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ArribaAbajoLibro Tercero

De la Moral


Portada tomo III


Rara temporum felicitas, ubi sentire
quae velis et quae sentias dicere licet.


TÁCITO                



ArribaAbajoParte Primera

De la virtud y el vicio en general



ArribaAbajoSección I

Las distinciones morales no se derivan de la razón


Existe un inconveniente que acompaña a todo razonamiento abstruso, a saber: que puede hacer callar a su antagonista sin convencerle y que requiere el mismo intenso estudio para hacernos sensible su fuerza que el que fue preciso para su invención. Cuando abandonamos nuestro gabinete y entramos en los asuntos de la vida corriente, sus conclusiones parecen desvanecerse lo mismo que los fantasmas de la noche cuando llega la mañana, y nos es difícil hasta retener la conclusión que hemos alcanzado con dificultad. Esto es aún más notable en una larga cadena de razonamientos, donde debemos conservar hasta el fin la evidencia de las primeras proposiciones y donde frecuentemente perdemos de vista las máximas más generalmente admitidas, ya en la filosofía, ya en la vida común. Sin embargo, no pierdo la esperanza de que el presente sistema de filosofía adquiera nueva fuerza al mismo tiempo que avanza y de que nuestros razonamientos referentes a la moral corroboren lo que ha sido dicho acerca del entendimiento y las pasiones. La moralidad es un asunto que nos interesa más que ningún otro; imaginamos que la paz de la sociedad se halla en riesgo en toda decisión que concierne a aquélla, y es evidente que este interés debe hacer que nuestras especulaciones aparezcan más reales y sólidas que si el asunto nos fuese en gran medida indiferente. Lo que nos afecta, concluimos, no puede ser una quimera, y como nuestra pasión se halla comprometida en uno u otro lado de la cuestión, pensamos, naturalmente, que ésta se halla dentro de los límites de la comprensión humana, lo que en otros casos de la misma naturaleza podría sugerir alguna duda. Sin esta ventaja jamás me hubiese aventurado a escribir un tercer volumen de una filosofía tan abstrusa en una época en que la mayor parte de los hombres parecen convenir en convertir la lectura en una diversión y en rechazar todo lo que requiere algún grado considerable de atención para ser comprendido.

Se ha hecho observar que nada se halla siempre presente al espíritu más que sus percepciones y que todas las acciones de ver, oír, juzgar, amar, odiar y pensar caen bajo esta denominación. El espíritu no puede desenvolverse en una acción que no pueda ser comprendida bajo el nombre de percepción, y, por consiguiente, este término no es menos aplicable a los juicios por los que distinguimos el bien del mal que a toda otra actividad del espíritu. El aprobar un carácter y el condenar otro son sólo diferentes percepciones.

Ahora bien: como las percepciones se dividen en dos géneros, a saber: impresiones e ideas, esta distinción da lugar a la cuestión de con cuáles de ellas empezaremos nuestra presente investigación referente a la moral, de si es por medio de nuestras ideas o de nuestras impresiones como distinguimos entre vicio y virtud y proclamamos una acción censurable o meritoria. Esto evitará inmediatamente todos los discursos vacíos y vanas declamaciones y nos reducirá a algo preciso y exacto en el presente asunto.

Todos los sistemas que afirman que la virtud no es más que la conformidad con la razón, que existe una adecuación e inadecuación eterna de las cosas, que es la misma para todo ser racional que la considera, que la medida inmutable de lo justo y lo injusto impone una obligación no sólo a las criaturas humanas, sino a la divinidad, coinciden en la opinión de que la moralidad, lo mismo que la verdad, es conocida meramente por las ideas y por su yuxtaposición y comparación. Por consiguiente, para juzgar estos sistemas necesitamos tan sólo considerar si es posible distinguir sólo por la razón entre bien y mal o si es necesario que concurran otros principios para permitirnos hacer esta distinción.

Si la moralidad no tuviese naturalmente influencia sobre las pasiones y acciones humanas sería inútil tomarse tantos trabajos para inculcarla, y nada sería más estéril que la multitud de reglas y preceptos en que todos los moralistas abundan. La filosofía se divide comúnmente en especulativa y práctica, y como la moralidad se comprende siempre en la última parte, se supone que influye sobre nuestras pasiones y acciones y va más allá de los tranquilos e indolentes juicios del entendimiento. Esto se halla confirmado por la experiencia corriente, que nos informa de que los hombres están frecuentemente gobernados por sus deberes y se apartan de algunas acciones por la idea de la injusticia, mientras que son impelidos a otras por la de obligación.

Puesto que la moral tiene una influencia sobre las acciones y afecciones, se sigue que no puede derivarse de la razón, y esto porque la razón por sí sola, como ya hemos probado, no puede tener esta influencia. La moral excita las pasiones y produce o evita acciones. La razón por sí misma es completamente impotente en este respecto. Las reglas de la moralidad, por consiguiente, no son conclusiones de nuestra razón.

Creo que nadie negará la exactitud de esta inferencia; no existe, además, otro medio de evadirla que negar el principio en el cual se funda. Mientras se conceda que la razón no tiene influencia sobre nuestras pasiones y acciones es en vano pretender que la moralidad se descubre solamente por una deducción de la razón. Un principio activo no puede fundarse jamás en uno inactivo, y si la razón es inactiva por sí misma debe permanecer siéndolo en todas sus formas y apariencias, ya se ejerza en asuntos naturales o morales, ya considere las propiedades de los cuerpos externos o las acciones de los seres racionales.

Sería pesado repetir aquí todos los argumentos por los que he probado que la razón es perfectamente inerte y no puede ni prevenir ni producir una acción o afecto. Sería fácil recordar lo que ha sido dicho acerca de este asunto. Solamente indicaré en esta ocasión uno de los argumentos, que intentaré hacer aún más concluyente y más aplicable al presente asunto.

La razón es el descubrimiento de la verdad y falsedad. La verdad o falsedad consiste en la concordancia o discordancia con las relaciones reales de las ideas o con la existencia real y los hechos. Todo lo que, por consiguiente, no es susceptible de esta concordancia o discordancia es incapaz de ser verdadero o falso y no puede ser nunca un objeto de nuestra razón. Ahora bien: es evidente que nuestras pasiones, voliciones y acciones no son susceptibles de una concordancia o discordancia tal por ser los hechos y realidades originales completos en sí mismos y no implicar referencia a otras pasiones, voliciones y acciones. Es imposible, por consiguiente, que puedan ser estimadas como verdaderas o falsas y que sean contrarias a la razón o conformes con ella.

Este argumento tiene una doble ventaja para nuestro presente propósito, pues prueba directamente que las acciones no pueden derivar su mérito de la conformidad con la razón ni su demérito de una oposición con ella, y prueba la misma verdad indirectamente, mostrándonos que la razón no puede de un modo inmediato evitar o producir una acción oponiéndose a ella o aprobándola, y que, por lo tanto, no puede ser la fuente del bien y el mal moral, que vemos que tienen esta influencia. Las acciones pueden ser laudables o censurables; pero no pueden ser razonables o irracionales: laudable y censurable, por consiguiente, no es lo mismo que razonable e irracional. El mérito y demérito de las acciones contradicen frecuentemente y a veces se oponen a nuestras inclinaciones naturales. Pero la razón no tiene una influencia tal. Las distinciones morales, por consiguiente, no son un producto de la razón. La razón es completamente inactiva y no puede ser jamás la fuente de un principio activo, como la conciencia o el sentido moral.

Quizá podría decirse que aunque la voluntad o la acción no puedan ser inmediatamente contrarias a la razón sin embargo podemos hallar una contradicción tal en algunos de los acompañantes de las acciones, a saber: en sus causas y efectos. La acción puede causar un juicio o puede ser causada indirectamente por él cuando el juicio va unido con la pasión, y por un modo abusivo de hablar que la filosofía apenas debe permitirse, la misma oposición, por este motivo, se atribuye a la acción. Hasta qué punto esta verdad o falsedad puede ser la fuente de la moral es lo que será oportuno considerar ahora.

Se ha observado que la razón, en un sentido estricto filosófico, puede tener una influencia sobre nuestra conducta solamente de dos modos: cuando excita una pasión, informándonos de la existencia de algo que es un objeto propio de ella, o descubriendo el enlace de causas y efectos de tal forma que nos proporcione los medios para ejercer una pasión. Estos son los dos únicos géneros de juicio que pueden acompañar a nuestras acciones o de los que se puede decir que las producen en cierto modo, y debe ser concedido que estos juicios pueden ser frecuentemente falsos y erróneos. Una persona puede hallarse afectada por una pasión por suponer que existe pena o placer en un objeto que no tiene tendencia alguna a producir estas sensaciones o que producen lo contrario de lo que se ha imaginado. Una persona puede también tomar falsas precauciones para lograr su fin y puede retrasar por su conducta estúpida, en vez de apresurar, la realización de algún objeto. Puede pensarse que estos falsos juicios afectan a las pasiones y acciones que se hallan enlazadas con ellos, y puede decirse que las hacen irracionales, en un modo de hablar figurado e impropio. Pero aunque esto sea reconocido, es fácil observar que estos errores están lejos de ser la fuente de toda inmoralidad, que son comúnmente muy inocentes y que no hacen culpable de un delito a la persona que tiene la desgracia de caer en ellos. No van más allá de una equivocación relativa a los hechos, y que los moralistas no han supuesto, en general, censurable por ser totalmente involuntaria. Soy más digno de compasión que de censura si me equivoco con respecto a la influencia de los objetos en cuanto producen dolor o placer, o si no conozco los medios apropiados para satisfacer mis deseos. Nadie considera tales errores como un defecto de mi carácter moral. Un fruto, por ejemplo, que es realmente desagradable se me aparece a distancia, y mediante mi error imagino que es agradable y delicioso: aquí hay un error. Elijo ciertos medios para coger estos frutos, que no son apropiados para mi fin: aquí hay otro error, y no hay un tercero que pueda entrar nunca en nuestros razonamientos concernientes a las acciones. Yo pregunto, por consiguiente, si un hombre en esta situación y culpable de estos dos errores puede ser considerado como vicioso y criminal, aunque aquéllos hayan sido inevitables, o si es posible imaginar que tales errores son la fuente de toda inmoralidad.

Puede ser oportuno observar aquí que si las distinciones morales fuesen derivadas de la verdad o falsedad de estos juicios debían tener lugar siempre que los pronunciásemos y no debía existir ninguna diferencia entre si la cuestión concernía a una manzana o a un reino o si el error era inevitable o evitable.

Pues como la verdadera esencia de la moralidad se supone que consiste en un acuerdo o desacuerdo con la razón, las otras circunstancias son completamente arbitrarias y no pueden conceder a nuestra acción el carácter de virtuosa o viciosa o privarla de él. A lo que podemos unir que no admitiendo grados este acuerdo o desacuerdo todas las virtudes y vicios serían por consiguiente iguales.

Si se pretendiese que aunque un error relativo a los hechos no es inmoral, sin embargo lo es frecuentemente un error relativo al derecho y que esto puede ser la fuente de la inmoralidad, respondería que es imposible que un error tal pueda ser nunca la fuente original de la inmoralidad, pues supone una justicia e injusticia reales, esto es, una distinción real de la moral independiente de estos juicios. Por consiguiente, un error de derecho puede llegar a ser una especie de inmoralidad, pero solamente secundaria, y se funda en algún otro antecedente a ella.

En cuanto a los juicios que son efectos de nuestras acciones y que cuando son falsos dan lugar a que se estimen estas acciones contrarias a la razón, podemos observar que nuestras acciones jamás causan un juicio en nosotros mismos, ya sea éste verdadero o falso, y que tan sólo sobre otros sujetos ejercen esta influencia. Es cierto que una acción en muchas ocasiones puede dar lugar a falsas conclusiones en los otros y que una persona que por una ventana me ve conducirme de una manera galante con la mujer de mi vecino puede ser tan simple que imagine que es la mía propia. En este caso mi acción se parece de algún modo a la mentira o falsedad, tan sólo con la diferencia importante de que yo no realizo la acción con la intención de dar lugar al falso juicio de la otra persona, sino únicamente para satisfacer mi lascivia y pasión. Produce, sin embargo, un error y falso juicio por accidente, y la falsedad de sus efectos puede ser adscrita, mediante un modo singular de hablar figurado, a la acción misma. Pero aun así no puede encontrar pretexto o razón para afirmar que la tendencia a causar un error tal es el primer principio o fuente originaria de toda inmoralidad57.

