferente, y como esta correspondencia de sentimientos es el acompañante natural del amor, produce realmente esta afección.




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Del respeto y el desprecio


Quedan ahora tan sólo por explicar las pasiones de respeto y desprecio, juntamente con la afección amorosa, para llegar a conocer todas las pasiones que tienen un elemento de amor y odio. Comencemos con el respeto y el desprecio.

Al considerar las cualidades y circunstancias de los otros podemos o considerarlas como ellas son realmente en sí mismas, o podemos hacer una comparación entre ellas y nuestras propias cualidades o circunstancias, o aun podemos unir estos dos modos de consideración. Las buenas cualidades de los otros, desde el primer punto de vista, producen amor; desde el segundo, humildad, y desde el tercero, respeto, que es una mezcla de estas dos pasiones. Las malas cualidades, del mismo modo, causan u odio, u orgullo o desprecio, según el punto de vista desde que las consideramos.

Que existe un elemento de orgullo en el desprecio y de humildad en el respeto es, a mi ver, demasiado evidente, ya por su sentimiento directo o apariencia para requerir una prueba especial. Que este elemento surge de una comparación tácita con la persona despreciada o respetada, con nosotros mismos, es no menos evidente. Un mismo hombre puede causar amor o desprecio por su condición y talentos, según la persona que lo considera se convierta de su inferior en su igual o superior. Cambiando el punto de vista, aunque el objeto pueda permanecer el mismo, se altera su relación con nosotros, lo que es la causa de la alteración de las pasiones. Estas pasiones, por consiguiente, surgen al apreciar esta relación, o sea de una comparación.

He observado siempre que el espíritu posee una tendencia mucho más fuerte al orgullo que a la humildad, y he tratado, partiendo de los principios de la naturaleza humana, de buscar una causa para este fenómeno. Se admita o no mi razonamiento, el fenómeno es indiscutible y aparece en muchos casos. Entre otras cosas, es ésta la razón de por qué hay un mayor elemento de orgullo en el desprecio que de humildad en el respeto y de por qué nos sentimos más engrandecidos al considerar a uno que está por bajo de nosotros que mortificados con la presencia de uno que nos es superior. El desprecio y el desdén tienen un tan marcado matiz de orgullo, que difícilmente se puede discernir en ellos otra pasión, mientras que en la estima o respeto el amor es un elemento más importante que la humildad. La pasión de la vanidad es tan pronta, que surge con la más mínima ocasión, mientras que la humildad requiere un impulso más fuerte para desarrollarse.

Sin embargo, puede aquí preguntarse razonablemente por qué esta mezcla tiene lugar sólo en algunos casos y no aparece en toda ocasión. Todos los objetos que causan amor cuando se hallan en otra persona son causas de orgullo cuando se transfieren a nosotros mismos, y, por consecuente, pueden ser causas tanto de humildad como de amor mientras que se refieran a los otros y se comparen a las que nosotros poseemos. De igual modo toda cualidad que al ser directamente considerada produce odio puede siempre dar lugar al orgullo; por comparación y por una mezcla de las pasiones de odio y orgullo puede suscitar desprecio o desdén. La dificultad, pues, consiste en por qué un objeto produce siempre puro amor u odio y no suscita siempre las pasiones mixtas de respeto y desprecio.

He supuesto en todo lo anterior que las pasiones de amor y orgullo y las de la humildad y odio son similares en su sensación y que las dos primeras son siempre agradables y las dos últimas penosas. Pero aunque esto sea universalmente cierto, se puede observar que las dos pasiones agradables, como las dos penosas, tienen algunas diferencias, y aun notas contrarias, que las distinguen. Nada vigoriza y exalta al espíritu como el orgullo o vanidad, aunque al mismo tiempo el amor o cariño vemos que más bien nos debilita y ablanda. La misma diferencia es observable entre las pasiones penosas. Cólera y odio conceden una nueva fuerza a nuestros pensamientos y acciones, mientras que la humildad y vergüenza nos deprimen y desaniman. Será necesario formar una idea clara de estas cualidades de las pasiones. Recordemos que el orgullo y el odio vigorizan el alma y el amor y la humildad la debilitan.

