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ArribaAbajoCapítulo VI

De la Atmósfera


56. La tierra está por todas partes cubierta de un fluido raro y transparente que se llama aire, y cuya totalidad forma en derredor de ella una envoltura que se llama atmósfera. Al través de esta atmósfera es como vemos los astros; necesitamos pues estudiar su naturaleza y examinar la influencia que su interposición puede tener en las apariencias que observamos.

El aire es mucho más ligero que la mayor parte de los demás cuerpos; pero no carece sin embargo de pesadez. Un globo de vidrio en que se ha hecho el vacío pesa menos que cuando está lleno de aire.

El aire es compresible, es decir, que, estrechando una masa de aire se le puede hacer ocupar espacios sucesivamente más pequeños; es elástico, es decir, que propende a recobrar su primitivo volumen cuando ha sido comprimido.

Puede darse el ejemplo de una vejiga inflada que se aprieta entre las manos, y el de un globo en igual caso que rebota sobre el suelo.

Por último, el aire es dilatable por el influjo del calor como los demás cuerpos materiales. Un globo inflado reventará si se calienta, y se pondrá flojo si se le enfría.

57. Siendo la constitución de la atmósfera un resultado necesario de estas propiedades físicas, es fácil deducir de ellas muchas de sus particularidades. Toda vez que el aire es pesado, las capas inferiores de la atmósfera están más comprimidas que las superiores cuyo peso soportan. Mas en virtud de su elasticidad deben resistir a esta presión y trabajar por extenderse. En su consecuencia, si se tomase cierto volumen de aire en la superficie de la tierra, y se le llevase más arriba en la atmósfera, debería allí dilatarse, es decir, formar un volumen más considerable. A sugestión de Pascal se hizo la experiencia de esto en 1648. Se tomó una vejiga medio llena de aire en la superficie de la tierra, cerrósela cuidadosamente y se la llevó a la cima de una alta montaña. A medida que se subía la vejiga se inflaba por la dilatación del aire. En lo alto de la montaña pareció completamente llena. Al bajar se fue poco a poco desinflando; y vuelta al punto de partida, se encontró floja como antes. Esta experiencia se ha repetido después un gran número de veces, y siempre con igual resultado.

58. Todos saben que, si se mete en un líquido un tubo abierto por los dos extremos, cuando se aspira el aire por el superior, el líquido sube más allá de su nivel. Es el efecto de la presión del aire. Antes de hacer la experiencia, todos los puntos de la superficie del líquido estaban igualmente comprimidos por las columnas de aire situadas encima de él. Cuando se aspira el aire del tubo, las moléculas del líquido que hay en su interior quedan descargadas en parte del peso que sobrellevaban; y no encontrándose ya igualmente comprimidos todos los puntos de la superficie primitiva, el líquido debe elevarse por el lado en que la presión es menor. Esta ascensión debe continuar hasta que el peso de la columna del líquido elevada en el tubo, juntamente con la elasticidad y el peso del aire que ha quedado en él, forma una presión igual a la del aire exterior. En efecto, cuando esta igualdad se halla establecida, si se prolonga idealmente la superficie plana y exterior del líquido hasta por bajo de la columna levantada, todas las moléculas líquidas situadas en este plano, sea dentro o fuera del tubo, están comprimidas exactamente de arriba abajo, como lo estaban antes de que se hubiese hecho parcialmente el vacío por encima de algunas de ellas. Por consiguiente deben conservarse en equilibrio con estas nuevas circunstancias.

Se ve pues que, si fuese posible quitar todo el aire contenido en lo interior del tubo, el líquido se elevaría hasta que su peso, unido a la presión causada por los vapores que puede emitir, hiciese equilibrio a la presión de la atmósfera sobre la sobre la parte de la superficie que permaneciese libre. Así que, pesando la columna de líquido levantada y añadiendo a esto la tensión y el peso del vapor formado interiormente, se tendría la medida exacta de esta presión sobre la parte de superficie que forma la base de la columna levantada.

59. Se obtiene esto de un modo muy sencillo, imaginado y realizado primero por Torricelli. Se toma un tubo de vidrio cerrado por uno de sus extremos; se le llena de líquido, y tapando muy bien con el dedo el orificio abierto, se le pone boca abajo; después se le sumerge por este extremo en un vaso descubierto y lleno del mismo licor; al cabo de lo cual, quitando el dedo, se dejan las partículas líquidas en libre comunicación. Entonces, si el tubo es bastante grande, el líquido baja por si mismo en su interior hasta hacer equilibrio a la presión de la atmósfera, así por su propio peso como por el de los vapores que desprende y la fuerza elástica de ellos.

Es claro que mientras más pesado sea el líquido, más corta será la columna comprendida en lo interior del tubo. Para evitar los tubos largos se usa del mercurio, que es el más pesado de los líquidos conocidos y que además tiene la ventaja de no emitir a la temperatura ordinaria más que un vapor cuya elasticidad propia es insensible. El vacío formado encima de la columna levantada es pues perfecto entonces, si no han quedado burbujas de aire adherentes al tubo o mezcladas con el mercurio. Así el peso de esta columna mide la presión total que ejercía la atmósfera. Se ve la disposición de esta experiencia en la fig. 28. El aparato reducido a esta forma es de un uso continuo en física, en química y en Astronomía, y la multitud de sus aplicaciones le ha hecho dar el nombre de barómetro, que significa medida de la pesadez8.

60. En todos los países de la tierra, y a todas las alturas a que ha sido posible ascender, el aire atmosférico es una mezcla casi únicamente formada de gas oxígeno y de gas azoe, cuyas proporciones en volumen son 21 y 79 por 100. Además se agregan a ellos algunos milésimos de ácido carbónico y pequeñas cantidades de vapor acuoso que no presentan ni igual constancia ni igual igualdad de repartición; pero la proporción de ellos está contenida en límites sumamente estrechos. No se han descubierto en la atmósfera otros gases; y si los hubiera en notable cantidad cualquiera que fuese su elevación, las condiciones físicas de su difusión los habrían hecho dilatarse con el tiempo hasta las regiones inferiores en que se hubiera podido averiguar su existencia.

Este aire, cuando está separado de todo vapor acuoso, sigue las leyes de elasticidad comunes a todos los gases permanentes.

A temperatura constante, su fuerza elástica es recíproca al volumen que se le hace ocupar; cuya relación ha sido encontrada por Mariotte y confirmada por los señores Dulong y Arago sometiendo una misma masa de aire seco a presiones barométricas variables desde hasta 27 veces esta longitud. Y como no hayan reconocido alteración sensible en todo este intervalo, debe admitirse que se extiende mucho más allá. Tocante a la dilatabilidad, si se representa por el volumen que ocupa cierta masa de aire atmosférico seco a la temperatura del agua congelada y bajo una cierta presión barométrica, este volumen bajo igual presión, pero a otra temperatura expresada por t grados del termómetro centesimal, es 1 + 0,00375t. Esta ley ha sido descubierta por los señores Gay-Lussac y Dalton, y es común a todos los gases permanentes, extendiéndose sin modificaciones sensibles a todas las variaciones de volumen por que se les ha podido hacer pasar.

Por último el señor Arago y yo hemos encontrado que a la temperatura del agua congelada, y bajo la presión barométrica de una columna de mercurio de 0,m76 (2 p.s 8 pulg.s) animada por la fuerza de gravedad que se siente en París, la densidad del aire atmosférico seco es I/I0462 de la del mercurio, o recíprocamente, el peso específico del mercurio es 10.462 veces el del aire seco.

Por medio de este resultado y de las leyes precedentes se puede calcular la densidad de este aire para una presión y una temperatura cualesquiera.

61. Pero hasta ahora le hemos supuesto exento enteramente de vapor acuoso, y nunca está así en las capas atmosféricas, particularmente en las que están próximas a la tierra y a las aguas. Ha sido pues preciso determinar por la experiencia las condiciones de esta mezcla, y dichosamente son muy sencillas. Para cada temperatura, un espacio dado no puede contener sino un cierto peso determinado de agua en estado de vapor; y este peso es igual, ya esté el espacio vacío, u ocupado por un gas permanente cualquiera: no hay otra diferencia en ambos casos que por lo tocante a la facilidad de la difusión que se disminuye con la presencia del gas como obstáculo mecánico. Supuesto esto, cuando el vapor acuoso se introduce en el aire atmosférico seco en cantidad igual o inferior a la que pudiera conservarse en el mismo estado y en un espacio vacío a la temperatura de entonces, este vapor se conserva también tal en el aire y aumenta su elasticidad. Mas al propio tiempo disminuye su densidad; porque Gay-Lussac ha encontrado que, a fuerza elástica igual, la densidad propia del vapor acuoso es sólo I0/I6 de la del aire atmosférico seco; de manera que mezclándose con él debe hacerle menos denso si se supone la misma la fuerza elástica de la mezcla.

62. Por medio de los datos precedentes se puede determinar numéricamente la densidad del aire atmosférico bajo una presión y a una temperatura cualesquiera, cuando la cantidad de vapor acuoso que encierra está definido por la parte de la presión total que este vapor sobrelleva en la mezcla formada de este modo9; sólo que este cálculo supone que en todos los casos que se comparan subsisten las mismas leyes de elasticidad y dilatabilidad.