Así, en resumen, es imposible que la distinción entre bien y mal moral pueda ser hecha por la razón, pues esta distinción tiene una influencia sobre nuestras acciones de la cual la razón por sí sola es incapaz. La razón y el juicio pueden de hecho ser causas mediatas de la acción, sugiriendo o dirigiendo la pasión; pero no se ha de pretender que un juicio de este género, según su verdad o falsedad, vaya acompañado de virtud o vicio. En cuanto a los juicios que son causados por nuestros juicios, se les puede conceder aún menos estas cualidades morales de las acciones que son sus causas.

Sin embargo, para ser más precisos y mostrar que la adecuación y la inadecuación eterna e inmutable de las cosas no puede ser mantenida por una filosofía firme debemos tener en cuenta las siguientes consideraciones:

Si el pensamiento y el entendimiento fueran por sí solos capaces de fijar los límites de lo justo y lo injusto, el carácter de virtuoso y vicioso debería residir en alguna relación de los objetos o debería ser un hecho que se descubriría por nuestro entendimiento. Esta consecuencia es evidente. Como las operaciones del entendimiento humano se dividen en dos géneros, la comparación de ideas y los razonamientos acerca de hechos, si la virtud fuese descubierta por el entendimiento debía ser objeto de una de estas operaciones, puesto que no existe una tercera operación del entendimiento que pueda descubrirlo. Existe la opinión, propagada muy hábilmente por ciertos filósofos, de que la moralidad es susceptible de demostración, y aunque nadie ha sido capaz de avanzar un solo paso en estas demostraciones, sin embargo se considera que esta ciencia puede ser llevada a una igual certeza que la geometría o el álgebra. Según este supuesto, el vicio y la virtud deben consistir en alguna relación, pues se concede en absoluto que ningún hecho es capaz de ser demostrado. Comencemos, por consiguiente, examinando esta hipótesis e intentemos, si es posible, f ijar estas cualidades morales, que han sido durante tanto tiempo objeto de investigaciones inútiles, y poner en claro las relaciones que constituyen la moralidad u obligación de modo que podamos saber en qué consiste, y después, de qué manera debemos juzgar de ellas.

Si se afirma que el vicio y la virtud consisten en relaciones susceptibles de certeza y demostración, es preciso limitarse a las cuatro relaciones que sólo admiten este grado de evidencia, y en este caso se caerá en absurdos de los que yo no podré sacar a nadie. Pues si se considera que la verdadera esencia de la moralidad consiste en las relaciones, como no hay ninguna de éstas que no pueda aplicarse no sólo a los seres irracionales, sino también a los objetos inanimados, se sigue que tales objetos deben ser susceptibles también de mérito y demérito. Semejanza, contraste, grados de cualidad y relaciones de cantidad y número son relaciones que conciernen tanto a la materia como a nuestras acciones, pasiones y voliciones. Es indiscutible, por consiguiente, que la moralidad no consiste en algunas de estas relaciones ni su sentido en su descubrimiento58.

Si se afirma que este sentido de la moralidad consiste en el descubrimiento de alguna relación distinta de éstas y que nuestra enumeración no era completa cuando reuníamos todas las relaciones demostrables bajo cuatro títulos generales, no sé qué responda si no es rogar que alguien sea tan bondadoso que me indique una nueva relación. Es imposible refutar un sistema que no ha sido nunca expuesto. Luchando de este modo en la obscuridad se pierden los golpes en el aire y frecuentemente se coloca uno donde el enemigo no se halla.

Debo por consiguiente en esta ocasión contentarme con exponer las dos siguientes condiciones para quien quiera emprender el aclarar este sistema: Primero: como un bien y un mal moral se refieren solamente a las acciones del espíritu y se derivan de nuestra situación con respecto a los objetos externos, las relaciones de que surgen estas distinciones morales residen tan sólo entre las acciones internas y los objetos externos y no deben ser aplicables ni a las acciones internas comparadas entre sí mismas ni a los objetos externos cuando se contraponen a otros objetos externos. Pues como la moralidad se supone que acompaña a ciertas relaciones, si estas relaciones pudieran referirse a las acciones internas consideradas separadamente, se seguiría que podríamos ser culpables de crímenes en nosotros mismos e independientemente de nuestra situación con respecto del universo, y de igual modo si estas relaciones morales pudieran ser aplicadas a los objetos externos se seguiría que aun los seres inanimados serían susceptibles de belleza y fealdad moral. Ahora bien: parece difícil imaginar que se pueda descubrir una relación entre nuestras pasiones, voliciones y acciones que pueda ser comparada con los objetos externos, ya que dicha relación no ha de concernir ni a las pasiones y voliciones o a los objetos externos comparados entre sí.

Aun será más difícil realizar la segunda condición para justificar este sistema. Según los principios de los que mantienen una diferencia racional abstracta entre bien y mal moral y una natural adecuación e inadecuación de las cosas, no sólo se supone que estas relaciones, por ser eternas e inmutables, son las mismas consideradas por toda criatura racional, sino que sus efectos se estiman necesariamente los mismos, y se concluye que no tienen menor o, más exacto, mayor influencia en la dirección de la voluntad de la divinidad que en el gobierno de nuestra voluntad racional y virtuosa en nuestra especie. Estas dos notas son evidentemente diferentes. Una cosa es conocer la virtud y otra conformar la voluntad a ella. Por consiguiente, para probar que las reglas de lo justo e injusto son leyes eternas y obligatorias para todo espíritu racional no es suficiente mostrar las relaciones sobre que está fundada: debemos también poner de relieve la conexión entre la relación y la voluntad y debemos probar que esta conexión es tan necesaria que en todo espíritu bien dispuesto debe presentarse y tener su influencia, aunque la diferencia entre los espíritus pueda ser en otros respectos inmensa e infinita. Ahora bien: además de que ya he probado que aun en la naturaleza humana ninguna relación por sí puede producir una acción, además, digo, ha sido mostrado, al tratar del entendimiento, que no existe una conexión de causa y efecto, como la que aquí se supone, que pueda ser descubierta de otro modo que por experiencia, y de la que podamos pretender estar seguros por la simple consideración de los objetos. Todos los seres en el universo, considerados en sí mismos, nos aparecen completamente desligados e independientes los unos de los otros. Sólo por experiencia conocemos su influencia y conexión, y esta influencia no podemos extenderla más allá de la experiencia.

Así será imposible realizar la primera condición requerida para el sistema de las reglas eternas racionales de lo justo y lo injusto porque es imposible mostrar las relaciones sobre las cuales la distinción puede fundarse, y es imposible realizar la segunda condición porque no podemos probar a priori que estas relaciones, si existen realmente y son percibidas, sean universalmente forzosas y obligatorias.

Para hacer estas reflexiones generales más claras y convincentes podemos ilustrarlas por algunos casos particulares en los que este carácter de bien o mal moral se reconoce más generalmente. De todos los crímenes que las criaturas humanas son capaces de cometer es el más hórrido e innatural la ingratitud, especialmente cuando se comete contra los padres y aparece en los casos más notorios de heridas y muerte. Esto es reconocido por todo el género humano, tanto por los filósofos como por los restantes mortales; solamente entre los filósofos surge la cuestión de si el delito o fealdad moral de esta acción puede ser descubierta por un razonamiento demostrativo o ser apreciada por un sentido interno y por medio de algún sentimiento que naturalmente se ocasiona por la reflexión sobre una acción tal. Esta cuestión será pronto decidida en contra de la primera opinión si podemos mostrar las mismas relaciones en objetos, sin la noción de una culpa o maldad que las acompañe. La razón o la ciencia no es más que la comparación de las ideas y el descubrimiento de sus relaciones, y si las mismas relaciones tienen diferentes propiedades, se debe seguir evidentemente que estas propiedades no son descubiertas solamente por la razón. Por consiguiente, para someter la cuestión a este examen escojamos un objeto inanimado, como, por ejemplo, un roble o un olmo, y supongamos que sus semillas al caer producen un vástago bajo él que, creciendo poco a poco, acaba por sobrepasar y matar el árbol padre; yo pregunto si en este caso puede faltar una relación que no se presente en el parricidio o la ingratitud. ¿No es uno de los árboles la causa de la existencia del otro y no es el último la causa de la destrucción del primero, del mismo modo que cuando un hijo asesina a sus padres? No es suficiente replicar que falta una elección o voluntad, pues en el caso del parricidio la voluntad no da lugar a relaciones diferentes, sino que solamente es la causa de que la acción se deriva, y por consecuencia produce las mismas relaciones que en el roble o el olmo surgen de otros principios. La voluntad o la elección es lo que determina a un hombre a matar a sus padres, y son las leyes de la materia y el movimiento las que determinan un vástago a destruir el roble de que ha nacido. Aquí las mismas relaciones tienen diferentes causas; pero como las relaciones son las mismas y como su descubrimiento no va acompañado en los dos casos de una noción de inmoralidad, se sigue que esta noción no surge de este descubrimiento.

Sin embargo, para escoger un caso más semejante preguntaré gustoso por qué el incesto en la especie humana es criminal y por qué la misma acción y las mismas relaciones en los animales no tienen lo más mínimo de fealdad y deformidad moral. Si se me responde que esta acción es inocente en los animales porque no poseen suficiente razón para reconocer su fealdad, pero que por estar los hombres dotados de esta facultad, que puede obligarlos a cumplir su deber, la misma acción en ellos se hace criminal, replicaré que esto es evidentemente argüir en un círculo, pues antes que la razón pueda percibir esta fealdad la fealdad debe existir, y, por consecuencia, es independiente de las decisiones de nuestra razón y es más propiamente su objeto que su efecto. Según este sistema, todo animal que tiene sentídos, apetito y voluntad, es decir, todo animal, debe ser susceptible de las mismas virtudes y vicios por los cuales concedemos alabanza o censura a las criaturas humanas. Toda la diferencia estará en que nuestra razón superior puede servir para descubrir el vicio y la virtud, y por este medio puede aumentar la censura o alabanza; pero este descubrimiento supone un ser separado en estas distinciones morales y un ser que depende tan sólo de la voluntad y el apetito y que tanto en pensamiento como en realidad debe ser distinguido de la razón. Los animales son susceptibles de las mismas relaciones con respecto a los otros de la especie humana, y por lo tanto serían susceptibles de la misma moralidad si la esencia de la moralidad consistiese en estas relaciones. Su carencia de grado suficiente de razón puede impedirles percibir sus deberes y obligaciones morales; pero nunca puede impedir que estos deberes existan, pues deben existir de antemano para ser percibidos. La razón los halla, pero no los produce. Este argumento merece ser tenido en cuenta por ser, según mi opinión, completamente decisivo.

El anterior razonamiento no sólo prueba que la moralidad no consiste en relaciones que son objeto de la ciencia, sino que, bien examinado, prueba también con igual certeza que tampoco consiste en hechos que puedan ser descubiertos por el entendimiento. Esta es la segunda parte de nuestro argumento, y si podemos hacer esto evidente nos será posible concluir que la moralidad no es un objeto de razón. Pero ¿puede existir alguna dificultad para probar que el vicio y la virtud no son hechos cuya existencia podamos inferir por la razón? Tomemos una acción que se estima ser viciosa: el asesinato intencional, por ejemplo. Examinémoslo en todos sus aspectos y veamos si se puede hallar algún hecho o existencia real que se llame vicio. De cualquier modo que se le considere, sólo se hallan ciertas pasiones, motivos, voliciones y pensamientos. No existen otros fenómenos en este caso. El vicio nos escapa enteramente mientras se le considere como un objeto. No se le puede hallar hasta que se dirige la reflexión hacia el propio pecho y se halla un sentimiento de censura que surge en nosotros con respecto a la acción. Aquí existe un hecho; pero es objeto del sentimiento, no de la razón. Está en nosotros mismos, no en el objeto. Así, cuando se declara una acción o carácter vicioso no se quiere decir sino que por la constitución de nuestra naturaleza experimentamos un sentimiento o afección de censura ante la contemplación de aquél. El vicio y la virtud, por consiguiente, pueden ser comparados con los sonidos, colores, calor y frío, que según la filosofía moderna no son cualidades en los objetos, sino percepciones en el espíritu, y este descubrimiento en moral, lo mismo que otros en la física, debe ser considerado como un avance considerable de las ciencias especulativas, aunque, lo mismo que éstas, no tiene o tiene poca influencia en la práctica. Nada puede ser más real o interesarnos más que nuestros propios sentimientos de placer y dolor, y si éstos son favorables a la virtud y desfavorables al vicio no puede ser requerido nada más para la regulación de nuestra conducta y vida.