De esto se sigue que, aunque la conformidad entre el amor y el odio, con respecto a lo agradable de sus sensaciones, hace que sean suscitadas por los mismos objetos, su restante oposición es el motivo de por qué son producidos en muy diferentes grados. Genio y saber son objetos agradables y magníficos y, por estas dos circunstancias, apropiados al orgullo y vanidad; pero están en relación con el amor sólo por su placer. La ignorancia y la simplicidad son desagradables y mezquinas, lo que del mismo modo les proporciona una doble relación con la humildad y una sola con el odio. Podemos, pues, considerar como cierto que aunque el mismo objeto produce siempre amor y orgullo y humildad y odio, según sus diferentes situaciones, es raro que produzca o las dos primeras o las dos últimas pasiones en la misma proporción.

Aquí debemos buscar una solución para la dificultad antes mencionada: de por qué un objeto excita puro amor u odio y no produce siempre respeto o desprecio por la mezcla con humildad u orgullo. Ninguna cualidad de otro sujeto produce humildad por comparación más que si produjese orgullo cuando fuere poseída por nosotros mismos, y viceversa, ningún objeto suscita orgullo que no produzca humildad en su consideración directa. Es evidente que los objetos producen por comparación una sensación completamente contraria a la originaria. Supongamos, por consiguiente, que se presenta un objeto que es particularmente apropiado para producir amor, pero imperfectamente adecuado para causar orgullo: este objeto, cuando se refiere a otro sujeto, da lugar directamente a un alto grado de amor, pero a un grado pequeño de humildad por comparación, y, por consiguiente, la última pasión es escasamente experimentada en la emoción compuesta y no es capaz de convertirse en respeto. Esto es lo que sucede con el buen natural, buen humor, facilidad, generosidad, belleza y muchas otras cualidades. Estas, cuando pertenecen a los otros sujetos poseen una particular aptitud para producir amor, pero no una tendencia tan grande a excitar el orgullo en nosotros, razón por la cual su consideración como pertenecientes a otra persona produce puro amor con una pequeña mezcla de humildad o respeto. Es fácil extender el mismo razonamiento a las pasiones opuestas.

Antes de que dejemos este asunto no será inoportuno que expliquemos un curioso fenómeno, a saber: por qué comúnmente nos distanciamos de los que desdeñamos y no permitimos a nuestros inferiores que se nos aproximen, aun en lugar y situación. Se ha hecho observar ya que casi todo género de ideas va acompañado con alguna emoción, y esto hasta las ideas de número y extensión, siéndolo tanto más las de aquellos objetos que estimamos importantes y fijan nuestra atención. No podemos considerar con indiferencia total un hombre rico o un pobre, sino que debemos sentir alguna pequeña emoción, por lo menos, de respeto en el primer caso, de desprecio en el segundo. Estas pasiones son contrarias entre sí; pero para que esta contrariedad sea sentida los objetos deben hallarse relacionados de algún modo; de otra manera las emociones quedarán completamente separadas y no se encontrarán jamás. La relación tiene lugar siempre que las personas se hallan contiguas, lo que es una razón general de por qué nos molesta ver en esta situación dos objetos tan desproporcionados como un hombre rico y uno pobre, un noble y un portero.

Este malestar, que es común a todo espectador, debe ser más sensible para el superior, y esto porque su aproximación mayor al inferior se considera como una señal de mala crianza y muestra que no es sensible a la desproporción y no se siente impresionado por ella. Un sentido de superioridad en otro sujeto ocasiona en todos los hombres una inclinación a situarse a distancia de él y los lleva a redoblar sus muestras de respeto y reverencia cuando están obligados a aproximársele, y cuando no observan esta conducta es prueba que no son sensibles a su superioridad. De aquí se sigue que una gran diferencia en los grados y cualidades se llame una distancia, con una metáfora común que, aunque pueda aparecer muy trivial, se halla fundada en los principios naturales de la imaginación. Una gran diferencia nos lleva a producir una distancia. Las ideas de distancia y diferencia se hallan por consecuencia enlazadas entre sí. Las ideas enlazadas entre sí pueden tomarse las unas por las otras, y esto es, en general, la fuente de la metáfora, como tendremos ocasión de observarlo más adelante.




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De la pasión amorosa o el amor sexual


De todas las pasiones compuestas que proceden de una combinación del amor y el odio con otras afecciones, ninguna merece más nuestra atención que la del amor que surge entre los dos sexos, y esto tanto por su fuerza y violencia como por los curiosos principios de filosofía, para los cuales aporta un indiscutible argumento. Es claro que esta afección, en su forma más natural, se deriva del enlace de tres diferentes pasiones o impresiones, a saber: la sensación agradable que nace de la hermosura, el apetito corporal de la generación y el cariño generoso o buena voluntad. El origen del cariño en la belleza puede ser explicado mediante el razonamiento precedente. La cuestión es saber cómo el apetito corporal es excitado por ella.