63. Examinemos ahora las indicaciones que nos da el termómetro y el barómetro, cuando se los lleva simultáneamente a diferentes alturas de la atmósfera, subiendo a las montañas o en globos aereostáticos. Y consideremos en primer lugar los resultados que ofrece el segundo de estos instrumentos.

64. Cualesquiera que sean la estación y el clima en que se opere, se encuentra generalmente que la temperatura del aire va disminuyendo a medida que crece la altura, salvas algunas, pequeñas anomalías accidentales que se observan sólo en las capas más bajas y por consiguiente más susceptibles de ser modificadas por el contacto o irradiación del suelo.

La ley de este enfriamiento en función de la altura no es conocida. Varía en las capas inferiores con las estaciones, y lo mismo le sucede a la temperatura con la configuración y naturaleza del terreno sobre que estas capas se apoyan. Y aun en las más elevadas a que se ha podido llegar, se ha encontrado que era, aunque poco, diversa sensiblemente en distintos climas. En breve manifestaremos lo que la discusión de las observaciones indica como constante en estas variedades; pero ya el solo hecho de una disminución progresiva de la temperatura, basta para limitar la cantidad de vapor acuoso que en cada altura puede conservar el estado aeriforme. Así que se observa que esta cantidad mengua en general a medida que se asciende; en términos que habitualmente resulta una extremada sequedad a los 7 u 8,000 metros de elevación, según lo ha observado Humboldt en las altas cúspides de los Andes, y Gay-Lussac en la extensión aereostática que hizo en París. Se altera con frecuencia la regularidad de este fenómeno, particularmente en alturas menores que las precedentes, con la llegada de las nubes que levantan los vientos en las regiones interiores, o con las caídas locales o accidentales de agua o nieve que aún pueden invertir momentáneamente el estado habitual de decrecimiento de la humedad a medida que se asciende. Evidentemente no pueden calcularse ni preverse semejantes accidentes, y por eso se cuida, sólo de ponerlos de manifiesto cuando se presentan. La proporción de vapor acuoso, existente en cada altura de la atmósfera se determina por instrumentos de física llamados higrómetros. Desgraciadamente su uso práctico deja todavía mucho que desear.

65. Si consideramos también las indicaciones dadas por el barómetro en diferentes alturas, vemos que atestiguan asimismo un decrecimiento habitual de la presión y densidad del aire a medida que se asciende, disminución modificable igualmente por los accidentes meteorológicos, sobre todo en las capas inferiores. Así pues, juntando estas indicaciones con las del termómetro y del higrómetro, se obtiene la expresión exacta de todos los elementos físicos que constituyen la atmósfera en las diversas alturas a que pueden llevarse los instrumentos. Resta sólo pues buscar las leyes matemáticas que los unen.

66. Pero para descubrir semejantes leyes, es preciso evidentemente no considerar a la atmósfera en el estado accidental de agitación que le comunican los vientos, las tormentas y demás accidentes meteorológicos que duran sólo algunos momentos. El solo fin asequible que nos podemos proponer es determinar el estado medio regular en derredor del cual oscilan estas perturbaciones accidentales que no se prestan a examen alguno. Y aun para hacer más sencilla esta investigación, admitiremos que, si la tierra gira siempre sobre sí misma, como hemos visto que era verosímil, este movimiento ha debido comunicarse paulatinamente y por frotamiento a todas las partes de la atmósfera circundante, en términos de impelerla por último a girar simultáneamente con el esferoide que envuelve, y a encontrarse en reposo con relación a él. Además, y por igual motivo, supondremos, por lo menos en la primera ojeada, que este esferoide es una esfera perfecta, lo que se aparta muy poco de la verdad, según veremos en adelante. De modo que se podrá fácilmente rectificar el error de esta hipótesi por medio de una determinación subsiguiente, si la naturaleza del fenómeno que queremos examinar es bastante regular para que se pueda aplicarle con ventaja este grado de precisión.

67. Si la densidad del aire y su temperatura pudiesen ser las mismas a cualquiera altura de la superficie terrestre, sería fácil calcular la elevación que debe tener la atmósfera para equilibrar con su total peso la presión barométrica observada en esta superficie. Efectivamente, tomemos por ejemplo el caso en que la presión inferior fuese 0m, 76 (2 pies 8 pulgadas) y la temperatura 0º, y supongamos al aire exento de todo vapor acuoso. En estas circunstancias una columna de mercurio de un milímetro (0,51 de línea) de altura igualaría en peso a una columna de aire atmosférico de la misma base y que tuviese de altura 10,462 milímetros o 10m, 462; de manera que subiendo esta cantidad en la atmósfera ficticia, se vería a la columna barométrica bajar un milímetro y reducirse a 0m, 759. Por consiguiente la presión total 0m, 76 (2 pies 8 pulgadas) equilibraría a una altura de aire igual a 760 veces 10m, 462, o 7.951m, 12 (9431,6 varas) pero la comprensibilidad del aire hace que este resultado discrepe mucho de la verdad, y las capas inferiores de la atmósfera son mucho más densas que las superiores, las cuales sobrellevan un peso gradualmente menor a medida que están más altas. Esto se hace en efecto sensible en las montañas y cuando se asciende a grandes alturas en globo aereostático el aire se vuelve tan raro que cuesta trabajo respirar. Así para hacer bajar un milímetro la columna de mercurio que queda entonces en el tubo barométrico no basta elevarse 10m, 462; es necesario una diferencia de altura mucho más considerable, y progresivamente creciente, a medida que se está más arriba. La desigual temperatura del aire en diferentes alturas modifica también este resultado. Veamos pues el auxilio que la experiencia y el cálculo pueden prestar para apreciar el efecto resultante, de todas estas circunstancias reunidas.

68. En el estado de reposo relativo que hemos atribuido a la masa gaseosa, concibamos un barómetro llevado verticalmente a una distancia cualquiera de la superficie terrestre en que haya todavía aire. Si se aísla a esta altura por el pensamiento una capa de aire tan delgada que pueda pasar por homogénea, su actual peso deberá hacer equilibrio a la disminución de longitud que experimenta la columna barométrica cuando se suba a la superficie superior de la capa ideal aislada de este modo. Expresado esto analíticamente, presenta ya una relación que debe existir generalmente en toda la interioridad de la masa gaseosa entre las alturas, las densidades y las presiones correspondientes. Esta relación es la que llamaremos ecuación diferencial del equilibrio.

Para que esta ecuación sea enteramente exacta, hay necesidad de introducir dos circunstancias que no pueden establecerse y apreciarse hasta después de esta explicación; pero que vamos a indicar anticipadamente. La primera es el decremento de la gravedad a medida que se sube; porque la intensidad de esta fuerza es en una misma vertical sensiblemente recíproca al cuadrado de las distancias del centro de la tierra, de donde resulta una disminución relativa de peso, a masa igual, en las capas más elevadas. La segunda circunstancia, que influye en sentido contrario de la anterior, es el incremento de la fuerza centrífuga a medida que las partículas se alejan del eje de rotación. Esta fuerza es proporcional a su distancia del eje. El efecto de estas dos modificaciones es muy poco sensible en nuestra atmósfera; porque su altura, según vamos a verlo pronto, es sobre manera pequeña comparada con el radio de la esfera terrestre, lo que hace a las dos variaciones de que se trata casi nulas en el reducido espesor que comprende, particularmente cuando se trata sólo de considerar primeramente el estado de superposición de las capas de aire en una misma vertical o sobre verticales muy poco diferentes. Sin embargo para conservar al razonamiento todo su rigor, se puede concebir que los resultados obtenidos, menospreciando estas acciones secundarias, sólo ofrecen una primera aproximación que será menester corregir después, haciéndose cargo de su influencia; si es que las observaciones que sirven de fundamento parecen bastante exactas para poder esperar el deslindar estos efectos.

69. Hemos visto anteriormente (§. 62.) que la densidad del aire atmosférico puede calcularse en números, cuando se conoce su temperatura, la presión que sobrelleva, y la parte de esta presión que sostiene el vapor acuoso. Se ha comprobado experimentalmente que este cálculo es también exacto en los más altos grados de rarefacción por que el aire puede pasar cuando su temperatura está comprendida entre los límites que se encuentran regularmente en la superficie de la tierra. Aplicándole a las capas aéreas que componen la atmósfera, se encuentra una segunda relación analítica entre los elementos que deben constituir a aquél en estado de equilibrio. Esto supone sin embargo que el aire, llegando a ser al mismo tiempo muy frío y tenue, como lo es en las altas regiones de la atmósfera, tiene todavía las mismas leyes de expansibilidad y dilatabilidad, lo que no se ha comprobado experimentalmente para estas dos circunstancias reunidas; de manera que las consecuencias que pudieran deducirse de los cálculos se encuentran limitadas hasta ahora por la falta de esta idea que sería sin embargo fácil adquirir.