No puedo menos de añadir a estos razonamientos una observación que puede quizá ser estimada de alguna importancia. En todo sistema de moralidad que hasta ahora he encontrado he notado siempre que el autor procede durante algún tiempo según el modo corriente de razonar, y establece la existencia de Dios o hace observaciones concernientes a los asuntos humanos, y de repente me veo sorprendido al hallar que en lugar de los enlaces usuales de las proposiciones es no es encuentro que ninguna proposición se halla enlazada más que con debe o no debe. Este cambio es imperceptible, pero es, sin embargo, de gran consecuencia, pues como este debe o no debe expresa una nueva relación o afirmación, es necesario que sea observada y explicada y al mismo tiempo debe darse una razón para lo que parece completamente inconcebible, a saber: como esta nueva relación puede ser una deducción de otras que son totalmente diferentes de ella, ya que los autores no usan comúnmente de esta precaución, debo aventurarme a recomendarla a los lectores, y estoy persuadido de que esta pequeña atención acabará con todos los sistemas corrientes de inmoralidad y nos permitirá ver que la distinción de vicio y virtud no se funda meramente en las relaciones de los objetos ni se percibe por la razón.




ArribaAbajoSección II

Las distinciones morales se derivan de un sentido moral


Así, el curso del anterior argumento nos lleva a concluir que puesto que el vicio y la virtud no pueden descubrirse solamente por la razón o la comparación de ideas, debe ser mediante alguna impresión o sentimiento que nos ocasionan por lo que somos capaces de fijar la diferencia entre ellos. Nuestras decisiones concernientes a la rectitud y depravación moral son evidentemente percepciones, y como todas las percepciones son impresiones o ideas, la exclusión de las unas es un argumento convincente en favor de las otras. La moralidad, por consiguiente, es más propiamente sentida que juzgada, aunque este sentimiento o afección es comúnmente tan suave y sutil que nos inclinamos a confundirlo con una idea, según nuestra costumbre de tomar unas cosas por otras cuando existe entre ellas una gran semejanza.

La cuestión que se presenta en seguida es de qué naturaleza son estas impresiones y de qué manera actúan sobre nosotros. Aquí no podemos permanecer largo tiempo perplejos, sino que debemos declarar que la impresión que surge de la virtud es agradable y la que procede del vicio desagradable. La experiencia de cada momento nos convencerá de ello. No existe un espectáculo tan hermoso como una acción noble y generosa ni nada que nos cause más horror que una cruel y pérfida. No hay goce igual al que recibimos de la compañía de los que amamos y estimamos, así como el más grande de los castigos consiste en ser obligado a pasar nuestra vida con los que odiamos o despreciamos. Una verdadera obra dramática o novela debe proporcionarnos casos de este placer que la virtud produce y del dolor que surge del vicio.

Ahora bien: puesto que las impresiones distintivas por las que se conoce el bien y el mal moral no son más que dolores o placeres particulares, se sigue que en todas las investigaciones referentes a estas distinciones morales será suficiente mostrar los principios que nos hacen sentir una satisfacción o dolor ante la contemplación de un carácter, para saber por qué el carácter es laudable o censurable. ¿Por qué una acción o sentimiento o carácter es virtuoso o vicioso? Porque su consideración causa un placer o dolor de un género particular. Por consiguiente, dando razón del placer o el dolor explicamos suficientemente el vicio y la virtud. Tener el sentido de la virtud no es más que sentir una satisfacción de un género particular ante la contemplación de un carácter. El sentimiento mismo constituye nuestra alabanza o admiración. No vamos más lejos ni investigamos la causa de la satisfacción. No inferimos que un carácter sea virtuoso porque agrada, sino que sintiendo que agrada de un modo particular sentimos, en efecto, que es virtuoso. Es el mismo caso que nuestros juicios concernientes a todos los géneros de belleza, gustos y sensaciones. Nuestra aprobación se halla implicada en el placer inmediato que nos producen.

He objetado al sistema que establece reglas eternas, racionales, de lo justo e injusto que es imposible mostrar en las acciones de las criaturas racionales relaciones que no se hallen en los objetos externos, y que, por consiguiente, si la moralidad acompaña siempre a estas relaciones será posible para la materia inanimada el hacerse virtuosa o viciosa. Ahora bien: puede de igual modo objetarse al presente sistema que si la virtud y el vicio se hallan determinados por el placer y el dolor estas cualidades deben en todo caso surgir de sensaciones, y, por consiguiente, cualquier objeto, ya sea animado o inanimado, racional o irracional, puede llegar a ser bueno o malo con tal que pueda excitar una satisfacción o desagrado. Pero aunque esta objeción parece ser la misma, no tiene de ningún modo igual fuerza en un caso que en el otro, pues, primero, es evidente que bajo el término de placer comprendemos sensaciones que son muy diferentes entre sí y que tienen tan sólo la semejanza remota requerida para que sean designadas por el mismo término abstracto. Una buena composición de música y una botella de buen vino producen placer igualmente y, lo que es más, su bondad se halla determinada meramente por el placer. ¿Pero podremos decir por esto que el vino es armonioso o que la música tiene un buen sabor? Del mismo modo un objeto inanimado y el buen carácter o buenos sentimientos de una persona pueden producir una satisfacción; pero como la satisfacción es diferente, evita que nuestros sentimientos que se refieren a ellos sean confundidos y nos hace que atribuyamos virtud a los unos y no al otro. No todo sentimiento de placer o dolor que surja de los caracteres y acciones es del género especial que nos hace alabar o condenar. Las buenas cualidades de un enemigo nos son nocivas, pero pueden captarse nuestra estima o respeto. Solamente cuando un carácter es considerado en general sin referencia a nuestros intereses particulares causa un sentimiento o afecto que denominamos bien o mal moral. Es cierto que los sentimientos de interés y morales son susceptibles de ser confundidos y que, naturalmente, pasan los unos a los otros. Rara vez acontece que no imaginemos un enemigo como vicioso y que podamos distinguir entre su oposición a nuestros intereses y su villanía o bajeza real; pero esto no impide que los sentimientos sean en sí mismos diferentes, y un hombre de temperamento y juicio puede librarse por él mismo de estas ilusiones. De igual manera, aunque una voz musical no es más que aquella que produce un género particular de placer, es difícil, sin embargo, para un hombre notar que la voz de un enemigo es agradable o conceder que es musical; pero una persona de un oído fino y que tiene dominio sobre sí misma puede separar estos sentimientos y alabar lo que lo merece.

Segundo, podemos recordar el precedente sistema de las pasiones para hacer notar una diferencia aun más considerable entre nuestros dolores y placeres. El orgullo y la humildad, el amor y el odio, son excitados cuando se nos presenta algo que posee una relación con el objeto de la pasión y produce una sensación separada relacionada con la sensación de la pasión. Ahora bien: la virtud y el vicio van acompañados de estas circunstancias. Deben hallarse necesariamente en nosotros o en los otros y excitar placer o dolor, y, por consiguiente, dar lugar a una de estas cuatro pasiones, que se distinguen claramente del placer y el dolor que despiertan los objetos inanimados y que frecuentemente no tienen relación con nosotros; éste es quizá el efecto más considerable que la virtud y el vicio tienen sobre el espíritu humano.

Se puede ahora preguntar en general, con respecto a este dolor o placer que distingue el mal y el bien moral, de qué principio se deriva y por qué surge en el espíritu humano. A esto respondo: primeramente, que es absurdo imaginar que en cada caso especial estos sentimientos sean producidos por una propiedad original y constitución primaria, pues como el número de nuestros deberes es en cierto modo infinito, es imposible que nuestros instintos originales se extiendan a todos ellos y que desde nuestra primera infancia impriman en el espíritu humano toda la multitud de preceptos que se comprenden en los sistemas más completos de ética. Semejante manera de proceder no está de acuerdo con las máximas usuales según las que se conduce la naturaleza, en la que pocos principios producen toda la variedad que observamos en el universo y todo sucede del modo más fácil y sencillo. Es necesario, por consiguiente, reducir estos impulsos primarios y hallar algunos principios generales sobre los que se funden todas nuestras nociones morales.

En segundo lugar, puede preguntarse si debemos buscar estos principios en la naturaleza o debemos suponerles algún otro origen. Responderé que nuestra respuesta en esta cuestión depende de la definición de la palabra naturaleza, puesto que no hay nada más ambiguo y equívoco que aquélla. Si la naturaleza se contrapone a los milagros, no sólo la distinción entre el vicio y la virtud es natural, sino todo hecho que haya sucedido en el mundo, exceptuando los milagros sobre los que nuestra religión está fundada. Diciendo, pues, que los sentimientos de vicio y virtud son naturales en este sentido no hacemos ningún descubrimiento extraordinario.

Sin embargo, la naturaleza puede contraponerse también a lo raro y no usual, y en este sentido de la palabra, que es el corriente, pueden surgir disputas concernientes a lo que es natural y no natural, y se puede, en general, afirmar que no poseemos un criterio preciso según el cual estas disputas puedan ser decididas. Lo frecuente y raro depende del número de casos que hemos observado, y como este número puede aumentar o disminuir gradualmente, será imposible fijar los límites entre ellos. Podemos sólo afirmar en este asunto que si algo hay que pueda llamarse natural en este sentido lo serán los sentimientos de la moralidad, puesto que jamás existió una nación en el mundo ni una persona en una nación que se hallasen totalmente privadas de ellos y que en algún caso no mostrasen la más pequeña aprobación o censura de la conducta. Estos sentimientos se hallan tan arraigados en nuestra constitución y temperamento, que sin confundir al espíritu humano por la enfermedad o la locura es imposible extirparlos o destruirlos.

La naturaleza puede también ser contrapuesta al artificio lo mismo que lo fue a lo raro y no usual, y en este sentido puede ser discutido si las nociones de virtud son naturales o no. Fácilmente olvidamos que los designios, proyectos y consideraciones de los hombres son principios tan necesarios en su actuación como el calor y el frío, lo húmedo y lo seco, y estimándolos libres y enteramente obra nuestra es usual ponerlos en oposición con los principios de la naturaleza. Si, por consiguiente, se pregunta si el sentido de la virtud es natural o artificial, opino que me es imposible por el momento dar una respuesta precisa a esta cuestión. Quizá aparecerá después que nuestro sentido de algunas virtudes es artificial y el de otras natural. La discusión de esta cuestión será más oportuna cuando entremos en los detalles exactos de cada virtud y vicio particular59.

Mientras tanto, no estará fuera de lugar observar, partiendo de estas definiciones de natural y no natural, que nada puede ser menos filosófico que los sistemas que afirman que la virtud es lo mismo que lo natural y el vicio que lo innatural, pues en el primer sentido de la palabra, estando la naturaleza contrapuesta a los milagros, la virtud y el vicio son igualmente naturales, y en el segundo, como opuesta a lo que no es usual, se hallaría quizá que la virtud sería menos natural. En último término debe concederse que la virtud heroica, no siendo usual, es mucho menos natural que la más brutal barbarie. Según el tercer sentido de la palabra, es cierto que tanto el vicio como la virtud son igualmente artificiales y se hallan fuera de la naturaleza. Pues aunque se discuta si la noción de mérito o demérito en ciertas acciones es natural o artificial, es evidente que las acciones mismas son artificiales y realizadas con un cierto designio e intención; de otro modo no podrían comprenderse bajo alguna de estas denominaciones. Es imposible, por consiguiente, que el carácter de natural y no natural pueda, sea en el sentido que sea, determinar los límites del vicio y la virtud.

Así, hemos vuelto a nuestra primera posición de que la virtud se distingue por el placer y el vicio por el dolor que una acción, sentimiento o carácter nos proporciona por su mero examen y consideración. Esta conclusión es sumamente útil porque nos reduce a la simple cuestión de por qué una acción o sentimiento, en su examen general o consideración general, nos proporciona una cierta satisfacción o desagrado, para mostrar el origen de su rectitud o maldad moral sin indagar relaciones o cualidades incomprensibles que jamás han existido en la naturaleza, ni aun en nuestra imaginación en la forma de una concepción clara y distinta. Me vanaglorio de haber realizado gran parte de mi presente designio llegando a un planteamiento de la cuestión que me parece tan libre de ambigüedad y obscuridad.






ArribaAbajoParte Segunda

De la Justicia y la Injusticia



ArribaAbajoSección I

¿Es la justicia una virtud natural o artificial?