El apetito de la generación, cuando se halla confinado a un cierto grado, pertenece evidentemente al género agradable y tiene una marcada conexión con las emociones agradables. La alegría, el júbilo, la vanidad, el cariño, son incentivos para este deseo, lo mismo que la música, la danza, el vino y la buena comida. Por otra parte, la tristeza, la melancolía, la pobreza, la humildad, lo destruyen. Por esta propiedad es fácil de concebir el porqué debe hallarse unido con el sentido de la belleza.

Existe aún otro principio que contribuye al mismo efecto. He hecho observar que la dirección paralela de los deseos es una pasión real, y del mismo modo que una semejanza de su sensación, produce un enlace entre ellos. Para poder comprender plenamente la importancia de esta relación debemos considerar que un deseo principal puede ir acompañado de otros secundarios que se hallan enlazados con él, y que si otros deseos son paralelos a éstos, se encuentran los últimos relacionados a su vez con el principal. Así, el hambre puede ser frecuentemente considerada como una inclinación primaria del alma y el deseo de buscar la comida como secundario, puesto que lo último es absolutamente necesario para la satisfacción del apetito. Si un objeto, por consiguiente, por una cualidad particular, nos inclina a buscar el alimento, naturalmente aumenta nuestro apetito, del mismo modo que, por el contrario, todo lo que nos inclina a alejar de nosotros el alimento es contradictorio con el hambre y disminuye nuestra inclinación a ella. Ahora bien: es claro que la belleza tiene el primer efecto y la fealdad el segundo, razón por la que el primero nos produce un apetito más vehemente para nuestros alimentos y el último es suficiente para hacernos desagradable el más sabroso manjar que la cocina haya inventado. Todo esto es fácilmente aplicable al apetito de la generación.

De estas dos relaciones, a saber, semejanza y deseo paralelo, surge una conexión tal entre el sentido de la belleza, el apetito corporal y la benevolencia, que se hacen inseparables, y hallamos por experiencia que es indiferente cuál de ellos se presenta primero, pues es casi seguro que cualquiera de ellos puede ir acompañado por las afecciones relacionadas. Una persona que se halla inflamada de deseo siente por lo menos un cariño momentáneo y estima momentánea por el ingenio y mérito de quien es objeto de aquél, y al mismo tiempo se lo imagina más hermoso que de ordinario, del mismo modo que existen muchos que comienzan con ternura y estima por el ingenio y mérito de una persona y pasan de aquí a las otras pasiones. Pero la especie más común del amor es el que nace primero de la belleza y después se convierte en cariño y apetito corporal. Cariño o estima y apetito de generación son demasiado distintos para unirse fácilmente entre sí. El primero es quizá la pasión más refinada del alma; el segundo, la más grosera y vulgar. El amor de la belleza constituye el justo medio entre los dos y participa de las dos naturalezas, de donde procede que sea tan particularmente adecuado para producir a ambos.

Esta explicación del amor no es peculiar de mi sistema, sino que es inevitable con cualquier hipótesis. Las tres pasiones que componen esta pasión son evidentemente distintas y tiene cada una de ellas su diferente objeto. Es, por consiguiente, cierto que sólo por su relación se producen las unas a las otras. Pero la relación de las pasiones no es por sí sola suficiente. Es igualmente necesario que exista una relación de ideas. La belleza de una persona jamás nos inspira amor por otra. Esto es, pues, una prueba clara de la doble relación de impresiones e ideas. Partiendo de un caso tan evidente como éste, podemos juzgar del resto.