70. Mas véase una consideración que le da mucha importancia. En lo interior de la atmósfera la expansibilidad propia de cada capa de aire está contenida por el peso de todas las que hay sobre ella, y esto es cabalmente lo que expresa la ecuación diferencial del equilibrio. Ahora pues, puesto que la atmósfera termina en cierta altura, que es además muy pequeña, según se ha anunciado, las partículas de aire situadas en el límite de su superficie no están ya retenidas por semejante causa. En su consecuencia es menester que su estado físico se modifique entonces de modo que pierdan la facultad de extenderse indefinidamente cuando ningún peso las comprime. Mas como la sola particularidad especial que ofrezca su situación, es una grande rarefacción unida a un gran frío, siguese la necesidad de que el aire atmosférico tenga la propiedad de perder su elasticidad bajo estas dos condiciones reunidas, y que pase entonces al estado de un líquido no evaporable. Porque, si continuase siendo evaporable o expansible, la postrera capa se disiparía en el espacio; después la capa inmediata inferior no estando ya comprimida, se disiparía también a su vez, y sucesivamente acabaría por desvanecerse toda la atmósfera. Esta necesidad de una condición física que prevenga la expansión de la superficie externa, había sido indicada por Laplace como inherente a toda atmósfera gaseosa de una extensión finita; pero Poisson la ha especificado, según se acaba de decir, mostrando que la limitación de nuestra atmósfera debía resultar de esta condición, y no de que su densidad en la superficie externa fuese nula, como se acostumbraba a suponerlo.

71. Según las definiciones precedentes los elementos constitutivos de las capas aéreas son en número de cinco, a saber: la temperatura, la presión, la tensión del vapor acuoso, la densidad y la altura. Acabamos de ver que están ligados entre sí analíticamente por dos relaciones generales, una de las cuales es la ecuación diferencial del equilibrio y la otra por la que se expresa la densidad §. 62 puede llamarse la ecuación de dilatabilidad, cuya aplicación está empero sujeta a la restricción establecida en el párrafo anterior. Suponiendo pues a esta admisible en toda la extensión de la atmósfera, o rectificada según la experiencia para poder aplicarse a ella, se ve que si se pudieran obtener teórica o experimentalmente otras dos relaciones generales entre las cinco cantidades desconocidas que acabamos de enumerar, las cuatro primeras, que son los elementos físicos de las capas aéreas, serían determinables en función de la sola altura; y la constitución de la atmósfera quedaría así completamente definida. Aun es más: como el vapor acuoso no existe ya en cantidad sensible cuando la altura excede de 6 ó 7,000 metros sobre el mar (7 a 8000 varas poco más o menos), bastaría una sola relación teórica o experimental unida a las dos primeras para toda la parte de la atmósfera situada más allá de esta altura. Tocante a las capas más bajas, no sólo no puede despreciarse en ellas la presencia del vapor, sino que se encuentra distribuido frecuentemente en proporciones irregulares con la altura; de forma que no puede ser representado por ninguna ley fija o siquiera continua. Preciso es pues renunciar a comprender en un cálculo general estos accidentes arbitrarios, e intentar sólo el someter a él los casos en que la proporción del vapor puede suponerse decreciente con continuidad. Ahora bien, como su cantidad es siempre muy pequeña en todas las capas para casos semejantes, y disminuye gradualmente en términos que llega a hacerse insensible cuando la presión se reduce a cerca de 38/I00 de su valor al nivel del mar, se puede expresarla con suficiente aproximación en función de este elemento por medio de una ley de decremento parabólico que, partiendo de la tensión actualmente observada en la capa inferior, va a espirar en aquella en que la presión queda reducida a 0,38. Entonces la definición completa de toda la atmósfera no aparece dependiente de otra cosa más que de la investigación de una sola relación auxiliar, ya teórica, ya experimental, entre los valores simultáneos de sus demás elementos, en una capa cualquiera10.

72. Concibamos, por ejemplo, que la atmósfera estuviese completamente exenta de vapor acuoso y que la densidad a cualquiera altura fuese en ella proporcional a la presión p; lo que dará p/pI igual a @/@I señalando siempre con un acento inferior las cantidades que corresponden a la capa más baja. La ecuación de dilatabilidad §. 62 da desde luego como consecuencia que la temperatura será constante por todas partes; e integrada que sea la ecuación de equilibrio, §. 68, en la misma condición de proporcionalidad, añade que las diferencias de altura entre dos capas cualesquiera serán proporcionales a las diferencias de los logaritmos de las presiones correspondientes. En tal caso la atmósfera se extiende indefinidamente en el espacio rarificándose siempre; pero ya hemos anunciado que la nuestra es limitada, y además que la temperatura decrece en ella generalmente de abajo arriba. La hipótesis anterior no expresa pues su verdadera constitución.

Así que, cuando se trata de calcular de este modo la altura de aire según la rotación observada de las presiones extremas atribuyéndole constantemente la temperatura de la estación inferior, se la encuentra ordinariamente demasiado grande. Y por el contrario, se la encuentra sobrado pequeña, si se le atribuye por do quiera la temperatura de la estación más elevada. Puede pues esperarse una especie de compensación, empírica a la verdad, suponiendo una temperatura constante intermedia entre ambas. Esto es lo que ha hecho Laplace; y empleando además los datos más exactos sobre el peso y la dilatabilidad del aire con algunas hábiles modificaciones para apropiarlas a su estado medio de humedad, ha compuesto una fórmula que da muy aproximadamente las diferencias de nivel de las capas de aire según las indicaciones del barómetro y del termómetro en las dos estaciones extremas11.

73. Toda vez que las presiones no disminuyen con bastante rapidez cuando se las supone proporcionales a las densidades, probemos a hacerlas a la segunda potencia de ellas, lo que supone la relación p/pI=@/@I Entonces la ecuación del equilibrio es integrable todavía; y uniéndola a la condición de dilatabilidad, da una atmósfera de una extensión finita en que las diferencias de las temperaturas son proporcionales a las diferencias de nivel, lo cual en efecto se observa con mucha aproximación en las capas próximas a la superficie terrestre. Pero el decremento de las temperaturas deducido de este cálculo es tres veces más rápido que lo que se observa habitualmente, lo que contrae demasiado la atmósfera supuesta, y la atribuye sólo una altura de cerca de 16,000 metros (19156 varas) mucho menor que la que debe atribuírsele verosímilmente. Por una consecuencia de esta contracción, las diferencias de nivel, calculadas con la disminución teórica de las temperaturas, resultan generalmente demasiado pequeñas: de modo que los errores dados por esta segunda hipótesis son en sentido contrario a los que produce la primera.

74. Según esto, es evidente que deberemos acercarnos más a la realidad, a lo menos para las alturas que nos son accesibles, si se representa la relación p/pI de las presiones por una expresión compuesta de las dos primeras potencias de la reunión de las densidades, tal como

A(@/@I)+B(@/@I)2+C;

designando las letras A, B, C, tres coeficientes constantes que determinarse por la experiencia. Esto se reduce geométricamente a construir el lugar de las presiones y de las densidades por una parábola de segundo grado cuyo eje es paralelo a las primeras. Ahora bien, sin poder afirmar en efecto que esta simple fórmula represente completamente la degradación de las presiones en toda la atmósfera conservando los coeficientes A, B, C valores constantes en toda su extensión, se encuentra a lo menos que en una misma columna vertical sigue esta degradación muy próximamente entre capas muy distantes, con los mismos valores de los coeficientes determinados para cada circunstancia dada.

75. Esto puede probarse experimentalmente por las observaciones del estado del aire recogidas en las ascensiones aereostáticas, o en los viajes terrestres a montañas elevadas; y combinadas así, ofrecen un medio experimental, tan sencillo como seguro, de estudiar la constitución real de la atmósfera. Supongamos efectivamente que el aereonauta o el viajero hayan observado el barómetro, termómetro y también el higrómetro en un gran número de puntos de la columna de aire que han recorrido; y que lo hayan hecho en épocas bastante cercanas o por tales métodos de compensación, que el estado de la columna pueda considerarse como sensiblemente constante mientras la recorrían. No habrá ninguna necesidad de conocer la elevación absoluta o relativa de estas estaciones. Los datos observados bastarán para calcular cuáles eran la presión y la densidad en cada una de ellas, de lo que se deducirán sus relaciones con las cantidades análogas correspondientes a la capa inferior. Ahora bien, suponiendo las estaciones bastante numerosas para que se pueda construir el lugar geométrico de los dos elementos expresados de este modo si la naturaleza del lugar es tal que se pueda reconocerla o nada más que representarla por una sucesión de expresiones parabólicas, físicamente equivalentes a las observaciones en las amplitudes de errores que llevan consigo, la constitución real del medio atmosférico se encontrará así completamente definida en función de la altura para toda la longitud de la columna atravesada. Combinadas estas relaciones experimentales con las ecuaciones de equilibrio y dilatabilidad, bastan para determinar todos los elementos físicos del estado del aire en la altura que comprenden. Entonces en virtud de los caracteres más o menos evidentes de sencillez y continuidad que estarán marcados en la relación obtenida experimentalmente, se podrá apreciar hasta qué punto el principio de la difusión de los gases hace verosímil su prolongación ulterior con modificación o sin ella; y en todo caso se sacarán límites de evaluación para el estado de las capas superiores. Yo he aplicado este sistema de discusión a una serie de 21 observaciones que Gay-Lussac ha hecho en su memorable viaje aereostático en que se elevó hasta 7,000 metros de altura. También le he aplicado a las operaciones barométricas hechas por Humboldt y Boussingault en las pendientes del Chimborazo y de la Antisana, en razón a que la constancia del clima permite aplicar a las observaciones hechas con poco intervalo leves reducciones que las hacen como simultáneas entre sí12.