Ya he indicado que nuestro sentido de la virtud no es siempre natural, sino que hay algunas virtudes que producen placer y aprobación por medio de un artificio o mecanismo que surge de las circunstancias y necesidades del género humano. Afirmo que de esta especie es la justicia, e intentaré defender esta opinión por un argumento breve y, según espero, convincente, antes de que examine la naturaleza del artificio del cual se deriva el sentido de esta virtud.

Es evidente que cuando alabamos una acción consideramos solamente los motivos que la han producido y consideramos la acción como signo o indicación de ciertos principios que residen en el espíritu o temperamento. La realización externa no tiene mérito. Debemos dirigir nuestra vista al interior para hallar la cualidad moral. Esto no podemos hacerlo directamente, y, por consiguiente, fijamos nuestra atención en las acciones como en signos externos; pero estas acciones se consideran aún como signos, y el último objeto de nuestra alabanza y aprobación es el motivo que las ha producido.

Del mismo modo, cuando exigimos la realización de una acción o censuramos a una persona por no realizarla suponemos siempre que en esta situación una persona debe ser influida por el propio motivo de esta acción y estimamos vicioso en ella el que no lo tenga en cuenta. Si hallamos después de una investigación que el motivo virtuoso era aún poderoso en su pecho, aunque impedido en su acción por circunstancias que nos son desconocidas, retiramos nuestra censura y experimentamos la misma estima por aquella persona que si hubiese realizado la acción que exigimos de ella.

Por consecuencia, resulta que todas las acciones virtuosas derivan su mérito de motivos virtuosos y son consideradas meramente como signos de estos motivos. De este principio concluyo que los primeros motivos virtuosos que conceden un mérito a la acción no pueden ser jamás la apreciación de la virtud de esta acción, sino que deben ser algún otro motivo o principio natural. Suponer que la mera consideración de la virtud de la acción puede ser el primer motivo que produce la acción y la hace virtuosa es razonar en un círculo. Antes de que obtengamos una apreciación tal, la acción debe ser realmente virtuosa y esta virtud debe derivarse de algún motivo virtuoso; por consiguiente, el motivo virtuoso debe ser diferente de la consideración de la virtud de la acción. Un motivo virtuoso se requiere para hacer una acción virtuosa. Una acción debe ser virtuosa antes de que tengamos una apreciación de su virtud. Algún motivo virtuoso, por consiguiente, debe ser anterior a esta consideración.

No es esto meramente una sutilidad metafísica, sino que entra en todos nuestros razonamientos de la vida corriente, aunque quizá no somos capaces de exponerlos en términos filosóficos tan claros. ¿Por qué censuramos a un padre cuando descuida a su hijo? Porque, muestra una carencia de la afección natural que es el deber de todo padre. Si no fuese el deber una afección natural, el cuidado de los hijos no sería un deber y resultaría imposible que pudiéramos tener presente el deber para producirle. En este caso, por consiguiente, todos los hombres suponen un motivo de la acción distinto del sentido del deber.

Hay un hombre, por ejemplo, que hace muchas acciones buenas: ayuda a los desgraciados, consuela a los afligidos y extiende su bondad hasta los extranjeros más remotos. Ningún carácter puede ser más amable y virtuoso. Consideramos estas acciones como pruebas de la más grande humanidad. Esta humanidad concede un mérito a las acciones. La apreciación de este mérito, por consiguiente, es una consideración secundaria y que deriva de los principios anteriores de humanidad que son meritorios y laudables.

En breve puede ser establecido como una máxima indudable que ninguna acción puede ser virtuosa o moralmente buena, a menos que no exista en la naturaleza humana algún motivo que la produzca distinto del sentido de su moralidad.

Sin embargo, ¿el sentido de la moralidad no puede producir una acción sin ningún otro motivo? Respondo: puede; pero esto no constituye una objeción para la presente doctrina. Cuando un motivo o principio virtuoso es corriente en la naturaleza humana, una persona que siente su corazón privado de este motivo puede odiarse a sí misma por esto y puede realizar la acción sin el motivo, por un cierto sentido del deber, para adquirir por práctica este principio virtuoso o al menos para ocultar tanto como es posible su carencia de él. A un hombre que realmente no experimenta gratitud en su alma le agrada, sin embargo, realizar acciones de gracia y piensa que por este medio ha cumplido su deber. Las acciones son al principio consideradas como signos de motivos, pero es usual en este caso, como en todos los otros, fijar nuestra atención por signos y olvidar en cierta medida la cosa significada. Sin embargo, aunque en algunas ocasiones una persona, pueda realizar una acción meramente por su apreciación de su obligación moral, esto mismo supone la existencia en la naturaleza humana de diferentes principios que son capaces de producir la acción y cuya belleza moral hace la acción meritoria.

Ahora bien: para aplicar todo esto al caso presente, supongo que una persona me ha prestado una cantidad de dinero a condición de ser devuelta en pocos días, y supongo también que después de la expiración del plazo concedido me pide la suma. Pregunto: ¿Por qué razón o motivo tengo que devolver el dinero? Se me dirá que mi consideración de la justicia y odio de toda villanía y canallada son razones suficientes para mí si yo conservo algo de honradez o sentido del deber u obligación. Esta respuesta, no lo dudo, es justa y satisfactoria para un hombre en un estado civilizado y cuando ha sido formado de acuerdo con cierta disciplina y educación; pero en una condición ruda y más natural, si se permite llamar a esta condición natural, esta respuesta sería rechazada como perfectamente ininteligible y sofística, puesto que una persona en esta situación preguntaría inmediatamente ¿En qué consiste la honradez y la justicia que encontráis en la devolución de un préstamo y en no tocar a la propiedad de los otros? No está, seguramente, en la acción externa. Debe, por consiguiente, hallarse en el motivo del que la acción externa se deriva. Este motivo no puede considerarse nunca como la apreciación de la honradez de la acción, pues es una clara falacia decir que se requiere un motivo virtuoso para hacer una acción honrada y al mismo tiempo que la apreciación de la honradez es el motivo de la acción. No podemos jamás apreciar la virtud de una acción a menos que la acción no haya sido antes virtuosa. Ninguna acción puede ser virtuosa sino en cuanto que procede de un motivo virtuoso. Un motivo virtuoso, por consiguiente, debe preceder a la apreciación de la virtud, y es imposible que el motivo virtuoso y la apreciación de la virtud sean lo mismo.

Se requiere, pues, hallar algún motivo para conducirse según la justicia y honradez, diferente de nuestra apreciación de la honradez, y en esto consiste la gran dificultad, pues si decimos que la preocupación de nuestros intereses privados o reputación es el motivo legítimo de todas las acciones honradas, se sigue que siempre que esta preocupación cese, la honradez no podrá tener lugar. Es cierto que el amor de sí mismo, cuando actúa en libertad, en lugar de llevarnos a acciones honradas es el manantial de toda injusticia y violencia y que ningún hombre puede corregirse de estos vicios sin corregir y restringir los movimientos naturales de este apetito.

Si se afirma que la razón o motivo de tales acciones es la consideración del interés público, al que nada es más contrario que los ejemplos de injusticia y falta de honradez, propondré las tres siguientes consideraciones como dignas de tenerse en cuenta: Primero: el interés público no se halla naturalmente unido a la observancia de las reglas de justicia, sino que solamente se halla enlazado con ellas después de una convención artificial para el establecimiento de estas reglas, como se expondrá más adelante extensamente. Segundo; si suponemos que el préstamo era secreto y que es necesario para el interés de la persona que el dinero sea devuelto del mismo modo (como cuando el que presta desea ocultar sus riquezas), en esta ocasión el caso cambia, y el público no se halla ya interesado en las acciones del deudor, aunque yo supongo que no existirá moralista que pretenda afirmar que el deber y la obligación cesan. Tercero: la experiencia prueba de un modo suficiente que los hombres, en el curso habitual de la vida, no consideran algo tan remoto como el interés público cuando pagan a sus acreedores, realizan sus compromisos y se abstienen de robo, pillaje e injusticia de cualquier género. Aquél es un motivo demasiado remoto y sublime para afectar a la generalidad del género humano y operar con fuerza en acciones tan contrarias al interés privado como son frecuentemente las de justicia y honradez común.

En general, puede ser afirmado que no existe una pasión en el espíritu humano que consista en el amor al género humano meramente como tal, independiente de las cualidades personales, servicios o relación con nosotros. Es cierto que no existe criatura humana, ni de hecho sensible, cuya felicidad o desgracia no nos afecte en alguna medida si nos está próxima y nos es expuesta en vivos colores; pero esto procede meramente de la simpatía y no es prueba de una afección universal para con el género humano, puesto que el interés se extiende más allá de nuestra especie. Una afección entre los dos sexos es una pasión innata de la naturaleza humana, y esta pasión no sólo aparece en sus síntomas peculiares, sino también inflamando los otros principios de afección y produciendo un mayor amor a la belleza, ingenio, ternura que los que habrían surgido de otro modo de ellos. Si existiese un amor universal entre las criaturas humanas se presentaría de la misma manera. Un grado de una buena cualidad produciría una afección más fuerte que el odio producido por el mismo grado de una mala cualidad, lo que es contrario a lo que hallamos en la experiencia. Los temperamentos de los hombres son diferentes y algunos tienen una tendencia a las afecciones tiernas, mientras que otros la poseen hacia las pasiones acres; pero en lo capital podemos afirmar que el hombre en general o la naturaleza humana no es más que el objeto del amor y el odio y requiere de alguna otra causa que por una doble relación de impresiones e ideas pueda excitar estas pasiones. En vano intentaremos eludir esta hipótesis. No existe fenómeno alguno que ponga de relieve una tal afección hacia los hombres independiente de su mérito y de toda otra circunstancia. Amamos la compañía en general como amamos toda otra diversión. Un inglés en Italia es un amigo nuestro, y lo es un europeo en China, y quizá un hombre sería apreciado como tal si lo encontrásemos en la Luna. Pero esto procede sólo de las relaciones con nosotros mismos, que en estos casos concentran en sí mayor fuerza por hallarse confinadas a pocas personas.

Si la benevolencia pública o la consideración de los intereses de la humanidad no pueden ser el motivo original de la justicia, mucho menos pueden serlo la benevolencia privada o la consideración de los intereses de la parte interesada. ¿Por qué debo pagarle si es mi enemigo y me da un justo motivo para odiarle? ¿Por qué si es un hombre vicioso y merece el odio de la humanidad entera? ¿Por qué si es un desgraciado y no puede hacer uso de lo que le arrebato? ¿Por qué si es un perdido y recibirá más daño que beneficio de su posesión? ¿Por qué si yo me hallo en la necesidad y tengo motivos urgentes para adquirir algo para mi familia? En todos estos casos el motivo original de la justicia faltaría, y por consiguiente la justicia misma, y con ella la propiedad, el derecho y la obligación.

Un hombre rico está sometido a la obligación de dar a los que se hallan necesitados un cúmulo de cosas que le son superfluas. Si la benevolencia privada fuese el motivo original de la justicia, un hombre no estaría obligado a abandonar a la posesión de los otros más que lo que le agradase darles. En último término, la diferencia sería muy poco considerable. Los hombres fijan sus afecciones más sobre lo que poseen que sobre aquello de lo que jamás disfrutan; por esta razón sería una mayor crueldad desposeer a un hombre de alguna cosa que no dársela. Pero ¿quién puede afirmar que ésta es la sola fundamentación de la justicia?

Además debemos considerar que la razón capital de por qué los hombres se sienten tan unidos a sus posesiones es que las consideran como su propiedad y aseguradas para ellos de un modo inviolable por las leyes de la sociedad; pero ésta es una consideración secundaria y dependiente de las nociones precedentes de justicia y propiedad.

La propiedad de un hombre se supone que se halla defendida contra todo mortal en todo caso posible; pero la benevolencia privada es y puede ser más débil en unas personas que en otras, y en varias, o de hecho en muchas, debe faltar absolutamente. La benevolencia privada, por consiguiente, no es el motivo original de la justicia.

De todo esto se sigue que nosotros no tenemos un motivo real o universal para observar las leyes de la equidad más que la misma equidad y mérito de esta observancia, y como ninguna acción puede ser equitativa o meritoria cuando no puede surgir de algún motivo separado, existe aquí un sofisma evidente y un razonamiento en círculo. Por consiguiente, a menos que concedamos que la naturaleza ha establecido un sofisma y lo ha hecho necesario e inevitable, debemos admitir que el sentido de la justicia e injusticia no se deriva de la naturaleza, sino que surge artificialmente, aunque necesariamente, de la educación y convenciones humanas.