Lo que acabamos de decir puede servir, en otro respecto, para ilustrar aquello sobre lo que yo he insistido con respecto al origen del orgullo y la humildad y del amor y el odio. He hecho observar que aunque el yo es el sujeto del primer par de pasiones y alguna otra persona el objeto del segundo, no pueden ser estos objetos por sí solos las causas de las pasiones, por tener cada uno de ellos una relación con dos pasiones contrarias, lo que las destruiría desde el primer momento. Aquí, pues, la situación del espíritu es tal como la he descrito ya. Posee ciertos órganos adecuados para producir una pasión; esta pasión, cuando se produce, se refiere a un determinado objeto. Mas no siendo suficiente esto para producir la pasión, se requiere alguna otra emoción que por una doble relación de impresiones e ideas ponga estos principios en acción y les conceda su primer impulso. Esta situación es aún más notable con respecto al apetito de la generación. El sexo no es sólo el objeto, sino también la causa del apetito. No sólo dirigimos nuestra atención a él cuando nos hallamos afectados por el apetito, sino que el reflexionar sobre él basta para excitar el apetito. Pero como esta causa pierde su fuerza por su gran frecuencia, es preciso que sea vivificada por un nuevo impulso, y este impulso hallamos que surge de la belleza de la persona, es decir, de una doble relación de impresiones e ideas. Puesto que esta doble relación es necesaria cuando una afección tiene una causa y un objeto diferentes, ¡cuánto más no lo será cuando sólo posee un objeto diferente sin una determinada causa!




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Del amor y el odio en los animales


Para pasar de las pasiones de amor y odio y de sus mezclas y combinaciones tal como aparecen en el hombre, a las mismas afecciones tal como se desarrollan en los animales, debemos observar que no sólo el amor y el odio son comunes a los seres sensibles, sino que igualmente sus causas, antes expuestas, son de naturaleza tan simple, que puede fácilmente suponerse que actúan sobre los animales: no se requiere para ello ninguna capacidad de reflexión o penetración. Todo se halla guiado por móviles y principios que no son peculiares del hombre o de una especie de animales. La conclusión de esto es claramente favorable al precedente sistema.

El amor en los animales no tiene sólo como objeto propio animales de la misma especie, sino que se extiende más lejos y comprende casi todo ser sensible y pensante. Un perro, naturalmente, ama al hombre más que a sus congéneres y muy frecuentemente encuentra una afección recíproca.

Como los animales son poco susceptibles de los placeres o dolores de la imaginación, pueden juzgar de los objetos sólo por el bien o mal sensible que producen, y por éste se regulan sus afecciones con respecto de ellos. De acuerdo con esto hallamos que por beneficios o injurias adquirimos su amor u odio, y que alimentando y cuidando a un animal adquirimos rápidamente su afección, del mismo modo que golpeándolo y molestándolo no dejaremos de atraernos su enemistad y mala voluntad.

El amor en los animales no se produce tanto por relaciones como en la especie humana, y esto porque sus pensamientos no son tan activos que puedan seguir las relaciones, salvo ciertos casos muy manifiestos. Es fácil, sin embargo, notar que en algunas ocasiones tienen una influencia considerable sobre ellos. Así, el trato, que tiene el mismo efecto que las relaciones, produce siempre amor en los animales, ya sea hacia el hombre, ya hacia otros animales. Por la misma razón, la semejanza entre ellos es fuente de afección. Un buey confinado en un parque con caballos se unirá naturalmente a ellos, si me es permitido expresarme así; pero siempre echa de menos la compañía de los de su propia especie, que es la que prefiere.

La afección de los padres por la prole procede de un instinto peculiar, en los animales como en nuestra especie.

Es evidente que la simpatía o la comunicación de las pasiones no tiene menos lugar entre los animales que entre los hombres. Miedo, cólera, valor y otras afecciones son comunicadas frecuentemente de un animal a otro sin conocimiento de la causa que produjo la pasión originaria. La pena también la sienten por simpatía, y produce casi todas las mismas consecuencias y excita las mismas emociones que en nuestra especie. Los aullidos y lamentaciones de un perro producen un sensible interés en sus congéneres, y es notable que, aunque casi todos los animales usan en el juego los mismos miembros y aproximadamente la misma acción que en la lucha -un león, un tigre, un gato, sus garras; un buey, sus cuernos; un perro, sus dientes; un caballo, sus cascos-, evitan cuidadosamente el herir a su compañero, aun cuando no tienen que temer su resentimiento, lo que es una prueba evidente de la experiencia que los animales tienen del dolor o placer de los otros.

Todo el mundo ha observado cuánto más se animan los perros cuando cazan juntos que cuando persiguen la caza separados, lo que evidentemente no puede proceder sino de la simpatía. Es también muy conocido de los cazadores que este efecto tiene lugar en un mayor grado, y aun en un grado demasiado alto, cuando se juntan dos jaurías que son extrañas entre sí. Quizá no podríamos explicar estos fenómenos si no tuviéramos experiencias de otros similares en nosotros mismos.

La envidia y la malicia son pasiones muy notables en los animales. Son quizá más corrientes que la piedad, por requerir menos esfuerzo de pensamiento e imaginación.





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