76. No teniendo hasta ahora ninguna noción positiva y cierta de la altura a que puede extenderse la atmósfera, debemos recorrer cuidadosamente todos los indicios generales que pueden ofrecernos algo de probable sobre tan importante elemento. Ahora bien, las observaciones que se acaban de citar concuerdan en establecer que la disminución de la temperatura se acelera a medida que nos alejamos de la superficie terrestre. Poisson ha llegado a este mismo resultado por consideraciones puramente teóricas fundadas sobre las leyes de la propagación del calor de una capa en otra de aire y por comunicación directa en cada columna vertical, haciendo abstracción únicamente de la recíproca irradiación de las partículas aéreas y de la absorción de calor que pueden ejercer. Pero estas dos particularidades despreciadas producen efectos en sentidos contrarios; y si su intervención modifica algún tanto la aceleración del decremento de la temperatura, es muy verosímil que no pueda hacerla nula o invertirla completamente; de manera que la teoría y la experiencia están así acordes en confirmar la realidad de este hecho. Mas aplicándole a la continuación de las temperaturas observadas por Gay-Lussac, dedúcese un límite de altura de que no puede exceder la atmósfera terrestre. Para esto parto de la capa aérea en que la densidad se ha encontrado igual a 0,5, siendo la presión 0,4341724. Luego, a esta altura, que era de 6.951m,87 (8314 varas 43) hago empezar una relación de las presiones a las densidades tal que la disminución de las temperaturas no se acelere ya, sino que conserve ulteriormente el mismo valor observado en esta estación. Continuada esta relación hasta el límite en que la presión fuese nula señala para la atmósfera una altura total de 47.347m (56627 varas) con una densidad final infinitamente leve. Y toda relación que acelerase el decremento ulterior en vez de hacerle constante, daría una altura total menor con una densidad final mayor. Admitida pues la aceleración, se puede considerar a dicha altura como necesariamente mayor que la verdadera de la atmósfera, salvas las modificaciones probablemente muy pequeñas que pudiera producir en este resultado la acción de la fuerza centrífuga debida al movimiento de rotación de la tierra, y la cual no se ha tenido en cuenta en este género de cálculos. La dimensión de la atmósfera con relación a la tierra supuesta esférica está representada en la fig. 28, conforme a la evaluación ciertamente sobrado alta que acabamos de obtener. Igual consideración permite apreciar la excesiva rarefacción que el aire experimenta ya en alturas mucho menores que este límite extremo. Si se busca, por ejemplo, en la curva de decremento constante que representa la continuación de la de las observaciones de Gay-Lussac, cual sería la altura en que la presión barométrica estaría reducida a un milímetro de mercurio a 0º, se la encuentra igual a 34.144m (40836 varas); y seguir los principios de esta graduación se ve que más bien sería muy alta que muy baja. La densidad correspondiente a esta presión reducida sería 0,0046219 de su valor en la superficie terrestre, y la temperatura de 184º bajo 0. La rareza del aire a esta pequeña altura sería pues tan grande como bajo los recipientes de nuestras mejores máquinas pneumáticas.

77. Las observaciones barométricas hechas en el ecuador por Humboldt y Boussingault han sido favorecidas por una circunstancia propia de los sitios que reúnen aquella condición geográfica, sobre todo cuando se encuentran al nivel del mar. La temperatura y la presión del aire son ambas allí casi constantes. El barómetro experimenta sólo una pequeña oscilación diurna arreglada invariablemente al movimiento del sol, y con tal cuidado la había observado Humboldt, que podía designar la longitud exacta de la columna barométrica, una vez dada la hora del día. He aquí las fases de este fenómeno según le refiere la relación de su viaje. La altura media del barómetro está representada por H, y sus variaciones más arriba o más abajo de ella se expresan en fracciones de línea del pie de París13. Estos mismos resultados están representados gráficamente en la figura 29 en que las 24 divisiones iguales tomadas sobre la línea AB designan horas solares, lo que permite percibir a un golpe de vista la marcha entera del fenómeno en el intervalo de un día.

FASES
de la oscilación
HORAS
contadas desde el medio día
LONGITUD
de la columna barométrica
MOVIMIENTO
de la columna en el intervalo de las lunas señaladas
Mínimo relativo 4 de la mañana A-0´,2 Sube
Máximo absoluto 9 de la mañana A+0,5 Baja
Mínimo absoluto 4 de la tarde A-0,4 Sube
Máximo relativo 10 de la noche A+0,1 Baja
Mínimo relativo 4 de la mañana A-0,2 Baja

La figura y los números hacen ver que hay dos períodos, uno diurno, y otro nocturno. El primero, que es el mayor, tiene lugar desde las cuatro de la mañana a las cuatro de la tarde, y produce primeramente un movimiento ascendente total de 0´7 seguido de un movimiento descendente total de 0´,9. El segundo, que ocurre desde las cuatro de la tarde a las cuatro de la mañana, produce primero un movimiento ascendente total de 0´, 5 seguido de un movimiento descendente total de 0´, 3. Otros observadores dan números diferentes, aun para el ecuador y al nivel del mar, según las localidades. La amplitud de la mayor variación descendente parece de 2,5 a 3 milímetros y terminar a las 3 de la tarde más bien que a las cuatro. Mas este límite lleva en sí necesariamente alguna indeterminación.

Si manteniéndose siempre en la línea ecuatorial se pasa desde el nivel del mar a las más elevadas montañas, se encuentra comúnmente en ellas igual constancia casi en la temperatura y la presión atmosférica las cuales no hacen más que disminuir ambas; y la variación barométrica diurna se muestra también con la misma regularidad, sujeta a períodos, semejantes y correspondientes a las mismas horas, sin otra diferencia que la de tener menor amplitud, según Humboldt y Boussingault lo han comprobado. No sucede así cuando nos alejamos de esta región ecuatorial, en que la influencia calorífica de los rayos solares es casi la misma en todas las épocas del año. Entonces el barómetro y el termómetro experimentan variaciones accidentales, tanto mayores, cuanto más se aparta uno de dicha región y más desiguales llegan a ser las alturas meridianas del sol en diferentes estaciones. No obstante, si en los climas sujetos a estas desigualdades se reúnen las observaciones barométricas y termométricas de un gran número de años, y se toma además su término medio, compensándose unos con otros en gran parte los efectos accidentales, se llega por último a reconocer con evidencia los vestigios de la variación barométrica con sus períodos fijos a las mismas horas del día y sólo con valores cada vez más disminuidos. Así se ha confirmado respecto de París por un trabajo de esta especie que Bouvard ha hecho en 11 años de observaciones durante los cuales el barómetro y el termómetro habían sido anotados cuatro veces al día, a saber: a las 9 de la mañana, a medio día, a las 5 de la tarde y a las 9 de la noche14. Faltando las observaciones de noche, sólo se podía investigar la parte diurna del fenómeno; y ésta se ha manifestado de un modo evidente en los resultados medios de estos 11 años. La variación de las 9 de la mañana a las 3 de la tarde se ha manifestado descendente como en el ecuador, pero ha sido sólo de 0,756 milímetros (0,390 líneas); y la ascendente que la sigue desde las 5 de la tarde a las 9 de la noche, ha sido sólo de 0,375 milímetros (0,192 líneas) o cerca de la mitad. En el ecuador la relación de estas dos variaciones mismas sería de 5 novenos según las cifras dadas por Humboldt. Estos valores disminuyen todavía más en los países más boreales cuando se trata de manifestarlos del mismo modo; y por último el fenómeno llega a ser enteramente insensible hacia la latitud de 60º, como lo es bajo el propio ecuador, a alturas muy elevadas hasta ahora no se conoce su causa física; pero la ley de su degradación y el orden de sus fases parece que indican que está ligado a la acción calorífica del sol sobre la atmósfera en términos que la amplitud y los períodos de sus fases deben variar probablemente con las estaciones. Así parece resultar en efecto de las numerosas observaciones que Bouvard ha podido comparar. La elevación absoluta de los lugares, su temperatura media y acaso también los accidentes de su posición, modifican asimismo considerablemente, y al parecer, este fenómeno en las regiones lejanas del ecuador en que su amplitud llega a ser muy pequeña. Porque, por ejemplo, en el hospicio del gran San Bernardo cuya altura sobre el nivel del mar es de 2491 metros (2979 varas), el período de las 9 de la mañana a las 3 de la tarde es ascendente, como lo ha notado Bouvard15.