Debo añadir, como un corolario de este razonamiento, que puesto que ninguna acción puede ser laudable o censurable sin algún motivo o pasiones que impelan a ello, distintas del sentido de la moral, estas ocasiones diferentes deben tener una gran influencia sobre este sentido. De acuerdo con su fuerza general en la naturaleza humana, alabamos o censuramos. Al juzgar la belleza de los cuerpos de los animales dirigimos nuestra vista a la disposición de ciertas especies, y cuando los miembros y figura observan la proporción común a esta especie declaramos que es hermosa y bella. De igual manera consideramos siempre la fuerza natural y usual de las pasiones cuando determinamos algo concerniente al vicio y la virtud, y cuando las pasiones se apartan mucho de la medida común, en cualquier sentido, son siempre desaprobadas como viciosas. Un hombre quiere más a sus hijos que a sus sobrinos, a sus sobrinos más que a sus primos y a sus primos más que a los extraños, siendo iguales las restantes circunstancias. De aquí surgen nuestras reglas comunes del deber, prefiriendo los unos a los otros. Nuestro sentido del deber sigue siempre el curso común y natural de nuestras pasiones.

Para evitar ofender, debo observar aquí que cuando niego que la justicia sea una virtud natural hago uso de la palabra natural como contrapuesta a artificial. En otro sentido de la palabra: como ningún principio del espíritu humano es más natural que el sentido de la virtud, ninguna virtud es más natural que la justicia. El género humano es una especie dotada del don de invención, y cuando una invención es clara y absolutamente necesaria puede considerarse tan natural como lo que procede de un modo inmediato de principios originales, sin la intervención del pensamiento o reflexión. Aunque las reglas de la justicia sean artificiales, no son arbitrarias. No es una expresión impropia llamarlas leyes de la naturaleza, si por natural entendemos lo que es común a una especie o aun si designamos por ello lo que es inseparable de las especies.




ArribaAbajoSección II

Del origen de la justicia y la propiedad


Procedamos ahora a examinar dos cuestiones: la que concierne al modo como las reglas de la justicia son establecidas por el artificio del hombre y la concerniente a las razones que nos determinan a atribuir a la observancia o descuido de estas reglas una belleza y deformidad moral. Estas cuestiones aparecerán después como diferentes. Empezaré por la primera.

De todos los animales que pueblan nuestro globo no hay ninguno con el que la naturaleza parece (a primera vista) haberse conducido con más crueldad que el hombre, si se tienen en cuenta las exigencias y necesidades con que le ha dotado y los escasos medios con que ella proporciona la satisfacción de estas necesidades. En otros seres estas dos cosas se compensan entre sí. Si consideramos el león como animal voraz y carnívoro veremos pronto que tiene muchas necesidades; pero si dirigimos nuestra vista a su estructura y temperamento, agilidad, valor, armas y fuerza veremos que estas ventajas compensan sus necesidades. La oveja y el buey se hallan privados de estas ventajas, pero sus apetitos son moderados y su alimento es fácil de buscar. Tan sólo en el hombre este enlace no natural de debilidad y necesidad puede observarse en su mayor perfección. No sólo el alimento que se requiere para su sustento huye ante su busca y proximidad, o por lo menos requiere de su trabajo para ser producido, sino que también debe poseer vestidos y habitación contra las injurias de la intemperie, y considerándole en sí mismo, no se halla provisto ni de armas, ni de fuerza, ni de otras habilidades naturales que pudieran servir en algún grado para obviar tantas necesidades.

Sólo por la sociedad es capaz de suplir estos defectos y alcanzar la igualdad con los restantes seres y hasta adquirir la superioridad sobre ellos. Por la sociedad todas sus debilidades se compensan, y aunque en esta situación sus exigencias se multiplican en cada momento, sus capacidades se aumentan todavía y le dejan en todo respecto más satisfecho y feliz que le es posible estarlo en su condición salvaje y solitaria. Cuando un individuo trabaja aparte y sólo por sí mismo, su fuerza es demasiado escasa para ejecutar una obra considerable; su trabajo, empleándose en satisfacer todas sus diferentes necesidades, no alcanza nunca la perfección en un arte particular, y como su fuerza y éxito no son siempre iguales, la más pequeña falta en una de estas artes particulares debe ir acompañada de la ruina y miseria inevitables. La sociedad aporta un remedio para estos tres inconvenientes. Por la unión de las fuerzas nuestro poder se aumenta; por la división del trabajo nuestra habilidad crece, y por el auxilio mutuo nos hallamos menos expuestos a la fortuna y los accidentes. Por esta fuerza, habilidad y seguridad adicionales llega a ser la sociedad ventajosa.

Para formar la sociedad se requiere no solamente que ésta sea ventajosa, sino que los hombres sean sensibles a estas ventajas, y es imposible que en su estado salvaje e inculto puedan, por el estudio y reflexión tan sólo, llegar a alcanzar este conocimiento. Afortunadamente se halla unida a estas necesidades, cuyos remedios son remotos y obscuros, otra necesidad que, teniendo un remedio más presente y claro, debe ser considerada como el principio primero y original de la sociedad humana. Esta necesidad no es otra más que el apetito sexual, que une a los individuos de diferente sexo y mantiene su unión hasta que un nuevo lazo surge con su interés por la prole común. Este nuevo interés es también un principio de unión entre padres e hijos, y forman una sociedad más numerosa, en la que los padres gobiernan por su mayor fuerza y sabiduría y al mismo tiempo son moderados en el ejercicio de esta autoridad por el afecto que profesan a sus hijos. En poco tiempo la costumbre y el hábito, actuando sobre las tiernas almas de los hijos, los hacen sensibles a las ventajas que pueden sacar de la sociedad, al mismo tiempo que los hacen gradualmente también aptos para ella, disminuyendo su rudeza y reprimiendo las afecciones insociales que evitan su unión.

Pues debe reconocerse que aunque las circunstancias de la naturaleza humana puedan hacer la unión necesaria, y aunque las pasiones sexuales y la afección natural parezcan hacerla inevitable, sin embargo, existen otras particularidades en nuestro temperamento natural y en las circunstancias externas que son nocivas y aun contrarias a la unión requerida. Entre las primeras podemos estimar justamente como la más considerable al egoísmo. Me doy cuenta que, hablando en general, las exposiciones de estas cualidades han ido demasiado lejos y que las descripciones que ciertos filósofos gustan hacer del género humano están en este particular tan lejanas de la naturaleza como las noticias de los monstruos que encontramos en las fábulas y narraciones. Muy lejos de pensar que los hombres no sienten afecto por nada que vaya más allá de ellos, opino que, aunque es raro encontrar alguien que quiera más a otra persona que a sí mismo, sin embargo, es difícil no hallar una persona en quien todos los afectos reunidos no equilibren al egoísmo. Consultemos la experiencia común: se verá que aunque los gastos de toda la familia están, en general, bajo la dirección del jefe de la misma, sin embargo, existen pocos de ellos que no concedan la mayor parte de sus fortunas a los placeres de sus mujeres y a la educación de sus hijos, reservando la más pequeña parte para su propio uso y entretenimiento. Esto es lo qué podemos observar con respecto a aquellos que han contraído ciertos lazos, y es de presumir que sucedería lo mismo con los otros si se hallasen en análoga situación.

Aunque esta generosidad debe ser reconocida para el honor del género humano, debemos al mismo tiempo notar que una afección tan noble, en lugar de hacer al hombre apto para las sociedades extensas, es casi tan contrario a ellas como el más estrecho egoísmo, pues mientras que cada persona se ama más a sí misma que a los otros y su amor por los otros encierra el más grande afecto por sus relaciones y próximos, debe producir esto una oposición de pasiones y una consecuente oposición de acciones, que no pueden menos de ser peligrosas para la unión nuevamente establecida.

Sin embargo, merece ser notado que esta oposición de pasiones iría acompañada sólo de un pequeño peligro si no se uniese con ella una particularidad de las circunstancias externas, que aporta la oportunidad para que se ejerza. Existen tres especies de bienes de los que somos poseedores: la satisfacción interna de nuestros espíritus, las ventajas externas de nuestro cuerpo y los goces de las posesiones que hemos adquirido por nuestra industria y buena fortuna. Nos hallamos perfectamente seguros del goce de la primera. La segunda nos puede ser arrebatada, pero no puede ser ventajosa al que nos priva de su uso. La última solamente puede ser expuesta a la violencia y puede ser transferida sin sufrir alguna pérdida o alteración, mientras que al mismo tiempo no existe cantidad suficiente para satisfacer los deseos y necesidades de todo. Del mismo modo que el cultivo de estos bienes es la ventaja capital de la sociedad, son la instabilidad de su posesión y su escasez sus impedimentos capitales.

En vano esperaremos encontrar en la naturaleza inculta un remedio para este inconveniente o hallar un principio natural del espíritu humano que pueda controlar estas afecciones parciales y hacernos vencer las tentaciones que surgen de las circunstancias. La idea de la justicia no podrá nunca servir para este propósito o ser tomada por un principio natural capaz de inspirar a los hombres una conducta equitativa con respecto de sus semejantes. Esta virtud, tal como ahora se entiende, no fue ni aun soñada entre los hombres rudos y salvajes, pues la noción de daño o injusticia implica una inmoralidad o vicio cometido contra otra persona, y como toda inmoralidad se deriva de algún defecto o corrupción de las pasiones, y como este defecto debe ser apreciado en gran medida según el curso ordinario y naturaleza de la constitución del espíritu, será fácil conocer si somos culpables de una inmoralidad para con los otros, considerando las fuerzas naturales y usuales y las varias afecciones que se refieren a ellas. Ahora bien: resulta que, en la estructura original de nuestro espíritu, nuestra más intensa atención se halla confinada a nosotros mismos; la que le sigue, a nuestras relaciones y próximos, y solamente la más débil es la que alcanza a los extranjeros y las personas que nos son indiferentes. Esta parcialidad, así, pues, afección desigual, no sólo debe tener influencia en nuestra vida y conducta en la sociedad, sino también sobre nuestras ideas de vicio y de virtud de modo que nos haga considerar una notable transgresión de un grado tal de parcialidad, ya sea por una mayor extensión o restricción de estas afecciones, como viciosa o inmoral. Podemos observar esto en nuestros juicios comunes concernientes a las acciones por las que censuramos a una persona que o concentra todas sus afecciones en la familia, o le interesa ésta tan poco que da la preferencia a un extraño o a un conocimiento casual. De todo lo que se sigue que nuestras ideas naturales, no cultivadas, de la moralidad, en lugar de aportar un remedio para la parcialidad de nuestras afecciones, se conforman más bien con esta parcialidad y le conceden una fuerza e influencia adicional.

El remedio, por consiguiente, no se deriva de la naturaleza, sino del artificio, o, propiamente hablando, la naturaleza aporta un remedio en el juicio y el entendimiento para lo que es irregular y nocivo en las afecciones, pues cuando los hombres por su temprana educación en la sociedad han llegado a ser sensibles a las ventajas que resultan de ella y además han adquirido una nueva afección por la compañía y conversación, y cuando han observado que las principales perturbaciones en la sociedad surgen de los bienes que podemos llamar externos y de su fácil desligamiento y transición de una persona a otra, deben buscar un remedio colocando estos bienes, en tanto que es posible, sobre el mismo pie que las ventajas fijas y constantes del espíritu y el cuerpo. Esto no puede suceder más que por una convención realizada entre todos los miembros de la sociedad, con el fin de conceder estabilidad a los bienes externos y permitir a cada uno el disfrute pacífico de lo que puede adquirir por su fortuna e industria. Por este medio todo el mundo conoce lo que puede poseer seguramente y las pasiones son dominadas en sus movimientos parciales y contradictorios. Este dominio no es contrario a estas pasiones, pues si lo fuese no se hubiera establecido ni mantenido nunca, y sólo es contrario a los movimientos del ánimo precipitados e impetuosos. En lugar de apartarnos de nuestro propio interés o del de nuestros más próximos amigos, absteniéndonos de apoderarnos de lo que poseen los otros, no podemos tener en cuenta mejor estos intereses que por una convención tal, ya que por medio de ella hacemos que subsista la sociedad, que es tan necesaria para su bienestar y existencia como para la nuestra.