78. Cuestión importante de física terrestre es la de saber si la presión media de la atmósfera al nivel de los grandes mares que están en mutua comunicación es constante o desigual en diferentes regiones. Para llegar a este conocimiento es necesario primero tener hechas sobre un gran número de puntos situados al nivel o casi al nivel de los mares series de observaciones barométricas bastante exactas y numerosas para que las oscilaciones accidentales de la presión y los errores mismos del observador puedan destruirse compensandose en su término medio, o a lo menos disminuir hasta el punto de no tener sino una influencia insensible. Es menester después reducir todas estas observaciones a una misma temperatura, por ejemplo, a la del agua congelada, y al nivel del mar más cercano, sino están hechas con exactitud a este nivel. Por último sería menester además para proceder con todo rigor reducirlas todas a un mismo instante físico de observación, a fin de poder considerarlas como simultáneas y también a una gravedad igual, porque la intensidad de esta fuerza varía en las diversas latitudes, y ella es la que determina el peso de la columna porque se mide la presión16. Verificando todas estas reducciones, si se exceptúan las dos últimas, en todas las observaciones conocidas que podían servir para este uso, el profesor Schouw de Copenhague ha obtenido el siguiente cuadro que presenta el conjunto de sus resultados para diversas latitudes sobre el meridiano medio del Océano Atlántico17; en él hemos incluido la altura barométrica media encontrada por Bouvard para París, y reducida al nivel de este mismo Océano. También hemos comprendido las temperaturas medias del aire que corresponden a este punto y a los dos extremos que comprende el cuadro.

LATITUD LONGITUD MEDIA
de la columna barométrica reducida a la temperatura
del agua congelada y al nivel del mar (milímetros)
TEMPERATURA MEDIA
del aire en el lugar de la observación
en grados centesimales
760,215 +27º,5´ Humboldt y Boussingault
10 761,343
20 763,599
30 764,727
40 762,471
48,50´ 761,410 +11º
50 760,215
60 756,831
65 751,191
70 753,447
75 756,831 -17º Parry

Más tarde volveremos sobre algunas particularidades físicas indicadas por la marcha de los números que comprende este cuadro. Por ahora nos limitaremos a deducir una circunstancia muy importante del fenómeno que estamos examinando.

Si se consideran primeramente las longitudes de las columnas barométricas, se ve que son poco diferentes entre sí; pero las temperaturas del aire que a ellas corresponden lo son mucho y disminuyen considerablemente a medida que crece la latitud. Ahora bien, la densidad del aire depende de estos dos elementos combinados; y si se la calcula para las tres latitudes relativamente a las cuales los hemos referido, se encuentra que la condensación producida por el enfriamiento hace mucho más que compensar el leve decremento de presión que indica el cuadro para la última de estas latitudes. Así la densidad media del aire que descansa sobre la superficie del mar se hace cada vez mayor a medida que nos alejamos del ecuador terrestre para acercarnos a los polos; en términos que para volver a hallar la densidad ecuatorial, sería menester elevarse a cierta altura sobre el nivel del mar, y tanto más cuanto mayor sea la latitud. De donde resulta que desde este nivel hasta cierta elevación, las capas aéreas comprendidas entre límites de igual densidad son más pesadas fuera del ecuador que en el ecuador mismo; y como la presión total a este nivel es casi igual o poco diferente por do quiera, se hace necesario en compensación que las capas superiores se hallen en un estado inverso de densidades y pesos, lo cual es cabalmente la conclusión a que se llega comparando las observaciones barométricas hechas en la atmósfera de París por Gay-Lussac con sus análogas hechas por Humboldt en el ecuador.

79. El descenso progresivo del mercurio en el barómetro y todos los fenómenos producidos por la rareza del aire a medida que se asciende se observan igualmente en todos los países de la tierra. Preciso es inferir de aquí necesariamente que la atmósfera terrestre forma en derredor suyo una envoltura que la cubre por todas partes, y cuya densidad, disminuyendo con la altura, acaba de hacerse enteramente insensible a una que no debe llegar a 47,000m (56212 varas) según las analogías manifestadas anteriormente. Así pues la masa redonda de la tierra rodeada de su atmósfera cual de una capa muy delgada existe aislada en el espacio y en medio del vacío; verdad muy curiosa de conocer, y que las preocupaciones nacidas de nuestros hábitos harían enteramente increíble, si no fuéramos conducidos a ella por la fuerza irresistible de la razón aplicada a hechos ciertos y bien observados

80. Toda vez que no vemos a los astros sino al través del espesor de esta envoltura de aire, es esencial examinar los efectos que sobre los rayos luminosos, por los cuales distinguimos estos cuerpos, puede producir su interposición con las diversas particularidades que la acompañan.

El aire, no obstante su trasparencia, intercepta sensiblemente la luz, y la refleja como todos los demás cuerpos; pero siendo sumamente pequeñas y estando muy apartadas entre sí las partículas que le componen, no se puede distinguirlas sino cuando están reunidas en grandes masas. Entonces la multitud de los rayos luminosos que nos envían produce en nuestra vista una impresión sensible, y vemos que su color es azulado. Efectivamente el aire da una tinta de este color a los objetos entre que se interpone. Esta tinta colorea muy sensiblemente las montañas elevadas, siendo tanto más fuerte cuanto más distante se hallen de nosotros: así que para pintar los objetos remotos, hay necesidad de disminuir su brillo, o según la expresión admitida, apagarlos y debilitar sus colores propios con una tinta general de azul más o menos oscura. También es el color propio del aire lo que forma el azul celeste, esa bóveda azulada que parece rodearnos por todas partes que el vulgo llama cielo, y a que todos los astros parecen estar pegados. A medida que se asciende en la atmósfera, este color se vuelve menos brillante; la claridad que esparce, disminuye con la densidad del aire que la refleja, y en la cúspide de una montaña elevada o en un globo aereostático muy remontado, el cielo parece de un azul casi negro.

81. El aire no es luminoso por sí mismo, porque no nos alumbra durante la oscuridad; la luz que nos envía nos viene del sol y de los astros. Su color prueba, que refleja los rayos azules en mayor cantidad que los otros; pues por experiencia se sabe que la luz se compone de diferentes rayos que producen en nuestra vista la sensación de colores diversos, y que lo que se llama color de un cuerpo, no es sino el de los rayos que nos refleja. El aire está, pues, en derredor de la tierra a manera de un velo brillante que multiplica y propaga la luz del sol con una infinidad de repercusiones. Por él recibimos el día cuando el sol no aparece todavía sobre el horizonte, y después del nacimiento de este astro, no hay lugar por retirado que esté, que no reciba su luz, aunque sus rayos no lleguen a él directamente, con tal que pueda introducirse el aire. Si la atmósfera no existiera, todos los puntos de la superficie terrestre no recibirían más luz que la que les viniese directamente del sol. Cuando se dejase de mirar a este astro o a los objetos iluminados por sus rayos se encontraría uno inmediatamente en medio de las tinieblas los rayos solares reflejados por la tierra irían a perderse en el espacio, y se experimentaría siempre un frío excesivo: el sol, aunque estuviese muy próximo al horizonte, brillaría con toda su luz, e inmediatamente después de su ocaso nos veríamos sumergidos en una obscuridad completa. Y por la mañana luego que este astro volviese a parecer sobre el horizonte, el día sucedería a la noche con la misma rapidez.

Puede juzgarse de estas consecuencias por lo que se experimenta ya en las montañas elevadas, en que sin embargo la densidad del aire no se reduce siquiera a la mitad de su valor sobre la superficie del suelo. No sólo la temperatura media anual es ya muy fría, sino que apenas se recibe otra luz que la que viene directamente del sol y de los astros. La claridad que refleja el aire rarificado, dicen, es tan débil, que cuando se está a la sombra se ven las estrellas en medio del día.

82. Por efecto de la atmósfera, al contrario los rayos del sol iluminan todo el cielo y se esparcen en todos sentidos por medio de multiplicadas reflexiones. Esta multiplicidad se patentiza particularmente por los caracteres de polarización propios del resplandor reflejo que presentan todas las partes de la atmósfera, aun a una gran distancia angular del lugar del sol, y cuando ha desaparecido ya hace tiempo debajo del horizonte, según lo ha reconocido Arago y puede comprobarlo cualquiera según sus indicaciones. En virtud de esto, por la tarde y cuando el sol ha dejado el horizonte, las regiones elevadas de la atmósfera nos comunican todavía su luz; y por efecto de este fenómeno, que se llama crepúsculo de la tarde, no pasamos sino paulatinamente y por una insensible gradación de la luz a la obscuridad. Lo propio sucede por la mañana hacia el oriente cuando el sol está todavía debajo del horizonte. Su luz refleja y esparcida por la atmósfera forma la aurora o el crepúsculo de la mañana.

83. La duración de estos fenómenos depende pues de 1a altura de la atmósfera, o hablando con más exactitud de la de las partes del aire cuya densidad es todavía bastante grande para despedir una luz sensible. Así que esta duración varia con el estado del aire; siendo en general mayor cuando las capas inferiores que reflejan en mayor abundancia la luz se han dilatado más con el calor del día. Por esto, como puede creerse, el crepúsculo de la tarde es más largo que el de la mañana. Indudablemente que la observación exacta de estos fenómenos, podría dar útiles nociones sobre el espesor de la atmósfera; y muy de desear sería los estudiasen con este objeto aquellos observadores que habitan países en que el cielo está ordinariamente más sereno que en los nuestros. Algunas observaciones hechas accidentalmente por Lacaille al volver a Europa del cabo de Buena esperanza le hicieron ver el límite de la luz crepuscular bajo la apariencia de un círculo muy bien definido cuyo progresivo descenso y desaparición podían comprobarse perfectamente. Se admite generalmente que esta desaparición tiene lugar en el horizonte cuando el sol ha descendido 17 ó 18º por bajo de este plano. Dedúcese de aquí que las últimas partículas de aire capaces de reflejar sensiblemente la luz, no podrían estar a una altura mayor de 59.000m (70564 varas) aun admitiendo que la luz observada procediese de una sola reflexión; y este cálculo viene a ser sumamente pequeño, cuando se hace proceder aquélla de dos reflexiones sucesivas o aun de muchas que es realmente lo que pasa. El célebre geómetra Lambert ha dado en su fotometría fórmulas que abrazan estos diversos supuestos, y demuestra incontestablemente que con arreglo a los hechos es inadmisible el de una sola reflexión. Éstas eran las solas indicaciones que se tenían sobre el espesor de la atmósfera antes que se hubiese advertido el límite mucho más restringido que señala la aceleración del decremento de las temperaturas a medida que se asciende, y ya se ve cuán inciertas eran. Para rehacer hoy los cálculos de Lambert, sería menester tener en cuenta la multiplicidad casi indefinida de las irradiaciones sucesivas comprobadas por la observación de Arago, lo cual parece debe aumentar considerablemente las dificultades, probando sin embargo que la altura deducida de una sola reflexión tiene que ser muy superior a la verdadera. Estas indicaciones, por imperfectas que sean todavía, nos hacen volver pues a la evaluación mucho más reducida que nos ha dado la disminución de las temperaturas. Y para manifestar particularmente esta concordancia, así como por excitar a los observadores a estudiar de nuevo los fenómenos crepusculares, hemos explicado aquí las consecuencias a que dan lugar.

84. Muchos fenómenos frecuentes, aunque accidentales, ocasionan temporalmente grandes alteraciones en la densidad relativa de las capas de aire, y modifican considerablemente las leyes regulares que pudiera presentar su superposición en el estado de equilibrio.

Estas alteraciones tienen al parecer por una de sus principales causas la desigualdad de la acción calorífica del sol sobre las diversas partes de la superficie terrestre, desigualdad de que resultan movimientos que mezclan entre sí capas de aire de diversa temperatura impregnadas desigualmente de vapor acuoso y cargadas de diversas cantidades de electricidad. Estas mezclas forman o determinan los vientos, las nubes, la lluvia, las nieblas, la nieve, el granizo y los demás meteoros. Los vientos son ocasionados por el aire que se altera con más o menos velocidad. Las nubes son montones de vapores acuosos que se suponen ya reunidos en vesículas muy delgadas prontas a resolverse en agua: su elevación sobre la superficie de la tierra es ordinariamente poco considerable, y la cúspide de las altas montañas está con frecuencia envuelta en ellas. Colocándose sobre estas montañas, o subiendo en un globo aereostático se encuentra uno sumergido algunas veces en las nubes, y así es como se ha reconocido que están formadas de vapores acuosos. Como sobrenadan en el aire por un exceso de ligereza específica, deben subir más cuando éste se halle más denso y descender cuando esté más raro. Se advierte en efecto que su altura alimenta o disminuye según que el barómetro sube o baja. Y si por una causa cualquiera llega una nube a experimentar un enfriamiento muy rápido, los vapores acuosos que la componen se condensan, no en agua líquida, sino en nieve, granizo o escarcha.

Iluminados estos montones de vapores por el sol, nos reflejan su luz más poderosamente que el aire que los rodea, aunque menos densos que él. Este astro los ilumina todavía cuando está ya para nosotros debajo del horizonte, y por la mañana reciben sus rayos antes de que podamos apercibirle. Entonces la luz que los colorea es rojiza como aquella que recibimos del sol poniente. Las cimas de las altas montañas cubiertas de nieves eternas presentan también un fenómeno análogo procedente de igual causa: por mañana y tarde parecen de color de rosa cuando el cielo está sereno. La existencia de estas nieves y su permanencia son efectos necesarios de la disminución general de la temperatura a medida que se asciende en el aire; pero la altura relativa a que se las encuentra en diferentes regiones depende asimismo de la temperatura de la tierra en su superficie, la cual no podremos estudiar hasta después de haber determinado las leyes del sol que modifica mucho su distribución.

85. En medio de las agitaciones accidentales que experimenta la atmósfera se reconocen ciertos fenómenos de movimiento sujetos a una marcha regular y que se llaman vientos alíseos. Son ocasionados por la acción calorífica del sol sobre la masa gaseosa de la atmósfera combinada con el movimiento de rotación de que esta masa participa en unión con el esferoide que envuelve; y para simplificar la exposición y teoría de ellos los presentaremos suponiendo a la tierra enteramente esférica.

La causa primera de estos movimientos es que la parte de la superficie terrestre que el de rotación presenta sucesivamente a los rayos solares, se calienta tanto más cuanto según más cerca de las direcciones de la vertical los recibe. Esta desigualdad de efectos, conforme con las teorías físicas, se comprueba con evidencia en nuestros países de Europa, en que las diversas elevaciones del arco diurno descrito por el sol producen tan grandes diferencias de temperatura en el curso del año. No sucede así en el ecuador y las comarcas que distan poco de él, porque el círculo diurno descrito por el sol les es siempre casi vertical. Para formarnos una idea precisa de este fenómeno tracemos en la esfera terrestre dos pequeños círculos paralelos al ecuador y a una distancia tal que su vertical haga con este plano un ángulo igual a la oblicuidad de la eclíptica, que se supone aproximadamente de 23º 28´. Llámanse trópicos terrestres estos círculos: los puntos situados en ellos tienen una vez al año al sol en su zenit en el momento del medio día. Sucede esto el día de nuestro solsticio de verano para el trópico situado al norte del ecuador, que se llama el trópico boreal, y el día de nuestro solsticio de invierno para el situado al sur, que se llama el trópico austral. La zona terrestre comprendida entre ambos círculos se llama generalmente en geografía la región ecuatorial o intertropical.

Describamos además en derredor de los polos terrestres dos pequeños círculos a una distancia tal que las verticales formen en ellos un ángulo de 23º, 28´ con el eje de rotación. Éstos son los que llaman círculos polares. Los puntos situados en ellos ven una vez cada año al centro del disco solar tocar un solo instante a su horizonte en la alineación de la línea meridiana en el momento del medio día, y otra le ven describir por completo su círculo diurno sin ponerse, viniendo sólo a tocar al horizonte en la misma alineación en el instante de la media noche. Estos fenómenos ocurren en los días de los solsticios. Los dos casquetes esféricos comprendidos entre los círculos polares y el polo correspondiente se llaman en geografía regiones polares. Distíngueselas también en boreal y austral, según el polo a que pertenece cada una. Para todos los puntos situados sobre estas partes de la superficie terrestre hay cierto número de días en el año durante los cuales el centro del disco solar permanece enteramente oculto debajo del horizonte. El arco diurno descrito por el astro se halla entonces todo él debajo de este plano; y en los vértices de los dos casquetes, que son los dos polos de la tierra, hay así cada año seis meses de día y seis de noche. Establecidas estas definiciones, demos a la tierra su movimiento de rotación diurna en derredor del eje que pasa por sus polos. Si en un instante cualquiera se tira por su centro una recta al del sol y un plano perpendicular a esta recta, dicho plano cortará a la esfera terrestre según un círculo máximo que dividirá a su superficie en dos hemisferios, uno de los cuales situado del lado del sol verá en la actualidad a este astro y tendrá el día, mientras que el otro estará a la sazón en la oscuridad; haciendo abstracción por lo menos de la magnitud del disco solar y de las refracciones que le hacen visible todavía cuando se halla en realidad a algunos minutos debajo del horizonte. Ahora bien, en esta sucesión continua de días y de noches las regiones ecuatoriales serán las que recibirán en suma los rayos del sol a distancias menores de su zenit, de modo que la acción calorífica de este astro será allí más poderosa que en cualquiera otra parte: deberá pues resultar de aquí un exceso ordinario de calentamiento del aire en sus capas inferiores que se hallan en contacto con la superficie, y por consiguiente una dilatación de este aire que le comunicará una corriente continua ascendente. El vacío inferior que esta corriente tiende a producir atrae el aire inferior de las regiones más próximas a los polos que no experimenta en igual grado la misma causa de dilatación. Y este continuo atraimiento debe obligar a las columnas superiores de aire ecuatoriales a derramarse hacia estas regiones. De modo que si estas causas estuviesen solas en acción habría una corriente o viento superior también continuo y dirigido desde el ecuador hacia las regiones polares.