Esta convención no es del género de la promesa, pues hasta las promesas mismas, como veremos más adelante, surgen de las convenciones humanas. Es solamente un sentido general del interés común, sentido que todos los miembros de la sociedad expresan mutuamente y que los induce a regular su conducta por ciertas normas. Yo observo que convendrá para mi interés dejar a otro en la posesión de sus bienes, suponiendo que él se conduzca de la misma manera con respecto a mí. Este es sensible de un interés igual en la regulación de su conducta. Cuando este sentido común del interés se expresa mutuamente y es conocido por ambas partes produce una resolución y conducta consecuente. Esto puede llamarse de un modo bastante exacto convención o acuerdo entre nosotros, aunque sin la interposición de una promesa, puesto que las acciones de cada uno de nosotros poseen una relación con la de los otros y son realizadas bajo el supuesto de que algo se realiza de su parte. Dos hombres que mueven los remos de un bote lo hacen por un acuerdo o convención, aunque ellos no se han prestado jamás una promesa mutua. La regla que concierne a la estabilidad de nuestras posiciones no se deriva menos de las convenciones humanas, que surgen gradualmente y adquieren fuerza en una lenta progresión por nuestra experiencia repetida de los inconvenientes de no cumplirla. Por el contrario, esta experiencia nos asegura más que el sentido del interés se ha hecho común entre nuestros conciudadanos y nos proporciona la confianza de la regularidad futura de su conducta; solamente en la espera de ésta se fundan nuestra moderación y abstinencia. Del mismo modo todas las lenguas se establecen gradualmente, aunque sin promesa. De igual modo el oro y la plata llegan a ser los tipos comunes de cambio y son estimados como un pago suficiente para lo que vale cien veces más.

Cuando esta convención que concierne a la abstención de lo que los otros poseen se ha realizado y todos han adquirido la estabilidad en su posesión, surgen inmediatamente las ideas de justicia o injusticia, lo mismo que las de propiedad, derecho y obligación. Las últimas son completamente ininteligibles sin entender las primeras. Nuestra propiedad no es más que los bienes cuya constante posesión está establecida por las leyes de la sociedad, o sea por las leyes de la justicia. Por consiguiente, los que hacen uso de las palabras propiedad, derecho u obligación antes de que hayamos explicado el origen de la justicia, o hacen uso de ellas en la explicación, son culpables de una gran falacia y no pueden razonar jamás sobre un fundamento sólido. La propiedad de un hombre es algún objeto relacionado con ella. Esta relación no es natural, sino moral y fundada sobre la justicia. Es verdaderamente absurdo, por consiguiente, imaginar que podamos tener una idea de la propiedad sin comprender plenamente la naturaleza de la justicia y mostrar su origen en el artificio y mecanismo de los hombres. El origen de la justicia explica el de la propiedad. El mismo artificio da nacimiento a ambas. Como nuestro primer y más natural sentimiento de la moral se funda en la naturaleza de nuestras pasiones y concede la preferencia a nosotros y a nuestros amigos frente a los extraños, es imposible que exista algo análogo a un derecho fijo de propiedad mientras que las pasiones opuestas impulsen al hombre en direcciones contrarias y no sean dominadas por una convención o acuerdo.

Nadie puede dudar de que la convención para la distinción de la propiedad y para la estabilidad de su posesión es, de todas las circunstancias, la más necesaria para el establecimiento de la sociedad humana, y de que después del acuerdo para fijar y observar esta norma queda poco o nada que hacer para fundamentar una perfecta armonía y concordia. Todas las demás pasiones, aparte de la del interés, son, o fácilmente dominadas, o no tienen una consecuencia tan perniciosa cuando son permitidas. La vanidad ha de ser más bien estimada como una pasión social y un enlace entre los hombres. La piedad y el amor han de ser considerados del mismo modo, y la envidia y la venganza, aunque perniciosas, actúan sólo a intervalos y se dirigen contra personas particulares a quienes consideramos nuestros superiores o enemigos. Tan sólo la avidez por adquirir bienes y posesiones para nosotros y nuestros amigos es insaciable, perpetua, universal y totalmente destructora de la sociedad. Apenas existe alguno que no sea influido por ella y no hay ninguno que no tenga razón de temerla cuando obra sin ningún dominio y da rienda suelta a sus primeros y más naturales movimientos del alma. Así que, en resumen, estimamos que las dificultades para el establecimiento de la sociedad son más o menos grandes según los que encontremos al regular o dominar esta pasión.

Es cierto que ninguna afección del espíritu humano posee a la vez la suficiente fuerza y dirección propia para equilibrar el amor de las ganancias y hacer a los hombres aptos para la sociedad llevándolos a que se abstengan de las posesiones de los otros. La benevolencia hacia los extraños es demasiado débil para este propósito, y en cuanto a las restantes pasiones, más bien inflaman esta avidez, al observar que cuanto más grandes son nuestras posesiones mayor es la capacidad que tenemos de satisfacer todos nuestros apetitos. No existe, por consiguiente, otra pasión capaz de guiar la afección del interés más que la misma afección mediante un cambio de su dirección. Ahora bien: es necesario que esta alteración tenga lugar ya con la más pequeña reflexión, pues es evidente que la pasión se satisface mucho mejor por su dominio que por su libertad, y que manteniendo firme la sociedad avanzamos mucho más en la adquisición de las posesiones que en la condición solitaria y desamparada, que debe ser la consecuencia de la violencia y la licencia universal. La cuestión de la maldad y bondad de la naturaleza humana no entra en lo más mínimo en el problema concerniente al origen de la sociedad, y no debe considerarse nada más que los grados de sagacidad y estupidez humana, pues es indiferente que la pasión del interés sea viciosa o virtuosa, puesto que ella se domina a sí misma; así que, si es virtuosa, los hombres llegan a ser virtuosos por su virtud, y si es viciosa, su vicio tiene el mismo efecto.

Ahora bien: como al establecer la regla para la estabilidad de la posesión esta pasión se domina a sí misma, si esta regla es verdaderamente abstrusa y de difícil invención la sociedad debe ser estimada en cierto modo accidental y efecto de mucho tiempo; pero si hallamos que nada es más simple y claro que esta regla, que ya todo padre, para mantener la paz entre sus hijos, debe establecerla, y que este primer rudimento de la justicia debe ser mejorado cada día cuando la sociedad se hace más amplia, si todo esto aparece evidente, como ciertamente lo es, debemos concluir que es totalmente imposible para los hombres permanecer algún tiempo considerable en la condición salvaje que precede a la sociedad, y que su primer estado y situación debe con justicia ser estimado como social. Esto, sin embargo, no impide que los filósofos puedan, si les agrada, extender su razonamiento al estado de naturaleza con tal que concedan que se trata de una ficción filosófica que jamás ha tenido ni puede tener una realidad. Estando la naturaleza humana compuesta de dos partes principales que son requeridas para todas sus acciones, las afecciones y el entendimiento, es cierto que los movimientos ciegos de las primeras, sin la dirección del último, hacen incapaces al hombre para la sociedad, y nos debe ser permitido considerar por separado los resultados de estas operaciones distintas de las dos partes componentes del espíritu. La misma libertad puede ser permitida a la moral que la concedida a los filósofos de la naturaleza, y es muy usual entre los últimos considerar un movimiento como compuesto y consistente de dos partes separadas entre sí aunque al mismo tiempo reconozcan que en sí es simple e inseparable.

El estado de naturaleza, por consiguiente, ha de ser considerado como una mera ficción, análoga a la edad de oro que los poetas han inventado, con la única diferencia que la primera se describe como llena de guerras, violencia e injusticia, mientras que la última se nos pinta como la más encantadora condición que es posible imaginar. Las estaciones de la naturaleza en esta primera edad eran tan templadas, si hemos de creer a los poetas, que no existía para los hombres la necesidad de proporcionarse trajes y casa como protección contra la violencia del calor y el frío. Los ríos llevaban leche y vino. Los robles daban miel y la naturaleza espontáneamente producía sus mejores frutos. Y no eran éstas las ventajas capitales de tan feliz edad. No sólo las tempestades y las tormentas se hallaban apartadas de la naturaleza, sino que también las tempestades de los pechos humanos eran desconocidas, cuando ahora causan una conmoción tan grande y engendran una tan gran confusión. La avaricia, la ambición, la crueldad, el egoísmo, no existían; la afección cordial, la compasión, la simpatía eran los únicos movimientos del ánimo que conocía el espíritu humano. Hasta la distinción de mío y tuyo estaba desterrada de entre esta feliz raza de mortales, y con ella las nociones de propiedad, obligación, justicia e injusticia.

Esto, sin duda, ha de ser considerado como una fútil ficción; pero merece ahora nuestra atención, porque nada puede mostrar de un modo más evidente el origen de las virtudes que son el asunto de la presente investigación. He hecho observar que la justicia nace de las convenciones humanas y que éstas se proponen remediar algunos inconvenientes que proceden de la concurrencia de ciertas propiedades del espíritu humano y de la situación de los objetos externos. Las propiedades del espíritu son el egoísmo y la generosidad limitada, y la situación de los objetos externos es su fácil cambio y la escasez en comparación con las exigencias del hombre. Pero aunque los filósofos hayan disparatado en estas especulaciones, los poetas han sido guiados de un modo más seguro por un cierto gusto o instinto común que en los más de los géneros de los razonamientos va más allá que cualquier arte y filosofía de los que hasta ahora conocemos. Ellos vieron claramente que si todo hombre experimentase cariño por los otros y si la naturaleza satisficiese abundantemente nuestras exigencias y necesidades no hubiera podido existir la lucha de intereses que supone la justicia y no hubiera habido ocasión para las distinciones y límites de la propiedad y posesión que en el presente son usuales entre el género humano. Si aumentase en un grado suficiente la benevolencia de los hombres o la liberalidad de la naturaleza la justicia se haría inútil, siendo ocupado su lugar por más nobles virtudes y más valiosos bienes. El egoísmo de los hombres; se halla excitado por lo poco que poseemos en relación con nuestras necesidades, y para dominar este egoísmo los hombres han sido obligados a separarlo de la comunidad y a distinguir entre los bienes propios y los ajenos.

No hubiéramos tenido que recurrir a las ficciones de los poetas para aprender esto, sino que, aparte de lo razonable del asunto, podríamos descubrir la misma verdad por la experiencia y observación común. Es fácil de notar que una afección cordial hace todas las cosas comunes entre amigos y que las gentes casadas, especialmente, pierden su propiedad y no conocen el mío y tuyo, que son tan necesarios y causan tanta perturbación en la sociedad humana. El mismo efecto surge de una alteración en las circunstancias del género humano; cuando existe una cantidad tal de alguna cosa que satisfaga todos los deseos del hombre se pierde la distinción de propiedad enteramente y todo queda siendo común. Es esto lo que podemos observar con respecto al aire y el agua, aunque son los más valiosos de los objetos externos, y podemos concluir de aquí que si los hombres estuvieran provistos de todo con la misma abundancia, o si cada uno sintiese el mismo afecto y cariño por sus semejantes que por sí mismo, la justicia y la injusticia serían igualmente desconocidas del género humano.

Es, pues, una proposición que me parece puede ser considerada como cierta que sólo por el egoísmo y limitada generosidad de los hombres, juntamente con los escasos medios que la naturaleza nos proporciona para nuestras necesidades, se produce la justicia. Si miramos hacia atrás hallaremos que esta proposición concede una fuerza adicional a algunas de las observaciones que ya hemos hecho sobre este asunto.

Primero: podemos concluir de ello que una consideración del interés público o una benevolencia muy extensa no es nuestro motivo primero y original para la observancia de las reglas de la justicia, ya que se admite que si los hombres se hallasen dotados de una benevolencia tal estas reglas jamás se hubiesen imaginado.

Segundo: podemos concluir del mismo principio que el sentido de la justicia no se funda en la razón o en el descubrimiento de ciertas relaciones o conexiones de las ideas que son eternas, inmutables y universalmente obligatorias, pues ya que se confiesa que una alteración como la antes mencionada, en el temperamento y circunstancias del género humano, alteraría enteramente nuestros deberes y obligaciones, es necesario, por el sistema que afirma que el sentido de la virtud se deriva de la razón, mostrar el cambio que éste debe producir en las relaciones e ideas. Es evidente que la única causa de por qué la generosidad amplia del hombre y la gran abundancia de alguna cosa destruirían la idea de la justicia es el que la hacen inútil, y que, por otra parte, su limitada benevolencia y su necesitada condición dan lugar a esta virtud solamente haciéndola necesaria para el interés público y el de cada individuo. Es, por consiguiente, el interés por nuestro interés y por el interés público el que nos hizo establecer las leyes de la justicia, y nada puede ser más cierto que no existe ninguna relación de ideas que nos conceda este interés, sino que éste proviene de nuestras impresiones y sentimientos, sin lo que todo en la naturaleza sería perfectamente indiferente y no podría afectarnos en lo más mínimo. Este sentido de la justicia, por consiguiente, no se funda en nuestras ideas, sino en nuestras impresiones.