Mas aquí interviene otra circunstancia que no hemos tomado todavía en consideración. La superficie terrestre, girando perpetuamente sobre sí misma, obra por fricción sobre las capas inferiores de la atmósfera, y propende a comunicarles su velocidad propia. Obrando éstas también del mismo modo sobre las superiores, las arrastran a su vez; y gracias a esta comunicación de movimiento continuado desde que existe la tierra, toda la atmósfera ha debido acabar por girar simultáneamente con la superficie terrestre en términos de encontrarse con relación a ella en un estado medio de reposo relativo. Ahora pues, como todos los puntos de esta superficie verifican su rotación diurna en igual tiempo, su velocidad absoluta de circulación es desigual, y proporcional a la magnitud de la circunferencia descrita por cada uno de ellos. Es pues la mayor en el mismo ecuador que describe el mayor círculo: desde aquí decrece progresivamente yendo hacia cada polo en que llega a ser matemáticamente nula, y entre estos dos extremos es por do quiera proporcional a la distancia de cada punto al eje común de rotación. Luego cuando la capa inferior de aire se escurre de los polos hacia el ecuador, atraída por la aspiración de la corriente ecuatorial ascendente, las moléculas que la componen llegan a cada punto de su tránsito con una velocidad de rotación propia, menor que la de las regiones terrestres a que se encuentran sucesivamente trasportadas. Un cuerpo sólido, o un observador situado en estas reuniones, choca con ellas pues en virtud del sobrante de velocidad que le impele de occidente a oriente, y esto le hace experimentar la misma impresión que si ellas chocasen con él, en sentido contrario y con igual fuerza; y como además tienen su velocidad de acceso hacia el ecuador, obran así sobre él con arreglo a una resultante formada de estos dos movimientos: el observador que se supone fijo, o el cuerpo sólido que está situado en la superficie terrestre, siente la sensación que le causarían dos vientos constantes inferiores: el uno nordeste en las regiones boreales de la tierra; y el otro sureste en las australes. Así lo demuestra la fig. 30. Estos dos vientos inferiores se llaman los vientos alíseos.

Pero a medida que el aire polar roza la superficie terrestre acercándose al ecuador, toma gradualmente por fricción una parte más o menos grande del sobrante de velocidad giratoria que originariamente le faltaba. De modo que a su llegada a los trópicos, su componente norte y sur, ocasionada por el movimiento de aspiración, resulta ser relativamente la más marcada y la sola sensible con frecuencia. Además la desigualdad de magnitud de los círculos descritos y por consiguiente de las velocidades de rotación es entonces muy escasa. Estas dos circunstancias se reúnen pues para dar así a los vientos alíseos una dirección casi norte y sur, con una energía decreciente a medida que se acerca uno más al ecuador. Porque entonces el nuevo aire empieza a participar del movimiento de ascensión ecuatorial, modificado a su vez por la actual posición del sol al norte o al sur del ecuador. Por esta razón las regiones intertropicales no presentan ya vientos alíseos seguros, sino alternativas irregulares y variadas de calmas y vientos, venidos ya del sur, ya del norte, lo que les ha hecho dar el nombre de variables por los marinos.

Sigamos ahora la marcha de las columnas de aire que, habiendo sido aspiradas y arrebatadas por la corriente ecuatorial ascendente, van a derramarse hacia las regiones más próximas a los polos. Cuando este aire vuelva a caer hacia la tierra, nada le ha privado todavía de la gran velocidad de rotación del este al oeste que había adquirido durante su estancia en el ecuador. Al llegar a las regiones inferiores sobre que cae, se mueve pues hacia el este, con más rapidez que ellas, y debe así chocar con los objetos terrestres fijos como lo haría un viento venido del oeste. Este efecto es inverso del que produciría en estas mismas regiones la sola traslación del aire inferior hacia el ecuador; y según sea más o menos fuerte, el viento dominante inferior se dirigirá en término medio hacia el oeste o hacia el este.

Estos resultados, deducidos teóricamente de las causas físicas de movimiento que obran de un modo desigual, pero constantemente, sobre las diferentes partes de la atmósfera, se hallan en todo confirmadas por las observaciones.

Primeramente debe inferirse de ellos que los vientos alíseos inferiores, nordeste y sureste serán los más señalados y fijos en las regiones de la tierra, o más bien de los mares libres en que se verifique con más rapidez la variación sucesiva de los círculos diurnos descritos; sobre todo si estas regiones se hallan bastante distantes del ecuador para que la corriente llegada de los polos no haya perdido todavía de un modo notable la inferioridad de su primitiva velocidad de rotación, y si al propio tiempo le hallan bastante lejanas de los polos para que el derrame de las columnas superiores no haya hecho descender todavía el aire ecuatorial hasta la superficie terrestre. Estas circunstancias parece se reúnen en los términos más ventajosos entre las latitudes de 10 y 30 grados, sean boreales o australes. Así que las partes de los mares comprendidas en estos límites son aquellas en que los vientos alíseos inferiores nordeste y surdeste reinan ordinariamente con mayor permanencia y energía, inclinándose sin embargo más o menos al norte o al sur, según la intensidad relativa y local de las dos fuerzas de que resultan.

Por otra consecuencia de estas consideraciones, que es también una prueba positiva de su exactitud, las nubes elevadas de estas mismas regiones caminan invariablemente en sentido contrario del viento alíseo inferior. En la cima del Pico de Tenerife se siente a la altura de 3700,m (4425 varas) según la observación del capitán Basil-Hall, una brisa constante procedente del suroeste y directamente contraria al alíseo inferior que es nordeste. La latitud de este pico es de 28º, 16´, 21´´ boreal, encontrándose así comprendida en los límites que acabamos de designar. Pero se ve ya que el aire ecuatorial aparece descendido a poca distancia de la superficie de la tierra, y por eso no se está lejos del término boreal del alíseo nordeste.

Otro ejemplo notable de estos fenómenos se presenta en las Antillas, a las cuales esta misma consideración ha hecho dividir en dos grupos, unas más al este llamadas islas del viento, y otras más al oeste llamadas islas de sotavento. Dos de éstas, San Vicente y la Barbada, se hallan situadas unas respecto de otras, según lo representa la fig. 31, estando la primera al suroeste de la segunda. La navegación de San Vicente a la Barbada es muy difícil a causa del viento alíseo nordeste que reina constantemente. Sin embargo, habiendo ocurrido en 1812 en San Vicente una gran erupción volcánica, cayeron en la Barbada una gran cantidad de cenizas, que necesariamente debieron ser conducidas a ellas al través de las capas aéreas superiores y a la distancia de 30 leguas. La corriente ascensional motivada por la erupción había elevado así estas cenizas hasta la altura en que reina la corriente superior ocasionada por el derrame del aire ecuatorial que, por el exceso de su velocidad propia giratoria unido a su movimiento de caída hacia el polo boreal, las impelía cual si fuera un viento del suroeste.

Esta corriente, descendida hacia la superficie terrestre en las regiones más boreales de nuestra Europa, llega a ser sensible en ellas por la predominancia marcada de los vientos de oeste que se experimentan. Una prueba muy evidente de este hecho ofrece la duración relativa del tiempo que los buques de vela tardan en atravesar el Atlántico yendo hacia el oeste o hacia el este. Según un estado de las travesías hechas en seis años por los paquetes de velas, destinados a hacer un servicio regular de comunicación mensual entre Liverpool y Nueva York, se ha encontrado que la duración media del tránsito de Europa a América yendo desde el este hacia el oeste es de cuarenta y tres días, al paso que la vuelta de América a Europa desde el oeste hacia el este es sólo de veinte y tres.

La marcha de las dos grandes corrientes atmosféricas, inferior y superior, de los polos hacia el ecuador y del ecuador hacia los polos, se verifica particularmente con regularidad, en los mares libres, por ejemplo, en el vasto Océano Pacífico, y a gran distancia de las costas. Porque donde quiera que hay una grande extensión de tierras en la zona ecuatorial, pero a alguna latitud fuera del ecuador, esta superficie se calienta con la absorción de los rayos solares mucho más que la de las aguas, sobre todo en la estación del año en que el sol se acerca más a su zenit. Entonces se encuentra dislocado el centro de aspiración y trasladado sobre esta superficie, hacia la cual afluye necesariamente el aire inferior, así de las latitudes más elevadas como del mismo ecuador, llamado de una parte y otra por la poderosa corriente ascendente que se produce en ellos. De aquí resultan vientos inferiores que soplan periódicamente del este o del oeste en estas localidades, según la posición respectiva del sol, de forma que en ciertos tiempos se hallan en oposición con la dirección del viento alíseo general y regular que se creería hallar en tal latitud. Pero se explican por los propios principios, teniendo en cuenta las circunstancias especiales que los motivan; y con razón pudiera llamárselos alíseos locales.

El capitán Hall refiere un ejemplo notable que sucede en el Océano Pacífico entre la bahía de Panamá y la Península de California, desde los 8º hasta los 22º de latitud norte. La disposición del continente americano es tal cual la representa la fig. 32. Si no existiese la meseta del reino de Méjico, es seguro que el alíseo común soplaría allí desde el nordeste con su habitual permanencia. Pero cuando, encontrándose el sol al norte del ecuador, lanza sus rayos perpendicularmente sobre aquella vasta extensión de tierras mejicanas, produce tal calor y en su consecuencia una corriente ascendente tan poderosa, que el aire ecuatorial inferior se encuentra entonces aspirado hacia estas regiones, y se traslada a ellas con su gran velocidad de rotación primitiva del oeste hacia el este. Entonces resulta que en todos los puntos intermedios de este tránsito choca a los objetos terrestres con el exceso de esta velocidad sobre la que corresponde a la latitud de ellos, y sienten los mismos una impresión análoga a la de un viento fuerte llegado del oeste o del suroeste; de modo que el paso de la bahía de Panamá a la punta de California llega a hacerse sumamente penoso o casi imposible en esta estación. Pero no sucede lo propio en la época del año en que el sol ha vuelto al sur del ecuador. Entonces el máximo de calor no tiene ya lugar en la llanura del reino de Méjico, sino en la parte austral del mar y del continente americano; y el alíseo inferior recupera en la región boreal su camino ordinario viniente del nordeste. Llega pues a hacerse favorable para pasar de la bahía de Panamá a la península de California, y desfavorable para volver de ésta.

Circunstancias análogas producen los vientos periódicos regulares que se encuentran en los mares de la Indias y a que se llama monzones. Para hacerse cargo de ellos, y aun para prever la época y dirección de los mismos basta echar la vista sobre la costa de estas regiones cuyos lineamientos están señalados en la fig. 33. Cuando el sol se encuentra en sus mayores declinaciones boreales, estando muy calentadas la península del Indostán, la India del norte y la China, se levanta en toda su superficie una corriente ascendente que atrae por aspiración al aire ecuatorial inferior de rotación rápida. La velocidad de acceso de este aire, unida al exceso de la de su rotación propia, produce pues un viento de suroeste en todos los lugares por que pasa, y en su consecuencia en los mares de la China, la bahía de Bengala y el Océano indio. Llamásele el monzón del suroeste, y es en realidad el alíseo local de estas regiones.

Deja ya de reinar cuando el sol ha vuelto a sus declinaciones australes. Entonces el centro de aspiración ha pisado a las partes australes del mar, del África y de la Australia. El aire de las tierras boreales llamado hacia el centro de aspiración se traslada allí con su inferioridad relativa de velocidad hacia el este; y atravesando de este modo los mares de la India, produce entonces un viento de nordeste que es en realidad el alíseo general. Llamásele el monzón del nordeste. La juiciosa aplicación de los mismos principios haría indudablemente reconocer o adivinar la existencia de vientos dominantes en ciertas épocas en localidades en que se supone los hay sólo accidentales.

86. Además de la refracción que vimos a estudiar dentro de poco de un modo especial, la atmósfera interpuesta entre nosotros y los astros es origen de otras muchas ilusiones que el vulgo toma por realidades, pero que el físico ilustrado juzga con sus observaciones y rectifica con su juicio.

Por ejemplo todos pueden notar que la parte del cielo, que está encima de nuestras cabezas, parece más próxima que la que se halla inmediata al horizonte. Lo propio se observa en todos los países: y es una consecuencia de la redondez de la atmósfera. La capa de aire que la forma y es concéntrica a la tierra está cortada en dos partes por nuestro horizonte, una superior visible, y otra inferior oculta. Estos elementos son desiguales, porque estamos colocados en la superficie de la tierra; y aquel que está encima de nuestras cabezas tiene mayor extensión en el sentido del horizonte que en el de su altura. Tal es la verdadera causa de la apariencia que nos presenta.

Por esto nuestra vista soporta fácilmente la del sol en su oriente y ocaso, siendo así que su resplandor nos deslumbra cuando está elevado sobre el horizonte. En el primer caso la luz que nos envía atraviesa mayor espesor de aire, y éste es de más densidad. Una mayor parte de esta luz queda pues interceptada, y he aquí lo que disminuye su brillo. Lo propio sucede con todos los demás astros. Los vapores esparcidos por el aire cerca de la tierra aumentan mucho este efecto; porque algunas veces se observan nieblas bastante espesas para no distinguir ya un objeto a algunos pasos de distancia. Nuestra posición pues sobre la superficie terrestre debe hacernos juzgar a la atmósfera más extendida en el sentido del horizonte que hacia el zenit.

87. Esta causa muy real se robustece con otra que sólo es aparente. La parte de la atmósfera que está sobre nuestras cabezas no nos presenta ningún objeto conocido con arreglo al cual podamos estimar su profundidad. Por el contrario, en la capa de aire que está cerca del horizonte vemos casas, bosques, montañas y otros muchos objetos sobre cuya existencia y magnitud no abrigamos ninguna duda. Su presencia nos prueba pues una sucesión de partes y un alejamiento efectivo, cuya idea se robustece al observar la degradación de sus tintas. Juzgamos así que la atmósfera debe extenderse horizontalmente más allá de todos estos cuerpos mientras que hacia el zenit no hay nada que nos indique su altura. Esta comparación nos induce a considerarla a la vez más extendida y baja de lo que verdaderamente está, suponiéndole una curvatura mucho más aplanada que la efectiva.

Así que un navío, visto aisladamente a una distancia grande parece más próximo de lo que realmente está porque siendo uniforme, la superficie del mar, no ofrece ningún medio de comparación que pueda indicar la sucesión de sus partes y la distancia real de los objetos. Pero si muchos buques se aparecen a la vez en el mar, y pasan entre nosotros y aquel que observamos, empezamos a formar una idea más exacta de su distancia; y mientras más se multiplican los objetos intermedios, mayormente se acerca a la verdad nuestro juicio. De este recurso carecemos para rectificar el error de nuestros sentidos, cuando calculamos con arreglo a ellos la forma de la atmósfera. Nos faltan los medios de comparación en el sentido vertical, y esto es lo que nos la hace juzgar demasiado baja. Al revés, los tenemos o suponemos en demasiado número en el sentido del horizonte; y su número y magnitud nos engañan de otro modo haciéndonos suponer una extensión inmensa en derredor de nosotros: doble causa que produce un doble error.

88. De aquí resulta también otra ilusión de que es imposible libertarse. Es un hecho muy fácil de notar que el sol y la luna parecen mucho mayores en su oriente y en su ocaso que cuando están hacia lo alto del cielo. Del mismo modo los grupos de estrellas que ocupan sólo un pequeño espacio cuando son vistos a una altura mediana, parecen grandes en el horizonte. Pero este aumento no tiene nada de verdadero, y es un error de nuestros sentidos y de nuestra imaginación. Cuando un observador colocado en el punto 0 (fig. 34) en la superficie de la tierra mira la luna en el horizonte, el ángulo visual L´´Ol´´ es más pequeño en cerca de I/60 que, el ángulo L´Ol´ bajo el cual aparece este astro cerca del zenit. Esto puede probarse por el cálculo, y también es lo que se encuentra cuando se miden estos ángulos con instrumentos. Así pues, y juzgando según estos solos datos, la luna debería aparecer por lo menos tan grande y aun algo mayor en el zenit que en el horizonte; y sin embargo sucede lo contrario. Procede esto de que en general no calculamos la magnitud real de un objeto por la sola consideración del ángulo visual bajo que le apercibimos; necesitamos además otro elemento, que es la distancia, y ésta la calculamos por comparación con otros cuerpos. Ahora bien, entre nosotros y la luna cuando está cerca del zenit no hay ninguno o a lo menos no hay más que la atmósfera, que es poco profunda en este sentido y cuya materia apenas se ve. Engañados por esta falta de cuerpos intermedios, inferimos que la luna está muy próxima a nosotros; por la inversa, en el horizonte la suponemos muy distante, porque entonces los valles y las montañas que de ellas nos separan se extienden a lo lejos ante nuestros ojos. El brillo de su luz, mucho más débil en el horizonte que en el zenit, favorece también esta ilusión haciéndonos sensible por decirlo así la interposición de la atmósfera. De aquí viene el que, viendo siempre a este astro bajo el mismo ángulo, le suponemos alternativamente muy pequeño y muy grande, en lo cual juzgamos según la costumbre que tantas veces hemos practicado que nos es natural e involuntaria; pero no es aplicable en tal ocasión, por que se supone que se conoce la distancia que se halla aquí mal calculada.

Lo que acabamos de decir explica también por qué el sol y los grupos de estrellas parecen mayores en el horizonte que cuando están más elevados.

Cesan estas ilusiones cuando no se ven ya objetos extraños, los cuales podrían desaparecer, mirando a la luna al través de un tubo o rollo de cartón ennegrecido que sólo permita ver a ella sola y cuya abertura se llene, exactamente con su disco. Conservando a este tubo la misma abertura, la luna no aparecerá mayor en el horizonte que cerca del zenit. Lo mismo sucederá si se la mira al través de un vidrio ahumado, porque la obscuridad de la tinta sólo permite ver al objeto luminoso, y nos encubre todo lo demás. Es preciso solamente colocar el ojo de manera que no se distinga ninguno de los cuerpos circundantes. La interposición del vidrio influye aquí con mucha eficacia por la gran disminución que produce en la intensidad de la luz, ya en el horizonte, ya en el zenit, disminución que hace muy pequeña a la diferencia absoluta, y por consiguiente muy difícil de apreciar.



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