Tercero: podemos confirmar más aún la precedente proposición de que las impresiones que dan lugar al sentido de la justicia no son naturales al espíritu del hombre, sino que surgen del artificio y las convenciones humanas, pues ya que una alteración considerable del temperamento y las circunstancias destruye igualmente la justicia y la injusticia, y ya que una alteración tal tiene efecto tan sólo por cambiar nuestro interés y el interés público, se sigue que el primer establecimiento de las reglas de la justicia depende de estos diferentes intereses. Pero si los hombres obedeciesen naturalmente al interés público y experimentasen un cordial afecto no hubieran pensado en limitar a nadie mediante estas reglas, mientras que si buscasen su propio interés sin ninguna precaución caerían de lleno en todo género de injusticias y violencias. Estas reglas, por consiguiente, son artificiales y buscan su fin de una manera oblicua e indirecta, y no es el interés que les da lugar de un género tal que pueda ser buscado por las pasiones naturales y espontáneas de los hombres.

Para hacer esto más evidente consideremos que las reglas de la justicia se establecen meramente por el interés, que su conexión con el interés es en cierto modo única y es diferente de lo que podemos observar en otras ocasiones. Un acto único de justicia es frecuentemente contrario al interés público, y si existiese solo, sin ser seguido de otros actos, podría ser en sí mismo perjudicial a la sociedad. Cuando un hombre de mérito o de disposición benéfica restaura una gran fortuna a un avaro o a un revoltoso fanático ha obrado de un modo justo y laudable, pero la sociedad es una víctima real. Tampoco es cada acto de justicia, considerado aparte, más útil para el interés privado que para el público, y es fácilmente concebible cómo un hombre puede empobrecerse a sí mismo por un único caso de integridad y cómo tiene razón para desear que con respecto a este único acto las leyes de la justicia se suspendieran por un momento en el universo. Sin embargo, aunque los actos particulares de la justicia puedan ser contrarios al interés público o al privado, es cierto que el plan o esquema total es altamente útil y de hecho absolutamente necesario, tanto para mantener la sociedad como para el bienestar de cada individuo. Es imposible separar el bien del mal. La propiedad debe ser estable y debe ser fijada por reglas generales. Aunque en un caso la sociedad sea una víctima, este mal momentáneo se halla ampliamente compensado por la continua validez de la regla y por la paz y orden que establecen en aquélla. Aun cada persona individual debe considerarse como gananciosa ante la consideración de esto, pues sin la justicia la sociedad se disolvería inmediatamente y cada uno caería en la condición salvaje y solitaria, que es infinitamente peor que la situación más mala que podamos conocer en la sociedad. Por consiguiente, cuando los hombres tienen suficiente experiencia para observar que, sea la que quiera la consecuencia de un solo acto de justicia realizado por una sola persona, sin embargo el sistema total de las acciones que se unen a él por la sociedad entera es infinitamente ventajoso para el todo y para cada parte, no nos hallamos ya lejos de que sea establecida la justicia y la propiedad. Cada miembro de la sociedad es sensible a este interés, cada uno expresa su actitud a sus compañeros juntamente con la resolución que ha tomado de adaptar a él sus acciones, a condición de que los otros hagan lo mismo. No se requiere más para inducir a cualquiera a realizar un acto de justicia en cuanto tenga la primera oportunidad. Este llega a ser un ejemplo para los otros, y así la justicia se establece por sí misma mediante una especie de convención o acuerdo, esto es, por el sentido del interés, que se supone ser común en todos, y cuando cada acto particular se realiza esperando que los otros lo realicen de modo análogo. Sin una convención tal nadie hubiera imaginado la existencia de una virtud como la justicia o hubiera sido inducido a conformar con ella sus acciones. Considerando cada acto particular, mi justicia puede ser perniciosa en todos respectos, y solamente sobre el supuesto de que otros imitarán mi ejemplo puedo yo ser inducido a admitir esta virtud, pues nada más que esta combinación puede hacer la justicia ventajosa o aportarme motivos para conformarme a sus reglas.

Pasamos ahora a la segunda cuestión que hemos propuesto, a saber: por qué unimos a la idea de virtud con la justicia y la de vicio con la injusticia. Esta cuestión no nos detendrá mucho tiempo después de los principios que ya hemos establecido. Todo lo que podemos decir por el momento será expuesto en pocas palabras, y para más detalles el lector debe esperar a que lleguemos a la tercera parte de este libro. La obligación natural con respecto a la justicia, o sea al interés, ha sido plenamente explicada; pero en cuanto a la obligación mural o al sentimiento de lo justo y lo injusto se necesitará primero examinar las virtudes naturales para que podamos dar una plena y satisfactoria explicación de ella.

Cuando los hombres hallaron, por experiencia, que su egoísmo y limitada generosidad, actuando en libertad, los incapacitaba totalmente para la sociedad, y después de haber observado al mismo tiempo que la sociedad era necesaria para la satisfacción de las pasiones, fueron naturalmente inducidos a ponerse por sí mismos bajo el dominio de tales reglas, como aquellas que pueden hacer su comercio más seguro y cómodo. Para la imposición, pues, y observancia de estas reglas, tanto en general como en cada caso particular, fueron en un principio inducidos por la consideración del interés, y este motivo, después de la formación de la sociedad, es suficientemente fuerte y poderoso. Sin embargo, cuando la sociedad se ha hecho numerosa y ha aumentado desde una tribu a una nación este interés es más remoto y los hombres no perciben tan fácilmente que el desorden y la confusión se siguen de toda transgresión de estas reglas como en una sociedad más pequeña y reducida. Sin embargo, aunque en nuestras acciones frecuentemente perdemos de vista el interés que tenemos en mantener el orden y podemos seguir un interés más o menos presente, jamás dejamos de observar el prejuicio que nos viene, o mediatamente o inmediatamente, de la injusticia de los otros, a no hallarnos en este caso cegados por la pasión o influidos por una tentación contraria. Es más: aun cuando la injusticia se halla tan distante de nosotros que no puede afectar a nuestros intereses, nos desagrada porque la consideramos perjudicial para la sociedad humana y perniciosa para todo el que se aproxime a la persona culpable de ella. Participamos de su desagrado mediante la simpatía, y como todo lo que produce desagrado en las acciones humanas cuando se las somete a una consideración general se llama vicio y lo que produce del mismo modo satisfacción, virtud, resulta de aquí la razón de por qué el sentido moral del bien y el mal acompaña a la justicia e injusticia. Aunque en el presente caso este sentido se derive solamente de la contemplación de las acciones de los otros, no podemos menos de extenderlo a nuestras acciones. Las reglas generales van más allá de los casos de los que surgen, mientras que al mismo tiempo simpatizamos naturalmente con los otros sujetos con respecto de los sentimientos que abrigan hacia nosotros.

Aunque este progreso de los sentimientos es natural y hasta necesario, es cierto que ha sido cultivado por el artificio de los políticos, que para gobernar los hombres más fácilmente y mantener la paz en la sociedad humana han trabajado por producir estima por la justicia y odio por la injusticia. Esto, sin duda, ha tenido su efecto; pero nada puede ser más evidente que el hecho ha sido exagerado por ciertos escritores de moral, que parece que han empleado todos sus esfuerzos en extirpar todo sentido de virtud entre el género humano. El artificio de los políticos puede ayudar a la naturaleza a producir los sentimientos que ella nos sugiere, y puede aun en ciertas ocasiones producir por sí sola una aprobación o estima ante una acción particular; pero es imposible que sea la única causa de la distinción que hacemos entre vicio y virtud, pues si la naturaleza no nos ayudase en este respecto sería en vano para los políticos hablar de honroso y deshonroso, de meritorio y censurable. Estas palabras serían absolutamente ininteligibles y no despertarían más ideas que si constituyeran una lengua totalmente desconocida para nosotros. Lo más que los políticos pueden hacer es extender los sentimientos naturales más allá de sus límites originarios; pero aun en este caso la naturaleza debe proporcionar el material y darnos alguna noción de las distinciones morales.

Del mismo modo que la alabanza y censura pública aumentan nuestra estima por la justicia, contribuye la educación privada a igual efecto. Como los padres fácilmente observan que un hombre es tanto más útil para sí y los otros cuanto mayor es el grado de probidad y honor de que se halla dotado y que estos principios tienen mayor fuerza cuando la costumbre y la educación ayudan al interés y la reflexión, son llevados por estas razones a inculcar en sus hijos desde su más tierna infancia los principios de probidad y a enseñarles a considerar la observancia de las reglas por las que la sociedad se sostiene como meritorias y honrosas y a su violación como baja e infame. Por este medio los sentimientos de honor pueden arraigar en sus tiernas almas y adquirir tal firmeza y solidez que llegan a ser poco inferiores en fuerza a los principios más esenciales de nuestra naturaleza y a los más profundamente arraigados en nuestra constitución interna.

Contribuye aún a aumentar esta solidez el interés de la reputación, después de que la opinión de que el mérito y el demérito acompañan a la justicia o la injusticia se halla establecida entre el género humano. No hay nada que nos toque de tan cerca como nuestra reputación y nada de que nuestra reputación dependa tanto como nuestra conducta con respecto a la propiedad de los otros. Por esta razón, todo el que tenga alguna consideración por su carácter o quiera vivir en buenos términos con el género humano debe proponerse como ley inviolable el no ser jamás arrastrado por alguna tentación a violar los principios que son esenciales a un hombre de probidad y honor.

Debo hacer solamente una observación antes de dejar este asunto, a saber: que aunque yo afirmo que en el estado de naturaleza, o estado imaginario que precede a la sociedad, no existían ni justicia ni injusticia, no por esto entiendo que se permitiría en este estado violar la propiedad de los otros. Solamente mantengo que no existía algo que pudiera llamarse propiedad y que, por consecuencia, no habría algo que pudiera llamarse justicia e injusticia. Tendré ocasión para hacer una reflexión similar con respecto a las promesas cuando trate de ellas, y espero que esta reflexión, si se considera debidamente, será bastante para desvanecer toda la antipatía por las opiniones precedentes con respecto a la justicia y la injusticia.




ArribaAbajoSección III

De las reglas que determinan la propiedad


Aunque el establecimiento de las reglas referentes a la estabilidad de la posesión no fuese sólo útil, sino absolutamente necesario para la sociedad humana, no podría servir para ningún propósito mientras permaneciese en términos tan generales. Debe ser mostrado algún método mediante el que se pueda distinguir qué bienes particulares han de ser asignados a cada persona particular, mientras que el resto del género humano es excluido de su posesión y goce. Nuestro inmediato problema, pues, será descubrir las razones que modifican esta regla general y la adaptan al uso y práctica común del mundo.

Es claro que estas razones no se derivan de la utilidad o ventaja que la persona particular o la sociedad puedan sacar del goce de bienes especiales por ser éste más grande que el que resultaría de la posesión de ellos por otra persona. Sería mejor, sin duda, que cada uno poseyese aquello que le fuese más conveniente y propio para su uso; pero aparte de que esta relación o adecuación puede ser común a varios individuos a la vez, está sujeta a tantas controversias y los hombres son tan parciales y apasionados al juzgar de estas controversias, que una regla tan floja e incierta sería incompatible con la paz de la sociedad humana. La convención referente a la estabilidad de las posesiones se ha hecho para evitar todas las ocasiones de discordia y disputa, y este fin no se lograría nunca si permitiésemos aplicar esta regla de modo diferente en cada caso particular, según la utilidad particular que puede ser descubierta en una aplicación tal. La justicia, en sus decisiones, jamás considera la adecuación o inadecuación del objeto a las personas particulares, sino que se conduce por puntos de vista más amplios. Es igualmente bien recibido por ella un hombre generoso que un avaro y obtienen ambos con la misma facilidad una decisión en su favor aun para lo que les es enteramente inútil.

Se sigue, por consiguiente, que la regla general de que la posesión debe ser estable no se aplica por juicios particulares, sino por otras reglas generales que se deben extender a toda la sociedad y que deben ser inflexibles ante la violencia o el favor. Para explicar esto pongo el siguiente ejemplo: Considero primero a los hombres en su condición salvaje y solitaria y supongo que siendo sensibles a lo miserable de su estado y previendo las ventajas que resultarían de la sociedad, buscan la compañía los unos de los otros y se hacen la oferta de protección y asistencia mutua. Supongo, pues, que se hallan dotados con tal sagacidad que inmediatamente perciben que el obstáculo capital de su proyecto de sociedad y compañía está en la avidez y egoísmo de sus temperamentos naturales, y para remediar esto hacen una convención con respecto a la estabilidad de la posesión y para el mutuo dominio y represión. Me doy cuenta de que este modo de proceder no es totalmente natural; pero aparte de que supongo solamente que estas reflexiones se han hecho de una vez, cuando en realidad han surgido insensiblemente y por grados, es muy posible que habiendo sido separadas varias personas por un accidente de las sociedades a las que primitivamente pertenecían puedan hallarse obligadas a formar una nueva sociedad entre ellas mismas, en cuyo caso se encuentran en la situación ahora mencionada.

Es evidente, pues, que su primera dificultad en esta situación, después de la convención general para el establecimiento de la sociedad y para la constancia de la posesión, será saber cómo separar estas posesiones y asignar a cada uno su porción particular que debe gozar de un modo inalterable en lo futuro. Esta dificultad no los detendrá largo tiempo, sino que se les debe ocurrir inmediatamente, como el expediente más natural, que cada uno continúe gozando de lo que es dueño en aquel momento y que la propiedad o posesión constante quede unida a la posesión inmediata. Tal es el efecto de la costumbre, que no sólo nos reconcilia con algo que disfrutamos desde hace largo tiempo, sino que aun nos proporciona una afección por ello y nos hace preferirlo a los otros objetos que son más valiosos, pero menos conocidos. Lo que ha estado largo tiempo ante nuestra vista y ha sido empleado frecuentemente para nuestra utilidad es lo que cedemos más contra nuestra voluntad; pero abandonamos fácilmente a la posesión de otro aquello de que no hemos disfrutado nunca y a que no estamos acostumbrados. Es evidente, pues, que los hombres se avendrán al recurso de que cada uno continúe disfrutando de lo que posee en el momento presente, y ésta es la razón de por qué estarán de acuerdo tan fácilmente al preferirlo60.

Sin embargo, podemos observar que aunque la regla de la concesión de la propiedad al primer poseedor es natural y por este medio útil, su utilidad no se extiende más allá de la primera formación de la sociedad, y nada sería más pernicioso que su observancia constante, por la cual se excluiría la restitución y toda injusticia sería autorizada y recompensada. Por consiguiente, debemos buscar algunas otras circunstancias que puedan dar lugar a la propiedad, una vez que la sociedad está establecida, y de este género hallo las cuatro capitales siguientes: ocupación, prescripción, accesión y sucesión. Examinaremos brevemente cada una de ellas, empezando por la ocupación.

La posesión de todos los bienes externos es mudable e incierta, lo que es uno de los más considerables obstáculos para el establecimiento de la sociedad y es la razón de por qué, por acuerdo universal, expreso o tácito, los hombres se guían por lo que ahora llamamos las reglas de la justicia y la equidad. La miseria de la condición que precede a este dominio es la causa de por qué nos sometemos a este remedio lo más pronto posible, y esto nos aporta una razón fácil de por qué unimos la idea de la propiedad con la primera posesión u ocupación. Los hombres no gustan de dejar la propiedad en suspenso, aun por el tiempo más breve, o de abrir la más pequeña entrada a la violencia y al desorden. A lo cual debemos añadir que la primera posesión siempre llama más la atención, y si la descuidásemos no habría ninguna razón para asignar la propiedad a una posesión que la sucediese61.

No nos queda nada más que determinar exactamente lo que se entiende por posesión, y esto no es tan fácil como puede imaginarse a primera vista. Decimos hallarnos en posesión de algo no solamente cuando lo alcanzamos inmediatamente, sino también cuando nos hallamos situados con respecto a ello de manera que podamos tenerlo en nuestro poder y usarlo y podamos moverlo, alterarlo o destruirlo de acuerdo con nuestro placer y ventaja presente. Esta relación, pues, es una especie de causa y efecto, y como la propiedad no es más que una posesión estable derivada de las reglas de la justicia o de las convenciones de los hombres, ha de ser considerada como la misma especie de relación. Podemos observar aquí que como el poder de usar un objeto se hace más o menos cierto según que las interrupciones que encontremos sean más o menos probables, y como esta probabilidad puede aumentar por grados insensibles, es en muchos casos imposible determinar cuándo la posesión comienza o termina y no hay ningún criterio cierto que pueda decidir tales controversias. Un jabalí que cae en nuestra trampa se estima que se halla en nuestra posesión si es imposible que se escape. Pero ¿qué se quiere decir por imposible? ¿Cómo podemos separar esta imposibilidad de una improbabilidad y cómo distinguirla exactamente de una probabilidad? ¡Determine el que pueda los límites precisos de la una y de la otra y muestre el criterio por el que se pueden decidir todas las disputas que puedan surgir y que, como hallamos en la experiencia, surgen frecuentemente acerca de este asunto!62.

Tales disputas no surgen tan sólo con respecto a la existencia real de la propiedad o posesión, sino también con motivo de su extensión, y estas disputas frecuentemente no son susceptibles de decisión o no pueden ser decididas por otra facultad más que por la imaginación. Una persona que desembarca en la orilla de una pequeña isla que se halla desierta e inculta es considerada como poseedor desde el primer momento y adquiere la propiedad de todo el objeto porque éste se halla aquí limitado y circunscrito en la fantasía y al mismo tiempo es adecuado al nuevo poseedor. La misma persona, desembarcando en islas desiertas tan grandes como la Gran Bretaña, no extiende su posesión más allá de su posesión inmediata aunque una colonia numerosa sea estimada como propietaria del todo desde el momento de su desembarco.

Sin embargo, cuando sucede frecuentemente que el título de primer poseedor llega a ser obscuro a través del tiempo y que es imposible determinarlo por muchas controversias que puedan surgir referentes a él, aparece naturalmente la posesión continuada o prescripción y concede a la persona propiedad suficiente con respecto a aquello de lo que goza. La naturaleza de la sociedad humana no admite una gran exactitud y no podemos remontar al primer origen de las cosas para determinar su condición presente. Un período considerable de tiempo coloca los objetos a una distancia tal que parecen en cierto modo perder su realidad, y tienen tan poca influencia sobre el espíritu como si no hubieran existido nunca. El título de un hombre, título que es claro, cierto y presente, parecerá obscuro y dudoso cincuenta años más tarde, aunque los hechos, sobre los cuales se funda sean probados con la mayor evidencia y certeza. Los mismos hechos no tienen la misma influencia después de un intervalo tan largo de tiempo. Esto puede ser admitido como un argumento convincente para nuestra precedente doctrina referente a la propiedad y la justicia. La posesión continuada durante un largo período de tiempo concede derecho a un objeto. Aunque es cierto que todo es producido por el tiempo, nada real se produce por el tiempo; de lo que se sigue que la propiedad, siendo producida por el tiempo, no es algo real en los objetos, sino el resultado de los sentimientos sobre los que se sabe que el tiempo tiene influjo63.

Adquirimos la propiedad de los objetos por accesión cuando éstos están enlazados de un modo íntimo con los objetos que eran ya de nuestra propiedad y que al mismo tiempo les son inferiores. Así, los frutos de nuestro jardín, las crías de nuestro ganado y el trabajo de nuestros esclavos son estimados propiedad nuestra aun antes de su posesión. Cuando los objetos se hallan enlazados en la imaginación pueden ser puestos sobre el mismo pie y se supone comúnmente que se hallan dotados de las mismas cualidades. Pasamos fácilmente del uno al otro y no hacemos diferencia en nuestros juicios referentes a ellos, especialmente si el último es inferior al primero64.

El derecho de sucesión es muy natural, partiendo del consentimiento supuesto de los padres o parientes próximos y del interés general de la humanidad, que exige que las posesiones de los hombres pasen a los que son más queridos de aquéllos, para hacerlos así más industriosos y frugales. Quizá estas causas se hallan secundadas por la influencia de la relación o la asociación de ideas, por la cual somos llevados a considerar al hijo después de la muerte del padre y atribuirle el derecho a las posesiones de su padre. Estos bienes deben ser la propiedad de alguien, pero la cuestión es de quién. Aquí es evidente que los hijos de la persona se presentan por sí mismos al espíritu, y hallándose ya enlazados con las posesiones por medio del padre difunto nos inclinamos a enlazarlos aún con ellas por la relación de propiedad. De esto existen varios ejemplos análogos65.




ArribaAbajoSección IV

De la transferencia de la propiedad por consentimiento


A pesar de lo útil o aun necesaria que sea la estabilidad de la posesión para la sociedad humana, va acompañada con considerables inconvenientes. La relación de adecuación o conveniencia no puede entrar nunca en consideración al distribuir las propiedades del género humano, sino que debemos gobernarnos por reglas que sean más generales en su aplicación y más libres de dudas e incertidumbre. De este género es la posesión presente en el primer establecimiento de la sociedad, y más tarde la ocupación, prescripción, accesión y sucesión. Como éstas dependen en gran parte del azar, deben frecuentemente aparecer contradictorias para las necesidades y los deseos del hombre y las personas y las posesiones deben hallarse frecuentemente mal acopladas. Este es un gran inconveniente que necesita un remedio. Aplicar directamente uno y permitir a los hombres apoderarse por violencia de lo que juzgan apropiado para ellos destruiría la sociedad; por consiguiente, las reglas de la justicia buscan algún término medio entre la estabilidad rígida y esta apropiación cambiante e incierta; pero no existe un término medio mejor que el más sencillo, consistente en que la posesión y propiedad sea siempre estable, excepto cuando el propietario consiente en concederla a otra persona. Esta regla no puede tener malas consecuencias, ocasionando luchas y disensiones, puesto que el consentimiento del propietario, que sólo está interesado en ella, es tenido en cuenta en la enajenación y puede servir para fines buenos acoplando personas y propiedad. Partes diferentes de la tierra producen diferentes ventajas, y no sólo esto, sino que hombres diferentes se hallan dotados por la naturaleza para diferentes empleos y alcanzan la más grande perfección en uno de ellos cuando se limitan a él. Todo esto requiere el cambio mutuo y comercio, por lo que la transmisión de la propiedad por consentimiento se funda en una ley de la naturaleza, lo mismo que su estabilidad sin consentimiento.

Hasta aquí todo está determinado por una clara utilidad e interés; pero quizá por razones más triviales, según los más de los autores, se exige por las leyes civiles, y por lo tanto por las leyes de la naturaleza, la tradición o transferencia sensible de un objeto como una circunstancia requerida en la traslación de la propiedad. La propiedad de un objeto, cuando se toma por algo real sin ninguna referencia a la moralidad o los sentimientos del espíritu, es una propiedad totalmente insensible y aun inconcebible y no podemos formar una noción distinta ni de su estabilidad ni de su transmisión. Esta imperfección de nuestras ideas es experimentada menos sensiblemente con respecto a su estabilidad porque atrae menos nuestra atención y es fácilmente pasada por alto sin un examen escrupuloso; pero como la transmisión de propiedad de una persona a otra es un suceso más notable, el defecto de nuestras ideas se hace más sensible en esta ocasión y nos hace dirigirnos en todos sentidos en busca de un remedio. Ahora bien: como nada vivifica más una idea que una impresión presente y una relación entre esta impresión y la idea, nos es natural buscar alguna explicación falsa por este lado. Para ayudar a la imaginación a concebir la transmisión de la propiedad tomamos el objeto sensible y transferimos actualmente su posesión a la persona a la que concedemos su propiedad. La supuesta semejanza de las acciones y la presencia de esta entrega sensible engañan al espíritu y le hacen imaginar que concibe la misteriosa transmisión de la propiedad. Que esta explicación del asunto es exacta aparece de que los hombres han inventado la tradición simbólica para satisfacer su fantasía cuando la tradición real es impracticable. Así, la entrega de las llaves de un granero se entiende como la entrega del grano que está contenido en él; la donación de piedra y tierra representa la entrega de una finca. Esta es una especie de práctica supersticiosa de las leyes civiles y naturales, que se asemeja a la superstición católica romana relativa a la religión. Del mismo modo que los católicos romanos representan los misterios inconcebibles de la religión cristiana y los hacen más presentes al espíritu por un cirio, un traje, un gesto que se supone se asemeja a ellos, así los legistas y moralistas, por la misma razón, han llegado a análogas invenciones y han intentado por estos medios satisfacerse a sí mismos en lo referente a la transferencia de la propiedad por consentimiento.



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